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John Fiske, sentado ante la mesa del abogado defensor, se levantó y volvió la vista hacia su adversario, Paul Williams. El joven ayudante del fiscal acababa de finalizar la exposición de los detalles de su recurso. Fiske murmuró:

—Has metido la pata, Paulie. Buena la has armado.

Cuando Fiske se volvió hacia el juez Walters, su expresión reflejaba la emoción contenida. Fiske era un hombre de anchas espaldas, y pese a superar el metro noventa era algo más bajo que su hermano pequeño. A diferencia también de Michael Fiske, sus facciones no podían calificarse ni de lejos como clásicas y atractivas. Era mofletudo, tenía una barbilla excesivamente afilada y se había roto la nariz en dos ocasiones: primero practicando lucha libre en el instituto y después en su época de policía. Pero aquel pelo tan negro echado hacia atrás con cierto desaliño le confería un aire seductor y cordial, y sus oscuros ojos estaban llenos de vida.

—A fin de no hacer perder el tiempo al tribunal, señoría, desearía presentar una propuesta en relación con el recurso del fiscal. Si aceptan la retirada con todas sus consecuencias y contribuyen con una aportación de mil dólares al fondo para abogados de oficio, retiro mi alegación y todos podremos irnos a casa.

Paul Williams pegó un salto tan brusco que sus gafas cayeron sobre la mesa.

—¡Esto es un escándalo, señoría!

El juez Walters echó una ojeada a la repleta sala, volvió la vista hacia su portafolio, también atestado, e hizo unas señas a los dos hombres.

—Acérquense.

Fiske, junto a la barandilla, dijo:

—Yo solo intento hacer un favor al Estado.

—El Estado no necesita favores del señor Fiske —replicó Williams con despecho.

—Vamos, Paulie, mil dólares y puedes tomarte una cerveza antes de ir a contar a tu jefe el lío que has armado. Incluso estoy dispuesto a pagarla yo.

—No nos vas a sacar un centavo —respondió Williams con aire despectivo.

—En realidad, señor Williams, su recurso es un tanto insólito —dijo el juez Walters.

En las salas de lo penal, en Richmond, los recursos se presentaban antes del juicio o en el curso de este. Y no conllevaban interminables alegatos. La triste verdad era que la mayor parte de cuestiones de derecho penal estaban perfectamente sentadas. Únicamente en el caso excepcional de que el juez dudara tras haber oído las exposiciones de los abogados podía solicitar la revisión de unos informes antes de llegar a una conclusión. Por ello el juez Walters estaba algo perplejo ante el largo informe no solicitado que le presentaba la acusación.

—Lo sé, señoría —respondió Williams—. Sin embargo, y tal como he comentado antes, nos encontramos ante una situación insólita.

—¿Insólita? —intervino Fiske—. Más bien demencial, Paulie. El juez Walters les interrumpió, impaciente:

—Ya le he advertido antes sobre su conducta poco ortodoxa en mi sala, señor Fiske, y no dudaré en considerarla un desacato si insiste. Siga con su exposición.

Williams volvió a su asiento y Fiske se acercó al atril.

—A pesar de que recibí en mi despacho el fax del recurso «urgente» del ministerio público en plena noche y de que no he tenido tiempo para preparar una exposición adecuada, señoría, estoy convencido de que si se remite a los segundos párrafos que contienen las páginas cuatro, seis y nueve del informe del ministerio público, llegará a la conclusión de que los hechos en los que nos basamos aquí, en especial por lo que se refiere a los antecedentes delictivos del acusado, a las declaraciones de los agentes que le detuvieron y a los relatos de dos testigos oculares que se encontraban en el lugar del delito que se atribuye a mi defendido, no casan con la reseña establecida en este caso. Además, el principal precedente que cita el ministerio fiscal en la página diez fue invalidado recientemente por un fallo del Tribunal Supremo de Virginia. He adjuntado los documentos pertinentes a la exposición y también subrayado las discrepancias para facilitarle la revisión.

Mientras el juez Walters examinaba el expediente que tenía delante, Fiske se acercó a Williams.

—¿Ves lo que ocurre cuando redactas una porquería como esa en plena noche? —le dijo, y colocó su alegato ante Williams—. Como no tuve más que cinco minutos para leer tu informe, se me ha ocurrido devolverte el favor. Puedes leerlo mientras lo hace el juez.

Walters acabó la revisión del expediente y dirigió a Williams una mirada que dejó petrificado incluso al observador más imparcial de la sala.

—Espero que el ministerio fiscal pueda dar una respuesta adecuada a esto, señor Williams, porque yo no tengo idea de cuál podría ser.

Williams se levantó. Iba a hablar y de pronto descubrió que su voz y su soberbia flaqueaban.

—Veamos —dijo el juez Walters, a la expectativa—. Diga algo o tendré que admitir la moción del señor Fiske sin haberle escuchado.

Fiske dirigió una mirada cordial a Williams, pues nunca se sabía cuándo se necesitaría un favor.

—Estoy convencido, señoría, de que los errores que contiene el recurso del ministerio fiscal pueden achacarse al trabajo excesivo de los abogados. Estoy dispuesto incluso a rebajar mi propuesta de acuerdo a quinientos dólares, siempre que conste una disculpa personal por parte del ministerio fiscal. Realmente me hubiera gustado poder dormir un poco anoche.

El último comentario provocó unas carcajadas entre el público.

De repente, una voz retumbó desde el fondo de la sala.

—Si se me permite intervenir, juez Walters, el ministerio fiscal acepta la oferta.

Todo el mundo miró al hombre bajo y gordo, casi calvo, que llevaba un traje de verano a rayas y un almidonado cuello que se clavaba en su peluda nuca.

—Aceptamos la oferta —repitió el hombre con una voz grave que reflejaba una larga relación con el tabaco, y con el acento de quien ha pasado toda una vida en Virginia—. Y presentamos nuestras disculpas al tribunal por robarle su valioso tiempo.

—Me alegra que se encuentre usted en el lugar oportuno, señor Graham —dijo el juez Walters.

Bobby Graham, fiscal del estado en Richmond, inclinó la cabeza con cortesía antes de abandonar la sala por la doble puerta de cristal. No había presentado disculpa alguna a Fiske; el abogado defensor, sin embargo, decidió no insistir. En un tribunal, pocas veces conseguía uno todo lo que pedía.

El juez Walters proclamó:

—Se desestima el recurso del ministerio fiscal con todas sus consecuencias. —Miró a Williams—. Creo que debería usted aceptar la cerveza del señor Fiske, señor Williams, aunque, en mi opinión, invitando usted.

Cuando se requirió el siguiente caso, Fiske cerró su cartera y salió de la sala. Williams le siguió.

—Tenías que haber aceptado mi primera oferta, Paulie.

—Esto no se me olvidará, Fiske —respondió Williams, irritado.

—Más te vale.

—Seguimos con la intención de poner a la sombra a Jerome Hicks —dijo Williams con una sonrisa de desprecio—. No creas que lo hemos dejado.

Paulie Williams y casi todos los ayudantes del fiscal consideraban a los clientes de Fiske enemigos personales, personas que no merecían más que el más duro de los castigos. Fiske sabía que en determinados casos tenían razón. Pero no en todos.

—¿Sabes qué pienso? —le dijo a Williams—, en lo rápido que pueden transcurrir diez mil años.

Al dejar la tercera planta, Fiske pasó por delante de unos agentes con los que había trabajado cuando era policía de Richmond. Uno de ellos le sonrió y le saludó con la cabeza, pero los demás volvieron la cara. Para ellos era un traidor, que había cambiado la placa y la pistola por el traje y la cartera. ¡Picapleitos! Ahí te pudras, hermano Fiske.

Fiske echó una ojeada a un grupo de jóvenes negros: unos cortes de pelo tan rigurosos que los hacían parecer calvos, el pantalón muy abajo, casi en la entrepierna, los calzoncillos a la vista, cazadoras acolchadas de pandilleros, voluminosas zapatillas de deporte sin cordones. Ostentaban su desafío al sistema judicial, enfurruñados en su arrogante uniformidad.

Aquellos jóvenes se apiñaban en torno a su abogado, un blanco obeso por el poco ejercicio, sudoroso, con un caro traje a rayas raído en los puños, relucientes mocasines, gafas con montura de concha que se torcían un poco al insistir en algún punto ante su tropa. Pegó un puñetazo contra la rechoncha palma de su otra mano mientras los jóvenes negros, con los abdominales comprimidos bajo las camisas de seda costeadas por la droga, le escuchaban atentos, pues en aquella ocasión creían necesitar a ese hombre; en otras circunstancias, si le dirigían la mirada sería cargada de desdén o apuntándole con un arma, hasta la próxima vez que le necesitaran. Y habría una próxima vez. En ese edificio, él era poderoso. Allí Michael Jordán no podría con ese blanco que conocía las palabras mágicas que podían sacarlos de apuros.

Fiske sabía perfectamente lo que les estaba diciendo, como si lo estuviera leyendo en los labios de aquel hombre que se había especializado en la defensa de miembros de bandas, en todo tipo de delitos que les viniera en gana cometer. La mejor estrategia: silencio sepulcral. No haber visto nada, no haber oído nada, no recordar nada. ¿Disparos? Explosiones de un tubo de escape, probablemente. Recordad esto, muchachos: no matarás; pero si matas, no le cargues a nadie el muerto. Dio una palmada en la cartera para subrayar lo dicho. El corro se deshizo y empezó el juego.

En otro extremo del vestíbulo había tres putas sentadas en un banco tapizado de gris y empotrado en la pared. Un grupo variopinto: una negra, una asiática y una blanca, que esperaban su turno ante la justicia. La asiática parecía nerviosa; probablemente necesitara unas caladas que la calmaran o el pinchazo de una jeringuilla. Las otras eran veteranas, Fiske lo sabía. Se levantaban, se sentaban, enseñaban el muslo, balanceaban los pechos ante algún incauto o un lanzado que pasara por allí. ¿Por qué perderse un negocio mientras esperaban su turno para despachar esas minucias judiciales? Al fin y al cabo, estaban en Estados Unidos.

Fiske bajó con el ascensor, y cuando pasaba por el detector de metales y el aparato de rayos X, el equipo estándar que se ve hoy en día en casi todos los juzgados, se le acercó Bobby Graham, con un cigarrillo sin encender en la mano. A Fiske aquel hombre no le caía bien ni personal ni profesionalmente. Seleccionaba sus casos como parte acusadora en función de los titulares que podían depararle. Y jamás aceptaba uno que le exigiera trabajar realmente a conciencia para ganarlo. A la opinión pública no le gustaban los fiscales que perdían.

—Un simple recurso en un caso sin relieve. La gente importante tiene mejores cosas que hacer, ¿verdad, Bobby? —dijo Fiske.

No había previsto que pretendías zamparte a uno de mis cachorros. No te habría resultado tan fácil de encontrarte ante un fiscal de verdad.

—¿Como tú, por ejemplo?

Esbozando una irónica sonrisa, Graham se puso el cigarrillo sin encender en los labios.

—Ya ves, vivimos en la capital del tabaco, tenemos la mayor fábrica de cigarrillos del planeta a tiro de piedra y uno no puede fumarse un pitillo en las salas de los juzgados.

Mordió uno de los extremos del Pall Malí sin filtro, chupando ostensiblemente. En realidad, el edificio de los juzgados de Richmond disponía aún de zonas para fumadores, pero no se encontraban en una de ellas.

El fiscal dejó escapar una sonrisa triunfal.

—Ah, por cierto, esta mañana han detenido a Jerome Hicks, como sospechoso del asesinato de un tipo de Southside. Un negro contra un negro, drogas en juego. ¡Casi nada! ¡Vaya sorpresa! Al parecer pretendía hacerse con más coca sin pasar por los canales de distribución establecidos. Lo que no sabía el pájaro era que teníamos a sus contactos bajo vigilancia.

Fiske, abatido, se apoyó en la pared. A menudo resultaban inútiles las victorias ante un tribunal, sobre todo si el cliente era incapaz de reprimir sus impulsos delictivos.

—¿En serio? La primera noticia.

—Iba a bajar de todas formas para la consulta previa de un juicio y se me ha ocurrido que podía informarte de ello. Simple cortesía profesional.

—Gracias —dijo Fiske, huraño—. Y siendo así, ¿por qué no has detenido el recurso de Paulie? —Al ver que el otro no respondía, añadió—: ¿Disfrutas haciéndome pasar por el aro?

—Uno tiene que distraerse de vez en cuando en su trabajo. Fiske blandió el puño, pero deshizo el ademán con la misma rapidez. No valía la pena con Graham.

—Y como cortesía profesional, ¿ha habido algún testigo?

—¡Huy! Al menos media docena, aparte de que en el coche de Jerome han encontrado el arma homicida. En la huida ha estado a punto de atropellar a dos policías. Un caso con derramamiento de sangre, drogas, un enorme alijo de coca; ¡no veas! De entrada no creo que se le asigne fianza. En fin, estaba pensando en dejar a un lado ese cargo de poca monta sobre distribución del que te ocupas y centrarme en la nueva situación. Tengo que sacar el máximo partido de mis escasos recursos. Hicks es un mal sujeto, John. Creo que tendremos que pensar en una acusación de asesinato en primer grado.

—¿Asesinato en primer grado? Vamos, Bobby.

—Matar a una persona deliberadamente durante un robo equivale a asesinato en primer grado, lo que equivale a la pena capital. Al menos eso estipula el código penal de Virginia.

—Me importa un pepino lo que estipulen las leyes, el muchacho tiene solo dieciocho años.

El rostro de Graham se tensó.

—Curioso comentario teniendo en cuenta que viene de un abogado, de alguien que trabaja en los tribunales.

—La ley es una criba, y yo tengo que considerar lo que puedo colar por ella.

—Estamos hablando de la escoria. Salen del vientre de su madre pensando en hacer daño. Nos tendremos que plantear la construcción de cárceles para niños antes de que esos hijos de puta nos maten.

—Mira, la vida de Jerome Hicks…

—Claro, le echaremos la culpa a su jodida infancia —le interrumpió Graham—. ¡Vaya novedad!

—Tienes toda la razón, no es ninguna novedad.

Graham sonrió mientras movía la cabeza.

—Oye, que yo no me crie en un lecho de rosas, ¿vale? ¿Y sabes cómo lo resolví? Trabajando como un condenado. Si yo pude hacerlo, ellos también, ¿no? ¡Caso concluido!

Fiske se dispuso a marcharse.

—Echaré un vistazo al parte de detención —dijo— y luego llamaré.

—No tenemos nada de que hablar.

—Matándole no conseguirás llegar a fiscal general, Bobby, ya lo sabes. Apunta más alto —concluyó Fiske y se alejó. Graham hizo girar el cigarrillo entre los dedos.

—Intenta buscar un trabajo serio, Fiske.

Media hora más tarde, John Fiske se encontraba en una cárcel de las afueras para visitar a uno de sus clientes. Su oficio le obligaba a salir a menudo de Richmond y viajar por los condados de Henrico, Chesterfield, Hanover e incluso Goochland. No es que le complaciera el aumento constante de su volumen de trabajo, pero lo consideraba inevitable como la salida del sol. Seguiría así hasta el día que acabara para siempre.

—Tengo que hablar contigo sobre una apelación, Derek.

Derek Brown, o DB1, como se le conocía en la calle, era un negro de piel clara con los brazos cubiertos de tatuajes en los que se mezclaban el odio, la obscenidad y la poesía. Pasaba tanto tiempo en la cárcel que era todo músculo; unas abultadas venas recorrían sus bíceps. Fiske le había visto jugar a baloncesto en el patio de la prisión, sin camisa; una impresionante musculatura, y más tatuajes en la espalda y los hombros. Visto desde lejos parecía algo así como una partitura musical. Se elevaba con elegancia, le sostenía algo que Fiske no acertaba a ver, y los guardianes y otros reclusos contemplaban extasiados al joven que encestaba y que acababa chocando las palmas con todos. No era lo suficientemente bueno, sin embargo, para jugar en el circuito universitario, y muchos menos para la NBA. Y ahí estaban, uno frente a otro en la cárcel del condado.

—El fiscal ofrece agresión premeditada, delito en tercer grado.

—¿Por qué no en sexto?

Fiske le miró. Aquellos muchachos entraban y salían tan a menudo que conocían mejor el código penal que la mayoría de los abogados.

—El sexto implica arrebato. El tuyo apareció al día siguiente.

—Él tenía un arma. No voy a enfrentarme a Pack cuando él tiene el hierro y yo voy a pelo. ¿Estás dormido o qué?

A Fiske le entraron ganas de pegarle un sopapo al ver su actitud.

—Lo siento, pero el ministerio fiscal se mantiene en el tercero.

—¿Cuánto? —preguntó Derek, impasible. Según las cuentas de Fiske, llevaba doce agujeros en las orejas.

—Cinco, con lo que llevas cumplido.

—¡Y qué más! ¿Cinco años por unos cortes de nada con una mierda de navaja?

—Un estilete con hoja de doce centímetros. Y le apuñalaste nada menos que diez veces. Ante testigos.

—¡Joder, se estaba trabajando a mi tronca! ¿No es eso defensa propia?

—Tienes suerte de que no te endilguen intento de asesinato, Derek.

Los médicos dijeron que el muchacho no se desangró en la calle por milagro. Además, si Pack no fuera un pájaro de cuenta te habría caído agresión premeditada con intento de asesinato. Entre veinte y la perpetua. No hace falta que te lo diga yo.

—Se quería agenciar a mi tronca.

Derek se inclinó hacia adelante mostrando sus huesudos nudillos para subrayar la absoluta lógica de su postura, tanto moral como legalmente.

Fiske estaba al corriente de que Derek obtenía mucho dinero. Era el primer lugarteniente del número dos de los distribuidores de drogas en Richmond, de ahí el apodo de DB1. Turbo era su jefe, un muchacho de veinticuatro años. Poseía un imperio muy bien organizado, donde se imponía la disciplina, con tapaderas legales, entre las que se contaban una cadena de tintorerías, una cafetería y una casa de empeños, y con un equipo de contables y abogados que se ocupaban de los fondos procedentes de la droga una vez blanqueados. Turbo era un joven muy inteligente, capacitado para los números y los negocios. Fiske siempre se quedaba con las ganas de preguntarle por qué no se dedicaba a llevar una empresa que figurara en Fortune 500. Los dividendos eran casi los mismos y el índice de mortalidad considerablemente menor.

En condiciones normales, Turbo le habría asignado a Derek uno de sus abogados de Main o Franklin Street, que le cobraban trescientos dólares la hora. Pero el delito de Derek no tenía nada que ver con los negocios de Turbo, y por ello no tenía derecho a esos servicios. El hecho de deshacerse de él mandándolo a alguien como Fiske era un castigo por la estupidez de perder la cabeza por una mujer. Turbo no tenía razones para pensar que Derek se chivaría. El fiscal no había incoado nada en este sentido, pues sabía que era inútil. Si hablas, mueres; en prisión o fuera de ella, da igual.

Derek se había criado en un agradable barrio de clase media, con unos agradables padres de clase media, pero un día decidió dejar el instituto y optar por el camino fácil del tráfico de drogas en vez de trabajar para ganarse la vida. Lo había tenido todo para abrirse camino en la vida con relativa facilidad. Ya había demasiados Derek Brown por ahí —pensaba Fiske—, que convertían el mundo en algo indiferente para las espantosas existencias de los chavales que optaban por el elixir que les proporcionaba gente de la calaña de Turbo. Aquello le hacía desear a Fiske llevar a Derek a un callejón en plena noche y con un bate de béisbol en la mano dar al jovencito unas cuantas lecciones sobre los valores plisados de moda.

—Al ministerio fiscal le importa un pimiento lo que hiciera él aquella noche con tu novia.

—Me parece increíble. El año pasado, un colega hizo puré a un tipo y le cayeron dos años, y salió a la mitad con la condicional. Con el tiempo que llevaba cumplido, en tres meses a la calle. ¿Y a mí tienen que caerme cinco cochinos años? ¡Vaya puto abogado de mierda que me ha tocado!

«Tu colega ¿había sido condenado antes por algún delito mayor? ¿Era la mano derecha de una de las peores plagas de Richmond?», tenía ganas de preguntarle Fiske, pero sabía que era gastar saliva en vano.

—¿Sabes lo que vamos a hacer? Pediré tres más el tiempo que llevas cumplido.

A Derek pareció interesarle la propuesta.

—¿Crees que podrás conseguirlo? —Fiske se levantó.

—No lo sé. No soy más que un puto abogado de mierda. Al salir, Fiske miró por la enrejada ventana y vio salir de un furgón de la cárcel una nueva hornada de presos; los grilletes sonaban rítmicamente contra el asfalto. La mayoría, jóvenes negros o latinos, ya midiendo las fuerzas mentalmente antes de entrar. Esclavos y jefes. ¿Quién se lleva una raja o una marca primero? Los pocos blancos que se veían en el grupo daban la impresión de que iban a caer muertos de puro pánico antes de llegar a su celda. Algunos de aquellos jóvenes eran probablemente hijos de los hombres que el policía John Fiske había detenido diez años antes. Unos niños por aquel entonces, que tal vez soñaran con conseguir algo más que el subsidio del paro, sin padre en casa, con una madre luchando sin tregua con el horror de una vida del que no veían el fin. Claro que quizás no eran ellos. La realidad consigue a veces atormentar el subconsciente. Los sueños no constituían un respiro; eran simplemente la continuación de la pesadilla.

Como poli, el diálogo que mantenía con casi todos los que detenía se solía repetir.

—Te mato, tío. Mato a toda tu puta familia —le gritaban algunos, con la expresión alterada por la droga mientras les colocaba las esposas.

—Hum… Tienes derecho a permanecer en silencio. Yo que tú lo aprovecharía.

—Oye, tío, no es culpa mía. Fue el colega. Me la jugó…

—¿Y dónde está el colega? ¿Y la sangre que tienes en las manos? ¿El arma en el bolsillo? ¿Y la nariz aún blanca de coca? ¿Todo es cosa del colega?

Luego veían el cadáver y se hundían, lloraban como niños.

—¡Qué putada! ¡Dios mío! ¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? Llámala. Hazme ese favor, vamos, ¡por favor! ¡Mamá! ¡Mierda!

—Tienes derecho a un abogado —le decía él tranquilamente.

Tras otras dos comparecencias, Fiske abandonó el edificio de cristal y ladrillos del Tribunal John Marshall, bautizado así en honor del tercer Presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Al lado podía verse aún la casa donde había vivido Marshall, convertida ahora en museo, para conservar el recuerdo del gran virginiano. Aquel hombre se habría levantado de la tumba de enterarse de los detestables actos que se condenaban y defendían en el edificio que llevaba su nombre.

Fiske avanzó por la calle Nueve, hacia el río James. Los últimos días habían sido cálidos y húmedos, pero ahora, con la lluvia, empezaba a refrescar. Se abrochó la gabardina y echó a correr por la acera, pisando los charcos de agua sucia.

Cuando llegó a su despacho, en Shockoe Slip, llevaba el pelo empapado y unos arroyuelos descendían por su espalda. Decidió no esperar el ascensor y subió de dos en dos los escalones de aquel edificio que parecía una cueva, en otra época un almacén de tabaco; habían cubierto sus entrañas de roble y pino con planchas de yeso y construido una serie de oficinas. Pero persistía allí el olor del tabaco, lo cual no era algo insólito en Richmond. Si se cruzaba la interestatal 95 pasando por la fábrica de Philip Morris, a la que se había referido Bobby Graham, se podía incorporar una buena dosis de nicotina sin encender un solo cigarrillo. Fiske a menudo se había sentido tentado de echar una cerilla encendida por la ventanilla para comprobar si se producía una explosión en la atmósfera.

El despacho de Fiske constaba de una habitación con un pequeño baño, detalle importante para él pues dormía más noches allí que en su piso. Colgó la gabardina y se pasó por la cara y el pelo una toalla. Se preparó un café mientras pensaba en Jerome Hicks.

Si llevaba a cabo un excelente trabajo, Jerome Hicks pasaría el resto de sus días entre rejas en lugar de recibir la inyección letal en la celda de la muerte en el condado de Greene. La muerte de un negro de dieciocho años no iba a proporcionarle a Graham el cargo de fiscal general que tanto ambicionaba. El asesinato de un negro perpetrado por un negro, un asunto de perdedores, ni siquiera le garantizaría un artículo en la última página del periódico.

Fiske, como policía de Richmond, a duras penas había sobrevivido a la violencia del combate que azotaba los barrios y se dilataba como un aneurisma alrededor de las elevadas y costosas torres del centro de la ciudad. Y no era un fenómeno solo local: de los demás estados fluían aludes de actividad delictiva. Cuando se encontraran por fin, ¿a dónde irían a parar?, se preguntaba Fiske.

Se sentó con brusquedad. La quemazón había empezado. Siempre ascendía desde la barriga hasta el pecho y luego se extendía. Finalmente, como la lava, bajaba por los brazos hasta los dedos. Fiske se levantó tambaleándose, echó la llave a la puerta del despacho y se quitó la camisa. Llevaba camiseta; siempre la maldita camiseta. A través del algodón sus dedos rozaron el extremo de la gruesa cicatriz, áspera después de tantos años. Comenzaba debajo del ombligo y seguía el camino zigzagueante marcado por el cirujano hasta la base del cuello.

Se echó al suelo y realizó cincuenta flexiones sin descansar: la quemazón del pecho y las extremidades aumentó primero y luego fue disminuyendo a cada repetición. Una gota de sudor resbaló por su frente y cayó sobre la madera del suelo. Creyó verse reflejado en ella. Al menos no era sangre. Siguió con las flexiones, golpeando cada vez con el estómago contra el suelo. La cicatriz ondulaba como una serpiente que tuviera implantada en el torso. Sujetó una barra a la puerta del baño y realizó doce levantamientos. En otro tiempo conseguía hacer el doble, pero su fuerza había disminuido. Lo que se encontraba al acecho bajo la alterada piel al final acabaría con él, le mataría; pero de momento la quemazón disminuía, el extenuante ejercicio físico parecía ahuyentarla, y avisar al intruso de que todavía había alguien en casa.

Se lavó y se puso de nuevo la camisa. Mientras tomaba café miró por la ventana. Desde su privilegiada posición apenas distinguía el curso del río James. A medida que fuera arreciando la lluvia, sus aguas se harían más turbulentas. Él y su hermano habían navegado por aquel río, y en los cálidos días de verano se habían bañado utilizando como flotadores unos neumáticos de camión. ¡Cuántos años hacía! En aquella época se había acercado mucho al agua. Pero el asueto había terminado. En su apretada agenda no quedaba espacio para eso. A pesar de todo, en general disfrutaba con lo que hacía. No llevaba la vida de un abogado del Tribunal Supremo como su hermano, pero sentía un cierto orgullo por su trabajo y por la forma en que lo llevaba a cabo. A la hora de la muerte no dejaría dinero ni fama, pero estaba convencido de que moriría razonablemente satisfecho. Volvió a su trabajo.