Rufus? —Cauteloso, Samuel Rider apretó el auricular contra su oreja—. ¿Cómo me has localizado?
—No se encuentran muchos abogados por aquí, Samuel —dijo Rufus Harms.
—Ya no ejerzo en la jurisdicción militar.
—Imagino que compensa estar fuera.
—Algunos días echo de menos el uniforme —mintió Rider. Había entrado en las fuerzas armadas, por fortuna con el título de abogado bajo el brazo, y había escogido un puesto seguro en el Juzgado Militar tras cargar aterrorizado con un arma por las selvas de Vietnam como marine: un objetivo fácil para el enemigo.
—Tengo que verte. No voy a contarte por qué por teléfono.
—¿Qué tal en Fort Jackson? Me enteré de que te habían trasladado allí.
—Perfecto. La cárcel está bien.
—No me refería a eso, Rufus. Pero me ha extrañado que te hayas puesto en contacto conmigo después de tanto tiempo.
—Sigues siendo mi abogado, ¿no?, después de la única ocasión en que he necesitado uno.
—Tengo una agenda bastante apretada… —La mano de Rider se crispó un poco sobre el teléfono al oír las palabras que pronunció Harms a continuación.
—Tengo que verte mañana mismo, Samuel. ¿No crees que me lo debes?
—Hice lo que pude por ti en aquellos momentos.
—Aceptaste el acuerdo sin rechistar.
—No —replicó Rider—, negociamos un acuerdo previo con el fiscal, y el tribunal dio el asunto por zanjado. No se podía hacer nada mejor.
—Tú no intentaste luchar. La mayoría suele hacerlo.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Se aprende mucho en la cárcel.
—Ten en cuenta que no se puede diferir la sentencia. Sabes perfectamente que expuse el caso a los miembros del tribunal.
—Pero no llamaste a un solo testigo; a mi entender no hiciste casi nada.
—Hice lo que pude. Ten presente, Rufus, que podían haberte ejecutado. Con una niña blanca y tal… Habrían reclamado el primer grado, ellos mismos me lo dijeron. Salvaste el pellejo.
—Mañana, Samuel. Hacia las nueve de la mañana. Y muchas gracias. Gracias de verdad. Ah, y trae también una radio portátil.
Antes de que Rider pudiera preguntarle nada, Harms había colgado el teléfono.
Rider se arrellanó en su confortable butaca y echó una ojeada a aquel espacioso despacho forrado de madera. Se dedicaba a la abogacía en una pequeña ciudad cerca de Blacksburg, Virginia. Vivía muy bien: una casa preciosa, un Buick nuevo cada seis años, dos vacaciones anuales. Había dejado a un lado el pasado, y en especial el caso más horripilante que le había tocado en suerte en su breve carrera como abogado, cuyos efectos se parecían a los que provoca en el estómago la leche cortada, con la diferencia de que no se podía recurrir al Pepto-Bismol para aliviar el dolor.
Rider se pasó una mano por el rostro mientras sus pensamientos se remontaban a principios de los setenta, una época de caos en el estamento militar, y también en todo el planeta. Todo el mundo culpaba a todo el mundo por todo lo que había ido mal en la historia del Universo. El tono de Rufus Harms le había parecido amargo a través del teléfono, pero él había matado a aquella niña. Con brutalidad. Delante de su familia. Le había aplastado el cuello en unos segundos, antes de que alguien pudiera detenerle.
En defensa de Harms, Rider había negociado un acuerdo previo al juicio, aunque, bajo la normativa militar, tenía derecho a contender al margen del acuerdo en la fase de sentencia La pena impuesta al acusado podía ser la del acuerdo previo al juicio o bien la decretada por el juez o los miembros del tribunal, el equivalente al jurado en el ámbito militar. Las palabras de Harms seguían atormentando al abogado, puesto que en aquella época habían convencido a Rider de que no hiciera depender el caso de la fase de sentencia. Estuvo de acuerdo con el fiscal en no utilizar testigos que pudieran dar fe del carácter de Harms u otros detalles. Y confió también en lo establecido por el informe oficial en lugar de buscar otras pruebas y testimonios.
Aquello no era exactamente jugar limpio, pero, de no mediar el acuerdo previo, el fiscal habría pedido la pena capital, y probablemente la hubiera obtenido. Poco importaba que el asesinato se hubiera llevado a cabo con una rapidez que ponía en duda la premeditación. El frío cadáver de una niña hubiera desbaratado el más lógico análisis legal.
La cruda verdad era que a nadie le importaba Rufus Harms, un negro que había pasado la mayor parte de su vida militar encerrado en un penal, y el irracional asesinato de una niña no mejoraba precisamente su imagen a los ojos de los militares. Muchos opinaron que un hombre como él no merecía un proceso, a menos que se practicara con rapidez y desembocara en el sufrimiento y la muerte. Tal vez Rider fuera uno de los que opinaban así. Por ello no había adoptado la estrategia militar de la tierra quemada en la defensa de aquel hombre, si bien había conseguido que Rufus Harms siguiera con vida. Lo máximo que habría conseguido cualquier abogado.
«¿Por qué, pues, quería verlo Rufus?», se preguntaba.