Los peldaños que subían hacia la sede del Tribunal Supremo de Estados Unidos de América eran anchos y parecían no tener fin. El laborioso ascenso equivalía a la penosa subida al monte Olimpo para solicitar una audiencia con Zeus. Sobre la puerta de entrada se habían grabado las palabras «Equidad bajo la ley». La frase no procedía de un importante documento ni de una resolución del Tribunal, sino de Cass Gilbert, el arquitecto que había diseñado y construido el edificio. Era una cuestión de espacio: las palabras se ajustaban perfectamente al área que Gilbert había reservado para una frase jurídica memorable.
El majestuoso edificio tenía cuatro plantas. Curiosamente, el Congreso había destinado los fondos para su construcción en 1929, el año en que el crac de la Bolsa propició la Gran Depresión. Casi una tercera parte de los nueve millones de dólares que había costado el edificio se habían empleado en la compra de mármol. En el exterior, Vermont puro, transportado por una legión de vehículos; en las cuatro salas interiores, roca cristalina de Georgia; y en la mayor parte de suelos y muros internos, a excepción del Gran Vestíbulo, lechosa piedra de Alabama. Y también un mármol italiano más oscuro y piedra africana en otros lugares. Habían construido las columnas del vestíbulo con bloques de mármol italiano de Montarrenti, trasladado en barco a Knoxville, Tennessee. Allí, unos hombres corrientes batallaron para obtener de esos bloques las piezas de nueve metros de altura que iban a servir de base al edificio que desde 1935 había constituido el hogar profesional de nueve hombres y, desde 1981, como mínimo de una mujer, todos ellos de una capacidad extraordinaria. Los defensores del edificio lo consideraban un extraordinario ejemplo del estilo corintio de la arquitectura griega. Sus detractores lo menospreciaban, tildándolo de palacio propio de los demenciales apetitos de los reyes, en lugar de sede de la administración racional de justicia.
Con todo, desde la época de John Marshall, el Tribunal había defendido e interpretado la Constitución, y podía declarar inconstitucional una ley del Congreso. Aquellas nueve personas eran capaces de ordenar a un presidente sentado en el banquillo que prestara atención a unas cintas y documentos que probablemente le forzarían a dimitir. La judicatura estadounidense, encabezada por el Tribunal Supremo, era, como el Congreso y el poder ejecutivo heredado de los Padres Fundadores, una rama del gobierno. Y ejercitaba ese gobierno, puesto que el Tribunal Supremo modelaba la voluntad del pueblo estadounidense con sus decisiones en cualquier cuestión significativa.
Aquel anciano que avanzaba por el Gran Vestíbulo continuaba esa honrosa tradición. Era un hombre alto, huesudo, de apacibles ojos castaños que no requerían gafas a pesar de haber pasado décadas leyendo letra pequeña. Casi no le quedaba pelo y cojeaba ligeramente; con los años se le habían encorvado los hombros. Con todo, Harold Ramsey, presidente del Tribunal Supremo, transmitía una inquieta energía, y su aguda inteligencia compensaba con creces cualquier rémora física. Incluso su andar parecía obedecer a propósitos inquebrantables.
Era el jurista de mayor rango del país, y aquel era su Tribunal, su edificio. Desde hacía mucho tiempo los medios de comunicación lo llamaban «Tribunal Ramsey», como habían hecho con el Tribunal presidido por Warren y con los anteriores: era su legado. Ramsey llevaba su tribunal de manera estricta y justa, improvisando una mayoría consistente que llevaba ya diez años funcionando. Le encantaban los tejemanejes que tenían lugar entre bastidores. Una palabra o un párrafo oportunos aquí o allá, ceder algo en un punto para una compensación posterior, la paciente espera de un caso apropiado como moneda de cambio, a veces bajo formas inesperadas para sus colegas. Los cinco votos necesarios para una mayoría constituían una obsesión para Ramsey.
Había llegado al Tribunal en calidad de juez adjunto, y diez años más tarde fue elevado a la cúspide. En teoría, simplemente el primero entre iguales, aunque en realidad era mucho más que eso. Ramsey era un hombre de profundas creencias y con una filosofía definida. Por suerte para él, le habían nombrado miembro del Tribunal en una época en que el proceso de selección no estaba marcado por la complejidad política actual. Por aquel entonces no se planteaban fastidiosas cuestiones legales sobre temas como el aborto, la pena capital y la discriminación positiva, que más adelante pesaron en el altamente politizado proceso de llegar a presidente del Tribunal Supremo. Por aquel entonces, cuando el presidente te proponía y poseías el historial imprescindible, sin trapos sucios que ocultar, la entrada era inmediata.
El Senado había ratificado a Ramsey de forma unánime. En realidad, no tuvo otra alternativa. Sus antecedentes académicos y jurídicos eran de primer orden. Numerosos títulos, todos de universidades de la Ivy League, y siempre el primero de la promoción. Contaba asimismo con un período docente galardonado, en el que expuso sus arrolladoras teorías sobre la dirección que debía tomar la ley y, por extensión, la humanidad. Accedió luego al Tribunal de apelación federal, convirtiéndose en poco tiempo en su presidente. Durante el tiempo que permaneció allí, el Tribunal Supremo jamás revocó ninguno de sus dictámenes por mayoría. Con los años había establecido una adecuada red de contactos y había llevado a cabo lo imprescindible para alcanzar la posición que ahora ocupaba y mantenía rigurosamente consolidada.
Se había ganado esa posición. Nunca le habían regalado nada. Aquella era una de sus firmes creencias. En Estados Unidos quien trabajaba duro triunfaba. Nadie tenía derecho a la dádiva, ni los pobres ni los ricos, ni los de clase media. Estados Unidos era el país de las oportunidades, pero uno debía trabajar, sudar y sacrificarse para alcanzar la recompensa. Ramsey no soportaba escuchar las excusas de quienes no avanzaban. Se había criado en un ambiente de pobreza atroz, con un padre que bebía en exceso y le maltrataba. Nunca encontró consuelo en su madre; su padre había pisoteado todo el instinto maternal que ella pudiera haber albergado. No podía decirse que Ramsey hubiera tenido unos inicios prometedores, y había que ver dónde se encontraba. Si él había podido sobrevivir y destacar, los demás también podían hacerlo. Si no lo conseguían, era culpa de ellos, y Ramsey no atendía a razones.
Soltó un suspiro de satisfacción. Acababa de empezar otro año judicial en el Tribunal y todo iba como una seda. Había surgido, sin embargo, una complicación. La cadena tenía la fuerza de su eslabón más débil, el potencial Waterloo. Las cosas marchaban bien de momento, pero ¿qué ocurriría después de cinco años de rodaje? Siempre había que abordar esos problemas sin dilaciones, antes de que se convirtieran en imposibles de manejar.
Se acercaba el momento de competir con Elizabeth Knight, una mujer tan inteligente como él y quizás igual de rigurosa. Ramsey lo sabía desde el día en que se había aprobado su candidatura. Sangre joven y femenina en un tribunal de hombres mayores. Se había ocupado de ella desde el primer día. Le había asignado dictámenes cuando creía que ella nadaba entre dos aguas, con la esperanza de que la responsabilidad de redactar un borrador la situaría firmemente en el campo de él. Intentó mantenerla bajo su influencia, orientarla a través de la complejidad de los procesos del Tribunal. Pero ella había evidenciado una clara y obstinada propensión a la independencia. Algunos miembros del Tribunal mostraban una actitud displicente, bajaban la guardia, y como consecuencia, otros más diligentes les arrebataban el liderazgo. Había decidido no pertenecer nunca a ese grupo.
—Murphy está preocupado por el caso Chance —dijo Michael Fiske a Sara Evans.
Se encontraban en el despacho de ella, en la primera planta del edificio del Tribunal. Michael medía metro ochenta y cinco, era apuesto y lucía las garbosas proporciones del atleta que había sido tiempo atrás. La mayoría de agentes judiciales trabajaban durante un año en el Tribunal Supremo antes de pasar a algún cargo de prestigio en el sector privado, en el servicio público o en el ámbito académico. Michael iniciaba su tercer año, algo bastante insólito, como secretario del magistrado Thomas Murphy, el legendario progresista del Tribunal.
Michael poseía una mente verdaderamente excepcional. Su cerebro era algo así como una máquina clasificadora de dinero: los datos entraban y con gran celeridad se aposentaban en el sitio adecuado. Era capaz de evaluar un sinfín de complejas situaciones y determinar qué consecuencias tendrían. En el Tribunal trabajaba satisfecho en casos de importancia nacional, rodeado de individuos de afilado intelecto. Michael había descubierto que, incluso en el contexto del riguroso discurso intelectual, había tiempo y posibilidades para algo más profundo que las crudas palabras de las leyes. Realmente no quería abandonar el Tribunal Supremo. El mundo exterior no le atraía.
Sara parecía inquieta. Murphy había votado por la vista del caso Chance; se habían presentado las argumentaciones orales y se estaba preparando el informe del tribunal. Sara había cumplido veinticinco años, medía metro sesenta y cinco y era delgada, si bien su cuerpo mostraba unas sutiles curvas. En el rostro muy bien perfilado destacaban unos grandes ojos azules. Lucía una espesa cabellera de color castaño claro —que adoptaba un tono más claro en verano—, de la que se desprendía un perfume fresco y agradable. Era la secretaria de la magistrada Elizabeth Knight.
—No lo entiendo. Creía que él nos respaldaba. Es el caso ideal para él. Una persona insignificante contra la colosal burocracia.
—Además cree firmemente en lo de sentar precedente.
—¿Incluso cuando se equivoca?
—Estás llevando el agua a tu molino, Sara; pero he decidido pasarlo por alto. Knight no conseguirá cinco votos sin él, incluso quizás con el suyo no baste.
—¿Qué quiere él, pues?
Así iban las cosas casi siempre. La célebre red de los secretarios. Presionaban, discutían y negociaban los votos, como la mayoría de los descarados charlatanes políticos. Correspondía a los magistrados actuar en busca de votos o para obtener una expresión concreta en un dictamen, una incorporación o supresión, pero concernía también a los secretarios. Y la mayoría de ellos se lo tomaban muy en serio. Era algo así como una interminable columna de cotillees con intereses nacionales en juego. Y todo ello en manos de gente de veinticinco años, en su primer puesto de trabajo importante, ni más ni menos.
—En realidad él no discrepa del punto de vista de Knight. Aunque si ella consigue cinco votos habrá que considerar el dictamen con mucho cuidado. Él no está dispuesto a ceder. Fue militar durante la Segunda Guerra Mundial. Siente un gran respeto por el ejército. Cree que merece una consideración especial. Hay que tenerlo en cuenta cuando se prepare el borrador del dictamen.
Ella asintió con la cabeza. El historial de los magistrados tenía un papel más importante de lo que sospechaba la mayoría a la hora de tomar decisiones.
—Gracias. Pero, en primer lugar, Knight debe formarse una opinión.
—Y la tendrá. Ramsey no va a votar para invalidar los casos Feres y Stanley, eso está claro. Probablemente Murphy vote a favor de Chance. El tiene el voto de calidad. Suponiendo que ella consiga cinco votos, él cederá a Knight su cartucho. Si ella está a la altura de las circunstancias, y con eso me refiero a que prescinda del lenguaje radical, estamos todos salvados.
Estados Unidos de América contra Chance era uno de los casos más importantes de aquel año. Barbara Chance había estado en el ejército como soldado raso. Había sufrido intimidaciones y acosos; la habían amenazado para que mantuviera relaciones sexuales con algunos de sus superiores. El caso había seguido su curso por los canales internos del ejército, y como consecuencia de ello un hombre había sido juzgado en consejo de guerra y encarcelado. No obstante, Barbara Chance no se sentía satisfecha. Tras abandonar el ejército, lo había demandado por daños y perjuicios, aduciendo que había permitido la existencia de un entorno hostil a ella y a otras mujeres alistadas.
La demanda fue pasando por los canales legales adecuados y Chance perdió en cada instancia. Pero era una causa con aspectos legales bastante confusos, y acabó como un gigantesco atún arrojado ante la puerta del Tribunal.
La justicia ordinaria afirmaba que Chance no tenía ninguna posibilidad de éxito, pues los militares eran prácticamente inmunes a los efectos de una demanda por daños y perjuicios, cualquiera que fuese el hecho presuntamente delictivo. Sin embargo, los magistrados podían cambiar la jurisprudencia. Knight y Sara Evans trabajaban con tesón entre bastidores para conseguirlo, y el apoyo de Thomas Murphy era imprescindible. Tal vez Murphy no optara por acabar totalmente con la inmunidad de los militares, pero como mínimo el caso Chance podía abrir una grieta en el impenetrable muro del ejército.
Parecía prematuro discutir la resolución de una causa cuya vista no se había celebrado aún, si bien en muchos casos, y para muchos magistrados, la lectura de pruebas carecía de interés. En el caso Chance casi todos tenían ya su opinión formada. La fase de discusión del proceso servía a los magistrados para mostrar sus posiciones y preocupaciones ante sus colegas, a menudo recurriendo a hipótesis extremas, que en realidad eran tácticas intimidatorias, como diciendo: «¿Ves lo que puede suceder, estimado colega, si votas en este sentido?».
Michael se levantó y miró a Sara. Gracias a su insistencia ella había decidido seguir un año más en el Tribunal. La joven, criada en una pequeña explotación agrícola de Carolina del Norte, se había educado en Stanford y, al igual que los demás funcionarios del Tribunal, le esperaba un extraordinario futuro profesional en cuanto lo abandonara. El simple hecho de poder incluir un período de práctica en el Tribunal Supremo en el currículo proporcionaba a un abogado una llave de oro para entrar en el lugar que le apeteciera, algo que no obstante había afectado de forma negativa a algunos funcionarios, que se otorgaban más importancia de la que permitía su talento. No obstante, Michael y Sara no habían experimentado cambio alguno; y aquella era una de las razones, además de la inteligencia, el atractivo físico y la inusual y equilibrada personalidad de Sara, por la que Michael le había formulado una pregunta importantísima hacía una semana, y a la que esperaba recibir respuesta pronto. Nunca había sido una persona paciente.
Sara levantó la vista hacia él, a la expectativa.
—¿Has pensado en la pregunta que te hice?
Ella ya imaginaba que llegaría. Llevaba demasiado tiempo evitando el tema.
—No he pensado en otra cosa.
—Dicen que la tardanza es mala señal. —Michael lo dijo en son de broma, pero resultaba evidente que el humor era forzado.
—Me caes muy bien, Michael.
—¿Caer bien? ¡Vaya, otra mala señal! —De pronto su rostro reflejó sus sentimientos.
Ella negó con la cabeza.
—Lo siento.
Michael se encogió de hombros.
—No creo que lo sientas tanto como yo. Nunca había pedido a nadie que se casara conmigo.
—Y es también la primera propuesta que recibo. Y no te imaginas cuánto me halaga. Tú lo tienes todo.
—Menos una cosa. —Se miró las manos, que le temblaban ligeramente. De repente le pareció que la piel se le ponía tirante en todo el cuerpo—. Respeto tu decisión. No soy de los que creen que con el tiempo uno puede aprender a amar a otra persona. Es algo que está ahí o no.
—Encontrarás a alguien, Michael. Y esa mujer será muy afortunada. —Sara se sentía muy incómoda—. Espero que eso no signifique perder a mi mejor amigo en el Tribunal.
—Puede que sí. —Levantó la mano cuando ella se dispuso a protestar—. Era broma. —Suspiró—. No sé si te pareceré egoísta, pero es la primera vez en mi vida que me enfrento a un rechazo.
—Ojalá mi vida hubiera sido tan fácil. —Sara sonrió.
—No lo dices en serio. Eso convierte el rechazo en algo mucho más difícil de aceptar. —Se dirigió hacia la puerta—. Seguimos siendo amigos, Sara. ¡Me lo paso muy bien contigo! No soy tan tonto como para perdérmelo. Tú también encontrarás a alguien, que se sentirá muy afortunado. —No la miró al añadir—: Por cierto, ¿lo has encontrado ya?
Ella se sobresaltó.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Llamémosle sexto sentido. Se asume mejor la derrota si se conoce la causa.
—No hay otro —se apresuró a decir ella.
Michael no parecía muy convencido.
—Ya hablaremos luego.
Sara le observó alejarse, muy preocupada.
—Recuerdo mis primeros años en el Tribunal. —Ramsey miraba a través de la ventana, esbozando una sonrisa.
Tenía frente a él a Elizabeth Knight, la adjunta que llevaba menos tiempo en el Tribunal. Había cumplido ya los cuarenta y cinco años, era de estatura mediana, delgada, con una larga cabellera morena recogida en un tosco y poco favorecedor moño. Sus facciones eran angulosas y su piel no mostraba arruga alguna, como si nunca hubiera estado al aire libre. Se había granjeado enseguida la fama de ser uno de los mejores interpeladores en las pruebas orales y la persona más trabajadora de la magistratura.
—Seguro que el recuerdo sigue vivo. —Knight se apoyó en el respaldo de la silla mientras repasaba mentalmente su plan de trabajo para el resto del día.
—Fue un proceso de aprendizaje.
Ella le miró a los ojos. Ramsey había fijado también la vista en ella, entrelazando aquellas largas manos en la nuca.
—En realidad, tardé cinco años en formarme una idea de todo esto —siguió Ramsey.
Knight consiguió no esbozar una sonrisa.
—Es usted excesivamente modesto, Harold. Estoy convencida de que antes de pasar la puerta ya se lo sabía todo.
—En serio, es algo que exige tiempo. A pesar de que disponía de referencias. Félix Abernathy, el amigo Tom Parks. A uno no debe avergonzarle respetar la experiencia de los demás. Todos pasamos por ese proceso de adoctrinamiento. Aunque usted haya progresado con más rapidez que la mayoría… —dijo, para añadir enseguida—: aquí, la paciencia sigue siendo una virtud muy valorada. Tan solo lleva tres años con nosotros. Yo hace más de veinte que considero esto como mi hogar. Espero que me comprenda.
Knight disimuló una sonrisa.
—Comprendo que le inquietara un poco que yo acaudillara la inclusión del caso Chance.
Ramsey se incorporó en su asiento.
—No dé crédito a todos los rumores que circulan por aquí.
—Al contrario, los comentarios de pasillo me han parecido muy acertados.
Ramsey volvió a apoyarse en el respaldo del sillón.
—Pues debo admitir que me sorprendió un poco. El caso no presenta complejidades legales que exijan nuestra intervención. ¿Me explico? —dijo, extendiendo las manos.
—¿En su opinión?
Un matiz rojizo apareció en el rostro de Ramsey.
—En la opinión de este Tribunal durante los últimos quince años. Todo lo que le pido es que muestre el debido respeto a esos precedentes.
—No encontrará a nadie que tenga más respeto que yo por la institución.
—Me alegra oírlo.
—Y consideraré encantada sus opiniones sobre el caso Chance tras las argumentaciones.
Ramsey la miró algo desanimado.
—Será una discusión muy corta, teniendo en cuenta lo poco que se tarda en decir sí o no. Hablaré sin rodeos: al final del día contaré al menos con cinco votos y usted, no.
—Piense que he convencido a tres magistrados para que voten la celebración de la vista.
Ramsey parecía a punto de soltar una carcajada.
—Enseguida comprobará la enorme diferencia existente entre los votos para celebrar una vista y los votos para decidir si eso es o no disparatado. Se lo aseguro, tendré la mayoría.
Knight le dirigió una agradable sonrisa.
—Su seguridad resulta estimulante. Esa puede ser una de las lecciones que yo deba aprender…
Ramsey se levantó para marcharse.
—Reflexione también sobre esta: los pequeños errores suelen llevar a los grandes. Nuestro cargo es para toda la vida, y todo lo que uno posee es su reputación. Una vez que desaparece, no se recupera. —Se dirigió hacia la puerta—. Que tenga un día fructífero, Beth —añadió antes de salir.