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En esa prisión las puertas tienen un grosor de varios centímetros, son de un acero en su momento de un pulido impecable y en la actualidad lleno de muescas. Huellas de rostros, rodillas, codos, dientes; una gris superficie que ha ido acumulando restos de sangre. Jeroglíficos carcelarios: el dolor, el miedo, la muerte, todo queda reflejado de manera permanente allí, por lo menos hasta que se cubre con una nueva plancha metálica. Las puertas tienen una abertura cuadrada al nivel de los ojos, a través de la cual los guardianes observan y proyectan brillantes conos de luz sobre el rebaño humano que tienen bajo su custodia. Sin previo aviso, las porras golpean contra el metal arrancando detonaciones. Los veteranos lo soportan bien, con la mirada fija en el suelo —cuidando de sus vidas—, en un sutil acto de rebeldía del que nadie se percata, que a nadie importa. Los novatos se ponen nerviosos con los estampidos y la luz; algunos sienten resbalar gotas de orina debajo del pantalón de algodón, y observan cómo siguen su curso por encima de los negros zapatos. Lo superan pronto, le atizan a la maldita puerta, reprimen las pueriles lágrimas y la efusión biliosa. Si quieren sobrevivir.

De noche, en las celdas de la cárcel reinaría la oscuridad uniforme de una cueva si no fuera por las curiosas formas que se entrevén aquí y allí. Ahora una tormenta eléctrica envuelve la zona. Los rayos iluminan fugazmente las celdas a través de las pequeñas ventanas de plexiglás y reproducen en el muro opuesto el dibujo poligonal del alambre de gallinero pegado al cristal.

Con esa luz el rostro del hombre surge de la oscuridad como si se hubiera partido de repente la cortina de agua. A diferencia de los que se encuentran en las otras celdas, él está solo, sentado y pensativo. Los demás presos le temen; los guardianes también, a pesar de que van armados, pues es un hombre de proporciones intimidatorias. Cuando pasa cerca de los demás condenados, hombres curtidos y violentos, todos apartan la mirada.

Se llama Rufus Harms y en la prisión militar de Fort Jackson tiene fama de exterminador. Si te acercaras a él, te aplastaría. Nunca da el primer paso, pero sí el último. Veinticinco años de condena han afectado considerablemente a ese hombre. Como los anillos marcan la edad de un árbol, los surcos de las cicatrices y las mal curadas fracturas de los huesos conforman la crónica de la estancia de Harms en ese lugar. No obstante, el peor deterioro se encuentra en el fino tejido de su cerebro, en los centros de su humanidad: el recuerdo, el pensamiento, el amor, el miedo, todo mancillado, todo vuelto contra él. Pero sobre todo el recuerdo, un humillante tumor de hierro en el ápice de su columna vertebral.

Sin embargo, ese enorme cuerpo conserva aún una fuerza considerable, patente en los largos y nudosos brazos, en la contundencia de los hombros. Incluso la amplia circunferencia de la cintura promete una potencia excepcional. Pero Harms sigue siendo un roble singular, cuyo crecimiento han detenido, con algunas ramas muertas o moribundas, que ya no pueden contar con el remedio de la poda, y las raíces disparadas hacia afuera en uno de los lados. Encarna una contradicción: un hombre amable, respetuoso con los demás, fiel a su Dios, proyectado de forma irreversible en la imagen de un despiadado asesino. Precisamente por ello los guardianes y los otros presos permiten que esté a sus anchas. Y con eso él tenía bastante. Hasta ese día. Su hermano le ha traído un saquito de oro, una oleada de esperanza. La salida de ese lugar.

Otra irrupción de luz muestra sus ojos, de un rojo profundo, ensangrentados se diría, si uno no viera las lágrimas que salpican su oscuro y duro rostro. Cuando desaparece la luz, alisa el pedazo de papel, cuidando de no hacer ruido alguno que invite a los guardianes a husmear. Hace ya unas horas que se han apagado las luces, situación que él no puede alterar. Desde hace un cuarto de siglo su oscuridad acaba con el alba. De todas formas, poco importa la ausencia de luz. Harms ya ha leído la carta, absorbido cada una de sus palabras. Cada sílaba le estremece. En la parte superior del papel aparece el emblema del ejército de Estados Unidos de América. Él conoce bien ese símbolo. El ejército ha sido su patrón, su guardián durante casi treinta años.

El ejército pedía información a Rufus Harms, un fracasado y olvidado soldado raso de la época de Vietnam. Información detallada. Una información que escapaba a las posibilidades de Harms. Recorriendo la carta con dedo certero en la oscuridad, Harms situó el punto que había despertado unos fragmentos de recuerdo a la deriva durante todos esos años. Aquellas partículas generaron la incapacitación de la eterna pesadilla, si bien su núcleo le pareció siempre fuera de su alcance. Tras leer por primera vez la carta, Harms hundió completamente la cabeza en el papel como si pretendiera que le revelara el oculto significado de sus caracteres para resolver el inmenso misterio de su vida mortal. Esa noche, los retorcidos fragmentos de pronto se habían fusionado en un firme recuerdo, en la verdad. Por fin.

Hasta el momento en que leyó la carta del ejército, Harms poseía únicamente dos recuerdos definidos de aquella noche de veinticinco años atrás: la niña y la lluvia. Había sido una dura tormenta, muy parecida a la de la noche presente. La niña tenía unos rasgos delicados; la nariz era tan solo un brote de cartílago; el rostro aún no estaba marcado por el sol, la edad o las preocupaciones; sus fijos ojos eran azules e inocentes, con las ambiciones de la larga vida que tenía por delante todavía en proceso de formación en sus profundidades. La piel ofrecía un blanco de azúcar, sin mancha, a excepción de las rojas marcas en el cuello frágil como el tallo de una flor. Aquellas marcas las habían originado las manos del soldado raso Rufus Harms, las mismas manos que agarraban ahora la carta mientras su mente se precipitaba peligrosamente hacia esa imagen.

Cada vez que pensaba en la niña muerta, lloraba, no podía evitarlo, aunque lo hacía en silencio. Los guardianes y los presos eran aves de rapiña, tiburones, olían la sangre, la debilidad, cualquier brecha a millones de kilómetros; lo detectaban en el temblor de los ojos, en los poros de la piel, incluso en el hedor del cuerpo. Allí todos los sentidos se intensificaban. Allí, la fuerza, la rapidez, la dureza, la habilidad equivalían a la vida. O tal vez no.

Estaba arrodillado a su lado cuando los encontró la PM. El fino vestido pegado al cuerpo diminuto, que se había hundido en la tierra empapada, como si lo hubieran arrojado desde una gran altura a la tumba menos profunda del mundo. Harms había levantado la vista una sola vez hacia el hombre de la PM, pero su cerebro no registró más que un embrollo de oscuras siluetas. Nunca había experimentado aquella sensación de rabia, incluso cuando la náusea se apoderó de él, sus ojos se desenfocaron y el pulso, la respiración y la tensión sanguínea se precipitaron. Se agarró la cabeza para evitar que el cerebro saliera disparado a través de los huesos del cráneo y estallara en el aire húmedo.

Cuando bajó de nuevo la vista hacia la niña muerta, y a continuación hacia las dos temblorosas manos que habían acabado con su vida, la rabia se había escurrido de él, como si alguien hubiera retirado un tapón en su interior. Curiosamente, las funciones de su cuerpo parecieron detenerse, y Harms no pudo hacer otra cosa que permanecer arrodillado, empapado, temblando, con las rodillas profundamente hundidas en el barro. Un alto y negro brujo uniformado de verde presidiendo el sacrificio de una pálida niña: así fue como lo describió uno de los atónitos testigos.

Al día siguiente supo el nombre de la chica: Ruth Ann Mosley, de diez años, de Columbia, Carolina del Sur. Ella y su familia habían ido a visitar a su hermano, destinado en la base. Aquella noche, Harms conoció a Ruth Ann Mosley tan solo como cadáver, un cadáver pequeño —diminuto, en realidad— en comparación con su enorme cuerpo: metro noventa, ciento treinta kilos. La borrosa imagen de la culata del fusil que uno de los PM dirigió contra su cráneo. Fue el último destello que guardó Harms de aquella noche. El golpe lo arrojó al suelo, al lado de la niña. El rostro sin vida de ella estaba vuelto hacia arriba, y sus pliegues recogían las gotas de lluvia. Con el suyo hundido en el fango, Rufus Harms no vio nada más. No recordó nada más.

Hasta esa noche. Llenó los pulmones con aquel aire saturado de humedad y miró por la ventana medio abierta. De repente era aquella quieta bestia rara: un hombre inocente en la cárcel.

Con el correr de los años se había convencido de que el mal había estado al acecho, como un cáncer en su interior. Incluso había pensado en el suicidio, como castigo por haber robado la vida de una persona; más aún, la de una niña. Pero él era profundamente religioso, no tenía nada que ver con el preso que acude deprisa y corriendo al Señor. Así pues, no podía cometer el pecado de quitarse la vida. Se percataba asimismo de que el asesinato de la niña le había condenado a una vida mil veces peor que la que estaba soportando en aquellos momentos. No estaba dispuesto a arrojarse en sus brazos. Prefería aquel lugar, la prisión construida por el hombre, de momento.

Entonces comprendió que su decisión de vivir había sido correcta. Dios lo sabía, le había mantenido vivo para ese momento. Recordó con asombrosa claridad al hombre que había ido por él aquella noche en la prisión militar. Evocó los contorsionados rostros, las rayas de los uniformes que llevaban algunos de ellos: sus compañeros de armas. Recordó cómo lo rodearon, como lobos alrededor de la presa, envalentonados por ser muchos, el odio que encerraban sus palabras. Lo que ellos habían hecho aquella noche había provocado la muerte de Ruth Ann Mosley. Y en un sentido muy real, también Harms había muerto.

Para aquellos hombres, Harms era un soldado robusto que nunca había luchado en defensa de su país. Merecía lo que le ocurriera. Actualmente era un hombre de mediana edad que moría lentamente, enjaulado por un crimen ocurrido hacía muchísimo tiempo, y ningún indicio le permitía suponer que alguna acción acorde con la justicia se hubiera emprendido en favor de él. Y a pesar de todo, Rufus Harms clavó la vista en la familiar oscuridad de su cripta y su pasión lo llenó de energía: tras veinticinco años hostigado por un terrible y doloroso sentimiento de culpabilidad que le había dejado poco más que una vida destrozada, sabía que ahora les tocaba a ellos sufrir. Sujetó con fuerza la maltrecha Biblia que le había regalado su madre y se encomendó a Dios, que nunca le había abandonado.