Samwell Tarly siempre acababa indispuesto en los viajes por mar.
No era por el miedo de ahogarse, aunque sin duda tenía algo que ver. Se trataba también del movimiento del barco, de la manera en que las cubiertas se mecían bajo sus pies.
—Tengo la tripa revuelta —le confesó a Dareon el día en que zarparon de Guardiaoriente del Mar.
El bardo le dio una palmada en la espalda y se echó a reír.
—Con el pedazo de tripa que tienes… menuda revolución, Mortífero.
Sam intentó hacerse el valiente aunque sólo fuera por Elí. Era la primera vez que la chica veía el mar. En la penosa travesía por la nieve, tras huir del Torreón de Craster, habían pasado cerca de varios lagos, y le habían parecido impresionantes. Cuando la Pájaro Negro se alejó de la orilla, la joven empezó a temblar, y grandes lágrimas saladas le corrieron por las mejillas.
—Que los dioses se apiaden de nosotros —la oyó susurrar Sam.
Guardiaoriente fue lo primero que perdieron de vista, y el Muro fue haciéndose cada vez más pequeño hasta que, por fin, también desapareció. El viento soplaba ya con fuerza. Las velas eran de ese color gris de la lona negra demasiado lavada, y Elí tenía la cara blanca de miedo.
—Estamos en un buen barco —trató de decirle Sam—. No hay por qué tener miedo.
Pero la chica se limitó a mirarlo, abrazó al bebé con más energía y salió corriendo hacia los camarotes.
Sam se aferró con fuerza a la borda y contempló el movimiento de los remos. Era agradable admirar su ritmo uniforme; desde luego, mucho mejor que mirar el agua. Cuando se fijaba en el agua sólo le acudía a la mente el temor a ahogarse. De pequeño, su señor padre había intentado enseñarlo a nadar, y para ello lo tiró al estanque que había al pie de Colina Cuerno. El agua se le había metido en la nariz, en la boca y en los pulmones, y estuvo tosiendo durante horas después de que Ser Hyle lo sacara. Nunca más se atrevió a meterse en ningún lugar que lo cubriera por encima de la cintura.
La Bahía de las Focas lo cubría muy por encima de la cintura, y las aguas eran mucho más agitadas que las del pequeño estanque de peces del castillo de su padre. Eran de color gris verdoso, turbulentas, y la orilla boscosa junto a la que navegaban parecía un hervidero de rocas y remolinos. Aunque consiguiera llegar hasta allí pateando y braceando, las olas lo estamparían contra una roca y le romperían la cabeza.
—Qué, Mortífero, ¿buscando sirenas? —le preguntó Dareon al verlo contemplar la bahía.
Con el pelo rubio y los ojos color avellana, el joven y atractivo bardo de Guardiaoriente parecía más un príncipe que un hermano negro.
—No.
Sam no sabía qué buscaba, ni qué hacía en aquel barco.
«Voy a la Ciudadela para forjarme una cadena y hacerme maestre, y así servir mejor a la Guardia», se dijo, pero la sola idea le resultaba agotadora. No quería convertirse en maestre, ni llevar una pesada cadena en torno al cuello, tan fría contra la piel. No quería alejarse de sus hermanos, los únicos amigos que había tenido en su vida. Y, desde luego, no quería enfrentarse al padre que lo había enviado al Muro a morir.
Para los demás era diferente. Para ellos, el viaje tendría un final feliz. Elí estaría a salvo en Colina Cuerno, separada por toda la extensión de Poniente de los horrores que había conocido en el bosque Encantado. Como criada en el castillo del padre de Sam, tendría resguardo y comida, y una pequeña parte de un gran mundo con el que jamás habría podido soñar como esposa de Craster. Vería crecer a su hijo hasta convertirse en un hombre robusto; sería cazador, mozo de cuadras o herrero. Si mostraba alguna aptitud para las armas, tal vez algún caballero lo tomara como escudero.
El maestre Aemon también iba a un lugar mejor. Era grato pensar que pasaría lo que le quedaba de vida acariciado por las brisas cálidas de Antigua, conversando con sus camaradas maestres y compartiendo su sabiduría con novicios y acólitos. Se había ganado cien veces aquel descanso.
Hasta Dareon sería más feliz. Siempre había dicho que era inocente de la violación por la que lo enviaron al Muro; insistía en que su lugar estaba en la corte de algún señor, cantando a cambio de su cena. Iba a tener esa oportunidad. Jon lo había nombrado reclutador para ocupar el lugar de un tal Yoren, que había desaparecido y al que se daba por muerto. Su misión consistiría en recorrer los Siete Reinos cantando las hazañas de la Guardia de la Noche, y sólo de cuando en cuando tendría que volver al Muro con los nuevos alistados.
Sí, el viaje sería largo y duro, eso era innegable, pero para los demás, al menos tendría un final feliz. Con eso se consolaba Sam.
«Lo hago por ellos —se dijo—, por la Guardia de la Noche y por el final feliz». Pero cuanto más miraba el mar, más frío y profundo le parecía.
Lo malo era que no mirar las aguas resultaba peor aún, como comprendió en el abarrotado camarote que compartían los pasajeros bajo el castillo de popa. Trató de no pensar en los tumbos que le daba el estómago, y para ello se dedicó a hablar con Elí, que estaba dándole el pecho a su hijo.
—Este barco nos llevará hasta Braavos —le dijo—. Allí buscaremos otro que vaya a Antigua. Cuando era pequeño leí un libro sobre Braavos. La ciudad entera está construida en una ensenada, en un centenar de islitas, y allí hay un titán, un hombre de piedra que mide cientos de codos. No viajan con caballos, sino con botes, y sus cómicos representan historias que están escritas, en vez de inventarse farsas estúpidas, como hacen en otros sitios. La comida es muy buena, sobre todo la que procede del mar. Tienen montones de almejas, anguilas y ostras. Seguro que tardamos unos días en coger el otro barco. Si es así, podemos ir a ver un espectáculo de cómicos, y a comer ostras.
Había pensado que la idea le haría ilusión a Elí, pero estaba muy equivocado. La chica se quedó mirándolo con ojos apagados, mortecinos, entre unos cuantos mechones de pelo sucio.
—Como quieras, mi señor.
—¿Qué quieres tú? —le preguntó Sam.
—Nada.
Se giró y se pasó a su hijo de un pecho al otro.
El movimiento del barco le estaba revolviendo los huevos con panceta y pan frito que había tomado antes de zarpar. De repente sintió que ya no soportaba ni un instante más en el camarote. Se puso en pie y subió por la escalerilla para echar el desayuno al mar. Las náuseas lo habían asaltado de manera tan repentina que no se paró a calcular en qué dirección soplaba el viento, de modo que vomitó por la borda incorrecta y terminó todo salpicado. Aun así, después se sintió mejor… Aunque no le duró mucho tiempo.
La nave era la Pájaro Negro, la galera más grande de todas las de la Guardia. La Cuervo de Tormenta y la Garra eran más rápidas, como le había dicho Cotter Pyke al maestre Aemon en Guardiaoriente del Mar, pero eran naves de combate, aves de presa esbeltas y rápidas en las que los remeros iban en la cubierta superior. La Pájaro Negro era mejor para las aguas agitadas del mar Angosto pasado Skagos.
—Hemos tenido tormentas —avisó Pyke—. Las de invierno son las peores, pero las de otoño son más frecuentes.
Los diez primeros días habían sido bastante tranquilos; la Pájaro Negro surcó la bahía de las Focas, sin perder de vista la tierra en ningún momento. Cuando soplaba el viento hacía frío, pero el olor salubre del aire resultaba vigorizante. Sam casi no podía comer, y cuando conseguía tragar algo no lo retenía mucho tiempo, pero al margen de eso, no le iba demasiado mal. Intentó inspirar valor a Elí y animarla un poco, pero le resultó muy difícil. No consiguió convencerla para que subiera a la cubierta; prefería quedarse abajo, en la oscuridad, acurrucada con su hijo. Por lo visto, el barco le gustaba tan poco como a su madre: cuando no estaba berreando, estaba vomitando la leche materna. Tenía la tripa suelta, manchaba constantemente las pieles en las que lo envolvía Elí para darle calor e impregnaba el ambiente con un hedor estercolizo. Por muchas velas de sebo que encendiera Sam, el olor a mierda no se disipaba.
Se estaba mejor fuera, al aire libre, sobre todo cuando Dareon cantaba. Los remeros de la Pájaro Negro conocían al bardo, que tocaba para animarlos mientras trabajaban. Se sabía todas sus canciones favoritas: las tristes, como «El día en que ahorcaron a Robin el Negro», «El lamento de la sirena» y «Otoño de mi día»; las estimulantes, como «Lanzas de hierro» y «Siete espadas para siete hijos», y las picantes, como «La cena de mi señora», «Su pequeña flor» y «Meggett marchaba con muchos machos, muchos machos, sí». Cuando cantaba «El oso y la doncella», todos los remeros la coreaban, y la Pájaro Negro parecía volar sobre las aguas. Dareon no era gran cosa con la espada, Sam lo había visto cuando se entrenaban al mando de Alliser Thorne, pero tenía una voz excelente. «Como miel que se derrama sobre un trueno», había dicho en cierta ocasión el maestre Aemon. Tocaba la lira y el violín, y hasta escribía sus propias canciones… Aunque a Sam no le parecían gran cosa. Aun así, era agradable sentarse a escucharlo, y eso que la madera era tan dura y estaba tan astillada que Sam casi se alegraba de tener las nalgas tan carnosas.
«Los gordos siempre llevan un cojín allí adonde van», pensó.
El maestre Aemon también prefería pasar el día en la cubierta, tapado con pieles y contemplando las aguas.
—¿Qué diantres hace aquí? —preguntó Dareon una mañana—. Para él, esto está tan oscuro como el camarote.
El anciano lo oyó. Los ojos de Aemon se habían empañado y oscurecido, pero los oídos le funcionaban bien.
—No nací ciego —les recordó—. La última vez que pasé por esta zona vi cada roca, cada árbol, la espuma de cada ola, las gaviotas grises que nos seguían. Tenía treinta y cinco años y había sido maestre de la cadena durante dieciséis años. Egg quería que lo ayudara a gobernar, pero yo sabía que este era mi lugar. Me envió al norte a bordo de la Dragón de Oro, y se empecinó en que me acompañara su amigo Ser Duncan, para que llegara sano y salvo a Guardiaoriente. Ningún nuevo hermano había llegado al Muro con tanta pompa desde que Nymeria envió a la Guardia a seis reyes con grilletes de oro. Además, Egg vació las mazmorras para que no tuviera que pronunciar los votos a solas. Decía que los antiguos presos eran mi guardia de honor. Entre ellos estaba nada menos que Brynden Ríos, que llegó a Lord Comandante.
—¿Cuervo de Sangre? —se sorprendió Dareon—. Conozco una canción sobre él. Se titula «Mil ojos, y uno más». Pero creía que vivió hace cien años.
—Y así fue. Hubo un tiempo en que fui tan joven como tú.
Aquello pareció entristecerlo. Carraspeó, cerró los ojos y se durmió. Cada vez que una ola mecía el barco se sacudía entre las pieles.
Navegaron bajo cielos grises hacia el este, hacia el sur y de nuevo hacia el este, a medida que la bahía de las Focas se ensanchaba ante ellos. El capitán, un hermano canoso con una panza que parecía un barril de cerveza, vestía prendas negras tan manchadas y descoloridas que la tripulación le había puesto el mote de Viejo Traposal. Rara vez decía una palabra. El contramaestre lo compensaba llenando el aire salado de maldiciones cada vez que el viento amainaba o los remeros parecían flaquear. Por las mañanas tomaban copos de avena; a mediodía, gachas de guisantes, y por las noches, carne en salazón, bacalao en salazón y carnero en salazón, todo ello regado con cerveza. Dareon cantaba; Sam vomitaba; Elí lloraba y amamantaba al bebé; el maestre Aemon dormía y tiritaba, y los vientos se hacían más gélidos y borrascosos día a día.
Pese a todo, el viaje le resultó a Sam más agradable que el último que había realizado. No tenía más de diez años cuando zarpó en la galeaza de Lord Redwyne, la Reina del Rejo. Era cinco veces mayor que la Pájaro Negro, un barco formidable, con tres gigantescas velas color vino e hileras de remos que centelleaban dorados y blancos a la luz del sol. Su manera de dar tumbos cuando zarpó de Antigua era tan impresionante que Sam se quedó sin palabras… Pero aquel fue el último buen recuerdo que tendría de los estrechos del Tinto. Por aquel entonces, igual que le seguía sucediendo, se mareaba en el mar, para decepción de su señor padre.
Cuando llegaron al Rejo, las cosas fueron de mal en peor. Los hijos gemelos de Lord Redwyne despreciaron a Sam nada más verlo. Cada mañana encontraban una manera nueva de humillarlo en el patio de entrenamiento. El tercer día, Horas Redwyne lo obligó a chillar como un cerdo cuando suplicó cuartel. El quinto, su hermano Hobber vistió a una ayudante de cocina con su armadura y le encargó que diera una paliza a Sam con una espada de madera hasta que el niño empezó a llorar. Cuando se descubrió quién era, todos los escuderos, pajes y mozos de cuadras rugieron de risa.
—El chico aún se tiene que sazonar, eso es todo —le había comentado su padre a Lord Redwyne aquella noche.
—Sí, con un pellizco de pimienta, unos clavos de olor y una manzana en la boca —replicó haciendo sonar la matraca.
Después de aquello, Lord Randyll prohibió a Sam comer manzanas mientras estuvieran bajo el techo de Paxter Redwyne. También se había mareado en el viaje de regreso, pero sintió tal alivio al marcharse de allí que incluso agradeció el sabor del vómito en la garganta. Hasta que estuvieron de nuevo en Colina Cuerno, Sam no supo que su padre no tenía intención de regresar con él, según le dijo su madre.
—Horas iba a venir en tu lugar; tú ibas a quedarte en el Rejo como paje y copero de Lord Paxter. Si le hubieras caído en gracia, te habrían prometido con su hija. —Sam aún recordaba el roce suave de la mano de su madre cuando le limpió las lágrimas con un pañuelo de encaje humedecido con saliva—. Mi pobre Sam —murmuró—. Mi pobre, mi pobre Sam.
«Me alegro de volver a verla —pensó, agarrado a la borda de la Pájaro Negro, contemplando las olas que rompían contra la costa rocosa—. Cuando me vea de negro, a lo mejor hasta se siente orgullosa. "Ahora soy un hombre, madre". Eso podría decirle: "Soy mayordomo y miembro de la Guardia de la Noche. A veces, mis hermanos me llaman Sam el Mortífero''.» También podría ver a su hermano Dickon, y a sus hermanas. «¿Veis? —les diría—. ¿Veis como al final sí que servía para algo?». Pero si iba a Colina Cuerno, tal vez se encontrara con su padre.
La sola idea le revolvió el estómago de nuevo. Se dobló sobre la regala y vomitó, pero no contra el viento. En aquella ocasión no se había equivocado de borda. Se le empezaba a dar bien lo de vomitar.
O eso creía, hasta que la Pájaro Negro dejó atrás la tierra firme y puso rumbo al este, cruzando la bahía hacia las costas de Skagos.
La isla, situada en la entrada de la bahía de las Focas, era una tierra enorme, montañosa, imponente, habitada por salvajes. Sam había leído que vivían en cuevas y en sombrías fortalezas de las montañas, e iban a la guerra a lomos de grandes unicornios lanudos. Skagos significaba «piedra» en la antigua lengua. Los skagosis se autodenominaban hijos de la piedra, pero los norteños los llamaban skaggs a secas, y no les tenían demasiado afecto. Hacía una centuria que Skagos se había rebelado. Se tardaron años en sofocar la revuelta, y les costó la vida al Señor de Invernalia y a cientos de sus espadas juramentadas. En algunas canciones se decía que los skaggs eran caníbales. Al parecer, sus guerreros devoraban el corazón y el hígado de aquellos a los que mataban. En tiempos remotos, los skagosis llegaron navegando a la cercana isla de Skane, se apoderaron de las mujeres, mataron a todos los hombres y se los comieron en una playa de guijarros, en un banquete que se prolongó durante quince días. Hasta la fecha, Skane seguía deshabitada.
Dareon también conocía las canciones. Cuando los sombríos picos grises de Skagos se cernieron sobre el mar fue a reunirse con Sam en la proa de la Pájaro Negro.
—Si los dioses son buenos, tal vez veamos un unicornio.
—Si el capitán es bueno, no nos acercaremos tanto. Las corrientes son traicioneras alrededor de Skagos; hay rocas que pueden rajar el casco de una nave como si fuera un huevo. Pero no se lo menciones a Elí; ya está bastante asustada.
—Igual que ese cachorro llorón que tiene. No sé cuál de los dos hace más ruido. Sólo deja de llorar cuando le mete la teta en la boca, y entonces, la que empieza a lloriquear es ella.
Sam también se había dado cuenta.
—A lo mejor es que el bebé le hace daño —argumentó sin convicción—. Si le están saliendo los dientes…
Dareon rasgó una cuerda del laúd para arrancarle una nota despectiva.
—Tenía entendido que los salvajes eran más valientes.
—Es muy valiente —se empecinó Sam, aunque tenía que reconocer que nunca había visto a Elí tan deshecha. A pesar de que se ocultaba el rostro y su camarote siempre estaba a oscuras, se había fijado en que siempre tenía los ojos enrojecidos y las mejillas empapadas de lágrimas. Pero cuando le preguntó qué le pasaba, la chica se limitó a sacudir la cabeza, de modo que no lo sacó de dudas—. Tiene miedo del mar, nada más —le dijo a Dareon—. Antes de ir al Muro, lo único que conocía era el Torreón de Craster y los bosques de los alrededores. Creo que en su vida se había alejado más de media legua del lugar donde nació. Había visto ríos y arroyos, pero nunca un lago hasta que llegamos a uno, y el mar… El mar da mucho miedo.
—Si ni siquiera hemos perdido de vista la tierra firme.
—Ya la perderemos. —A Sam no le hacía ninguna gracia la idea.
—Venga ya, no me digas que al Mortífero le da miedo un poco de agua.
—No —mintió—, yo no. Pero Elí… Oye, ¿por qué no les tocas unas nanas? A lo mejor así se duerme el bebé.
Dareon hizo un gesto de asco.
—Sólo si antes le pone un tapón en el culo. No soporto ese olor.
Al día siguiente empezaron las lluvias, y el mar se agitó.
—Será mejor que bajemos o acabaremos empapados —le dijo Sam a Aemon.
El viejo maestre se limitó a sonreír.
—Me gusta la sensación de la lluvia en la cara. Es como si fueran lágrimas. Si no te importa, me quedaré un rato más. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lloré.
Si el maestre Aemon, con lo anciano y frágil que era, decidía quedarse en cubierta, a Sam no le quedaba más remedio que hacer lo mismo. Se quedó junto a él durante casi una hora, arrebujado en la capa mientras la lluvia, fina y constante, lo empapaba hasta los huesos. Aemon no parecía notarla. Suspiró y cerró los ojos. Sam se acercó más a él para escudarlo en la medida de lo posible.
«Pronto me dirá que bajemos al camarote —pensó—. Seguro». Pero no se lo dijo, y por último empezaron a retumbar los truenos al este, a lo lejos.
—Tenemos que bajar —insistió Sam, tiritando. El maestre Aemon no respondió. Sam se dio cuenta de que se había dormido—. Maestre —dijo al tiempo que lo sacudía por un hombro con delicadeza—. Maestre Aemon, despertad.
Los ojos ciegos de Aemon se abrieron.
—¿Egg? —dijo mientras la lluvia le corría por las mejillas—. He soñado que era viejo, Egg.
Sam no sabía qué hacer. Se arrodilló, cogió en brazos al anciano y lo llevó a la cubierta inferior. Nadie lo había considerado fuerte en su vida, y la lluvia que empapaba la ropa negra del maestre Aemon hacía que pesara el doble, pero aun así era como cargar con un chiquillo.
Cuando entró en el camarote con Aemon en brazos advirtió que Elí había dejado que las velas se consumieran. El bebé se había dormido, y ella estaba acurrucada en un rincón, sollozando entre los pliegues de la enorme capa negra que le había dado Sam.
—Ayúdame —le dijo con voz apremiante—. Ayúdame a secarlo; tenemos que hacer que entre en calor.
La chica se levantó de inmediato, y entre los dos le quitaron al maestre la ropa empapada y lo cubrieron con una montaña de pieles. Pero seguía teniendo la piel fría y húmeda, casi pegajosa.
—Túmbate con él —le dijo Sam a Elí—. Abrázalo, dale calor con tu cuerpo. Tenemos que conseguir que se recupere. —La chica obedeció, sin decir palabra, sin dejar de sollozar—. ¿Dónde está Dareon? —preguntó Sam—. Si estuviéramos todos juntos sería más fácil entrar en calor. Tiene que venir.
Iba a subir a buscar al bardo cuando el barco se alzó bajo sus pies y descendió bruscamente. Elí lanzó un aullido, Sam perdió el equilibrio y el bebé se despertó berreando.
La siguiente sacudida del barco llegó cuando trataba de ponerse en pie. El movimiento lanzó a Elí a sus brazos, y la chica salvaje se le aferró con tanta fuerza que apenas lo dejaba respirar.
—No tengas miedo —le dijo—. Esto no es más que una aventura. Algún día se lo contarás a tu hijo.
Lo único que consiguió fue que le clavara las uñas en el brazo. Elí se estremecía; la violencia de los sollozos la hacía temblar de la cabeza a los pies.
«Le diga lo que le diga, sólo consigo empeorar las cosas».
La abrazó con fuerza, incómodamente consciente de la presión de sus pechos. Pese al miedo, tuvo una erección. «Lo va a notar», pensó avergonzado. Pero si Elí se dio cuenta, no lo dejó entrever; se limitó a aferrarse a él con más fuerza.
A partir de entonces, las jornadas se sucedieron a toda velocidad. No volvieron a ver el sol. Los días eran grises, y las noches, negras, excepto cuando los relámpagos hendían el cielo sobre los picos de Skagos. Todos estaban muertos de hambre, pero no podían comer. El capitán abrió un barril de vino de fuego para fortalecer a los remeros. Sam probó una copa y dejó escapar un suspiro al notar las serpientes calientes que le recorrían la garganta y el pecho. Dareon también se aficionó a la bebida, y después de aquello, rara vez se lo veía sobrio.
Izaban las velas; arriaban las velas; una se desgarró, se desprendió del mástil y salió volando como una enorme ave gris. Cuando la Pájaro Negro estaba bordeando la costa sur de Skagos, divisaron entre las rocas los restos de una galera. Las olas habían arrastrado a parte de la tripulación hasta la orilla, y los cangrejos y los grajos se habían congregado para rendirle homenaje.
—Demasiado cerca —masculló el Viejo Traposal al verlo—. Un golpe de viento y acabaremos como ellos.
Aunque estaban agotados, los remeros volvieron a las bancas, y el barco enfiló hacia el sur, hacia el mar Angosto, hasta que Skagos se convirtió en una serie de manchas negras en el horizonte que podrían tomarse por nubes de tormenta, las cimas de altas montañas negras o ambas cosas. Tras aquello disfrutaron de ocho días y siete noches de navegación tranquila.
Luego llegaron más tormentas, aún peores que la primera.
¿Fueron tres, o sólo una con algunos momentos de calma? Sam no llegó a saberlo, aunque trató desesperadamente de averiguarlo.
—¿Qué importa? —le gritó Dareon en cierta ocasión, cuando estaban todos acurrucados en el camarote.
«No importa —habría querido decirle Sam—, pero mientras piense en eso no pensaré en ahogarme, ni en marearme, ni en cómo tirita el maestre Aemon».
—No importa —consiguió mascullar, pero un trueno ahogó el resto de la frase, el barco se movió y lo hizo caer de lado.
Elí no dejaba de sollozar; el bebé berreaba, y por encima de todo se oían los gritos del Viejo Traposal, el andrajoso capitán que no hablaba nunca, dándole órdenes a la tripulación.
«Odio el mar —pensó Sam—. Odio el mar, odio el mar, odio el mar. —El siguiente relámpago fue tan intenso que iluminó el camarote a través de las rendijas de los tablones del techo—. Es un buen barco, un barco seguro, un barco seguro —se dijo—. No se va a hundir. No tengo miedo».
Durante uno de los respiros entre tormenta y tormenta, mientras se aferraba a la borda con los nudillos blancos por el esfuerzo, tratando de vomitar, Sam oyó a unos tripulantes murmurar que aquello pasaba por llevar a una mujer a bordo, y a una salvaje, encima.
—Follaba con su padre —escuchó Sam a uno mientras el rugido del viento volvía a imponerse—. Eso es peor que ser puta. Eso es lo peor que puede haber. O nos libramos de ella y de esa abominación que parió, o nos ahogamos todos.
Sam no se atrevió a plantarles cara. Eran mayores que él, duros y correosos, con los brazos y los hombros musculados tras años de manejar los remos. Pero se cercioró de que tenía el cuchillo bien afilado, y siempre que Elí salía del camarote para hacer sus necesidades, la acompañaba.
Dareon tampoco estaba a favor de la salvaje. Una vez, tras muchas súplicas de Sam, el bardo empezó a cantar una nana para calmar al bebé, pero apenas había empezado cuando Elí se echó a llorar, inconsolable.
—Por los siete infiernos —espetó Dareon—, ¿no puedes dejar de lloriquear ni el tiempo justo de oír una canción?
—Canta, anda —le rogó Sam—. Canta, no le hagas caso.
—No le hacen falta canciones —replicó Dareon—. Lo que le hace falta es una buena azotaina, o a lo mejor, una buena polla. Fuera de mi camino, Mortífero.
Empujó a Sam a un lado y salió del camarote para buscar solaz en una copa de vino de fuego y en la curtida hermandad de los remos.
Sam ya no sabía qué hacer. Casi se había acostumbrado a los olores, pero entre las tormentas y los sollozos de Elí, llevaba días sin dormir.
—¿No podéis darle nada? —le preguntó en voz baja al maestre Aemon cuando vio que estaba despierto—. Alguna hierba, alguna pócima, para que no tenga miedo…
—Lo que oyes no es miedo —le respondió el anciano—. Es el sonido de la pena, y para eso no hay pócimas. Deja que las lágrimas sigan su curso, Sam. No se puede contener la marea con un muro.
Sam no comprendió nada.
—Va a un lugar seguro. A un lugar cálido. ¿Por qué va a sentir pena?
—Sam —susurró el anciano—, tienes dos ojos que te sirven, pero no ves nada. Es una madre que llora por su hijo.
—No le pasa nada; está mareado, igual que todos. En cuanto lleguemos a puerto en Braavos…
—… el bebé seguirá siendo el hijo de Dalla, no el fruto de sus entrañas.
Sam tardó un momento en entender lo que insinuaba Aemon.
—No es posible… Ella jamás… Claro que es el suyo. Elí jamás se habría ido del Muro sin su hijo. Lo quiere mucho.
—Los amamantó a los dos y los quería a los dos —replicó Aemon—, pero no de la misma manera. No hay madre que quiera por igual a todos sus hijos, ni siquiera la Madre Divina. Y Elí jamás habría dejado al niño por su propia voluntad, estoy seguro. No sé con qué la amenazaría el Lord Comandante, ni qué le prometería; sólo puedo imaginármelo… Pero no me cabe duda de que hubo amenazas y promesas.
—No. No, no es posible. Jon jamás…
—Jon jamás haría algo así. Lord Nieve lo hizo. A veces no hay opción buena, Sam, sólo una menos dolorosa que las otras.
«No hay opción buena». Sam pensó en todo lo que habían sufrido Elí y él; en el Torreón de Craster, en la muerte del Viejo Oso, en el hielo, la nieve y los vientos gélidos, en los días y más días de caminar, en los espectros de Arbolblanco, en Manosfrías y el árbol de los cuervos, en el Muro, en el Muro, en el Muro… La Puerta Negra, bajo tierra. Y todo, ¿para qué? «No hay opción buena, no hay final feliz».
Habría querido gritar. Habría querido chillar, sollozar, temblar y acurrucarse para gimotear.
«Intercambió los bebés —se dijo—. Intercambió los bebes para proteger al príncipe, para alejarlo de los fuegos de Lady Melisandre y de su dios rojo. Si hace arder al bebé de Elí, ¿a quién le va a importar? A nadie más que a ella. Total, no era más que un cachorro de Craster, una abominación fruto del incesto, no el hijo del Rey-más-allá-del-Muro. No vale como rehén, ni como sacrificio, ni como nada; ni siquiera tiene nombre».
Sin palabras, Sam se dirigió tambaleante a la cubierta para vomitar, pero no tenía nada en el estómago. La noche había caído sobre ellos, una noche extraña y tranquila, como no habían visto en muchos días. El mar estaba negro como boca de lobo. Los remeros descansaban en sus puestos. Uno o dos se habían dormido sentados. El viento hinchaba las velas y, hacia el norte, Sam divisó una constelación, así como la estrella errante roja que el pueblo libre llamaba el Ladrón.
«Esa debería ser mi estrella —pensó con tristeza—. Yo hice que eligieran Lord Comandante a Jon; yo le llevé a Elí y al bebé. No hay final feliz».
—¿Qué tal, Mortífero? —Dareon se puso a su lado, sin advertir la pena de Sam—. Bonita noche, por una vez. Mira, han salido las estrellas. A lo mejor hasta vemos la luna. Puede que ya haya pasado lo peor.
—No. —Sam se limpió la nariz y señaló hacia el sur con un dedo rechoncho, en dirección al lugar donde la oscuridad se hacía más densa—. Allí. —Nada más decirlo, un relámpago hendió el cielo, repentino, silencioso, cegador. Las nubes lejanas brillaron un segundo, montañas sobre montañas, moradas, rojas y amarillas, más altas que el mundo—. Lo peor no ha pasado. Lo peor no ha hecho más que empezar, y no hay final feliz.
—Loados sean los dioses —rió Dareon—. Desde luego, eres un ave de mal agüero.