—Estoy buscando a una doncella de trece años —le dijo a la mujer de pelo cano que se encontró junto al pozo de la aldea—. Una doncella de noble cuna, muy hermosa, con los ojos azules y el pelo castaño rojizo. Puede que viaje con un caballero corpulento de unos cuarenta años, o tal vez con un bufón. ¿La habéis visto?
—Que yo recuerde no, ser —respondió la mujer llevándose los nudillos a la frente—. Pero os voy a decir lo que haré: prestaré atención, eso.
Tampoco la había visto el herrero, ni el septón del septo de la aldea, ni el porquerizo que cuidaba de sus cerdos, ni la chica que recogía cebollas en su huerto, ni ninguna de las personas que había encontrado la Doncella de Tarth entre las chozas de paja y barro de Rosby. Pese a todo, insistía.
«Este es el camino más corto hacia el Valle Oscuro —se dijo Brienne—. Si Sansa pasó por aquí, alguien tuvo que verla». Ante las puertas del castillo planteó la misma pregunta a los dos lanceros cuyas insignias mostraban tres tenazas invertidas de gules sobre armiño, la divisa de la Casa Rosby.
—Si va por los caminos con los tiempos que corren, pronto dejará de ser doncella —dijo el mayor.
El más joven quiso saber si la chica también tenía el pelo castaño rojizo entre las piernas.
«Aquí no encontraré ayuda». Brienne volvió a montar, y en aquel momento divisó a un muchachito flaco a lomos de un caballo picazo, al otro extremo de la aldea.
«Con ese no he hablado», pensó, pero el chiquillo desapareció tras el septo antes de que pudiera acercarse a él. No se molestó en seguirlo. Lo más probable era que no supiera nada, igual que los otros. Rosby era poco más que un ensanchamiento en el camino; Sansa no habría tenido motivos para entretenerse allí. Brienne volvió a ponerse en marcha y se dirigió hacia el noreste pasando por plantaciones de manzanos y campos de cebada, y no tardó en dejar atrás el pueblo y su castillo. Se dijo que en el Valle Oscuro encontraría a quien buscaba. «Si es que ha venido por aquí».
—Encontraré a la niña y la pondré a salvo —le había prometido Brienne a Ser Jaime en Desembarco del Rey—. Lo haré por su madre. Y por vos.
Nobles palabras, pero las palabras eran baratas. Los hechos ya eran más caros. En la ciudad había perdido demasiado tiempo a cambio de demasiado poco.
«Tendría que haberme puesto en marcha antes… Pero ¿hacia dónde?». Sansa Stark había desaparecido la noche de la muerte del rey Joffrey, y si alguien la había visto desde entonces, si alguien tenía la menor idea de adónde había ido, no decía nada. «O nadie me lo dice a mí».
Brienne creía que la niña había salido de la ciudad. Si estuviera todavía en Desembarco del Rey, los capas doradas ya la habrían encontrado. Tenía que estar en otra parte… Pero otra parte era un concepto muy amplio.
«Si yo fuera una doncella recién florecida, sola y asustada, en peligro mortal, ¿qué haría? —se había preguntado—. ¿Adónde iría?». Si se tratara de ella, la respuesta sería sencilla. Habría regresado a Tarth, con su padre. Pero al padre de Sansa lo habían decapitado ante sus ojos. Su señora madre también había muerto; la habían asesinado en Los Gemelos, y además Invernalia, la gran fortaleza de los Stark, había sido saqueada y quemada hasta los cimientos, y sus gentes, pasadas por la espada.
«No tiene un hogar al que volver; no tiene padre, ni madre, ni hermanos». Podía estar en el pueblo siguiente o en un barco rumbo a Asshai; ambas cosas eran igual de probables.
Y si Sansa Stark hubiera querido volver a su hogar, ¿cómo lo habría intentado? El camino Real no era seguro; eso lo sabían hasta los niños. Los hijos del hierro se habían apoderado de Foso Cailin a ambos lados del Cuello, y en Los Gemelos estaban los Frey, que habían asesinado al hermano de Sansa y a su señora madre. Si tenía monedas, la niña podía haber viajado por mar, pero el puerto de Desembarco del Rey seguía en ruinas, y el río era un caos de atracaderos destrozados y galeras quemadas y hundidas. Brienne había estado indagando en los muelles, pero nadie recordaba haber visto partir un barco la noche de la muerte del rey Joffrey. Según le dijo un hombre, unos cuantos barcos habían echado el ancla en la bahía y descargaban por medio de botes de remos, pero la mayoría seguía viaje hacia arriba, hasta el Valle Oscuro, donde el puerto estaba más ajetreado que nunca.
La yegua de Brienne era hermosa y trotaba a buen ritmo. En los caminos había más viajeros de los que había imaginado. Se encontró con hermanos mendicantes, con sus cuencos colgados de los cordeles que llevaban al cuello. Un joven septón pasó al galope a lomos de un palafrén digno de un gran señor, y más adelante se cruzó con un grupo de hermanas silenciosas que negaron con la cabeza cuando les planteó la pregunta. Una caravana de carros de bueyes avanzaba parsimoniosa hacia el sur con un cargamento de lana y cereales, y más adelante se cruzó con un porquerizo que guiaba a sus cerdos, y con una anciana que iba en litera con una escolta de guardias a caballo. A todos les preguntó si habían visto a una niña noble de trece años con los ojos azules y el cabello castaño rojizo. Nadie. También preguntó por el camino que tenía por delante.
—De aquí al Valle Oscuro, todo bien —le respondió un hombre—, pero pasando el Valle Oscuro hay bandidos y hombres quebrados en los bosques.
Los únicos árboles que aún tenían hojas verdes eran los pinos soldado y los centinelas; los de hoja ancha lucían mantos dorados y rojizos, o estaban desnudos y arañaban el cielo con sus ramas afiladas. Cada ráfaga de viento hacía girar nubes de hojarasca en el camino. Las hojas muertas crujían bajo los cascos de la gran yegua baya que le había entregado Jaime Lannister.
«Es más fácil encontrar una hoja en el viento que a una niña perdida en Poniente». Ya empezaba a preguntarse si Jaime no le habría gastado una broma cruel al encomendarle aquella misión. Tal vez Sansa Stark estuviera muerta; quizás la hubieran decapitado por su participación en la muerte del rey Joffrey y estuviera enterrada en cualquier tumba anónima. ¿Qué mejor manera de ocultar el asesinato que enviar en su búsqueda a una moza grandullona y estúpida de Tarth?
«Jaime no haría semejante cosa. Era sincero. Me entregó la espada y la llamó Guardajuramentos». De cualquier manera, aquello no tenía importancia. Le había prometido a Lady Catelyn que le devolvería a sus hijas, y no había promesa más solemne que aquella cuyo depositario había fallecido. Según Jaime, la pequeña llevaba tiempo muerta; la Arya que los Lannister habían enviado al Norte para que contrajera matrimonio con el bastardo de Roose Bolton era una impostora. Así que sólo quedaba Sansa. Brienne tenía que encontrarla.
Ya se acercaba el ocaso cuando vio una hoguera que ardía junto a un arroyo. Dos hombres estaban asando truchas, y habían dejado las armas y las armaduras al pie de un árbol. Uno era anciano y el otro no tanto, aunque distaba mucho de ser joven. Fue el segundo quien se levantó para darle la bienvenida. Tenía una gran barriga, que le tensaba los cordones del jubón de piel moteada de ciervo. En las mejillas y el mentón lucía una barba descuidada del color del oro viejo.
—Hay trucha suficiente para tres hombres, ser —le dijo.
No era la primera vez que confundían a Brienne con un hombre. Se quitó el yelmo para soltarse el pelo. Era amarillento, del color de la paja sucia y casi igual de quebradizo. Le caía por los hombros, largo y fino.
—Os lo agradezco, ser.
El caballero errante la miró con los ojos entrecerrados y con tanto esfuerzo que Brienne intuyó que era miope.
—¿Una dama? ¿Con armadura? Por los dioses, Illy, mira qué estatura tiene.
—Yo también la he confundido con un caballero —respondió el más anciano al tiempo que daba la vuelta a la trucha.
Si Brienne hubiera sido un hombre, se podría considerar alto y corpulento; para ser mujer era enorme. Monstruosa era la palabra que había oído toda la vida. Tenía los hombros anchos y las caderas más anchas todavía. Sus piernas eran largas, y sus brazos, gruesos. El pecho era más músculo que senos. Las manos eran muy grandes; los pies, enormes. Y además era fea, con un rostro caballuno lleno de pecas y unos dientes que casi parecían demasiado grandes para su boca. No le hacía ninguna falta que se lo recordaran.
—Señores, ¿habéis visto en el camino a una doncella de trece años? —preguntó—. Tiene los ojos grandes y el pelo caoba, y puede que viaje en compañía de un hombre corpulento de rostro colorado, de unos cuarenta años.
El caballero errante miope se rascó la cabeza.
—No me suena nadie así. ¿Cómo es el pelo caoba?
—Castaño rojizo —le explicó el viejo—. No, no la hemos visto.
—No la hemos visto, mi señora —repitió el más joven—. Desmontad; el pescado está casi listo. ¿Tenéis hambre?
Tenía hambre, pero también desconfiaba. Los caballeros errantes tenían mala reputación. Como se solía decir, un caballero errante y un caballero ladrón eran los dos lados de la misma espada. «Pero estos dos no parecen peligrosos».
—¿Puedo saber con quiénes hablo, señores?
—Tengo el honor de llamarme Ser Creighton Longbough, aquel sobre el que cantan los bardos —respondió el de la barriga—. Tal vez hayáis oído hablar de mis hazañas en el Aguasnegras. Mi compañero es Ser Illifer el Paupérrimo.
Si había alguna canción sobre Creighton Longbough, Brienne no la había oído nunca. Sus nombres le decían tan poco como sus escudos de armas. En el escudo verde de Ser Creighton sólo se veía el jefe de gules sucio y descolorido, y una grieta causada por algún hacha de combate. El de Ser Illifer lucía un jironado de oro y armiño, aunque por su aspecto no vería en su vida más oro ni armiño que los allí pintados. Tenía sesenta años como mínimo, y un rostro enjuto y afilado bajo la capucha de un manto de lana basta. Llevaba una cota de malla, pero salpicada de motas de óxido como pecas anaranjadas. Brienne le sacaba una cabeza a cualquiera de los dos, y tenía mejor caballo y mejor armadura.
«Si hombres como estos me dan miedo, más me vale cambiar la espada por un par de agujas de hacer punto».
—Os lo agradezco, señores —dijo—. De buena gana compartiré esa trucha.
Brienne se bajó de la yegua, la desensilló y la llevó a beber al arroyo antes de dejarla pastar. Luego dejó las armas, el escudo y las alforjas al pie de un olmo. Para entonces, las truchas ya estaban crujientes. Ser Creighton le llevó una, y ella se sentó en el suelo con las piernas cruzadas para comérsela.
—Nos dirigimos hacia el Valle Oscuro, mi señora —le comentó Longbough mientras arrancaba trozos de trucha con los dedos—. Sería mejor que cabalgarais con nosotros. Los caminos son peligrosos.
Brienne podría darle más información de la que al caballero le habría gustado sobre los peligros de los caminos.
—Os lo agradezco, ser, pero no necesito vuestra protección.
—Insisto. Un caballero de verdad tiene la obligación de defender al sexo débil.
Brienne se acarició la empuñadura de la espada.
—Esto me defenderá, ser.
—Una espada sólo vale tanto como el hombre que la esgrime.
—No se me da mal esgrimirla.
—Como queráis. No sería cortés discutir con una dama. Os llevaremos sana y salva hasta el Valle Oscuro. Tres jinetes corren menos peligro que uno solo.
«Éramos tres cuando salimos de Aguasdulces, pero Jaime perdió la mano, y Cleos Frey, la vida».
—Vuestras monturas no pueden seguirle el paso a la mía.
El caballo castrado pardo de Ser Creighton era un animal viejo de lomo hundido y ojos legañosos, y el de Ser Illifer parecía débil y medio muerto de hambre.
—Mi corcel me sirvió mejor que bien en el Aguasnegras —se empecinó Ser Creighton—. Protagonicé una verdadera carnicería; gané una docena de rescates. ¿Conocía mi señora a Ser Herbert Bolling? Pues ya no lo conocerá: lo maté en el acto. Cuando chocan las espadas, no veréis nunca retroceder a Ser Creighton Longbough.
Su compañero dejó escapar una risita seca.
—Déjalo, Creigh. Las mujeres como ella no necesitan hombres como nosotros.
—¿Las mujeres como yo? —preguntó desconcertada.
Ser Illifer señaló el escudo de Brienne con un dedo flaco. Aunque la pintura estaba agrietada y desconchada, el emblema se veía perfectamente: un murciélago negro sobre campo tronchado de plata y oro.
—No tenéis derecho a llevar ese escudo. El abuelo de mi abuelo contribuyó a matar al último Lothston. Desde entonces, nadie se atrevió a lucir ese murciélago, tan negro como los actos de quienes lo exhibieron.
El escudo era el que había cogido Ser Jaime de la armería de Harrenhal. Brienne se lo había encontrado en los establos, igual que la yegua y muchas cosas más: la silla y las riendas, la cota de malla y el yelmo con visor, bolsas de monedas de oro y plata, y un pergamino más valioso que todo lo demás junto.
—He perdido mi escudo —explicó.
—El único escudo que necesita una doncella es un buen caballero —declaró Ser Creighton, decidido.
Ser Illifer no le prestó atención.
—El hombre que va descalzo quiere botas; el que tiene frío quiere una capa. Pero ¿quién querría envolverse en una capa de vergüenza? Ese murciélago lo llevaron Lord Lucas el Putero y Manfryd Capucha Negra, su hijo. Y digo yo, ¿por qué lucir semejantes blasones, a menos que vuestro pecado sea aún más repugnante… y más reciente? —Desenfundó el puñal, un arma fea de hierro barato—. Una mujer monstruosamente grande y fuerte que oculta sus verdaderos colores. Creigh, te presento a la Doncella de Tarth, la que le cortó el cuello a Renly.
—Eso es mentira.
Para ella, Renly Baratheon había sido más que un rey. Se había enamorado de él desde la primera vez que visitó Tarth, para celebrar su mayoría de edad. Su padre lo recibió con un banquete y ordenó a Brienne que asistiera; de lo contrario se habría escondido en su habitación como una fiera herida. Por aquel entonces tenía la edad de Sansa y le daban más miedo las burlas que las espadas.
—Sabrán lo de la rosa; se van a reír de mí —dijo a Lord Selwyn. Pero el Lucero de la Tarde no cedió.
Y Renly Baratheon la había tratado con toda cortesía, como si fuera una doncella de verdad, como si fuera hermosa. Hasta había bailado con ella, y entre sus brazos se sintió grácil, y sus pies flotaban sobre el suelo. Más tarde, gracias a su ejemplo, otros le pidieron un baile. Desde aquel día no deseó otra cosa que estar cerca de Lord Renly para servirlo y protegerlo. Pero al final le había fallado.
«Renly murió en mis brazos, pero yo no lo maté», pensó. Pero aquellos caballeros errantes jamás lo comprenderían.
—Habría dado mi vida por el rey Renly Baratheon, y habría muerto feliz —dijo—. No le hice ningún daño. Lo juro por mi espada.
—Sólo los caballeros juran por su espada —señaló Ser Creighton.
—Juradlo por los Siete —exigió Ser Illifer el Paupérrimo.
—Bien, lo juro por los Siete. No le hice ningún daño al rey Renly. Lo juro por la Madre; que jamás conozca su misericordia si miento. Lo juro por el Padre y le pido que me juzgue con justicia. Lo juro por la Doncella y por la Vieja, por el Herrero y por el Guerrero. Y lo juro por el Desconocido; que me lleve ahora mismo si no digo la verdad.
—Para ser una doncella, jura bien —tuvo que reconocer Ser Creighton.
—Sí. —Ser Illifer el Paupérrimo se encogió de hombros—. Bueno, si ha mentido, los dioses la pondrán en su lugar. —Volvió a guardarse el puñal—. Os toca la primera guardia.
Mientras los caballeros errantes dormían, Brienne se dedicó a pasear inquieta por el pequeño campamento, atenta al crepitar del fuego.
«Debería marcharme ahora que puedo». No conocía a aquellos hombres, pero no se decidía a dejarlos allí desprotegidos. Pese a lo entrado de la noche, por el camino pasaban jinetes, y entre los árboles se oían ruidos que quizá fueran de búhos y zorros al acecho, o quizá no. De manera que siguió paseando, con la espada envainada, pero siempre a mano.
Montar guardia fue fácil. Lo difícil llegó después, cuando Ser Illifer se despertó y le dijo que la relevaba. Brienne extendió una manta en el suelo, se acurrucó y cerró los ojos.
«No voy a dormir», se dijo, aunque estaba muerta de cansancio. Nunca había podido conciliar el sueño con facilidad delante de hombres. Incluso en los campamentos de Lord Renly seguía existiendo el riesgo de violación. Era una lección que había aprendido bajo las murallas de Altojardín, y otra vez cuando Jaime y ella cayeron en manos de la Compañía Audaz.
El frío de la tierra se le metió hasta los huesos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera todos los músculos doloridos y entumecidos, desde la mandíbula hasta los dedos de los pies. Se preguntó si Sansa Stark también tendría frío, estuviera donde estuviera. Lady Catelyn le había dicho que Sansa era una niña dulce a la que le encantaban los pastelillos de limón, las túnicas de seda y las canciones de caballería, pero aquella niña había visto como decapitaban a su padre, y luego la habían obligado a casarse con uno de los asesinos. Si se podía dar crédito a la mitad de lo que se decía, el enano era el más cruel de los Lannister.
«Si Sansa envenenó al rey Joffrey, lo hizo obligada por el Gnomo, seguro. En aquella corte estaba sola, sin un amigo». En Desembarco del Rey, Brienne había encontrado a una tal Brella, que fue doncella de Sansa. Según le contó la mujer, no había afecto alguno entre Sansa y el enano. Tal vez estuviera huyendo de él tanto como del asesinato de Joffrey.
Si Brienne tuvo algún sueño, ya se había desvanecido cuando la despertó la aurora. Tenía las piernas rígidas como si fueran de madera por culpa del duro suelo, pero nadie la había importunado, y sus posesiones estaban intactas. Los caballeros errantes ya se habían levantado. Ser Illifer troceaba una ardilla para el desayuno, mientras que Ser Creighton se encontraba ante un árbol, echando una larga meada.
«Caballeros errantes —pensó—, viejos, vanidosos, gordos y miopes, y pese a todo, hombres honrados». Se animó un poco al constatar que aún quedaban hombres así en el mundo.
Desayunaron ardilla asada, pasta de bellotas y encurtidos, todo ello mientras Ser Creighton los obsequiaba con el relato de sus hazañas en el Aguasnegras, donde había matado a una docena de temibles caballeros de los que Brienne no había oído hablar jamás.
—Fue una batalla extraña, mi señora —dijo—. Una refriega rara y sangrienta.
Reconoció que Ser Illifer también había luchado con nobleza en la batalla. El propio Illifer no decía gran cosa.
Cuando llegó el momento de reanudar el viaje, los caballeros se pusieron uno a cada lado de Brienne, como guardias que protegieran a una dama importante… Aunque aquella dama era mucho más fornida que sus dos protectores, y además tenía mejor armadura y armamento.
—¿Pasó alguien durante vuestros turnos de guardia? —les preguntó.
—¿Como por ejemplo una doncella de trece años con el cabello caoba? —respondió Ser Illifer el Paupérrimo—. No, mi señora. Nadie.
—Yo sí vi a unas cuantas personas —intervino Ser Creighton—. Un chaval granjero a lomos de un caballo manchado, y una hora más tarde, una docena de hombres a pie, con palos y guadañas. Vieron nuestra hoguera y se quedaron mirando los caballos, pero les mostré el acero y les dije que siguieran su camino. Parecían tipos duros, sí, y desesperados, pero no tanto como para enfrentarse a Ser Creighton Longbough.
«No —pensó Brienne—, ¿quién puede estar tan desesperado?». Giró la cabeza para ocultar una sonrisa. Por suerte, Ser Creighton estaba demasiado inmerso en el relato de su épico combate con el Caballero del Pollo Rojo para advertir la diversión de la doncella. Era grato tener compañía en el camino, aunque fuera la de aquellos dos hombres.
Ya era mediodía cuando Brienne oyó unas plegarias que les llegaban de entre los árboles deshojados.
—¿Qué es ese sonido? —preguntó Ser Creighton.
—Son voces; parece que están rezando.
Brienne reconoció la oración.
«Le están suplicando protección al Guerrero; le piden a la Vieja que ilumine su camino».
Ser Illifer el Paupérrimo desenvainó la maltrecha espada y tiró de las riendas de su caballo para aguardar a los que se aproximaban.
—Ya están cerca.
La plegaria inundó el bosque como un piadoso trueno, y de repente, la fuente del sonido apareció en el camino, delante de ellos. Un grupo de hermanos mendicantes abría la marcha. Eran hombres barbudos y desastrados con túnicas de lana basta; unos iban descalzos y otros con sandalias. Tras ellos caminaba más de un centenar de hombres, mujeres y niños harapientos, una cerda de piel con manchas y varias ovejas. Algunos hombres llevaban hachas; los más, sólo garrotes rudimentarios y porras de madera. En medio de ellos rodaba un carromato de dos ruedas, de madera gris astillada, en el que se amontonaban calaveras y trozos de huesos rotos. Al ver a los caballeros errantes, los monjes se detuvieron, y sus rezos cesaron.
—Bondadosos caballeros, la Madre os ama.
—Y a vosotros, hermano —respondió Ser Illifer—. ¿Quiénes sois?
—Clérigos Humildes —respondió un hombretón corpulento que llevaba un hacha.
A pesar del frío del bosque otoñal, no llevaba camisa, y tenía una estrella de siete puntas grabada en el pecho. Los guerreros ándalos se habían grabado en la carne estrellas como aquella cuando cruzaron el mar Angosto para doblegar los reinos de los primeros hombres.
—Marchamos hacia la ciudad —explicó una mujer alta que tiraba de una vara del carromato—, para llevar estos huesos sagrados a Baelor el Santo y suplicar el amparo y la protección del Rey.
—Uníos a nosotros, amigos —les rogó un hombre menudo y flaco que vestía una harapienta túnica de septón y llevaba al cuello un cristal colgado de un cordón—. Poniente necesita de todas las espadas.
—Nos dirigíamos hacia el Valle Oscuro —declaró Ser Creighton—, pero tal vez podamos escoltaros hasta Desembarco del Rey.
—Si tenéis dinero para pagarnos por la protección —añadió Ser Illifer, que además de paupérrimo parecía práctico.
—Los gorriones no necesitan oro —respondió el septón.
Ser Creighton se quedó desconcertado.
—¿Los gorriones?
—El gorrión es el más común, el más humilde de los pájaros, igual que nosotros somos los más comunes y humildes de los hombres. —El septón tenía el rostro largo y anguloso, y una barbita corta castaña, ya algo canosa. Llevaba el pelo ralo peinado hacia atrás y recogido en una coleta, y los pies descalzos, ennegrecidos, nudosos y duros como raíces de árbol—. Estos huesos son de hombres santos que dieron la vida por su fe. Sirvieron a los Siete hasta la muerte. Unos murieron de hambre; a otros los torturaron. Hombres sin dios y adoradores del demonio han saqueado los septos, han violado a madres y doncellas, hasta han atacado a hermanas silenciosas. Nuestra Madre grita de angustia. Ha llegado el momento de que todos los hombres que han sido armados caballeros renuncien a sus señores de este mundo y defiendan la Sagrada Fe. Venid con nosotros a la ciudad, si es que amáis a los Siete.
—Les profeso un gran amor —replicó Illifer—, pero tengo que comer.
—Igual que todos los hijos de la Madre.
—Nos dirigimos hacia el Valle Oscuro —se limitó a señalar Ser Illifer.
Un monje escupió; una mujer lanzó un gemido.
—Sois falsos caballeros —dijo el hombretón de la estrella grabada en el pecho.
Otros blandieron los garrotes. El septón descalzo los calmó.
—No juzguéis; el juicio le corresponde sólo al Padre. Dejad que sigan en paz. Ellos también son humildes y caminan perdidos por la tierra.
Brienne se adelantó a lomos de la yegua.
—Mi hermana también se ha perdido. Es una niña de trece años con el pelo castaño rojizo, muy hermosa.
—Todos los hijos de la Madre son hermosos. Que la Doncella vele por esa pobre niña… Y también por vos.
El septón se echó al hombro una vara del carromato y lo empezó a arrastrar. Los hermanos mendicantes reanudaron los rezos. Brienne y los caballeros errantes contemplaron el paso lento de la procesión, que seguía el camino que llevaba a Rosby. El sonido de la oración se fue apagando poco a poco hasta morir.
Ser Creighton levantó una nalga de la silla de montar y se rascó el trasero.
—¿Qué clase de persona podría matar a un santo septón?
Brienne sabía muy bien qué clase de personas hacían esas cosas. Recordó que, cerca de Poza de la Doncella, los hombres de la Compañía Audaz habían colgado a un septón de un árbol por los pies y habían utilizado su cadáver para practicar el tiro con arco. Tal vez sus huesos viajaran en aquella carreta junto con todos los demás.
—Hay que ser imbécil para violar a una hermana silenciosa —estaba comentando Ser Creighton—. Hasta para ponerle las manos encima. Se dice que son las novias del Desconocido, y que tienen las partes femeninas frías y húmedas como el hielo. —Miró de reojo a Brienne—. Eh… Perdonadme.
Brienne picó espuelas a su yegua en dirección al Valle Oscuro. Ser Illifer la siguió un instante después, y Ser Creighton cerró la marcha.
Tres horas más tarde se encontraron con otro grupo que viajaba hacia el Valle Oscuro: un mercader y sus sirvientes, acompañados por otro caballero errante. El mercader cabalgaba a lomos de una yegua gris moteada, y los sirvientes se turnaban para tirar del carro. Cuatro se encargaban de los varales, mientras los otros dos caminaban junto a las ruedas, pero al oír el sonido de los caballos, todos formaron en torno al carro con las picas de fresno preparadas. El comerciante sacó una ballesta, y el caballero desenvainó la espada.
—Disculpadnos tanta desconfianza —les gritó el comerciante—, pero corren malos tiempos, y sólo tengo al buen Ser Shadrich para defenderme. ¿Quiénes sois?
Ser Creighton puso cara de afrenta.
—Yo soy el famoso Ser Creighton Longbough; tomé parte en la batalla del Aguasnegras, y este es mi compañero, Ser Illifer el Paupérrimo.
—No queremos haceros ningún daño —añadió Brienne.
El mercader la miró dubitativo.
—Deberíais estar en casa a salvo, mi señora. ¿Por qué lleváis un atuendo tan antinatural?
—Estoy buscando a mi hermana. —Sansa era una fugitiva acusada de regicidio; no se atrevía a mencionar su nombre—. Es una doncella de noble cuna, muy hermosa, con los ojos azules y el pelo castaño rojizo. Puede que la vierais con un caballero corpulento de unos cuarenta años, o tal vez con un bufón borracho.
—Los caminos están llenos de bufones borrachos y doncellas ultrajadas. En cuanto a los caballeros corpulentos, hay pocos hombres honrados que puedan mantener redonda la barriga cuando hay tanta falta de comida… Aunque veo que vuestro Ser Creighton no ha pasado hambre.
—Soy ancho de huesos —replicó Ser Creighton—. ¿Queréis que cabalguemos juntos un trecho? No dudo del valor de Ser Shadrich, pero es menudo, y tres espadas valen más que una.
«Cuatro espadas», pensó Brienne, pero se mordió la lengua.
El mercader miró a su escolta.
—¿Qué opináis vos, ser?
—De estos tres no hay nada que temer. —Ser Shadrich era un hombrecillo delgado pero fuerte, con cara de zorro, nariz ganchuda y una mata de pelo anaranjado. Iba a lomos de un alazán inquieto. No mediría ni ocho palmos, y pese a ello rebosaba confianza—. Uno es viejo; otro, gordo, y la grandullona es una mujer. Que vengan si quieren.
—Si os parece bien… —dijo el mercader, y bajó la ballesta.
Cuando reanudaron el viaje, el caballero mercenario se puso a la altura de Brienne y la miró de arriba abajo, como si fuera un trozo de carne en salazón.
—Tenéis un aspecto muy saludable, moza.
Las burlas de Ser Jaime se le habían clavado muy hondamente; las palabras del hombrecillo apenas la afectaron.
—Comparada con algunos, soy una gigante.
El otro se echó a reír.
—Lo que importa lo tengo de buen tamaño, moza.
—El mercader os ha llamado Shadrich.
—Ser Shadrich del Valle Umbrío. Hay quien me llama Ratón Loco. —Giró el escudo para mostrarle su blasón, un gran ratón de plata con ojos rojos sobre campo bandado marrón y azul—. El marrón es por las tierras que he recorrido; el azul, por los ríos que he cruzado. El ratón soy yo.
—¿Y estáis loco?
—Bastante. El ratón normal huye de la sangre y de la batalla; el ratón loco las busca.
—Por lo visto, no las encuentra a menudo.
—Encuentro las suficientes. Es cierto que no soy caballero de torneos. Me guardo el valor para el campo de batalla, mujer.
En fin, mujer era un poco mejor que moza.
—Entonces, tenéis mucho en común con Ser Creighton.
Ser Shadrich se echó a reír de nuevo.
—Eso lo dudo, pero lo que sí tenemos en común vos y yo es lo que buscamos. Una hermanita perdida, ¿no? ¿Con los ojos azules y el cabello castaño rojizo? —Se echó a reír de nuevo—. No sois la única que caza en el bosque. Yo también busco a Sansa Stark.
Brienne conservó el rostro inexpresivo para ocultar la consternación.
—¿Quién es esa Sansa Stark, y por qué la buscáis?
—Por amor, claro.
—¿Por amor? —preguntó Brienne, frunciendo el ceño.
—Sí, por amor al oro. A diferencia de vuestro bondadoso Ser Creighton, yo sí luché en el Aguasnegras, pero en el bando perdedor. Me arruiné para pagar el rescate. Supongo que sabréis quién es Varys, ¿no? Pues el eunuco ha ofrecido una buena bolsa de oro a cambio de esa niña de la que no habéis oído hablar. No soy codicioso; si alguna moza gigantona me ayudara a atrapar a esa chiquilla traviesa, compartiría con ella las monedas de la Araña.
—Creía que estabais al servicio de este mercader.
—Sólo hasta que lleguemos al Valle Oscuro. Hibald es tan rácano como cobarde. Y es muy, muy cobarde. ¿Qué decidís, moza?
—No conozco a ninguna Sansa Stark —replicó—. Estoy buscando a mi hermana, una niña noble…
—… con los ojos azules y el cabello castaño rojizo, sí. Decidme, ¿quién es ese caballero que viaja con vuestra hermana? ¿O dijisteis que era un bufón? —Ser Shadrich no aguardó su respuesta; buena cosa, porque no habría sabido qué decir—. Cierto bufón desapareció de Desembarco del Rey la noche de la muerte del rey Joffrey, un tipo fuerte con la nariz llena de venas rotas, un tal Ser Dontos el Tinto, procedente del Valle Oscuro. Ojalá no confundan a vuestra hermana y a su bufón borracho con la pequeña Stark y Ser Dontos. Sería una verdadera desgracia.
Picó espuelas a su corcel y se adelantó al trote.
Ni Jaime Lannister le había hecho sentirse tan estúpida.
«No sois la única que caza en el bosque». La tal Brella le había contado cómo Joffrey despojó a Ser Dontos de sus espuelas, cómo Lady Sansa le había suplicado que le perdonara la vida. «Seguro que la ayudó a escapar —decidió Brienne al enterarse—. Si encuentro a Ser Dontos, encontraré a Sansa». Tendría que haberse imaginado que habría otros que la buscarían. «Y algunos no serán tan inofensivos como Ser Shadrich». Sólo le quedaba la esperanza de que Ser Dontos hubiera escondido bien a Sansa. «Pero entonces, ¿cómo la voy a encontrar?».
Encorvó los hombros y siguió cabalgando con el ceño fruncido.
Ya estaba anocheciendo cuando el grupo llegó a la posada, un edificio alto de madera que se alzaba junto a la confluencia de dos ríos, a horcajadas sobre un viejo puente de piedra. Así se llamaba la posada, según les dijo Ser Creighton: El Viejo Puente de Piedra. El posadero era amigo suyo.
—No es mal cocinero, y en las habitaciones no hay más pulgas que en la mayoría de estos sitios —les aseguró—. ¿Quién quiere una cama caliente esta noche?
—Nosotros no, a menos que vuestro amigo las regale —respondió Ser Illifer el Paupérrimo—. No tenemos dinero para habitaciones.
—Yo puedo pagar las nuestras.
Brienne no iba escasa de monedas; Jaime se había encargado de ello. En las alforjas había encontrado una pesada bolsa llena de venados de plata y estrellas de cobre, otra más pequeña con dragones de oro, y un pergamino que ordenaba a todos los súbditos leales al Rey que colaborasen con su portadora, Brienne de la Casa Tarth, que estaba en una misión de Su Alteza. El pergamino estaba firmando con letra infantil por Tommen, el primero de su nombre, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres, y señor de los Siete Reinos.
Hibald también era partidario de detenerse, y ordenó a sus hombres que dejaran el carro cerca de los establos. Una cálida luz amarilla brillaba a través de los cristales en forma de rombo de las ventanas de la posada, y Brienne oyó el relincho de un semental al que le había llegado el olor de su yegua. Estaba quitándole la silla de montar cuando un muchachito se acercó a la puerta del establo.
—Yo me encargo de eso, ser.
—Nada de ser —le respondió—, pero te puedes ocupar de la yegua. Encárgate de que le den comida y agua y la cepillen.
El chico se puso rojo.
—Os pido perdón, mi señora. Creí que…
—Es un error muy habitual.
Brienne le entregó las riendas y siguió a los demás al interior de la posada, con las alforjas al hombro y el petate bajo un brazo.
El suelo de tablones estaba cubierto de serrín, y el aire olía a lúpulo, a humo y a carne. Un asado chisporroteaba sobre el fuego; en aquel momento, nadie se ocupaba de él. Junto a una mesa, había seis lugareños enfrascados en su conversación, pero se callaron de repente cuando entraron los desconocidos. Brienne notaba sus ojos clavados en ella. Pese a la cota de malla, la capa y el jubón, se sintió desnuda. Cuando un hombre dijo «No os perdáis eso», supo que no se refería a Ser Shadrich.
El posadero apareció con tres picheles en cada mano, derramando cerveza a cada paso.
—¿Tenéis habitaciones libres, buen hombre? —le preguntó el mercader.
—Es posible —respondió el posadero—, para quien tenga monedas.
Ser Creighton Longbough puso cara de ofendido.
—¿Así recibes a un viejo amigo, Naggle? Soy yo, Longbough.
—Ya veo que eres tú. Me debes siete venados. Enséñame la plata y te enseñaré una cama.
El posadero depositó los picheles uno a uno en la mesa, derramando más cerveza sobre ella.
—Pagaré una habitación para mí y otra para mis dos acompañantes. —Brienne señaló a Ser Creighton y Ser Illifer.
—Yo también quiero una habitación —dijo el comerciante—, para mí y para el buen Ser Shadrich. Mis sirvientes dormirán en los establos, si os parece bien.
El posadero les echó un vistazo.
—No me parece bien, pero sea, lo permitiré. También querréis cenar. Hay una buena cabra en el espetón.
—Yo juzgaré si es buena —replicó Hibald—. Mis hombres se conformarán con pan para mojar en la grasa.
De modo que se dispusieron a cenar. Brienne también probó la cabra, después de seguir al posadero al piso superior, entregarle unas monedas y dejar sus posesiones en la segunda habitación que le mostró. Pidió cabra también para Ser Creighton y Ser Illifer, ya que habían compartido su trucha con ella. Los caballeros errantes y el septón acompañaron la carne con cerveza; Brienne, en cambio, bebió una copa de leche de cabra. Prestó atención a la charla de los lugareños, esperando contra toda esperanza oír algo que la ayudara a encontrar a Sansa.
—Venís de Desembarco del Rey —le dijo uno de ellos a Hibald—. ¿Es verdad que el Matarreyes está tullido?
—Cierto —asintió Hibald—. Ha perdido la mano de la espada.
—Sí —corroboró Ser Creighton—. Por lo visto se la arrancó de un bocado un lobo huargo, uno de esos monstruos que bajan del norte. Del norte nunca viene nada bueno. Hasta sus dioses son raros.
—No fue un lobo —se oyó decir—. Un mercenario qohoriense le cortó la mano a Ser Jaime.
—Pues no es fácil pelear con la otra —observó el Ratón Loco.
—Bah —bufó Ser Creighton Longbough—. Da la casualidad de que yo peleo igual de bien con las dos manos.
—Sí, claro, no me cabe duda.
Ser Shadrich alzó el pichel en gesto de saludo.
Brienne recordó su lucha con Jaime Lannister en los bosques. Había necesitado de todos sus recursos para mantenerlo a raya.
«Estaba débil después del encarcelamiento y tenía las muñecas encadenadas. De estar en plena forma y sin cadenas, no había habido caballero en los Siete Reinos capaz de derrotarlo». Jaime había cometido muchos actos de maldad, pero… ¡cómo luchaba! Mutilarlo había sido una crueldad monstruosa. Una cosa era matar a un león, y otra, cortarle una zarpa y dejarlo tullido y anonadado.
De pronto, la sala común le pareció tan ruidosa que no la pudo soportar ni un momento más. Les dio las buenas noches a los presentes y subió a acostarse. El techo de su habitación era bajo; al entrar con un cirio en la mano, tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza. El único mobiliario consistía en una cama suficientemente ancha para seis personas y un cabo de vela de sebo en el alféizar. Lo encendió con el cirio, atrancó la puerta y colgó el cinto de un poste de la cama. La vaina de la espada era sencilla, de madera envuelta en cuero marrón agrietado, y la espada era más sencilla aún. La había comprado en Desembarco del Rey para sustituir la que le habían robado los miembros de la Compañía Audaz. «La espada de Renly». Aún le dolía al pensar que la había perdido.
Pero tenía otra espada larga escondida en el petate. Se sentó en la cama y la sacó. El oro emitía destellos amarillos a la luz de la vela; los rubíes eran de fuego rojo. Cuando sacó a Guardajuramentos de su vaina ornamentada, volvió a quedarse sin aliento. Las ondulaciones del acero eran profundas, negras y rojas. «Acero valyrio, forjado con hechizos». Era una espada digna de un héroe. Cuando era pequeña, su nodriza le había llenado la cabeza con historias de valor; le había contado las nobles hazañas de Ser Galladon de Morne, de Florián el Bufón, del Príncipe Aemon, el Caballero Dragón, y de otros campeones. Cada uno de ellos tenía una espada famosa, y a ese nivel estaba la Guardajuramentos, aunque la propia Brienne no diera la talla.
—Protegerás a la hija de Ned Stark con el acero de Ned Stark —le había dicho Jaime.
Se arrodilló entre la cama y la pared, sostuvo la espada y rezó en silencio a la Vieja, cuya lámpara dorada les mostraba a los hombres el camino que debían seguir en vida.
«Guíame —rezó—, ilumina el camino ante mí, muéstrame la senda que me lleve a Sansa. —Les había fallado a Renly y a Lady Catelyn. No podía fallar a Jaime—. Él me confió su espada. Me confió su honor».
Luego se tumbó en la cama como mejor pudo. Pese a su anchura, no era muy larga, de manera que tuvo que acostarse en diagonal. Desde abajo le llegaba el entrechocar de los picheles; por las escaleras subían voces. Las pulgas a las que se había referido Longbough hicieron su aparición, pero rascarse la ayudaría a seguir despierta.
Oyó como Hibald subía por las escaleras, seguido un rato más tarde por los caballeros.
—… no llegué a saber cómo se llamaba —iba diciendo Ser Creighton al pasar junto a su puerta—, pero llevaba pintado en el escudo un pollo ensangrentado, y también tenía la espada llena de sangre…
Su voz se desvaneció, y un poco más allá se oyó el sonido de una puerta al abrirse y cerrarse.
La vela de Brienne se consumió. La oscuridad se cernió sobre El Viejo Puente de Piedra, y la posada quedó sumida en un silencio tan absoluto que se oía el murmullo del río. Entonces, Brienne se levantó para recoger sus cosas. Abrió la puerta con sigilo, escuchó durante un instante y bajó descalza por las escaleras. Una vez en el exterior se puso las botas y caminó a paso vivo hasta los establos para ensillar la yegua baya; mientras montaba, les pidió perdón en silencio a Ser Creighton y Ser Illifer. Un sirviente de Hibald se despertó cuando pasó a caballo junto a él, pero no intentó detenerla. Los cascos de la yegua resonaron contra el viejo puente de piedra. Luego, los árboles formaron un muro a su alrededor; quedó inmersa en una oscuridad absoluta poblada de fantasmas y recuerdos.
«Voy a buscaros, Lady Sansa —pensó mientras cabalgaba hacia la negrura—. No temáis. No descansaré hasta que os encuentre».