Martin J. Prescott era periodista. Siempre pensando en la palabra, como si esta pudiera dar beneficios. Para Martin, ser periodista era algo más que un trabajo. Era su identidad. No era sólo otra cara leyendo del teleprompter, o el próximo nombre con fecha de caducidad u otro nombre a olvidar próximamente. Era lo que los productores, en estos tiempos de noticias veinticuatro horas, llamaban «una personalidad». Enfatizaba las noticias. Las enmarcaba. Les daba color. No de forma negativa, o así lo creía firmemente. Simplemente añadía ese punto sutil que convertía las noticias en Noticias, en otras palabras, algo que la gente podrían querer leer o mirar. En primer lugar, Martin J. Prescott, tenía el aspecto adecuado. Vestía camisas con botones con pantalones vaqueros. Y normalmente lleva las mangas un poco enrolladas. Si lleva corbata, era invariablemente de un estilo impecable, pero un poquito floja, lo suficiente como para decir «sí, he estado trabajando extremadamente duro, pero respeto lo suficiente a mis telespectadores como para mantener un cierto grado de profesionalidad». Martin era delgado, de aspecto juvenil pero de edad desconocida, con afilados y atractivos rasgos y un cabello muy oscuro que siembre parecía azotado por el viento y fabuloso. Pero, como Martin decía orgulloso a sus espectadores durante los ocasionales almuerzos en el Club de Prensa, su apariencia no le convertía en un periodista, era su intuición para las personas y las noticias. Sabía como conectar las unas con las otras de forma que produjeran la mayor sacudida.
Pero lo último que hacía de Martin J. Prescott un periodista, era que amaba la noticia. Donde otras caras nuevas bien pagadas y atractivas querían montar un equipo de seguidores que salieran a recopilar metraje y filmar entrevistas mientras ellos mismos se quedaban acurrucados en sus camerinos leyendo las estadísticas, Martin se sentía orgulloso de sí mismo por hacer todas sus salidas e investigaciones. La verdad era que Martin disfrutaba del periodismo, pero lo que amaba por encima de todo era la caza. Ser miembro de la prensa era como ser cazador, solo que el primero apuntaba con el objetivo de una cámara y no con un arma. A Martin le gustaba acechar a su presa por sí mismo. Se deleitaba en la persecución, en las secuencias borrosas salidas de una cámara de mano, los gritos, las preguntas perfectamente programadas, las largas persecuciones policiales en las puertas traseras de los juzgados o en sospechosas habitaciones de hotel. Martin lo hacía todo él mismo, normalmente solo, a menudo filmando en el propio lugar, proporcionando a sus espectadores excitantes momentos de alta tensión y confrontación. Nadie más hacía lo que él, y eso le había hecho famoso.
Martin tenía, como decían de los mejores periodistas, olfato para las noticias. Y su olfato le decía que la historia que estaba persiguiendo en este momento, si tenía éxito, si podía simplemente proporcionar el metraje auténtico y sin adulterar, sería posiblemente la historia de su vida. Incluso ahora, agachado entre los arbustos y malas hierbas, sucio y cubierto por dos días de sudor, con su fabuloso cabello grasiento, enmarañado y lleno de ramitas y hojas, incluso después de todos esos contratiempos y fracasos, todavía presentía que ésta era la historia que cimentaría su carrera. De hecho, cuanto más duro trabajaba en ella, más tenazmente la perseguía. Incluso después del fantasma. Incluso después de ser empujado de una patada a través de la ventana de un tercer piso por un crío homicida. Incluso después de ese horroroso roce con la araña gigante. Martin veía los contratiempos como pruebas de valor. Cuanto más duros eran, más valor le daba a la persecución. Le proporcionaba una sombría satisfacción saber que, si simplemente hubiera contratado a un equipo de investigadores, se habrían vuelto atrás hacía meses, cuando se hubieran topado por primera vez con la extraña y mágica resistencia del lugar, sin el más mínimo rastro de historia. Esta era la clase de historia que únicamente podía contar él. Esto, se dijo a sí mismo con satisfacción, era material para la cabecera del telediario. No más reportajes de campo. No más segmentos de interés especial. Si esto funcionaba, Martin J. Prescott sería capaz de pavimentar su propio camino a cualquiera de las mejores salas de redacción del país. Pero, ¿por qué detenerse ahí? Con esto bajo el brazo podía ser el presentador principal en cualquier parte del mundo, ¿no?
Pero no, se dijo a sí mismo. Uno no debía pensar en ese tipo de cosas ahora. Tenía un trabajo que hacer. Un difícil y extraordinariamente agotador trabajo que hacer, pero Martin sentía placer al comprender que lo peor ya había pasado. Después de meses de conspirar y organizar, planear y observar, finalmente había llegado el momento de la gran recompensa, del pago inmediato de todas las apuestas. Concedido, si esta última fase de la caza no salía exactamente según lo planeado, volvería sin nada. Había sido incapaz de conseguir algún material utilizable y convincente por sí mismo, excepto por el video de la cámara portátil de la increíble competición voladora de unos meses atrás. Podría haber sido suficiente, pero incluso eso se había perdido, sacrificado —¡a regañadientes!— a la araña gigante durante su huida a través del bosque. No se revolcaría en sus fracasos. No, eso no serviría de nada. Todo iría según lo planeado. Debía hacerlo. Él era Martin J. Prescott.
Todavía agachado en el perímetro del bosque, Martin comprobó las conexiones de su teléfono móvil. La mayor parte del equipo de campo se había ido completamente a paseo desde que entró en el bosque. Su portátil raramente funcionaba, y cuando lo hacía, exhibía un extraño comportamiento. La noche anterior, había estado intentado usarlo para acceder al ordenador de su oficina cuando la pantalla de repente se volvió de color rosa y comenzó a mostrar la letra de una canción soez sobre erizos. Afortunadamente, su cámara y su teléfono móvil habían funcionado relativamente bien hasta el incidente con la araña. Su teléfono era casi todo lo que le quedaba ahora, y a pesar del hecho de que la pantalla mostraba una extraña mezcla de números, símbolos de exclamación y jeroglíficos, parecía mantener la cobertura. Satisfecho, Martin habló.
—Estoy acurrucado fuera del castillo en este momento, escondido al amparo del bosque que ha sido mi hogar ocasional durante estos agotadores meses. Hasta ahora, simplemente he estado observando, cuidando de no molestar en lo que parecía ser únicamente una escuela en el campo o una casa de huéspedes, a pesar de los informes de mis fuentes. Aún así, confiaba en que el tiempo finalmente trabajaría a mi favor. Si mis fuentes se equivocan, esto simplemente se saldará con el asombro y buen humor acostumbrado en el ámbito rural escocés. Sin embargo, si mis fuentes están en lo cierto, tal y como sospecho basándome en mis inexplicables experiencias, entonces puede ser que esté caminando hacia mi propia destrucción. Estoy de pie ahora. Es de mañana, casi las nueve en punto, pero no puedo ver signos de nadie. Estoy abandonando la seguridad de mi escondite. Estoy entrando en los terrenos.
Martin se arrastró cuidadosamente alrededor de los límites de la desvencijada cabaña que había en las inmediaciones del bosque. El enorme hombre peludo que a menudo entraba y salía de la cabaña no estaba a la vista. Martin se enderezó, decidido a ser atrevido en su aproximación inicial. Empezó a cruzar el césped pulcramente recortado que había entre la cabaña y el castillo. En realidad, no creía estar en grave peligro. Tenía la innata sensación de que los mayores peligros estaban a su espalda, en ese espeluznante y misterioso bosque. Había acampado de hecho en los alrededores de ese bosque, lejos, en el lado opuesto al castillo, donde los árboles parecían bastante más normales y había ruidos menos inquietantes por la noche. Aún así, sus viajes de acá para allá a través de las partes más densas de ese bosque habían sido extraños, por decir poco. Aparte de la araña, de la que solo había escapado por pura suerte, no había visto nada en realidad. En cierto sentido, creía que podría haber sido mejor así. Una monstruosidad conocida, como la araña, era mucho más fácil de aceptar que los fantasmas desconocidos conjurados por la imaginación de Martin en respuesta a los extraños ruidos que había oído durante esas largas caminatas por el bosque. Le habían seguido a escondidas, lo sabía. Cosas grandes, cosas pesadas, le habían seguido, y también había presentido que, al contrario que la araña, eran inteligentes. Puede que fueran hostiles, pero indudablemente eran curiosos. Martin casi se había atrevido a llamarlos, exigiéndoles que se revelaran a sí mismos. Finalmente, recordando a la araña, había decidido que, después de todo, quizás un monstruo invisible que se mostraba meramente curioso, era mejor que un monstruo visible que se sintiera provocado.
—El castillo, como ya he mencionado, es sin duda enorme —dijo Martin al pequeño micrófono fijado en su solapa. El micro estaba conectado al móvil de su cintura—. He viajado mucho por este continente y he visto gran variedad de castillos, pero nunca había visto nada tan simultáneamente antiguo y aún así inmaculadamente conservado. Las ventanas, aparte de la que me vi forzado a atravesar hace meses, son hermosamente robustas y coloridas. La piedra no muestra ni una grieta… —Eso no era enteramente cierto, pero se acercaba bastante—. Es un hermoso día de primavera, afortunadamente. Despejado y relativamente cálido. No me estoy ocultando en absoluto mientras me aproximo a las enormes verjas, que están abiertas. Hay… parece haber algún tipo de reunión a mi derecha, en una especie de campo… no… No puedo verlo bien, pero parece como si estuvieran jugando al fútbol. No puedo decir que me esperara esto. No parecen estar prestándome ninguna atención. Continúo atravesando las verjas.
Cuando Martin traspasó las verjas, finalmente se hizo notar. Desaceleró, manteniendo todavía un curso firme hacia adelante. Su objetivo era simplemente llegar tan cerca del castillo como fuera posible. Había dejado su cámara atrás a propósito. Las cámaras, en casi todas las circunstancias, incitaban a la resistencia. La gente que llevaba cámaras era expulsada de los lugares. Alguien que simplemente entraba en un lugar, caminando confiadamente y con determinación, podía ser mirado con curiosidad, pero normalmente no se le detenía. Al menos, no hasta que era demasiado tarde. El patio estaba punteado de jóvenes que se movían de acá para allá en grupos. Vestían túnicas negras sobre camisas blancas y corbatas. Muchos llevaban mochilas o libros. El que estaba más cerca de Martin se giró para mirarle, más que nada por curiosidad.
—Veo… veo lo que sorprendentemente parecen ser… estudiantes —dijo Martin quedamente a su micro, deslizándose entre los estudiantes mientras atravesaba el patio—. Jóvenes con túnicas, todos en edad escolar. Parecen sorprendidos por mi presencia, pero no hostiles. De hecho, ahora que me aproximo a la entrada del propio castillo, parece que he llamado la atención de virtualmente todo el mundo. Perdone.
Esto último había sido dicho a Ted Lupin, que acababa de aparecer en el umbral con Noah Metzker y Sabrina Hildegart. Los tres se detuvieron instantáneamente cuando el extraño hombre de la camisa blanca y la corbata floja pasó entre ellos. La pluma del pelo de Sabrina revoloteó cuando se giró para observarle.
—¿A qué está hablándole? —dijo Ted.
—¿Y quién demonios es? —añadió Sabrina. El trío se giró en el umbral, observando como el hombre se abría paso cuidadosamente a través del vestíbulo de entrada. Los estudiantes le abrían paso, reconociendo inmediatamente que este hombre estaba bastante fuera de lugar. Aún así, nadie parecía particularmente alarmado. Había incluso unas pocas sonrisas asombradas. Martin seguía hablando a su micrófono.
—Más y más cada vez de lo que, por ahora, debo llamar estudiantes. Hay docenas de ellos a mí alrededor en este momento. Estoy avanzando a través de una especie de salón principal. Hay… lámparas de araña, grandes umbrales. Estatuas. Cuadros. Los cuadros… los cuadros… los cuadros… —Por primera vez, Martin parecía haberse quedado sin palabras. Olvidó a los estudiantes reunidos alrededor, observándole, mientras daba dos pasos hacia uno de los cuadros más grandes alineados en el vestíbulo de entrada. En la pintura, un grupo de ancianos magos estaban apiñados alrededor de una bola de cristal, con las barbas blancas iluminadas por su brillo. Uno de los magos advirtió al hombre de la camisa blanca y la corbata que les miraba fijamente. Se enderezó y frunció el ceño.
—No llevas uniforme, jovencito —exclamó el mago severamente—. Estás hecho un desastre. Me atrevo a decir que tienes una hoja en el pelo.
—Los pinturas… las pinturas están… —dijo Martin, su voz era un octavo más alta de lo normal. Tosió y se recompuso—. Las pinturas se están moviendo. Son… a falta de un mejor término, como películas pintadas, pero vivas. Ellas… se dirigen a mí.
—Me dirijo a mis iguales, joven —dijo el mago—. A los que son como tú les doy órdenes. Fuera, rufián.
Hubo un ligero estallido de risas proveniente de la multitud de estudiantes, pero también se palpaba una creciente sensación de nerviosismo. Nadie se sorprendía por los cuadros en movimiento. Este hombre o era un mago excéntrico o era… bueno, eso era inconcebible. Un muggle no podía entrar en Hogwarts. Los estudiantes formaron un gran círculo a su alrededor, como si fuera un animal levemente peligroso.
—Los estudiantes me han rodeado —dijo Martin, girando, con los ojos abiertos—. Sin embargo voy a intentar romper la barrera. Debo adentrarme más en el interior.
Cuando Martin procedió, el perímetro de estudiantes se apartó fácilmente, siguiéndole. Había un murmullo ahora. Una charla nerviosa seguía al hombre, y éste comenzó a alzar la voz.
—Estoy entrando en una gran estancia. Bastante alta. He estado aquí antes, pero tarde en la noche, en la oscuridad. Sí, este es el vestíbulo de las escaleras móviles. Muy traicioneras. Notable el trabajo mecánico aquí, y ni siquiera suena la maquinaria en absoluto.
—¿Qué está diciendo de maquinaria? —gritó alguien entre la multitud de estudiantes—. ¿Quién es este tipo de todos modos? ¿Qué está haciendo aquí? —Hubo un coro de confusas respuestas.
Martin siguió adelante, alejándose de las escaleras, casi gritando ahora.
—Mi presencia está empezando a causar resistencia. Puedo ser detenido en cualquier momento. Estoy… pasando las escaleras.
Martin dobló una esquina y se encontró en medio de un grupo de estudiantes que jugaban a Winkles y Augers en una alcoba bien iluminada. Se detuvo de repente, respingando hacia atrás cuando el auger, una vieja quaffle, se detuvo a tres centímetros de su cara, flotando y girando lentamente.
—Eh, ¿qué crees que estás haciendo metiéndote justo en medio de una partida, idiota? —gritó uno de los jugadores, tirando de su varita y recuperando la quaffle—. Es peligroso. Tienes que tener más cuidado.
—¡Haciendo volar… cosas! —chilló Martin, enderezándose y alisándose la camisa frenéticamente—. Yo… varitas. ¡Auténticas varitas mágicas y levitando objetos! ¡Esto es perfectamente visible! ¡Nunca había visto…!
—Pero bueno —dijo bruscamente otro de los jugadores de Winkles y Augers—. ¿Quién es este? ¿Qué le pasa?
Otro gritó.
—¿Quién le ha dejado entrar? ¡Es un muggle! ¡Tiene que serlo!
—¡Es el hombre del campo de Quidditch! ¡El intruso!
La muchedumbre comenzó a chillar y empujar. Martin se agachó pasando a los jugadores de Winkles y Augers, perdiendo a algunos de sus perseguidores.
—Me adentro aún más. Pasillos que conducen a todos lados. Hay… er… por lo que puedo ver, un montón de aulas. Estoy entrando en la primera…
Irrumpió en la primera aula de la derecha, seguido por una marea de confusos y gritones estudiantes. La habitación era larga y silenciosa. Los estudiantes que asistían a la clase se giraron en sus asientos, buscando la fuente de la interrupción.
—Relativamente normal, al parecer, en la superficie, al menos —chilló Martin sobre el creciente estrépito, examinando la habitación—. Estudiantes, libros de texto, un profesor de algún tipo, que… que, que… queeeee…
Una vez más la voz de Martin se alzó y pareció perder el control de ella. Los ojos se le saltaron de sus órbitas y se quedó sin aliento. Su boca continuaba trabajando, produciendo roncos y ásperos sonidos. En la parte delantera de la clase, el fantasmal profesor Binns, cuyo asidero en el reino de lo temporal era tentativo en el mejor de los casos, no había notado aún la interrupción. Seguía dando la tabarra, con su voz alta y tintineante, como el viento en una botella. El profesor finalmente notó la figura jadeante de Martin J. Prescott y se detuvo, frunciendo el ceño.
—¿Quién es este individuo, si se me permite preguntar? —dijo Binns, espiando sobre sus gafas fantasmales.
Martin finalmente tragó una bocanada de aire.
—¡Un fantasmaaaaaaa! —declaró trémulamente, señalando a Binns. Comenzó a tambalearse. Justo cuando los estudiantes que estaban cerca de la puerta fueron empujados rudamente a un lado por las figuras del profesor Longbotton y la directora McGonagall franqueados por Ted y Sabrina, Martin cayó desmayado. Aterrizó con fuerza, atravesado sobre dos escritorios en la parte de atrás del aula. Los estudiantes que ocupaban esos escritorios alzaron las manos, apresurándose a quitarse de en medio. Una botella de tinta cayó al suelo y se rompió en pedazos.
La directora McGonagall se aproximó al hombre velozmente y se detuvo a pocos pasos.
—¿Puede alguien informarme de quién es este hombre —dijo con una voz estridente—, y qué está haciendo desmayándose en mi escuela?
James Potter empujó con los hombros para abrirse paso hasta el frente de la muchedumbre. Miró al hombre derrumbado sobre los escritorios. Suspiró profundamente y dijo:
—Creo que yo puedo, señora.
Quince minutos después, James, McGonagall, Neville Longbotton y Benjamin Franklyn irrumpieron en la oficina de la directora, con Martin Prescott tropezando entre ellos. Martin había recuperado la consciencia a medio camino, e instantáneamente había chillado de horror al comprender que estaba siendo levitado a lo largo del pasillo por Neville. Neville, a su vez, se había sobresaltado tanto ante el grito de Martin que casi le había dejado caer, pero se había recobrado a tiempo para bajar gentilmente al hombre al suelo. A excepción de la explicación de James de que el intruso era el mismo hombre al que accidentalmente había pateado haciéndole atravesar la cristalera y al que después había visto en el campo de Quidditch, el viaje a la oficina de la directora había discurrido con muy poca conversación. Una vez la puerta de la oficina se cerró tras ellos, McGonagall tomó la palabra.
—Solo quiero saber quién es usted, por qué está aquí, y lo que es más importante, cómo se las arregló para entrar —dijo furiosamente, colocándose tras su escritorio pero aún en posición vertical—. Una vez hayamos resuelto eso, será despachado sin dilación, y sin el más ligero vislumbre de algún recuerdo de lo que ha visto, puedo prometérselo. Ahora hable.
Martin tragó y miró alrededor, a la asamblea. Vio a James e hizo una mueca, recordando los cristales y la caída enfermiza que siguió. Tomó un profundo aliento.
—Lo primero de todo, mi nombre es Martin J. Prescott. Trabajo para un programa de noticias llamado Desde dentro. Y segundo —dijo, fijando su mirada en la directora—, he resultado herido en estos terrenos. No deseo hacer de esto una cuestión legal, pero debe ser consciente de que estoy en todo mi derecho de pedir compensación por esas lesiones. Y no sé por qué, pero tengo la impresión de que este establecimiento no está asegurado, precisamente.
—¿Cómo se atreve? —exclamó McGonagall, inclinándose sobre el escritorio y mirando a Martin a los ojos—. Ha entrado usted por la fuerza en este castillo, irrumpiendo donde ni el derecho ni el entendimiento deberían haberle llevado… —Sacudió la cabeza, y después siguió en voz más baja—. No picaré con amenazas. Obviamente es de origen muggle, así que mostraré una mínima cantidad de paciencia con usted. Conteste a mis preguntas voluntariamente, o estaré encantada de recurrir a métodos de interrogatorio más agresivos.
—Ah —dijo Martin, intentando sonar convincente a pesar del hecho de que temblaba visiblemente—. Debe estar usted pensando en algo en la línea de esto. —Metió la mano en su bolsillo y sacó un pequeño vial. James lo reconoció como uno de los que había visto en la mano del hombre cuando le había encontrado en el armario de Pociones—. Sí. Veo por sus caras que saben lo que es. A mí me llevó un tiempo averiguarlo. Verita-serum, de hecho. Puse dos gotas en el té de un compañero de trabajo y no pude lograr que se callara en dos horas. Descubrí cosas de él que espero vivir para olvidar, les diré.
—¿Probó una poción desconocida con una persona desprevenida? —interrumpió Franklyn.
—Bueno, tenía que saber qué era, ¿no? No creí que dos gotas pudieran hacer daño a nadie. —Se encogió de hombros y alzó de nuevo el frasco, mirándolo a contraluz—. Suero de la verdad. Si fuera peligroso, no lo guardarían ahí en el estante, donde cualquiera podría cogerlo.
La cara de McGonagall estaba blanca de furia.
—Entre estas paredes, confiamos en la disciplina y el respeto en vez de en rejas y llaves. Su amigo tiene suerte de que no diera usted con un frasco de narglespike o savia de tharff.
—No intente intimidarme —dijo Martin, obviamente bastante intimidado a pesar de sí mismo—. Solo quería demostrarles que conozco sus trucos. Les he estado observando y estudiando desde hace algún tiempo. No me convencerán para beber ninguna de sus pociones, ni me realizarán ningún truco de lavado de cerebro. Responderé a sus preguntas, pero solo porque espero alguna respuesta a las mías a su vez.
Neville manoseaba su varita.
—¿Y por qué, pregunto, cree que no le desmemorizaremos, borrando todo recuerdo de este lugar, y le dejaremos después en el puesto de peaje más cercano?
Martin se palmeó el diminuto micrófono de la solapa.
—Este es el por qué. Mi voz, y todo lo que están diciendo, está siendo enviado a través de mi teléfono al ordenador de mi oficina. Todo está siendo grabado. En un pequeño pueblo a tres kilómetros de aquí hay un equipo de filmación y un grupo de expertos en una amplia variedad de campos a los que he pedido que me ayuden en mi investigación.
—¡Investigación! —repitió la directora incrédulamente—. ¡Absoluta y inequívocamente inadmisible!
Martin gritó sobre sus palabras.
—Uno de esos individuos es un agente de la Policía Especial Británica.
James sintió como un palpable silencio descendía sobre la habitación ante la mención de la policía muggle. Sabía por conversaciones oídas a escondidas entre su padre y otros oficiales del ministerio que una cosa era desmemorizar a una sola persona, o incluso a un grupo contenido, pero las cosas se complicaban en extremo si un oficial de cualquier organismo muggle se veía implicado.
—Me deben favores en las altas esferas —siguió Martin—. Me costó bastante arrastrar a un agente hasta aquí, pero confío en que esta es la clase de historia que requiere de grandes favores. Por supuesto, aún no se han presentado cargos. Es simplemente curiosidad, ya que no hay registro de ningún establecimiento de este tamaño en la zona. La cuestión es esta: si no reciben una llamada de teléfono mía en las próximas dos horas con directrices sobre cómo entrar en sus tierras, volverán inmediatamente a la oficina, recuperarán la grabación de esta conversación y todo lo que me ha ocurrido hasta ahora, será emitido como a ellos les parezca. Puede parecer absurdo a la mayoría de la gente, no obstante. Un colegio en un castillo en medio de ninguna parte en el que se enseña a los niños a hacer auténtica magia, con varitas y todo. Pero su secreto quedará desvelado, no obstante. Sus estudiantes pueden permanecer aquí, en esta localización secreta, pero alguna vez tendrán que ir a sus casas, ¿verdad? Y estoy dispuesto a apostar a que esas casas no están de ningún modo tan protegidas como este lugar. Habrá investigaciones. Saldrán a la luz. De un modo u otro.
La cara de la directora McGonagall estaba dura como una piedra y blanca como una lápida sepulcral. Simplemente se quedó mirando fijamente al hombre flaco de la camisa blanca. Franklyn rompió el silencio.
—Mi buen señor, no comprende usted lo que está pidiendo. —Se quitó las gafas y se colocó ante Martin—. Su plan innegablemente daría como resultado el cierre de esta escuela y posiblemente de muchas otras también. Todos los presentes, y muchos, muchos más, perderían su sustento y su educación. Y lo que es más importante, en lo que insiste usted es en la reintroducción de todo el mundo mágico en el mundo de los muggles, estén ambos preparados o no. ¿Y eso para qué? No por el bien de la humanidad, supongo. No, sospecho que sus aspiraciones son mucho más… miopes. Por favor, piense antes de continuar. Hay aquí fuerzas en funcionamiento que usted no comprende, aunque bien podría estar actuando en beneficio de alguna de ellas. Tengo la sensación de que no es usted un hombre malo, o al menos no muy malo aún. Piense, amigo mío, antes de hacer una elección que le condenará ante los ojos de generaciones enteras.
Martin escuchó las palabras de Franklyn, Y pareció estar considerándolas realmente. Entonces, como recobrándose de un estupor, dijo:
—Usted es Benjamin Franklyn, ¿verdad? —sonrió y meneó un dedo hacia Franklyn—. ¡Sabía que me resultaba familiar! Es asombroso. Mire, sé que no está en posición de discutir esto ahora mismo, pero tengo dos palabras para usted: exclusiva… y entrevista. Piense en ello, ¿vale?
—Señor Prescott —dijo la directora, con voz pétrea—. No puede esperar que tomemos una decisión como esta en cuestión de minutos. Simplemente debemos discutirlo.
—Ciertamente —añadió Neville—. Incluso si accedemos a sus condiciones, debemos establecer las nuestras. Cómo puede beneficiarnos esto considerando la gran magnitud de lo que pretende usted, es algo que no sé. Pero independientemente de eso, necesitamos algo de tiempo.
—Como ya he dicho —replicó Martin, que parecía mucho más cómodo ahora que creía tener la sartén por el mango—, tienen dos horas. Bueno, noventa y cuatro minutos, en realidad.
—Respóndame a esto, Señor Prescott —dijo Franklyn, suspirando—. ¿Cómo consiguió entrar en los terrenos de la escuela? Antes de seguir con esta charada debemos saberlo.
Martin suspiró ligeramente.
—¿Tienen una silla? Es una historia bastante larga.
Neville sacó bruscamente su varita. Sin apartar los ojos de Martin, señaló con la varita a una silla de madera que había en la esquina y la levitó bastante rudamente. La silla salió disparada hacia adelante, casi levantando a Martin de sus pies al sentarle. El hombre se desplomó desgarbadamente sobre el asiento y la silla golpeó el suelo con fuerza.
—Continúe —dijo Neville, sentándose a medias en la esquina del escritorio de la directora. McGonagall se sentó en su silla pero permaneció erguida. Franklyn y James continuaron de pie.
—Bueno, primero me llegó una carta hablándome de este lugar el pasado septiembre —dijo Martin, inclinándose hacia adelante y frotándose la espalda mientras miraba colérico a Neville—. Desde dentro ofrece cien mil euros de recompensa por una prueba de actividad paranormal, y el caballero que escribió la carta parecía creer que este lugar, Hogwarts, ofrecería tal prueba a raudales. Honestamente, nos llegan miles de cartas al año de gente que espera conseguir la recompensa. Incluyen cualquier cosa, desde fotos borrosas de platos de postre a trozos de tostada con la cara de santos quemada en ellos. En realidad Desde dentro nunca tuvo planeado pagar recompensa alguna. Les gusta un buen acopio de noticias inexplicables de tanto en tanto, pero cuando se trata de creer, principalmente son la panda más cínica de cabezotas imaginable.
Yo, por el contrario, soy el tipo de persona que quiere creer. No fue el tono de la carta lo que llamó mi atención, sin embargo. Fue el pequeño artículo que el remitente había incluido en el paquete. Una cajita que contenía algo llamado rana de chocolate. Esperaba que pudiera haber en ella algún truco novedoso, como mucho, así que por curiosidad, seguí adelante y la abrí. Está claro, había una pequeña y perfecta rana de chocolate dentro. Estaba a punto de agarrarla y darle un mordisco cuando la cosa esa alzó la cabeza y me miró directamente. Estuve a punto de dejar caer la caja. Lo siguiente que supe es que la rana había salido de un salto de la caja y había aterrizado sobre mi escritorio. Era un día caluroso, y esa cosa acababa de llegar con el correo. Y menos mal, porque el pequeño bicho estaba un poco derretido ya. Dejó pequeñas huellas chocolateadas por todo el guión de esa noche. Tres buenos saltos, y la rana simplemente quedó espachurrada. Tenía miedo de tocarla, pero cinco minutos después todavía no se había movido. Tuve tiempo de determinar que solo era una rana normal cubierta de chocolate. Alguna broma. Probablemente la cosa se había sofocado por el chocolate, y por el calor de estar en la caja. Así que me adelanté y la toqué con cuidado y desde luego la cosa era solo chocolate. Buen chocolate además, podría añadir.
Aún así podría haberme olvidado de todo, si les digo la verdad. No importa lo abiertos de mente que creamos ser, al enfrentarnos a algo verdaderamente inexplicable aún tendemos a cerrar los viejos circuitos crédulos. Si no hubiera sido por ese detalle de las diminutas huellas de chocolate en mis papeles puede que nunca hubiera reunido la determinación necesaria para llegar hasta aquí. Los guardé en el fondo de mi escritorio, y cada vez que los miraba recordaba al pequeño bicho saltarín atravesando mi escritorio. No podía sacármelo de la cabeza. Así que escribí al tipo que la había enviado. Bonito truco, le dije. ¿Tiene más?
Me respondió al día siguiente y dijo que si realmente quería ver trucos, solo tenía que seguir las señas que me enviaba. Bueno, al día siguiente llegó otro paquete. Uno pequeño. Contenía todo lo que necesitaba para llegar hasta aquí. No había forma de que esos estúpidos incrédulos me asignaran un equipo para investigar el origen de una rana de chocolate saltarina, incluso si les mostraba las huellas. Afortunadamente, disponía de algunos días de vacaciones, así que decidí hacerlo por mi cuenta. Una acampadita me vendría bien. Así que empaqueté mis propias cámaras y cogí un tren.
Llegar a la zona en general fue bastante fácil, por supuesto. Pasé la primera noche al otro lado del bosque, sabiendo por la señal que estaba a pocos kilómetros de la fuente. Al día siguiente, estaba en pie al amanecer. Seguí en la dirección en la que se suponía que tenía que ir, pero todo el tiempo me encontraba a mí mismo volviendo directamente al punto de partida. Nunca parecía que hubiera dado la vuelta, o siquiera que me hubiera desviado de mi curso. Era como si hubiera conseguido llegar al lado opuesto del bosque, pero de algún modo el planeta se hubiera dado la vuelta debajo de mí. Probé a utilizar una brújula y todo parecía ir bien, hasta que de repente me encontré otra vez en mi campamento y la aguja giraba como si se hubiera olvidado de para qué servía.
Así siguió la cosa tres días enteros. Me estaba empezando a sentir frustrado, si les digo la verdad. Pero también estaba decidido, porque sabía que algo intentaba mantenerme fuera. Quería saber qué era. Así que al día siguiente, saqué mi pequeño aparato y localicé las coordenadas. Esta vez, sin embargo, lo mantuve delante de mí todo el tiempo, observando ese puntito intermitente. Sin embargo, el terreno parecía forzarme a desviarme. Me tuve que meter en una vieja cañada con costados demasiado pronunciados para escalar. Me desviaba solo para meterme en un amasijo de árboles o un acantilado bajo. Todo parecía estar empeñado en desviarme de mi curso. Sin embargo yo insistí. Trepando y escurriéndome. Empujé a través de espinas y de la maleza más espesa que he visto en mi vida. Entonces, incluso la gravedad pareció ponerse en mi contra. Seguía sintiendo como si la tierra se inclinara debajo de mí, intentando echarme. Ninguna de esas cosas estaba ocurriendo, por supuesto, pero era una sensación atroz no obstante. Me entraron nauseas y sentía un inexplicable mareo. Pero seguí en mis trece, gateando al final.
Y entonces, de repente, las sensaciones desaparecieron. El bosque pareció volver a la normalidad, o al menos lo que pasa por normalidad en este rincón del bosque. Había entrado. Diez minutos después, salí por primera vez al borde del claro desde donde se ve este mismo castillo. Estaba atónito, no hace falta decirlo. Pero lo que me asombró más que el castillo fue la escena en la que casi me había metido de lleno.
Allí, a no más de seis metros de mí, estaba el hombre más grande que había visto nunca. Casi parecía un oso pardo al que hubieran enseñado a caminar erguido. Pero entonces, de pie junto a él… —por primera vez en su narración, Martin hizo una pausa. Tragó. Obviamente sacudido por el recuerdo—. Había algo tan monstruosamente enorme que al principio pensé que era una especie de dinosaurio. Tenía cuatro patas, cada una del tamaño de un pilar. Alcé los ojos y vi que eran, de hecho, dos criaturas de pie una junto a la otra, y ambos tenían forma humana. La cabeza de la más alta sobresalía sobre la copa de los árboles. Ni siquiera podía verle la cara. Me arrastré hasta un lugar oculto, seguro de que me oirían, pero parecer ser que no fue así. La más pequeña, el que me había parecido un oso andando, hablaba a los otros dos, y ellos respondían, en cierto modo. Sus voces hacían vibrar el suelo. Entonces, para mi horror, se giraron y se dirigieron hacia mí, hacia el bosque. El pie de la más grande apareció justo junto a mí, sacudiendo la tierra como una bomba y dejando una huella de treinta centímetros de profundidad. Entonces desaparecieron.
Martin soltó un enorme suspiro, obviamente satisfecho con su forma de contar la historia.
—Y fue entonces cuando supe lo que había encontrado. La historia más grande de mi vida. Posiblemente la historia más grande del siglo. —Miró alrededor como esperando un aplauso.
—Hay un pequeño detalle que no ha explicado a mi satisfacción —dijo fríamente la directora McGonagall—. Ese artefacto que ha mencionado. Era de algún modo capaz de señalarle esta escuela. Debo saber qué es y cómo funciona.
Martin alzó las cejas, y después rió ahogadamente y se puso derecho.
—Oh, sí. Eso. Ha estado actuando de forma algo errática desde que llegué aquí, pero al menos mantiene la señal. Es un simple GPS. Er, por favor, perdone. Probablemente no estén familiarizados con el término. Un sistema de posicionamiento global. Me permite localizar cualquier punto del planeta con un margen de un metro más o menos. Un poco de, er, magia muggle muy útil, si lo prefiere.
James habló por primera vez desde que entró en la habitación.
—¿Pero cómo dio con la escuela? ¿Cómo pudo saber ese aparato dónde encontrarla? Es intrazable. No está en ningún mapa.
Martin se giró para mirarle, con la frente fruncida, aparentemente inseguro de si debía dignarse a contestar a James. Finalmente, viendo que todos los ocupantes de la habitación esperaban su respuesta, Martin se puso en pie.
—Como ya he dicho, me enviaron las coordenadas. Fueron proporcionadas por alguien de dentro. En realidad, muy simple.
Martin metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó algo. James supo lo que era antes de verlo. De algún modo lo sabía incluso antes de hacer la pregunta. Su corazón se hundió hasta atravesar el mismo suelo.
Martin sostenía una Game Deck. Era de un color diferente a la de Ralph, pero exactamente de la misma marca. La dejó ceremoniosamente sobre el escritorio de la directora.
—Conexión inalámbrica para competiciones online, incluyendo capacidad para chat. Más o menos estándar. Bueno, ¿alguien aquí responde al nick «A. Austramaddux»?
—¡No pueden hacerme esto! —exclamaba Martin mientras Neville le conducía sin muchas ceremonias a la Sala de los Menesteres, que se había equipado a sí misma como celda de prisión de máxima seguridad, completada con una ventana con barrotes, un catre, un tazón de agua y una rebanada de pan en un plato—. ¡Esto es retención ilegal! ¡Es un ultraje!
—Piense en ello como investigación de campo —instruyó Neville cortésmente—. Tenemos mucho que discutir, y después de su ordalía en el bosque, creímos que le vendría bien un respiro. Tómeselo con calma, amigo.
James, que estaba en el pasillo detrás de Neville, no pudo evitar sonreír un poco. Martin le vio, frunció el ceño furioso, y empujó para pasar junto a Neville. Neville sacó su varita tan rápido que James a penas vio retorcerse su túnica.
—He dicho —repitió Neville con énfasis, sin señalar del todo a Martin con su varita—, tómeselo con calma. Amigo.
La sonrisa de James se marchitó. Nunca había visto a Neville Longbotton tan intenso. Por supuesto, conocía las historias sobre como Neville había cortado la cabeza de la serpiente de Voldemort, Nagini, pero eso había sido antes de que James naciera. Y por lo que él recordaba del hombre, Neville siempre había sido una figura amable, de hablar suave y un poco torpe. Ahora, la mano de la varita de Neville se mostraba tan inmóvil y decidida que podría haber sido tallada en mármol. Martin parpadeó hacia Neville, vio algo en la postura del hombre y en la expresión de su cara que no le gustó, y retrocedió. La parte de atrás de sus rodillas golpeó el catre y se sentó bruscamente. Neville se guardó la varita y retrocedió hasta el pasillo, cerrando la puerta de la Sala de los Menesteres tras él. Martin, viendo que la varita había desaparecido, se levantó inmediatamente de un salto y empezó a chillar de nuevo, pero su voz se cortó cuando la puerta se cerró de golpe.
—Sabe, tenemos mazmorras, señora directora —dijo Neville con su voz normal.
Viendo la puerta ya cerrada, la directora McGonagall giró sobre sus talones y caminó enérgicamente pasillo abajo mientras los demás la seguían.
—Tenemos algunos aparatos de tortura bastante antiguos también, profesor Longbotton, pero creo que esto será suficiente por el momento. Solo tenemos que retenerle hasta que recibamos noticias del Ministerio de Magia sobre el curso de acción que debemos o no debemos seguir ante este dilema que el señor Prescott nos ha planteado. Entre tanto, señor Potter, debo preguntarle: ¿sabe algo de ese dispositivo de juegos que aparentemente condujo a esta… persona hasta nosotros?
James tragó saliva mientras luchaba por mantener el paso a la directora. Abrió la boca para responder, pero no salió nada.
—Er, bueno…
Neville tocó el hombro de James mientras caminaban.
—Todos vimos como tu cara palideció como la luna cuando el señor Prescott sacó el Game Deck. Parecía que casi lo esperaras. ¿Hay algo que sepas y que pueda ayudarnos, James?
James decidió que no tenía sentido intentar proteger a Ralph. No era culpa suya, de todos modos.
—Mi amigo tenía uno. Es de primer año, como yo, pero un nacido muggle. No sabía que podía ser peligroso traerlo aquí. Ninguno de nosotros lo sabía en realidad. Incluso me sorprendió que funcionara en el castillo.
—¿Lo usaba para comunicarse con alguien de la comunidad muggle? —preguntó Neville rápidamente.
—¡No! ¡Por lo que yo sé, ni siquiera lo usó en absoluto! Tan pronto como llegó, sus compañeros de Casa lo vieron y eso le causó un montón de problemas. Son Slytherin, así que todos se metían con él por sus aparatos de falsa magia, sobre como era un insulto para los sangrepura y todo eso.
La directora dobló una esquina, dirigiéndose hacia su oficina.
—Asumo que estás hablando del señor Deedle. Sí. Estoy bastante segura de que él no está a la cabeza de esta conspiración en particular, aunque su aparato puede que sí. ¿Quizás emitía algún tipo de señal?
James se encogió de hombros.
—Sería mejor preguntárselo a Ralph, o incluso a mi otro amigo, Zane. Él sabe mucho sobre como funcionan estas cosas. Pero no creo que envíe información por sí mismo. Ralph dice que alguien cogió su Game Deck y lo utilizó. Otro Slytherin, creemos. Zane pudo comprobar que alguien había pasado algún tiempo manipulándolo, y habían utilizado el nombre Austramaddux. Sin embargo, no había jugado a ningún juego. Deben haberlo utilizado solo para enviar información. Probablemente las coordenadas que ese tipo dijo que había utilizado para localizar la escuela con su cosa esa del GPS.
—Estás bastante seguro de esto, ¿verdad, James? —dijo Neville, siguiendo a la directora de vuelta al interior de su oficina—. ¿Has considerado que el señor Deedle podría haber utilizado ese aparato en los terrenos de la escuela y sin querer podría haber compartido información que no debería? Es posible que toda esa historia del robo de la Game Deck sea una treta.
James negó firmemente con la cabeza.
—De ningún modo. Ralph no. Ni siquiera se le habría ocurrido, ni a ninguno de nosotros, que esa cosa pudiera utilizarse para traer gente aquí. Él solo sabía que hacía que sus compañeros Slytherin se enfadaran.
—Todos olvidamos una cuestión importante —dijo McGonagall, dejándose caer casadamente en su silla—. Incluso si el señor Deedle o el desconocido que cogió prestado el aparato intentaron compartir información sobre esta escuela con un muggle, el voto de secretismo tendría que haberlo impedido.
El profesor Franklyn, que se había quedado en la oficina de la directora para trastear con el Game Deck, volvió a colocar el aparato sobre el escritorio y lo miró fijamente, aparentemente incapaz de sacar nada de él.
—¿Cómo funciona ese voto exactamente, señora directora?
—Es bastante simple, profesor. Cada estudiante debe firmar el voto proclamando que no revelarán a sabiendas ninguna información que descubra la existencia de Hogwarts a ningún individuo o agencia muggle. Si lo hacen, las propiedades mágicas del voto se activarán, impidiendo cualquier comunicación. Esto podría significar la maldición Lengua Atada, o cualquier otra maldición que incapacite al individuo para compartir información. En este caso, podríamos asumir que el que utilizó el aparato podría haber experimentado un entumecimiento de los dedos, o parálisis de la mano, o cualquier cosa que impidiera que introdujera cualquier información peligrosa en ese aparato.
Franklyn estaba pensativo.
—Usamos algo similar en Alma Aleron. La redacción del voto debe ser muy específica, por supuesto. Sin lagunas. Aún así, aparentemente alguien ha podido utilizar el aparato para comunicar información muy específica sobre la escuela. Yo supongo que cada uno de estos dispositivos de juegos está equipado con un rastreador que responde al mecanismo de posicionamiento global del que el señor Prescott ha hablado. Quienquiera que utilizara el aparato del señor Deedle al parecer pudo enviar las coordenadas geográficas de un Game Deck a otro. El señor Prescott solo tuvo que meter la información en su GPS y seguirlo muy cuidadosamente. A pesar de la naturaleza obviamente muggle del señor Prescott, esto le convirtió en una especie de guardián secreto fortuito. Puede, si así lo desea, compartir el secreto de la localización de esta escuela con cuantos quiera. Que estos sean capaces de atravesar el perímetro de protección de la escuela es ya otra cuestión, sin embargo. No todo el mundo es tan persistente como él. Esto podría explicar por qué necesita de nuestra ayuda para traer hasta aquí a sus acompañantes.
—No podemos permitir que ocurra algo así, por supuesto —dijo Neville, mirando a la directora.
—No estoy totalmente segura de que podamos evitarlo —dijo ella pesadamente—. Nuestro señor Prescott es ciertamente un individuo sumamente tenaz. Sabe lo suficiente ya como para hacernos mucho daño. Incluso si descubriéramos su paradero a su equipo, los desmemorizáramos a todos y los enviáramos de vuelta, encontrarían las grabaciones que se han hecho de todo lo que el señor Prescott ha visto hasta ahora. Inevitablemente volvería, y quizás la próxima vez se le ocurriera traer cámaras en directo en vez de solo un teléfono. No veo más recurso que dejarle continuar con esta investigación, y espero convencerle de que no la emita.
Neville sacudió la cabeza.
—Confío más en que podamos convencer a las sirenas de que dejen de vivir en el lago que de convencer a este maldito tonto retorcido de que no emita su gran historia.
Franklyn se ajustó las diminutas gafas y miró al techo.
—Por supuesto, hay métodos más, er, cuestionables para tratar con esta clase de cosas, señora directora. Podríamos simplemente poner al señor Prescott bajo la maldición Imperius. De esa forma haríamos que despidiera a su equipo e incluso que les acompañara de vuelta a su oficina para ayudarle a destruir cualquier grabación de esta visita. Una vez consumado, podríamos sentirnos en libertad de desmemorizar al señor Prescott sin miedo a que repita su hazaña.
McGonagall suspiró.
—Este no es el tipo de decisión que estemos exactamente autorizados a tomar, y francamente, me alegro de ello. El Ministerio de Magia ha sido notificado de la situación y asumo que nos instruirán sobre el curso de acción apropiado dentro del plazo de una hora. Espero noticias de su padre directamente, señor Potter, y en cualquier momento.
Como conjurada, en ese mismo instante, una voz de mujer habló desde la chimenea.
—Saludos a todos. Esta es una comunicación oficial del Ministerio de Magia. ¿Se nos puede asegurar que esta es una asamblea segura?
McGonagall se pudo en pie y rodeó su escritorio, situándose de cara a la chimenea.
—Lo es. Los que están aquí son las únicas personas en la escuela completamente conscientes de lo que está ocurriendo, aunque en estos momentos toda la escuela debe saber que tenemos a un muggle entre nosotros. Su entrada no fue precisamente sutil.
La cara en los carbones encendidos de la chimenea de la directora miró alrededor a Neville, James y al profesor Franklyn.
—Soy la subsecretaria de la señorita Brenda Sacarhina, co-directora del Consejo de Relaciones Internacionales. Por favor, permanezcan a la espera.
La cara se desvaneció.
James vio que la cara de McGonagall se tensaba solo un poco más cuando la subsecretaria había mencionado a la señorita Sacarhina. Pasaron solo unos segundos antes de la cara de la mujer apareciera en el fuego.
—Señora McGonagall, profesores Franklyn y Longbotton, saludos. Y el joven señor Potter, por supuesto. —Una sonrisa aduladora apareció en los labios de Sacarhina cuando habló a James. La sonrisa desapareció casi tan de repente como había aparecido, como si pudiera apagarla y encenderla como si fuera una luz—. Hemos conferenciado sobre la situación que se ha abatido sobre ustedes y hemos alcanzado una conclusión. Como pueden suponer, estamos preparados para contingencias de este tipo. Por favor, digan al señor Prescott que puede contactar con sus asociados. No tenemos más opción que dejarle proceder con su investigación, sin embargo a nadie más que al señor Prescott le estará permitido entrar en los terrenos de Hogwarts hasta que llegue la delegación del Ministerio para supervisarlos. Llegaremos como mucho mañana por la tarde, y en ese momento nos haremos cargo de todas las negociaciones con el señor Prescott y su equipo.
—¿Señorita Sacarhina —dijo McGonagall—, está usted sugiriendo que el Ministerio bien podría permitir que este hombre lleve a cabo una investigación y la emita para el mundo muggle?
—Lo lamento, señora McGonagall —dijo Sacarhina dulcemente—, no pretendía insinuar eso, ni ninguna otra cosa. Puede descansar tranquila confiando en que estamos preparados para tratar con esta situación, sea cual sea el método que escojamos. Odiaría agobiarla con más detalles de los que ya se ve forzada a soportar.
La cara de la directora se sonrojó.
—Agóbieme, señorita Sacarhina, pues puedo prometerle que el futuro de esta escuela y sus estudiantes son difícilmente el tipo de detalles que yo podría descartar sin más.
Sacarhina rió ligeramente.
—Mi querida Minerva, sospecho que el futuro de Hogwarts, los estudiantes y usted misma, está tan seguro como siempre. Como ya he mencionado, tenemos contingencias para tales eventos. El Ministerio está preparado.
—Perdóneme, señorita Sacarhina —intervino Franklyn, dando medio paso adelante—, ¿pero pretende hacernos creer que el Ministerio de Magia ha preparado contingencias para un reportero de investigación muggle que penetre en la escuela Hogwarts a pie con un equipo de cámaras listo y con la intención de difundir los secretos del mundo mágico a todo el mundo muggle?
La sonrisa indulgente de Sacarhina se tensó.
—Puede creer, señor Franklyn, que el Ministerio ha preparado técnicas de respuesta de emergencia para tratar con una amplia variedad de confrontaciones. Los detalles son lo de menos.
—Siento disentir, señorita. Los detalles en esta instancia han revelado una gran brecha en la seguridad que podría, en este punto, ser utilizada virtualmente por cualquiera. Esta escuela ya no puede considerarse segura hasta que la brecha sea reparada.
—Cada cosa a su tiempo, profesor. Apreciamos su preocupación, pero le aseguro que estamos bien equipados para tratar con la cuestión en toda su extensión. Sin embargo, si siente que usted y su personal no están a salvo, posiblemente podamos arreglar su partida anticipada. Eso nos causaría un gran disgusto y sería un inconveniente para la escuela…
—Mi preocupación, señorita Sacarhina —dijo Franklyn serenamente, quitándose las gafas—, es por la seguridad de todo el mundo dentro de estas paredes, y por la seguridad de los mundos mágico y muggle en general.
—Otra vez exagerando —sonrió Sacarhina—. Por favor, todos, tranquilícense. Yo, junto con el señor Recreant, llegaré mañana por la tarde. Nos reuniremos con este señor Prescott y me siento confiada… positiva incluso… en que alcanzaremos un acuerdo amigable mutuamente conveniente. No tienen que molestarse más con esto.
—¿Y qué hay de mi padre? —preguntó James.
Sacarhina parpadeó, aparentemente confundida.
—¿Tu padre, James? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, ¿no cree que él debería venir junto con usted y el señor Recreant?
Sacarhina volvió a mostrar su sonrisa aduladora.
—¿Por qué? Tú padre es el Jefe del Departamento de Aurores, James. No hay magia oscura implicada en esta desafortunada serie de circunstancias, por lo que sabemos. No hay razón para molestarle con esto.
—Pero él ha tratado con este hombre antes —dijo Neville—. James y él le vieron en el campo de Quidditch el año pasado y Harry condujo una búsqueda para intentar capturarle.
—E hizo un buen trabajo —dijo Sacarhina, su sonrisa desapareció de golpe—. Como era su obligación en ese momento. Esto, sin embargo, deben comprender, es una cuestión diplomática. Las habilidades de Harry Potter pueden ser muy variadas, pero la diplomacia no está entre ellas. Además, el señor Potter está actualmente en una misión y no se le puede molestar. Sin embargo, tenemos especialistas en este tipo exacto de negociación. Junto conmigo misma y el señor Recreant, arreglaremos que otro embajador se una a nosotros. Es un experto en relaciones mago-muggle. Esperamos que él lidere nuestras negociaciones con el señor Prescott y su equipo, y todos confiamos plenamente en que servirá a todas las partes por igual.
McGonagall ondeó la mano despectivamente.
—¿Qué debemos hacer con el señor Prescott hasta su llegada, señorita Sacarhina?
—Que esté cómodo. Permítanle hacer su llamada telefónica. Aparte de eso, que haga lo que quiera.
—Seguramente no querrá decir que le permitamos libre acceso a la escuela —dijo la directora, como si fuera una declaración fuera de toda cuestión.
Sacarhina pareció encogerse de hombros en el fuego.
—Cualquier daño que pueda hacer observando es seguramente menor del que podría hacer si presenta cargos legales muggle contra nosotros. Debemos, por el momento, tratarle como a un invitado. Además, parecer ser que ya ha visto mucho.
La cara de McGonagall era ilegible.
—Muy bien entonces. Buenas tardes, señorita Sacarhina. Esperamos con ilusión su llegada mañana por la tarde.
Sacarhina sonrió de nuevo.
—Indudablemente. Hasta entonces.
La cara se desvaneció del fuego. La directora extendió la mano en busca de su atizador y removió meticulosamente las ascuas durante varios segundos, esparciéndolas hasta que no quedó ni rastro de la cara. Volvió a colocar el atizador, dio la espalda al fuego y dijo:
—Insufrible estupidez burocrática.
—Me encantará alojar al señor Prescott en las habitaciones de Alma Aleron —dijo Franklyn, volviendo a ponerse las gafas—. Preferiría mantenerle vigilado, de cualquier modo. Sospecho que podemos mantenerlo lo bastante ocupado como para evitar que cause más problemas.
—No me gusta todo esto —dijo Neville, todavía mirando al fuego—. Harry debería estar aquí. Prescott no es un mago oscuro, por supuesto, pero hay algo extremadamente escurridizo en el modo en que llegó hasta aquí. Alguien le condujo hasta aquí, y esa persona de algún modo sorteó el voto de secretismo. No me importa lo que diga la señorita Sacarhina, me sentiría mucho mejor con un auror decente ocupándose de ello.
La directora abrió la puerta.
—Esa cuestión no está en nuestras manos. Profesor Franklyn, su idea es buena de cualquier modo. Escoltaremos al señor Prescott hasta las habitaciones de Alma Aleron. Y a pesar de lo que la señorita Sacarhina pueda creer, sería preferible para nosotros encargarnos de que el señor Prescott esté muy ocupado durante las próximas veinticuatro horas. Cuanto menos tiempo tenga para explorar la escuela, mejor. Señor Potter, por favor, siéntase libre de regresar a sus clases, y aunque sospecho que no puedo impedirle que no hable de esto con el señor Walker y el señor Deedle, me haría inmensamente feliz que se las arreglara para no hablar de ello con nadie más. Especialmente con Ted Lupin o Noah Metzker.
Cuando James seguía a los adultos fuera de la oficina, una voz queda le habló desde la pared.
—Mañana va a ser un día muy ocupado, Potter.
James se detuvo y miró fijamente al retrato de Severus Snape, sin estar totalmente seguro de lo que quería decir.
—Supongo. Al menos para la directora y todos los demás.
Los ojos negros de Snape le taladraron.
—Respóndeme sinceramente, Potter: ¿todavía estás operando bajo la falsa ilusión de que Tabitha Corsica está en posesión del báculo de Merlín?
—Oh —dijo James—, mire, usted diga lo que quiera, pero tiene sentido. Vamos a quitárselo también, de un modo u otro.
Snape habló rápidamente.
—No seas tonto, Potter. Concéntrate en la reliquia que tienes. Dásela a la directora. Seguramente ves lo peligroso que es conservar la túnica, especialmente ahora.
James parpadeó.
—¿Por qué? ¿Qué pasa ahora? ¿Tiene algo que ver con este tipo, Prescott?
Snape miró desilusionado a James.
—No lo ves, entonces —suspiró—. Hay una muy buena razón por la que tu padre, tonto como es, no viene acompañando a la delegación de mañana. Hay miembros del Elemento Progresivo incluso dentro del Ministerio, aunque no se llaman a sí mismos por ese nombre. Sacarhina es uno de ellos. Recreant puede que también, aunque no está realmente al cargo. O Sacarhina está aprovechándose de una muy sospechosa coincidencia, o todo esto lo ha planeado ella desde el principio.
—¿Qué? ¿Cuál es su plan? —preguntó James, bajando la voz y acercándose al retrato.
—Los detalles son lo de menos. Lo que importa es que a menos que asegures la túnica de Merlín para mañana por la noche, muy probablemente todo se perderá.
—Pero está segura —replicó James—. Ya la tenemos. Lo sabe. Ahora tenemos que conseguir el báculo de Merlín.
—¡Olvida el báculo! —siseó Snape furioso—. ¡Estás dejando que te manipulen! Si alguna vez hubiera tenido la más ligera esperanza de que fueras en ello mejor de lo que fue tu padre, te habría enseñado oclumancia ya. Cuando te digo que asegures la túnica de Merlín, quiero decir que debes entregarla a aquellos que saben como cegarla, no solo ocultarla. El enemigo tiene las otras dos reliquias. La túnica desea reunirse con ellas. No podrás evitarlo, Potter. ¡No seas un estúpido arrogante como fue tu padre!
James frunció el ceño.
—Mi padre nunca fue el tonto arrogante que usted cree que fue, y yo tampoco. No tengo por qué escucharle. Además, mañana no es el alineamiento de los planetas. Es la noche siguiente. El propio Zane me lo dijo.
Snape sonrió maliciosamente.
—Que ingenuos. ¿Y de dónde, si se me permite preguntar, sacó el señor Walker su información?
—De su Club de las Constelaciones —replicó James enfadado—. Madame Delacroix ha estado utilizando a todo el club para que la ayuden a señalar el momento exacto del alineamiento.
—¿Y nunca se les ha ocurrido pensar que ella podría haber alterado deliberadamente la información solo lo suficiente como para desencaminar a aquellos tan ignorantes como para notarlo? Ella ya sabía el día del alineamiento desde el año pasado. Solo necesitaba ayuda para averiguar la hora. Incluso usted ha comprendido que está involucrada en el complot Merlín. ¿Cree que desea a docenas de estudiantes embobados mirando a las estrellas y zumbando por los terrenos la misma noche en que planea escabullirse para facilitar el retorno del mago más peligroso de todos los tiempos?
James se sintió intimidado. Por supuesto que no lo querría. Simplemente no había pensado en ello. Su boca se abrió para hablar, pero no se le ocurrió nada que decir. Snape siguió.
—Os ha desencaminado a todos en cuanto al día exacto. La Senda de la Encrucijada de los Mayores no ocurrirá la noche del jueves, sino la del miércoles. Mañana, Potter. Has sido embaucado, y todavía lo estás siendo más aún. No hay tiempo para más delirios de grandeza. Debes entregar la túnica. Si no lo haces, fracasarás, y nuestros enemigos tendrán éxito en su plan.
—¿James? —Era Neville. Asomó la cabeza por la puerta de la directora—. Te perdimos, al parecer. ¿Olvidaste algo?
La mente de James corría a toda velocidad. Miró con la mente en blanco a Neville durante unos segundos, y finalmente se recompuso.
—Er, no. No, lo siento, solo estaba… pensando en voz alta.
Neville miró al retrato de Snape. Snape suspiró y cruzó los brazos.
—Vamos, Longbotton, y llévate al chico contigo. No me sirve de nada.
Neville asintió.
—Vamos, James. Todavía tienes tiempo de asistir a tus clases de la tarde si te das prisa. Iré contigo y explicaré tu tardanza.
James siguió a Neville fuera de la habitación, pensando solo en lo que Snape le había dicho. Solo tenían un día; un día para quitarle a Tabitha el báculo de Merlín. Un día antes de la Encrucijada de los Mayores, y resulta que era el mismo día que venía Sacarhina para tratar con Prescott. Mientras cabalgaba por las escaleras móviles y salía al pasillo, a James se le ocurrió que Snape tenía razón en una cosa: mañana iba a ser un día muy ocupado.