El siguiente lunes, James, Zane y Ralph se quedaron de pie ante la puerta del aula de Transformación Avanzada, de la directora McGonagall, hasta que el último de sus estudiantes se hubo ido y ella se quedó recogiendo sus cosas.
—Entrad, entrad —llamó a los tres chicos sin levantar la mirada—. Dejad de acechar en la puerta como buitres. ¿En qué os puedo ayudar?
—Señora directora —empezó James tentativamente—, queríamos hablarle sobre el debate.
—¿De veras?, ¿ahora? —preguntó, levantando la mirada hacia James durante un momento, y después echándose al hombro su bolso—. Vaya por Dios, no me imagino por qué. Cuanto antes podamos olvidar todos ese fiasco, mejor.
Los chicos se dieron prisa para seguir a la directora mientras ésta avanzaba a zancadas hacia la puerta.
—Pero nadie lo está olvidando, señora —dijo James rápidamente—. Todos han estado hablando de ello el fin de semana. La gente está realmente agitada por esto. Casi hubo una pelea en el patio ayer, cuando Mustrum Jewel oyó a Reavis McMillan llamar a Tabitha Corsica cochina mentirosa. Si el profesor Longbottom no hubiese estado cerca, Mustrum probablemente hubiese matado a Reavis.
—Esto es un colegio, señor Potter, y un colegio es, en su forma más simple, un lugar donde se reúne gente joven. La gente joven es, de vez en cuando, propensa a tener disputas. Por eso, entre otras razones, Hogwarts emplea al señor Filch.
—No fue una disputa, señora —dijo Ralph, siguiendo a la directora fuera, al pasillo—. Estaban realmente enfadados. Como locos, si entiende lo que quiero decir. La gente está perdiendo el control con todo este asunto.
—Entonces como ha dicho el señor Potter, fue una suerte que el profesor Longbottom estuviese cerca. No consigo ver, precisamente, por qué esto es problema vuestro.
Zane trotó para mantener el ritmo de la zancada de la directora.
—Bueno, la cuestión es, señora, que sólo nos estábamos preguntando por qué deja usted que continúe todo esto. Quiero decir, usted estaba allí cuando la Batalla tuvo lugar. Usted sabe como era ese tal Voldemort. Puede contar a todos como fue y poner a Tabitha en su sitio, en cuanto le plazca.
McGonagall se detuvo de repente, haciendo que los chicos tropezaran para detenerse cerca de ella.
—¿Y qué, si puedo preguntar, os gustaría que hiciera? —dijo, dejando caer su voz y mirando a cada uno atentamente—. La verdad sobre el Señor Tenebroso y sus seguidores ha sido de conocimiento común durante treinta años, desde que asesinó a sus abuelos, señor Potter. ¿Suponen que el que yo la repita una vez más, disipará toda esa basura revisionista que ha estado esparciéndose, no sólo por este colegio, si no a lo largo de todo el mundo mágico? ¿Hmm? —Sus ojos eran duros como diamantes mientras les miraba fijamente. James comprendió que la directora estaba, si acaso, incluso más agitada por el debate que ellos—. Y supongamos que llamo a la señorita Corsica a mi despacho y le prohíbo difundir esas mentiras y distorsiones de la verdad. ¿Esperan que este «Elemento Progresivo» suyo renuncie sin más? ¿Cuánto suponen que tardaríamos en leer un artículo en El Profeta sobre como la administración de Hogwarts está trabajando con el Departamento de Aurores para reprimir el «libre intercambio de ideas en los terrenos del colegio»?
James estaba atónito. Había asumido que la directora estaba siendo indulgente con Tabitha Corsica por alguna razón, permitiendo, durante un tiempo, que continuase su farsa. Simplemente no se le había ocurrido que McGonagall podía no ser, de hecho, capaz de reprimir el asunto sin empeorar la situación.
—¿Entonces qué hacemos, señora? —preguntó James.
—A pesar de lo que pueda usted creer, señor Potter, el futuro del mundo mágico no descansa sobre sus hombros y los de sus dos amigos. —Vio la mueca molesta de su cara, y les dedicó una de sus raras sonrisas. Se giró un poco para hablar más conspiradoramente, dirigiéndose a los tres chicos—. El recuerdo revivido del Señor Tenebroso no supone una gran preocupación para aquellos de nosotros que una vez nos enfrentamos al ser vivo. Esto es un capricho en la mente de un populacho inconstante, y por irritante como pueda ser, pasará. Mientras tanto, lo que pueden ustedes hacer es asistir a sus clases, hacer sus deberes y seguir siendo los chicos perspicaces y de buen ánimo que obviamente son. Y si oís a alguien decir que Tom Riddle fue mejor hombre que Harry Potter, tenéis mi permiso… mis órdenes, incluso… para transformar su zumo de calabaza en agua pestilente —miró a los tres chicos seriamente, uno por uno—. Decid simplemente que os he encargado practicar ese hechizo en particular. ¿Entendido?
Zane y Ralph se sonrieron mutuamente. James suspiró. McGonagall asintió secamente con la cabeza, se enderezó, y continuó enérgicamente su camino. Después de cinco pasos se giró.
—Ah, ¿y chicos?
—¿Sí, señora? —dijo Zane.
—Dos golpecitos bruscos y las palabras «pestimonias». El énfasis en la primera y tercera sílabas.
—¡Sí, señora! —respondió Zane otra vez, sonriendo.
El año escolar transcurrió a través del otoño, aproximándose a las vacaciones de invierno. El campo de fútbol se convirtió en una alfombra de hojas, que crujían y se alzaban bajo los pies de los equipos de Estudios Muggle de la profesora Curry. El torneo extraoficial de fútbol terminó con la victoria del equipo de James. El propio James marcó el gol ganador, su tercero del día, contra el portero Horace Birch, el Gremlin Ravenclaw. Su equipo se reunió a su alrededor, saltando y aullando como si acabaran de ganar la Copa de las Casas. De hecho, la Casa del equipo ganador fue recompensada con cien puntos por la profesora Curry, ese había sido el mejor premio que había podido ofrecer. El equipo rodeó a James, subiéndolo a hombros y llevándolo al patio como si acabara de regresar de matar a un dragón. Él sonreía enormemente, con las mejillas arreboladas por el viento fresco de otoño, y el ánimo más alto de lo que lo había tenido en todo el año.
La rutina de las clases y los deberes, que había sido desalentadora durante las primeras semanas, se volvió aburrida y predecible. El profesor Jackson asignaba interminables y aterradoras redacciones y llevaba a cabo exámenes sorpresa cada dos semanas durante sus clases. Zane contaba a James y Ralph divertidas anécdotas de confrontaciones entre la profesora Trelawney y Madame Delacroix durante sus noches del martes en el Club de Constelaciones, el cual, como la clase de Adivinación, las dos profesoras se las arreglaban para compartir. En el campo de Quidditch, James continuaba progresando en sus habilidades con la escoba, con la ayuda de Ted y Zane, hasta que comenzó a sentirse cautelosamente seguro de que podría, en efecto, entrar en el equipo de Gryffindor el próximo año. Empezó a imaginar lo magnífico que sería presentarse a las pruebas la próxima primavera y borrar de sopetón el recuerdo de la intentona de su primer año. Zane, por su parte, continuaba volando extraordinariamente bien para los Ravenclaws. Basándose en sus bastante únicos antecedentes muggle, inventó un movimiento al que llamó «zumbar la torre», en el que golpeaba una bludger alrededor de la tribuna de prensa, dejándola coger velocidad mientras la rodeaba por detrás, para luego encontrarla en el otro lado, y golpearla otra vez para añadirle incluso más velocidad y un poco de dirección. Utilizando ese truco, había conseguido derribar a dos jugadores completamente fuera de sus escobas, lo que dio lugar a unas cuantas visitas de disculpa a la enfermería.
La vida para Ralph en la casa de Slytherin había sido accidentada durante un tiempo. Tabitha nunca le había hablado en realidad sobre su deserción en el escenario del debate, o de su abandono de las reuniones del Elemento Progresivo. James y Zane se figuraron que había dejado de ser de alguna utilidad para ella cuando había vuelto a ser amigo de James. Con el tiempo, los Slytherins más mayores simplemente se olvidaron de Ralph, exceptuando algunas miradas frías y comentarios despectivos en la sala común de Slytherin. Entonces, sorprendentemente, Ralph empezó a hacer amistad con algunos otros Slytherins de primer y segundo año. A diferencia de los que llevaban la insignia azul, ninguno de ellos parecía muy interesado en el más amplio mundo de políticas y causas. A decir verdad, había una especie de astucia sospechosa incluso en los Slytherins de primer año, pero un par de ellos se parecían genuinamente a Ralph, e incluso James tuvo que admitir que eran divertidos, de un cierto modo escurridizo.
Defensa Contra las Artes Oscuras se había convertido en la clase favorita de James, Zane y Ralph. El profesor Franklyn enseñaba una clase muy práctica, con muchas historias emocionantes y ejemplos de la vida real extraídos de sus propias largas y desaforadamente variadas aventuras. James resultó ser un duelista muy bueno, cosa que no sorprendió a nadie. Admitía, con una avergonzada sonrisa, que había aprendido bastante técnica defensiva de su padre. Aunque nadie, incluyendo a James, estaba dispuesto a enfrentarse a Ralph en un duelo. La habilidad de Ralph con la varita parecía bastante errática cuando se trataba de lanzar hechizos defensivos. La primera vez que participó en un duelo, Ralph había intentado un simple hechizo expeliarmus contra Victoire. Golpeó con su varita, un poco salvajemente, y un relámpago azul brotó de su extremo, chamuscando el pelo de Victoire y dejándole una andrajosa raya calva que le corría directamente por la parte superior de la cabeza. Victoire se había pasado entonces la mano por la cabeza, y los ojos casi se le habían salido de las cuencas. Soltó un chillido de rabia y tuvo que ser sujetada por otros tres estudiantes para evitar que saltara sobre Ralph, el cual era tres veces más grande que ella. Ralph había retrocedido, disculpándose profusamente, con la varita todavía humeando.
Sólo una vez, una tarde en la sala común de Ravenclaw, tuvo alguien la audacia de mencionar algo a James, Zane y Ralph sobre el debate. Justo estaban terminando los deberes cuando un chico alto de cuarto año llamado Gregory Templeton se sentó en la mesa frente a ellos.
—Hola, vosotros dos estabais en el debate, ¿no? —dijo, señalando a Zane y Ralph.
—Sí, Gregory —dijo Zane, metiendo sus libros en la mochila, su voz traicionaba la antipatía general que sentía hacía el chico mayor.
—Tú eras el que estaba en la mesa con Corsica, ¿verdad? —dijo Gregory, girándose hacia Ralph.
—Eh. Sí —dijo Ralph— pero…
—Dile de mi parte que dio justo en el blanco, ¿eh? He estado leyendo un libro que habla de todo ese asunto. Se llama «El Complot Dumbledore», y va de como el viejo y ese Harry Potter lo tramaron todo, de principio a fin. ¿Sabías que se inventaron toda la historia de Riddle y los horrocruxes la noche que el viejo murió? Algunos incluso dicen que fue el propio Harry Potter el que lo mató, una vez fijaron todos los detalles.
James luchaba por controlar su genio. Miró abiertamente a Gregory.
—¿No sabes quién soy, verdad?
Zane miraba con dureza a la botella en la mano de Gregory.
—Eh —preguntó con forzada despreocupación, sacando a escondidas la varita—. ¿Qué estás bebiendo?
Noventa segundos más tarde, James, Zane y Ralph se escabullían mientras Gregory escupía agua pestilente por toda la mesa de la sala común.
—¡Practicando! —gritó Zane, agachándose bajo los brazos estirados de Gregory—. ¡Lo juro! ¡Se supone que tenía que practicar esa transfiguración! ¡Tu bebida se puso justo en medio! ¡Pregunta a McGonagall!
Los tres chicos consiguieron escapar de la habitación con éxito, riendo a rabiar ante el caos consiguiente.
Para cuando llegaron las vacaciones de Navidad, James estaba listo para un descanso. Después de la comida de su último día de clase, fue a su habitación para empaquetar sus cosas. El cielo fuera de la ventana de la torre se había ido poniendo frío y gris, haciéndole añorar la genial chimenea del número doce de Grimmauld y uno de los muy complicados chocolates calientes de Kreacher, el cual consistía, en el último recuento, en catorce ingredientes innombrables, que incluían, se había asegurado, por lo menos una pizca de chocolate auténtico.
—Hola James —llamó la voz de Ralph desde las escaleras—. ¿Estás ahí arriba?
—Sí. Sube, Ralph.
—Gracias —jadeó Ralph, subiendo los escalones—. Subí con Petra después del almuerzo. Dijo que estarías aquí haciendo las maletas. Con muchas ganas de irte, supongo.
—¡Sí! Todo el mundo irá al viejo cuartel general para las vacaciones de este año. Los tíos George y Ron, las tías Hermione y Fleur, Ted y su abuela, Victoire, incluso Luna Lovegood, a la que no conoces, pero te caería bien. Es la adulta más rara que he conocido jamás, pero en el buen sentido. Casi siempre. Aunque la abuela y el abuelo no estarán allí. Están visitando a Charlie y a todos los demás en Praga este año. De todas formas, creo que incluso Neville irá. El profesor Longbottom, quiero decir.
Ralph asintió con tristeza, mirando fijamente al interior del baúl de James.
—Suena genial. Sí, bueno, espero que tengas unas felices navidades y todo eso entonces.
James dejó de recoger, recordando que el padre de Ralph estaría en viaje de negocios durante las vacaciones.
—Oh, sí. ¿Y tú que harás, Ralph? ¿Pasarás la Navidad con tus abuelos o algo?
—¿Mmm? —dijo Ralph, levantando la mirada—. Oh. Nah. Me parece que me quedaré rondando por aquí estas vacaciones. Zane no se va hasta la semana que viene, así que por lo menos le tendré a él el fin de semana. Después de eso… bueno, encontraré algo que hacer por mi cuenta —suspiró enormemente.
—Ralph —dijo James, lanzando un par de calcetines desparejados a su baúl—. ¿Quieres venir a pasar la Navidad con mi familia y conmigo?
Ralph intentó mostrarse sorprendido.
—¿Qué? No, no, nunca querría molestar a tu gran familia, que con todo el, ya sabes… no puedo. No…
James frunció el ceño.
—Ralph, ladrillo, si no vienes a casa conmigo por vacaciones, yo personalmente llevaré a cabo una transformación al azar sobre ti con tu propia varita. ¿Qué te parece, entonces?
—Bueno, ¡no tienes que ponerte agresivo! —exclamó Ralph, luego su cara cambió a una sonrisa—. ¿No les importará a tus padres?
—No. A decir la verdad, con toda esa gente entrando y saliendo, ni siquiera estoy seguro de que se den cuenta.
Ralph puso los ojos en blanco.
—Quería decir por haber estado… ya sabes, en el lado equivocado del debate y todo eso.
—Lo oyeron por la radio, Ralph.
—¡Lo sé!
—Y tú no dijiste ni una palabra.
Ralph abrió la boca, luego la cerró. Pensó por un momento. Finalmente sonrió y se dejó caer sobre la cama de Ted.
—Ya veo. Entonces, ¿dices que Victoire estará allí?
—No te hagas ilusiones. Ya sabes que es parte Veela. Vuelve loco a cualquier chico que se acerque a menos de tres metros de ella.
—Sólo quiero intentar reconciliarme con ella de algún modo. Ya sabes, por lo del incidente en D.C.A.O.
James cerró de un golpe el baúl.
—Ralph, compañero, cuanto menos digas al respecto, mejor.
La siguiente mañana, el desayuno en el Gran Comedor estuvo poco concurrido. A primera hora había caído una pesada escarcha, que había dibujado hojas de helecho plateadas en las esquinas de las ventanas y había envuelto la vista de más allá en un blanco fantasmal. James y Ralph llegaron al mismo tiempo y encontraron a Zane en la mesa Ravenclaw.
—Eres un maldito afortunado, Ralph —refunfuñó Zane, encorvándose sobre su taza de café—. Yo me muero por ver como es una navidad mágica.
—A decir verdad —dijo James, sirviéndose un zumo de calabaza—, dudo que iguale a tu imaginación.
—Quizás estés en lo cierto. Incluso en los mejores momentos, tengo que admitir, que uno se siente un poco como en Halloween por aquí.
—Eh, Ralph —dijo James, codeando al chico más grande— ¡espera a ver nuestra costumbres tradicionales de Navidad! ¡Tendremos cañas de caramelo rellenos de murciélagos para comer y beberemos chocolate caliente en cráneos de elfos!
Ralph parpadeó. Zane pareció agriarse y puso los ojos en blanco.
—Sí, sí, que risa. No tiene gracia.
—Venga —dijo Ralph, finalmente pillando la broma—, tú pasarás una fantástica navidad con tu familia. Por lo menos podrás ver a tu madre y a tu padre.
—Sí, claro. Un vuelo de ocho horas de vuelta a los Estados Unidos con mi hermana Greer fastidiándome todo el camino sobre la vida en ese loco colegio mágico. Le decepcionará saber que, hasta ahora, la única forma en que puedo afectar a las cosas con mi varita sea golpearlas con ella.
—De todos modos no se nos permite hacer magia fuera de Hogwarts —dijo Ralph instructivamente.
Zane le ignoró.
—Y después, Navidad con los abuelos y todos mis primos en Ohio. No tenéis ni idea de qué tipo de locura es eso siempre.
James no pudo evitar preguntar.
—¿Qué quieres decir?
—Imaginad el tradicional cuadro americano, escena navideña tipo Norman Rockwell, ¿vale? —dijo Zane, levantando las manos como si enmarcara una foto—. Abrir regalos, trinchar el pavo y villancicos junto al árbol de Navidad. ¿Lo pilláis? —Ralph y James asintieron con la cabeza, intentando no reírse ante la expresión grave de Zane.
—Bien —continuó Zane—. Ahora imaginad hinkypunks en vez de personas. Os haréis una idea.
James estalló en carcajadas. Ralph, como de costumbre, solo parpadeó y miró de uno a otro.
—¡Eso es fantástico! —gritó James.
Zane sonrió con reticencia.
—Sí, bueno, es bastante divertido, supongo. Los chillidos y zarpazos, todos esos trocitos de papel de regalo volando por todo el lugar, aterrizando en la chimenea y casi quemando la casa hasta los cimientos.
—¿Qué es un hinkypunk? —preguntó Ralph, intentado seguirlos.
—Pregunta a Hagrid en la próxima clase de Cuidado de las Criaturas Mágicas —dijo James, todavía riéndose por lo bajo— todo cobrará sentido.
Más tarde esa mañana, Ralph y James se despidieron de Zane, y luego arrastraron sus baúles hasta el patio. Ted y Victoire estaban ya allí, sentados sobre sus equipajes en el escalón superior, enmarcados contra los terrenos extrañamente silenciosos y cargados de escarcha. Madame Curio había hecho crecer el pelo de Victoire tan bien como había podido en la enfermería, pero el nuevo pelo era lo bastante diferente en textura y color como para que se pudiera apreciar. Como resultado, Victoire había empezado a ponerse una variedad bastante sorprendente de sombreros. Los sombreros, si acaso, realzaban su apariencia, pero ella se quejaba de ellos a la menor oportunidad. Ese día se había puesto una pequeña boina de armiño, atrevidamente ladeada sobre su ceja izquierda. Miró fríamente a Ralph cuando éste dejó caer su baúl sobre el escalón. Pocos minutos más tarde, Hagrid llegó a la cabeza de un carruaje. Ralph se quedó boquiabierto cuando vio que nada, aparentemente, tiraba de él.
—Se supone que no tendríais que ver esto hasta el año que viene, no importa —dijo Hagrid a James, Ralph y Victoire. Tiró de la palanca del freno, bajó y empezó a lanzar con facilidad sus baúles a la parte trasera del carruaje—. Pero os aseguraréis de parecer sorprendidos cuando los veáis la próxima primavera, ¿verdad?
—Oh, Hagrid —dijo Victoire altaneramente—. De todos modos, si esas horribles cosas son tan feas como mama me contó, me alegro de no poder verlas —tendió una mano y Ted se la cogió, ayudándola bastante innecesariamente a entrar en el carruaje.
Algunos otros estudiantes se apiñaban dentro del carruaje, todos partiendo para las vacaciones de forma similar. Hagrid les condujo a la estación de Hogsmeade, donde subieron al Expreso de Hogwarts otra vez. El tren estaba mucho más vacío de lo que había estado en su viaje de llegada. Los cuatro encontraron un compartimiento cerca del final, y se acomodaron para el largo viaje.
—¿Así que Hogsmeade es un pueblo de magos? —preguntó Ralph a Ted.
—Claro. Las Tres Escobas y la Tienda de Golosinas Honeyduke. Las mejores chucherías del mundo. Y muchas otras tiendas, también. Podréis ir a Hogsmeade los fines de semana cuando empecéis el tercer año.
Ralph parecía pensativo, lo que significaba que su frente se fruncía mientras su labio inferior sobresalía, apretando toda su cara contra la nariz.
—¿Y cómo hacen los magos para mantener a los muggles fuera del pueblo mágico? Quiero decir, ¿no llega allí alguna carretera o algo?
—Complicada pregunta, compañero —dijo Ted, sentándose y relajando los hombros en su asiento y quitándose los zapatos de una patada.
Victoire arrugó la nariz.
—Mantenga esas sucias zapatillas lejos de mí, señor Lupin.
Ted la ignoró, estirando las piernas de un lado a otro del compartimento y apoyando los pies en el asiento opuesto.
—Este semestre estoy en la clase Aplicada de Tecnomancia Avanzada del viejo Cara de Piedra, y todo lo que puedo decirte es que lugares como Hogsmeade no están solo ocultos porque los muggles no puedan encontrar una carretera. Es todo cuestión de quantum. Si Petra estuviera aquí, podría explicarlo mejor.
James sentía curiosidad.
—¿Qué es el quantum?
Ted se encogió de hombros.
—Es una broma en A.T.A. Cuando tengas dudas, sólo di «quantum». —Suspiró resignadamente, reuniendo sus pensamientos—. Bien, imaginad que hay lugares en la tierra que son como un agujero en el espacio remendado con goma, ¿lo veis? No puedes decir que alguna parte sea diferente de la parte superior, pero quizás está un poco mullida o algo. Entonces, digamos, que aparece un mago que realmente conoce su quantum. Dice, «oh, aquí hay un sitio donde podemos levantar un estruendoso pueblo de magos». Así que lo que hace es conjurar una especie de gran peso mágico, pero es realmente, realmente diminuto, ¿vale? Y el peso se deja caer en un trozo de la realidad de goma y se baja y baja y baja. Bien. Así el peso agujerea esa realidad de goma hasta pasar a otra dimensión, haciendo un embudo en la forma del espacio-tiempo.
—Espera —dijo Ralph, frunciendo el ceño con concentración—. ¿Qué es el espacio-tiempo?
—Olvídalo —dijo Ted, agitando la mano con desdén—. No importa. Es todo quantum. Nadie lo pilla excepto las crujientes viejas cabezas apergaminadas como la del profesor Jackson. Sea como sea, está ese embudo en el espacio-tiempo donde el peso empuja hacia abajo la realidad de la goma. Los muggles, fijaos, sólo pueden operar en la superficie de la realidad. Ellos no ven donde el embudo se mete hacia abajo en el nuevo espacio dimensional. Para ellos, simplemente nunca ha estado ahí. Nosotros, la gente mágica, sin embargo, podemos seguir el embudo por debajo del espacio principal, si sabemos qué buscar y compartimos el secreto. Así construimos lugares como Hogsmeade.
—Así que Hogsmeade está bajo algún tipo de valle con forma de embudo —dijo Ralph experimentalmente.
—No —dijo Ted, incorporándose otra vez—. Es sólo, ya sabes, una metáfora. El paisaje se ve exactamente igual, pero dimensionalmente, atravesamos el espacio-tiempo, donde los muggles no pueden ir. Muchos pueblos de magos han sido construidos de esta forma. Criamos criaturas mágicas en reservas quantum. Todas las cordilleras montañosas donde viven los gigantes, todo enterrado en quantum, fuera de los mapas muggles. Se parece mucho a como funciona lo de la intrazabilidad. Tan simple como eso.
—¿Simple como qué? —dijo Ralph, frustrado.
Ted suspiró.
—Mira, compañero, es como las chucherías de Honeyduke. No tienes que entender como las hacen. Sólo tienes que comértelas.
Ralph se desplomó.
—No estoy seguro de que pueda hacer eso tampoco.
—Este tipo es un verdadero barril de risas, ¿no? —preguntó Ted a James.
—Si los muggles no pueden entrar —replicó James—. ¿Cómo consiguió ese muggle entrar en los terrenos del colegio?
—Oh, sí —dijo Ted, recostándose hacia atrás otra vez—. El misterioso intruso del Quidditch. ¿Es eso lo que dice la gente ahora? ¿Que era un muggle?
James había olvidado que no todo lo que sabía sobre el intruso era de conocimiento común. Recordó en ese momento lo que Neville Longbottom había dicho sobre los disparatados rumores que rodeaban al misterioso hombre del campo de Quidditch.
—Sí —dijo, intentando parecer despreocupado—. Oí que podía haber sido un muggle. Sólo me estaba preguntando como un muggle podría entrar, con todo este rollo del, ya sabes, quantum.
—En realidad —dijo Ted, entrecerrando los ojos para mirar por la ventana hacia el luminoso día—, supongo que incluso un muggle podría entrar si va acompañado de un mago, o si es dirigido de algún modo. No es que no puedan entrar, exactamente. Es sólo que, mientras sus sentidos estén afectados, para ellos estos espacios ni siquiera existen. Aunque si una persona mágica le guiara, y el muggle pasara a través, a pesar de lo que le dicen sus sentidos… claro, sería posible, supongo. ¿Pero quién sería lo suficientemente estúpido como para hacer algo así?
James se encogió de hombros y miró a Ralph. La expresión de la cara de Ralph reflejaba lo que James estaba pensando. Estúpido o no, alguien había, en efecto, guiado a un muggle hasta los terrenos de Hogwarts. Cómo o por qué había sido organizado todo era todavía un misterio, pero James tenía intención de hacer todo lo posible por averiguarlo.
Los cuatro almorzaron sándwiches envueltos en papel de envolver, cogidos de las cocinas de Hogwarts esa mañana, luego se instalaron en un silencio amistoso. El día se volvió duro y soleado, con el sol brillando como un diamante sobre campos y bosques que pasaban en sucesión. La helada se había derretido dejando el terreno crudo y gris. Los árboles esqueléticos peinaban el cielo, levantándose sobre alfombras de hojas muertas. Ralph leía y cabeceaba. Victoire ojeaba un montón de revistas, luego salió en busca de unos pocos amigos que suponía estaban en algún lugar de a bordo. Ted enseñó a James a jugar a un juego llamado Winkles y Augers, que incluía el uso de varitas para levitar un trozo de pergamino doblado con forma de un grueso triangulo. Según Ted, ambos jugadores usaban sus varitas (los winkles) para levitar simultáneamente los pergaminos doblados (los augers) cada uno intentando guiar el papel hasta sus designadas áreas de portería, por lo general un círculo dibujado en un trozo de pergamino y situado cerca de su oponente. James había conseguido mejorar parcialmente en levitación, pero no era rival para Ted, que sabía exactamente como cortar a James, haciendo botar el auger fuera de su alcance y haciéndolo volar hasta su portería con un golpe resonante.
—Todo es cuestión de práctica, James —dijo Ted—. Yo llevo jugando a esto desde mi primer año. Hemos tenido hasta cuatro personas en un equipo a veces, y hemos llegado a utilizar augers tan grandes como el busto de Godric Gryffindor de la sala común. Soy personalmente responsable del hecho de que su oreja izquierda haya tenido que volver a ser pegada. Por aquel entonces no conocía el hechizo reparo, y ahora hemos llegado a preferirlo así.
Para cuando el tren llegó al andén nueve y tres cuartos, el crepúsculo había comenzado a teñir el cielo de un lila soñador. James, Ted y Ralph esperaron a la sacudida que indicó que el tren se había detenido, después se pusieron de pie, se estiraron y se abrieron paso hasta el andén.
El mozo cogió sus tickets, luego sacó sus baúles con un hechizo accio, sacando cada baúl bastante bruscamente del compartimiento de equipaje y poniéndolo a los pies de su propietario. Victoire les alcanzó cuando estaban amontonando sus baúles en un gran carro.
—Voy a escoltaros a todos hasta el viejo cuartel general —dijo Ted dándose importancia, irguiéndose en toda su altura—. Está bastante cerca, y tus padres están muy ocupados esta noche, James, con la llegada de todos los demás, y Lily y Albus que salen del colegio hoy también.
Pasaron en fila a través del portal oculto que separaba la plataforma nueve y tres cuartos de las plataformas muggles de la estación de King Cross.
—Tú no conduces, Ted —dijo Victoire con reproche—. Y difícilmente vamos a caber los cuatro en tu escoba. ¿Qué tienes pensado hacer?
—Supongo que estás en lo cierto, Victoire —dijo Ted, deteniéndose en el centro de la estación y mirando alrededor. Los viajeros muggle se movían alrededor de ellos, apresurándose de acá para allá, la mayoría abrigados con pesadas chaquetas y sombreros. La gran estación resonaba con el sonido de los anuncios de los trenes y el estruendoso tintineo de villancicos grabados.
—Parece que estamos atascados —dijo Ted con suavidad—. Yo diría que esto es una emergencia en cierto modo, ¿no os parece?
—Ted, ¡no! —regañó Victoire cuando Ted levantó su mano derecha, con la varita alzada en ella.
Su oyó un fuerte crack que resonó por toda la estación, aparentemente inaudible para los muggles. Una gran forma morada brotó a través de las puertas enmarcadas por el gigantesco arco de cristal del techo de la estación. Era, por supuesto, el Autobús Noctámbulo. James lo había sabido en cuanto Ted había hecho la señal, pero no sabía que pudiera viajar por fuera de la carretera. El enorme autobús de tres pisos esquivó y se estrujó a través de la inconsciente multitud, sin perder nunca velocidad para chirriar violentamente hasta detenerse justo delante de Ted. Las puertas se abrieron de golpe y un hombre con un pulcro uniforme morado se asomó.
—Bienvenidos al Autobús Noctámbulo —dijo, un poco enfurruñado—. El transporte de emergencia para la bruja o mago abandonado a su suerte. Sabéis que esto está en el medio de la maldita estación de King Cross, ¿no? Al parecer no podíais haber llamado al menos en la entrada.
—Tarde, Frank —dijo Ted frívolamente, alzando el baúl de Victoire hasta el conductor—. Es esta pierna mala mía otra vez. Una antigua herida de Quidditch. Da guerra en el peor de los momentos.
—La vieja herida de Quidditch, la última muela de mi abuelita más bien —murmuró Frank, amontonando los baúles en un estante justo dentro de la puerta—. Intenta echar esa trola una vez más y voy a cobrarte un galeón sólo por ser un fastidio.
Ralph era reacio a entrar al autobús.
—¿Dices que está cerca ese cuartel general? ¿Quizás podamos, ya sabéis, andar?
—¿Con este frío? —replicó Ted animosamente.
—¿Y con su pierna mala? —añadió Frank agriamente.
Ralph subió y apenas había cruzado el umbral cuando las puertas se cerraron de golpe.
—Esquina de Pancras y San Chad, Ernie —declaró Ted, agarrando un asa de latón cercana.
El conductor asintió, adoptó una expresión grave, aferró el volante como si tuviese intención de hacerle una llave de lucha libre, y después apretó el acelerador. Ralph, a pesar del consejo de James, había olvidado agarrarse a algo. El Autobús Noctámbulo salió disparado hacia delante, lanzándolo hacia atrás sobre una de las camas de latón que, aunque parezca extraño, parecían ocupar el nivel más bajo del autobús en lugar de asientos.
—¿Mmm? —Murmuró el mago dormido sobre el que Ralph había aterrizado, levantando la cabeza de la almohada—. ¿La Plaza Grosvenor ya?
El autobús realizó una inconcebiblemente apretada vuelta de horquilla, rodeando a un grupo de turistas que estaban mirando el tablón de salidas, luego se disparó a través de la estación otra vez, esquivando a hombres de negocio y viejas damas como una ráfaga de viento. El techo de cristal se cernía sobre ellos, y James estaba seguro de que era imposible que el Autobús Noctámbulo cupiese a través de las puertas abiertas, por grandes que estas fueran. Entonces recordó que el autobús había, de hecho, entrado a través de esas puertas. Se preparó. Sin frenar, el autobús se estrechó hasta atravesar la puerta como un globo de agua una ratonera, saliendo de repente a la calle atestada y girando bruscamente.
—¡He oído que tendremos ganso para cenar esta noche! —gritó Ted a James cuando el autobús se escoró en una intersección abarrotada.
—¡Sí! —gritó de vuelta James—. ¡Kreacher insistió en hacer una comida en toda regla para nuestra primera noche de vuelta!
—¡Hay que querer a ese brutito feo! —gritó Ted agradecidamente—. ¿Cómo le va a Ralph?
James miró alrededor. Ralph estaba todavía despatarrado en la cama con el mago dormido.
—Todo bien —gritó Ralph, agarrándose a la cama con ambas manos—. Vomité en el gorro de dormir que me dieron de regalo.
El autobús Noctámbulo rodeó la esquina donde la calle San Chad se encontraba con la plaza Argyle, y luego se detuvo de golpe. Si acaso, el repentino cese del movimiento fue tan violento como el paseo en sí mismo. El gigantesco autobús morado se aposentó silenciosa y remilgadamente, escupiendo una fina nube por el tubo de escape. Las puertas se abrieron de golpe y Ted, Victoire, James y Ralph salieron tambaleándose, éste último un poco borracho. Frank, a pesar de la mirada resentida que lanzó a Ted, apiló sus baúles con cuidado en la acera y les deseó una feliz navidad. Las puertas se cerraron con un crujido y un momento más tarde, el Autobús Noctámbulo saltaba calle abajo, pasando como un rayo alrededor de un camión y realizando algo parecido a una pirueta en el cruce. Tres segundos más tarde, se había ido.
—Ha ido tan bien como se podía esperar —dijo Ted alegremente, agarrando su baúl y el de Victoire por el asa y tirando de ellos hacia una hilera de casas destartaladas.
—¿Qué número es? —dijo Ralph, jadeando y agarrando su gran baúl.
—Número doce. Justo aquí —replicó James. Había estado en el antiguo cuartel general tantas veces que había olvidado que era invisible para la mayoría de la gente. Ralph se detuvo en la base de los escalones, frunciendo el ceño.
—Oh sí —dijo James, dándose la vuelta—. Bueno, Ralph. Aún no la puedes ver, pero esta justo aquí. Número doce de Grimmauld Place, justo aquí entre el once y el trece. Pertenecía al padrino de mi padre, Sirius Black, pero se lo legó a papá en su testamento. Era la sede de la Orden del Fénix, allá por los días en los que luchaban contra Voldemort. Lo enterraron bajo los mejores encantamientos de secretismo y desilusionadores que los más poderosos magos de aquel entonces pudieron conjurar. Era el mejor escondite de la Orden, hasta justo el final, cuando un mortífago siguió a mi tía hasta aquí utilizando una Aparición Lateral. De todos modos, oficialmente aún pertenece a mi padre, pero no vivimos aquí la mayor parte del tiempo. Kreacher la cuida cuando no estamos.
—No entendí una de cada tres palabras de eso —dijo Ralph, suspirando— pero tengo frío. ¿Cómo entramos?
James extendió la mano pidiendo la de Ralph. Ralph se la dio, y James le subió al primer escalón del rellano conduciéndole hasta el número doce. Ralph tropezó, recuperó el equilibrio y levantó la mirada. Sus ojos se ensancharon y una sonrisa de placer se extendió por su cara. James no recordaba su primera visita a la antigua sede, pero sabía por las descripciones de otra gente como la puerta se revelaba la primera vez que llegabas, cómo el número doce simplemente empujaba a un lado a los números once y trece como un hombre abriéndose paso a través de una multitud. No pudo evitar devolver la sonrisa de asombro de Ralph.
—Me encanta ser mago —dijo Ralph francamente.
Cuando James cerró de golpe la puerta, su madre atravesaba rápidamente el vestíbulo hacia él, limpiándose las manos en una toalla.
—¡James! —gritó, arrastrándole a sus brazos y casi levantándole los pies del suelo.
—Mamá —dijo James, avergonzado y contento—. Venga, vas a derretir la rana de chocolate que llevo el bolsillo de la camisa.
—No eres demasiado mayor para dar a tu madre un beso después de haber estado fuera cuatro meses, ¿sabes? —le reprendió.
—Ya sabes como es esto —exclamó Ted tristemente—. En un momento están tirándote de las cintas del delantal, y al siguiente te piden prestada la escoba para ir a morrearse con algún pastelito. ¿A dónde se va el tiempo?
La madre de James sonrió, girándose hacia Ted y abrazándole también.
—Ted, nunca cambiarás. Oh, calla. Bienvenidos. Y tú, también, Victoire. Un sombrero adorable, por cierto. —Ralph gimió, pero la madre de James continuó antes de que Victoire pudiera ofrecer alguna explicación mordaz—. Y tú debes de ser Ralph, por supuesto. Harry te mencionó, y claro, James me ha hablado mucho de ti en sus cartas. Mi nombre es Ginny. He oído que eres bastante bueno con la varita.
—Por cierto, ¿dónde está papá? —preguntó James rápidamente, cortando a Victoire otra vez.
—Recogía a Andrómeda hoy después del trabajo. Estarán en casa en cualquier momento. Todos los demás llegarán mañana.
—¡James! —Intervinieron al unísono dos vocecillas, acompañadas de estruendosos pasos—. ¡Ted! ¡Victoire! —Lily y Albus empujaron para pasar por delante de su madre.
—¿Qué nos has traído? —exigió Albus, deteniéndose ante James.
—Directo desde el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería —dijo James grandilocuentemente—. Os traigo a los dos… ¡abrazos! —agarró a Albus en un abrazo de oso. Albus empujó y forcejeó, divertido e irritado a la vez.
—¡No! ¡Yo quería algunos chicles droobles del carrito del tren! ¡Te lo dije!
Ted se agachó y abrazó a Lily.
—Yo te he traído algo que te encantara, corazón.
—¿Qué es? —preguntó ella, de repente tímida.
—Tendrás que esperar hasta Navidad, ¿lo harás? Tu mamá está bien aprovisionada de pienso para dragón, ¿verdad?
—¡Ted Lupin! —saltó Ginny—, no avives sus esperanzas, granuja. Ahora vamos, todos vosotros. Kreacher ha estado en el sótano toda la tarde preparando lo que él llama «un apropiado y auténtico servicio de té». Pero no os llenéis hasta arriba, o no tendréis hambre para el ganso que ha cocinado y se enfurruñará para toda la semana.
Harry y la abuela de Ted, Andrómeda Tonks, llegaron media hora más tarde, y el resto de la noche fue un torbellino de comida, risas felices y puestas al día. Resultó que Harry y Ginny ni siquiera habían escuchado el debate de Hogwarts, a pesar de lo que James había asumido. Aunque Andrómeda Tonks sí que lo había escuchado, y estaba llena de un sinfín de amargos reproches para Tabitha Corsica y su equipo. Afortunadamente, no tenía ni idea de que Ralph también había estado en ese equipo, y Ralph estaba más que dispuesto a dejarla disfrutar de su ignorancia.
—No te preocupes —murmuró Ted a Ralph por encima del postre—. Si alguien se lo cuenta, le diré que eras un espía actuando en secreto. Le encanta el espionaje, por los viejos tiempos.
Kreacher no había cambiado ni una pizca. Hizo una profunda reverencia ante James, con una mano en el corazón, y la otra ampliamente extendida.
—Amo James, vuelve de su primer año de colegio, ha vuelto —trinó con su voz de sapo—. Kreacher ha preparado las habitaciones del amo justo como al amo le gustan. ¿Le apetecerían al amo y a su amigo tomar un sándwich de berro?
Kreacher había, como de costumbre, mantenido la casa en un orden excepcional, e incluso se había tomado la molestia de decorarla para las vacaciones. Desafortunadamente, el concepto de Kreacher de una buena guirnalda era un poco rústico, y el resultado habría divertido a Zane interminablemente. Las cabezas cortadas de los antiguos elfos de la casa, que colgaban permanentemente en el pasillo como testamento a los sangrepura, dueños originales de la propiedad, habían sido cubiertas con falsas barbas blancas y sombreros cónicos verdes con campanas tintineantes en las puntas.
—Kreacher los había hechizado para cantar villancicos, también, así es —les dijo Kreacher a James y Ralph un poco caprichosamente—, pero los amos decidieron que era quizás un poco demasiado… festivo. Aunque a Kreacher le gustaba igual. —Parecía ansioso de que se le permitiera reinstaurar las cabezas cantarinas. James aseguró a Kreacher que había sido una idea maravillosamente inventiva y que hablaría con su madre de ello. Sentía, de hecho, una morbosa curiosidad por ver y escuchar a las cabezas en acción.
Lily y Albus rondaron a James y Ralph casi toda la noche, pidiendo ver lo que los chicos podían hacer con sus recientemente aprendidas habilidades.
—¡Venga James! —exigió Albus—. ¡Muéstranos una levitación! ¡Levita a Lily!
—¡No! —gritó Lily—. ¡Levita a Albus! ¡Hazle salir volando por la ventana!
—Ambos sabéis que no puedo hacer magia fuera del tren y por tanto oficialmente fuera de Hogwarts —dijo James cansinamente—. Me meteré en líos.
—Papa es el Jefe de Aurores, tonto. Seguramente ni recibirás un aviso.
—Sería una irresponsabilidad —dijo James seriamente—, cuando crezcas, sabrás lo que significa eso.
—No puedes hacerlo, ¿verdad? —se burló Albus—. ¡James no puede hacer una levitación! Menudo mago estás hecho. El primer squib en la familia Potter. Mamá se morirá de vergüenza.
—El mismo Albusblabbus de siempre, pequeño escreguto.
—¡No me llames eso!
—¿Qué, escreguto o Albusblabbus? —sonrió James—. Sabes que Albusblabbus es tu verdadero nombre, ¿verdad? Está en tu certificado de nacimiento. Lo he visto.
—¡Albusblabbus! —cantó Lily, bailando alrededor de su hermano mayor.
Albus saltó sobre James, luchando con él en el suelo.
Más tarde, cuando James y Ralph se dirigían hacia el dormitorio de James para pasar la noche, pasaron junto a una cortina que parecía cubrir una sección de pared. Un murmullo amortiguado llegaba de detrás de ella.
—La anciana señora Black —explicó James—. Vieja loca chiflada. Divaga sobre gente profanando la casa de sus padres y todo eso cada vez que nos ve a cualquiera. Papa y Neville han hecho todo lo que se les ha ocurrido para quitar a la vieja murciélago de la pared, pero está incrustada ahí. Incluso se consideró cortar la sección de pared con el retrato en ella y todo, pero es una pared maestra. Cortarla probablemente haría que el piso de arriba se desplomara sobre nosotros. Además, por extraño que pueda parecer, Kreacher le tiene bastante cariño, ya que ella fue su propietaria original. Así que supongo que es parte de la familia para siempre.
Ralph echó un vistazo tentativamente tras la cortina. Frunció la frente.
—¿Está… viendo la televisión?
James se encogió de hombros.
—Lo descubrimos hace unos años. Teníamos la puerta delantera abierta porque estábamos metiendo un nuevo sofá. Vio una tele a través de la ventana al otro lado de la calle y se calló por primera vez en semanas. Así que pagamos a un artista mago para que viniera y pintara una directamente en su retrato. A la vieja murciélago le encantan los programas de entrevistas. Desde entonces, bueno, ha sido mucho más soportable.
Ralph dejó caer lentamente la cortina otra vez sobre el retrato. Una voz de hombre estaba diciendo:
—¿Y cuándo se dio cuenta por primera vez de que su perro tenía el Síndrome de Tourrete, señora Drakemont?
Kreacher había preparado una cama para Ralph en la habitación de James. Su baúl estaba pulcramente colocado en un extremo, y había una piña envuelta en cinta en cada almohada, al parecer esa era la idea Kreacher de una golosina navideña.
—Esta solía ser la habitación del padrino de mi padre —dijo James medio dormido, una vez que se establecieron.
—Genial —murmuró Ralph—. ¿Era buen tipo? ¿O un chiflado, como la vieja bruja del retrato?
—Uno de los mejores tipos que ha habido nunca, según papá. Tendremos que hablarte de él alguna vez. Estuvo encarcelado por asesinato durante más de una década.
Hubo un minuto de silencio, y luego la voz de Ralph habló en la oscuridad.
—Vosotros los magos podéis ser endemoniadamente confusos, ¿lo sabías?
James sonrió. Un minuto más tarde, ambos estaban dormidos.