—No pienses en ello como un lamentable fracaso con la escoba —dijo Zane más tarde, mientras todos estaban sentados en la sala común Ravenclaw—. ¡Considéralo una oportunidad para dar a Ralphie aquí presente la posibilidad de mostrarse absolutamente brillante!
James no dijo nada. Estaba derrumbado en un extremo del sofá, con la cabeza apoyada míseramente en una mano.
—Por otro lado, si no hubiera saltado sobre mi escoba he ido tras de ti, no creo que hubiera sido capaz de averiguar cómo hacerlo. Era solo cuestión de no pensar en ello, en realidad.
—Espectacular ahí afuera, Walker —dijo un estudiante mayor al pasar junto al sofá, revolviendo el pelo húmedo de Zane.
—Sí —dijo otro desde el otro lado de la habitación—. Normalmente las pruebas de primero son solo risas. Contigo hemos tenido risas y habilidad.
Se produjo una ronda de risas y algún que otro aplauso. Zane sonrió ampliamente, empapándose en ello.
—En serio —dijo Ralph desde donde estaba sentado en el suelo, de espaldas al fuego—. ¿Cómo lo hiciste? Se supone que volar ha de ser bastante difícil de controlar.
—Honestamente, no lo sé —dijo Zane—. Vi a James dirigiéndose a la estratosfera y simplemente le seguí. Apenas sabía siquiera qué estaba haciendo hasta el mismo final, cuando comprendí que iba a estamparme de narices con el campo. Tiré hacia arriba en el último segundo, justo cuando el torpedo humano aquí presente pasó a mi lado, y pensé, «¡miradme, estoy volando! ¡Estoy volando!» Quizás hayan sido todos esos juegos de carreras y simulaciones de vuelos con los que crecí jugando con mi padre. Simplemente la sensación tenía sentido para mí. —Zane comprendió de repente que esta conversación no estaba mejorando mucho el humor de James—. Pero ya basta de mí y de mi escoba. ¿Qué hay de ti, Ralphie?
Ralph parpadeó pensativamente, y después recogió su varita de donde yacía sobre su capa húmeda. Era igual de grande y ridícula que siempre, todavía con la punta roma y pintada de verde lima, pero nadie se reiría más de ella.
—No sé. Fue como dices, ¿no? Simplemente no pensé en ello. Vi a James caer y pensé en la pluma de la clase de Flitwick. Lo siguiente que supe es que estaba apuntándole con mi varita y gritando…
Varios estudiantes, incluyendo a Zane, se agacharon y gritaron cuando Ralph ondeó la varita ante él.
Ralph sonrió tímidamente.
—Tranquilos todos. No iba a decirlo.
—Ralph, eres realmente la caña, colega —dijo Zane, recuperándose—. Has pasado de hacer flotar una pluma a un cuerpo humano en una sola clase, ¿sabes? Mi chico tiene talento.
James se removió.
—Si habéis dejado de felicitaros a vosotros mismos, yo voy a encontrar un agujero y a vivir en él el resto del año.
—Oye, apuesto a que la novia de Grawp tiene sitio en su cueva —dijo Ralph. Zane se quedó mirando a Ralph, con la boca abierta.
—¿Qué? —dijo Ralph—. ¡Le ahorrará tiempo!
—Está bromeando —dijo Zane, mirando a James—. No me di cuenta al principio.
—Felicidades por entrar en el equipo —dijo James tranquilamente, poniéndose de pie y recogiendo su capa de un gancho junto al fuego.
—Oye, de verdad —dijo Zane torpemente—. Lamento como han salido las cosas. No sabía que era tan importante para ti, de veras.
James se quedó de pie todavía varios segundos, mirando al fuego. La expresión de arrepentimiento de Zane le golpeó profundamente. Le dolía el corazón. Su cara se calentó y sus ojos ardieron. Parpadeó y apartó la mirada.
—Esto no era importante para mí, en realidad —dijo—. Solo realmente, realmente importante.
Cuando la puerta se cerraba tras James, oyó a Ralph decir:
—¿Entonces para quién era importante?
James caminaba lentamente, con la cabeza gacha. Su ropa todavía estaba empapada, y el cuerpo le dolía por la sacudida de la levitación de Ralph al final de su larga caída, pero apenas notaba esas cosas. Había fracasado. Después de la victoria de convertirse en un Gryffindor, se había sentido cautelosamente confiado en que el Quidditch también funcionaría. En vez de eso había terminado quedando como un completo imbécil delante de los Gryffindors y los Ravenclaws. Lejos de las espectaculares acrobacias desplegadas por su padre en esa legendaria ocasión, James había sido rescatado de matarse a sí mismo. No había forma de sobrevivir a este tipo de fracaso. Nunca lo superaría. Nadie se burlaba de él ahora, al menos en su cara, ¿pero qué dirían el año siguiente cuando se volviera a presentar a las pruebas? No podía soportar pensar en ello.
¿Cómo se lo contaría a su padre? Su padre, que vendría al inicio de la semana que viene para verle y oír sus noticias. Lo entendería, por supuesto. Le diría que el Quidditch no tenía importancia, que lo importante era que fuera él mismo y que se divirtiera. Y hasta lo diría en serio. Y aún así, saberlo no hacía que James se sintiera mejor.
Sin embargo, Zane había entrado en el equipo Ravenclaw. James sintió una puñalada de amargos celos ante eso. Lo lamentó inmediatamente, pero eso no hizo que los celos desaparecieran. Zane era un muggle por nacimiento. ¡Y americano, además! Se suponía que el Quidditch debía ser un misterio desconcertante para él, y se suponía que James debía ser un volador instintivo, el héroe rescatador. No todo lo contrario. ¿Cómo habían acabado las cosas yendo tan absolutamente mal tan rápido?
Cuando alcanzó la sala común Gryffindor, James pasó agachado por el perímetro de la habitación, evitando los ojos de los allí reunidos, que reían con sus amigos, escuchaban música, discutían sobre los deberes, y haraganeaban en el sofá. Subió rápidamente las escaleras y entró en el dormitorio, que estaba oscuro y silencioso. En los tiempos de su padre, los dormitorios habían estado separados por cursos. Ahora, James se alegraba de compartir habitación con algunos de los mayores. Ellos normalmente daban un aire de consuelo que hacía que todo esto fuera soportable. Necesitaba algo de consuelo ahora, o al menos que alguien notara su desdicha y la validara. Suspiró profundamente en la habitación vacía.
James se aseó en el pequeño baño, se cambió, y después se sentó en su cama, mirando a la noche.
Nobby le observaba desde su jaula junto a la ventana, chasqueando el pico de vez en cuando, deseando salir y buscar un ratón o dos, pero James no se fijó en ella. La lluvia finalmente se agotó. Las nubes se estaban separando, revelando una gran luna plateada. James la observó durante mucho rato, sin saber a qué esperaba, sin comprender en realidad siquiera qué estaba esperando. Al final, lo que estaba esperando no ocurrió. Nadie subió las escaleras. Oía sus voces abajo. Era Viernes noche. Nadie más se iba a ir a la cama temprano. Se sintió absolutamente solo y miserable. Se deslizó bajo las mantas y observó la luna desde allí.
Finalmente, se durmió.
James pasó la mayor parte del fin de semana rondando melancólico por la sala común Gryffindor. Sabía que ni Ralph ni Zane podían entrar sin la contraseña, y no estaba de humor para verles a ellos ni a nadie más. Leyó los capítulos de lectura asignados y practicó movimientos de varita. Se sintió particularmente molesto al descubrir que en su práctica con la pluma no podía llegar a más que una patética carrera alrededor de la mesa. Después de veinte minutos, se empezó a exasperar, gruñó una palabra que su madre no sabía que conocía, y estampó la varita contra la mesa. La varita produjo una ráfaga de chispas púrpura, como sorprendida por el estallido de James.
El castigo de la noche del sábado con Argus Filch llegó. James se encontró siguiendo a Filch por los pasillos con un cubo y una gigantesca fregona. De vez en cuando, Filch se detenía y, sin girarse, señalaba un punto en el suelo, la pared, o un detalle de una estatua. James miraba y allí había un graffiti o un parche de chicle bien pisoteado. James suspiraba, sumergía la fregona, y empezaba a fregar con ambas manos. Filch trataba a James como si este fuera personalmente responsable de cada pintada que fregaba. Mientras James trabajaba, Filch mascullaba y echaba humo, lamentándose por la gran cantidad de tipos de castigo mejores que se le había permitido asignar años atrás. Para cuando a James se le autorizó a volver a su cuarto, sus dedos estaban fríos, rojos y escocidos, y olía al horrendo jabón marrón de Filch.
El domingo por la tarde, James dio un paseo sin rumbo por los terrenos y se encontró con Ted y Petra, que estaban tendidos sobre una manta, aparentemente dibujando patrones de estrellas en pergaminos.
—Ahora que Trelawney comparte Adivinación con Madame Delacroix, tenemos auténticos deberes —se quejó Ted—. Antes solo teníamos que mirar hojas de té y hacer oscuras y condenatorias predicciones. En realidad, era bastante divertido.
Petra estaba apoyada contra un árbol, con mapas arrugados y gráficas sobre el regazo, comparándolos con un enorme libro de constelaciones que yacía abierto sobre la manta.
—Al contrario que Trelawney, Delacroix parece tener la curiosa y arcaica noción de que la Astrología es una ciencia pura —dijo, sacudiendo la cabeza con disgusto—. Como si un montón de rocas rodando por el espacio fueran a saber algo sobre el futuro que se extiende ante mí.
Ted le dijo a James que se quedara por ahí cerca y evitara que hicieran demasiado. Con la impresión de no estar interrumpiendo nada personal, y de que ni Ted ni Petra iban a sacar el tema de la desastrosa prueba de Quidditch, se dejó caer en la manta y estudió el libro de gráficas de estrellas. Diagramas en blanco y negro de planetas, cada uno etiquetado con nombres e ilustraciones de criaturas míticas que rodeaban y giraban lentamente en las páginas con sus órbitas dibujadas con elipses rojas.
—¿De cuál de estos planetas procede el Wocket? —dijo James secamente.
Petra giró una página.
—Ja, ja.
James pasaba las enormes páginas del libro de constelaciones lentamente, examinando los planetas en movimiento y otros símbolos astrológicos.
—¿Entonces como les va a la profesora Trelawney y a Madame Delacroix? —preguntó James después de un minuto. Recordó a Damien insinuando que habría alguna fricción entre ellas.
—Aceite y agua —replicó Ted—. Trelawney intenta ser amable, pero obviamente odia a la reina vudú. En cuanto a Delacroix, ni siquiera intenta fingir que le gusta Trelawney. Son de dos escuelas de pensamiento diferentes, en todo el sentido de la palabra.
—Me gusta más la escuela de Trelawney —masculló Petra, garabateando una nota en su pergamino.
—Todos sabemos lo que piensas, querida —la acalló Ted. Se giró hacia James—. A Petra le gusta Trelawney porque ella sabe que, en el fondo, la Adivinación es en realidad solo un montón de variables al azar que utilizas para ordenar tus propios pensamientos. Petra es una chica práctica, así que le gusta eso porque a pesar de que Trelawney se toma todo este asunto muy en serio, no lo hace, ya sabes, rígidamente.
Petra suspiró y cerró su libro de golpe.
—La Adivinación no es una ciencia. Es psicología. Al menos Trelawney lo demuestra en la práctica, aunque no lo crea. Delacroix… —Tiró el libro a la pila que había junto a ella, poniendo los ojos en blanco.
—Tenemos un examen esta semana —dijo Ted tristemente—. Un auténtico examen de adivinación. Va todo sobre no se que acontecimiento astrológico que tendrá lugar este año. Los planetas se están alineando o algo así.
James le miró interrogativamente.
—¿Los planetas se están lineando?
—Alineación de planetas —dijo Petra pacientemente—. En realidad, es un gran acontecimiento. Solo ocurre una vez cada pocos cientos de años. Eso es ciencia. Saber qué estúpida criatura mítica representa cada planeta, cuál es un dios de alguna panda de primitivos dotty, y qué significa «los armónicos de la matrix de precognición astrológica»… eso no lo es.
Ted miró a James y frunció el ceño.
—Algún día conseguiremos que Petra revele sus auténticos sentimientos al respecto.
Petra le golpeó en la cabeza con uno de los diagramas de estrellas más grandes.
Después, en la cena, James vio a Zane y Ralph sentados juntos en la mesa Ravenclaw. Vio a Zane mirarle una vez, y se alegró de que no intentara acercarse a hablar. Sabía que era extremadamente mezquino por su parte, pero todavía estaba enfermo de celos y vergüenza por su embarazosa actuación. Comió rápidamente, y después salió sin rumbo del Gran Comedor, sin saber a dónde ir.
La tarde era apacible y fresca y el sol se sumergía tras las montañas. James exploró el perímetro de los terrenos, escuchando la canción de los grillos y lanzando piedras al lago. Fue a llamar a la puerta de la cabaña de Hagrid, pero había una nota en la puerta, escrita con letra grande y torpe. La nota decía que Hagrid estaría en el bosque hasta el lunes por la mañana. James se figuró que estaría pasando el tiempo con Grawp y su novia gigante. Estaba empezando a oscurecer. Se giró y se dirigió abatido hacia el castillo.
Estaba de camino a la sala común cuando decidió tomar un desvío. Sentía curiosidad por algo.
La vitrina de trofeos estaba iluminada por una serie de faroles, de forma que las copas, placas y estatuas brillaban centelleantes. James pasó lentamente a lo largo de ella, mirando las fotos de los equipos de Quidditch de décadas atrás con sus uniformes pasados de moda pero sus sonrisas y expresiones de sincera invencibilidad eternamente imperturbables. Había trofeos de oro y bronce, antiguas snitchs, juegos de buggers sujetas por sus cinturones de cuero pero todavía meneándose ligeramente cuando él pasaba.
James se detuvo cerca del final y examinó el despliegue del Torneo de los Tres Magos. Su padre sonreía con la misma incómoda sonrisa, pareciendo imposiblemente joven y revoltoso. James se inclinó hacia adelante y examinó la imagen al otro lado de la copa de los Tres Magos, la de Cedric Diggory. El chico de la foto era guapo, cándido, con la misma expresión en la cara que James había visto en las fotos de los viejos equipos de Quidditch, esa expresión de eterna juventud y absoluta confianza. James estudió la foto. La expresión fue lo que le había hecho hacer la conexión la primera vez que había visto la foto.
—Eras tú, ¿verdad? —susurró James a la foto. No fue realmente una pregunta.
El chico de la foto sonrió, asintiendo ligeramente, como mostrándose de acuerdo.
James no esperaba una respuesta, pero cuando empezaba a enderezarse, algo cambió en la placa que había bajo la Copa de los Tres Magos. Las palabras grabadas se hundieron en la placa dorada, luego, después de un momento, nuevas palabras salieron a la superficie. Deletreando lenta y silenciosamente.
James Potter.
El hijo de Harry.
Un escalofrío bajó por la espalda de James. Asintió.
—Sí —susurró.
Las palabras se hundieron en la nada. Pasaron varios segundos, y después más palabras surgieron.
¿Cuánto
ha pasado?
James no entendió la pregunta al principio. Sacudió la cabeza ligeramente.
—Lo… lo siento. ¿Cuánto ha pasado desde qué?
Desde que morí
James tragó saliva.
—No lo sé exactamente. Diecisiete o dieciocho años, creo.
Las letras palidecieron lentamente. No se formaron más en casi un minuto. Después:
El tiempo es extraño aquí
más largo
más corto
James no sabía que decir. Una sensación de enorme soledad y tristeza se arrastró por el pasillo, llenando el espacio, y al propio James, como una nube fría.
—Mi… —La voz de James falló. Se aclaró la garganta, tragó, y lo intentó de nuevo—. Mi padre y mi madre, Ginny, que antes se apellidaba Weasley… hablan de ti. A veces. Ellos… te recuerdan. Les gustabas.
Las letras se desvanecieron, surgieron.
Ginny y Harry
siempre lo supe
había algo ahí
El fantasma de Cedric parecía estar alejándose, filtrándose al aire del pasillo. Las letras palidecieron lentamente. James habría deseado hacer más preguntas, habría querido preguntar por el intruso muggle, por cómo había entrado, pero ahora no parecía importante. Sólo deseaba decir algo que aliviara la sensación de tristeza que sentía en presencia de Cedric, pero no se lo ocurría nada. Entonces las letras acudieron una vez más, deletreando débil y lentamente.
¿Son felices?
James leyó la pregunta, la consideró. Asintió.
—Sí, Cedric. Son felices. Somos felices.
Las letras se evaporaron tan pronto como James habló, y se oyó algo parecido a un largo suspiro a su alrededor, en cierto modo exhausto. Cuando acabó, James miró al pasillo a su alrededor. Podía ver que estaba solo de nuevo. Cuando volvió a mirar a la placa bajo la Copa de los Tres Magos, esta había vuelto a su estado normal, cubierta con elaboradas palabras grabadas. James se estremeció, se abrazó a sí mismo, después se dio la vuelta y comenzó a volver al salón principal. El fantasma finalmente había hablado, y era Cedric Diggory.
Somos felices, pensó James. Mientras subía los escalones hasta la sala común, comprendió que era cierto.
Se sentía un poco tonto por la forma en que había estado rondando por ahí todo el fin de semana, avivando sus celos y su sensación de fracaso como un brebaje. En este momento, todo eso parecía poco importante. Simplemente se alegraba de estar allí, en Hogwarts, con nuevos amigos, desafíos e interminables aventuras ante él. Corrió a lo largo del pasillo hacia el hueco del retrato, sin desear otra cosa en ese momento que pasar el último par de horas de su primer fin de semana en Hogwarts teniendo algo de diversión, risas, y olvidando la tontería de todo el desastre del Quidditch. Comprendió, a regañadientes, que a algún nivel, incluso había sido un poco divertido.
Cuando entró en la sala común, se detuvo y miró alrededor. Ralph y Zane estaban allí, sentados con el resto de los Gremlins alrededor de la mesa junto a la ventana. Todos levantaron la mirada.
—Aquí está nuestro pequeño alien —dijo Zane alegremente—. Estábamos intentando implementar tus habilidades con la escoba en la rutina. ¿Qué te parece una especie de gag en plan accidente de Roswell? Ralph tiene la varita lista para atraparte.
Ralph meneó su varita y sonrió tímidamente. James puso los ojos en blanco y se unió a ellos.
James despertó tarde el lunes por la mañana. Entró corriendo al Gran Comedor esperando agarrar un trozo de tostada antes de la clase de Transformaciones y encontrarse con Ralph y Zane, que justamente salían.
—No hay tiempo, colega —dijo Ralph, enganchando el brazo de James y dándole la vuelta—. No puedes llegar tarde el primer día de clase con McGonagall, he oído cosas muy, muy malas sobre lo que les hace a los estudiantes retrasados.
James suspiró y trotó junto a ellos a través de los ruidosos y ajetreados pasillos.
—Espero que no haga cosas terribles a los estudiantes cuyos estómagos gruñan en clase también.
Zane ofreció algo a James mientras caminaban.
—Examínalo cuando tengas oportunidad. Ya se lo he mostrado a Ralphie y flipló, ¿verdad? Lo he marcado para ti. —Era un libro grueso y desvencijado. La portada estaba empastada con tela deshilachada que una vez probablemente hubiera sido roja. Las páginas estaban amarillentas, amenazando con caerse a trozos del encuadernado.
—¿Qué es? —dijo James, incapaz de leer el título grabado en relieve, que estaba apagado por la edad—. Entre Jackson y Flitwick, he tenido suficiente lectura como para que me dure hasta el año que viene.
—Este te interesará, créeme. Es el Libro de las Historias Paralelas, volumen siete —dijo Zane—. Lo cogí de la biblioteca de Ravenclaw. Lee sólo la sección que he marcado.
—¿Ravenclaw tiene una biblioteca privada? —preguntó Ralph, forcejeando para sacar su libro de texto de Transformaciones de la mochila atestada.
—¿Tenéis los Slytherins cabezas de dragones en las paredes? —Zane se encogió de hombros—. Claro. A cada cual lo suyo.
Mientras enfilaban hacia la clase de Transformaciones, pasaron a través de un grupo de estudiantes de pie junto a la puerta. Varios de ellos llevaban las insignias azules «Cuestiona a los Victoriosos». Más y más estudiantes parecían llevarlas estos días. Las firmas en alguno de los tablones de anuncios habían identificado las insignias como la marca de un club llamado «El Elemento Progresivo». James quedó consternado al ver que no todos los estudiantes que las llevaban eran Slytherins.
—Tu padre viene hoy, ¿eh, Potter? —gritó un chico mayor, sonriendo socarronamente—. ¿A tener una reunión con sus amiguitos de Estados Unidos?
James se detuvo y miró al que hablaba.
—Viene hoy, sí —dijo, sus mejillas empezaban a ponerse rojas—. Pero no sé qué quieres decir con su «amiguitos». No conoce aún a los americanos. Quizás deberías leer más antes de abrir la boca.
—Oh, hemos estado leyendo, créeme —replicó el chico, su sonrisa desapareció—. Más de lo que tú y tu padre desearíais, estoy seguro. Tu clase no puede ocultar la verdad para siempre.
—¿Ocultar la verdad? —dijo James, la furia se impuso a la precaución—. ¿Qué se supone que significa eso?
—Lee las insignias, Potter. Sabes exactamente de qué estoy hablando —dijo el chico colgándose al hombro su mochila y avanzando despreocupadamente pasillo abajo con sus amigos—. Y si no lo sabes, eres incluso más estúpido de lo que pareces. —Volvió la espalda a James.
James parpadeó con rabia y asombro.
—¿De qué está hablando?
Ralph suspiró.
—Vamos, cojamos un asiento. Te lo contaré, aunque yo mismo no entiendo mucho.
Pero no tuvieron tiempo de discutirlo antes de clase. La directora McGonagall, que había enseñado Transformaciones a la madre y al padre de James, la enseñaba aún, y aparentemente con el mismo grado de severo brío. Explicó los movimientos básicos de varita y las órdenes, ilustrándolo al transformar un libro en un emparedado de arenque. Incluso pidió a uno de los estudiantes, un chico llamado Carson, que comiera un trozo del emparedado.
Después, transformó el emparedado otra vez en el libro y mostró a la clase el libro con las marcas de mordiscos que Carson le había hecho. Hubo muestras de respeto y diversión. Carson miró el trozo mordido y se presionó la mano contra el estómago, con una mirada de pensativo desmayo en la cara. Casi al final de la clase, McGonagall indicó a los estudiantes que sacaran las varitas y practicaran los movimientos y órdenes con un plátano, que debían intentar transformar en un melocotón.
—Persica Alteramus, enfatizando sólo las primeras sílabas. No esperen hacer muchos progresos su primera vez —gritó por encima del ruido de los intentos de los estudiantes—. Si consiguen al menos un plátano con un indicio de piel de melocotón, lo consideraremos un éxito por hoy. ¡Tenga cuidado, señorita Majaris! ¡Sólo pequeños círculos, por favor!
Zane miró furiosamente a su plátano y ondeó su varita hacia él.
—¡Persica Alteramus! —No hubo cambio aparente. Apretó los labios—. Veamos tu intento, James.
Encogiéndose de hombros, James alzó su varita y la ondeó, pronunciando la orden. El plátano se movió, pero siguió siendo decididamente un plátano.
—Quizás se hayan transformado por dentro —dijo Zane esperanzado—. Tal vez deberíamos pelarlos y ver si hay algo de melocotón en ellos, ¿eh?
James pensó en ello, y luego negó con la cabeza. Ambos lo volvieron a intentar. Ralph observaba.
—Más movimiento de muñeca. Chicos, parece que estéis dirigiendo a un avión.
—Que fácil es criticar, que duro es crear —dijo Zane entre intentos—. Veamos que tal tú, Ralphinator.
Ralph parecía reacio a intentarlo. Manoseaba su varita, manteniéndola bajo el borde del escritorio.
—Vamos, Ralph —dijo James—. Te has mostrado excelente con la varita hasta ahora. ¿Qué te preocupa?
—Nada —dijo Ralph, un poco a la defensiva—. No sé.
—¡Cáscaras! —dijo Zane, dejando caer la mano de la varita y aferrando el plátano con la otra. Dejó caer la varita sobre la mesa y apuntó el plátano hacia ella—. Quizás tenga mejor suerte de este modo, ¿qué creéis?
James y Ralph le miraron fijamente. Él puso los ojos en blanco.
—Oh, Jesús, vamos Ralph. A por el melocotón. Sabes que puedes hacerlo. ¿A qué esperas?
Ralph hizo una mueca, después suspiró y alzó su gigantesca varita. La ondeó ligeramente hacia su plátano y pronunció la orden rotundamente, casi como si estuviera intentado que le saliera mal. Hubo un destello y un ruido como de una piña explotando al fuego. El resto de la clase lo oyó y miró hacia Ralph. Una columna de pesado humo se erguía sobre la mesa delante de Ralph, el cual había retrocedido alejándose de ella, con los ojos abiertos de par en par y preocupados. Cuando el humo se disipó, James se inclinó hacia adelante. El plátano de Ralph todavía yacía allí, completamente ileso.
—Bueno —dijo Zane en medio del atónito silencio—. Eso ha sido todo un…
Un pequeño ruido suave salió del plátano de Ralph. Este se peló lentamente y empezó a separarse, abriéndose como una pulposa flor amarilla. Se oyó un prolongado jadeo de los estudiantes cuando surgió un tallo verde del centro del plátano pelado. Este pareció olisquear el aire mientras creía, retorciéndose y alargándose como una enredadera. El tallo comenzó a enderezarse mientras se alzaba, reptando hacia arriba desde la mesa con un gracioso y sinuoso movimiento. Más tallos surgieron del plátano. Se extendieron por la superficie de la mesa en un patrón expansivo, encontrando los bordes y curvándose bajo ella, aferrándose firmemente. Empezaron a separarse ramas de la raíz principal mientras esta crecía y engrosaba, volviéndose más clara, hasta alcanzar un gris amarillento. Brotó follaje de las ramas en grandes y súbitas explosiones, pasando de brote a hoja en cuestión de segundos. Finalmente, cuando el árbol alcanzó la altura de alrededor de metro y medio, se produjeron una serie de suaves pops. Media docena de melocotones brotaron del final de las ramas más bajas, combándolas con su peso. Cada uno era aterciopelado, regordete y prístino.
James arrancó la mirada del árbol y observó la habitación. Todos los ojos estaban fijos en el perfecto y pequeño melocotonero que Ralph había conjurado, las bocas abiertas de par en par, las manos con las varitas todavía congeladas en medio de un movimiento.
La directora McGonagall clavaba la mirada en el árbol, con la boca fruncida en una mueca de absoluta sorpresa. Entonces, el movimiento regresó a la habitación. Todo el mundo exhaló y espontáneamente, estalló un aplauso respetuoso.
—¡Es mío! —gritó Zane, poniéndose en pie y lanzando un brazo alrededor de los hombros de Ralph—. ¡Yo lo vi primero!
Los ojos de Ralph se separaron del árbol, miraron a Zane y sonrió más bien distraídamente. Pero James recordó el aspecto de la cara de Ralph cuando el árbol estaba creciendo. Entonces no había estado sonriendo.
Momentos después, fuera en el pasillo, Zane hablaba con la boca llena de melocotón.
—En serio, Ralph. Me estás asustando un poco, ¿sabes? La magia que estás haciendo es algo serio. ¿Cuál es el secreto?
Ralph sonrió inseguro, la sonrisa preocupada de nuevo.
—Bueno, en realidad…
James miró a Ralph.
—¿Qué? ¡Cuenta, Ralph!
—Vale —dijo él, deteniéndose y empujándolos al hueco de una ventana—. Pero sólo es una suposición, ¿vale?
James y Zane asintieron con entusiasmo, gesticulando para que Ralph siguiera.
—He estado practicando mucho con algunos otros Slytherins por la noche, ya sabéis —explicó Ralph—. Sólo lo básico. Me han estado enseñando algunas cosas. Hechizos de desarme y algunos trucos y bromas, cosas para usar con tus enemigos.
—¿Qué enemigos tienes ya, Ralph? —preguntó Zane incrédulamente, lamiéndose el zumo de melocotón de los dedos.
Ralph ondeó la mano impacientemente.
—Ya sabes, enemigos potenciales. Sólo es la forma de hablar de los tíos de mi Casa. De todas formas, dicen que soy mejor que la media. Creen que no soy simplemente un chico muggle que tuvo la suerte de tener genes mágicos. Creen que quizás uno de mis padres pertenece a una de las grandes familias mágicas y simplemente yo no lo sé.
—Parece algo importante como para que no lo supieras, ¿no? —dijo James dudosamente—. Quiero decir, dijiste que tu padre fabrica ordenadores muggles, ¿no?
—Bueno, sí —dijo Ralph despectivamente, y después bajó la voz—. Pero mi madre… No os dije que había muerto, ¿verdad? No —se respondió a sí mismo—. Por supuesto que no. Bueno, pues sí. Murió cuando yo era muy pequeño. Nunca la conocí. ¿Y si era una bruja? Quiero decir, ¿y si pertenecía a una de las grandes familias mágicas de sangre pura y mi padre nunca lo supo? Podría ser, ya sabéis. Los magos se enamoran de muggles y nunca les cuentan el secreto en toda la vida. A los sangrepura no les gusta, supongo, pero aún así… —se interrumpió y miró de Zane a James.
—Bueno —dijo James lentamente—. Claro. Supongo que es posible. Cosas más extrañas han pasado.
Zane alzó las cejas, considerándolo.
—Eso explicaría muchas cosas, ¿no? Quizás seas como un príncipe o algo. ¡Quizás seas el heredero de una fabulosa riqueza y poder y todo eso!
Ralph hizo una mueca y salió del hueco.
—No llevemos las cosas tan lejos. Como ya he dicho, sólo es una suposición.
James paseó con Zane y Ralph hasta que fue hora de su siguiente clase. Ninguno de los otros dos tenía Herbología con él, así que les dijo que los vería por la tarde y corrió a través de los terrenos hacia los invernaderos.
El profesor Longbotton saludó a James por su nombre cuando entró, sonriendo cálidamente. A James siempre le había gustado Neville, aunque era mucho más callado y pensativo que su padre o el tío Ron. James conocía las historias de como Neville había luchado durante su último año de escuela, cuando Voldemort había tomado el control del Ministerio y Hogwarts había estado bajo su control. Al final, Neville había sido el que cortara la cabeza a la gran serpiente, Nagini, el último vínculo de Voldemort con la inmortalidad. Aún así, era difícil imaginar al flaco y más bien torpe profesor haciendo semejantes cosas mientras arreglaba macetas y cuencos sobre la mesa al frente de la clase de Herbología.
—La Herbología es… —empezó Neville, gesticulando y golpeando uno de los cuencos más pequeños. Se interrumpió a sí mismo, enderezando el cuenco rápidamente y desparramando tierra sobre sus papeles. Levantó la mirada y sonrió de forma algo torpe—. La Herbología es el estudio de… bueno, de las hierbas, por supuesto. Como podéis ver—. Asintió hacia el invernadero que estaba lleno hasta arriba de cientos de plantas y árboles, todos creciendo en una desconcertante variedad de contenedores. James pensó que probablemente el profesor Longbotton estuviera bastante interesado en examinar el melocotonero que actualmente crecía sobre la mesa de Transformaciones.
—Las hierbas son la raíz, er, por así decirlo, de muchas de las prácticas más fundamentales de la magia. Pociones, medicina, construcción de varitas, incluso muchos encantamientos, todos relacionados en esencia con el cultivo y procesamiento de plantas mágicas. En esta clase, estudiaremos los múltiples usos de algunos de nuestros más importantes recursos vegetales, desde la corriente Bubotubérculo a la rara Mimbulus Mimbletonia.
Por el rabillo del ojo, James vio algo moverse. Una planta estaba extendiendo una rama a lo largo de la repisa de una ventana junto a una chica de primero, que garabateaba frenéticamente los nombres que Neville estaba enumerando. La rama se separó de la repisa, la golpeó ligeramente en la espalda y después se curvó alrededor de su pendiente. Los ojos de la chica se abrieron de par en par y dejó caer su pluma cuando la rama empezó a tirar.
—¡Uy! ¡Uy, uy, uy! —gritó, cayendo de lado de su silla y llevándose una mano a la oreja.
Neville miró alrededor, vio a la chica y se acercó de un salto hacia ella.
—¡Sí, sujete la rama, señorita Patonia! Así está bien. —Extendió el brazo hacia ella y comenzó a extraer cuidadosamente la rama del pendiente. Esta se retorció lentamente cuando él la soltó—. Ha descubierto usted nuestra Larcenous Ligulous, o más bien ella la ha descubierto a usted. Perdone por no advertirla antes de que se sentara debajo. Criada por piratas hace cientos de años a causa de su innata atracción por los objetos brillantes, los cuales utilizan para magnificar la luz solar para propósitos de fotosíntesis. Casi extinta, después de haber sido sistemáticamente cazada y quemada durante las Purgas—. Neville encontró la base de la planta y envolvió la rama metódicamente alrededor de la misma, pinchando su punta en la tierra con un aro de diamante encima. Patonia se frotó la oreja y fulminó a la rama con la mirada como si deseara hacer arder alguna ella misma.
Neville volvió a la mesa principal y empezó a hablar a la clase de la larga línea de plantas en macetas que había colocado allí. James bostezó. El calor del invernadero le estaba dando bastante sueño. En un intento por permanecer despierto, buscó pergamino y pluma en su mochila. Su mano tropezó con el libro que Zane le había dado. Lo sacó, junto con sus pergaminos, y lo acunó en su regazo. Cuando estuvo seguro de que Neville se había internado lo suficiente en la charla sobre su tema favorito como para notarlo, James abrió el libro por donde Zane lo había marcado. Su interés se avivó inmediatamente ante la cabecera de la página: Feodre Austramaddux. Se inclinó sobre el libro y leyó rápidamente.
Precursor de la Precognición Inversa, o el arte de recordar la historia a través de la adivinación contracronológica, el vaticinador e historiador Austramaddux es conocido por la hechicería moderna principalmente por sus fantásticos cuentos sobre los últimos días de Merlinus Ambrosius, legendario hechicero y fundador de la Orden de Merlín. Según Austramaddux, tal y como está recogido íntegramente en su famosa Historia Inversa del Mundo Mágico (ver capítulo doce) conoció personalmente a Merlinus al final de su carrera como regente especialista mágico de los Reyes de Europa. Habiendo quedado desencantado por la corrupción del mundo mágico cuando este comenzó a «infectarse» con influencias de los crecientes reinos no-mágicos, Merlinus anunció su plan de «abandonar el reino terrenal». Después, clamó que volvería a la sociedad de los hombres, siglos o incluso milenos después, cuando el equilibrio entre los mundos, mágico y no-mágico estuviera más, según palabras de Austramaddux: «maduro para sus manos». Tales predicciones han sido fuente de muchos planes y conspiraciones a lo largo de los siglos, normalmente perpetrados por una facción revolucionaria, que cree que el retorno de Merlinus facilitaría sus planes para controlar y subyugar el mundo no-mágico por medio de la política o la guerra categórica.
James dejó de leer. Miles de pensamientos invadían su mente mientras consideraba las implicaciones de lo que acababa de leer. Había oído hablar de Merlín toda su vida, como los niños muggles oyen hablar de San Nicolás; no como una figura histórica, sino como una especie de personaje mítico. A James nunca se le había ocurrido dudar de que Merlín hubiera sido una figura real, pero tampoco se le había ocurrido preguntarse qué clase de hombre podría haber sido. Sus únicas referencias eran los dichos tontos con los que había crecido, como «por las barbas de Merlín» o «en nombre de los pantalones de Merlín», ninguno de los cuales decía mucho del carácter del gran hechicero. De acuerdo con Austramaddux, Merlín había sido una especie de consejero mágico de reyes y líderes muggles.
¿Era posible que en tiempos de Merlín, brujas y magos vivieran abiertamente en el mundo muggle, sin leyes de secretismo, ni encantamientos de ocultamiento o desilusionadores? Y si así era, ¿qué había querido decir Merlín con que el mundo mágico había sido «infectado» por los muggles? Aún más, ¿qué había querido decir con la espeluznante predicción de que volvería cuando el mundo estuviera «maduro para sus manos»? No era de extrañar que magos oscuros a través de la historia hubieran intentado convertir en realidad la predicción de Merlín, traer al gran hechicero de vuelta al mundo de algún modo.
Los magos oscuros siempre buscaban controlar el mundo muggle, y aparentemente había alguna base para creer que Merlín, el más grande y poderoso mago de todos los tiempos, les ayudaría en esa empresa.
De repente a James se le ocurrió una idea, y sus ojos se abrieron de par en par. La primera vez que había oído el nombre de Austramaddux había sido en un perfil creado por un Slytherin. Slytherin siempre había sido la Casa de los magos oscuros con intención de dominar el mundo muggle. ¿Y si la enigmática mención a Austramaddux no era solo una coincidencia sin sentido? ¿Y si era una señal de un nuevo complot oscuro? ¿Y si el Slytherin que había hecho ese perfil era parte de un plan para facilitar el retorno de Merlinus Ambrosius, quien lideraría una guerra definitiva contra el mundo muggle?
James cerró el libro lentamente y apretó los dientes. De algún modo, en el momento en que lo pensó, pareció absolutamente cierto. Eso explicaba por qué un Slytherin utilizaría un nombre que incluso su Jefe de Casa consideraba un chiste. El Slytherin sabía que no lo era, y pronto se reivindicaría en un plan que lo probaría.
El corazón de James palpitaba mientras se quedaba sentado y pensaba furiosamente. ¿A quién contárselo? Zane y Ralph, por supuesto. A ellos se les podría haber ocurrido ya. ¿A su padre? James decidió que no podía. Aún no, al menos. James era lo bastante mayor como para saber que la mayoría de los adultos no creerían semejante historia de un crío, incluso si el crío proporcionaba fotos que lo probaran.
James no sabía exactamente qué podía hacer para detener un complot así, pero sabía lo que tenía que hacer a continuación. Tenía que averiguar quién era el Slytherin que había cogido el Game Deck de Ralph. Tenía que encontrar al Slytherin que había utilizado el nombre de Austramaddux.
Con eso en mente, James salió corriendo del invernadero tan pronto como la clase terminó, olvidándose por completo de que esa tarde era la tarde en que su padre, Harry Potter, llegaba para su reunión con los americanos.
Mientras corría por los terrenos, comenzó a ser consciente del ruido de una multitud. Desaceleró, escuchando. Gritos y cánticos mezclados con el balbuceo de voces roncas y excitadas. Cuando giró la esquina del patio, el ruido se hizo mucho más fuerte. Una multitud de estudiantes rondaban por el patio, reuniéndose llegados de todas direcciones, incluso mientras James observaba. La mayoría eran simplemente curiosos que venían a ver de qué iba la conmoción, pero había un grupo muy activo en el centro, marchando, cantando eslóganes, algunos sujetando grandes pancartas pintadas a mano y estandartes. James vio uno de los estandartes cuando se aproximaba al gentío, y su corazón se hundió. «Fin al Fascismo de los Aurores del Ministerio». Otra pancarta ondeaba y señalaba hacia el cielo: ¡Di la VERDAD Harry Potter!
James rodeó al grupo, intentando pasar inadvertido. Cerca de los escalones del vestíbulo principal, Tabitha Corsica estaba siendo entrevistada por una mujer con unas gafas púrpura en forma de ojos de gato y una expresión excesivamente atenta. Con creciente intranquilidad, James la reconoció como Rita Skeeter, reportera de El Profeta, y una de las personas menos favoritas de su padre.
Cuando pasó a su lado, Tabitha le miró de reojo e hizo un ligero encogimiento de hombros y le dirigió una sonrisa, como si dijera lo siento, pero son tiempos difíciles y todos hacemos lo que tenemos que hacer.
Justo cuando James estaba a punto de subir los escalones, apareció la directora, avanzando resueltamente a la luz del día con una expresión muy severa en la cara. Apuntó la varita hacia su garganta y habló desde el escalón superior, su voz resonó por todo el patio, cortando a través del ruido de la multitud.
—No preguntaré que significa esto, ya que lo encuentro decepcionantemente obvio —dijo severamente, y James, que había conocido a Minerva McGonagall de forma periférica la mayor parte de su vida, pensó que nunca la había visto tan enfadada. Su cara estaba mortalmente pálida, con un rojo vivo en las mejillas. Su voz, todavía recorriendo el patio, era controlada pero acerada por la convicción—. Lejos de mi contradecir su derecho a mantener cualquiera que sean las absurdas y disparatadas nociones que muchos de ustedes pueden haber recogido pero permítanme asegurarles, que a pesar de lo que puedan haber escogido creer, no es política de esta escuela permitir que los estudiantes insulten a invitados estimados.
Las pancartas bajaron, pero no completamente. James vio que Rita Skeeter estaba observando a la directora con una mirada de hambrienta excitación en la cara, su vuelapluma garabateando salvajemente sobre un trozo de pergamino. McGonagall suspiró, recuperando la compostura.
—Hay formas apropiadas de expresión del desacuerdo, como todos sabrán. Este… despliegue… no es ni necesario ni apropiado. Espero que todos ustedes, por consiguiente, se dispersen inmediatamente con el conocimiento de que han dejado claro… —permitió que su mirada cayera sobre Rita Skeeter—… su punto de vista.
—¿Señora directora? —gritó una voz, y James no necesitó darse la vuelta para saber que era Tabitha Corsica. Se hizo un pesado silencio cuando el patio entero contuvo el aliento. James podía oír la pluma de Rita Skeeter rascando ávidamente.
McGonagall hizo una pausa, estudiando a Tabitha significativamente.
—¿Sí, señorita Corsica?
—No podría estar más de acuerdo con usted, señora —dijo Corsica llanamente, su voz hermosa resonando alrededor del patio—. Y por mi parte, espero que a todos se nos pueda permitir que estos asuntos sean tratados de un modo más razonable y relevante, como usted sugiere. ¿Podría ser demasiado pronto para proponer que hagamos de este tema el primero del Debate Escolar? Eso nos permitiría aproximarnos a un tema tan sensible respetuosa y concienzudamente como, estoy segura de que usted estará de acuerdo, se merece.
La mandíbula de McGonagall parecía de hierro cuando miró a Corsica. La pausa fue tan larga que Tabitha realmente apartó la mirada. Miró alrededor del patio, su compostura vacilando ligeramente. La vuelapluma se había puesto al corriente gracias a la pausa. Gravitaba sobre el pergamino, esperando.
—Aprecio su sugerencia, señorita Corsica —dijo McGonagal rotundamente— pero este no es ni el momento ni el lugar apropiado para discutir el calendario del equipo de debate, como seguramente puede imaginar. Y ahora —dejó que su mirada recorriera el patio críticamente—, considero la cuestión zanjada. Cualquiera que desee continuar esta discusión puede hacerlo mucho más confortablemente en la privacidad de sus habitaciones. Les aconsejaría que marcharan ahora, antes de que envíe al señor Filch a levantar censo.
La multitud comenzó a dispersarse. McGonagal vio a James, y su expresión cambió.
—Vamos, Potter —dijo, haciendo señas impacientemente. James subió los escalones y la siguió de vuelta a las sombras del vestíbulo. McGonagall estaba murmurando furiosamente, su túnica de tartán se balanceaba mientras caminaba por un pasillo lateral. Parecía esperar que James la siguiera, así que lo hizo.
—Ridículos agitadores propagandísticos —despotricaba, todavía conduciendo a James a lo que reconoció como la sala de profesores—. James, lamento que hayas presenciado eso. Pero lamento incluso más que tan asquerosos rumores hayan encontrado apoyo dentro de estas paredes.
McGonagall se giró y abrió una puerta sin interrumpir su zancada. James se encontró entrando en una habitación grande llena de sofás y sillas, mesitas y estantes de libros, todo organizado fortuitamente alrededor de una enorme chimenea de mármol. Y allí, levantándose para saludarle con una sonrisa ladeada estaba su padre. James sonrió y corrió pasando de largo a McGonagall.
—James —dijo Harry Potter con gran deleite, tirando del chico a un rudo abrazo y revolviéndole el pelo—. Mi muchacho. Me alegro de verte, hijo. ¿Qué tal la escuela?
James se encogió de hombros, sonriendo alegremente pero sintiéndose de repente tímido. Había varias personas más presentes a las que no reconoció, todas mirándole mientras estaba de pie con su padre.
—Todos conocéis a mi chico, James —dijo Harry, apretando el hombro de James—. James, hay algunos representantes del Ministerio que han venido conmigo. ¿Recuerdas a Titus Hardcastle, verdad? Y este es el señor Recreant y la señorita Sacarhina. Ambos trabajan para la Oficina de Relaciones Internacionales.
James estrechó manos cumplidoramente. Recordó a Titus Hardcastle cuando le miró, aunque no le había visto desde hacía mucho. Hardcastle, uno de los aurores de su padre, era compacto y grueso, con una cabeza cuadrada y rasgos muy rudos y marcados por el tiempo. El señor Recreant era alto y delgado, vestido bastante remilgadamente con túnica a raya diplomática y un bombín negro. Su apretón de manos fue rápido y flojo, algo así como sujetar un pez muerto. La señorita Sacarhina, sin embargo, no le estrechó la mano. Sonrió abiertamente hacia James y se agachó hasta quedar a su nivel, examinándole de arriba a abajo.
—Veo mucho de tus padres en ti, jovencito —dijo, inclinando la cabeza y de forma conspiradora—. Tal promesa y tal potencial. Espero que te unas a nosotros esta noche.
En respuesta, James miró a su padre. Harry sonrió y colocó ambas manos sobre los hombros de James.
—Cenamos esta noche con los visitantes de Alma Aleron. ¿Quieres venir? Al parecer disfrutaremos de una auténtica comida americana, lo cual quiere decir cualquier cosa desde hamburguesas a, bueno, hamburguesas con queso, es cuanto puedo suponer.
—¡Claro! —dijo James sonriendo. Harry Potter le devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo.
—Pero primero —dijo, dirigiéndose al resto del grupo—, nos uniremos a nuestros amigos de Alma Aleron para echar un vistazo a un poco de magia de su propiedad. Se supone que nos encontraremos con ellos en los próximos diez minutos y he pedido a unos pocos más que se unan a nosotros también. ¿De acuerdo?
—Yo no os acompañaré, me temo —dijo McGonagall enérgicamente—. Al parecer tendré que mantener un ojo atento a ciertos elementos de la población estudiantil durante su visita, señor Potter. Mis disculpas.
—Entiendo, Minerva —dijo Harry. A James siempre le sonaba raro que su padre llamara a la directora por su nombre, pero ella parecía esperarlo así—. Haz lo que debas, pero no te preocupes por aplastar cada pequeño estallido. Difícilmente valga la pena el esfuerzo.
—No estoy segura de estar de acuerdo contigo en eso, Harry, pero espero ser capaz de mantener el orden de forma imparcial. Os veré esta noche. —Con eso, la directora se dio la vuelta y abandonó la habitación bruscamente, todavía rumiando su enfado.
—¿Vamos entonces? —preguntó la señorita Sacarhina. El grupo comenzó a avanzar hacia una puerta en el lado opuesto de la habitación. Mientras caminaban, Harry se inclinó hacia su hijo y susurró:
—Me alegro de que vengas esta noche. Sacarhina y Recreant no son exactamente los compañeros de viaje más agradables, pero Percy insistió en que los trajera. Me temo que todo este asunto se ha convertido en una cuestión política.
James asintió sabiamente, sin saber lo que quería decir eso, pero contento de que su padre le hubiera hecho una confidencia, como siempre.
—¿Entonces como viajasteis?
—Red Flu —respondió Harry—. No quería hacer una entrada más visible de lo necesario. Minerva nos advirtió de la demostración que los tipos de E.P. tenían planeada.
A James le llevó un momento comprender que su padre estaba hablando del Elemento Progresivo.
—¿Ella sabe lo de esos tipos? —preguntó, sorprendido.
Su padre se puso un dedo en los labios, asintiendo ligeramente con la cabeza hacia Sacarhina y Recreant, que iban delante de ellos, hablando en voz baja mientras caminaban.
—Después —dibujó Harry silenciosamente con la boca.
Después de unas pocas vueltas, el señor Recreant abrió una gran puerta y salió a la luz del sol, el resto lo siguió.
Descendieron una amplia escalera de piedra que conducía hacia abajo hasta una zona de hierba que limitaba con el Bosque Prohibido a un lado y un muro bajo de piedra al otro. Neville Longbotton y el profesor Slughorn estaban de pie cerca del muro, hablando. Ambos levantaron la mirada cuando el grupo se aproximó.
—¡Hola, Harry! —dijo Neville, sonriendo y adelantándose para encontrarse con ellos—. Gracias por invitarnos a Horace y a mí a esto. Hemos sentido curiosidad al respecto desde que los americanos llegaron aquí.
—Harry Potter, vivito y coleando —dijo Slughorn cálidamente, tomando la mano de Harry con las dos suyas—. Ciertamente muy acertado pedirnos que viniéramos. Sabes que siempre me han interesado los nuevos avances en la comunidad mágica internacional.
Harry condujo al grupo a la verja que había en el muro de piedra, la abrió a un pulcro camino enlosado que conducía hacia el lago.
—No me lo agradezcáis a mí. Sólo os he traído para que podáis hacer todas las preguntas inteligentes y que deis sentido a lo que nos muestren.
Slughorn rió indulgentemente, pero Neville sólo sonrió. James se figuró que su padre probablemente estaba diciendo al menos en parte la verdad, y sólo Neville lo sabía.
El grupo se aproximó a una gran tienda de campaña de lona que estaba montada sobre una loma baja con vistas al agua. Una bandera americana colgaba sin viento en uno de los postes de la tienda, sobre una bandera adornada con el escudo de Alma Aleron. Un par de estudiantes americanos estaba charlando cerca. Uno de ellos vio al grupo y los reconoció con un ligero asentimiento de cabeza. Gritó hacia la tienda:
—¿Profesor Franklyn?
Después de un momento, Franklyn emergió por un costado de la tienda, limpiándose las manos con un trapo grande.
—¡Ah! Saludos, visitantes —dijo graciosamente—. Muchas gracias por venir.
Harry estrechó la mano extendida de Franklyn. Aparentemente se habían conocido ya antes y habían acordado este encuentro. Harry se giró y presentó a todos, terminando con James.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Franklyn, sonriendo hacia James—. El joven señor Potter está en mi clase. ¿Qué tal estás hoy, James?
—Bien, señor —respondió James, sonriendo.
—Como debe ser, en un día tan estupendo —dijo Franklyn seriamente, asintiendo con aprobación—. Y ahora que hemos cumplido con las buenas formas, síganme, amigos. Harry, estabas interesado en ver como cuidamos de nuestros vehículos, ¿cierto?
—Mucho —dijo Harry—. No estuve aquí para ver vuestra llegada, por supuesto, pero he oído hablar mucho de vuestros interesantes vehículos voladores. Estoy ansioso por verlos, al igual que vuestras instalaciones de almacenamiento. He oído muchísimas especulaciones al respecto, aunque admito que entendí muy poco.
—Nuestro Garaje Transdimensional, sí. Virtualmente ninguno de nosotros entiende mucho de él me temo —dijo Franklyn dudosamente—. De hecho, si no fuera por nuestro experto en Tecnomancia, Theodore Jackson, ninguno de nosotros tendría la más ligera idea de cómo ocuparse de él. Por cierto, os envía sus disculpas por no poder estar aquí para vuestra visita. Se unirá a nosotros esta noche y estará encantado de discutirlo entonces, si tenéis alguna pregunta para él.
—Estoy seguro de que las tendremos —dijo Titus Hardcastle con su voz baja y grave.
James siguió a su padre hasta el costado abierto de la tienda y casi tropieza con sus propios pies cuando miró dentro. La tienda era bastante grande, con complicados postes de madera y armazones que la sujetaban.
Los tres vehículos voladores de Alma Aleron estaban aparcados dentro, dejando suficiente espacio para pulcras líneas de cajas de herramientas, equipos de mantenimiento, repuesto y varios hombres con ropa de trabajo que se movían entre los vehículos activamente. Lo más extraño de la tienda, sin embargo, era que la parte de atrás no existía. Donde James estaba seguro de que debería haber estado la pared de lona que había visto desde fuera, había simplemente aire libre, mostrando una vista que definitivamente no correspondía a los terrenos de Hogwarts. Pulcros edificios de ladrillos rojos y enormes árboles rugosos podían verse en la distancia más allá de la pared desaparecida de la tienda. Incluso más extraño aún, la luz que iluminaba la escena era completamente diferente al brillante sol de mediodía de los terrenos de Hogwarts. Al otro lado de la tienda, la escena estaba iluminada por una pálida luz rosa, las enormes nubes mullidas se teñían de oro a lo lejos. Los árboles y la hierba parecían centellear, como cubiertos por el rocío de la mañana. Uno de los trabajadores asintió hacia Franklyn, y después se giró y entró en la extraña escena, limpiándose las manos en su sobretodo.
—Bienvenidos a una de las pocas Estructuras Transdimensionales del mundo —dijo Franklyn, gesticulando orgullosamente—. Nuestro Garaje, que está simultáneamente aquí, en su residencia temporal en los terrenos del Castillo Hogwarts, y en su localización permanente en el ala este de la Universidad Alma Aleron, Philadelphia, Pensilvania, Estados Unidos.
—Gran Fantasma de Golgamethe —dijo Slughorn, adelantándose lentamente—. Había leído sobre tales cosas pero nunca pensé que viviría para ver uno. ¿Esto es parte de una anormalidad temporal natural? ¿O está orquestado vía encantamientos de transferencia cuántica?
—Por eso es por lo que le invité, profesor —dijo Harry, sonriendo y examinando el interior de la tienda.
—El Garaje —dijo Franklyn, colocándose entre el Dodge Hornet y el Escarabajo Volkswagen para dejar espacio al grupo—. Esta es una de las tres únicas burbujas de pluralidad dimensionales conocidas. Lo que significa, digamos, que esta tienda existe dentro de un puente dimensional, permitiendo estar en dos lugares simultáneamente. Así, podemos ver a un lado los terrenos de Hogwarts al mediodía —señaló hacia el lado abierto de la tienda a través del cual habían entrado—, que es lo que podríamos llamar nuestro lado de la burbuja transdimensional. Y al otro lado —extendió la mano hacia el paisaje oscuro visto mágicamente a través de la parte posterior de la tienda—, el amanecer de la Universidad Alma Aleron, al otro lado de la burbuja. Les presento al señor Peter Graham, nuestro jefe mecánico.
Un hombre se enderezó de debajo del capó del Stutz Dragonfly. Sonrió y saludó.
—Encantado de conocerles damas y caballeros.
—Lo mismo digo —dijo débilmente Neville, que era el que más cerca estaba.
—El Señor Graham y sus hombres están todos en la mitad americana de la burbuja —explicó Franklyn—. Ya que están específicamente entrenados para trabajar en nuestra flota, lo consideramos el mejor modo de permitirles ocuparse del mantenimiento incluso mientras viajamos. Como pueden suponer, sin embargo, ellos no están técnicamente aquí. —Para ilustrarlo Franklyn extendió la mano hacia uno de los trabajadores que estaba en cuclillas cerca del Hornet. La mano de Franklyn pasó a través del hombre como si fuera humo. El hombre no pareció notarlo.
—Entonces —dijo Harry, frunciendo el ceño ligeramente—. Pueden oírnos, y vernos, y nosotros podemos verlos y oírlos también, pero todavía están allí, en América, y nosotros todavía estamos aquí, en Hogwarts. ¿Por eso no podemos tocarles?
—Precisamente —dijo Franklyn.
James habló:
—¿Entonces cómo podemos tocar nosotros los coches, y también sus mecánicos en América?
—Excelente pregunta, muchacho —dijo Slughorn, palmeando a James en la espalda.
—Ciertamente lo es —estuvo de acuerdo Franklyn—. Y es ahí donde las cosas se ponen un poquito, er, cuánticas. La respuesta simple es que estos coches, al contrario que nosotros, son multi-dimensionales. Todos habrán oído, espero, la teoría de que hay más de una dimensión, más allá de las cuatro con las que estamos familiarizados, ¿verdad?
Hubo asentimientos. James no tenía noticias de una teoría semejante, pero no obstante creyó entender la idea.
Franklyn siguió.
—La teoría manifiesta que hay dimensiones extra, desconocidas para cualquiera de nuestros sentidos, pero aún así reales. Efectivamente, el profesor Jackson ha creado un hechizo que capacita a estos vehículos para conectarse con esas dimensiones, permitiéndoles existir simultáneamente en dos espacios siempre y cuando estén dentro de las paredes de este Garaje. Mientras estén aparcados aquí, cruzan la burbuja dimensional y existen en ambos lugares a la vez.
—Impresionante —dijo Slughorn, pasando las manos a lo largo del guardabarros del Hornet—. Así, efectivamente, su tripulación puede reparar los vehículos a pesar de donde estén en ese momento, y además pueden ustedes permitirse una vista del hogar, incluso si no pueden acceder a él.
—Muy cierto —estuvo de acuerdo Franklyn—. A la vez muy conveniente y con un toque de comodidad.
Neville estaba interesado en los propios coches.
—¿Son realmente criaturas mecanizadas, o son máquinas encantadas?
James perdió interés cuando Franklyn se lanzó a una detallada explicación sobre los coches alados. Paseando por el otro lado de la tienda, miró a los terrenos de la escuela americana. El sol justamente acababa de asomar sobre el techo del edificio de ladrillo rojo más cercano, lanzando su luz rosa sobre el reloj de una torre. Eran poco más de las seis de la mañana allí. Qué increíblemente extraño y maravilloso, pensó James. Con vacilación, extendió la mano hacia afuera, curioso por ver si podía sentir la frescura del aire mañanero en ese otro lugar. Sintió un extraño entumecimiento en las puntas de los dedos, y después el roce de la tela que resultaba invisible. Estaba claro, no podía pasar, o siquiera sentir el aire del otro lugar.
—Que pena que no puedas venir, amigo —dijo una voz. James levantó la mirada. El jefe de mecánicos estaba apoyado en el guardabarros del Escarabajo, sonriendo—. Casi es la hora del desayuno y hoy hay tortilla de champiñones.
James sonrió.
—Suena bien. Aquí es hora de almorzar.
—Profesor Franklyn. —Oyó James decir al señor Recreant, con voz más bien ruidosa—. ¿Cómo encaja esta, er, estructura con la prohibición de la Coalición Internacional Mágica sobre magia oscura o no comprobada? Siendo virtualmente única en su especie, parece difícil establecer un registro de seguridad.
—Ah, muy cierto —estuvo de acuerdo Franklyn, mirando firmemente al señor Recreant—. Hemos sido lo bastante afortunados como para no haber experimentado ningún problema hasta ahora, así que hemos pasado más o menos inadvertidos a la Coalición. En cualquier caso, sería difícil probar la amenaza de algún peligro. Incluso un fallo total del hechizo transdimensional del profesor Jackson significaría, en el peor de los casos, que tendríamos que tomar un taxi a casa en vez de utilizar nuestros amados coches.
—Perdóneme —intervino la señorita Sacarhina, mostrando una sonrisa más bien de plástico—. ¿Un qué?
—Lo siento, señorita —dijo Franklyn—. Un taxi. Un vehículo muggle alquilado. Estaba siendo un poco ridículo, por supuesto.
Sacarhina tensó su sonrisa una muesca más apretada.
—Ah. Sí, por supuesto. Tiendo a olvidar la fascinación de los magos americanos por la ingeniería muggle. No puedo imaginar cómo se me pasó por alto.
Franklyn pareció no notar su sarcasmo.
—Bueno, no voy a hablar por mis compatriotas, pero yo admito que disfruto trasteando. Parte de mi aprecio por el Garaje es que me permite supervisar el mantenimiento de mi flota. Nunca me canso de averiguar cómo funcionan las cosas, e intento hacerlas funcionar un poquito mejor.
—Mm-hmm. —Sacarhina asintió remilgadamente, mirando a los coches a su alrededor.
Uno de los mecánicos tocó un alambre bajo el capó del Stutz Dragonfly y se produjo en estallido de chispas azules. Con un chirrido y un tirón, las largas alas del coche se desplegaron, batiendo el aire varias veces antes de chillar hasta detenerse otra vez. Neville había tenido que agacharse rápidamente para evitar ser golpeado por ellas.
—Buenos reflejos, Neville —dijo Harry—. Eso fue casi un caso de «mosca estampa a hombre».
Neville miró a Harry y vio la sonrisa contenida. Hardcastle se aclaró la garganta.
—Deberíamos continuar, señora, caballeros.
—Por supuesto —estuvo de acuerdo Harry—. Señor Franklyn.
Franklyn alzó una mano.
—Insisto en que me llames Ben. Tengo trescientos o cuatrocientos años, más o menos, y que me llamen señor sólo me lo recuerda. ¿Querrás complacerme?
Harry sonrió ampliamente.
—Por supuesto, Ben. Espero verte esta noche en la cena. Muchas gracias por mostrarnos vuestro notable Garaje.
—Un placer —dijo Franklyn, sonriendo orgullosamente—. Tengo una imprenta muy interesante allá en casa que me encantaría mostrarte cuando vengas a visitarnos a los Estados Unidos. Incluso te mostraré la campana que ayudé a fundir durante el nacimiento de nuestro país, pero la maldita cosa se rompió y no me dejaron arreglarla.
—No le hagan caso —dijo tras ellos Graham, el mecánico—. O hará que crean que él mismo forjó el cobre para la Estatua de la Libertad.
Hubo risas del resto de la tripulación.
Franklyn hizo una mueca, y luego saludó a Harry y al grupo.
—Hasta esta noche, amigos. Traed vuestro apetito. Y quizás un hechizo de congelación competente. Tengo entendido que Madame Delacroix está supervisando el gumbo.