James Potter avanzaba lentamente a lo largo de los estrechos pasillos del tren, asomándose tan indiferentemente como podía a cada compartimiento. Para aquellos que estaban dentro, probablemente pareciera estar buscando a alguien, algún amigo o grupo de confidentes con los que pasar el rato durante el viaje, y esa era su intención.
Lo último que James quería era que alguien notara que, a pesar de las bravatas que recientemente había desplegado ante su hermano menor Albus en el andén, estaba nervioso. Su estómago estaba revuelto y hecho un nudo, como si hubiera mordido una de las Pastillas Vomitivas de sus tíos Ron y George. Abrió la puerta corredera al final del coche de pasajeros y pasó cuidadosamente a través del pasadizo hasta el siguiente.
El primer compartimiento estaba lleno de chicas. Estaban charlando animadamente unas con otras, ya aparentemente las mejores amigas a pesar del hecho de que, muy probablemente, solo acababan de conocerse. Una de ellas levantó la vista y le descubrió observando. Él rápidamente apartó la mirada, fingiendo asomarse a la ventana que había tras ellas, hacia la estación que todavía bullía de actividad. Sintiendo las mejillas enrojecer, continuó pasillo abajo. Si al menos Rose tuviera un año más estaría aquí con él. Era una chica, pero era su prima y habían crecido juntos. Habría sido agradable tener al menos una cara familiar a su lado.
Por supuesto Ted y Victoire también estaban en el tren.
Ted, un chico de diecisiete años, había sido tan rápidamente absorbido por la multitud de amigos reencontrados y compañeros de clase que apenas había tenido tiempo de saludar y hacer un guiño a James antes de desaparecer en un atestado compartimiento del cual emanaba el sonido amortiguado de la música de un flamante aparato.
Victoire, cinco años mayor que él, le había invitado a sentarse con ella durante el viaje, pero James no se sentía tan cómodo con ella como con Rose, y no le complacía la idea de escucharla cotorrear con las otras cuatro chicas de su compartimiento sobre coloretes de polvo pixie y encantamientos para el cuidado del cabello. Siendo en parte Veela, Victoire nunca había tenido problemas para hacer amigos de cualquier género, rápidamente y sin esfuerzo. Además, algo en James hacía que sintiera la necesidad de reafirmarse como individuo, incluso si la idea le hacía sentirse nervioso y solitario.
No es que le preocupara ir a Hogwarts exactamente. Había ansiado este día durante la mayor parte de su vida, incluso cuando era demasiado joven para entender lo que significaba ser un mago, desde que su madre le había hablado de la escuela a la que un día asistiría, la escuela secreta a la que asistían magos y brujas para aprender magia. Estaba positivamente excitado ante la idea de asistir a sus primeras clases, de aprender a utilizar la nueva varita que llevaba orgullosamente en su mochila. Más que nada, ansiaba el Quidditch en el campo de Hogwarts, conseguir su primera escoba auténtica, intentar entrar en el equipo, quizás, solo quizás…
Pero ahí era donde la excitación había comenzado a convertirse en fría ansiedad. Su padre había sido buscador de Gryffindor, el más joven en la historia de Hogwarts. Lo mejor que él, James, podía esperar era igualar ese record. Eso era lo que todos esperaban de él, el primogénito del famoso héroe. Recordaba la historia, contada docenas de veces (aunque nunca por su propio padre) de como el joven Harry Potter había ganado su primera snitch saltando virtualmente de su escoba, atrapando la bola dorada con la boca y casi tragándosela. Los narradores de la historia siempre reían bulliciosamente, deleitados, y si papá estaba allí, sonreía tímidamente mientras le palmeaban la espalda.
Cuando James tenía cuatro años, encontró la famosa snitch en una caja de zapatos, en el fondo de la alacena del comedor. Su madre le contó que había sido un regalo para papá del antiguo director de la escuela. Las diminutas alas ya no funcionaban, y la bola dorada estaba cubierta por una fina capa de polvo y descolorida, pero James se había sentido hipnotizado por ella. Era la primera snitch que había visto de cerca. Parecía a la vez más pequeña y más grande de lo que había imaginado, y su peso en la pequeña mano había sido sorprendente. Esta es la famosa snitch, había pensado James reverentemente, la de la historia, la que cogió mi papá. Le preguntó a papá si podía quedársela en su habitación, guardada en la caja de zapatos cuando no jugara con ella. Su padre accedió fácilmente, alegremente, y James llevó la caja de zapatos desde el fondo de la alacena a un lugar bajo la cabecera de su cama, cerca de su escoba de juguete. Fingía que la oscura esquina bajo la cabecera era su taquilla de Quidditch. Pasaba muchas horas fingiendo zumbar y esquivar sobre el campo de Quidditch, persiguiendo a la legendaria snitch, a la que al final siempre cazaba con un fantástico picado, saltando, atrapando la descolorida snitch de su padre ante la aprobación de imaginarias multitudes rugientes.
¿Pero y si James no podía atrapar la snitch como había hecho su padre? ¿Y si no era bueno con la escoba? Tío Ron decía que montar una escoba estaba en la sangre de los Potter tan seguro como era para los dragones respirar fuego, ¿pero y si James probaba que estaba equivocado? ¿Y si era lento, o torpe, o se caía? ¿Y si ni siquiera conseguía entrar en el equipo? Para el resto de los de primer año, eso solo sería un ligero disgusto. Aunque las reglas habían cambiado para admitirlos, muy pocos de primero entraban en los equipos de las Casas. Para James, sin embargo, significaría que ya estaría decepcionando las expectativas. Ya habría fallado en ser tan grande como el gran Harry Potter. Y si no podía siquiera igualar a su padre en términos de algo tan elemental como el Quidditch, ¿cómo podía esperar igualar a la leyenda del chico que derrotó al Basilisco, ganó la Copa de los Tres Magos, reunió las Reliquias de la Muerte y, oh, sí, acabó con el viejo Moldy Voldy, el mago más oscuro y peligroso que haya existido nunca?
El tren dio un ruidoso y prolongado bandazo. Fuera, la voz del conductor llamó para que las puertas se cerraran. James se detuvo en el pasillo, repentinamente sobrecogido por la fría certeza de que lo peor ya había ocurrido, ya había fallado miserablemente incluso antes de empezar a intentarlo. Sintió una profunda y súbita puñalada de nostalgia por el hogar y parpadeó para contener las lágrimas, mirando rápidamente en el siguiente compartimiento.
Había dos chicos dentro, ninguno hablaba, ambos miraban por la ventana mientras el andén nueve y tres cuartos empezaba a pasar lentamente. James abrió la puerta e irrumpió rápidamente, esperando ver a su familia por la ventana, sintiendo una enorme necesidad de verles una última vez antes de que fuera demasiado tarde. Su propio reflejo en el cristal, iluminado por el fuerte sol de la mañana, oscureció la visión de la multitud de fuera. Había tanta gente; nunca los encontraría entre el gentío.
Examinó la multitud desesperadamente de todos modos. Y ahí estaban. Justo donde los había dejado, un pequeño grupo de gente de pie entre las caras sonrientes, como rocas en un arroyo. No le veían, no sabían en qué parte del tren estaba. Tío Bill y tía Fleur estaba saludando a un punto más atrás en el tren, aparentemente despidiendo a Victoire. Papá y mamá sonreían hacia el tren, examinando las ventanas. Albus estaba de pie junto a papá, y Lily cogía la mano de mamá, extasiada ante la gigantesca máquina carmesí mientras esta escupía grandes bocanadas de vapor, siseaba y silbaba, ganando velocidad. Y entonces los ojos de mamá se fijaron en James y su cara se iluminó. Dijo algo y papá se giró, mirando, y le encontró. Ambos saludaron, sonriendo orgullosamente. Mamá se limpió los ojos con una mano, levantando la mano de Lily con la otra, saludando a James. James no devolvió la sonrisa, pero les miró y se sintió un poco mejor de todos modos. Retrocedieron como llevados por una cinta transportadora, más caras, más manos ondeantes y cuerpos desdibujados interponiéndose entre ellos. James miró hasta que todos se desvanecieron tras una pared al final del andén, después suspiró, dejó caer su mochila al suelo y se derrumbó en un asiento.
Varios minutos de silencio pasaron mientras James observaba Londres pasar ante las ventanas. La ciudad se convirtió en multitud de suburbios y zonas industriales, todos parecían ocupados y decididos al brillante sol de la mañana. Se preguntó, como hacía a veces, como sería la vida para una persona no mágica, y por una vez los envidió, yendo a sus no mágicas y menos intimidantes (o eso creía) escuelas y trabajos.
Finalmente volvió su atención a los otros dos chicos del compartimiento. Uno estaba sentado en el mismo lado que él, cerca de la puerta. Era grande, con una cabeza cuadrada y cabello corto y oscuro. Estaba pasando ávidamente las páginas de un panfleto ilustrado titulado «Magia Elemental: Lo que debe saber el nuevo mago o bruja». James había visto copias de éste siendo vendidas en un pequeño quiosco en el andén. En la cubierta, un apuesto mago adolescente con la túnica de la escuela guiñaba un ojo mientras conjuraba una serie de objetos desde un baúl. Justo acababa de sacar un árbol a tamaño real que daba hamburguesas de queso cuando el chicarrón dobló la portada para leer uno de los artículos. James volvió su atención al muchacho que había frente a él y que le miraba abiertamente, sonriendo.
—Tengo un gato —dijo el chico, inesperadamente.
James parpadeó hacia él, y después tomó nota de la caja colocada en el asiento. Tenía una reja de alambre por puerta y un pequeño gato blanco y negro podía verse dentro, recostado y lamiéndose la pata.
—No eres alérgico a los gatos, ¿verdad? —preguntó a James ansiosamente.
—Oh. No —replicó James—. No creo. Mi familia tiene un perro, pero mi tía Hermione tiene una gran alfombra vieja de gato. Nunca he tenido problemas con ella.
—Eso está bien —respondió. Tenía un acento americano que James encontraba bastante divertido—. Mi madre y mi padre son los dos alérgicos a los gatos así que nunca he podido tener uno, pero me gustan. Cuando vi que podía traer un gato, supe que eso era lo que quería. Este es Pulgares. Tiene dedos de más, ¿ves? Uno en cada pata. No es que eso sea particularmente mágico, supongo, pero le hace interesante. ¿Qué has traído tú?
—Una lechuza. Ha estado en mi familia desde hace años. Una gran y vieja lechuza parda con un montón de millas a la espalda. Yo quería una rana pero mi padre dijo que un chico debía empezar la escuela con una lechuza. Dice que es el animal más útil para el primer año, pero yo creo que solo quería que tuviera una porque él la tuvo.
El chico sonrió alegremente.
—¿Entonces tu padre también es mago? El mío no. Ni mi madre. Yo soy el primero en la familia. Averiguamos lo del mundo mágico justo el año pasado. ¡Apenas podía creérmelo! Siempre había creído que la magia era el tipo de cosas que hacen en las fiestas de cumpleaños de niños pequeños. Tipos con sombreros altos sacándote dólares de plata de la oreja. Cosas así. ¡Guau! ¿Tú has sabido que eras mago toda la vida?
—Más bien sí. Es difícil no notarlo cuando tu primer recuerdo es de tus abuelos llegando la mañana de Navidad vía chimenea —respondió James, viendo como los ojos del chico se abrían de par en par—. Por supuesto nunca me pareció extraño en absoluto. Así es la vida.
El muchacho silbó apreciativamente.
—¡Eso es salvaje y genial! ¡Qué suerte! Por cierto mi nombre es Zane Walker. Soy de los Estados Unidos, por si no te habías dado cuenta. Mi padre está trabajando en Inglaterra este año, sin embargo. Hace películas, lo que no es tan excitante como suena. Probablemente vaya a la escuela de hechicería en América el año que viene, pero me parece que me toca Hogwarts este año, lo que por mí está bien, aunque si intentan darme más riñones o pescado para desayunar creo que me dará algo. Encantado de conocerte. —Terminó de un plumazo, y se extendió a lo ancho del compartimiento para estrecharle la mano en un gesto que fue tan artístico y automático que James casi rió. Estrechó la mano de Zane alegremente, aliviado de haber hecho tan rápidamente una amistad.
—Yo también me alegro de conocerte, Zane. Mi nombre es Potter. James Potter.
Zane se volvió a sentar y miró a James, inclinando la cabeza curiosamente.
—Potter. ¿James Potter? —repitió.
James sintió un pequeño y familiar ramalazo de orgullo y satisfacción. Estaba acostumbrado a ser reconocido, aunque fingiera que no siempre le gustaba.
Zane mostró una expresión, medio ceño, media sonrisa.
—¿Dónde está Q, cero cero?
James vaciló.
—¿Perdón?
—¿Qué? Oh, lo siento —dijo Zane, su expresión cambió a una de diversión—. Creí que estabas haciendo una broma por James Bond. Es difícil decirlo con ese acento.
—¿James qué? —dijo James, sintiendo que la conversación se le escapaba—. ¿Y cómo que acento? ¡Tú eres el que tiene acento!
—¿Tu apellido es Potter? —Eso había venido del tercer muchacho del compartimiento, que bajó su panfleto un poco.
—Sí. James Potter.
—¡Potter! —dijo Zane en un intento bastante ridículo de fingir un acento inglés—. ¡James Potter! —Alzó el puño hasta la altura de la cara, con el dedo anular apuntando hacia el techo como si fuera una pistola.
—¿Estás emparentado con este chico Potter? —dijo el chicarrón, ignorando a Zane—. Estoy leyendo sobre él en este artículo, «Breve historia del mundo mágico». Al parecer ha hecho cosas bastante guays.
—Ya no es un chico —rió James—. Es mi padre. Pierde mucho cuando le ves comiendo Wheatabixs en calzoncillos cada mañana. —Eso no era técnicamente cierto, pero a la gente siempre le aliviaba pensar que habían conseguido un vistazo mental del gran Harry Potter en un momento cándido.
El chicarrón alzó las cejas, frunciendo ligeramente el ceño.
—¡Guau! Genial. Aquí dice que derrotó al mago más peligroso que ha existido nunca. Un tipo llamado, hmm… —bajó la mirada hacia el panfleto, buscando—. Está aquí en alguna parte. Volda-lo que sea.
—Sí, es cierto —dijo James—. Pero en realidad, ahora es solo mi padre. Eso fue hace mucho tiempo.
Pero el otro muchacho había vuelto su atención hacia Zane.
—¿Tú también eres un nacido-muggle? —preguntó.
Zane pareció perplejo por un momento.
—¿Qué? ¿Un nacido-qué?
—Con padres no mágicos. Como yo —dijo seriamente—. Estoy intentando aprender el lenguaje. Mi padre dice que es importante tener una idea de lo básico directamente. Él es muggle, pero ya ha leído «Hogwarts: Una historia» de cabo a rabo. Me machacó con ella todo el camino. Preguntadme algo. Lo que sea. —Su mirada viajaba de Zane a James.
James alzó las cejas hacia Zane, que frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Hmm. ¿Cuántas son siete por cuarenta y tres?
El chicarrón puso los ojos en blanco y se derrumbó en su asiento.
—Quería decir sobre Hogwarts y el mundo mágico.
—Tengo una varita nueva —dijo Zane, abandonando y girándose para rebuscar en su mochila—. Está hecha de abedul, con una cola de unicornio o algo así. No puedo conseguir que haga nada aún. No por falta de esfuerzo, por cierto, os lo aseguro. —Se giró, haciendo una floritura con la varita, que estaba envuelta en una tela amarilla.
—Soy Ralph —dijo el chicarrón, dejando a un lado el panfleto—. Ralph Deedle. Conseguí mi varita ayer. Está hecha de sauce, con un núcleo de bigote de un Yeti del Himalaya.
James le miró fijamente.
—¿Un qué?
—Un bigote de Yeti del Himalaya. Muy raro, según el hombre que nos la vendió. Le costó a mi padre veinte galeones. Que traducido a libras es una buena suma, creo. —Estudió las caras de Zane y James por turnos—. Er, ¿por qué?
James alzó las cejas.
—Nada, solo que nunca he oído hablar de un Yeti del Himalaya.
Ralph se irguió y se inclinó hacia delante ansiosamente.
—¡Claro! Ya sabes lo que son. Alguna gente los llama abominables hombres de las nieves. Yo siempre había pensado que eran imaginarios, ya sabes. Pero entonces el día de mi cumpleaños mí padre y yo averiguamos que yo era un mago, ¡y siempre había imaginado que los magos eran imaginarios también! Bueno, ahora estoy aprendiendo que toda clase de locuras que creía que eran imaginarias se están convirtiendo en realidad. —Recogió su panfleto de nuevo y pasó las páginas con una mano, gesticulando vagamente con la otra.
—Solo por curiosidad —dijo James cuidadosamente—. ¿Dónde compraste tu varita?
Ralph sonrió.
—Oh, bueno, creíamos que esa iba a ser la parte difícil, ¿sabéis? Quiero decir, que no parece haber tiendas de varitas en cada esquina de donde yo vengo, es decir en Surrey. Así que bajamos a la ciudad antes y seguimos las instrucciones hasta el callejón Diagon. ¡Sin problema! Había un hombre allí en la esquina de la calle con un pequeño puesto.
Zane estaba observando a Ralph con interés.
—Un pequeño puesto —animó James.
—¡Sí! Por supuesto no tenía las varitas allí mismo, a simple vista. Estaba vendiendo mapas. Papá compró uno y pidió instrucciones para llegar al mejor fabricante de varitas de la ciudad. Mi padre desarrolla software de seguridad. Para ordenadores. ¿Lo he mencionado ya? Como sea, preguntó por el mejor, el más conocido fabricante de varitas. Resulta que el hombre era un experto fabricante de varitas él mismo. Solo hace unas pocas al año, pero las guarda para gente especial que ya sabe lo que está buscando. Así que papá le compró la mejor que tenía.
James estaba intentando mantener la cara seria.
—La mejor que tenía —repitió.
—Sí —confirmó Ralph. Rebuscó en su propia mochila y sacó algo de más o menos el tamaño de un rodillo de amasar, envuelto en papel marrón.
—La del núcleo de Yeti —confirmó James.
Ralph le miró de repente fijamente, medio pensando en desenvolver el paquete que había sacado de la mochila.
—Sabes, empieza a sonar un poco tonto cuando lo cuentas, ¿verdad? —preguntó un poco melancólicamente—. Ah, una chorrada.
Quitó el papel marrón. La varita era de alrededor de dieciocho pulgadas de largo y tan gruesa como un palo de escoba. El extremo había sido limado hasta formar un punto romo y pintado de verde lima. Todos la miraron. Después de un momento, Ralph miró un poco desesperadamente a James
—En realidad no es buena para nada mágico, ¿verdad?
James inclinó la cabeza.
—Bueno, estaría bien para matar vampiros, creo yo.
—¿Sí? —Ralph se animó.
Zane se enderezó y señaló la puerta del compartimiento.
—¡Guau! ¡Comida! Eh, James, ¿tienes algo de ese excéntrico dinero mágico? Estoy hambriento.
La vieja bruja que llevaba el carrito de la comida se asomó por la puerta abierta de su comportamiento.
—¿Queréis algo, queridos?
Zane ya se había levantado de un salto y estaba mirando ansiosamente la mercancía, examinándola con ojo serio y crítico. Volvió la mirada hacia James expectante.
—Vamos, Potter, es tu oportunidad para darnos la bienvenida a los nacidos muggles a la mesa con un poco de generosidad mágica. Todo lo que tengo es un billete de diez dólares americanos. —Se volvió hacia la bruja—. No acepta verdes americanos, ¿verdad?
Ella parpadeó y pareció ligeramente estupefacta.
—¿Verdes americanos?… ¿perdón?
—Demonios. Eso pensaba —dijo Zane, sacudiendo las palmas vueltas hacia arriba hacia James.
James buceó en el bolsillo de sus vaqueros, divertido y asombrado por la temeridad del chico.
—El dinero mágico no es como el dinero de juguete, sabes —dijo reprobadoramente, pero había una sonrisa en su voz.
Ralph levantó la mirada de su panfleto otra vez, parpadeando.
—¿Acaba de decir «demonios»?
—¡Oooooh! ¡Mirad esto! —gritó Zane alegremente—. ¡Pasteles de caldero! ¡Y Varitas de regaliz! Vosotros los magos realmente sabéis como llevar a cabo una metamorfosis. Nosotros los magos, quiero decir. ¡Eh!
James pagó a la bruja y Zane volvió a dejarse caer en su asiento, abriendo una caja de Varitas de regaliz. Un surtido de varitas de colores yacía en pulcros compartimentos. Zane sacó una roja, le quitó el envoltorio, y la sacudió hacia Ralph. Se oyó un pop y una lluvia de diminutas flores púrpura brotaron de la pechera de la camiseta de Ralph. Ralph bajó la mirada hacia ellas.
—Mejor que cualquier cosa que le haya sacado a mi varita hasta ahora —dijo Zane, mordiendo el extremo de la varita con gusto.
James se sintió sorprendido y complacido al notar que ya no estaba nervioso, o al menos no mucho. Abrió la caja que contenía su propia rana de chocolate, cogió la rana en el aire cuando ésta saltó, y le arrancó la cabeza de un mordisco. Miró en el fondo de la caja y vio la cara de su padre asomando hacia él. «Harry Potter, el chico que vivió» ponía la leyenda del fondo de la tarjeta. Sacó la tarjeta de la caja y se la ofreció a Ralph.
—Toma. Una cosilla para mi nuevo amigo nacido muggle —dijo, cuando Ralph la tomó. Ralph a penas lo notó. Estaba masticando, sujetando en alto una de las diminutas flores púrpura.
—No estoy seguro —dijo, examinándola—, pero creo que estas están hechas de merengue.
Después del ramalazo inicial de excitación y preocupación, después del tumulto de hacer nuevas amistades, el resto del viaje en tren pareció inusitadamente mundano. James se encontró a sí mismo actuando por turnos como guía turístico para sus dos amigos o teniendo conversaciones en las que le explicaban las costumbres y conceptos de la vida muggle. Le parecía increíble que aparentemente hubieran pasado gran parte de sus vidas viendo la televisión. O, si no la estaban viendo, parecía que ellos y sus amigos estuvieran jugando a juegos en ella, fingiendo conducir coches de carreras o correr aventuras o practicar deportes. James había oído hablar de la televisión, por supuesto, y de los videojuegos, pero habiendo tenido principalmente amigos magos, había asumido que los niños muggles solo se ocupaban en esas actividades cuando no había absolutamente nada mejor que hacer. Cuando le preguntó a Ralph por qué pasaba tanto tiempo practicando deportes en la televisión en vez de hacerlo en la vida real, Ralph simplemente había puesto los ojos en blanco, había soltado un ruido exasperado, y después había mirado impotentemente a Zane.
Zane había palmeado la espalda de James y había dicho:
—James, colega, es una cosa muggle. No lo entenderías.
James, a su vez, tuvo que explicar lo mejor que pudo en qué consistía Hogwarts y el mundo mágico. Les habló del la naturaleza intrazable del castillo, lo que significaba que no podía ser encontrado en ningún mapa por nadie que no conociera ya su localización. Describió las Casas de la escuela y explicó el sistema de puntos del que sus padres le habían hablado. Intentó, lo mejor que pudo, explicar el Quidditch, lo cual pareció dejarlos a ambos confusos y frustrantemente faltos de entusiasmo al respecto.
Zane tenía la ridícula idea de que solo las brujas montaban en escoba, aparentemente basada en una película llamada «El mago de Oz». James intentó muy pacientemente explicar que magos y brujas montaban en escoba y que no era en absoluto «cosa de chicas». Zane, claramente insensible a la consternación que esto estaba causando, procedió a insistir en que se suponía que todas las brujas tenían la piel verde y verrugas en la nariz, y la conversación se deterioró rápidamente.
Justo cuando la noche estaba comenzando a pintar el cielo de un pálido púrpura y a marcar las siluetas de los árboles fuera de las ventanas del tren, un muchacho alto y mayor, con un cabello rubio pulcramente recortado, llamó agudamente a la puerta del compartimiento.
—Estación de Hogsmeade al frente —dijo, asomándose con un aire de enérgico propósito—. Colegas, puede que queráis ir poniéndoos las túnicas de la escuela.
Zane frunció el ceño y alzó las cejas hacia el chico.
—¿De veras? —preguntó—. Son casi las siete. ¿Estás totalmente seguro? —Pronunció la palabra «totalmente» con su ridículo acento inglés.
El ceño del chico mayor se oscureció muy ligeramente.
—Mi nombre es Steven Metzer. Quinto año. Prefecto. ¿Y tú eres?
Zane se levantó de un salto, ofreciendo al muchacho su mano en una parodia del gesto que había mostrado a James al principio del viaje.
—Walker. Zane Walker. Encantado de conocerte, señor prefecto.
Steven bajó la mirada a la mano ofrecida, y después decidió, con un aparentemente enorme esfuerzo, seguir adelante y estrecharla. Habló para todo el compartimiento mientras lo hacía.
—Habrá una cena en el Gran Comedor a nuestra llegada a la escuela. Se exige la túnica escolar. Asumiré por su acento, señor Walker —dijo, retirando su mano y mirando de reojo a Zane— que vestirse para cenar es un concepto relativamente nuevo para usted. Sin duda lo captará con rapidez. —Cruzó la mirada con James, le dirigió un guiño rápido, y desapareció pasillo abajo.
—Sin duda lo haré —dijo Zane alegremente.
James ayudó a Ralph y Zane a dar sentido a sus túnicas. Ralph se había puesto la suya del revés, lo que hizo que pareciera el clérigo más joven que James había visto nunca. Zane, gustándole su aspecto, le había dado la vuelta a la suya a propósito, proclamando que si no estaba de moda aún, sin duda pronto lo estaría. Solo cuando James insistió en que sería irrespetuoso para con la escuela y los profesores, Zane estuvo de acuerdo reluctantemente en ponérsela bien.
James había sido informado repetidamente y con todo lujo de detalles de lo que ocurriría cuando llegaran. Conocía la Estación de Hogsmeade, había estado allí alguna que otra vez cuando era muy pequeño, aunque no tenía recuerdos de ello. Sabía lo de los botes que les llevarían a través del lago, y había visto docenas de fotografías del castillo. Aún así, descubrió que ninguna de ellas le había preparado lo bastante para su grandeza y solemnidad. Mientras los diminutos botes se deslizaban sobre el lago, formando ondas en forma de V sobre el agua vidriosa, James miraba fijamente, con una especie de maravilla que era quizás incluso mayor de la que sentían aquellos que le acompañaban, que no habían venido creyendo saber lo que les esperaba. La pura masa del castillo le asombró, pesado y erguido sobre la gran colina rocosa. Se remontaba hacia arriba en torretas y almenas, cada estructura detalladamente iluminada de un costado por el añil de la noche que se aproximaba, del otro por el dorado rosa de la puesta de sol. Una galaxia de ventanas punteaba el castillo, resplandeciendo con un cálido amarillo desde los costados ensombrecidos, brillando como la luz del sol. La enormidad de la visión pareció aplastar a James con un temor agradable, atravesándole directamente y bajando, y bajando, hasta su propio reflejo en el espejo del lago.
Hubo un detalle que no había esperado, sin embargo. A medio camino de cruzar el lago, justo cuando la conversación había comenzado de nuevo a surgir otra vez entre los nuevos estudiantes y habían empezado a hablar en voz alta excitadamente y a llamarse unos a otros a través del agua, James advirtió que había otro bote en el lago. Al contrario que los que él y sus compañeros de primer año abordaban, este no estaba iluminado por una linterna. No se aproximaba al castillo. Se alejaba de las luces de Hogwarts, un enorme bote que navegaba por sí mismo, pero aun así lo bastante pequeño como para casi perderse entre las sombras apagadas de la orilla del lago.
Había una sola persona en él, larguirucha y delgada, casi como una araña. James pensó que parecía una mujer. Justo cuando estaba a punto de darse la vuelta y olvidar la decididamente poco notoria visión, la figura levantó la mirada hacia él, repentinamente, como consciente de su curiosidad. A la luz del anochecer, estuvo casi seguro de que sus miradas se habían cruzado, y una frialdad totalmente inexplicable le sobrecogió. Era sin duda una mujer. Su piel era oscura, su cara huesuda, dura, de mejillas altas y barbilla afilada. Un chal estaba atado pulcramente sobre su cabeza, ocultando la mayor parte de su cabello. El aspecto de su cara mientras le observaba no era ni asustado ni enfadado. Parecía no tener ninguna expresión en absoluto, de hecho. Y entonces se desvaneció. James parpadeó sorprendido, antes de comprender, un momento después, que en realidad no se había desvanecido, simplemente había quedado oscurecida tras una maraña de juncos y hierbajos cuando sus botes se habían alejado más. Sacudió la cabeza, sonriéndose a sí mismo por ser el típico asustadizo de primer año, y luego volvió la mirada hacia el viaje que tenía por delante.
La manada de primero entró en el patio con un coro de parloteo apreciativo. James se encontró a sí mismo rezagado, avanzando con pies de plomo, casi inconscientemente hacia la retaguardia del grupo, mientras subían los escalones hasta el vestíbulo brillantemente iluminado. Allí estaba el señor Filch, a quien James reconoció por el cabello, el ceño, y el gato, la Señora Norris, que tenía acunado en el hueco de su brazo. Ahí estaban las escaleras encantadas, que incluso ahora crujían y rechinaban moviéndose hasta una nueva posición, hacia la mezcla de deleitados y excitados nuevos estudiantes. Y ahí, finalmente, estaban las puertas del Gran Comedor, sus paneles brillando dulcemente a la luz de los candelabros. Mientras los estudiantes se congregaban, la conversación decayó hasta el silencio. Zane, de pie hombro con hombro con Ralph, que era casi una cabeza más alto, se giró y miró sobre el hombro a James, meneando las cejas y sonriendo.
Las puertas crujieron y se abrieron hacia adentro, luz y sonido se derramó hacia fuera entre ellas mientras revelaban el Gran Comedor en todo su esplendor. Las cuatro largas mesas de las Casas estaban llenas de estudiantes, cientos de caras sonriendo, riendo, charlando, y bromeando. James buscó a Ted, pero no pudo encontrarle entre la multitud.
El alto y ligeramente torpe profesor que les había conducido hasta las puertas se volvió y se enfrentó a ellos, sonriendo tranquilizadoramente.
—¡Bienvenidos a Hogwarts, estudiantes de primer año! —gritó sobre el ruido del Gran Comedor—. Mi nombre es profesor Longbotton. Seréis seleccionados para vuestras Casas inmediatamente. Una vez hecho, buscaréis vuestra mesa y se servirá la cena. Por favor, seguidme.
Se giró con un aleteo de su túnica y procedió a recorrer enérgicamente el pasillo central del Gran Comedor.
Nerviosamente, los de primero comenzaron a seguirle, primero con pasitos cortos, después con un enérgico trote, intentando mantenerle el paso. James vio las cabezas de Ralph y Zane estirarse hacia atrás, con las barbillas apuntando más y más alto. Casi había olvidado el techo encantado. Miró hacia arriba él mismo, pero solo un poco, no quería que pareciera como si estuviera demasiado impresionado. Cuanto más alto miraba, más resplandecía el cielorraso y los huecos se volvían transparentes, revelando una sorprendente representación del cielo de afuera. Frías estrellas de aspecto quebradizo relucían como polvo de plata sobre el terciopelo de un joyero y a la derecha, justo sobre la mesa Gryffindor, podía verse la media luna, su gigantesca cara parecía a la vez alocada y jovial.
—¿Ha dicho que su nombre era Longbotton? —dijo Zane a James por la comisura de la boca.
—Sí. Neville Longbotton.
—Guau —dijo Zane, en voz baja—. Caray, realmente tenéis mucho que aprender sobre sutileza. Ni siquiera sabría por dónde empezar con un nombre como ese. —Ralph le hizo callar cuando la multitud empezó a callarse, al advertir a los de primero que se alineaban en la parte delantera del comedor.
James miró a lo largo de la mesa que había sobre el estrado, intentando distinguir a los profesores de los que había oído hablar. Estaba el profesor Slughorn, con aspecto tan ridículamente barroco como sus padres habían descrito. Slughorn, recordó, había llegado como profesor sustituto en la época de sus padres, aparentemente a regañadientes, y después simplemente nunca se había ido. Junto a él estaba el fantasmal profesor Binns, después la profesora Trelawney, parpadeando como una lechuza tras sus gigantescas gafas. Más allá en la mesa, reconocible por su tamaño (James podía ver que estaba sentado sobre una pila de tres libros enormes) estaba el profesor Flitwick. Varias caras más que no reconoció estaban esparcidas por ahí, profesores que habían llegado después de los tiempos de sus padres y por eso no le eran familiares. Ni rastro de Hagrid, pero James sabía que estaba entre los gigantes de nuevo con Grawp, y que no volvería hasta el día siguiente. Finalmente, en el centro de la mesa, justo entonces levantándose y alzando los brazos, estaba Minerva McGonagall, la directora.
—Bienvenidos de vuelta estudiantes, y bienvenidos nuevos estudiantes —dijo con su voz aguda y bastante trémula— a este primer banquete de este nuevo año en la Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería.
Un coro de alegre reconocimiento se alzó entre los estudiantes sentados detrás de James. Miró hacia atrás sobre su hombro, examinando a la multitud. Vio a Ted sentado, aullando entre las manos ahuecadas, rodeado por un grupo de imposiblemente guapos chicos y chicas mayores en la mesa Gryffindor. James intentó sonreírle, pero Ted no se dio cuenta.
Cuando los vítores disminuyeron, la profesora McGonagall continuó.
—Me alegra veros a todos tan excitados por estar aquí como lo están vuestros profesores y el personal de la escuela. Esperemos que este espíritu de mutuo entendimiento y unidad de propósito nos acompañe a través de todo el año escolar. —Atisbó a la multitud, fijándose especialmente en ciertos individuos.
James oyó arrastrar de pies y el marcado silencio de conspicuas sonrisas.
—Y ahora —siguió la directora, girándose para observar como una silla era llevada hasta el estrado por dos estudiantes mayores. James notó que uno de ellos era Steven Metzker, el prefecto que habían conocido en el tren—. Como marca nuestra orgullosa tradición en nuestra primera asamblea, presenciemos la Selección de nuestros más recientes estudiantes en sus respectivas Casas. Estudiantes de primer año, por favor aproxímense a la plataforma. Les llamaré por su nombre. Subirán a la plataforma y tomarán asiento…
James apagó el resto. Conocía bien esta ceremonia, habiendo interrogado interminablemente a sus padres al respecto.
Había estado, en los días previos, más excitado por la Selección de lo que había estado por nada nunca. En verdad, reconocía ahora que su excitación había enmascarado en realidad un miedo entumecedor y terrible. El Sombrero Seleccionador era la primera prueba que tenía que pasar para probar que era el hombre que sus padres esperaban que fuera, el hombre que el mundo mágico ya había empezado a asumir que era. No le había asaltado del todo hasta que había visto el artículo en El Profeta varias semanas antes. Había sido un artículo frívolo y bastante alegre, del tipo «qué pasaría si», y aun así había llenado a James con una especie de frío y espeluznante miedo. El artículo resumía la actual biografía de Harry Potter, ahora casado con su novia de la escuela, Ginny Weasley, y anunciaba que James, el hijo primogénito de Harry y Ginny Potter, asistiría a su primer año en Hogwarts. James se había sentido particularmente embrujado por la frase que terminaba el artículo. Podía evocarla palabra por palabra: «Nosotros, en El Profeta, junto con el resto del mundo mágico, deseamos al joven señor Potter todo lo mejor y que siga adelante hasta igualar, y quizás incluso superar, las expectativas que todos podríamos esperar del hijo de tan amada y legendaria figura»
¿Qué pensaría El Profeta, o el resto del mundo mágico, del hijo de la amada y legendaria figura si se sentaba en esa silla y el Sombrero Seleccionador le proclamaba otra cosa que no fuera un Gryffindor? Allí atrás, en el andén nueve y tres cuartos, James había confiado este mismo miedo a su padre.
—No hay más magia en ser un Gryffindor que en ser un Hufflepuff o un Ravenclaw o un Slytherin, James —había dicho Harry Potter, agachándose y poniendo una mano en el hombro del muchacho. James había apretado los labios, sabía que su padre diría algo parecido.
—¿Te habría consolado eso hace años cuando estabas a punto de sentarte en la silla y ponerte ese sombrero en la cabeza? —Había preguntado en voz baja y seria.
Su padre no había respondido, solo había apretado los labios, había sonreído apenadamente y sacudido la cabeza.
—Pero yo era un chaval preocupado y un poco superficial por aquel entonces, James, muchacho. Intenta no ser como yo en ese aspecto, ¿vale? Se han dado grandes brujas y magos en todas las casas. Me sentiré orgulloso y honrado de tener a mi hijo en cualquiera de ellas.
James había asentido, pero no había funcionado. Sabía lo que en realidad quería… y esperaba… su padre, a pesar de la charla. James tenía que ser un Gryffindor, como mamá y papá, como sus tíos y su tía, como todos los héroes y leyendas de los que había oído hablar desde que era un bebé, hasta remontarse al propio Godric Gryffindor, el más grande de todos los fundadores de Hogwarts.
Pero ahora, de pie, observando al Sombrero Seleccionador siendo convocado y sujeto entre los delgados brazos de la directora McGonagall, descubría que todos sus miedos y preocupaciones de algún modo habían desaparecido. Había estado rondándole una idea durante las últimas horas. Ahora pasó a primer plano en su mente. Había asumido todo el tiempo que no tenía más elección que competir con su padre e intentar llenar sus enormes zapatos. Su consecuentemente terrible miedo había sido no estar a la altura de la tarea, fracasar. ¿Pero y si había otra opción? ¿Y si simplemente no lo intentaba?
James miró a continuación, sin ver, como los primeros estudiantes eran llamados a la silla, como el sombrero era colocado sobre sus cabezas, casi ocultando sus ojos intensamente curiosos y vueltos hacia arriba. Parecía una estatua… una estatua de un muchachito con el indomable cabello negro de su padre y la nariz y los labios expresivos de su madre. ¿Y si simplemente no intentaba estar a la altura de la gigantesca sombra lanzada por su padre? No es que no pudiera ser grande a su propio modo. Sería solo de una forma muy diferente. Una forma decididamente, intencionadamente muy diferente. ¿Y si empezaba aquí? Aquí mismo, en la plataforma, en su primer día, siendo proclamado… bueno, algo que no fuera un Gryffindor. Eso sería todo lo que se necesitaría. A menos que…
—James Potter. —La voz de la directora tañó con su distintiva forma de pronunciar la erre de su apellido.
Se sobresaltó, levantando la mirada hacia ella como si se hubiera olvidado de que estaba allí. Parecía tener cien pies de altura allí de pie sobre la plataforma, con el brazo extendido sujetando el Sombrero Seleccionador sobre la silla, lanzando una sombra triangular sobre ella. Estaba a punto de adelantarse y trepar el pequeño tramo de escaleras hasta la plataforma, cuando un ruido estalló tras él. Le sorprendió y preocupó por un momento. Sintió el irracional temor de que de algún modo sus pensamientos habían escapado y le habían traicionado, de que ese era el ruido de la mesa Gryffindor poniéndose en pie, abucheándole. Pero no era un abucheo. Era un aplauso, cortés y sostenido, en respuesta a la llamada de su nombre. James se giró hacia la mesa Gryffindor, con una sonrisa de gratitud y felicidad ya iluminando su cara. Pero no eran ellos los que aplaudían. Estaban sentados allí más bien inexpresivos. La mayoría de sus cabezas se habían girado hacia la fuente del sonido. James se giró, siguiendo su mirada. Era la mesa Slytherin.
James sintió que echaba raíces en el lugar. La mesa entera le estaba mirando con sonrisas agradables, todas abiertas, felices, aplaudiendo. Uno de los estudiantes, una chica alta y muy atractiva con ondulado cabello negro y grandes y chispeantes ojos, estaba de pie. Aplaudía ligeramente pero confiada, sonriendo directamente a James. Finalmente, las otras mesas empezaron a unírseles, primero uno aquí y otro allá, y después con una sostenida y bastante asombrosa ovación.
—Sí. Sí, gracias —gritó la directora McGonagall sobre el aplauso—. Eso será suficiente. Todos estamos muy, er, felices de tener al joven Señor Potter entre nosotros este año. Ahora, si queréis volver a vuestros asientos… —James empezó su ascenso hasta el estrado mientras el aplauso moría. Cuando se giró y se sentó en la silla, oyó a la directora mascullar—… así podremos terminar y cenar antes del próximo equinoccio.
James se giró para mirarla pero solo vio la oscura masa del Sombrero Seleccionador posándose sobre él. Cerró los ojos firmemente y sintió la fresca suavidad del sombrero cubrirle la cabeza, deslizándose sobre su frente.
Instantáneamente todo sonido se detuvo. James estaba en la mente del sombrero, o quizás era a la inversa. El sombrero hablaba, pero no a él.
—Potter, James, sí, he estado esperando a este. Otro Potter que se coloca bajo mi ala. Siempre difíciles son estos… —murmuraba para sí mismo, como disfrutando del desafío—. Valor, sí, como siempre, pero el valor es barato en la juventud. Aún así, buen material para Gryffindor, como los anteriores.
El corazón de James saltó. Entonces recordó la idea que había tenido antes de subir al estrado, y vaciló. No tengo que jugar a este juego, pensó para sí mismo. No tengo que ser un Gryffindor. Pensó en el aplauso, pensó en la cara de la chica guapa del largo cabello ondulado, de pie tras el estandarte verde y plata.
—¡Slytherin, piensa! —consideró el sombrero en su cabeza—. Sí, siempre cabe esa posibilidad también. Como su padre. Hubiera sido un gran Slytherin, pero no quiso. Hmm, muy inseguro de sí mismo está este, y eso es nuevo en un Potter. La falta de seguridad no es un rastro ni Gryffindor ni Slytherin. Quizás Hufflepuff sería mejor…
Hufflepuff no, pensó James. Las caras nadaron hacia él en su mente. Mamá, papá, tío Ron y tía Hermione, todos Gryffindors. Desaparecieron y vio a la chica de la mesa Slytherin, sonriendo, aplaudiendo. Se oyó a sí mismo pensar, como había pensado minutos antes, Podría ser grande de un modo diferente, un modo intencionalmente diferente…
—Hufflepuff no, ¿hmm? Quizás tengas razón. Sí, ahora lo veo. Por supuesto podrías serlo, pero ciertamente no lo eres. Mis instintos iniciales eran correctos, como siempre. —Y entonces, en voz alta, el Sombrero Seleccionador gritó el nombre de su casa.
El sombrero fue arrancado de su cabeza, y James realmente creyó oír la palabra «Slytherin» todavía resonando entre las paredes, ya miraba con repentino horror hacia la mesa verde y plata para verlos aplaudir, cuando comprendió que la mesa bajo el león carmesí era la que se había levantado de un salto y aplaudía.
La mesa Gryffindor vitoreaba ruidosa y rabiosamente, y James comprendió ahora lo mucho más que le gustaba este aplauso que el cortés y bien practicado de antes. Saltó de la silla, bajó corriendo los escalones, y se mezcló entre los festejadores. Muchas manos palmearon su espalda y se extendieron para chocar con él esos cinco. Un asiento cerca de la parte delantera se despejó para él y una voz le dijo al oído cuando los vítores finalmente se apagaron.
—No lo dudé ni por un minuto, colega —susurró la voz alegremente. James se giró para ver a Ted dedicarle un asentimiento confiado y una palmada en la espalda antes de volver a sentarse en su sitio. Girándose otra vez para observar el resto de la ceremonia de selección, James se sintió tan repentina y perfectamente feliz que pensó que podría partirse en dos justo por la mitad. No tenía que seguir exactamente los pasos de su padre, pero quizás podía empezar haciendo las cosas deliberadamente distintas mañana. Por ahora, se vanaglorió en el conocimiento de que mamá y papá estarían emocionados al saber que él, como ellos, era un Gryffindor.
Cuando el nombre de Zane fue mencionado, este subió trotando los escalones y se dejó caer en la silla como si pensara que esta fuera a llevarle en un paseo por la montaña rusa. Sonreía cuando la sombra del sombrero cayó sobre su cabeza, y en cuanto lo hizo el sombrero gritó.
—¡Ravenclaw!
Zane alzó las cejas y meneó la cabeza adelante y atrás de un modo alegremente confuso que arrancó una risa alborozada a la multitud mientras los Ravenclaw celebraban y le llamaban a su mesa.
El resto de los de primero se abrieron paso hasta el estrado y las mesas de las Casas se fueron llenando sensiblemente.
Ralph fue el último en subir y sentarse en la silla. Pareció encoger un poco bajo el sombrero mientras este pensaba durante un tiempo sorprendentemente largo. Entonces, con una floritura de su pico, el sombrero anunció.
—¡Slytherin!
James estaba atónito. Había estado seguro de que al menos uno de sus nuevos amigos terminaría sentado junto a él en la mesa Gryffindor. Ninguno de los dos se había unido a él sin embargo, y uno de ellos, el que menos esperaba, se había convertido en un Slytherin. Por supuesto, había olvidado que él mismo casi había conseguido que le seleccionaran allí. ¿Pero Ralph? ¿Un nacido muggle si es que alguna vez hubo alguno? Se dio la vuelta y vio a Ralph sentándose a la mesa en el otro extremo de la habitación, siendo palmeado en la espalda por sus nuevos compañeros de casa. La chica de los ojos chispeantes y el cabello negro ondulado estaba sonriendo de nuevo, agradable y acogedoramente. Quizás la Casa Slytherin ha cambiado, pensó. Papá y mamá a penas se lo creerían.
Finalmente, la directora McGonagall guardó el Sombrero Seleccionador.
—Estudiantes de primer año —llamó—. Vuestra nueva Casa es vuestro hogar, pero todos somos vuestra familia. Disfrutemos de las competiciones dondequiera que podamos encontrarlas, pero no olvidemos nunca donde reside nuestra lealtad última. Y ahora —se empujó las gafas sobre la nariz y se dirigió a la multitud—, anuncios. Como siempre, el Bosque Prohibido está fuera de los límites para los estudiantes siempre. Os aseguro que esta no es simplemente una preferencia académica. Los de primero podéis preguntar a cualquier estudiante mayor excepto al señor Ted Lupin y al señor Noah Metzker, cuyo consejo podríais desear evitar en esta cuestión… ellos ya saben lo que pueden esperar si deciden ignorar esta regla.
James dejó que el resto de los anuncios le resbalaran mientras examinaba las caras de la multitud. Zane, en la mesa Ravenclaw, había empujado un cuenco de avellanas hasta él y estaba trabajando determinadamente para acabárselo. Al otro lado de la habitación, Ralph captó la mirada de James y gesticuló maravilladamente hacia sí mismo y sus nuevos compañeros de casa, pareciendo preguntar a James si todo iba bien. James se encogió de hombros y asintió sin comprometerse.
—Dejándonos con el último asunto del orden del día —dijo finalmente la directora, con el acompañamiento de unos pocos vítores valientes—. Algunos pueden haber notado que hay una silla vacía entre nuestros profesores sobre el estrado. Tened la seguridad de que tendréis profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, y que indudablemente será un experto muy dotado y bien cualificado en la materia. Llegará mañana por la tarde, junto con un grupo completo de compañeros profesores, estudiantes y asociados, como parte un intercambio internacional anual entre su escuela y la nuestra. Espero que todos estéis mañana por la tarde en el patio principal para la llegada de los representantes de Alma Aleron y el Departamento de Administración Mágica de los Estados Unidos.
Sonidos de mezcla de excitación y burla hicieron erupción en el Comedor cuando los estudiantes se volcaron instantáneamente a discutir este bastante notable giro de los acontecimientos con sus compañeros. James oyó a Ted decir:
—¿Que va a ser capaz de enseñarnos un viejo yanqui sobre las artes oscuras? ¿Qué canal están sintonizando?
Hubo un coro de risas. James se dio la vuelta, buscando a Zane. Le encontró, cruzó con él la mirada, y le señaló, encogiéndose de hombros. Tu gente va a venir, dibujó silenciosamente con la boca. Zane se puso una mano en el corazón y saludó con la otra.
En medio del debate, la cena apareció en las largas mesas, y James, junto con el resto de Hogwarts, la atacó con fervor.
Era ya casi medianoche para cuando James se abrió paso hasta el retrato de la Dama Gorda que marcaba la entrada de la sala común Gryffindor.
—Contraseña —cantó ella. James se detuvo de golpe, dejando que su mochila verde se deslizara de su hombro y golpeara con un ruido sordo el suelo. Nadie le había dado ninguna contraseña.
—No sé la contraseña aún. Soy de primero. Soy un Gryffindor —añadió débilmente.
—Puede ser —dijo la Dama Gorda, mirándole de arriba a abajo con un aire de cortés paciencia—. Pero sin contraseña no se entra.
—¿Quizás podría darme una pequeña pista por esta vez? —dijo James, intentando sonreír animosamente.
La Dama Gorda le miró compasivamente.
—Pareces haber malinterpretado desafortunadamente la naturaleza de la palabra «contraseña», querido.
Hubo una conmoción en las escaleras móviles cercanas. Aparecieron oscilando y se detuvieron, dando ligeros bandazos, en el extremo del rellano. Un grupo de estudiantes mayores las subían, riendo y haciéndose callar los unos a los otros escandalosamente. Ted estaba entre ellos.
—Ted —dijo James con alivio—. Necesito la contraseña. ¿Una ayudita?
Ted vio a James cuando él y los otros se aproximaron.
—Genisolaris —dijo, y después añadió para una de las chicas del grupo—. Aprisa, Petra, no dejes que el hermano de Noah te vea.
Ella asintió, pasando rozando junto a James cuando el retrato de la Dama Gorda se hizo a un lado para revelar el brillo del fuego encendido en la sala común. James empezaba a seguirla cuando Ted le pasó un brazo alrededor de los hombros, dándole la vuelta y llevándole de regreso al rellano.
—Mi querido James, no habrás imaginado que íbamos a dejar que te arrastraras hasta la cama a una hora tan temprana, ¿verdad? Hay tradiciones Gryffindor en las que pensar, por las barbas de Merlín.
—¿Qué? —tartamudeó James—. Es medianoche. Lo sabes, ¿verdad?
—Comúnmente conocida en el mundo muggle como «La hora de las brujas» —dijo Ted instructivamente—. Un nombre tristemente equivocado, por supuesto, «La hora de que brujas y magos gasten alguna broma a desprevenidos muggles» es un poco largo para que nadie lo recuerde. Nos gusta llamarla simplemente «Hora de Elevar el Wocket». —Ted estaba conduciendo a James de vuelta a las escaleras, junto con otros tres Gryffindors.
—¿El qué? —preguntó James, intentando no perderse.
—El chico no sabe lo que es el Wocket —dijo Ted tristemente hacia el resto del grupo—. Y su padre es el propietario del famoso Mapa del Merodeador. Pensad en lo fácil que sería esto si pudiéramos poner nuestras manos en semejante tesoro. James, déjame presentarte al resto de los Gremlins, un grupo al que ciertamente puedes esperar unirte dependiendo de cómo vayan las cosas esta noche, por supuesto. —Ted se detuvo, se giró y ondeó el brazo ampliamente, señalando a los otros tres que se escabullían con ellos—. Mi número uno, Noah Metzker, cuyo único defecto es su involuntaria relación con su hermano prefecto de quinto año.
Noah se inclinó cortésmente por la cintura, sonriendo.
—Nuestra tesorera —continuó Ted—, si alguna vez nos las arreglamos para encontrar alguna moneda, Sabrina Hildegard.
Una chica de cara agradable con un montón de pecas y una pluma prendida en el espeso cabello rojizo asintió hacia James.
—Nuestro chivo expiatorio, si tales servicios son requeridos, el joven Damien Damascus. —Ted agarró el hombro de un chico corpulento con gafas gruesas y una cara de calabaza que sonrió hacia él y gruñó—. Y finalmente, mí coartada, mi pantalla perfecta, la favorita de todos los profesores, la señorita Petra Morganstern. —Ted gesticuló afectuosamente hacia la chica que acababa de volver por el agujero del retrato, metiéndose algo pequeño en el bolsillo de sus vaqueros. James notó que todo el mundo excepto él se había cambiado la túnica y llevaban vaqueros y camisetas oscuras—. ¿Todo listo para el despegue? —preguntó Ted a Petra cuando se reunió con ellos.
—Afirmativo. Todos los sistemas en marcha, capitán —replicó ella, y se oyó una risita disimulada de Damien. Todos se volvieron y comenzaron a descender la escalera, Ted conducía a James con ellos.
—¿Debería ir a cambiarme o algo? —preguntó, su voz temblaba mientras bajaba las escaleras.
Ted le dirigió una mirada evaluadora.
—No, no creo que sea necesario en tu caso. Relájate, colega. Vas a tener una revelación. Así que basta de hablar. Será mejor que saltes aquí. No querrás pisar ese escalón, créeme. —James saltó, con la mochila balanceándose sobre su hombro, sintiéndose empujado por el entusiasmo del grupo más que por el apretón de Ted en su codo. Aterrizó en el suelo de un largo pasillo iluminado por antorchas y se tambaleó para recuperar el equilibrio. Al final del pasillo, el grupo se encontró con tres estudiantes más, todos de pie bajo la sombra lanzada por la estatua de un gigantesco mago con la espalda encorvada por una joroba y que llevaba un sombrero muy alto.
—Buenas noches, compañeros Gremlins —susurró Ted a todos cuando se reunieron bajo la sombra de la estatua—. Os presento a James, hijo de mi padrino, un tipo llamado Harry Potter.
James sonrió tímidamente a las caras nuevas, y reaccionó tardíamente ante la tercera cara.
—James, te presento a nuestra rama Ravenclaw, Horace, Gennifer, y el joven como se llame. —Ted se volvió hacia Gennifer—. ¿Cómo se llama? —preguntó, gesticulando hacia el chico del final.
—Zane —dijo Gennifer, pasando un brazo alrededor del chico menor, que sonrió y permitió ser juguetonamente sacudido—. Acabamos de conocerle esta noche, pero tiene un cierto no sé qué que me dice que estamos ante un Gremlin. Estaba pensando que podría haber algún pequeño demonio en alguna parte de su linaje.
—¡Vamos a jugar a cazar el Wocket! —dijo Zane a James en un aparte susurrado que recorrió todo el pasillo—. A mí me suena dudoso, pero si esto nos hace guays, bueno, me imaginé que bien podríamos ¡lanzarnos de cabeza!
James no podía decir si Zane estaba bromeando o no, y entonces comprendió que en realidad no importaba.
—Elevar el Wocket —corrigió Noah.
James decidió que era el momento de meterse en la conversación.
—¿Entonces qué es ese Wocket? ¿Y por qué estamos todos hacinados en una esquina tras una estatua?
—Esta no es solo una vieja estatua —dijo Petra, mientras Ted se deslizaba tan lejos entre la estatua y la pared como podía, aparentemente buscando algo—. Es San Lokimagus el Perpetuamente Productivo. Estudiamos su historia el año pasado, y eso nos llevó a un descubrimiento bastante asombroso.
—Te condujo, querrás decir —dijo Ted, su voz se oía amortiguada.
Petra lo consideró y asintió.
—Bien cierto —estuvo de acuerdo.
—En los días de tu padre —dijo Noah mientras Ted se arrastraba tras la estatua—, habían seis pasadizos secretos para entrar y salir de Hogwarts. Pero eso fue antes de la Batalla. Después de eso, gran parte del castillo fue reconstruido, y todos los viejos pasadizos secretos fueron permanentemente sellados. Pero hay algo curioso en un castillo mágico. Al parecer le crecen nuevos pasadizos secretos. Solo hemos encontrado dos, y eso solo gracias a Petra y a nuestros amigos Ravenclaw de aquí. San Lokimagus, el perpetuamente productivo es uno de ellos. Está todo claro aquí en su leyenda.
Noah señaló a las palabras grabadas en la base de la estatua: Igitur qui moveo, qui et movea.
Ted soltó un gruñido de triunfo y se oyó un ruidoso chasquido.
—Nunca adivinaríais donde estaba esta vez —dijo, saliendo de detrás de la estatua. Con un arañar de piedra en movimiento, la estatua de San Lokimagus se enderezó tanto como su espalda jorobada le permitía, bajó cuidadosamente de su pedestal y después cruzó el pasillo con un andar ligeramente cojeante. Desapareció por la puerta opuesta, que correspondía a un baño de chicos por lo que pudo ver James.
—¿Qué significa la leyenda? —preguntó James mientras los Gremlins empezaban a agacharse para atravesar presurosamente el umbral que había tras el pedestal de San Lokimagus. Noah sonrió y se encogió de hombros.
—Cuando tienes que ir, tienes que ir.
El pasadizo conducía a un corto tramo de escaleras con escalones de piedra redondeada. Los Gremlins subieron ruidosamente los escalones, y después se hicieron callar unos a otros cuando alcanzaron otro umbral. Ted abrió la puerta una fracción, asomándose a través de la pequeña abertura. Un momento después la abrió de par en par y señaló al resto que le siguieran a fuera.
La puerta se abría inexplicablemente al exterior de un pequeño cobertizo cerca de lo que James reconoció como el campo de Quidditch.
Las altas tribunas se alzaban a la luz de la luna, con aspecto yermo e imponente en el silencio.
—El pasadizo solo funciona en un sentido —explicó Sabrina a James y Zane mientras el grupo corría ligeramente a través del campo de Quidditch hacia las colinas de más allá—. Si entras en él sin haber venido primero por el túnel de Lokimagus solo te encuentras entrando en el cobertizo del equipamiento. Bastante conveniente, ya que significa que si nos cogen, nadie más podrá perseguirnos de vuelta a través del túnel.
—¿Alguna vez os han cogido? —preguntó James, jadeando para mantenerle el paso.
—No, pero esta es la primera vez que intentamos utilizarlo. Lo descubrimos al final del pasado curso. —Se encogió de hombros como diciendo «Ya veremos como acaba esto, ¿verdad?».
La voz de Zane llegó de la oscuridad detrás de James, pensativamente.
—¿Y qué pasa si San Vejiga Mágica acaba con su pequeño asunto antes de que volvamos a pasar por su agujero? —James se estremeció ante el giro que proponía la frase de Zane, pero admiró su lógica. Esa parecía una pregunta que merecía la pena hacer.
—Esa es definitivamente una pregunta para un Ravenclaw —dijo Noah hacia atrás tan calladamente como pudo, pero nadie respondió.
Después de diez minutos de escurrirse por los límites de un bosque tupido e iluminado por la luna, el grupo trepó sobre una alambrada hasta un campo. Ted sacó su varita del bolsillo trasero mientras se aproximaba a una parcela de arbustos y rastrojos aplastados. James le siguió y vio que había allí un granero bajo, oculto entre la vegetación. Estaba desvencijado, inclinado y enterrado por la hiedra.
—Alohomora —dijo Ted, apuntando su varita hacia el gran candado oxidado que pendía de la puerta. Se produjo un destello de luz amarilla. Esta floreció del cerrojo y se convirtió en la forma de un reluciente brazo fantasmal que salió reptando por el ojo de la cerradura del candado. El brazo terminaba en un puño con el dedo índice apuntando al aire. Meneó el dedo adelante y atrás reprobadoramente durante unos segundos, y después se desvaneció.
—El encantamiento protector todavía está en su lugar, entonces —anunció Ted alegremente. Se giró hacia Petra, que se adelantó sacando algo del bolsillo de sus vaqueros. James vio que era una llave maestra oxidada.
—Eso fue idea de Gennifer —dijo Horace, el segundo Ravenclaw—. Aunque yo hubiera preferido que hiciera un gesto diferente.
—Habría sido un bonito toque —estuvo de acuerdo Zane.
—Nos imaginamos que ningún individuo mágico que intentara irrumpir aquí pensaría en algo tan aburrido como una llave —explicó Noah—. Pusimos encantamientos desilusionadores para mantener apartados a los muggles, pero ellos no vienen aquí de todos modos. Está abandonado.
Petra giró la llave y quitó el candado. Las puertas del viejo granero se abrieron con un sorprendente silencio.
—Las puertas chirriantes son para novatos —dijo Damien presuntuosamente, golpeándose ligeramente el lateral de su nariz respingona.
James se asomó dentro. Había algo grande entre las sombras, su masa se recortaba contra la parte de atrás del granero. A duras penas podía distinguir la forma.
—¡Genial! —gritó Zane alegremente cuando se le hizo evidente—. ¡Elevar el Wocket! Tenías razón, James. No había nada parecido a esto en El mago de Oz.
—¿El mago de qué? —dijo Ted a James por la comisura de la boca.
—Una cosa muggle —replicó James—. No lo entenderíamos.
Frank Tottington despertó repentinamente, seguro de haber oído algo en el jardín. Estaba instantáneamente alerta y furioso, echando a un lado las mantas y sacando las piernas de la cama como si hubiera estado esperando una molestia semejante.
—¿Quéee? —masculló su esposa, alzando la cabeza somnolientamente.
—Son esos chicos en nuestro jardín otra vez —anunció Frank bruscamente, embutiendo los pies en sus zapatillas de estampado escocés—. ¿No te dije que estaban colándose por la noche, pisoteando mis begonias y robándome los tomates? ¡Críos! —escupió.
Se atavió con una bata raída. Ésta se agitó alrededor de sus espinillas mientras bajaba a zancadas las escaleras y cogía su escopeta del gancho dirigiéndose hacia la puerta trasera.
La puerta mosquitera se abrió y golpeó contra la pared exterior cuando Frank salió a toda prisa.
—¡Vosotros, gamberros! ¡Tirad esos tomates y salid aquí a la luz, donde pueda veros! —Alzó la escopeta en una mano, apuntando como advertencia hacia el cielo tachonado de estrellas.
Una luz se encendió de pronto sobre su cabeza, iluminándole con un blanco haz cegador que parecía zumbar débilmente. Frank se quedó congelado, su escopeta todavía apuntando hacia arriba, hacia el haz de luz.
Lentamente, Fran alzó la cabeza, entrecerrando los ojos, su barbilla cubierta de rastrojo lanzando una larga sombra sobre la pechera de su bata. Había algo gravitando sobre él. Era difícil decir cuál era su tamaño. Era simplemente una forma negra redondeada, con luces tenues punteando sus bordes. Estaba girando lentamente y parecía estar descendiendo.
Frank jadeó, tambaleándose y casi dejando caer su arma. Se recobró y retrocedió rápidamente sin apartar los ojos del objeto que zumbaba suavemente. Bajaba lentamente, como amortiguado por el rayo de luz, y mientras bajaba el zumbido se profundizaba y latía.
Frank vaciló ante esto, sus rodillas nudosas se doblaron en una especie de posición alerta. Se mordisqueaba el labio dubitativamente.
Entonces, con una explosión de vapor y un siseo, la forma de una puerta apareció en el costado del objeto.
Estaba recortada contra la luz, y esa luz se hizo más brillante cuando la puerta se desplegó, formando una rampa corta. Hubo un destello de luz roja y Frank saltó. Eso hizo que apretara el gatillo pero nada ocurrió. El gatillo había cambiado, se había convertido en un pequeño botón en vez del reconfortante gancho de metal. Bajó la mirada a la escopeta, y entonces la sostuvo ante él con sorpresa. No era su escopeta en absoluto. Era un pequeño y desgastado paraguas con un mango de madera falsa. Nunca antes lo había visto. Reconociendo que estaba en presencia de algo verdaderamente de otro mundo, Frank dejó caer el paraguas y cayó de rodillas.
La figura de la puerta era pequeña y delgada. Su piel era de un verde amoratado, su gran cabeza casi no mostraba rasgos sobresalientes, con la sugerencia de unos grandes ojos almendrados apenas visibles al resplandor de la luz de la escotilla abierta.
Agachándose ligeramente para pasar por el umbral, de repente la figura cayó del extremo de la escotilla. Se tambaleó hacia adelante, ondeando los brazos, y pareció a punto de lanzarse sobre Frank. Él gateó hacia atrás desesperadamente, aterrado. La pequeña figura se inclinó hacia adelante, su cabeza desproporcionadamente grande zumbando hacia Frank, llenando su campo de visión.
Un momento antes de que Frank perdiera la consciencia se distrajo por el hecho bastante extraño de que la figura parecía llevar una mochila verde oscura bastante ordinaria colgando de los hombros.
Frank se desmayó con una mirada desconcertada en la cara.
James despertó exhausto a la mañana siguiente. Obligó a sus ojos a abrirse, tomando nota de las formas poco familiares a su alrededor. Estaba en una cama de cuatro postes en una habitación grande y redonda con un techo bajo. La luz solar brillaba alegremente, iluminando más camas, la mayoría de las cuales estaban deshechas y vacías. Lentamente, como una lechuza sacudiéndose sobre su percha, recordó la noche anterior: el Sombrero Seleccionador, estar de pie ante el retrato de la Dama Gorda y sin saber la contraseña Gryffindor, encontrarse con Ted, y después con el resto de los Gremlins.
Se sentó en la cama rápidamente, tocándose la cara. Se palmeó las mejillas, la frente, la forma de los ojos, y luego suspiró con alivio. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Algo llegó volando desde la cama de al lado, un periódico que James no reconoció. Estaba abierto por un artículo con el titular: HOMBRE LOCAL INSISTE EN QUE COHETES MARCIANOS ROBAN SUS TOMATES. James levantó la mirada. Noah Metzker estaba a los pies de su cama, con una mirada sardónica en la cara.
—Han vuelto a escribir mal la palabra «wocket»1. (1Broma intraducible referida a la similitud entre la palabra Wocket y Rocket, que significa cohete)