Introducción:

UNA SINTAXIS A SALTOS

Como el sentimiento es el primero que

presta algo de atención

a la sintaxis de las cosas

nunca te besará de verdad;

entonces

ríe, recostándote en mis brazos

porque la vida no es un párrafo.

Y la muerte pienso no es un paréntesis.

E. E. CUMMINGS

Este libro es un estudio que fue evolucionando. Su primer nombre fue Crisálida. Cuando llegó el momento de su nacimiento, era demasiado grande para el nombre que le había dado. Su esqueleto —el proceso de metamorfosis de oruga a crisálida y de crisálida a mariposa— estaba intacto, pero el todo era mayor que la simple suma de sus partes. Las partes se concentran en aquellas etapas del desarrollo de una crisálida en las que la vida deja de ser lo que era. Ya no somos lo que éramos, pero no sabemos en qué podemos transformarnos. Nos sentimos como una masa informe, temerosos de nuestra salida del útero. El todo se refiere al proceso de embarazo psíquico, ese proceso en que la virgen, sin dejar de serlo, vive eternamente embarazada, eternamente abierta a nuevas posibilidades.

La analogía entre la virgen embarazada, por una parte, y la crisálida y la mariposa, por otra, no es una idea original. En la antigua Grecia, la palabra con que se designaba al alma era psique y en muchos casos se la representaba como una mariposa. La emergencia de la mariposa desde la crisálida era similar al nacimiento del alma a partir de la materia, un nacimiento que por lo general se asimilaba a la liberación y que, por lo tanto, era un símbolo de la inmortalidad. El Niño Divino, el Redentor, el hijo del espíritu que va desarrollándose en el útero de la virgen, encuentra una expresión natural en la imagen de la mariposa alada que se transforma dentro del capullo y se dispone a liberarse de la criatura que se arrastra sobre su vientre. Pero al hablar de la oruga y la mariposa, en este libro, no se hace la distinción habitual entre cuerpo y alma, entre vida mortal e inmortal. El libro es un estudio de la presencia de una dentro de la otra y en él se sugiere que en realidad la inmortalidad está contenida en la mortalidad y que, en esta vida, depende de ella. En él analizo cómo se puede restablecer la unidad entre el cuerpo y el alma.

Flora, uno de los personajes de La Primavera de Botticelli, representa la paradoja de la aparente quietud exterior y el resplandor interior del embarazo. Flora encarna la belleza evanescente de la joven que florece hasta convertirse en mujer. Como la tímida ninfa terrestre Cloris, se ha entregado al aliento de Céfiro y se despierta convertida en la serena y sensual Flora. Al igual que María fecundada por el Espíritu Santo, se alza radiante y llena de gracia mientras mira a quien la contempla directamente a los ojos, con una feminidad llena de franca y lírica ternura.

La escritura de este libro fue un embarazo que duró nueve meses. El libro se negó a aceptar un esquema preconcebido y fue evolucionando a lo largo de su propia metamorfosis. En agosto pasado, cuando estaba en mi segundo mes de «embarazo», tuve las típicas náuseas por las mañanas. Bastaba una sola mirada a la hoja en blanco para sentir malestar. Temí perder al niño. Pero, como suele pasar cuando estoy bien consciente como para plantear la pregunta indicada, recibí la respuesta en un sueño:

Estoy sentada en unos escalones cerca de las aguas de la bahía de Georgia, tratando de hacer un cilindro con una hoja grande de nenúfar, pero la hoja no obedece a mis movimientos. Cada vez que logro enrollar una de las puntas, la otra se desenrolla. Detrás de mí hay un hotel. Dos hombres se están peleando en el balcón. Siento que sus golpes retumban en mi cuerpo. Pienso que debería tratar de hacer algo, pero una voz me ordena: «¡Dale forma a tu flauta!».

Sigo enrollando la hoja y, de pronto, uno de los hombres empuja al otro, que cae del balcón y pasa casi rozando mi cabeza. Ahora sí tengo que hacer algo. Estoy a punto de levantarme cuando una voz me ordena nuevamente: «¡Dale forma a tu flauta!».

Ahora comprendo. Lo que estoy haciendo es crear un instrumento. A mi lado, un poco hacia atrás, veo una rana enorme rodeada de huevos verdes, que sonríe inmensamente orgullosa mientras espera que termine de armar la flauta para pasar los huevos a través de ella e ir produciendo sonidos que tengan sentido.

Cuando despierto ya sé cuál era el problema: en lugar de concentrarme con todas mis fuerzas en hacer la «flauta», estaba dejando que me distrajeran los golpes de los dos hombres que estaban en el balcón. Conocía perfectamente sus voces: «Deja de escribir. Sigue viviendo como siempre. De todos modos, no sabes escribir…». Pero había otra voz, una voz femenina oculta, tenaz y orgullosa: «Quiero escribir, pero no quiero escribir un ensayo. Quiero escribir con mi propio estilo». Estaba en un callejón sin salida.

Camino entre los arbustos hasta llegar a la bahía de Iris, pensando en el nenúfar, el loto canadiense cuya flor encierra un simbolismo muy parecido al de la rosa. Sus raíces se adentran en el lodo fértil y, a través del firme tallo, dan alimento a las hojas y las flores. Serena en su blanca sencillez, la flor se va abriendo al sol pétalo por pétalo, como símbolo de la Diosa —Prajna-paramita, Tara, Sofía—, de la Creación que se abre a la Conciencia. El nenúfar es la flor del corazón, del conocimiento, del despertar de Dios en el alma. Su divina sabiduría libera de las pasiones y del dolor que provocan los deseos del yo.

Tomo una hoja de nenúfar y me concentro en armar la flauta, recordando la sonrisa abierta de la rana. Indudablemente, la hoja de loto es el instrumento adecuado a través del cual soplar sus huevos. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo se pueden expresar conceptos psicológicos a través de una hoja de loto? ¿Cuál podría ser la sintaxis de una rana? ¿Cómo podría ir creándola? Sin lugar a dudas, sin «íes» ni «peros» ni «paras». Esa sintaxis tendría que ser algo parecido a dar saltos en el aire de una flor de loto a otra, intuitivamente, con imaginación, o algo parecido a nadar en el agua. Salto a salto, dejándome llevar por la fe en mis instintos de rana. Dando un salto hasta apoyarme en la próxima hoja. Y otro salto, segura de que otras ranas comprenderán. Salto a salto, recordando mi diario de vida que parece un manuscrito de Beethoven, con manchas de tinta azul, roja, amarilla y verde; con páginas rotas por la indignación de mi pluma, con manchones de lágrimas, saltando feliz de los signos de exclamación a los guiones que expresan mucho más que las palabras que enmarcan; mi diario de vida, que vibra con los latidos de un proceso que avanza. ¿Cómo se puede crear una flauta que encierre esa honestidad y que, al mismo tiempo, sea convincente desde el punto de vista profesional? ¿Cómo puede escribir una mujer desde su verdadero centro, sin que la califiquen de «histriónica» o «histérica»? ¡Salto! Y una larga pausa luego.

Entonces la rana me habló desde el barro.

«¿Por qué no escribes de acuerdo con lo que sientes? Actúa como una virgen. Déjate llevar por el torbellino y ve qué pasa».

«¡No puedo!», le contesté. «No voy a hacer el ridículo. No me voy a exponer a que me disparen. Conozco demasiado bien las armas».

Con esa conversación, la Crisálida se convirtió en capullo. Durante semanas estuve tratando de encontrar una sintaxis que reflejara al mismo tiempo la pasión de mi corazón y el desapego de mi mente.

Lo que me alentó fue la imagen de una diosa india con las manos unidas en un gesto que bien podría rodear a una hoja de loto. Conocidos como «el lazo del engrandecimiento», lo que significa «boda» o «coronación», sus dedos perfectamente definidos parecen acunar una perla o una flor[1]. La punta de los dedos del medio, que apenas se tocan, simbolizan la unión de los opuestos. Todo parecía apuntar a un estilo decidido, dulce y andrógino.

Mis ideas se aclararon aún más con la lectura del ensayo de Nietzsche Verdad y falsedad, en el que dice: «Temo que aún no nos hemos deshecho de Dios porque todavía tenemos fe en la gramática»[2]. Sí, me sentía responsable ante ese dios maligno —Jehová, o como quiera que se llame—, ese dios que observa hacia abajo con todos sus «debes» grabados en piedra, una demoníaca parodia de la imaginación creativa. Un dios ignorante de los saltos.

A continuación, leí la crítica que hizo Carolyn Heilbrun de la biografía de Virginia Woolf escrita por Lyndall Gordon. Heilbrun señala que, como a todas las mujeres, a Virginia Woolf le enseñaron que debía guardar silencio, que «la mujer indigna de ser querida era siempre aquella que sabía expresarse a través de las palabras. Se la caricaturizaba como una charlatana, una regañona, una arpía, una bruja». Las mujeres se sentían «presionadas a no hacer uso del lenguaje, y las mujeres “agradables” eran las silenciosas»[3]. Carolyn Heilbrun llega a la conclusión de que «enmudecidas por siglos de educación, sobre todo las escritoras, han descubierto que cuando tratan de contar su vida con honestidad, las palabras no les responden»[4].

Esto no sólo le ocurre a la artista, sino a toda mujer que trata de expresarse con su propia voz. También le ocurre al hombre que se atreve a tratar de describir lo que se va produciendo dentro de su alma. Considero que el término «femenino» apenas se relaciona con el sexo y que la mujer no es la guardiana de la feminidad. Tanto los hombres como las mujeres están buscando a su propia virgen embarazada. Ella es esa parte de nosotros que ha sido desterrada, esa parte que sólo se hace consciente si nos internamos en la oscuridad, abriéndonos paso a través de las densas tinieblas hasta desenterrar el metal precioso.

Todo aquel que trata de trabajar en forma creativa comprende este proceso. Por ejemplo, recuerdo cuando dirigía grupos de estudiantes de secundaria que hacían teatro de creación colectiva. Al comienzo, trabajábamos sin guión durante meses. Los estudiantes que habían aprendido a ser buenos actores encontraban intolerable este sistema. Su creatividad quedaba bloqueada por su rigidez, por su miedo a ser «lo peor de la velada». Esperaban que les dijeran cuáles eran sus parlamentos, qué movimientos tenían que hacer y qué actitudes debían adoptar. Los introvertidos, acostumbrados a sumergirse en su propio espacio, no tenían ninguna dificultad para concentrarse hasta que las imágenes que iban surgiendo en sus cuerpos empezaban a cobrar vida. Les fascinaba la libertad. Les fascinaba jugar. Les fascinaba el desafío de internarse en las tinieblas y dejar que sucediera lo que tenía que suceder.

Y sucedían muchas cosas. Todo el teatro cobraba vida con gritos, lágrimas, risas, movimientos de una conmovedora belleza y una alegre ironía. Los curiosos que pasaban por la puerta del teatro movían la cabeza con un gesto de desaprobación y huían de ese caos. Pero para los que estábamos adentro, ése era un caos controlado. Estábamos acostumbrados a esa intensidad. Dos meses antes de la representación, los estudiantes, la directora de baile, la directora musical y yo elegíamos los movimientos, los poemas y los temas musicales en los que queríamos concentrarnos[5]. A esa estructura básica se le iban añadiendo y quitando cosas hasta la última representación.

Cada uno de los participantes —actores, directores o tramoyistas— éramos responsables de nuestra contribución personal. Por ejemplo, a medida que íbamos adquiriendo más confianza nos sentíamos cada vez con más fuerzas, y el director de escena, también un alumno, tenía que esforzarse por descubrir nuevos métodos para mantener la disciplina entre bambalinas, sin hacernos perder el entusiasmo. En esa época, no tenía una noción teórica de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, cuando recuerdo esa experiencia siento que nuestro teatro era el útero de la Gran Madre en el que las almas vírgenes de los estudiantes iban naciendo dentro de sus cuerpos y ascendían al nivel de conciencia psicológica con toda la confianza y la flexibilidad necesarias para que el aliento del espíritu pudiera soplar a través de ellos. En parte, el proceso de cada uno consistía en reconocer si él mismo y los demás permitían que sus poemas o sus bailes adquirieran vida propia o los aplastaban con una «buena actuación».

Lo que nos interesaba era el proceso individual, el proceso grupal y, más adelante, el proceso que se desarrollaba entre el público y los actores. Como la representación se hacía en un anfiteatro, generalmente los alumnos hacían que sus padres se sentaran en determinados lugares para poder, a cierta altura del espectáculo, arrodillarse a medio metro de ellos y mirarlos directamente a los ojos. En más de un ocasión, los padres sentían que el contacto con sus hijos adultos era tan intenso que tenían que hacer un esfuerzo para contener sus lágrimas inesperadas.

Lo que no nos interesaba era un producto final o una actuación superficial. En el teatro Tostal no había exámenes ni metas preestablecidas; el único fracaso posible era ser infiel al proceso. En otras áreas de estudio podíamos dividirnos: el estudiante de historia en la sala 13, el mal atleta en el gimnasio, el excelente flautista en la sala de música. También podíamos dividirnos en otros sentidos: pies sudorosos en la zapatería, ojos miopes en el consultorio del oculista, axilas en la farmacia, acné en el consultorio del médico. Pero en esa sala rescatábamos la totalidad de nuestros cuerpos de un medio que manipulaba sus miembros con torpeza. Allí podíamos ser un todo. Nos expresábamos desde nuestros puntos vulnerables y, al mantenernos en contacto con esa vulnerabilidad, descubríamos de qué éramos capaces y cuáles eran nuestras debilidades.

Este libro ha surgido desde esos mismos puntos vulnerables. Todos mis pacientes forman parte de él. Juntos, hemos conocido la muerte y el renacimiento; juntos, hemos analizado cientos de sueños. En este libro sigo analizando muchos de los temas reiterativos que presenté en mis dos libros anteriores. Muchos de mis pacientes sufren trastornos relacionados con la comida y, por lo tanto, se esfuerzan por superar algún tipo de adicción a la comida, pero su estructura psíquica tiene mucho en común con la de aquellas personas que tienen otro tipo de adicciones: adicción al trabajo, al alcohol, a las drogas, al sueño, a relaciones sin sentido, etc. Mis pacientes han aceptado con gran generosidad compartir el material espiritual que presento en este libro, con la esperanza de iluminar en alguna medida la toma de conciencia femenina que se está produciendo actualmente. El saber que otros también han iniciado esta difícil búsqueda, al parecer, la hace menos difícil.

También yo estoy recorriendo este camino de búsqueda. Lo que ocurrió en la cocina, y que relato en el primer capítulo, forma parte del mismo proceso que siguió desarrollándose en la India y que describo en el capítulo 7. Pero hay una diferencia fundamental. La mariposa que vi en la cortina (p. 22) sufrió una transformación dictada por las leyes de la naturaleza; la mariposa en el techo (p. 316) se transformó al atravesar el fuego de una elección consciente. Y este libro también se ha ido transformando. Originalmente, dos de los capítulos fueron escritos para conferencias que dicté y otros dos para publicarlos en revistas especializadas; los demás son un intento de sacar a la luz lo que estaba oculto en las tinieblas. Cada capítulo es un prisma a través del cual se pueden observar, desde distintos ángulos, las dificultades que plantea el ser y el llegar a ser.

Todavía no he resuelto el problema de la sintaxis a saltos, pero mi rana sigue poniendo huevos. Tengo la impresión de que le divierte mi embarazo sintáctico. En todo caso, no pido disculpas por dar a luz un renacuajo. Tanto yo como mis lectores nos enfrentamos al desafío de escuchar con el corazón, de escuchar el lenguaje que indudablemente late en el silencio al igual que late en el Verbo.

No soy un mecanismo, un conjunto de partes.

Y no es porque el mecanismo funcione mal que estoy enfermo.

Estoy enfermo por las heridas que ha sufrido mi alma, el ser emocional profundo

y las heridas que sufre el alma tardan muchísimo en sanar, sólo el tiempo ayuda

y la paciencia, y un especial y difícil arrepentimiento

un largo, difícil arrepentimiento, el darse cuenta de los errores de la vida y el liberarse

de la incesante repetición del error

que toda la humanidad ha decidido santificar.

D. H. LAWRENCE, Curación

Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si se eleva con sus propias alas. Las prisiones se construyen con las piedras de la Ley; los burdeles, con los ladrillos de la religión.

La alegría fecunda. El dolor engendra.

Tienes que estar siempre presto a expresar tu opinión, y el ruin te eludirá.

Nunca perdió tanto tiempo el águila como cuando se puso a aprender del cuervo.

Espera veneno del agua estancada.

La maldición vigoriza; la bendición relaja.

Si las puertas de la percepción estuvieran despejadas, todo se revelaría ante el ser humano como realmente es: infinito.

El hombre se ha encerrado hasta llegar a ver solamente a través de las grietas de su caverna.

El hombre que nunca cambia de opinión es como el agua estancada y genera a los reptiles de la mente.

WILLIAM BLAKE, El matrimonio del cielo y del infierno

Los únicos que pueden llegar a desarrollar la capacidad de la imaginación filosófica, el poder sagrado de la autointuición, son aquellos que pueden interpretar y comprender el símbolo que van creando las alas del silfo dentro de la oruga; aquellos que sienten en su espíritu el mismo instinto que empuja a la crisálida a dejar un espacio para las antenas del insecto que aún no ha aparecido. Ellos saben y sienten que algo nuevo se va abriendo paso, incluso mientras lo ya existente sigue influyendo en ellos.

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE, Biografía literaria