ATRAVESANDO EL CORAZÓN:
YIN, YANG Y JUNG
… el amor… consiste en que
dos soledades se protejan,
se encuentren y se saluden mutuamente.
RAINER MARIA RILKE
Una mañana de abril, mientras atravesaba el parque con mis zapatos de payaso, me puse a pensar en
esta escena formidable —este total Experimento Verde— ¡cómo si fuera [mío]![1]
Y recordé otras primaveras, cuando sentía los primeros destellos de amor juvenil mientras atravesaba la asombrada neblina matinal, cantando, recordando dos corazones que palpitaban en un sereno milagro, los narcisos amarillos que parecían más amarillos todavía, el pelo rizado, rizadísimo, la sangre roja que circulaba con más fuerza y los brazos abiertos que rodeaban al mundo entero sin siquiera proponérselo.
De pronto me sorprendió un brote de forsythia —un instante de otra primavera— quietud —el tiempo de entonces, el tiempo de ahora—, los ojos que no alcanzan a distinguir entre las lágrimas, los arbustos de forsythia y el césped verde que se disuelven en una abstracción de verde y de dorado. Ahora.
… en el punto fijo, allí está la danza,
pero ni detención ni movimiento. Y no lo llaméis fijeza,
donde se reúnen pasado y futuro. Ni movimiento desde ni hacia,
ni subida ni bajada. Excepto por el punto, el punto fijo,
no habría danza, y sólo está la danza.
… concentración
sin eliminación, habiéndose hecho explícitos
tanto un nuevo mundo como el viejo[2]…
«Sí —pensé—, las lágrimas sintetizan, como la luz de la luna».
La conciencia femenina es conciencia lunar, el brillo transparente de la perla que ilumina con delicados rayos plateados. La conciencia solar analiza, distingue, corta y aclara, establece límites bien definidos; la conciencia lunar une, piensa con el corazón y la reflexión desde el corazón une el pasado, el presente y el futuro. Se mueve en lo temporal para huir de lo temporal. Y, aunque las lágrimas pueden ser parte de ese movimiento, las lágrimas del corazón reflexivo no son sentimentales. El corazón sabe qué es real. Late en la realidad del ahora y cuando pensamos con el corazón no miramos hacia atrás a través de los confusos pasadizos de la mente. Estamos en la realidad del ahora, lo que fue real ya es real para siempre. Toda persona que pueda actuar desde ese «punto fijo» tiene la libertad necesaria para ser virgen, libertad para amar y ser amada, para moverse desde un centro de gravedad interior y dejar que los demás se muevan desde el suyo.
A medida que se van arrancando los velos de la ilusión, reconocemos al ser sagrado que hay dentro de nosotros. También reconocemos que el mundo no se puede dividir en contradicciones. El estructurar así la vida es una actitud infantil. Cuando podemos soportar la paradoja de la totalidad, la armadura que nos protegía de una multitud de enemigos se convierte en la armadura completa de Dios, la armadura de lo invencible que protege el bosquecillo sagrado interior. En ese lugar Dios es femenino y masculino, el sol que ilumina con su claridad y la luna que ilumina con amor. La energía ya no se emplea para combatir al enemigo, sino para crear un espacio donde la rosa de la creación pueda abrirse en el fuego de la conciencia. De la violencia pasamos al éxtasis.
No es fácil hacer nuestra esa imagen. A veces parece tan difícil como tratar de acarrear agua en un balde agujereado. Y el balde queda mucho más en evidencia en aquellas relaciones en las que Dios se refleja en nuestra vida. El amor eterno tiene sus raíces en el amor humano. El misterio de Dios se nos revela —o no se nos revela— en los más mínimos detalles: ofrecer una fresa, con amor, aceptar el contacto de otro, con amor, compartir el rojo encendido de un atardecer de otoño.
En este libro me he concentrado en el esfuerzo que hacen las mujeres por autoliberarse del complejo paterno y el complejo materno. El esfuerzo no es menos arduo en el caso de los hombres, porque los valores sociales han cometido una violación psíquica aún más violenta de su feminidad. Sus sueños también están repletos de niñas mutiladas, jóvenes que alguien arrastra encadenadas, abuelas que lloran, prisiones y torres en las que está encerrado lo femenino. Los vídeos de música rock y las publicaciones pornográficas, que presentan a las mujeres como seres sexualmente insaciables y promiscuos y a la relación sexual como un acto de manipulación y violencia, causan estragos en nuestra alma, que necesita símbolos para vivir y crecer. Las imágenes que recibimos rigen nuestra vida. Si aceptamos convertirnos en los basureros que reciben toda la semipornografía de la publicidad y las telenovelas, nuestra feminidad sufre una profanación. La televisión nos bombardea con imágenes de víctimas en peligro que buscan a un papá fuerte o de brujas cuyo único objetivo en la vida es destruir a su hombre. Esas imágenes tienden a insensibilizarnos, a que ignoremos nuestra autoviolación.
Sin embargo, muchos hombres están muy conscientes del peligro que corre su feminidad y del sufrimiento de sus esposas y compañeras. Como me dijo un analista en una carta, «durante mucho tiempo he venido luchando con las mujeres, sufriendo por ellas y tratando de ayudarles a descubrir su feminidad encadenada. He aconsejado a muchas parejas antes del matrimonio y he atendido a muchos hombres que ni siquiera sospechan que hay un elemento femenino dentro de ellos y, mucho menos, en su futura esposa. ¡Me siento tan impotente cuando me enfrento a la magnitud de este problema!… Durante mucho tiempo he creído que, de alguna manera, el hombre puede lograr que lo femenino florezca, ayudándole a convertirse en una flor de pétalos abiertos a partir de un hermético botón. Pero he descubierto que muchas feministas no están de acuerdo, porque sienten que “son capaces de hacerlo solas”».
«También sé que, para poder hacerlo, el hombre tiene que estar en contacto con su verdadera masculinidad; no con la imagen común del “macho”, sino con la auténtica masculinidad, que es lo suficientemente fuerte como para reconocer lo femenino que hay dentro de él».
El feminismo ofrece otra posibilidad de reflexión, una posibilidad sobre la que sólo puedo hacer algunos comentarios. Nuestra cultura está en deuda con el movimiento femenino de vanguardia por todos sus logros, pero las mujeres que protestan con tanta violencia contra los hombres y que tienen tanto interés en encasillar a la psique femenina deberían dedicar cierto tiempo a observar sus propios sueños. La inflexibilidad destruye la espontaneidad y esto suele reflejarse en sueños en los que aparecen niñas pequeñas a las que alguien está violando. La inflexibilidad no reconoce que los hombres son tan víctimas del patriarcado y de la madre fálica como las mujeres, y que su animus vituperador, expreso o tácito, puede asesinar fácilmente a la feminidad en embrión. En una cultura que se tambalea al borde de la destrucción es evidente que deberíamos concentrarnos en trabajar juntos, en lugar de ahondar las diferencias.
Analizo los sueños de mujeres dominadas por violadores, ladrones y dictadores; analizo los sueños de hombres perseguidos por tiburones, gatos monteses y brujas. Veo lo que cada sexo proyecta en el otro y me pregunto cómo podemos vivir juntos en el mismo planeta, y ni hablar siquiera de cómo podemos vivir en una misma casa o compartir una cama. Lo que ocurre en el interior sucede también en el exterior o, como lo expresó Jung, «Cuando una situación interna no se hace consciente, termina por manifestarse externamente como destino»[3]. Mientras sigamos estando inconscientes, nuestros sentimientos ambivalentes se manifestarán en nuestros sueños. Una mujer que cree estar enamorada de su esposo sueña que le sirve un elegante plato de camarones envenenados. Un hombre que adora a su mujer sueña que le entierra una estaca en el corazón. Si no se toma conciencia de la lucha interna, el mundo exterior seguirá siendo el campo de batalla donde se enfrentan los dos sexos, por plácido que parezca ser a veces.
El amor con que se esgrime la delicada espada del discernimiento es lo que diferencia la unión de la separación. Al concentrarnos en la conciliación de los elementos opuestos, nos concentramos en el ahora; cuando el todo predomina sobre las partes, el amor desdibuja los límites entre lo masculino y lo femenino. No se trata de un unisex en que lo femenino y lo masculino prácticamente se confundan, abrazados en una enorme y humeante bañera psíquica, sino de la delicada diferencia entre el yin y el yang, entre elementos que contienen parte del otro y que se complementan.
En El hombre y sus símbolos, Marie-Louise von Franz describe claramente las cuatro etapas de desarrollo del ánima del hombre definidas por Jung. En su presentación de las etapas, dice:
La figura que mejor simboliza la primera etapa es Eva, que representa las relaciones exclusivamente instintivas y biológicas. El símbolo de la segunda etapa puede encontrarse en la Helena de Fausto, que personifica el nivel romántico y estético, pero que aún conserva elementos sexuales. La tercera etapa podría estar representada por la Virgen María, figura que eleva el amor (Eros) a la cima de la devoción espiritual. La cuarta etapa está simbolizada por la Sapiencia (Sofía), la sabiduría que trasciende incluso lo más sagrado y puro. Otro símbolo de esta etapa es la Sulamita del Cantar de los Cantares de Salomón. (En el desarrollo psíquico del hombre moderno rara vez se alcanza esta etapa. La Mona Lisa es la figura que más se acerca a esa ánima sabia)[4].
Ni Jung ni von Franz describen más en detalle la figura de la Sulamita, pero la sensibilidad moderna puede ver en la reina «negra… pero graciosa». (Cantar de los Cantares, 1:5) un símbolo equivalente al de la Virgen Negra. En esta etapa de desarrollo del ánima, se produciría la unión de la sexualidad y la espiritualidad en el hombre.
En la etapa de Eva, el hombre es un esclavo del complejo materno, es el bebé que recibe su alimento de un pecho absolutamente poderoso. Hay dos necesidades que se complementan: el pecho tiene que vaciarse y el niño siente placer al recibir. Así se satisface la necesidad de dependencia. Ésta es la Madre Naturaleza y la relación es esencialmente simbiótica. Cuando la madre se niega a amamantar, se convierte en una bruja manipuladora y no hay manera de que el hombre pueda hacer todo lo que le exige. Esto puede suceder con una extraordinaria rapidez; un buen ejemplo es este incidente en la vida de una pareja que tenía graves problemas matrimoniales. Después de haber pasado un fin de semana muy importante en el que habían discutido sus problemas, el marido y la mujer sentían que ya estaban cerca de una reconciliación.
Dibujo hecho por un hombre del «ánima de la montaña», lo femenino unido a la materia (la etapa de desarrollo del ánima que representa Eva).
Antes de que la mujer partiera al trabajo el lunes por la mañana, el esposo estaba a punto de bajar corriendo las escaleras para despedirse de ella con un beso —un beso importantísimo para los dos en esas circunstancias— cuando, en medio de su heroico intento por precipitarse escaleras abajo, escuchó que su mujer le decía «Trae los Kleenex». El hombre quedó paralizado en medio de las escaleras. El pedido era aparentemente inocente, pero su complejo lo hizo escuchar a la madre negativa dándole órdenes y su masculinidad incipiente respondió con un rotundo «¡No!».
Por otra parte, en nuestra cultura hay muchas «relaciones» y muchos matrimonios empantanados en la etapa de desarrollo simbolizada por Helena. Cuando la madre negativa queda al descubierto y le arrebata el poder al padre negativo, lo que suele aflorar desde el inconsciente de hombres y mujeres es la escisión entre la virgen y la prostituta, junto con el dramático reconocimiento de que no se ha vivido. El féretro de vidrio de la virgen idealista puede hacerse añicos y dejarla caer en el vórtice de la energía sexual no integrada de la prostituta. Lo que puede sobrevenir a continuación es un peligroso período de transición, porque cuando el yo de la mujer o el ánima del hombre no se han puesto en contacto con los valores afectivos claramente definidos pueden entregar las perlas de la feminidad por un ideal romántico, que puede ser religioso, político o moral. Desde un punto de vista psicológico, esta relación se basa en una proyección arquetípica. El hombre proyecta su alma en la mujer, la mujer proyecta su alma en el hombre; los dos se aferran mutuamente, aterrorizados ante la posibilidad de perder a su mitad y luego gritan de dolor cuando las actitudes simplemente humanas de su pareja no corresponden a su proyección arquetípica. Están enamorados del amor y son prisioneros de sus propios ideales.
La trágica relación entre el Otelo y la Desdémona de Shakespeare es un ejemplo del peligro que encierra la proyección arquetípica, también conocida como «amor romántico». Otelo, el moro, el noble guerrero, el hijo de la madre, el hombre primitivo, proyecta la imagen de la mujer perfecta en su esposa Desdémona, cuya piel es «más blanca que la nieve»[5]. Por su parte, Desdémona, la hija idealista de su padre, proyecta en Otelo la imagen perfecta del hombre perfecto. Yago, su sombra, hace creer a Otelo que su esposa le es infiel y el inseguro moro tiende una trampa a Desdémona con el pañuelo moteado de fresas bordadas por su madre. Enloquecido de celos, Otelo cree todas las mentiras que Yago insinúa y finalmente decide que la «astuta cortesana de Venecia»[6] debe morir, porque ha traicionado su imagen idealizada de lo femenino. Entretanto, Desdémona prepara ritualmente su aposento. Sabe inconscientemente que su lecho matrimonial será su lecho de muerte y canta la funesta canción del sauce:
Cantad todos que un sauce verde debe ser mi guirnalda.
Que nadie lo censure; yo apruebo su desdén[7].
Cuando Otelo llega diciendo: «¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz!»[8], sus reflexiones erróneas ya han destruido su amor.
¡He aquí la causa! ¡He aquí la causa, alma mía…!
¡Permitidme que no la nombre ante vosotras, castas estrellas!
… Pero debe morir, o engañará a más hombres[9],
Dispuesto a matarla, Otelo la besa mientras duerme, sumida en el mismo sueño en el que ha vivido prácticamente toda su vida.
¡Nunca beso tan dulce fue tan fatal!… ¡Fuerza es que llore…!
Pero son lágrimas crueles… ¡Este dolor es celestial;
hiere allí donde ama![10]
Sin el amor humano que les permita recordar su realidad humana, no pueden ver a través de los velos de la ilusión. Otelo ve en Desdémona a su propia alma; inconscientemente, Desdémona es cómplice de esa identificación. Juntos consuman su unión con la muerte.
No todas las parejas hacen lo mismo, pero muchas de ellas, atrapadas en un «dolor celestial», provocan la muerte de su matrimonio. Para todos son «la pareja ideal» y, mientras se deleitan en la imagen que ofrecen a los demás, se van marchitando debajo de sus máscaras perfectas. Su relación se basa generalmente en la idealización de uno de ellos, el que da; luego se idealiza el dar, pero detrás de la generosidad se oculta el poder. «Mi amor por ti depende de lo que me des, y te voy a seguir dando para que me quieras». Cuando los valores afectivos personales siguen formando un todo con las actitudes colectivas, los arquetipos paternos determinan las características de las relaciones. La madre necesita al hijo, el hijo necesita a la madre; el padre necesita a la hija, la hija necesita al padre. Tarde o temprano, se activa el tabú del incesto. La sexualidad se vuelve problemática, la comunicación se ve afectada. «Mamá» vive con «papá». Por su interés en mantener una armonía superficial, censuran lo que hay en el fondo de la relación; ambos temen el enfrentamiento personal. En algunos casos se produce una profunda escisión: se conservan las proyecciones de las imágenes paterna y materna, mientras los instintos buscan a otro compañero para la relación erótica. Lo trágico es que, mientras la virgen madura no se libere de la madre, el ciclo se seguirá repitiendo. En los sueños, volvemos a acostarnos con nuestra madre o nuestro padre; en la vida real, empezamos nuevamente a buscar otro compañero para la relación sexual.
Las personas que están atrapadas en esa visión romántica a veces abandonan toda esperanza de modificar el modelo arquetípico que las domina. «¿Para qué sirve el psicoanálisis?», se preguntan. «Sólo me hace reconocer cada vez más lo que me sucede, la horrorosa realización de mi destino». Estas personas sienten que dan vueltas en redondo; las situaciones pueden ser distintas, pero la mecánica no varía, aunque traten conscientemente de evitarlo. Un análisis más atento puede ayudarles a comprender que no están en el mismo lugar que antes, sino en otra vuelta de la misma espiral. Tal vez no se identifiquen tanto como la vez anterior con su desesperación, ni con el miedo, el dolor, el abandono. Tal vez tengan una actitud más objetiva, y permitan que el dolor y la ira pasen a través de ellas sin llegar a arrastrarlas. Tal vez su yo ya no esté tan inundado de energía arquetípica y ya no corran tanto peligro de exteriorizar el modelo arquetípico. Sin lugar a dudas, se está produciendo una muerte, un sacrificio que es necesario reconocer y enfrentar como tal para que no se transforme en destrucción. La identificación arquetípica es parte de lo que se debe sacrificar. Y eso es, precisamente, a lo que nadie quiere renunciar: la idealización, la obsesión, la perfección del goce, incluso la perfección del sufrimiento.
En el sueño de Kate, una mujer de casi cuarenta años, se hace evidente que, cuando una Desdémona ha llevado siempre consigo la proyección de la virgen idealizada de su padre, es inevitable que pierda su feminidad a manos de un Otelo. Terriblemente limitada en sus relaciones con los hombres por una madre obsesionada por el poder y un padre puer alcohólico, después de un año de psicoanálisis y muchos años de psicoterapia y de trabajo con el cuerpo, Kate encontró por fin a su diosa morena. El sueño que relato a continuación fue el comienzo de una importante transformación de su masculinidad y su feminidad.
Estoy debajo de la falda de una esclava negra. Miro su vagina, de la que se escapa una lágrima. Escucho mi voz, que se hace cada vez más fuerte y más hermosa mientras canto un himno a su vagina. Mi voz se hace más potente al subir de tono y, mientras canto, su vagina adquiere una delicada belleza, la lágrima se transforma en una gota brillante. Me hipnotiza. Al comienzo me produce rechazo pero, poco a poco, al ir reconociendo el significado de sus fluidos vaginales como símbolo de la esencia femenina, acepto su feminidad. Siento el deseo de fundirme con ella. Y también empiezo a comprender por qué a los hombres les gusta tanto el sexo oral.
Salgo de debajo de su falda y me convierto en un joven. La esclava se quita sus perlas para dármelas en señal de amor y de reconocimiento. Tengo miedo de su amo, miedo de que la golpee. Se desvanece sobre un canapé y se queda allí como la esclava de un sultán. La esclava quiere que la posea, pero tengo miedo de que el hombre decida vengarse de mí. Me quedo ahí, sin hacer nada. Me convierto nuevamente en una mujer.
El sueño se repite desde el principio. Veo a un muchacho negro que canta un himno a la vagina de la muchacha y que acepta sus perlas. Veo que la muchacha entrega lo único que posee de valor. Miro a la muchacha y al hombre. Al lado de ella, él podría ser rico, pero no tiene la menor intención de amarla. Miro al hombre, tratando de encontrar en él esa ternura que me llevó a cantarle a su vagina. En lugar de ternura, hay un gesto de codicia en sus labios. La muchacha cree que se va a unir al hombre por haberle dado sus perlas, pero en realidad se está transformando en alguien sin valor.
El delicado tono de ternura y las emociones cada vez más intensas que despierta la joven esclava en este sueño se asemejan al sueño de iniciación de Bea, en el capítulo 4 (p. 162). La muchacha negra es una esclava, porque aún no está bien definida, es relativamente desconocida para la soñante y, por lo tanto, todavía está sometida al «sultán». En la estructura psíquica de Kate, la esclava es una combinación de la sombra de su madre idealista y del ánima primitiva de su padre. En un comienzo, el yo onírico siente rechazo ante su fascinación por la vagina de la esclava; ésta es una actitud ante el cuerpo femenino que Kate asimiló inconscientemente de sus padres. Cuando a través del canto (de sus verdaderas emociones) el yo onírico trasciende esa reacción antinatural, desea fundirse con la sexualidad de la muchacha y siente que la gota que sale de su vagina es un símbolo de la esencia femenina.
De pronto, la perspectiva del yo onírico cambia y deja de cantar una canción femenina para pensar como un hombre que se siente atraído a besar la vagina. Inmediatamente, se convierte en un joven, en el aspecto masculino de Kate que es demasiado inmaduro como para proteger a lo femenino. Al mismo tiempo, la joven esclava se desmaya y se convierte en la posesión de un sultán (el mundo del padre autoritario). En un conmovedor esfuerzo por agradecer a la soñante por simplemente —o finalmente— reconocerla, la muchacha le ofrece lo único que posee, sus perlas, el símbolo de la luz brillante de la luna cuyos destellos dependen de la piel de la persona que las lleva. Pero la soñante, sintiéndose impotente, no hace nada, se siente incapaz de recibirlas; su yo no tiene la fuerza necesaria para recibir la potente energía femenina que esas perlas representan.
En la vida real, los padres de Kate se burlaban de la sexualidad. En dos etapas fundamentales de su desarrollo, a los cinco y a los trece años, su padre reaccionó brutalmente al despertar de su sexualidad. A los cinco años, la golpeó en las nalgas desnudas después de encontrarla acariciándose juguetonamente con un niño. A los trece años, la golpeaba constantemente y sus castigos tenían una abierta connotación sexual. Al burlarse de su cuerpo, el padre proyectaba en su hija su propia alma ramera. Antes de eso, había proyectado en ella la imagen de la virgen blanca como un lirio, el mismo rol que Kate trataba conscientemente de interpretar a través de su inclinación espiritual. Por otra parte, su madre sentía aversión por la sexualidad, pero siempre estaba tratando de descubrir alguna manifestación de «esa inmundicia del sexo». También ella se burlaba del busto de su hija que comenzaba a desarrollarse y de su incipiente feminidad. Sus actitudes ambivalentes produjeron en Kate la escisión entre la virgen y la ramera, escisión que se refleja en el sueño.
La violencia del padre se manifiesta en el sueño en el temor de que el hombre decida vengarse no sólo de la joven esclava, sino también de la soñante, que se queda petrificada. La actitud puer del padre, que sentía terror ante el poder telúrico de lo femenino, la paraliza; se queda allí, sin moverse, sintiéndose impotente bajo el disfraz del joven, incapaz de asumir su feminidad. Aunque la muchacha negra, que podría ser su virgen negra, trata de acercarse a ella, la soñante es incapaz de recibir.
A continuación, para estar seguro de que Kate lo comprende, el sueño se repite y ella se ve a sí misma como un hombre moreno que de hecho viola a la esclava. Ésta es la sombra del padre-sultán tiránico; su sexualidad no integrada que destruye la sombra femenina no desarrollada. Aunque el hombre representa el papel de alguien que canta un himno a la feminidad, no actúa con ternura, no siente amor por la esclava. En sus labios hay un gesto de codicia.
Al referirse al sueño, Kate comentó: «Si la muchacha negra hubiera estado más desarrollada dentro de mí, no habría sido una esclava. Cuando vi que el hombre moreno aceptaba sus perlas —la esencia de su identidad femenina—, me di cuenta de que la muchacha estaba entregando el único objeto de valor que poseía. Las perlas eran lo único que le daba cierto status y que obligaba a los hombres a respetarla aunque fuese una esclava. Pero la muchacha era demasiado ingenua como para mantener intacto su ser, era sentimental y trataba de congraciarse con los demás; pensaba que los hombres la iban a querer si les daba las perlas de su gratitud. Sin las perlas, quedaba totalmente a merced del hombre; sin ellas, iba a tener que terminar rebajándose en la calle. Por su codicia y su lujuria, al hombre sólo le interesaba el valor material de las perlas. La joven esclava se las ofrecía como una expresión de su amor, como un obsequio espiritual.
Ahora comprendo lo importante que es el punto de vista femenino en relación con lo masculino. Las mujeres no defienden sus puntos de vista. Entregan sus perlas —su alma— para tratar de complacer. Creen que están expresando agradecimiento y amor, pero en realidad pierden su fuerza, su sustancia, y su figura se convierte en algo fláccido. Empiezan entregando sus perlas y terminan por entregarse totalmente a la lujuria de su propia masculinidad. La profanación que se produce en la psique de la mujer que no reconoce su valor como tal se manifiesta ante el hombre». En el sueño queda en evidencia el desequilibrio entre lo masculino y lo femenino en la psique de Kate. Como el ánima de su padre, Kate se dejaba guiar por la psicología masculina y representaba el papel que los hombres esperaban que representase, en lugar de expresar sus instintos femeninos. En esta etapa del proceso, Kate no tenía ni la fuerza masculina necesaria para valorar su feminidad incipiente ni la convicción interior de su valor personal, que en el sueño habrían impedido que la muchacha negra traicionara a su propia esencia. El joven no atina a hacer nada, al igual que el hombre ligado a la madre que se siente amedrentado ante la auténtica feminidad. Mientras la soñante no aprenda a valorar conscientemente su aspecto «sombrío» esclavizado, la sombra del patriarcado seguirá atacando psicológicamente a lo femenino. Esta mecánica también forma parte de nuestro inconsciente cultural.
Kate tuvo que tener más de una relación en las que entregó sus «perlas» a un hombre antes de poder superar este hábito. Dos años después de haber soñado con la esclava, soñó con un enorme pájaro negro (símbolo de la madre negativa o fálica) que se alejaba escoltado por un joven (su animus héroe), dispuesto a cumplir la difícil misión de conducirlo a una tierra remota. El joven del sueño anterior ya había madurado y era capaz de enfrentarse a la madre negativa. La energía masculina tuvo que intervenir para dar a la feminidad consciente la posibilidad de crecer. En la vida real, Kate concentró todas sus energías en la creación de un mundo propio.
Al año siguiente, Kate inició una nueva relación sentimental. Por las características de esa relación, se veía obligada a reaccionar una y otra vez desde su feminidad consciente. Su nuevo compañero no aceptaba que le dieran órdenes y Kate tenía que esforzarse constantemente por contener el deseo de su ego de «darle codazos». Cuando por fin pudo adoptar una actitud de «dejar hacer», se activó su animus interno positivo. Al final de un largo sueño, un joven aparece en su cocina. Un aparato para quitarle el agua a las hojas de lechuga se convierte en una pecera con peces; a continuación, el agua se transforma en llamaradas que cubren la mano izquierda del joven. Cuando se toca la mano izquierda con la derecha, las dos quedan cubiertas de llamas. El joven extiende las manos hacia Kate en un gesto de súplica. Kate mira a su alrededor, ve una servilleta de lienzo blanco sobre el piso claro, la moja y le cubre las manos con ella. A través de la servilleta se ve el brillo incandescente de las manos. Más tarde, no queda en ellas un solo rastro de quemadura.
En el sueño, la transformación se produce a partir de un producto de la tierra, pasa por el agua viva y termina en el fuego sagrado. Cuando Kate pudo amar al hombre por sí mismo, en lugar de amar lo que proyectaba en él, el espíritu dejó de ser una fantasía celestial para convertirse en algo real que se manifestaba en su propia cocina, donde el fuego del Espíritu Santo aparecía en su propia pecera. Abierta a los dones de la vida, Kate ya no sentía que sus manos masculinas eran simple piel que cubre los huesos, sino piel humana santificada por el espíritu; el misterio del amor que brilla, incandescente, sustancia incorruptible oculta en su lienzo consagrado. Kate había dejado de ser la esclava que entregaba sus perlas, que vendía su feminidad a la codicia y la lujuria, y tenía una relación que le exigía verdadero amor, verdadero sufrimiento, la rosa en el fuego.
El sufrimiento auténtico es un fuego limpio; el sufrimiento neurótico produce más y más hollín. En nuestra cultura se está produciendo un fenómeno sin precedentes: muchas personas están tratando de relacionarse a través de Eros, de la tercera etapa de desarrollo del ánima a la que se refería Jung. Cuando una relación se basa en Eros, los dos compañeros están en contacto con su virgen en pleno proceso de maduración y se relacionan de individuo a individuo; ya no se preguntan «¿Qué puedo hacer por el otro?», sino «¿Qué podemos ser para el otro?». Los dos tratan de abrir su corazón y, aunque temerosos, se atreven a saltar en medio del fuego purificador.
A mi parecer, las relaciones consisten en la delicada armonía que logran dos personas que están tratando de tomar conciencia de sus características psicológicas personales. El misterio de cada ser es sagrado; el misterio que lo lleva a relacionarse con otro es tenue, invisible y sagrado. A la muerte de su amigo, el padre Victor White, Jung escribió: «El misterio dinámico de la vida siempre está oculto entre dos seres, y éste es un misterio que no se puede traicionar con palabras ni se puede agotar con razonamientos»[11].
En una relación que tenga esas características, los dos compañeros se esfuerzan por ser más conscientes de sus complejos y de sus aspectos masculinos y femeninos; ambos están dispuestos a reflexionar sobre su interacción y ambos tienen el valor de reconocer la singularidad de aquello que comparten. Ninguno de los dos trata de poseer al otro, ninguno de ellos desea ser poseído. La relación no se ve agobiada por las necesidades y las expectativas que van surgiendo. Los compañeros no exigen una relación «absoluta» ni pretenden que les dé plenitud; lo que hacen es valorar la relación como un cauce en el que se refleja la plenitud que cada uno de ellos desea lograr. Los dos tienen la libertad de expresarse con autenticidad. Por vivir en el ahora, sin dejarse dominar por los conceptos sociales que determinan cómo deben actuar o qué deben ser, es imposible que sepan cómo puede evolucionar la relación. Si perseveran, pueden sentir dentro de ellos la gracia del unicornio, tal como la describe Rilke en Los sonetos de Orfeo:
Oh, he aquí el animal que no existe.
Ellos no lo sabían y con todo
—sus andares, su porte y su cuello,
hasta la luz de su mirar callado —le amaron.
Es verdad, no existía. Pero porque lo amaron llegó
a ser un animal puro. Dejaban siempre espacio.
Y en el espacio claro y reservado
levantó lentamente la cabeza y apenas necesitó
existir. No lo alimentaban con grano,
únicamente con la posibilidad de ser.
Y ésta le dio tal fuerza al animal
que de su frente salió un cuerno. Un solo cuerno.
A una doncella se acercó él, blanco,
y fue en el espejo de plata y en ella[12].
Esta descripción puede parecer idealista, pero toda persona que se entregue al proceso de creación del alma sabe que es una realidad tangible que exige honestidad, constancia, humildad, sentido del humor, desapego y la capacidad para soportar el dolor que provoca el abandono de las proyecciones. Esta podría convertirse en una enumeración muy larga. Habría que mencionar también la fe, el amor y la esperanza… cuando en realidad hay pocos motivos para tener esperanzas.
Para lograr una relación de este tipo, los compañeros tienen que mantenerse constantemente abiertos a la definición cada vez más precisa de los aspectos masculinos y femeninos que van madurando dentro de ellos. Cada cual avanza como un pionero en un territorio desconocido, porque lo que desea no es relacionarse a través de los complejos manipuladores, sino desde el fondo de un centro consciente. Ésta es una relación humana, una relación en la que se dice «te quiero tal cual eres», una relación que no puede existir mientras seamos esclavos de modelos arquetípicos, ya sea a nivel de los instintos o del espíritu. Es libertad, no esclavitud. Es mirar a otro ser humano y amarlo, en lugar de sentir el deseo de ser querido; es amar la belleza, el valor y la fidelidad de un alma independiente que va madurando. No es «unidad», sino independencia psíquica. Es dejar un «espacio claro y reservado», abierto a «la posibilidad de ser».
En todos los casos, lo más doloroso es dejar atrás las proyecciones. Tememos reconocer que estamos esencialmente solos, pero donde surge el temor es donde tenemos que esforzarnos. La proyección es un proceso natural, a través del cual, si prestamos atención, llegamos a reconocer nuestro mundo interior.
Cuando se abandonan las proyecciones, conquistamos lo que Jung llama nuestros «tesoros»:
Cuando estamos en el comienzo de la vida, en un estado adolescente, no estamos en posesión del animus —o del ánima, en el caso del hombre—, y no tenemos conciencia del si-mismo, porque los dos están proyectados. Entonces… corremos el riesgo de ser poseídos por alguien que aparentemente tiene esos valores; nos dejamos influir por los aparentes propietarios de nuestros tesoros y, evidentemente, ésa es una especie de influencia mágica.
Cuanto más nos sometemos a esa fascinación, más nos paralizamos. … Estamos en una celda, absolutamente prisioneros.
Por eso tenemos miedo de los demás, porque tememos que alguien pueda encarcelarnos. Muchas personas tienen un enorme temor de crear lazos… como si ello pusiera en peligro su misma alma[13]…
Este temor puede hacer que muchas personas se resignen a vivir sin tener relaciones significativas; el dolor que provocan las expectativas frustradas es demasiado intenso. Estas personas se niegan a enamorarse «una vez más». Pero la individuación no puede producirse si no nos relacionamos. Como señala Jung:
Si podemos aceptar el ser atrapados, evidentemente estaremos prisioneros pero, por otra parte, tendremos la oportunidad de llegar a poseer nuestros tesoros. No existe otra posibilidad; nunca podremos apropiarnos de nuestros tesoros si nos mantenemos distantes y andamos sin rumbo fijo, como perros sin dueño[14].
Las proyecciones contienen una energía muy concreta; dan apoyo o desintegran. Si alguien nos ataca con una proyección envenenada, sentimos el impacto, lo reconozcamos o no; si recibimos una proyección afectuosa, se libera energía; si somos objeto de una proyección de poder, nuestra energía se agota. Mientras más conscientes estamos, más nos damos cuenta de lo que hemos proyectado en los demás, de lo positivo y lo negativo que tenemos. Inconscientemente, les pedíamos a los demás que se hicieran responsables de lo que no reconocíamos en nosotros, de lo que éramos incapaces de reconocer.
Mientras el yo consciente no asimile las proyecciones, éstas van acumulando una enorme cantidad de energía arquetípica. Nuestra naturaleza inherente y nuestras experiencias de la infancia hacen que nos relacionemos con determinados modelos arquetípicos; éstos son los tapices en los que se entretejen nuestras vidas. Cada uno de nosotros tiene que decidir cómo va a relacionarse con ellos. Podemos dejarnos aplastar por un modelo y expresarlo a ciegas, sin preguntarnos nunca quiénes somos; podemos identificarnos con un modelo que no nos corresponda, con lo que de hecho nos enterramos vivos; podemos lamentarnos de nuestro destino aparente, provocando una respuesta negativa del inconsciente (enfermedades, accidentes y conflictos reiterados); o podemos reconocer nuestros parámetros individuales y venerar el misterio de lo que somos en realidad. Esta última posibilidad supone una redefinición del «sufrimiento», que puede considerarse no tanto como un dolor que se debe evitar cueste lo que cueste, sino como un dolor natural en todo proceso de crecimiento.
Consideremos, por ejemplo, el caso de una mujer que, en base a su experiencia, reconoce que es una «hija de papá». Mientras está inconsciente, puede desesperarse ante la posibilidad de no poder liberarse jamás. Cuando toma conciencia, se da cuenta de que no todo está perdido. Comprende que tiene la suerte y la desgracia de tener dentro de ella a un salvador. Entonces tiene la posibilidad de optar por proyectarlo en un mortal, viviendo con la «infinita pasión y el dolor/de los corazones mortales anhelantes»[15], o por relacionarse internamente con esa imagen arquetípica y permitir que su compañero sea tal cual es. Si es capaz de aceptar con satisfacción su realidad psíquica, explorando en forma consciente su vínculo dinámico con la imaginación creativa, puede ejercer el control sagrado de los dones del inconsciente que naturalmente le pertenecen. Queda entonces en libertad para reconocer en el hombre que ama toda la dignidad que encierra su masculinidad, independientemente de sus limitaciones personales. El sutil misterio del amor humano en su sonrisa, la expresión cambiante de su rostro, los matices de su voz, todo esto se convierte en signos que dan a la vida mortal un sentido como parte de lo inmortal. La individuación del arquetipo es saber quiénes somos y aceptar alegremente lo que somos.
El animus positivo se manifiesta en la energía creativa de la mujer. Su resplandor es inconfundible. Es el amante interior y el guía que conduce hacia el sí-mismo. Por lo general, no aparece en los sueños hasta que el yo de la mujer adquiere la fuerza necesaria para asumir la responsabilidad por los dones que posee. Sarah, la mujer del capítulo 5 cuya sombra seguía esclavizada por su padre (p. 239), se esforzó por superar su tendencia a otorgar autoridad al patriarcado y su inclinación a proyectar su talento creativo en hombres creativos. Lo que es aún más importante, Sarah abandonó su agotadora lucha en pos de su «autoidentidad» y se concentró en la entrega a su propio ser, a su virgen creativa, dejando que la vida penetrara en ella.
Su decisión de hacerse dueña de su energía psíquica, en lugar de proyectarla, permitió que Sarah tomara conciencia de su talento artístico. Asumió su compromiso ante lo que reconocía como sus dones y estableció una relación de afecto con su creatividad, dándole cabida en su vida. Cuando aparentemente había llegado el momento de dar a conocer sus creaciones, Sarah sufrió una nueva crisis. Su animus perfeccionista y, por lo tanto, los hombres en los que proyectaba ese animus, trataron de convencerla de que no lo hiciera. Un año después del sueño en el que aparecían los mellizos (p. 243), tuvo otro sueño, que le ayudó a liberarse de su incesante temor a la crítica y al rechazo:
Recorro lentamente un cementerio antiguo. Las tumbas no están bajo tierra, casi todas son bóvedas de cemento. De pronto, me doy cuenta de que la losa de una de ellas se mueve. Me detengo asombrada a unos siete metros. Algo empuja la losa desde abajo. Es un brazo musculoso de hombre. Una pierna, también musculosa y velluda, se asoma a un costado. Un hombre muy guapo, rubio y de ojos azules, sale de la tumba riéndose y sacudiéndose el polvo. La luz se refleja en su piel. Abre los brazos y camina a zancadas hacia mí, como si yo fuera su antiguo amor perdido. Éste es mi Cristo dionisíaco.
El espíritu masculino que sale de las tumbas de un mundo ya muerto para Sarah surge con la alegre fuerza de la masculinidad instintiva y la resplandeciente energía del espíritu. Se retira la losa del pasado y la nueva y vibrante energía se acerca a la feminidad, como si la hubiera amado toda la vida, siempre que ella hubiera sabido aceptarla. El animus creativo está donde debe estar; es una realidad psíquica, que actúa como un verdadero «transformador de energía» que puede conducir a la mujer hacia una libertad más plena. «Era como el dios de la danza», recordó Sarah después. «Me hacía sentir que me habían concebido con amor. Hasta las células de mi cuerpo saltaban llenas de amor para ir a su encuentro. No sé si era un espíritu encarnado o un cuerpo espiritualizado. Sólo sé que lo amaba». Cuando acepta al animus positivo, la mujer se abre a una nueva dimensión de su sexualidad. Todo su cuerpo y el mundo entero se erotizan cuando supera los límites de la conciencia. Un sueño como éste da a la mujer una enorme confianza, la confianza que necesita con tanta desesperación cuando ha traicionado a su afectividad durante gran parte de su vida. La función afectiva de algunas mujeres ha sufrido una mutilación tan profunda que pueden traicionarse a sí mismas sin comprender en absoluto lo que están haciendo.
Sin un animus bien definido, la mujer es incapaz de hacer una distinción entre sus puntos de vista y los de un hombre. Esta mujer vive en constante guerra consigo misma, porque teme actuar de acuerdo con sus «ridículas» necesidades y teme que la lógica de su compañero se burle de ella si revela lo que es más importante para su corazón. Niega sus verdaderas emociones y se deja llevar por lo que es eminentemente lógico, pero no toma conciencia del verdadero problema: al aceptar el punto de vista masculino traiciona a su propia alma. La mente no comprende las razones del corazón y el corazón no respeta las razones de la mente, aunque a veces pueden llegar a colaborar.
¡Corazón! ¡Lo olvidaremos!
¡Esta noche —Tú y Yo!
Tú puedes olvidar el calor que nos daba —¡Yo olvidaré la luz…!
¡Deprisa! No sea que mientras te entretienes
¡Lo recuerde![16]
Lo que es esencial para una mujer puede parecer intrascendente a su compañero, pero si ella niega su afectividad femenina los dos pueden llegar a lamentar la autotraición que ha cometido.
Lo mismo ocurre en el caso del hombre. Si un hombre vive ignorando sus sentimientos y se deja guiar por opiniones racionales, también traiciona a su alma. Tal vez sueñe que lo seduce una mujer «virginal» —su aspecto femenino indefinido que trata de unirse con su masculinidad consciente— o sueñe que está con una mujer desconocida de la que es responsable, por lo general una mujer embarazada o cuyo hijo está cuidando. Cuando empieza a prestar más atención a lo que estas imágenes representan en su interior, es posible que se produzca un conflicto entre su función afectiva y su racionalismo.
Por ejemplo, el «hijo de mamá», tan vulnerable al sentimiento de culpa por no ser «mejor», «más viril» o «más capaz», trata automáticamente de complacer a las mujeres. Posiblemente crea que eso es lo que quiere, pero no es una emoción auténtica. Su lógica está contaminada por el complejo materno. Es mero sentimentalismo, una forma de suplicar que lo quieran y, tanto si recibe una respuesta como si no la recibe, la consecuencia es siempre resentimiento, porque el hombre entrega todo su poder a la mujer. Si puede ponerse en contacto con sus verdaderas emociones y expresarlas, puede dejar de considerar a las mujeres como madres negativas cuyas exigencias trata constantemente de satisfacer. En lugar de hacerlo, puede reconocer con satisfacción sus valores; por ejemplo, un profundo sentimiento religioso o esa gran capacidad para establecer lazos de amistad que, según Jung, suele «despertar una asombrosa ternura entre los hombres e incluso puede rescatar a la amistad entre un hombre y una mujer del limbo de lo imposible»[17].
El hombre tiene que diferenciar a las mujeres reales de sus proyecciones arquetípicas en ellas. A través de este proceso, se logra separar a la virgen interior del complejo materno; a medida que el hombre va reconociendo que esa madre dominante que le dice qué debe hacer y cómo tiene que ser es su propio problema, se acerca más a su yo soy, a su alma.
Un intenso conflicto entre las actitudes conscientes obsoletas y los nuevos valores afectivos suele dar origen a una nueva actitud. Recuerdo a David, un hombre de casi cuarenta años, cuyo matrimonio simbiótico aparentaba ser un modelo de afectuosa armonía, pero que de hecho había sido insatisfactorio en el plano sexual durante años. David estaba casi siempre triste y sentía una desesperación que no expresaba; a menudo pensaba en dejar a su mujer, pero no le parecía lógico hacerlo. Su lógica le decía que el sexo era «relativamente poco importante, en comparación con todo lo que tenemos… y, además, ella me necesita». Aunque seguía esforzándose por complacer a su madre-mujer, se hundía cada vez más en la depresión y en la autocompasión.
Finalmente, como parte del psicoanálisis, comenzó a concentrarse en lo que sentía con respecto a la situación. En una oportunidad, hizo una serie de dibujos de su mujer, mientras iba describiendo por escrito su relación y recordando cómo había sido. Conscientemente, reconocía el conflicto y mantenía la tensión. Un mes más tarde, el 28 de junio, soñó que abandonaba a su mujer y seguía a una muchacha al otro lado de un puente. Aunque esto no resolvió el conflicto y David aún no se decidía a dar por terminado su matrimonio, sintió que el sueño era una recompensa por todo el tiempo y las energías que había dedicado a expresar en forma creativa sus valores afectivos.
Nueve meses después, la tarde del 1 de marzo, David se dio cuenta de que no podía seguir viviendo con su mujer. De pronto, comprendió claramente su situación desde el punto de vista de sus propias necesidades, no las de su mujer. «¡Es eso! ¡Es eso!», dijo en voz alta. «¡No quiero seguir viviendo así!». Para David, éste fue un reconocimiento vivencial de su verdad; una experiencia reveladora que lo impulsaba a actuar. Era el tipo de «idea bajo la forma de una experiencia» que, según Jung, tiene un efecto transformador:
Mientras el análisis se limite al plano mental, nada sucede; podemos hablar de lo que deseamos sin que nada cambie, pero cuando descubrirnos algo debajo de la superficie, surge una idea bajo la forma de una experiencia, una idea que se presenta ante nosotros como si fuera un objeto. … Cada vez que sentimos algo de esa manera sabemos instantáneamente que es un hecho real[18].
Y esa noche David tuvo un sueño:
¡Oh, fue algo extraordinario! Eva (su mujer) daba a luz a un niño. La escena del nacimiento cerca del agua era fantástica, había mucha gente. Yo era la comadrona… y el padre.
Todo sucede en lo alto de una escalinata que nace junto a una gran extensión de agua. Eva está acostada sobre una mesa, como un altar. Se ve claramente la apertura de la vagina, con la sangre que fluye. En realidad no tiene contracciones; parece que va a ser un parto casi sin dolor. Me va dando instrucciones, me dice que me agache, que me arrodille. Esto me molesta un poco, porque ya he ayudado a dar a luz antes y no creo que sea necesario que me agache más —o que me acerque más— hasta que el niño empiece a salir.
Me alejo de allí y bajo la escalinata hasta llegar al agua. Chapoteo en el agua. Mientras tanto, los que rodean a Eva están cada vez más agitados. Veo que un médico se acerca corriendo, con largos guantes de goma que le cubren los brazos. Subo corriendo la escalinata y, cuando llego arriba, descubro sorprendido que el niño ya nació. El doctor lo levanta para que todos lo vean. Me abro paso entre la gente, soy el padre orgulloso. Ojalá sea una niña. Veo la cabeza del bebé, cubierta con una pelusa rizada; el doctor grita: «¡Es un niño!». Pienso «¡Ah, es un niño!, está bien». Le doy las gracias al médico. Él presiona la parte superior del pecho del bebé para que vomite un poco de líquido. Todo es muy hermoso. Hay mucha sangre.
Este sueño puede interpretarse como la respuesta del inconsciente al «reconocimiento vivencial» de David, que se había producido ese mismo día; es un reflejo del nacimiento de la nueva actitud con respecto a sí mismo que le permitió actuar de acuerdo con lo que sentía. Nueve meses después de la activación de su intenso conflicto, que estaba tan íntimamente relacionado con su masculinidad, la nueva actitud afectiva literalmente había irrumpido en la conciencia. A través de la expresión creativa de sus valores afectivos —el dibujar y el escribir—, David había fecundado a su mujer interior. Pero la energía vital latente, representada por la imagen del ánima con la que había cruzado un puente en el sueño anterior, sólo se manifestó como una nueva actitud consciente después de los nueve meses de embarazo.
Los detalles del sueño hacen pensar en un nacimiento ritual. Todo ocurre «cerca del agua», en una mesa parecida a «un altar ritual». No está claro de quién es el altar, pero la instrucción de agacharse que le da la mujer es un motivo que se repite en muchos sueños en los que la Gran Madre insiste en que el yo onírico se acerque a la tierra, se vincule más de cerca con la naturaleza, actúe con humildad ante el misterio de lo que significa ser humano.
Los movimientos que hace David —bajar la escalinata hasta llegar al agua y subir hasta llegar al altar-son un reflejo del cambio radical en su nivel de conciencia. Simbólicamente, el yo onírico representa una escena de bautismo: la muerte de lo viejo junto al agua, la resurrección de lo nuevo. Cuando David llega al «altar», el bebé ya ha nacido. El hecho de que haya sido el médico quien ayudó a dar a luz al niño sugiere que, mientras el yo onírico tiene que pasar por el descenso y el ascenso, el nacimiento mismo escapa a su control. Es un acto de gracia, un don que entrega el poder curativo del sí-mismo.
La figura del médico, que representa al sí-mismo, hace que el niño vomite el líquido amniótico y le abre los pulmones para que reciba el primer aliento de vida. La decisión que David había tomado ese mismo día (no lo que decidió, sino el hecho mismo de tomar una decisión) liberó su masculinidad del útero protector —y asfixiante— de la madre.
En el dibujo que hizo David para ilustrar el sueño, el niño aparece dormido en una cesta que hay entre sus piernas. El niño se encuentra donde está el falo del padre, es su energía masculina recién descubierta. La forma en que acuna al recién nacido también sugiere que el yo onírico es a la vez el padre y la madre del niño. En una evocación de las imágenes que aparecen en un Nacimiento, en el dibujo hay un vulgar burro castaño junto a un árbol con brotes verdes. También a través de esta figura, el inconsciente demuestra que debe haber un equilibrio entre lo espiritual y lo físico. El burro representa la sabiduría de los instintos y reitera la idea de que David debe respetar su masculinidad. Como la burra de Balaam en el Antiguo Testamento, que vio al ángel cuando Balaam no lo vio[19], la pulsión ctónica animal que representa la burra tiene una inteligencia que es valiosa por sí misma, el complemento del intelecto consciente. Después de que Balaam hubo golpeado tres veces a la burra por no obedecerle.
Yahveh abrió la boca de la burra, que dijo a Balaam: … «¿No soy yo tu burra y me has montado desde siempre hasta el día de hoy? ¿Acaso acostumbro portarme así contigo?». Respondió él: «No»[20].
En el dibujo de David, la superficie cuadriculada que hay detrás de la madre es de color rojo, un reflejo de la sangre que aparece en el sueño y que simboliza el sacrificio, la sangre viviente que se debe derramar para salir de la madre-anima y entrar en una nueva vida. La yuxtaposición del nacimiento y la crucifixión en el dibujo resumen el dolor de la transición.
La figura femenina que hay dentro de un hombre va madurando a medida que él se esfuerza por diferenciar sus valores afectivos. Puede dejarse llevar cada vez más por la corriente de su propia vida. Su virgen embarazada no lo convierte en un hombre afeminado; por el contrario, exige que su puer infantil crezca y se transforme en una sólida estructura masculina. Cuanto más fuerte sea esa estructura, más flexible puede llegar a ser y la conciencia recibe más fácilmente los tesoros del inconsciente. Pensemos, por ejemplo, en un bailarín como Baryshnikov. Su cuerpo ha recibido un excelente entrenamiento y es capaz de soportar una disciplina consciente. Pero la técnica no basta para que alguien se convierta en un gran bailarín. Su capacidad para subordinar la técnica a la energía espiritual que da impulso a sus pasos lo hace estar en el ahora. Nadie que lo haya visto interpretar al Hijo Pródigo podrá olvidar jamás los últimos instantes cuando, después de malgastar su vida, regresa junto a su padre. Como un niño, se arrastra hasta sus fuertes brazos y lentamente, logrando en cada gesto una perfecta armonía con la energía transpersonal que cobra cada vez más intensidad en él y en el público, su cuerpo angustiado se entrega al reposo y la seguridad sobre el pecho del padre que lo perdona. Baryshnikov encarna el proceso y la presencia que se hacen palpables en el público. Conscientemente, con la mayor atención, el yo masculino va distinguiendo los valores afectivos que ponen en contacto al hombre con su alma y que lo convierten en una auténtica persona. Saxton, un hombre de unos treinta y cinco años, llevaba cinco años en psicoanálisis cuando tuvo este sueño:
Voy manejando un Ford deportivo color rojo, con un motor de ocho cilindros en V y ocho velocidades. Es un auto rápido y potente. Manejo por la ciudad y me adelanto a otro Ford, un auto que no tiene más de cuatro o cinco cilindros. Salgo a las afueras y ahora voy corriendo con un perrito juguetón a mi lado. Trato de no refunfuñar, porque él interpreta ese sonido como un desafío a pelear y empieza a mordisquearme y a morderme. Corremos juntos hasta que llego a una cerca y salto por encima de ella.
Estoy en una habitación. Afuera veo campos labrados, naturaleza. En la habitación hay una mujer muy hermosa, con la que he estado saliendo. Se llama Sofía y se parece a Sofía Loren: es cálida, inteligente, sensual, espontánea y profunda. Estamos juntos en la cama y quiero que se quede conmigo y que tengamos una relación sentimental. Actúa con reserva, porque ha tomado una decisión debido a su pasado. Sinceramente quiero que se quede conmigo y le pregunto qué sucedió. Me cuenta una triste historia: su hija adolescente se suicidó después de haber estado en el mar y de haber sufrido heridas en la cara y la cabeza, que la habían dejado desfigurada. Sofía se culpa por el accidente de su hija —por haberla dejado extraviarse en el mar— y ha decidido no volver a tener nunca una relación fecunda. Le aseguro que no podría haber sabido lo que iba a pasar y le digo que no fue culpa suya. Intuyo que posiblemente se quede si acepto lo que siente y le doy tiempo. Fuera de la habitación hay una luz brillante y en mis manos tengo un trozo de cartón rectangular doblado en dos para protegernos del brillo.
Al comienzo, el yo onírico va en un potente auto deportivo rojo. El mecanismo del vehículo —el motor con ocho cilindros en V y las ocho velocidades— equivale al doble del número femenino (cuatro). En este sueño se repite el motivo de la duplicación, como un anuncio de algo que está tratando de pasar a formar parte de la conciencia pero que aún no lo ha logrado (p. 246). El mecanismo del automóvil se relaciona con la energía femenina que puede establecer un vínculo con la totalidad del sí-mismo, pero el yo onírico usa ese poder para adelantarse a autos más pequeños. El entusiasmo que 1c provoca ser el primero es una alusión al orgullo que siente por su autoridad masculina; al orgullo por sus éxitos en una sociedad que admira la velocidad, la elegancia y el poder. Ésta es una actuación de la máscara. A continuación, Saxton va corriendo con un «perrito juguetón», su mundo instintivo que actúa como su amigo siempre que no le «refunfuñe» o lo considere como algo divertido. Llegan a una cerca, una barrera que el yo onírico salta para pasar a otro mundo, donde en lugar del perro hay una mujer[21].
En medio de la naturaleza, cerca de aguas que fluyen, está con Sofía, una mujer muy hermosa, «cálida, inteligente, sensual, espontánea y profunda». Ella se resiste a tener una relación sentimental con él, por una decisión que ha tomado «debido a su pasado». Sofía no puede tenerle confianza mientras no se relacione con ella a partir de su propia receptividad femenina. Cuando ya está decidido a quedarse junto a ella, el yo onírico escucha su triste historia. Como Deméter, la mujer sufre por haber perdido a su hija adolescente pero, a diferencia de Perséfone, la muchacha se ha suicidado después de estar en el mar (el inconsciente), donde había sufrido heridas. Su cabeza y su rostro —el espejo del alma— habían quedado desfigurados. Cuando en los sueños de hombres o mujeres aparecen heridas en los orificios de la cabeza provocadas por armas de fuego, boquillas de mangueras o cañerías, esto suele simbolizar una violación psíquica. Sofía siente que no actuó responsablemente con respecto a su hija y, por ese motivo, ha decidido no volver a tener una «relación fecunda», lo que también es un eco de la decisión de Deméter de no permitir que salgan frutos de la tierra.
En este caso, esto significaría aislar al hombre de su mundo interior. El yo onírico tiene que acercarse a Sofía para convencerla de que no es culpable, con la certeza de que, si acepta lo que ella siente y se muestra paciente en la relación, es posible que se quede. Esto significa que en la vida diaria el hombre debe ser fiel a sus emociones, para consolidar el lazo transpersonal con su mujer interior.
Saxton asociaba a Sofía Loren con la película Dos mujeres. En ella, la actriz representaba a una mujer que iba preparando con gran cariño a su hija para su transformación en mujer. Un día, mientras las dos van por un camino, un grupo de soldados las separa y las viola. Después de la violación, Sofía deja de lado su propio dolor para buscar a la niña, temiendo que esté muerta. En una escena inolvidablemente conmovedora, la madre mira a través de los árboles y ve a su hija junto a un arroyo echándose agua sobre el cuerpo herido con sus manos menudas, tratando de que el agua la purifique de la horrorosa experiencia que ha vivido.
Al hablar del sueño, Saxton dijo: «El lazo entre mi conciencia y el alma está roto, ha sido violado. Eso se expresa en el problema de Sofía, que encarna la violación a través de su reacción. Tengo miedo de relacionarme con mi alma, porque tendría que relacionarme con mi noción de mí mismo. Cuando era niño, sufrí una violación por ser fiel a mi alma. Alguien que no estaba en contacto conmigo —mi madre, mi padre— sentía cólera y por eso me violó. Relacionarme con mi alma significa enfrentarme al peligro de que vuelvan a violarme una y otra vez. Si me acerco a mi alma, siento terror, un terror pausado y aniquilador».
Es importante que el yo onírico desee tener una relación sentimental, no solamente una relación sexual, con Sofía. Cuando se da cuenta de que podría perder lo que es más valioso para él, Saxton es capaz de perseguirlo afanosamente. La sensibilidad afectiva y la ternura que representan el número ocho en el motor y las velocidades se apoyan en una enorme fuerza masculina. En el pasado, Saxton no había podido responder por su alma. Ahora es capaz de actuar. No va a permitir que desaparezca.
«La madre que hay en mí», dijo Saxton, «no se responsabilizó por la nueva vida. En el mito griego, Deméter expresa su ira pero nunca llega a sentirse culpable por no haber tratado a su hija con cariño maternal. El temor y la ira pueden ser consecuencias de un sentimiento inconsciente de culpa. Muchas veces, cuando nos hacemos responsables de nuestros propios actos, tenemos que reconocer que la ira es un sentimiento de autorresponsabilidad no resuelto. Culpamos a los demás por lo que no hemos sido capaces de hacer».
En el sueño de Saxton, lo que lleva a Sofía a tomar su decisión es el miedo al sufrimiento, a abrirse nuevamente a la posibilidad de sufrir un dolor mutilante. Su temor la lleva a tratar de dominar, de poner fin a la relación; ésa es una expresión de poder, de un poder que destruye el lazo entre la conciencia y el inconsciente.
«Lo que me provocó las primeras heridas en el alma fue un poder inconsciente», dijo Saxton, «y llegó un momento en que ya no podía soportar más dolor. Decidí que no valía la pena tratar de ser auténtico».
En el sueño, la hija no puede soportar su desfiguración; su fealdad le impide ser querida y decide morir. Para Saxton eso representaba la represión de su alma. Sofía se siente culpable por no haber sido capaz de proteger a la nueva vida. El yo debe esforzarse ahora por ofrecer esa protección. Si el yo no se da cuenta de la estructura que se está expresando inconscientemente, la «desfiguración» del alma virgen y la ira y el sentimiento de culpa de la madre se repiten día a día en la vida del hombre. Los nuevos valores, las nuevas emociones que van surgiendo, se enfrentan a una falta de atención y de afecto. El temor y la ira que esto provoca impiden sentir dolor y defienden al alma contra una angustia intolerable. En la vida diaria, hay que estar constantemente atento y usar la espada masculina penetrante para proteger al alma femenina y darle la posibilidad de madurar.
La lisis del sueño, su última imagen, que suele indicar en qué dirección desea encauzarse la energía para superar el desequilibrio psíquico, presenta otra posibilidad de protección del alma. La luz brillante que hay fuera de la habitación puede ser un símbolo del sol radiante de la conciencia, bajo el cual ha florecido Saxton en su vida cotidiana. También puede simbolizar el potente fuego del sí-mismo. El «trozo de cartón rectangular doblado en dos», que el yo onírico usa para protegerse de los fuertes rayos del sol, es una nueva duplicación de algo que aún no se ha hecho consciente. «Era un reflector, tenía algo plateado», recordó Saxton. Esto recuerda el «espejo de plata» del poema de Rilke. No es una contemplación absorta en el espejo mientras se bordan fantasías. Es una relación consciente observada desde un alma virgen, que pone fin a la simple exteriorización. Paulatinamente se pueden ir controlando las duras púas que nacen de los complejos y destruyen toda relación. Se pueden reconocer esos «instantes soberanos»[22] de gracia que ofrecen la posibilidad de relacionarse con un tercero, con el Dios o la Diosa que se refleja en el amor. Las relaciones sobre las cuales no se reflexiona no tienen la fresca | e intangible receptividad que permite la expresión del ser auténtico. El misterio del amor se marchita bajo el brillo analítico del sol, pero vibra bajo el resplandor de un corazón comprensivo.
El sueño de Saxton y el sueño de Kate con la joven esclava tienen elementos que se repiten en innumerables sueños en los que una sombra poderosa viola a la virgen interior. El yo debe asumir la responsabilidad de demostrarle afecto y hacerla regresar a la conciencia. Si consideramos estos sueños como un reflejo del inconsciente colectivo de nuestra cultura, vemos que el vínculo arquetípico entre madre e hija es muy frágil. Mientras el yo no tenga la capacidad de discernimiento y la entereza para reconocer la angustia y el sentimiento de culpa de la madre y la pérdida de su hija virgen —cuerpo y alma—, es muy difícil que haya una relación auténtica. El deseo y el amor están escindidos. Lo consciente y lo inconsciente no llegan a unirse. Somos nosotros quienes debemos lograr la curación del alma y dar amor a la virgen muerta o moribunda.
Para que la curación sea posible, tenemos que escuchar con nuestro oído interior; dejar el incesante parloteo de lado y escuchar realmente. El temor nos convierte en charlatanes; el temor acumulado durante años, el temor a decir sin querer qué es lo que tememos, el temor a las consecuencias. Es el miedo al futuro lo que deforma ese ahora que puede conducirnos a un futuro diferente si nos atrevemos a vivir plenamente el presente. Una mujer que haya llegado a cierto nivel de comprensión psicológica a través del trabajo en sí misma puede sentirse dominada por un ardiente deseo de lograr que su compañero también tome conciencia de su situación. Desconociendo la realidad del hombre, puede seducir a su alma con una brillante descripción de las proyecciones. Pero ¿quién recibe entonces al alma de la mujer? ¿Por qué el diálogo se convierte de pronto en un monólogo? ¿Por qué la voz de su compañero se endurece, sus ojos se agrandan, su cuerpo se pone tenso? La interacción que podría surgir llena de vida desde lo más profundo queda bloqueada; la relación se marchita. A menos que los dos actúen desde su centro de vulnerabilidad, lo que dice el animus activa una actitud dominada por el ánima y todo se paraliza. El conducto que comunica con la virgen está obstruido con cera. Mientras no nos entreguemos al lento ritmo que abre el camino a nuestra verdad interior, simplemente no podremos sentir quiénes somos en una situación real. La realidad no existe; la Diosa no mete las manos en la mierda.
Si la integración psíquica y la integración física se producen paralelamente y el cuerpo adquiere cada vez más conciencia, hay que reconocer los síntomas físicos en la relación. Lo femenino no se interesa en teorías abstractas y razonamientos lógicos. La sabiduría femenina nace de la médula, de los sufrimientos padecidos; es un pez que sale de las entrañas, no un pájaro que surge de la cabeza. Al igual que la mujer primitiva, lo femenino madura cuando se reconoce como parte del ritmo cósmico y, a la vez, observa abiertamente la realidad del aquí y el ahora, el presente que va cambiando a cada instante. Esa verdad es algo a lo que no se puede renunciar.
Pero aquí es donde surgen los verdaderos problemas en una relación de años. Lo femenino maduro no tolera las exigencias y las proyecciones del poder patriarcal. Separa violentamente a los mellizos simbióticos. No se deja usar como un objeto, como sacarina instantánea. Si su compañero no se está psicoanalizando, el cambio de dirección de la energía es exasperante. Si la mujer siente por primera vez en su vida su yo femenino bien arraigado en el cuerpo, su esposo puede quedar fascinado, sorprendido e impresionado por su entrega sexual. Cuando se abre el cuerpo también puede abrirse una grieta en el corazón, una grieta que se convierte en un verdadero abismo donde se encuentra el sufrimiento de toda una vida. De pronto, la conciencia puede iluminar esa grieta o el sí-mismo puede empezar a exigir un nuevo nivel de integración física y espiritual; en ese caso, la mujer debe reconocer que necesita un período de natural celibato. El esposo puede sentir que ese alejamiento equivale a un rechazo. Pero, si la mujer se opone a sus instintos, el cuerpo se expresará a través de intensos síntomas físicos que impongan un período de celibato, hasta que el problema se plantee desde una perspectiva espiritual más amplia.
El hombre también puede sentir que su sexualidad pierde intensidad. Si las dos almas no están en armonía, o si el sí-mismo exige una nueva armonización a otro nivel de integración sexual y espiritual, los compañeros pueden tratar de autoengañarse y convencerse de que todo está bien. Uno o el otro pueden exigir una intimidad sexual. Pero las almas encarnadas no mienten, su sabiduría no es superficial. El cuerpo consciente tratará de acceder a un nuevo nivel de intimidad espiritual que, en su expresión concreta, puede percibirse como una sexualidad muy diferente de la ya conocida[23]. Para que la relación sobreviva, esta transición debe ir acompañada de una clara distinción de lo femenino y lo masculino de cada integrante de la pareja. Este es un territorio relativamente desconocido. Es el reino de Sofía, donde se actúa con fe.
A veces, cuando una relación llega a un punto de florecimiento espiritual, de pronto y sin causa aparente, aparece una plaga y los compañeros ven con dolor y una enorme desilusión cómo la planta y la flor se van marchitando. El corazón de cada cual «aún ansia la búsqueda, pero los pies preguntan “¿hacia dónde?”»[24]. Uno o los dos pueden tener que alejarse de la relación para descubrir su identidad. El espíritu busca ansiosamente al espíritu; la carne busca a la carne con desesperación. A veces, sólo el alejamiento permite apreciar las profundas raíces de la relación y, en ese caso, la planta cortada casi de raíz puede volver a crecer si se la cuida con ternura.
Durante ese período de separación, generalmente se recibe una lección de humildad. El sí-mismo consume en el fuego los deseos del yo. En un pasaje de Cuatro cuartetos, T. S. Eliot describe lo que a nivel emocional corresponde a las llamas del infierno.
Hay tres situaciones que a menudo parecen semejantes
pero difieren completamente, florecen en el mismo seto vivo:
apego a uno mismo y a cosas y apersonas, desapego
de uno mismo y de cosas y de personas; y, creciendo entre ambos, indiferencia
que se parece a los otros como la muerte se parece a la vida,
estando entre dos vidas —sin florecer, entre
la ortiga viva y la muerta. Ésta es la utilidad de la memoria:
para la liberación —no menos del amor pero expandiéndose
de amor más allá del deseo, y así liberación
respecto al futuro igual que al pasado[25].
El desapego libera al corazón del pasado y del futuro. Nos da libertad para ser quienes somos y para querer a los demás por ser como son. Ése es el salto que nos lleva al ahora, el fluir del Ser en el que todo es posible. El reino de la virgen embarazada.
El abandono del pasado puede dar origen a un caos. La ira, el dolor y el temor son reacciones naturales. La pérdida de un ser querido, un divorcio, el fin de una relación y otros cambios similares pueden provocar un duelo que se prolongue por un año; la primera Navidad a solas, el primer petirrojo en el jardín, las celadas de cada nueva estación que encuentran a nuestro corazón desprevenido. Los deseos del yo a los que se renuncia en un instante pueden reaparecer con una fuerza enorme en el instante siguiente. En cualquier sacrificio, sobre todo en los que se producen en torno a una relación, lo más importante es renunciar a las exigencias del yo. Cuando el yo aprovecha la energía transpersonal para lograr sus objetivos egoístas, lo que hace en realidad es magia negra. Solamente si el dolor persiste año tras año, encadenando al individuo al pasado, o si la energía se vuelve destructiva, el sí-mismo exige soltar amarras. A veces, un sacrificio ritual como el de Lisa (p. 153) es el primer paso en el camino que nos trae de regreso a la vida. Nunca se debe celebrar un rito de este tipo si el yo no tiene un cauce sólido o sin un amigo al que se pueda llamar en cualquier momento por teléfono. Si es preciso perdonar, también hay que recordar:
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda[26].
Cuando se renuncia a una relación íntima, lo más importante es sacrificar la relación sin sacrificar el amor. Si la vida es abrirse «como una rosa que ya no puede estar más tiempo cerrada»[27], todo aquello que amamos es un pétalo que se abre. Cuando se aceptan las espinas, el amor subsiste. Cualquiera sea la dirección que hayan tomado, todas nuestras relaciones íntimas nos han dado el tesoro del amor y esa riqueza es la única que finalmente tiene sentido.
Si podemos soportar el conflicto entre dos elementos opuestos —los deseos del yo limitado que se oponen a lo dispuesto por el sí-mismo o el destino—, si podemos mantenernos firmes en el centro, aprendemos a pensar con el corazón. Podemos comprender lo que sentimos, comprender lo que deseamos y, poco a poco, podemos ir abriéndonos a un círculo más amplio. Entonces, sin amargura y sin alejarnos de nuestra realidad, podemos aceptar conscientemente lo que sucede. Si estamos conscientes de los dos elementos, la mente puede aceptar y el corazón puede seguir sintiendo. Cuando la mente y el corazón se mueven en direcciones opuestas, la única manera de superar la contradicción es pensar con el corazón. Lo que podría ser la sal de la amargura se convierte en la sal de la sabiduría. Ésa es la sabiduría de Sofía, que comprende que el grano de sal es lo que da sabor a nuestra vida.
La emergencia de la conciencia femenina en nuestra cultura está provocando un trastorno social comparable al agrietamiento de un enorme dique. Es posible que, cuando los valores afectivos individuales pasen a ocupar el lugar que antes ocupaban las sanciones morales de la sociedad, lo más importante ya no sea lo que se «debe hacer», sino lo que se «desea hacer». Así es como pueden terminar «relaciones» de años o quedar en evidencia que siempre han sido una estructura vacía. Sin embargo, un yo frágil que se enfrenta solo al mundo corre el peligro de ser inundado por la energía arquetípica e incluso un yo fuerte puede estremecerse ante la liberación de una sexualidad reprimida por mucho tiempo. Ése es el precio que tal vez haya que pagar por sentir la energía revolucionaria de la diosa desterrada, que trata de contrarrestar los efectos de un medio racional obsesionado por la técnica y la obtención de resultados.
Como vimos antes, las estrellas de la música rock son pálidas sombras de esta diosa. El soplo de la diosa nos roza cada vez que oímos hablar del fracaso de otro matrimonio. Apenas la reconocemos, pero es posible que se haga presente (en forma pervertida) en las violaciones, en los abortos, en las técnicas de reproducción o en los anticonceptivos que liberan a la mujer de su «destino» biológico y la empujan a un toma de conciencia psíquica. La diosa es el destino biológico elevado al nivel de conciencia, el destino biológico transformado en libertad.
El beso de la hechicera (1890), de Isobel Gloag.
La diosa adopta muy variadas formas en los sueños de hombres y mujeres. Por lo general, es una mujer negra, oriental o simplemente de piel oscura. Puede ser una orgullosa gitana, una bailarina en una taberna, una prostituta sagrada, una María Magdalena. En todo caso, nunca forma parte de la escala de valores sociales del mundo consciente del soñante y, aunque puede estar herida o desfigurada, encierra una enorme energía latente. Su energía es capaz de unir a esos dos elementos opuestos que son la ramera y la virgen idealizada, porque contiene a ambas. La virgen idealizada que vive lejos de sus instintos, tejiendo su tela de pura espiritualidad, puede encontrar en ella la base de su propio cuerpo. La virgen blanca como el lirio se encierra en sí misma; es egoísta, posesiva y no está en contacto con su realidad femenina. Es la hermana sombra de la ramera, que considera su atractivo sexual como un atributo personal que le sirve para tender una trampa a lo masculino. Juntas, pueden dejarse arrastrar como sirenas por las aguas del inconsciente; son criaturas de la naturaleza, cuyo poder de hechicería sólo se puede exorcisar cuando sus colas de pez o de serpiente se transforman en piernas de mujer que se apoyan sobre la tierra. Esto supone una integración consciente de sus energías. Cuando nos entregamos a la diosa negra, en la que se funden el espíritu y el instinto, el cuerpo del ser humano se convierte en un cauce para el amor en su dimensión humana. En la diosa negra, la sabiduría de Sofía anula las diferencias entre el espíritu y el instinto. A través del desapego que tiene su origen en un profundo sufrimiento, Sofía puede sentir empatía por el dolor humano, junto con reconocer que es parte de la vida. Cuando la conciencia entra en contacto con esa sabiduría, se reconoce a Sofía no como un concepto abstracto, sino como una «idea bajo la forma de una experiencia», un hecho que adquiere una influencia determinante en nuestra vida.
En la antigüedad, la mayoría de las mujeres tenía que entregarse una vez en la vida a la diosa del amor. En el templo de la Diosa Luna celebraban una boda sagrada, con la convicción de que la energía instintiva que afloraba a través de ellas no les pertenecía. Lo que hacían era rendirle honores por ser la energía transpersonal de la Diosa. Después de haberse entregado a esa energía, se transformaban en mujeres «virginales», incapaces de adueñarse de la energía de la diosa como si fuera un atributo personal[28]. En otras palabras, la virginidad psíquica que libera al individuo del egoísmo y del afán de posesión se conquistaba, y se sigue conquistando, a través de la entrega a un dios o a una diosa.
En uno de los «Sonetos sagrados» de Donne, el autor pide que Dios «me rompa, me empuje, me queme y me haga nuevo», y luego dice:
Llévame a tu lado, enciérrame, porque,
a menos que me esclavices, nunca seré libre,
y jamas seré puro a menos que me tomes[29].
La castidad es estar abierto al espíritu, purificado de los deseos del yo. El éxtasis es decir sí a la vida, no el sí de la ingenua inocencia, sino el sí de la inocencia superior que participa conscientemente en el sacrificio. La entrega al espíritu hace que el alma virgen se abra a la plenitud del Ser, a la pasión carnal y la pasión espiritual que arden en el centro de cada persona sin ser una pasión personal. El reconocimiento del fuego como un elemento no personal permite que los deseos del yo individual se purifiquen. Cuando dejamos de identificarnos con los instintos o con el espíritu, nos hacemos humanos, nos abrimos al amor de Sofía y a la fecundidad que surge del amor. Entonces, en nuestra vida cotidiana, podemos sentir la sutil presencia de la Diosa.
La luna siempre cambiante es la imagen de la transformación de esos aspectos nuestros que generalmente viven en la penumbra. La esencia misma de la vida, protegida de la mente ilustrada, va destilándose lentamente de las experiencias concretas. Lo que permite que se produzca ese proceso es la reflexión, el espejo de plata. A través de la contemplación, los deseos del yo pueden transformarse en amor, en un amor que respete su propia esencia y la esencia del otro. Fuera de las leyes de la sociedad, el amor sólo acata sus propias leyes, creando así relaciones únicas.
Natividad, de William Blake. (Museo de Arte de Filadelfia).
Todo aquel que se entrega al proceso de creación del alma se relaciona con los demás a través de la virgen, porque sólo ella es capaz de captar lo inevitable de cada instante en medio de la acción. A través de ella, se reconoce que la sexualidad y al amor son manifestaciones de lo divino; en la vida diaria, esa energía se convierte en el misterio de la transformación. A nivel colectivo, su amor puede provocar una explosión más intensa que la de cualquier bomba nuclear concebida hasta ahora.
La unión del alma y el espíritu engendra un hijo, la joya del loto, la nueva conciencia consagrada a la posibilidad de ser. Ese niño es la nueva energía que surge del pasado y mira hacia el futuro lleno de esperanza, sin dejar de vivir en el ahora.
La religión institucionalizada reconoció en otras épocas el misterio de la unión del alma con Dios y el temor que ello despertaba. Los ritos de la Iglesia no se concibieron para poner fin al misterio, sino para que fuera posible vivirlo. La ciencia occidental no soporta el misterio y se propone explicarlo e incluso demostrar que es algo demoníaco. El pensamiento racional trata de resolver el misterio, en lugar de adentrarse en él. Los ritos y la contemplación no son intentos de explicar en qué consiste el misterio, sino de orientar a los individuos para que se acerquen a él sin temor. La voz del Espíritu Santo puede ser aterradora porque despierta un profundo temor a lo desconocido, temor a la vida, temor a entregarnos a nuestro destino. Pero si el hombre y la mujer encuentran a su virgen interior, pueden aprender a ser, cada uno de ellos a solas y también con el otro. El misterio reside en la posibilidad de ser. El amor nos elige.
La conciencia femenina se interesa en los procesos. Siente que la meta es la búsqueda misma y reconoce que la meta es tomar conciencia de la búsqueda. Ser es estar consciente del llegar a ser. Cuando se reconoce que la meta es el proceso en sí, se da al rayo masculino de luz una «cúpula de vidrio de múltiples colores»[30], que refracta el rayo y, como un prisma, lo divide en una infinidad de rayos, de tal manera que cada uno es un reflejo del centro y el centro está presente en cada uno de ellos. La conciencia femenina no tiene que transformar la materia en espíritu ni el espíritu en materia, sino ver el espíritu en la materia y la materia en el espíritu. Esta actitud es bastante ajena a la conciencia estrictamente masculina, que puede considerarla como una imposibilidad lógica.
La diferencia entre la afectividad de un hombre y de una mujer que estén tratando de hacerse conscientes puede dar origen a incalculables problemas. Cuando lo afectivo emerge en el hombre, suele hacerlo a través de la percepción de un valor psíquico que está menos relacionado con el cuerpo que en el caso de la mujer. Cuando una mujer se reconoce como tal, también reconoce que el cuerpo es el hogar sagrado de su alma. Si ha sentido dentro de ella la presencia de la virgen negra o de Sofía, el lazo entre el espíritu y el cuerpo, su conocimiento de esa realidad, puede ser suficiente para que el hombre perciba ese lazo dentro de él. El vínculo natural entre los dos puede ser la relación sexual, pero lo más probable es que se establezca una relación espiritual en la que cada uno sea un puente extendido hasta el alma del otro y entregue una imagen pasajera de una realidad eterna que supera el mundo de lo natural y de las sensaciones. Cuando se ha liberado a la masculinidad y se ha dejado al descubierto a la feminidad, las dos pueden interactuar interna y externamente. El poder penetrante de la masculinidad consciente libera al eterno femenino. La mujer despierta la capacidad receptiva del hombre. El entra en ella; ella lo recibe. Él le ayuda a reconocer su propio poder penetrante; ella le ayuda a descubrir la presencia de su alma femenina, juntos se relacionan con la sabiduría interior de ambos. Lo importante es el proceso, no la meta.
Tanto si la interacción entre lo masculino y lo femenino es interior como si se produce en una relación, el individuo debe estar consciente de las leyes internas, que son categóricas y que incluso pueden llegar a ser crueles. No hay que acatar esas leyes con resignación, sino con aceptación y amor. La vulnerabilidad es un aspecto de lo femenino; lo masculino aprende de lo femenino a aceptar lo transitorio, aprende a enterrar al pasado y al futuro y a vivir en el ahora. El puente de Sofía se levanta precisamente allí donde se encuentra lo que separa lo masculino de lo femenino.
Sofía no acepta concesiones. Mientras no sintamos el éxtasis que provoca su presencia, las relaciones sólo se basarán en un trueque emocional: «Te doy esto si me das aquello». Sofía exige que abandonemos nuestras costumbres, que dejemos atrás la antigua mitología. Los hombres siempre han sentido temor ante el poder telúrico de lo femenino y, hasta hace poco tiempo, en nuestra cultura las mujeres actuaban como si llevaran anteojeras al convertirse en cómplices de las opiniones de los hombres. Pero, a medida que las mujeres empiezan a tomar conciencia de la esclava que hay en su interior, van reconociendo la profundidad de su sensualidad y su sexualidad, que no están al servicio de los hombres sino de la diosa. Este reconocimiento pone en peligro al personaje del «macho», pero estimula a los hombres a tomar más conciencia de su aspecto femenino.
Si el hombre puer asimila conscientemente la afectividad que antes reprimía, puede alejarse de la sombra del patriarcado y adoptar una actitud personal auténtica, que suponga también una relación más íntima con su virgen interior. Ya no puede seguir tolerando la escisión del ánima ni seguir amando a la imagen idealizada de la virgen mientras viola su cuerpo de ramera. La mujer consciente tampoco puede rebajarse a ser cómplice de esa escisión. La entrega a la Diosa libera al hombre de la madre y de la hija inconscientes, así como libera del padre y del hijo inconscientes a la mujer.
La mecánica interna de una relación en plena evolución va cambiando constantemente. Cada relación es diferente pero, a medida que los hombres y las mujeres se abren a nuevos niveles de comprensión, suelen plantearse las mismas difíciles preguntas: ¿Cómo mantiene una mujer el equilibrio cotidiano entre el amor por su animus (su energía creativa) y la atracción sexual que siente por el hombre que quiere? ¿El proceso de toma de conciencia crea un abismo aún más profundo entre el Eros del hombre y el de la mujer o refuerza los polos magnéticos que finalmente terminan por atraerse? ¿Hay que reconocer la diferencia afectiva entre los hombres y las mujeres, y quizá incluso celebrar su existencia? ¿El misterio del amor consiste precisamente en reconocer nuestra profunda singularidad y la singularidad de la persona amada?
Las respuestas a estas preguntas se encuentran en la crisálida. No podemos forzarlas a aparecer, así como no podemos forzar el surgimiento del amor. Pero podemos escuchar. Podemos sintonizar nuestro oído interior para que escuche la voz de la presencia interna y podemos respetar a nuestra alma y al alma de quienes amamos, dejando un espacio «claro y reservado» donde se nutra la posibilidad de Ser.
… dije a mi alma, calla, y espera sin esperanza pues esperanza sería esperanza de lo que no debiera; espera sin amor
pues amor sería amor de lo que no debiera; queda aún la fe pero la fe y el amor y la esperanza están todos en la espera. Espera sin pensamiento, pues no estás preparado para el pensamiento: así la oscuridad será la luz, y la inmovilidad el baile[31].
El que escucha, papier-maché de Dorothy Cameron.
Voces de crisálidas
Mi vida ha sido un constante abrirme paso a través de un hombre para llegar al siguiente, hasta que uno se convierte en un eco del otro y descubro que todos son iguales.
No se saca nada con gritarle a la flor y decirle ¡ábrete!
Me despierto por la noche. Mi corazón es una caldera hirviente. Creo que es un ataque al corazón. Descubro uno de mis brazos recostado en su almohada vacía. No puedo moverme. No puedo levantar el cuerpo de la cama.
El viernes empiezo a sentirme deprimida, porque sé que todos están esperando con ansiedad salir con su pareja el fin de semana. Yo no espero, porque no tengo nada, no tengo a nadie, ningún «gran proyecto» para el fin de semana. Vengo a casa. Trato de estar tranquila, de probarme vestidos… una especie de desfile de modas privado. … Me obligo a ir a nadar. Eso me ayuda a no hundirme en la depresión. Tengo que aceptar que no va a aparecer ningún Príncipe Azul a rescatarme. Tengo fe en que el futuro será mejor. No puedo dejar de lamentarme por lo infantil que he sido.
Con los hombres estoy siempre en un tira y afloja. Me ofrecen algo, estiro los brazos para recibirlo y me cortan los brazos. Hacen promesas, pero no las cumplen; siempre quedo vacía. No puedo hacer nada cuando me abandonan. Les doy poder, como a mi padre.
No quiero sacrificar mi realidad por esta relación. Respeto mi realidad. Con mi padre fui una actriz consumada. Después, mi amante rechazó mi actuación. Esa parte femenina que ha estado atrapada todos estos años ya no se va a preocupar más de los rechazos.
La inocencia ya no es una virtud. Asumo mi responsabilidad. Sé que rápidamente empiezo a lanzar señales falsas.
Mi esposa anda siempre de mal humor y es ofensiva. No entiende que hay problemas importantes y problemas triviales. Cree que si tiene una opinión enfática sobre algo, es un problema importante… y últimamente tiene opiniones enfáticas prácticamente sobre todo.
El dolor, el terror, el aislamiento me han obligado a seguir mi propio camino. Mi esposo fue una excelente madre. Lo maldecía por no ser un buen amante. Lo maldije por irse. Me hundí en un infierno y encontré mi propio camino.
Estoy tratando de soltar amarras. Siento como si me estuviera ahogando y ella estuviera parada sobre mis hombros.
El quiere que el pollo salga volando, ya cocinado, hasta su boca.
No puedo seguir escondiéndome detrás de mi estupidez y no puedo esconderme detrás de mi niñita o de papá. Mi flor no va a florecer jamás si no la riego.
La vida en la India no se ha encerrado aún en la cápsula del cerebro. Todo el cuerpo está vivo todavía. No es sorprendente entonces que los europeos se sientan como en medio de un sueño; toda la vida en la India es algo con lo que sólo sueñan.
C. G. JUNG
Dicen que la realidad existe sólo en el espíritu
que la existencia corporal es una especie de muerte
que el ser puro es incorpóreo
que la idea de la forma precede a la forma misma.
¡Qué disparate,!
¡como si cualquier Mente hubiera podido imaginar una langosta
dormitando en las profundidades, luego estirando una salvaje
pinza de hierro!
Incluso la mente de Dios sólo puede imaginar
aquellas cosas que se han convertido en ellas mismas;
cuerpos y presencias, aquí y ahora, criaturas bien instaladas en la creación
incluso si es sólo una langosta caminando de puntillas.
la religión sabe más que la filosofía.
La religión sabe que Jesús no fue jamás Jesús
hasta que salió de un útero, y comió sopa y pan
y creció, y se convirtió en el milagro de la creación, Jesús,
con un cuerpo y con necesidades, y con un espíritu exquisito.
D. H. LAWRENCE, Demiurgo
Las grandes épocas de nuestra vida son esos instantes en que nos armamos de suficiente valor para bautizar nuevamente a nuestras maldades y llamarlas «lo mejor de nosotros».
FRIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal
El sueño es esa pequeña puerta que se esconde en el más profundo y más íntimo santuario del alma, donde se abre a la primitiva noche cósmica que fue alma mucho antes de que existiera un yo consciente, y que seguirá siendo alma mucho más allá de donde el yo consciente pueda llegar jamás.
C. G. JUNG