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LA HERMANA ONÍRICA:

OTRAS REFLEXIONES SOBRE LA ADICCIÓN

Los somníferos no pueden aquietar al diente que mordisquea el alma

EMILY DICKINSON

Si observamos el cielo en un claro atardecer, vemos una que otra estrella. Cuando oscurece más, vemos las figuras que forman las estrellas: la Osa Mayor, el cinturón de Orión, las Pléyades. Stella significa estrella en latín; por lo tanto, una constelación es un conjunto de estrellas que sólo puede verse en la oscuridad. A veces, pasan años antes de que los puntos brillantes que hay en nuestro inconsciente formen una constelación, una figura con sentido. Este capítulo se basa en la experiencia de varias mujeres de mediana edad que durante gran parte de su vida habían sufrido la angustia que provoca una adicción, hasta que finalmente la oscuridad llegó a ser tan intensa que les permitió percibir la constelación oculta en la obsesión.

Durante muchos años, estas mujeres han sabido que se enfrentan a algo más poderoso que ellas mismas, a un misterio frente al cual son impotentes. Dentro de ellas ya existe una «conciencia de lo divino» —imponente y sagrada— que no se relaciona en absoluto con iglesias o grupos. Saben que deben empezar a vivir en una dimensión de la realidad totalmente diferente. Esa dimensión es la psique. Por su temperamento, su educación, su grado de conciencia, estas mujeres tienen la suerte (o la desgracia) de tener un carácter introspectivo, una mente inquieta, una curiosidad insaciable por saber quiénes son, que las pone en contacto con su microscopio interno. Para bien o para mal, están convencidas de que para encontrar lo que buscan tienen que someterse no a una autoridad exterior e impuesta, que no pueden comprender, sino a una verdad presente dentro de ellas.

Lo que buscan estas mujeres es la verdad y, por dolorosa y perversa que sea, la adicción es el camino que las lleva a esa verdad. Es la puerta que las conduce a ellas mismas. Estas mujeres, que están absolutamente decididas a hacerse conscientes, no pueden darse por vencidas ni están dispuestas a hacerlo hasta saber qué significa. En la adicción se oculta el tesoro —el conocimiento de sí mismas— y no pueden seguir ningún otro sendero. Ése es su viaje sagrado, su Tao, su camino.

Ese camino las ha llevado a la desesperanza que es la esencia misma de la adicción. Mientras no descubran la causa de esa desesperanza, no podrá producirse una curación definitiva. En los sueños, la desesperanza suele estar representada por un personaje simbiótico que defino como la «hermana onírica». En la vida real, este personaje simbiótico suele ser el aspecto reprimido de la madre que la persona adicta ha integrado sin darse cuenta; también puede ser la feminidad reprimida del padre o el esposo. La hermana onírica representa la represión de uno de los padres o de ambos, una represión característica del ambiente psíquico en el que transcurrió inconscientemente la niñez de la mujer adicta. La comprensión de la hermana onírica puede contribuir a que tome conciencia de ese ambiente psíquico inconsciente. La mujer adicta que comprende los vínculos que unen al yo onírico con esa «hermana» va tomando gradualmente conciencia de su relación inconsciente y destructiva con el complejo materno negativo.

Al destruir la relación simbiótica entre el yo y la hermana onírica, la mujer adicta se libera del deseo de muerte que le impuso la madre negativa. La desesperanza era su sometimiento a ese complejo que negaba su realidad femenina. En los sueños, su liberación puede estar representada por la muerte o la desaparición de la hermana, a quien sustituye una feminidad juvenil que muchas veces aparece bajo la forma de una adolescente llena de vida. La hermana onírica que siempre ha aparecido como «culpable por el solo hecho de ser acusada de algo» se convierte en una virgen embarazada, abierta a la vida, al amor, al destino. La mujer ha repetido en el plano psíquico el sufrimiento de la Virgen María, sufrimiento al que apenas se hace referencia en el Nuevo Testamento.

Como veremos más adelante en este mismo capítulo, la Virgen Negra es un excelente símbolo de la confusión de la Virgen que dio a luz, no en su aspecto de deidad glorificada como la madre de Dios, sino en su dimensión humana. La Virgen Negra es la madre positiva consciente que surge una vez que se elimina el complejo materno negativo. Evidentemente, es la santa patrona de la sierva liberada, de la mujer adicta libre de su adicción. La Virgen Negra es negra porque, ya sea literal o metafóricamente, ha estado en medio del fuego y ha salido de entre las llamas con una inmensa capacidad de amor y comprensión. La Virgen Negra representa todo aquello que perdió la Virgen del Nuevo Testamento cuando los Padres de la Iglesia decidieron relegar su sufrimiento humano a los Evangelios Apócrifos. Como la mujer adicta que vive la humillación que supone el no negar su adicción para poder encontrar el tesoro escondido, la Virgen Negra sufrió el milagro del fuego. El tesoro oculto que la llenaba de vergüenza y que la hizo ser acusada de prostituta y adúltera era nada menos que el Niño Divino, su identidad espiritual, el «Yo soy la que soy». Este capítulo está dedicado al fuego de la alquimia en el que arde lo femenino en nuestra cultura para dar a luz a la feminidad consciente desde un punto de vista psicológico.

La virgen encerrada

La mayoría de las mujeres en las que pienso ahora vienen de «buenos hogares». Sus padres eran profesionales de clase media con una buena situación económica, cuyos valores sociales provenían de revistas como Vogue, Architectural Digest y Better Homes and Gardens.

Para tener todo el dinero, toda la limpieza, toda la belleza y toda la inteligencia que se necesitaba para vivir como miembros de la clase media adinerada, el hogar tenía que funcionar como un reloj. Todos sus integrantes tenían que asumir responsabilidades y actuar de acuerdo con sus roles sociales. Papá —el académico perfecto, el atleta perfecto— había sido el hijo perfecto de padres perfectos que se regían por el principio de poder que lo llevó a lograr su meta de perfección. Mamá, también hechizada por las apariencias, había sido una mujer muy inteligente y ambiciosa que sacrificó su carrera para dedicarse a sus hijos, con la esperanza, más o menos inconsciente, de que ellos hicieran lo que ella no había realizado. Todo el esfuerzo de mamá estaba dirigido a convertir su cuerpo, su mente, su vida y sus hijos en verdaderas obras de arte.

Los éxitos de sus hijos no eran el resultado de las metas que ellos mismos se habían fijado. Ellos sabían todo lo que tenían que hacer y debían hacer para complacer a los demás. Mamá cortaba su tostada por la mitad, le echaba sacarina al café y hacía un gesto de desagrado si su hija trataba de servirse leche. Mamá trataba a su propio cuerpo como a una máquina y esperaba que sus hijos actuaran como máquinas perfectas. Si de pronto la máquina manifestaba vida propia, mamá se sorprendía. Su creación era imperfecta, tal vez estaba enferma y había que observarla con velada desconfianza. Los miembros de la familia se aferraban entre sí simbióticamente, de tal modo que el yo de cada cual nunca llegaba a madurar. Sus vidas estaban tan limitadas a la estructura emocional de la familia que no podían imaginarse fuera de ella. Lo que hacían era mirarse en sus espejos y quedar atrapados en sus reflejos. En ese mundo, la perfección era una norma moral y se esperaba que todos los miembros de la familia la acataran. Nadie hablaba de la tendencia a la depresión de mamá ni comentaba que papá solía llegar tarde. El respeto a los secretos familiares era una exigencia implícita que iba creando un lazo estrangulante.

La niña que vive en un medio como ése se convierte en muchos casos en el testigo mudo de la castración que su madre inflige a su padre. Ha vivido con el resentimiento que siente la madre por el padre, resentimiento que surgió cuando él no logró convertirse en el esposo-héroe con el que la madre creía haberse casado. La niña atrapada en esa situación puede decidir conscientemente que nunca será como su madre. Nunca será la arpía que lucha sin descanso contra los hombres. Nunca se convertirá en un cuerpo frío y asexuado. Nunca será la «jefa» de un hogar. La niña quiere ser una esposa y una madre cariñosa, que dé apoyo a su familia. En otras palabras, se identifica con la sombra de la madre, con ese aspecto de la madre que se casó con su complemento masculino idealizado. Años más tarde, cuando se haya convertido en madre y tenga su propio hogar, tratará de actuar como la Madre Tierra que se deja llevar por sus instintos maternales, da a luz a sus hijos en parto natural y los amamanta, prepara comida vegetariana y da a sus hijos todo lo mejor. Como reina de su hogar, trata de ser la esposa atractiva que su padre nunca tuvo y espera que su creatividad se manifieste a través de su familia. Pero en realidad esta mujer no es la Madre Tierra. No hay nada en su pasado que le ayude a hacer lo que se ha propuesto y no está tan en contacto con su cuerpo como para confiar en sus instintos. Aunque hace todo lo que está en su poder, ella misma, su esposo y sus hijos saben que es algo artificial.

Este tipo de mujeres actúa como un potente imán que atrae al hombre hasta que llegan los hijos. Todo funciona bastante bien mientras ella encarne el ánima de su esposo y se ocupe de la relación afectiva que existe entre los dos. Pero cuando empieza a criar al primer hijo ya no puede concentrar todas sus energías en su esposo. Cuando el yo del niño empieza a desarrollarse, la relación madre-hijo cambia de raíz, porque el aspecto femenino de la madre nunca ha madurado. La mujer no cuenta con la base de los valores afectivos que podrían dar apoyo a su identidad. No puede hacer frente a la situación. No entiende lo que es una relación auténtica y, cuando el niño empieza a independizarse, no puede defender sus puntos de vista. Tiende a aceptar la proyección del niño, la opinión que tiene de ella. El consigue todo lo que quiere. Si el niño la enfrenta, ella se somete. No puede imponer la cariñosa disciplina que todo ser necesita para ir desarrollando su propia estructura. Por no conocer límites, el niño empieza a sentirse inseguro y se convierte en un ser tiránicamente exigente. Por ejemplo, si una madre pierde su sentido de identidad cuando su hijo no acepta el zumo de naranja que le ha preparado, está creando las condiciones necesarias para convertirse en mártir. La mujer se deprime y piensa que el tener otro hijo podría ser la solución. El ciclo se repite. Este nuevo niño también comienza a convertirse en persona; expresa emociones imprevistas, es «sucio», tiene una energía ilimitada. Una vez más, la mujer siente que la tensión es excesiva. Y vuelve a refugiarse en su fantasía de la Madre Tierra, tratando de curar al yo herido con otro hijo.

Es posible que a la larga la mujer se diga «Esto de tener otro niño es autodestructivo. La eficiencia de mi madre, que yo odiaba con tanta desesperación, es la misma eficiencia con la que estoy actuando ahora, aunque bajo otro disfraz. Soy la que lleva a los niños a patinar, a nadar, a bailar, y no dejo de sentir ese vacío en el centro. No dejo de sentir que mi esposo me critica por mi incapacidad para hacer frente a todo». Aunque su esposo no la critique, el hombre que hay dentro de ella sí lo hace. Su único deseo al convertirse en una buena esposa y una buena madre ha sido complacer a los hombres para contrarrestar la falta de feminidad de su madre ante su padre. Su irresistible deseo de complacer la convierte en la encarnación del principio de poder, porque si complace a los demás puede manipularlos mejor, aunque sea inconscientemente. Su máscara dice: «Tienes que actuar como la Madre Tierra para complacer a papá». Al mismo tiempo, su sombra dice: «Tienes que poner fin a este caos. Me muero si no hay orden». Este tipo de mujer es otra versión de «la niñita de papá» y su hermana onírica «responde como un hombre». Por no tener la fortaleza femenina para ser quien realmente es, su energía oscila entre el polo instintivo y el polo espiritual y es incapaz de actuar con determinación como un ser humano que se encuentra en el centro, aunque no pueda adoptar una posición bien definida en ninguno de ellos.

La situación familiar varía de un caso a otro, pero hay un elemento que al parecer siempre está presente. Lo que falta en la familia es el principio femenino y esa carencia afecta tanto al padre y los hermanos como a la madre y las hijas. «Cuando reina el amor, la voluntad de poder no tiene cabida», escribió Jung, «y cuando prevalece la voluntad de poder, el amor está ausente»[1]. Lo contrario del amor no es el odio sino el poder. El poder destruye la individualidad de los demás. Cuando el poder es el elemento predominante en un hogar, el principio de poder comete una violación arrolladora del alma femenina del padre y de la madre, sobre todo si el padre fue el hijo mimado de una madre dominante a la que trataba constantemente de complacer. Más adelante, el hombre, como dirigente de su comunidad, trata de complacer a la «madre sociedad». Desde un punto de vista psicológico, todos los miembros de la familia —madre, padre, hijas e hijos— quedan huérfanos de madre, no reciben una atención materna positiva y, por lo tanto, quedan incapacitados para darla. En la representación de «la vida ideal» en la que todos encarnan a seres perfectos, la vida misma queda en cierto modo olvidada.

Los niños que crecen en este tipo de hogares sienten que han pasado toda la vida esperando algo que nunca llega. En su perpetua espera dejan de vivir el aquí y el ahora. Es posible que los padres hayan sentido que estaban haciendo lo mejor por sus hijos, pero en realidad sólo estaban repitiendo inconscientemente lo que les habían hecho, tratando de adaptar a sus hijos a una imagen social[2]. Para sobrevivir, los hijos pueden haberse sometido, pero debajo de la superficie se fue creando un «corazón de las tinieblas».

Inconscientemente, estos niños pueden llegar a tener trastornos relacionados con la alimentación, como una forma de rebelarse contra la posibilidad de convertirse en seres sin esencia. En una cultura donde los medios de comunicación ensalzan la silueta delgada como la panacea que otorga felicidad, sexualidad, au torrespeto y aceptación social, se niegan a aceptar las malévolas mentiras de una falsa diosa. Poseídos por sus instintos heridos e, irónicamente, guiados por la misma ansia de poder con la que sus padres los criaron, algunos niños devoran la comida, la rechazan o la vomitan. Ya sea que su rechazo de la vida se manifieste en una armadura de 90 kilos, en un esqueleto de 40 o en vómitos en el lavabo, lo que con más seguridad puede alejarlos de la neurosis es la comprensión del símbolo que encarna la comida en la psique y del motivo por el cual algo atrae la energía en esa dirección.

Imaginemos dos imanes. El campo energético de uno de ellos reacciona ante el campo energético del otro. Cuando se acercan, la atracción entre lo positivo y lo negativo aumenta progresivamente hasta que se juntan de un golpe. Si los imanes tuvieran campos energéticos iguales, se rechazarían. No se conectarían. Lo mismo ocurre en el caso de los adictos: algo dentro de ellos reacciona ante la comida y sienten una atracción o una repulsión compulsiva ante esa energía. «Me muero si como, me muero si no como». Pueden quedar atrapados en la compulsión (el comer hasta la saciedad), en un inflexible rechazo (el no comer) o en la atracción y la repulsión sucesivas (el comer en exceso para vomitar después). Cualquiera sea la reacción, la comida es el imán alrededor del cual transcurre su vida. En tal caso, la comida es un símbolo de la fuerza vital, de la Gran Madre con la que el cuerpo trata desesperadamente de ponerse en contacto.

Las siguientes reflexiones escritas en un diario de vida describen claramente la atracción y la repulsión. La mujer que las escribió había llegado a reconocer que la comida era un símbolo de poder, del poder que había aprendido a usar observando a su madre. El comer había sido a la vez una identificación con su voluntad de poder y una negación a enfrentarse a esa actitud. La comida había alimentado a su animus obeso y a su niña tiránica, pero no alimentaba a la niña de su alma, que sufría por la falta de amor. Antes de escribir estas reflexiones, había tenido una pelea con su compañero y me llamó por teléfono porque se sentía muy enfadada. Más tarde me comentó que algo de lo que le dije le dio la sensación de que le habían pegado en las manos. Después de oscilar durante varios días entre sus hermanas tiránicas ansiosas de poder, escribió lo siguiente:

¿Cuánta mierda tengo que aguantar para poder salir de este laberinto de espejos? Puedo racionalizar absolutamente todo. Puedo jugar todos los juegos que existen y fingir que ion ciertos. ¡Mierda! Todavía no estoy dispuesta a dejar de representar el papel de la niñita enfadada que no consiguió lo que quería. O el otro extremo del juego: «Mamá, mira qué buena soy. ¿Ves todo lo que trato de hacer para complacerte? Quiéreme, quiéreme. Soy capaz de hacer todo lo que quieras, pero por favor quiéreme».

Hay que arrojar a este bebé a la basura. Me siento contenta conmigo misma cuando tengo una rabieta porque no pude hacer inmediatamente lo que quería. (¡Prefiero ignorar todo eso!) No entiendo por qué tengo que llevarlo hasta este extremo espantoso antes de verlo claramente y enfrentarlo. La otra niñería que hago es hacer una montaña de un grano de arena y después creer que es cierto. Si no puedo dominar la situación, me hago la víctima y me convenzo de que otro tiene la culpa de que yo no consiga lo que quiero. Es una manera bastante santurrona de autojustificarme; así no tengo que enfrentarme al hecho de que trato de dominar, ¡de que me encanta dominar! Si para dominar me conviene hacerme la desvalida, me hago la desvalida. Soy capaz de fingir cualquier cosa para controlar una situación. Si no la controlo, entonces no soy nadie, entonces nadie me quiere porque tengo que ser alguien para que me quieran.

Si no puedo ser la mujer más MARAVILLOSA del mundo, puedo ser la mujer más PODEROSA y, si no puedo ser poderosa, puedo ser una pobre niñita detestable a la que nadie quiere. (Nadie me quiere. Todos me odian. Me voy al jardín a comer gusanos). ¡Lo que haya que hacer con tal de ser el centro de la atención! ¿El mundo no gira acaso a mi alrededor? ¿No hicieron el cielo y la tierra exclusivamente para mí? Ésta es la otra cara de la moneda de no ser capaz de tomarse en serio. ¡TODO o NADA!

Y lo que mantiene a todas estas fuerzas en su lugar no es algún maná mágico que esperamos que caiga del cielo, sino un sentido maduro de las proporciones; la comprensión y la aceptación de que soy parte de algo más grande, de que ocupo un lugar en ese todo. Un lugar propio, ni más ni menos especial que cualquier otro. Mi propio lugar. Mi propio destino. Puedo seguir exagerando toda la vida si quiero, pero así voy a dejar pasar la vida. ¡NO QUIERO DEJAR PASAR LA VIDA!

La pregunta es ésta: «¿Voy a crecer lo suficiente como para usar mi propia ropa y ser responsable de mí misma? ¿De qué soy responsable y de qué no soy responsable? ¿Estoy dispuesta a enfrentar una situación tal cual es?». La respuesta es SÍ. Hasta donde alcanzo a darme cuenta conscientemente, la respuesta es SÍ.

Estos días me han ayudado a calmarme. Quizá sería más adecuado decir «estos días me han enseñado a ser humilde».

«Dios, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar aquellas que puedo y sabiduría para conocer la diferencia». [Plegaria de Alcohólicos Anónimos]

Después de dos años de psicoanálisis, esta mujer había madurado bastante como para distinguir las voces de sus hermanas psíquicas y, en lugar de proyectarlas en su compañero o en su psicóloga, estaba dispuesta a participar responsablemente en la creación de su destino. El yo ya podía hacer uso de las energías que antes fluctuaban constantemente entre «la mujer más maravillosa del mundo» y «la pobre niñita»; en vez de impedirle que se acercara a la esencia de una relación a través de la proyección de su propia «mierda» en los demás, esas energías la ponían en contacto con su vida y con un diálogo auténtico. Para que se produzca este proceso, es fundamental que la persona tenga el valor de vivir a solas esos días que enseñan «a ser humilde», enfrentándose al verdadero problema que plantean los complejos, esperando que la verdadera pregunta aflore a la conciencia. Una vez que el yo puede formular la pregunta, la respuesta inconsciente no se hace esperar. En la cita anterior, el SÍ instantáneo surge después de las tres preguntas que provienen directamente del yo: ¿Voy a crecer y ser responsable de mí misma? ¿De qué soy responsable y de qué no soy responsable? ¿Estoy dispuesta a enfrentar la situación tal cual es?

Los adictos llevan una vida de constante renunciamiento. Como los padres fueron incapaces, por sus propios motivos narcisistas, de ofrecer al niño un reflejo de sí mismo, éste tiene un sentido muy limitado de autenticidad. Cuando crece, sigue queriendo a su madre, o al padre que actuaba como madre, no como individuos sino por ser quienes detentaban el poder. Mamá da, mamá controla, mamá le exige que actúe de determinada manera; el niño crece pero sigue siendo impotente, toda su vida depende de que complazca a mamá. El niño dependiente —y, en muchos casos, rebelde— que hay en el adicto generalmente activa la imagen de la madre dominante en su compañero, cuyo mensaje implícito es: «No vas a ser competente. En algún momento voy a tener que hacerme cargo de ti, mi pobre niño desvalido». Éste es el poder que caracteriza la actitud inconsciente del compañero y, en realidad, también del adicto. La madre negativa y exigente, internalizada y proyectada en el compañero, destruye el yo femenino de la mujer y el ánima del hombre, porque niega toda posibilidad de afectividad individual y deja al adicto y a su compañero sólo dos formas posibles de relación: el poder o la identificación de uno con el otro.

Si un niño le da una patada a su madre en las espinillas, la reacción espontánea de la madre es el enojo. Si la madre puede ser franca y aceptar su condición humana, y si de verdad quiere al niño, puede dar un buen grito y automáticamente perdonarlo. Pero si la reacción de la madre se basa en el poder, responde: «Está bien, mi amor, comprendo» y no hace nada. Su incapacidad de reconocer su respuesta espontánea es inhumana; por su parte, el niño siente que le niegan la posibilidad de sentir ira, que no lo quieren como un ser humano integral. En el libreto implícito se determina la actitud de la madre: «No voy a expresar lo que siento. Tú tampoco tienes que hacerlo, porque estaría mal. Y lo que yo hago está bien». El animus poco definido de una mujer encierra sus emociones en una dualidad. Al no recibir una respuesta espontánea, el niño se ve obligado a «aceptar o rebelarse», porque se ahoga dentro del espacio psíquico de la madre. Las reacciones individuales no se toman en cuenta y las verdaderas emociones pasan a la clandestinidad, para irrumpir años más tarde en frases como «si expresara mis emociones alejaría a los demás» o en conductas que el yo consciente rechaza. Las fuerzas duales del animus obligan al niño real y al niño que hay en el interior de la mujer a manipular y mentir. Al rechazar a ambos, la mujer hace que los dos se rechacen a sí mismos. Ese rechazo despierta deseos de venganza.

Si la mujer trata de comprender a ese animus que ve todo en blanco y negro, puede diferenciar claramente sus emociones y actuar de acuerdo con ellas. Puede decirse a sí misma: «Tengo dos tipos de emociones. ¿Cuáles quiero expresar? Cuando era niña también daba patadas. Mi niño se rebela y es natural que se rebele, pero yo quiero responderle con otra patada y eso es inaceptable. ¿Cómo puedo expresar mis emociones sin rechazarlo? ¿Cómo puedo reconocer la legitimidad de sus emociones sin rechazarlo?». La energía se ha hecho consciente. No es simplemente un afecto reflejo. La madre se ha colocado en una tercera posición, en la que se reconoce y reconoce al niño como individuo. La honestidad consigo misma y con el niño le permite pasar del poder al amor, y con ello se activa la madre positiva. La empatía reconoce y acepta al ser humano en su totalidad. El amor no oculta la ira, sino que la reconoce y la perdona, transformando así la emoción negativa en una energía que puede llegar a ser positiva. Si los padres se identifican con una escala de valores sociales que niega el hecho de que tanto ellos como sus hijos tienen una naturaleza animal, las expectativas implícitas sólo pueden traducirse en un rechazo falso, masoquista y autodestructivo de la vida.

La planta que recién comienza a crecer necesita calor, agua y luz. El amor es el reconocimiento de las emociones personales que proporciona calor. El agua es la esencia de la vida, la energía que trata de fluir, de explorar todo lo que existe. La luz es la comprensión que ilumina. La naturaleza es la expresión de la energía. La santificación de la materia se relaciona con el amor humano que reconoce el poder de la energía animal, que reconoce su carácter sagrado y el hecho de que la naturaleza humana evoluciona a partir de esa base. La base es la Gran Madre, Sofía, en cuyo útero maduramos. Nuestra naturaleza biológica, estimulada por el espíritu, recibe energía a través de los cinco sentidos y también a través de los ojos y los oídos interiores, hasta que el manto rojo de la pasión que cubre el alma virgen cobra aún más vida junto al manto azul de la sabiduría.

La energía positiva es vida, luz, dios, amor. Es lo que mantiene unidos a los átomos. Cuando se la reconoce como algo sagrado y cuando el alma puede recibirla sin impedirle que fluya, la virgen descansa en el regazo de la Gran Madre. La mujer adquiere conciencia de sí como un alma única. Sus emociones la llevan a amar a cada ser como un individuo. Su hijo da patadas, vomita y orina, pero ella no renuncia a la paradoja: el alma se ha encarnado. Puede cambiar pañales con un enorme cariño por el bebé. Por estar unida a la Gran Madre, reconoce en el cuerpo la expresión del alma. Por estar bien conectada con el aspecto femenino de Dios, puede tener relaciones personales que ya no se basen en el dominio o la dependencia, sino en la empatía. Es libre. Puede oponerse a los valores sociales sin sentirse aterrorizada ante la posibilidad del rechazo, sino sabiendo que es bendita entre las mujeres. Y su hijo interior o exterior queda en libertad de actuar de acuerdo con su propia naturaleza, puede aceptar la disciplina porque siente la seguridad que le da el amor de su madre. Ya no está fuera de la vida, no siente temor al rechazo ni la obligación de complacer.

Cuando se arrancan los velos que rodean a una persona adicta, se puede comprender la conducta ritual obsesiva como una protección contra un dolor insoportable. El arrancar esos velos (por ejemplo, cuando se obliga a comer a una persona que sufre de anorexia, cuando se obliga a una mujer obesa a pesarse, o cuando se obliga a una persona que come en exceso y luego vomita a abandonar sus ritos) provoca una reacción de las fuerzas compensatorias del inconsciente, cuya fuerza puede ser extraordinariamente superior a la capacidad de control del yo. Si se trata de imponer una estricta disciplina a un yo que ha sido víctima de violaciones durante toda su vida, sólo se refuerza la estructura psíquica de la víctima y, junto con ello, la actitud compensatoria de mentira y rebeldía. Si se sigue una dieta en forma compulsiva, se refuerzan las actitudes compulsivas firmemente arraigadas y surgen nuevas necesidades instintivas de compensación, aún más violentas, lo que crea un conflicto que desgarra el alma y que puede llevar a una crisis psicótica o al suicidio. Mientras la mujer menosprecie en secreto su feminidad, tenga temor de su sexualidad y flagele su cuerpo con maldiciones y falta de comida o con alimentos que la envenenen, la curación es imposible, por mucho que la mujer suba o baje de peso.

Los adictos se relacionan con el objeto de su adicción como un niño desvalido se relaciona con la madre que ejerce un poder absoluto sobre él; no tienen valores afectivos personales que les permitan defender su propia vida. Los niños que han quedado atrapados en las imágenes paternas más adelante quedan atrapados también en las imágenes introyectadas de sí mismos. Juzgan sus actitudes como podrían juzgarlas los demás y luego comienzan a fingir en el plano afectivo. El complejo se adueña de ellos. (¿La voy a hacer sentir mal si no me como la tarta que preparó? Si mi conversación es muy animada, no se van a dar cuenta de que no estoy comiendo). Toda decisión está dominada por la necesidad de fingir. Los adictos que han sufrido toda la vida trastornos relacionados con los alimentos no sólo le niegan al cuerpo la posibilidad de comer, sino también de gozar de la vida. ¿No es natural que se vuelva alérgico a todos los alimentos o que su sistema inmunológico sea incapaz de protegerlo? El masoquismo se autoalimenta. El oprimido se convierte en opresor. Al repetir con fascinación los mismos juegos perversos que lo destruyeron, acorrala a los demás y se acorrala a sí mismo con todo tipo de engaños y luego ríe complacido ante su propio poder.

Imaginemos una situación tan simple como escribir un ensayo. Una mujer adicta a la comida se sienta a escribir e inmediatamente comienza a comer. La comida pasa a ser más importante que sus ideas: la máquina de escribir se llena de mantequilla. A esas alturas, si pudiera dejar de comer y preguntarse qué está sucediendo, podría desvincular sus emociones del complejo. El complejo materno negativo no le permite hacer nada en su propio beneficio, porque eso sería una expresión de egoísmo. La mujer adicta tiene que comprender que el dar puede ser pura y simplemente una consumada manipulación. Además, el complejo considera que el recibir equivale a dejarse manipular, porque cuando era una niña desvalida la mujer recibió tanto de sus padres poderosos y generosos que quedó sin un yo capaz de defenderla. En sus sueños, el complejo puede estar representado por una hermana obediente que repite como un loro todos los clichés culturales. Si la mujer puede tomar conciencia de la madre negativa y darse cuenta de que ese complejo no le va a dejar lograr nada, «porque no es bueno ser ambiciosa», puede dejar de autoengañarse y decidir si quiere o no escribir el ensayo o, para empezar, si realmente alguna vez tuvo interés en ir a la universidad.

Es importante insistir en que el «complejo materno» y el «complejo paterno» son mucho más amplios que la madre o el padre reales. Estos complejos son procesos inconscientes y arquetípicos que no se relacionan en absoluto con las motivaciones conscientes de los padres. Ellos también fueron niños que quedaron atrapados en los complejos de sus padres. Lo más doloroso para el niño sensible suele ser el dolor no expresado de uno de sus progenitores. Hiciera lo que hiciese para que estuviera contento, la tristeza no desaparecía. Y esa tristeza del alma pasa a formar parte de la herencia que recibe el niño.

Nuestra sociedad avanza a un ritmo alarmante, acicateada por los valores colectivos que apenas prestan atención a los individuos. Las instituciones como la Madre Iglesia, la Madre Seguridad Social y el Padre Ley refuerzan los complejos. Las personas que están atrapadas en un complejo materno negativo tienen miedo de recibir los regalos que les pueden dar los demás, el Estado o Dios; siempre hay alguien que está tratando de aprovecharse de ellos y, tarde o temprano, sus motivos ocultos quedarán en evidencia. La madre negativa trata de convertir todo en dominio y el yo débil conspira con ella al no reconocer su propio valor.

En el psicoanálisis, este juego de poder se perpetúa mientras el paciente siga proyectando la imagen negativa del padre o la madre en el analista y se esfuerce por seguir ejerciendo poder, recurriendo para ello a la máscara de la sumisión que le impide acercarse al psicólogo. Cuando un rayo de amor llega hasta donde se encuentra el niño interior no querido, los lágrimas empiezan a caer, la ira reprimida empieza a expresarse y se inicia el proceso. La comprensión intelectual por sí sola es incapaz de liberar al niño abandonado. El cuerpo también debe pasar por el fuego. La expresión de la fuerza vital no es exclusivamente psíquica, sino también física. Si los padres no querían tener al niño, o si todo lo que querían era tener a un niño del otro sexo, no hay nada que el recién nacido pueda hacer para que lo acepten. Si la pequeña alma se diera cuenta de ello quedaría destruida, del mismo modo que un canario muere si lo dejan solo en una jaula. Para proteger al alma, el sí-mismo aparentemente crea un obstáculo para que el dolor insoportable se encauce hacia el cuerpo, donde la naturaleza responde a él como mejor puede. Cuando se somatiza el dolor, no se toma conciencia de su aspecto psíquico. La conducta ritual obsesiva es un recurso mágico para mantener a raya a la verdad insoportable, mientras que los hábitos alimentarios erráticos son un intento de alimentar al animal y, a la vez, de matarlo. (Las personas intuitivas e introvertidas suelen refugiarse en la numinosidad de sus sensaciones extravertidas inconscientes y crean complejos ritos de alimentación para protegerse).

En el psicoanálisis, la confianza activa el terror a la dependencia y viceversa. A medida que se avanza en el análisis, el péndulo de energía oscila cada vez más y con más fuerza, activando resonancias latentes que tienen su origen en el rechazo inicial. La mayor confianza consciente entre el psicólogo y el paciente agudiza el temor al rechazo del paciente que, a modo de compensación, decide convertirse en el sujeto del rechazo. (Esto no ocurre solamente en casos de adicción y no sólo en el psicoanálisis. Todo aquel que ha sido rechazado en su niñez trata inconscientemente de crear situaciones en las que tenga que ser rechazado o evitar que eso ocurra, convirtiéndose en el primero en rechazar). Mientras una mujer no se acepte a sí misma, tratará inconscientemente de obligar a los demás a rechazarla, aunque su mayor deseo consciente sea que la quieran. El rechazo es destructivo, pero la desintegración absoluta de la débil estructura defensiva ante la posibilidad de la aceptación es aún peor. «¿Qué voy a hacer si alguien me quiere realmente?». En este punto de transición, el miedo a la dependencia se expresa en toda su plenitud. La obstinada resistencia al cambio, característica de la mayoría de los adictos, suele proteger al yo contra la abyecta desesperación provocada por el rechazo inicial. Una y otra vez, la energía onírica vuelve a recoger al niño abandonado o incluso al feto. Cuando la psique tiene la fuerza necesaria para aceptar el dolor de reconocer que no la quisieron, el cuerpo puede expresar el dolor somatizado. A veces esto se puede lograr a través de un buen trabajo con el cuerpo, que literalmente abarque desde la planta de los pies hasta la coronilla.

En esta etapa es muy importante tener cierto conocimiento sobre los centros de energía que hay en el cuerpo —los chacras del yoga kundalini—, porque se puede establecer una relación física y espiritual entre los misteriosos síntomas que aparecen en distintas partes del cuerpo[3]. La sabiduría oriental puede contribuir a una profunda comprensión de lo que podría llegar a ser un terror sin límites. No pretendo menospreciar a la ciencia médica de Occidente, que también es necesaria en esta etapa, pero el despertar físico y espiritual son inseparables. Al parecer, por ejemplo, si no se ha producido la conexión inicial con el chacra inferior muladhara, la persona ha sobrevivido única y exclusivamente por su fuerza de voluntad. Cuando ésta se desintegra, la persona puede sentirse dominada por una enorme pereza y un deseo irresistible de quedarse en cama. La psique, atrapada en su somatización y sus adicciones, puede estar a la espera de reunir la fortaleza necesaria para activar el área del muladhara, donde reside la verdadera fuerza vital.

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Los siete centros en forma de loto del kundalini

En los niveles más profundos de la psique, la aflicción destilada suele encontrarse en el fondo de un pozo envenenado. Los pétalos del loto que se van abriendo al sol tienen que tener sólidas raíces que se hundan en un lodo límpido y, cuando se activa el ojo espiritual, suele producirse una gran agitación en la zona del perineo hasta que emerge la actitud arraigada. La flor del alma encuentra su alimento en las raíces que se entierran en el lodo oscuro y nutricio.

El alma gemela

Till We Have Faces de C. S. Lewis es una nueva versión de la leyenda de Psique y Amor, relatada desde el punto de vista de una de las hermanas. Orual, la fea hermana de Psique, se ve obligada a llegar a la sima de su «extrema desolación» y clama contra los dioses que, según cree, le han arrebatado a su alma gemela. Guiada por su actitud racional que le impedía incorporarse al alegre mundo de Psique, el mundo de la imaginación creativa, convence a su hermana de que cometa el acto prohibido, que ilumine con su candil el rostro del dios que es su prometido. Al ver la belleza de Bruto, el paraíso de Psique desaparece y se convierte en una vagabunda obligada a realizar arduas tareas. Entretanto, Orual ha llegado a ser la reina velada del reino de su padre, que guía a los soldados a la batalla y se exige a sí misma y exige a sus súbditos dar muestras de extrema fortaleza física y mental. Pero Orual vive obsesionada por su alma gemela, la hermosa Psique, a la que ama más que nadie, pero que desea poseer.

En su determinación por poseer su alma, Orual termina por perderla. Aunque su Psique, su alma, trata de comunicarle lo que desea —vivir en el palacio con Bruto—, Orual cree saber lo que su hermana quiere en realidad. Trata a su alma como a un ser inferior e ignorante, y está decidida a imponer a Psique lo que le parece mejor. Su actitud es la actitud de la madre negativa. Presa en su mundo crítico y taciturno, resentida por su sexualidad frustrada, Orual se deja regir por las leyes, pero su corazón queda traspasado de pesar y esperanza por breves instantes, cuando cree escuchar los sollozos dolidos de su hermana. Dividida entre dos polos —el espíritu y el instinto—, Orual no tiene ni centro ni alma.

Por haber aceptado en su niñez que «si no tienes un rostro hermoso, ningún hombre te querrá, aunque des la vida por él»[4], Orual creyó siempre con obstinación que «los dioses no te amarán (aunque trates de complacerlos y aunque sufras terriblemente) si no tienes un alma hermosa»[5]. Delante de su juez, lee ahora sus amargas quejas, convencida de su fealdad física y espiritual y lamentándose de su destino:

«Dirán que se la llevaron para ofrecerle una dicha y una alegría que yo jamás podría haberle dado y que debería haberme alegrado por ella. ¿Por qué? ¿Qué puede importarme esa nueva y espantosa felicidad que no le he dado y que me alejó de ella? ¿Cree acaso que yo quería que fuera feliz de esa manera? Hubiera preferido ver a Bruto despedazándola delante de mis ojos. Usted me la robó para hacerla feliz, ¿no es cierto? Cualquier sinvergüenza engatusador, sonriente y solapado que arrebata con engaños a la mujer, a la esclava o al perro de otro podría afirmar lo mismo. Sí, un perro. Y hablando de perros, le agradecería que me dejara alimentar a mi perro; él no necesitaba los manjares de su mesa. ¿Pensó alguna vez a quién pertenecía la muchacha? Era mía. Mía. ¿Sabe qué significa esa palabra? ¡Mía! Son ladrones, seductores. Ésa es mi desgracia. No me voy a quejar (no ahora) de que ustedes sean chupasangres y caníbales. Ya no me preocupa…».

«No siga», dijo el juez.

Se produjo un absoluto silencio en torno a mí. Entonces me di cuenta por primera vez de lo que había estado haciendo. Mientras leía, varias veces me había parecido raro que la lectura fuera tan larga, porque el libro era corto. Entonces me di cuenta de que lo había estado leyendo una y otra vez, quizá más de diez veces. Si el juez no me hubiera interrumpido, habría seguido leyéndolo eternamente, lo más rápido posible, empezando nuevamente por la primera palabra casi antes de terminar de pronunciar la última. La voz con que lo leía me sonaba extraña. Algo me hacía tener la certeza de que, por fin, ésa era mi verdadera voz.

El silencio que se produjo en la oscura sala fue tan largo que podría haber vuelto a leer mi libro. Finalmente el juez dijo:

«¿Recibió la respuesta?»

«Sí», le respondí.

… La respuesta era mi denuncia. El haberme escuchado presentándola era la respuesta que buscaba. Los hombres afirman con toda liviandad que dicen exactamente lo que desean. Cuando el Zorro me estaba enseñando a escribir en griego solía decirme: «Niña, el verdadero arte y el placer del lenguaje consisten en decir exactamente lo que quieres, todo lo que quieres, ni más ni menos ni otra cosa». Una máxima grandilocuente. Cuando llega el momento en que por fin te ves obligado a pronunciar el discurso que ha permanecido en el fondo de tu alma por años y que has venido pronunciando constantemente, como un idiota, en ningún caso vas a hablar del placer del lenguaje. Ahora entiendo por qué los dioses no nos hablan directamente ni nos permiten responderles. Mientras no nos arranquen esa palabra, ¿por qué tendrían que escuchar todas las tonteras que creemos que queremos decir? ¿Cómo pueden mirarnos de frente mientras no tengamos rostro?[6]

Orual ha pasado toda su triste vida escribiendo su queja contra los dioses que, según sus rezongos, «no tienen respuesta»[7]. Finalmente, reconoce «la imagen inconfundible del demonio interior»[8]. El temor que siente por su hermana, y la atracción y el rechazo que le inspira el misterio de la sexualidad, hacen que el deseo de alejar a Psique de su amado Bruto se convierta en una obsesión. Como la bruja malvada de Hansel y Gretel, obliga sin saberlo a su inocencia inferior a vivir el tormento que conduce a una inocencia más elevada. Su racionalismo sólo alcanza a captar destellos del mundo de la imaginación y, por lo tanto, actuando con una típica compulsividad, pone todos los obstáculos que puede para destruir el mundo simbólico de Psique. Luego comienza a clamar amargamente contra los dioses por haberse llevado a su Psique y sueña que su alma gemela llora junto a una fuente. Mientras gobierna con absoluta tiranía, su verdadera energía está en su anhelo. Hay un abismo entre su ilusión y la realidad, y el puente que tiende sobre él es la adicción al trabajo. Por último, enfrentada a «la muerte antes de la muerte», Orual reconoce que la queja que había ido escribiendo día tras día en su diario es precisamente su respuesta. No tiene un cáliz que pueda ofrecer a los dioses, solamente tiene su libro.

Muchas personas que sufren de una adicción se encuentran en la misma situación que Orual. Mientras haya un plazo más en el trabajo, un juego más que jugar, otra posibilidad de hartarse con comida, evitan el enfrentamiento y siguen escribiendo su queja diaria en un libro que tanto puede ser real como imaginario. De pronto, en medio de una crisis, oyen su propia voz y se enfrentan a su pérdida, a su temor y a su culpa.

También hay otras «gemelas» cuyos extremos se observan claramente en las personas adictas a la comida, pero que también están presentes en personas que no tienen una adicción evidente. Para comprender las características básicas de la neurosis, hay que observar atentamente la relación psíquica entre las gemelas inconscientes. Una de ellas puede manifestarse como un determinado aspecto de la sombra femenina, mientras la otra actúa como un «lebrel del animus». Las dos celebran una malvada pero poderosa alianza en el inconsciente. Cuando una mujer se mira al espejo ] y ve su sombra obesa, su animus sombrío aparece de inmediato en la puerta de su habitación y le dice «¡No sirves para nada!». La sombra obesa no reacciona, aceptando con ello la acusación. A continuación, el animus entra con toda su fuerza en la habitación y con su discurso destruye por completo el yo de la mujer. Por sobre todas las cosas, la mujer debe aprender a dejar cerrada esa puerta. Cuando escuche al animus jadear del otro lado de la puerta, debe recurrir a todo lo positivo que hay dentro de sí misma. Debe desarrollar la fortaleza del yo hasta tal punto que pueda distinguir los distintos y complejos elementos que forman los muros de su prisión.

Mientras una mujer no esté en condiciones de descubrir su identidad, las respuestas de su yo dependerán de cierta combinación de complejos interrelacionados. En este contexto, el término más importante es «inconexo». Cuando, por ejemplo, el yo no ha integrado la sexualidad, la persona actúa en base a los instintos o a un ideal espiritual. El amor humano que podría tender un puente que la acercará al otro como individuo está ausente. Las adicciones son manifestaciones de una posesión de la persona por el polo somático e instintivo de un arquetipo, por su polo psíquico o por ambos; esta posesión impide que se dé la relación humana. En el cuadro que figura a continuación se presentan algunos de los complejos que pueden interactuar y atacar en conjunto a un yo débil.

A mi juicio, las hermanas oníricas simbióticas comparten un secreto que las dos conocen y a las que ambas se aferran. Pero también hay un secreto que no conocen y las dos viven buscando la misma llave para escapar de la misma prisión. Aparentemente son dos elementos opuestos, pero en el fondo son una sola. En realidad, las dos se complementan, porque cada una de ellas tiene algo que la otra necesita y que, además, sabe que necesita. Unidas por un lazo de sangre, viven juntas, mueren juntas y probablemente tengan horribles peleas pero, si alguien critica a una de ellas, la otra salta a defenderla. Las características de las hermanas varían de una psique a otra, pero en el caso de las personas que tienen graves trastornos relacionados con la comida, suelen tener ciertos elementos en común. Para simplificar y clarificar los elementos que se manifiestan en una misma persona, podemos llamar Copo a la hermana gorda y Luz a la delgada.

Las psiques de estas dos hermanas giran una en torno a la otra. Si se le pregunta a una de ellas cómo se siente, es posible que dé la respuesta que daría la otra.

Aspectos de la sombra femenina

Aspectos del animus

Madre Tierra

—nutricia, protectora (combinación de la sombra de la madre y del ánima paterna)

Padre-Jehová

—status quo, estasis (combinación de la sombra del padre y del animus de la madre)

Femme fatale

—lado femenino no integrado del padre

—sexualidad no vivida ni integrada de la madre

Don Juan

—lado masculino no integrado de la madre

—sexualidad no vivida o no integrada del padre

Niña no iniciada

—infantil, vive fantasías

—rebeldía contra la madre

—sexualidad inconsciente

—energía latente para una espiritualidad creativa

Adolescente rebelde

—niño no iniciado y hambriento

—rechaza todo lo que significa el padre

—masculinidad herida

—energía latente para la espiritualidad creativa

Bruja devoradora

—fría, impersonal

—inercia, sueño

—depresión

—comer o ser comido, o morir de hambre

Demonio

—refuerza la inercia

—inflexibilidad que destruye lo femenino

—actitud dual

—devorar o morir

Algunos aspectos del inconsciente femenino y el inconsciente masculino que pueden interactuar, ya sea en proyecciones entre dos personas o en la misma psique de un individuo.

Las dos viven dominadas por una imagen apocalíptica; en un mundo imaginario, si esta realidad llegara a desaparecer, algo —algo numinoso y absolutamente nuevo— revelaría la esencia de la vida. Copo pasa la vida comiendo sin cesar, para que se termine y empiece una nueva era. Luz pasa horas y horas clasificando y ordenando, esforzándose al máximo física, psíquica, mental y espiritualmente en un intento por hacer todo lo que se debe hacer para que entonces pueda comenzar la «verdadera vida». Las dos se sienten frustradas, porque nunca llega esa vacación tan esperada con sus largas horas de descanso y reflexión. Siempre hay alguien que interfiere y que las obliga a desplegar todas sus energías. Como el yo no es fuerte ni se reconoce valor alguno, ninguna de las dos se da tiempo para sí misma. El gran momento de la verdad siempre está más adelante… si tuvieran tiempo para vivirlo, por supuesto. Cuando el inconsciente decide que no puede seguir esperando, que desea vivir en el ahora, el apocalipsis se convierte en holocausto. Copo se siente atraída por la numinosidad de lo material (Mater, madre, comida); Luz se siente atraída por lo espiritual (ni Mater, ni madre, ni comida). Las dos buscan por igual una manera de escapar de su campo de concentración.

Si Copo recibe una invitación a una fiesta, evidentemente piensa en qué vestido se va a poner. Sabe que usa talla 50; sabe que sus caderas son talla 52. Pero se niega a reconocerlo. Simplemente se pone a tararear la melodía que siempre tararea cuando siente miedo. Sólo deja de hacerlo cuando llega el momento de ir a la fiesta. Ésa es la realidad. Se ha sumergido en la inconsciencia; no puede ponerse el vestido y se siente demasiado deprimida para salir. Al llegar a ese punto, puede empezar a comer sin parar hasta olvidarse de todo o es posible que la tensión sea tal que se convierta en su extremo opuesto Jung llama a este proceso enantiodromía)[9]; en ese caso, se hace presente Luz, la hermana que odia el desenfreno de Copo, que no soporta verla comer y que siente repulsión ante su cuerpo obeso. Aunque Copo acaba de arruinarle la fiesta, Luz no siente envidia, ni celos ni rabia, sino alivio. Si no va a la fiesta, no se verá obligada a mostrarse chispeante ni a comportarse como alguien que en realidad no es. No tendrá que actuar de una manera con un hombre y de otra frente al siguiente, ni tendrá que regresar a casa después de ir a una fiesta fabulosa preguntándose por qué está llorando. No tendrá que reconocer que prefiere mostrarse como una persona bondadosa en vez de actuar con sinceridad, ni reconocer que de esa manera sacrifica su verdadera naturaleza.

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Las dos hermanas, acuarela de Eryl Lauber.

Estas dos hermanas pueden encarnarse en dos miembros de una familia; pueden ser dos aspectos de una misma persona, que aparecen y reaparecen cada cierto tiempo; o pueden manifestarse en un plazo de media hora en una persona que sufre de bulimia. Muchas de estas hermanas llevan una doble vida. En su vida profesional son personas bien adaptadas; Copo es extraordinariamente disciplinada, franca, se expresa a la perfección y toma decisiones con rapidez. En el trabajo puede tener una excelente relación con los hombres, pero sabe que el hombre que quiere rechaza su eficacia y sus observaciones incisivas. Frente a él se convierte en Luz, la mujer sumisa, abierta en lo sexual, el espejo de su ánima que perpetúa la relación simbiótica que tuvo, o querría haber tenido, con su padre o su madre. No se da cuenta de que la entrega simbiótica no es una verdadera relación. Si puede, organiza su vida de tal manera que pueda comportarse durante cuatro días a la semana como Copo mientras Luz actúa los otros tres, o bien crea otra combinación similar. Sabe que necesita disponer de tiempo para transformarse en una o en la otra; de hecho, en su interior suele producirse una intensa batalla cuando la suave Luz tiene que abandonar a su amado el domingo por la noche para iniciar el larguísimo viaje de regreso a su apartamento, donde se reencontrará con Copo. Cuando se convierte en ella nuevamente, se entusiasma ante el desafío de todas las actividades que la esperan durante la semana, pero no hay una «tierra de nadie» entre las dos. Para hacer la transición, la mujer por lo general tiene que darse un baño, cambiarse de ropa, hablar en otro tono de voz, comer y caminar de otra manera. Hasta el aspecto de su cuerpo puede cambiar.

Indudablemente, todos cambiamos de actitud al pasar del trabajo a nuestra vida personal. Pero el ritmo de la vida moderna y la exigencia de que la mujer actúe como un ser integral, aunque no tenga ningún modelo que le sirva de guía, crean personalidades escindidas. El vivir como un ser integral en un medio, para luego dar media vuelta y actuar como un ser integral en otro va creando un vacío en el centro, a menos que el yo sea tan fuerte que pueda mantenerse firme mientras trata de integrar esos dos mundos. Por lo general, las manifestaciones de una adicción se producen precisamente en ese vacío. Copo vive huyendo de él, pero su incesante carrera no es más que un engaño porque lo que hace en realidad es precipitarse hacia su extremo opuesto, provocando la aparición de Luz, que puede vivir feliz en su paraíso porque sabe que tarde o temprano va a volver a Copo. También sabe que si el fin de semana se prolonga hasta el miércoles, Copo empezará a discutir. Incluso podría empezar a comer y eso le provocaría problemas con su compañero. Copo-Luz siente que es más fácil ser cada uno de los personajes por separado que mantener la tensión entre los dos elementos opuestos. Posiblemente tenga que vivir así hasta que los reconozca pero, cuando el ciclo se ha repetido con demasiada frecuencia, en algún momento una voz interior termina por gritar «¡Ya basta! Esto se acabó».

En algunos casos, la misma adicción hace que la mujer tome conciencia de lo que ocurre. Lo más común es que se produzca una crisis en la relación y que ésta obligue a la mujer a hacer una clara distinción entre los elementos opuestos; al reconocerlos, se da cuenta de que la mujer que debería estar en el centro no está allí. Mientras huía de Copo a Luz y de Luz a Copo, ha perdido su identidad. El personaje ausente es Flor, la mujer consciente, el brote que crece en una planta con sólidas raíces. Si se da cuenta de ello, en lugar de atacar a los hombres o de enfurecerse contra un dios patriarcal y arder de amargura, sabe que lo que debe hacer es encontrarse a sí misma. La cólera y la amargura no ayudan a que se exprese la feminidad. Endurecen el corazón y hacen que el cuerpo se enferme. La confianza que es capaz de enfrentarse a toda la lógica racional permite que el corazón se abra al amor. La honestidad que nace de la confianza puede poner en peligro una relación, pero en ese caso habría que preguntarse si vale la pena tratar de conservarla. Aunque la relación se acabe, si ha ayudado a comprender y ha permitido a los compañeros reconocer por qué volvieron a surgir los problemas de siempre, es una relación por la que valió la pena hacer un esfuerzo. Los dos pueden desarrollar entonces su riqueza personal y comenzar a buscar a su virgen interior.

Cuando Copo y Luz dejan de perseguirse y de huir una de la otra con desesperación, las dos pueden tener la calma necesaria para escuchar la voz de Flor. Cuando la obesa Copo se da cuenta de que la delgada Luz no es la imagen femenina proyectada que busca tan ansiosamente y cuando Luz se da cuenta de que Copo no es una madre positiva, surge la posibilidad de elegir. Las dos pueden abrazarse y quererse por el sufrimiento que han compartido, para luego dar media vuelta y empezar a buscar a Flor. La secreta adicción por la comida de Copo, la secreta tendencia de Luz a dejarse morir de hambre y la secreta costumbre de vomitar de Copo y de Luz se superan cuando la llave secreta les demuestra que no son sino partes de un todo.

La psique tiene una tendencia natural a la plenitud y, aunque se intente ignorar a la naturaleza, el cuerpo trata de actuar en armonía con ella para ir creando la totalidad. Cuando se cometen excesos durante largo tiempo, se puede producir una enfermedad que haga tomar conciencia de esa totalidad. Ésta es la paradoja. Mientras las piezas del rompecabezas van formando paulatinamente el todo, a alguna altura tenemos que tener una imagen de ese todo para observar las piezas con perspectiva. Cuando se presta atención a la voz que grita desde el fondo de la adicción, se puede reconocer que el comer hasta la saciedad, el negarse a comer y el vomitar son en realidad intentos por silenciar el grito. Los alimentos materiales dejan de provocar a los dos aspectos del complejo; el alma puede nutrirse de alimento espiritual. El frenesí neurótico de una adicción deja paso a la verdadera energía.

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Síndrome de Copo-Luz.

Quien queda abandonada en el fondo de la adicción es el alma de la mujer que puede llegar a ser consciente, la virgen «integrada». Ella es la que necesita recibir alimento. Su alimento es aquel que nutre a la imaginación creativa.

La madre, otra hermana sombra

La madre que actúa como hermana sombra suele ser aquella que abandonó todas sus esperanzas de tener una vida creativa cuando se casó y que, en medio de su frustración, proyecta lo que no ha vivido en sus hijos. Ese sacrificio produce una aflicción y una frustración, expresas o tácitas, que son un pesado fardo sobre los hombros del niño. La madre se siente prisionera en la celda del matrimonio, pero quien le impide escapar no es su esposo, porque ya se ha dado cuenta de que no es su Príncipe Azul, sino el niño que lleva en el útero. El sentimiento de culpa del niño por un delito que jamás cometió se debe al simple hecho de existir.

La hija adulta de una madre como ésta dice: «Siento que tengo la culpa de que mi bebé llore, de que mi hermana no tenga todo el dinero que necesita, de que mi hijo no pueda escribir su ensayo. Incluso siento que tengo la culpa de que no salga el sol cuando queremos hacer un picnic. Siento que me culpan a mí y me culpo por no ser Dios. Todo empezó en mi infancia, cuando mamá me miraba con ojos penetrantes. Creía que estaba enojada conmigo. Eso era algo que podía soportar. Pero luego veía el dolor que se reflejaba en su mirada. Ante eso no sabía qué hacer, todavía no sé. No sé qué hacer cuando pienso que la hice sufrir simplemente por estar allí y ahora sufre porque no hice lo que ella no pudo hacer nunca. Entonces salto a otra cosa. Mi culpa se convierte en ira. ¿Qué espera de mí? ¿Qué esperan de mí mi hermana y mis hijos? No voy a permitir que me devoren. ¡Dejadme! No queda nada. La Gran Madre, que tiene los pechos llenos de leche y de bondad, pierde toda su leche en un instante y quiere que se mueran de hambre, se niega a comer con ellos, los odia por querer devorarla». La «buena madre» se convierte de pronto en una niña que no tiene nada.

Cuando se produce esta enantiodromía, la madre nutricia, la madre que se parece a Jano, muestra su rostro devorador. Los extremos (el extremo creador y el extremo destructor) se unen y se hacen presentes simultáneamente en forma difusa. Mientras no se tome conciencia de los dos extremos, la mujer queda paralizada por la ira reprimida y la impotencia. Uno de los aspectos más importantes del problema es que la mujer cree tener la capacidad de lograr que todo sea perfecto; se identifica con la Gran Madre. El poder se disfraza de amor. Cuando la mujer no puede controlar lo que la rodea, adopta el aspecto sombrío de la madre. Pasa de la abundancia a la privación, de la intimidad simbiótica al rechazo, del amor al odio. Y se siente aterrada por la rapidez con que se produce la transición y por la intensidad de las emociones expresadas.

El niño, que puede tener siete años o setenta, sólo puede destruir ese lazo inconsciente con el mundo materno cuando se da cuenta de que tiene un alma propia, un alma que nació a través del cuerpo de la madre pero que no le pertenece (como no pertenece a ninguna otra persona). Todo ser humano, hombre o mujer, tiene que diferenciarse de la madre y comprender cuáles son los límites de cada persona. La tarea de la mujer (que es diferente a la del hombre)[10] consiste en crear un nuevo lazo (Deméter y Perséfone). El peligro estriba en la posibilidad de hundirse nuevamente en la inconsciencia. El quehacer humano debe recibir el apoyo y la bendición de la naturaleza, pero para que una mujer sienta que la naturaleza es algo positivo tiene que estar consciente. Debe darse cuenta de que el objetivo biológico de la vida a nivel inconsciente es la reproducción de sí misma, pero que su objetivo consciente no se limita a reproducirse o perpetuarse, sino que también abarca el saber. Ésta es la diferencia que existe entre la creación consciente e inconsciente, que no se contradicen a menos que se degrade una de ellas o se la considere un sustituto de la otra. En último término, lo consciente y lo inconsciente son una sola cosa. Cada uno anhela a lo otro, porque es lo otro.

A veces, una mujer llega al umbral de su separación de la madre, pero no asume la responsabilidad de dar a luz a la niña que vive dentro de ella, sino que comienza a obsesionarse con la idea de tener un hijo. Por su temor de ser imperfecta y su falta de identidad quiere ser alguien, la madre de un niño real en el que pueda proyectar su vida con todos sus conflictos no resueltos. Si puede mantener la tensión hasta encontrarse a sí misma, su hijo, en caso de que llegue a nacer, no se verá obligado a hacer lo que el miedo la ha llevado a evitar. Un aborto puede ser una transición que obligue a la mujer a buscar su propia identidad; en ese caso, el niño se convierte en el objeto de un sacrificio, a través del cual la mujer se da a luz a sí misma. Si toma conciencia de la situación y la considera como un sacrificio —algo muy valioso a lo que se renuncia en pos de algo aún más valioso—, la depresión oculta abandona el cuerpo y la psique.

Cuando una madre y su hijo están convencidos de que son inseparables, el crecimiento psíquico es imposible. En lo más profundo de sí mismos, la mayoría de los niños saben que no «pertenecen» a sus padres; se sienten unidos a la vida en su totalidad. Pero en un mundo donde una persona posee a otra, el no pertenecer hace sentir al niño como un extraño. La actitud psicológica de «orfandad» puede provocar angustia y temor, pero en realidad, desde su origen, es una afirmación de libertad espiritual[11]. No por ello deja de ser imborrable el temor de un niño de que lo dejen solo o lo abandonen en la calle. Mientras no se tome conciencia de ese temor, siempre se considerará que la libertad es algo negativo, un sinónimo de abandono. Si la madre positiva no está bien arraigada en la matriz de la psique, hay que deshacerse del temor y de la ira torturantes que eso provoca.

En la mayoría de los trastornos relacionados con la comida, el cuerpo está envenenado por el complejo materno negativo. El lema de la madre negativa es el «Convertid mi leche en hiel» de Lady Macbeth[12]. La persona que tiene una adicción por la comida es un bebé que se amamanta en el seno de una madre negativa que convierte su leche en hiel. La forma de huir de la desesperación que provoca la ingestión compulsiva de comida envenenada no es vomitarla, o negarse a comer o comer ciertos alimentos en tal cantidad que empiecen a provocar alergias o cándida[13]. La única manera de liberarse de esa desesperación es descubrir qué me está comiendo. Enfrentarse al complejo materno negativo que envenena. Cuando se ha vivido toda la vida con el complejo, el enfrentamiento es lento y doloroso. Nuestra cultura trata a la «madre» con sentimentalismo, la convierte en una «vaca sagrada» y se niega a reconocer la destrucción que provoca el complejo materno negativo tanto a nivel personal como cultural. Se confunde lealtad con amor. Mientras la mujer adicta no pueda separar a la madre real de la vaca sagrada, seguirá queriendo a quien la destruye. Por amar a ese ser destructivo, el amor por la «madre» es un repudio de ella misma. La prueba del amor por su madre es el odio contra sí misma. Mientras más se odia, más se somete al complejo materno negativo y proyecta la imagen de la madre positiva —el alimento que necesita tan desesperadamente— en la comida. Mientras siga tomando hiel en vez de leche, el pecho del que brota el veneno no se secará jamás.

También ocurre exactamente lo contrario: cuanto más se quiere una mujer a sí misma, mayor es su desprecio por la sentimentalización de la madre. Odiar a la madre es muchísimo más doloroso y peligroso que odiarse a sí misma. Muy comúnmente una persona adicta a la comida está dispuesta a autodestruirse con tal de no odiar al complejo materno, que asocia, con razón o sin ella, con su verdadera madre. La mujer puede aceptar a la madre, pero tiene que odiar al complejo para liberarse del odio suicida contra ella misma. Sólo cuando se expulsa todo el odio del cuerpo y de la psique, se puede eliminar toda la hiel del pecho de la madre.

A medida que se la elimina, el cuerpo empieza a vivir. Cuando el cuerpo va despertando a la vida, siente por primera vez la presencia de Sofía, la madre positiva. El cuerpo pasa por una transición ontològica de objeto a sujeto. El mandato de la madre negativa, esa desastrosa orden de no ser, se transforma en un tierno «¡Sé!». Por primera vez el cuerpo se siente vivir sin la desesperación primigenia; ese ser que es su cuerpo ve los tulipanes de colores brillantes en la primavera, escucha el canto galante del mirlo. ¡Está vivo! Cuanto más respira una mujer al ritmo de la respiración de Sofía —dejando que la sabiduría de su cuerpo le indique qué desea y qué necesita realmente para vivir—, más comprende la angustia de la mujer que la dio a luz. Cuanto más perdona, más se transforma. Incluso puede llegar a agradecer a su madre por haberle dado la vida. Lo negativo se transforma en positivo aunque siempre haya llevado consigo lo positivo. La luz se manifiesta en las tinieblas.

No quiero decir con esto que una mujer ya canosa deba expresar toda la ira que siente contra su anciana y querida madre, ni que una secretaria tenga que reaccionar violentamente ante su jefa, ni que las mujeres o los hombres tengan que rebelarse contra las madres negativas que, con toda honestidad, aunque inconscientemente, cumplen con su deber como títeres del patriarcado. La mujer dominada por este complejo no sabe que es una mujer poseída. Generalmente sigue viviendo en el único mundo que ha conocido. La furia se puede expresar en privado (hacerlo mientras se conduce un automóvil no es hacerlo en privado). El adoptar una posición firme es la actitud más explícita que pueda haber.

Cuando toda la energía que se destinaba a otorgar un enorme poder a la falsa diosa se concentra donde realmente debe estar, se recupera la vida. Así comienza una nueva etapa de salud espiritual y vida espiritual. El dolor de la transformación es física y psíquicamente real, pero sólo la intensidad del fuego puede unir al cuerpo con el alma. Es un proceso de creación del alma. Esto no se reconoce al comienzo sino al fin del proceso. El cuerpo es el grano de arena que da origen a la perla.

La Virgen Negra

Después que se elimina la hiel, la mujer suele soñar con una diosa negra que se transforma en el puente entre el espíritu y el cuerpo. Por ser uno de los aspectos de Sofía, esa imagen puede hacerla abrirse al misterio de la vida que se manifiesta en su propio cuerpo.

Muchas religiones reconocen la importancia de lo que simboliza la diosa negra. En un antiguo texto conocido como El trueno, mente perfecta, se revela su sabiduría insondable y omnímoda:

Porque soy la primera y la última.

Soy la venerada y la despreciada.

Soy la ramera y la mujer sagrada.

Soy la esposa y la virgen.

Soy (la madre) y la hija.

Soy los miembros de mi madre… Soy el silencio incomprensible y la idea que se recuerda con frecuencia. Soy la voz cuyo sonido es múltiple

y la palabra cuya expresión es múltiple. Soy la mención misma de mi nombre[14].

Esta diosa está representada en el cristianismo por la Virgen de Montserrat. En la España del medioevo, los monjes benedictinos sintieron que la escarpada montaña de Montserrat, profusamente cubierta de flores, era una imagen de la Virgen. Refiriéndose a este santuario, Marina Warner dice:

Aunque María ofrece una fuente de inspiración para el más férreo ascetismo, también es el símbolo más importante de la fertilidad. La montaña florece espontáneamente; lo mismo ocurre con la virgen que se convierte en madre. La antigua interpretación de la luna y la serpiente como atributos divinos subsiste aún en santuarios como el de Montserrat, porque allí se la venera como una fuente de fertilidad y alegría… La Virgen de Montserrat es, ante todo, la patrona del matrimonio y el sexo, del embarazo y del nacimiento[15].

Como otras vírgenes negras, su «misteriosa y exótica piel oscura»[16] inspira una admiración y un amor de una singular intensidad.

Para la mujer que no ha tenido una madre positiva, este aspecto «oscuro» de la virgen puede otorgarle libertad, la seguridad que da la libertad, porque es el hogar natural de la niña desamparada. La niña que nació del aspecto rechazado de la madre puede conducir a su compañera rebelde junto a la imagen de María vagabunda, donde encuentra reposo. Ya puede dejar de ser la pobre «vendedora de cerillas» que en Nochebuena mira a la «sagrada familia» desde la calle. Ya no tiene que volver a encender su cerilla solitaria en medio de la nieve, mientras la familia celebra reunida alrededor del fuego ardiente del hogar. Ya puede olvidar su temor a morir abandonada cuando se consuma la última cerilla. Lo cierto es que la vida doméstica le resulta extraña. Es una vagabunda, una gitana. No hay lugar para ella en la posada.

La salvación de la niña abandonada que hay dentro de la mujer es su propia versión de la Virgen y el Niño. Pero su virgen no es lo que Marina Warner llama una «fuente de inspiración para el más férreo ascetismo» (lo que sí fue su madre negativa). Su virgen, el extremo opuesto de la más estricta de las madres, es el otro aspecto de María, «el símbolo más importante de la fertilidad». El amor por el niño abandonado en su interior hace que una mujer se fecunde a sí misma. Ella alimentará al niño que su madre nunca alimentó, no como la virgen inmaculada de la Biblia, que no conoció a José, sino como la Virgen de Montserrat, patrona del «matrimonio y el sexo, del embarazo y del nacimiento».

La Virgen Negra es la naturaleza fecundada por el espíritu, que reconoce al cuerpo humano como el cáliz del espíritu. Es la redención de la carne, el punto en que se unen la sexualidad y la espiritualidad. Es el tierno lazo biológico de unión con el cuerpo, la fertilidad, los recién nacidos. Es la imagen que resume todo el conflicto entre los partidarios del aborto y sus enemigos. Los problemas que plantean la ligazón de las trompas, el aborto y «la píldora» hacen que la Virgen Negra ocupe un lugar importantísimo en nuestra cultura.

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La Virgen de Montserrat. (Estilo bizantino del siglo XII).

La conexión con esta imagen arquetípica puede traducirse en sueños en los que aparezca una enorme serpiente, misteriosa, fría, alejada de todo afecto humano. Si se la considera como un apéndice de la madre negativa, es el falo arrancado al padre y utilizado como guardián de la pureza inviolable. Sin embargo, en relación con la luna, esta misma serpiente simboliza el aspecto sombrío e impersonal de lo femenino y, a la vez, su capacidad de renovación. La hija que puede escapar de la piel que cubre a la madre negativa no la perpetúa sino que la redime. La virgen negra es la patrona de las hijas abandonadas que se alegran de ser vagabundas y que pueden aprovechar su condición para la renovación del mundo.

En las versiones «autorizadas» de la Biblia no se habla de este aspecto «sombrío» de la virgen, pero en los Evangelios Apócrifos se encuentran muchas alusiones a él. En el Protoevangelio de Santiago se relata cómo José volvió de sus «trabajos de construcción» y encontró a su esposa virgen de dieciséis años en el sexto mes de embarazo. José, transido de dolor, siente miedo:

[José] llamó a María, y le dijo: ¿Qué has hecho, tú, que eres predilecta de Dios? ¿Has olvidado a tu Señor? Pero ella lloró amargamente, diciendo: Estoy pura y no he conocido varón. Y José le dijo: ¿De dónde viene entonces lo que llevas en tus entrañas? Y María repuso: Por la vida del Señor mi Dios, que no sé cómo esto ha ocurrido.

Y José, lleno de temor, se alejó de María, y se preguntó cómo obraría al respecto. Y dijo: Si oculto su falta, contravengo la ley del Señor, y, si la denuncio a los hijos de Israel, temo que el niño que está en María sea de un ángel, y que entregue a la muerte a un ser inocente. ¿Cómo procederé, pues, con María?[17]

La muerte a la que se refiere José es la lapidación de una mujer adúltera.

Después de ese pasaje, hay una larga descripción del sueño en el que un ángel le asegura que el «fruto que está en María procede del Espíritu Santo»[18]. Luego, María y José tienen que sufrir las humillaciones de los sacerdotes y someterse a sus pruebas. El relato continúa; José cuida a María, pero los dos se sienten confusos y solos:

Y, habiendo caminado tres millas (camino a Belén), José se volvió hacia María, y la vio triste, y dijo entre sí de esta manera: Sin duda el fruto que lleva en su vientre la hace sufrir.

Y por segunda vez se volvió hacia la joven, y vio que reía, y le preguntó: ¿Qué tienes, María, que encuentro tu rostro tan pronto entristecido como sonriente? Y ella contestó: Es que mis ojos contemplan dos pueblos, uno que llora y se aflige estrepitosamente, y otro que se regocija y salta de júbilo[19].

Los «dos pueblos» que ve María son dos aspectos de ella misma: el que «llora y se aflige» ante los sacrificios que presagia el niño que lleva en su vientre y el «que se regocija y salta de júbilo» ante la inminencia de la nueva vida. La muerte y la vida se encuentran en el umbral del nacimiento.

Ésta es la paradoja de la virgen, que naturalmente expresa algo a la mujer que se sintió rechazada de niña. Si esta mujer puede sentir empatía por su madre embarazada, puede sentir también su mirada fija en la ventana mientras sueña con la música que ha dejado de tocar, los cuadros que ha dejado de pintar, el mundo que ha dejado de habitar. Puede ver en su madre a la artista o a la defensora de causas nobles que siempre vivió fuera de la sociedad porque, antes de ser madre, también era una «virgen» abierta a la imaginación creativa. La traición que cometió la madre contra su creatividad ha hecho de ella una «esclava». Madre e hija, parias y solitarias, tienen toda la energía latente que representa la Virgen Negra[20].

La mujer que se encuentra inesperadamente con un hijo en las entrañas se parece a María. En un comienzo, María, que había vivido como doncella en el templo, respondió al ángel diciendo: «Hágase en mí según tu palabra»[21], pero en los meses siguientes no sólo tuvo que aceptar la presencia del niño, sino también entregarse a su destino creativo. De igual manera, la mujer moderna que se siente prisionera de la maternidad debe reconocer finalmente que el niño es parte de su destino. El complejo materno negativo hace que la mujer sienta resentimiento por el niño que aún no ha nacido, porque teme que le impida realizar sus sueños creativos.

Tanto en el caso de la madre como en el de la hija adulta, la maternidad positiva se hace presente cuando las dos reconocen su necesidad de liberarse de la trampa inconsciente que les ha tendido la madre negativa. Si la madre conquista su libertad antes que su hija (o se libera a través de la muerte), la hija se ve enfrentada de inmediato al nacimiento de la madre y al suyo propio; por fin puede salir del útero carnal en el que se estrangulaban mutuamente. La libertad de la madre puede conceder la libertad a la hija, siempre que sea bastante consciente como para aceptarla. Si no se produce esa liberación, la hija se convertirá algún día en madre y, como tal, se transformará en un ser infantil y dependiente.

Si las dos mujeres pueden ponerse en contacto con la Virgen Negra que hay en su interior, pueden quererse y respetarse dentro de los marcos del sistema al que ambas pertenecen. La Virgen Negra es el útero carnal a través del cual una da a luz y la otra nace. El ignorar la verdad que las une es precisamente lo que les ha impedido acercarse. Lo más positivo que puede ocurrir entre las dos es que reconozcan su lazo carnal. Este reconocimiento positivo, que puede otorgar a las dos su libertad psíquica, debe producirse en los profundos pasadizos subterráneos del hogar tradicional y hay que estar muy alerta para no olvidar la tarea que se debe realizar. Lo que ocurre en la sala puede ser el extremo opuesto de lo que sucede en el sótano. La madre puede estar tratando de expulsar a su hija de la sala, para que no haga lo que ella hizo. La hija tiene que reconocer entonces que la madre no trata de expulsarla porque la odie, sino porque quiere liberarla. Si no se toma conciencia de este proceso, la hija se convierte en una rebelde que se siente culpable y que odia a su madre, y la madre pasa a ser la pobre víctima a cuyos esfuerzos se responde con un desafiante rechazo. Las dos sienten terror ante el posible enfrentamiento.

Al actuar, consciente o inconscientemente, como la virgen negra, la mujer puede estar tratando de salvar a su hija. Si la hija rebelde quiere ir a estudiar a otra ciudad, irse de vacaciones lejos o recorrer el mundo, su madre la manda a donde quiera ir. Está dispuesta a hacer lo que sea necesario para poner fin al ciclo negativo, aunque sea lo último que haga en la vida. La hija que sufre un trastorno relacionado con la comida está en guerra con los alimentos, con la madre. Cuando come vorazmente, rechaza la comida o la vomita, lo que hace es repetir el ciclo negativo. «No habrá hombres ni bebés; tampoco existiré yo». Si la mujer puede relacionarse con la virgen negra, también puede sentir cómo se rebela su cuerpo ante la muerte física y cómo trata de dar a su alma una oportunidad de vivir. Si puede sentir en sus entrañas cómo el instinto trata valientemente de sobrevivir, puede ponerse en contacto con el aspecto positivo de su madre, con la energía positiva de la virgen negra. Cuando esto ocurre, deja de privarse de alimentos o de comer en exceso —castigo o compensación— y la madre positiva comienza a dar a su hija hambrienta alimentos materiales y espirituales.

Si la toma de conciencia se produce antes de la muerte física de la madre, las dos mujeres pueden liberarse. Si no es eso lo que ocurre, después de la liberación de la madre (la interpretación que da a su muerte la hija que sigue prisionera), la hija tiene que enfrentarse a su propia madre negativa introyectada. ¿Es capaz de aceptar su libertad? Su cuerpo es prisionero de su autoimagen de niña abandonada por la madre y la hija. La hija tiene que regresar ahora a buscarla, a sabiendas de que no puede hacerla consciente si la castiga o la abandona y reconociendo también que debe pedirle perdón. Un cuerpo cuya sabiduría nunca ha sido respetada no confía fácilmente. Si no existe un modelo positivo, hay que establecer una relación afectiva entre la mujer y su madre interior en la caverna subterránea. El yo que se negaba a someterse al cuerpo tiene que someterse ahora al poder de curación de la naturaleza. El yo no sabe qué hacer y el cuerpo, como un animal en manos de un domador loco, ha ido desarrollando hábitos dementes y crónicos. Si se le ha permitido crecer en estado salvaje, se necesitará tiempo y disciplina para que la capacidad de curación vaya despertando una confianza mutua entre el yo y los aspectos creativos del inconsciente.

Las personas que aceptan vivir como prisioneras de un sistema social que niega el hecho mismo de su individualidad, en realidad aceptan vivir en un campo de concentración. Son víctimas que creen en el vencedor. Cuando una madre y su hija son prisioneras de esa mecánica —lo que queda en evidencia en sus sueños con cárceles—, están atrapadas en el principio de poder cuyo objetivo es mantenerlas dentro de un horno de gas hasta que mueran. Mientras no se tome conciencia de ese círculo vicioso, seguirá repitiéndose e intensificándose con cada nueva generación. Cuando se toma conciencia de él, se reconoce a la virgen negra, la delincuente reprimida, como el lazo que une a las dos mujeres y que puede llegar a ser positivo. En ese reconocimiento se encuentra la luz que alumbra la relación; el lazo que une a dos esclavas liberadas. En el Antiguo Testamento, es Agar, la egipcia de piel oscura, la esclava liberta de Abraham, quien es expulsada al desierto para que allí críe a su hijo Ismael.

Cuando una madre y su hija se dan cuenta de que no se pertenecen, de que cada cual tiene un alma propia y de que las dos son hijas de la gran madre Sofía, pueden reconocer el aspecto positivo de su relación y ninguna de las dos tiene que despreciar su feminidad ni seguir maltratando a su cuerpo. La violación del cuerpo puede transformarse en el reconocimiento del valor de la virgen.

La virgen receptiva

En cualquier caso de adicción —trabajo compulsivo, hábitos de comida compulsivos, sexualidad compulsiva— llega un momento en el que los «sí» empiezan a sonar a falso y los «¿por qué yo?» resultan aburridos. El persistir en la adicción después de llegar a ese punto equivale a la muerte psíquica; es optar por vivir a ciegas en la neurosis, en lugar de avanzar con el impulso que da lo que se acaba de comprender. Las ilusiones protegen a la persona adicta para que no tenga que abandonar el útero, pero el bebé que no sale del útero después de cumplidos los nueve meses muere.

Aunque de distintas maneras, tanto Freud como Jung se dieron cuenta de que, puesto que la vida tiene su origen en la Gran Madre, la relación con ella es la que define nuestra vida. La Gran Madre ha estado dormida durante siglos en nuestro cuerpo y en la misma tierra que habitamos. ¿Es posible que las adicciones relacionadas con la comida, tan comunes en nuestra cultura, se vinculen con la ausencia del lazo primigenio? ¿Lo que hacen las personas adictas es buscar en la comida el alimento y el reconocimiento que nunca recibieron? ¿O lo que hacen es no enfrentarse al hecho de que nunca las han querido y de que son incapaces de quererse a sí mismas? ¿Es posible que la Gran Madre obligue a los adictos a enfrentarse a ella como una manera de que tomen conciencia de su existencia? ¿La energía instintiva está tratando de ponerse nuevamente en contacto con ella? Sólo si percibimos el significado simbólico de una adicción podemos convertirla en actos positivos. Sólo si substraemos una actividad de un instinto inconsciente y la convertimos en actos conscientes, podemos dar luz a la Mater. Esto es lo que cada uno de nosotros puede hacer para rescatar a la Gran Madre.

Al acercarnos a la Gran Madre nos acercamos también a nuestra alma virgen y a su energía latente. La Gran Madre, astuta y decidida, no permite que la ignoremos; por conocernos perfectamente, forja el complejo que es la esencia misma de la adicción como una forma de protegerse. Con ello se asegura de estar en el centro. Nuestra relación con ella puede ser neurótica, porque (como Orual en Till We Have Faces) estamos convencidos de que sabemos lo que necesita, pero a la larga reconocemos sus lágrimas y, si estamos algo conscientes, comenzamos a cuidarla. Desde el fondo del complejo, el arquetipo de la virgen nos ha estado haciendo señas constantemente. Necesita estar segura del amor del yo antes de poder confiar, antes de mostrarse abiertamente.

Es importante crear el capullo donde Flor, el principio femenino en embrión, pueda irse desarrollando, porque es esencial que exista una estructura que dé seguridad al yo que va soltando amarras. El capullo es la copa sagrada, el útero en el que se va produciendo el proceso; si está contaminado por las opiniones de los demás, la virgen no surgirá jamás. Cuando una persona se relaciona con la energía transformadora —a través de su trabajo con los sueños, un diario de vida o el álbum, de cualquier medio de que disponga—, tiene que ser capaz de llevarla consigo. Esta nueva energía irradia desde un centro de visión y, en lugar de sentirnos simplemente «acelerados», tenemos que mantener una tensión óptima dentro de la estructura para que la verdad pueda expresarse.

Jung afirma que el proceso de individuación es un opus contra naturam, lo que significa que debemos hacer un esfuerzo consciente para no actuar instintivamente[22]. El proceso psicoideo consume energías físicas y psíquicas. Si se impide la expresión de lo instintivo, el yo, plenamente consciente de su poder, mantiene la tensión hasta que se reencauza y se manifiesta en una imagen. Más que sublimación, es una transformación. Por ejemplo, cuando una mujer toma conciencia de su ira —la que ella misma siente y la que han sentido generaciones de mujeres antes que ella—, probablemente empiece a expresarla delante de todos los hombres que haya a su alrededor, sobre todo delante de su marido o de su amante. Si logra contener su ira y reconoce conscientemente que los hombres también son víctimas, en lugar de expresarla inconsciente y reiteradamente en una exteriorización, puede evitarla en forma consciente; en ese caso, puede aparecer en sus sueños como un asesino o un violador. Esto no supone una represión, una santificación moral ni una aceptación de los valores sociales. Más bien se relaciona con la fe en la capacidad transformadora de la psique y en el objetivo teleológico del proceso. El entregarse con desenfreno a las drogas, al alcohol, al sexo o a la comida abre una grieta en la copa. El trabajar conscientemente con las imágenes que aparecen en los sueños y responsabilizarse por ellas, en vez de proyectarlas en los demás, permite que finalmente el odio se transforme en aceptación o incluso en amor.

Cuando las respuestas instintivas están tan alejadas de la conciencia que el yo no puede ponerse en contacto con ellas (como en algunos de los casos que he descrito), el trabajo con el cuerpo en presencia de un amigo íntimo o de un especialista, que dé un cauce consciente al proceso, puede liberar los instintos reprimidos sin el peligro de que se produzca una inundación de energía en estado bruto y salvaje. Poco a poco, el animal se va convirtiendo en un ser humano. Un yo fuerte también puede actuar como testigo en caso de que la persona esté tan consciente que pueda hacer el trabajo con el cuerpo a solas. Se necesita un elemento que tenga una gran fortaleza para poner fin al dominio del amante demoníaco (por ejemplo, la aparición de Hitler en los sueños), que ha mantenido a Eva (el cuerpo) encadenada toda la vida; evidentemente, nada puede actuar con más fuerza que la energía de la ramera para derrotar a los valores patriarcales que han mantenido en silencio a la virgen. Sin embargo, si el yo se identifica con el contenido psíquico que empieza a aflorar, terminará por arrebatar la energía primordial y adquirir dimensiones desproporcionadas o se dejará absorber por ella (volviendo así a la más pura inconsciencia). El yo tiene que mantener un grado tal de conciencia que la energía liberada pueda fluir dentro de su cauce hasta liberarse.

A medida que surgen nuevas posibilidades de aprovechar la energía que va aflorando, el yo tiene que dedicarse a la difícil tarea de decidir qué camino va a tomar. La función afectiva puede sugerir un camino; lo racional puede sugerir otro. Hay que mantenerse firme hasta que la nueva conciencia reciba el apoyo del inconsciente; es decir, hasta que los sueños indiquen claramente hacia dónde quiere encauzarse la energía. La reorientación de la energía es un período de incubación durante el cual el proceso de crecimiento se produce en el interior. El yo, la madre embarazada, necesita tiempo para reposar, soñar y prepararse mientras el bebé absorbe la energía que necesita para ir creciendo dentro del útero.

En muchos casos, este proceso se nos impone desde el exterior. Algún fracaso en la vida —una enfermedad (que puede ser provocada por una adicción), el fin de una relación sentimental o la pérdida de un trabajo— nos van arrancando la máscara de la buena adaptación al medio y el yo se precipita a los abismos del dolor que provoca la sensación de impotencia. Su derrota da origen a la iniciación. Las situaciones cotidianas pueden obligarnos a usar una máscara, pero el yo es arrojado al fuego transformador y el único apoyo interno es la convicción de que el sí-mismo o algún poder superior está tratando de lograr una curación y de forjar un ser integral. Esa fe da un cierto desapego: el yo puede someterse a su paulatino despojo a sabiendas de que eso es lo que tiene que suceder. El desapego no es sinónimo de indiferencia, porque no impide sentir dolor; de hecho, el dolor es más intenso porque la toma de conciencia deja la verdad al desnudo. Pero el desapego no es una identificación con el dolor. El desapego permite observar desde una perspectiva más amplia, la perspectiva de la paradoja. El yo que va dejando de actuar en forma voluntaria debe tener la fuerza necesaria para sobrellevar la confusión y el sacrificio y aceptar las nuevas percepciones; además, debe tener la flexibilidad necesaria para rendirse. El terror que siente es real, porque la «columna vertebral» y la capacidad para «soportar todo con entereza», que ha venido desarrollando durante toda la vida, van perdiendo consistencia. La rigidez que servía de apoyo a su antigua forma de adaptarse se disuelve en la fluidez que sirve de base a una nueva adaptación. La persona se siente como una medusa blanda, pero el soltar amarras libera la energía que va a conducir al niño pequeño a la revolución. El diálogo interno es similar al de este pasaje del diario de vida de una mujer:

Estoy luchando entre la vida y la muerte.

Yo, que siempre he cuidado a todo el mundo, he dejado de ser una persona responsable. No me atrevo a llorar porque todos dependen de mí. Nunca me han visto llorar. Quedarían consternados si me desmoronara. ¿Qué va a pasar si me desmorono? Quedaría impotente. No sé cómo cuidarme a mí misma. Me da pánico acercarme a este aspecto perdido de mí misma. Es como si nunca hubiera existido. ¡NO QUIERO MATARLO!

¿Por qué no se quedará callado mi animus crítico? Me hace pensar que todos se dan cuenta de lo desorientada que estoy. Tengo la impresión de que se burlan de mí, de que están aburridos de mis gimoteos, dispuestos a atacarme. Ni siquiera puedo hablar. Lo único que hago es balbucear y tartamudear; empiezo a decir una frase y termino con otra.

No sé qué voy a decir a continuación. Todo es cierto y todo es falso.

¿Qué va a pasar si mis sueños no son más que una ilusión? ¿Y si pierdo todo y descubro que no soy nadie? ¿Y si no tengo fuerzas para cruzar al otro lado? ¿Y si me estoy volviendo loca? ¿Por qué tengo que ser siempre yo la que es diferente? ¿Por qué tengo que ser siempre yo la que está sola?

El problema fundamental de la crisálida es la receptividad. La máscara y la sombra, que están constantemente representando un papel, siempre han justificado su existencia siendo divertidas y haciéndose querer; ahora dejan de funcionar y la energía vuelve al feto desnudo, que yace indefenso en un mundo donde el actuar con autenticidad despierta un verdadero terror a ser destruido. El resultado de todo esto es la paranoia. En este estado de regresión, incluso la mujer más atractiva puede decir: «Soy intocable. No soy digna de que me quieran. ¿Cómo me van a querer? ¿Por qué voy a hacer el esfuerzo de tratar de que me comprendan? No espero nada». En ese momento, hasta el contacto de una mano puede ser insoportable. El recibir encierra el terror de la violación psíquica. Por muy encantador y elaborado que sea su sistema de defensa, es la armadura que ha impedido la destrucción total de su pequeña. La receptividad es una violación de su esencia; no puede confiar en que su ser sea recibido o pueda recibir.

Nuestra sociedad está programada para bloquear la receptividad. Desde muy pequeños, los niños aprenden a cerrarse y a fingir. La mente de un niño vive en un mundo de imágenes, cuyo ritmo natural es el de la lectura de un cuento. La televisión los bombardea con imágenes que se les escapan, de modo que la naturaleza desarrolla un proceso de selección para protegerlos, pero la protección puede convertirse en una armadura que los encierre en un mundo alienado donde no encuentren compañía. Mientras se presenta un espectáculo muy interesante en el salón de actos de la escuela, el niño puede dejar volar su imaginación, abstraído, para luego explotar en un aplauso desenfrenado y sin sentido cuando termina la representación. El niño, indiferente y distante, no ha recibido nada, pero su energía reprimida irrumpe en el movimiento automático de las manos. Su mala educación también puede ser una conducta vacía. Cuando el niño llega a recibir algo a nivel personal, susurra un comentario sobre su reino secreto. No es sorprendente, entonces, que crezca siendo incapaz de recibir.

Los adultos se mueven con tanta rapidez y actúan con tanto temor que la gente es incapaz de recibir lo que tratan de darle los demás. El bombardeo de trivialidades y de imágenes desgarradoras de hambrunas, de guerras y de profanación de la naturaleza los llevan a obsesionarse con sus propias defensas. Encerrados dentro de una estructura rígida, tratan de imitar las imágenes de los dioses de nuestra era, máquinas sin corazón que actúan con eficacia. Sus cuerpos gritan de terror o de ira cuando tragan una píldora tras otra, cuando tienen que someterse a un by-pass en los intestinos, cuando se hartan de comida, pero siguen ignorando sus dramáticos sueños en los que aparecen violaciones y vuelven a precipitarse en su búsqueda desesperada de perfección, en la que sólo importan los resultados pero que en realidad no es más que un espejismo que les ayuda a no reconocer que han fracasado como seres humanos.

No somos dioses; tampoco somos máquinas que funcionen con el combustible de la lógica o el poder. Tenemos un corazón, un corazón que se encuentra dentro del cuerpo y el cuerpo se relaciona con los instintos. Mientras sigamos permitiendo que la cabeza se mantenga aislada del cuerpo, seguiremos siendo cómplices de la locura imperante al tratar de curar las enfermedades físicas sin hacer al mismo tiempo los cambios psíquicos que sean necesarios. Es posible que logremos algún éxito pasajero, pero el cuerpo terminará por imponerse. El cuerpo no miente. Ha soportado un dolor que la mente es incapaz de soportar. Tarde o temprano, va a rechazar el barniz superficial que le impide dar respuestas honestas, el tipo de respuestas que se puede dar cuando se recibe algo del exterior y luego se recorre el lento y sinuoso sendero de las entrañas y el corazón para regresar, por último, con una auténtica reacción. En todo diálogo franco se produce un intercambio. Se habla de alma a alma. Cada alma tiene tanta presencia que puede recibir al otro sin distorsiones ni proyecciones. Cada alma da energía a la otra.

No hay psicoterapia ni análisis que puedan curar a un corazón incapaz de confiar. Las presiones de la vida moderna hieren de tal manera a la virgen que, por valiosa que sea la comprensión racional, sólo la experiencia numinosa del amor y de la gracia que irrumpen desde el inconsciente pueden llegar a salvarla. La mayoría de nosotros escuchamos cuando niños que era «más noble dar que recibir» y hemos pasado la vida tan preocupados de dar que somos incapaces de recibir. Hay un mensaje inconsciente que bloquea la posibilidad de recibir: «No eres digno de recibir; si recibes, cometes una falta». Las mujeres que reciben ese mensaje de sus madres, que a su vez lo recibieron de sus madres, sacrifican prácticamente todo por un hombre y, sin embargo, odian la palabra «receptividad». La asocian con pasividad, sometimiento, con lo opuesto a ser. Las connotaciones negativas dan por sentado que el yo es débil, que no hay un cáliz que se pueda traspasar. El temor de recibir incluso de quienes las aman les impide correr el riesgo de abrirse a ese «otro» que es absolutamente desconocido. Tienen miedo de entregarse al inconsciente creativo, aunque la auténtica creatividad sólo surge cuando el yo es tan fuerte que se puede entregar. Basta con imaginar la fortaleza del cáliz de Shakespeare traspasado por el falo divino.

Por su misma naturaleza, la feminidad física y psíquica es receptiva pero, mientras las mujeres no comprendan qué es en realidad la receptividad activa y lo esencial que es para las actividades creativas y las relaciones, no dejarán de despreciar su feminidad. También el hombre tiene que descubrir a su virgen interior para ser creativo y estar abierto a la mujer. Evidentemente, la búsqueda de un equilibrio entre la feminidad y la masculinidad es diferente en el caso de los hombres y las mujeres. Pero en ambos casos la liberación del corazón es esencial para que se produzca la curación interior y exterior.

Mientras la feminidad joven no haya adquirido la madurez necesaria para una genuina receptividad, la entrega a lo desconocido puede considerarse como una violación. Esto se refleja generalmente en sueños en los que aparecen violaciones o grupos de matones que invaden la casa donde vivió el soñante en la infancia, o en los que se producen tornados que ponen en peligro al yo onírico que lucha desesperadamente por mantener todas sus maletas en un mismo lugar. A veces, una niña púber se enfurece con el yo onírico por actuar con tanta lentitud. Perséfone sólo puede crecer si se separa de su madre para abrirse a la penetración de Hades. Un yo flexible es capaz de doblegarse y de asimilar el temor que despiertan los recuerdos negativos en el cuerpo y la psique. Este es un proceso doloroso, pero también es un trecho inevitable del sendero que conduce a la madurez psíquica.

La energía positiva también aparece en los sueños, en muchos casos como una joven llena de dinamismo. Un acontecimiento exterior sincronístico suele darle una oportunidad de actuar. Por ser muy joven, posiblemente haya que llegar a algún acuerdo entre el pasado y el presente. Por lo general, la antigua máscara se va desintegrando e impone una reorientación del yo, que puede dar cabida a la presencia de lo femenino. Los maestros, por ejemplo, pueden tener que introducir sutiles cambios en su método de enseñanza para seguir haciendo frente a su tarea. Lo que pierden al ser menos eficientes pueden recuperarlo al establecer una nueva relación con sus alumnos y crear un ambiente nuevo en el aula. Tanto ellos como sus alumnos pueden sentir el entusiasmo que despierta la creación en el ahora.

El cuerpo vive el proceso de individuación junto con la psique y los mensajes que envía son tan importantes como los sueños. El cuerpo siempre trata de defender la totalidad. Las mujeres que no han menstruado durante dos o tres años pueden volver a tener una menstruación. «Siento que estoy pasando por una pubertad consciente», dicen. «Estoy entrando en mi cuerpo. El cuerpo me obliga a moverme a su ritmo. Si no descanso y si no tomo conciencia de lo que está pasando, me siento tan mareada que tengo que acostarme. Cuando trato de decir las mismas cosas que decía antes, siento que la lengua es demasiado grande para la boca, como si estuviera mintiendo, pero esas ideas no eran mentiras. Son las mismas palabras, pero su significado es diferente. Toda la energía que antes me daba la comida ya no me sirve de ancla. Me hace sentir más inconsciente todavía. No puedo tomar café o alcohol. Prefiero el pollo y el pescado a la carne de vacuno. Me siento tan llena de energía que no sé qué hacer con ella. Nada puede esperar. Todo está delante de mí, es agotador. Me siento empujada». La inmensa energía que antes empujaba al cuerpo hacia la muerte se convierte ahora en un impulso vital. El recibir conscientemente en la vida real (lo que se refleja en sueños en los que el soñante come los alimentos que le ofrecen) pasa a formar parte de la vida cotidiana. Cuando se sacia el hambre psíquica, el hambre física encuentra su punto de equilibrio.

El peor enemigo de la feminidad joven es el amante demoníaco, el aspecto sombrío del arquetipo que constituye la esencia misma del complejo paterno. La madre negativa inmoviliza a su víctima en una parálisis de inercia, mientras que el animus asesino ataca abiertamente. El único objetivo del animus frío, impersonal y consagrado al espíritu desencarnado es alejar a su víctima de la vida. Las adicciones son uno de sus métodos predilectos. A través de ellas obliga a la mujer a seguir siendo obesa o a no comer, a seguir drogada o ebria; la ataca sin cesar recordándole sus aparentes obligaciones; la deja «sollozando por su amante demoníaco»[23]. La resistencia de la mujer a enamorarse se debe a la seducción del animus que le dice: «Eres mía. Tienes que deshacerte de ese hombre. Si tú no lo haces, lo voy a hacer yo». Y siempre logra lo que desea, a menos que la mujer tenga la valentía necesaria para tomar conciencia de él. El animus asesino sólo muestra su verdadero rostro cuando la feminidad joven está a punto de convertirse en un ser libre. El inconsciente despierta temor y aversión en el yo amedrentado, lo que activa la aparición del demonio con su mirada penetrante.

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El ángel del bien y el ángel del mal luchando por la posesión del alma de un niño (1795), grabado en acuarela de William Blake. (Galería Tate, Londres).

A veces, cuando una mujer cree haber superado por fin la proyección de su animus negativo en los hombres, viene a descubrir que lo ha proyectado en la institución donde trabaja o en un «jefe» relativamente desconocido. Se considera tan incompetente que está segura de que la van a echar del trabajo, o de que deberían hacerlo. Para poner fin al dominio del complejo, lo mejor es comenzar por establecer una relación afectiva real: conocer a la otra persona de ser humano a ser humano. De este modo es posible neutralizar el poder del complejo, en lugar de dejar caer sobre la mujer ideas incorpóreas e impersonales. La mujer que se ve perseguida por la perfecta lógica del animus es una mujer poseída, que tiene la certeza de que alguien se ha propuesto destruirla. En realidad, ese «alguien» es el complejo. Para superarlo, la mujer tiene que hacer una distinción entre su verdad personal y la lógica del complejo insensible. Tiene que decirse: «Ésa es la voz del complejo. Su lógica es correcta, pero mi verdad está en lo que siento». Para derrotar al complejo, lo mejor que se puede hacer es ir creando el mundo del yo minuto a minuto, distinguiendo la propia verdad de la verdad del animus y diciendo, por ejemplo, «Mi trabajo no puede ser perfecto. Esto no significa que reconozco un fracaso, sino que me acepto como ser humano». Las mujeres libres tienen un cuello fuerte, un conducto abierto entre el corazón y el cerebro, un equilibrio entre la realidad y los ideales. Las mujeres que se dejan llevar por el complejo se condenan a sí mismas por sus imperfecciones; las que adoptan la actitud de la virgen aceptan su condición humana y se abren a su propia verdad. Lucifer muestra entonces su otra cara y se convierte en el portador de la luz, el Cristo. Mientras la virgen permanezca en el inconsciente no puede entregarse a la luz. La misma luz le impide aceptarse a sí misma y se convierte en el amante demoníaco por su incapacidad para recibir. (Esto queda dramáticamente en evidencia en Poltergeist de Steven Spielberg). Cuando la mujer ya ha tomado bastante conciencia como para perdonar sus imperfecciones y las ajenas, su animus positivo se convierte en el puente que une la conciencia con el inconsciente. El incesto psíquico es la fuente de energía de la creatividad. La tarea espiritual que debe realizar la virgen receptiva es incorporar esa luz, que se encuentra en el centro del complejo paterno.

En la Edad Media, el símbolo de esa tarea era la domesticación del unicornio. Ese animal mítico vuelve a ser popular en nuestra cultura, pero se ha adulterado y sentimentalizado tanto su imagen, envuelta en capas de romanticismo y rodeada de vírgenes tontas, que cualquier intento de relación entre ellos se convertiría en un fiasco. Un cuerno fláccido que trate de penetrar en un útero desfalleciente no podrá jamás dar origen al Ser. La masculinidad fofa puede sentirse atraída por la feminidad ficticia, pero esto no se asemeja en nada al significado psicológico del unicornio y la virgen. El unicornio simboliza el poder creativo del espíritu y en el medievo se lo consideraba una alegoría de Cristo[24]. Su energía es tan poderosa y peligrosa que sólo una virgen puede aplacar esa fuerza y sólo recurriendo a engaños. La virgen tiene que entregarlo a los cazadores, que lo matan, y dejar correr su roja sangre. Después de transformarse y resucitar, el unicornio se convierte en la poderosa energía que se encuentra en el jardín sagrado de la virgen.

El poder del animus negativo que se manifiesta en el instante mismo de la posible liberación se hace evidente en el sueño de Sarah, una mujer de mediana edad que, después de cinco años de psicoanálisis, se consideraba por fin libre del patriarcado. Precisamente entonces se encontró en medio de una situación real, en la que se vio obligada a defender sus convicciones ante su pareja. El sueño describe claramente su conflicto:

Voy corriendo a encontrarme con el hombre que quiero en un barco que está por zarpar. Veo un vestido en un escaparate. Indudablemente es un vestido hecho para mí: muy sencillo, con un ojo grande sobre el corazón. Entro rápidamente en la tienda, donde me recibe una vendedora anoréxica que lleva un vestido negro muy severo, zapatos negros y lentes con montura de carey.

«¿Cuánto cuesta el vestido?», le pregunto.

Parece asustada. Tengo mucha prisa.

«¿Cuarenta dólares?», le pregunto impaciente. Me mira de frente, paralizada de miedo. Veo lágrimas en sus ojos. «Te doy 4000», le digo. Se pone a llorar y me doy cuenta asombrada de que también estoy llorando. Detrás de una cortina veo al señor Wolf [Lobo], el dueño de la tienda. La está vigilando y sabe que la domina. No quiere que compre el vestido y, aunque la muchacha me lo quiere vender, no puede hacer nada. Despierto en medio de ese impasse.

Este sueño es un ejemplo de lo importante que es la relación entre las «hermanas oníricas». Si una mujer no está siempre pendiente de la desesperación de su sombra, se traiciona inconscientemente y se entrega al amante demoníaco oculto bajo cualquier disfraz. Sarah está lista para zarpar con su animus creativo; también está dispuesta a invertir toda su energía femenina (4000 = 4 x 10 x 10 x 10) para conseguir el vestido, que tenía «un ojo muy grande sobre el corazón», lo que simboliza una actitud afectiva auténtica. Pero, a pesar de su energía y su determinación, su hermana onírica, «paralizada de miedo», no tiene fuerzas para desafiar al «señor Lobo». (En este caso, la hermana onírica, que obedece sumisamente a lo masculino, representa una combinación del ánima del padre y la sombra de la madre). La energía que encierra el complejo paterno se manifiesta en el nombre, una interesante alusión al dueño de su tienda favorita de ropa en la adolescencia, cuyo apellido era Wolf.

En los sueños de los adictos suelen aparecer imágenes de lobos; por lo tanto, la «energía devoradora» debe ser un elemento de las adicciones. Los hijos de padres voraces generalmente nacen con una extraordinaria sed de vivir, la misma sed que el padre o la madre tuvo años atrás. Su energía y su buen humor despiertan en ellos el anhelo por el dios-sol, Apolo, cuyo animal es el lobo. En su infancia fueron buenos para reír y para llorar. Luego, las «sombras de la prisión»[25] se empezaron a cerrar y su sed de vida quedó encadenada. Desde el punto de vista psicológico, su yo se ha identificado con el lobo, y lo que empezó siendo sed de vida terminó por convertirse en una voracidad desplazada a otro objeto u otra persona. La obsesión y el mundo de la fantasía, la actitud compulsiva y reiterada son intentos de evitar el dolor que le provocaron al impedirle vivir la vida en toda su plenitud. Mientras el alma no se libere, siempre subsistirá algún tipo de conducta neurótica.

Si consideramos al «señor Lobo» como una combinación de la madre negativa y el padre negativo, este sueño hace pensar que los padres de Sarah también fueron víctimas de una necesidad de ejercer poder. Si a Sarah le hubieran vendido el símbolo de su identidad, habría quedado en libertad de entregarse a su creatividad. Pero los complejos negativos nunca permiten voluntariamente que esto suceda y, en tanto que la hermana onírica desesperada siga siendo su víctima, también tendrán al yo en su poder.

La solución del impasse se encuentra en el vestido. Como si el «ojo muy grande» ya estuviera en el corazón, Sarah es capaz de sentir la angustia de su hermana encadenada. Apenas siente su herida y reconoce la debilidad que encierra la rigidez, puede ponerse en contacto con la virgen que hay dentro de ella; su corazón se abre y siente amor por su hermana, por ese aspecto suyo que hasta entonces la irritaba. Las dos reconocen que dependen de la otra para ser libres; la hermana débil obliga a la hermana fuerte a tomar conciencia y a abrir su corazón, a adoptar actitudes que puedan liberarlas a las dos. Esta comprensión se produce en silencio. La ira, el amor y el perdón se dan casi simultáneamente. La trampa secreta (el desprecio y el desdén mutuos) que antes las separaba se transforma en el secreto que las une; ambas guardan ese secreto hasta que el yo pueda mirar a la sombra a los ojos y reconocerla como algo propio sin que el animus crítico lo debilite. La aceptación o el rechazo se convierten en un «despertar». En el sueño, el yo no puede reunirse con su amado hasta que el dolor de ese reconocimiento haga posible una nueva integración en el yo y le permita adoptar una actitud moral distinta.

El sueño dejó a Sarah más triste, pero también le ayudó a comprender. Un enfrentamiento de este tipo con la sombra da más profundidad, capacidad de comprensión y consistencia a la personalidad.

La feminidad consciente

El problema fundamental de los trastornos relacionados con la comida no es la oscilación entre la gordura y la delgadez, entre Copo y Luz. El problema es el mismo de siempre: «¿Quién es Flor?», «¿Cuál es mi realidad?». Cuando la situación madura, se acaban los melodramas y los sacrificios impuestos. Se rompe el pacto secreto con la muerte y nos enfrentamos cara a cara con una realidad de una autenticidad desgarradora. La sabiduría femenina que nace del amor de Sofía acepta la realidad: «Esta soy yo. No les pido que me aprueben. No tengo que justificar mi existencia. Quiero conocer y quiero que me conozcan tal cual soy». La decisión de nacer hace cambiar el curso de la energía: el yo tiene ante sí nuevas posibilidades y, al mostrar su aspecto positivo al inconsciente, la luz inunda el rostro demoníaco. La agonía de la muerte se convierte en los dolores del parto.

A medida que el yo empieza a actuar de acuerdo con su punto de vista femenino, la creatividad masculina de la mujer se libera del padre. Los dos procesos son paralelos y se reflejan en los sueños. Sus imágenes varían de una persona a otra, porque las circunstancias nunca son iguales. En lugar de la imagen de Hitler, puede aparecer un grupo de matones, pero hay una figura masculina que siempre se repite: la imagen del adolescente rebelde. En muchos casos, acaba de salir de la cárcel y pasa caminando insolentemente delante del soñante, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo colgando de los labios. Este personaje es el hijo rebelde que no desea en absoluto ser como su padre. En el caso de las mujeres que tienen trastornos relacionados con la comida, suele adoptar una actitud desafiante ante la sociedad y su conducta puede oscilar entre el anticonvencionalismo moderado y la delincuencia violenta. El adolescente rebelde es un anarquista que rechaza las leyes de la sociedad y que no tiene puntos de vista propios. A veces aparece como un drogadicto, como un hippy homosexual o como un alma perdida pero de carácter violento. Su incapacidad de convertirse en un ser maduro se refleja en la incapacidad de la mujer para actuar racionalmente con respecto a la comida. La mujer no tiene una voz interior que diga «sí» a un régimen nutritivo. Tampoco tiene verdadero interés en integrarse al mundo.

Sin embargo, en esta nueva etapa el adolescente arrogante puede transformarse en un guerrero que se une al yo femenino en una nueva actitud consciente. Un año después de liberarse del «señor Lobo» y de hacerse responsable de su talento creativo, cuando estaba en medio del proceso de abandono a la energía dinámica del inconsciente, Sarah tuvo el siguiente sueño:

Mi esposo es un guerrero que está luchando lejos. Poso para un retrato junto con nuestros dos hijos mellizos recién nacidos. Quiero que él comparta este milagro. Estoy sentada en el claro de un bosque, bañada por un sol brillante, con un manto de terciopelo blanco que tiene un cuello blanco de piel de lobo. Acuno a los mellizos, uno en cada brazo; son niños fuertes, los dos se llaman T. También me doy cuenta de que mi criada ha dado a luz en el bosque a dos mellizos y que los dos se llaman t.

Sarah se despertó con la certeza de comprender el significado del Ser. Mientras su esposo está luchando para protegerla a ella y proteger a sus dos hijos mellizos recién nacidos, sumisamente serena y confiada, ella celebra el milagro del nacimiento. El feroz lobo rojo, el lobo errante de sus sueños anteriores que la empujaba a una búsqueda desesperada e incesante, aparece ahora como un cuello de piel blanca. Simbólicamente, la energía pasional, indomable e instintiva se ha transformado en una pasión espiritual. Pero ésta no es una pasión meramente racional, porque mientras posa bañada por la brillante luz de la conciencia, también está en el claro de un bosque y su criada sombra (una variación de la vendedora anoréxica del sueño anterior) acaba de dar a luz en un lugar más remoto del bosque (el mundo de los instintos).

Un sueño como éste invita a una serena meditación, porque toda la personalidad tiene que embeberse de su emotividad. Sarah aprendió a relajarse completamente; a soltar las mandíbulas, dejar caer los hombros y aflojar la base de la pelvis, a liberarse del complejo inflexible y estar simplemente presente[26], Después de una meditación, Sarah escribió lo siguiente:

Estoy tendida en el suelo. Siento los pies desnudos sobre la tierra cálida. Siento toda su paz que irradia a través de rayos cálidos, sube por mis piernas y baña todo mi cuerpo, uniéndose a los rayos más tibios del sol. Soy la encarnación de T. La energía de las dos líneas que se cruzan vibra a lo largo de mis brazos extendidos, los retuerce, abre mi corazón y me corta la cabeza. Mis piernas y mi torso se contorsionan. «Tensión, Tumulto, Terror, Tratar, Tortura, Tener». Las palabras van saliendo junto con mis sollozos. «Tener», grito, y toda la vergüenza y la culpa y el temor, la humillación y la vulnerabilidad, el caos de todos estos años tratando de encontrar mi ser retumban en mí, oleada tras oleada de lacerante dolor. De pronto, todo se vuelve negro. La oscuridad me traga. Me siento aterrorizada. Me estoy muriendo. Estoy naciendo. Entonces cesa el sufrimiento. Quedo tendida, agobiada por el Tiempo.

Algunos meses más tarde, Sarah se atrevió a incorporar la «t»:

Mi cuerpo vibra mientras los dedos de los pies se curvan en una t y la energía va subiendo: «tronco, torso, tacto, tocar, tortura, tierno, traspasar, tórrido, tarea, total, templo, triunfo». Recuerdo miembro a miembro mi cuerpo delicado, sus tendones, su esqueleto, sus sensaciones, su sufrimiento ignorado, el sufrimiento de la niñez encerrado en los músculos. Me adentro en la oscuridad, en mi oscuridad, mi identificación inconsciente con su torpeza, este montón de carne abandonada que he ido arrastrando por todas partes. Siento su dolor. Siento que lo quiero. Le ruego que me perdone. La oscuridad abarca también a la luz. La luz del cuerpo, su sabiduría antigua, más antigua que yo, ¡BRILLA! Mi cuerpo, mi alma. Siento en los brazos y en el pecho el dolor de querer intensamente —aquí, ahora—, siempre, en este momento.

La t se abre, suave, dócil, sin poner resistencia, sin ninguna resistencia, dando paso a la T, a una T vibrante y resplandeciente. Dejo que todo eso suceda; que mi alma se vaya abriendo, célula a célula, a mi espíritu. Me quedo en silencio aceptando la verdad.

Al analizar el significado de las letras del alfabeto en La diosa blanca, Robert Graves las considera como arquetipos. Graves reconoce que las letras escritas representan imágenes de la naturaleza y que, como tales, encierran la energía y la autenticidad de los instintos. Con respecto a la letra T, Graves dice:

Podemos considerar mellizas las letras D y T: «Los niños lirios blancos todos vestidos de verde» de la canción medieval Green Rushcs. La D es el roble que gobierna la parte creciente del año, la sagrada encina druídica, la encina de La rama dorada. La T es el roble (sagrado) que gobierna la parte menguante, el roble sangriento… Dann o Tann… es la palabra céltica que significa «árbol sagrado»[27].

Cuando en un ejercicio de imaginación activa se encarna (se devuelve al mundo de los instintos) una letra que ha aparecido como símbolo en un sueño, su poder de curación adquiere una dimensión numinosa.

En ejercicios vivenciales, la letra T considerada como símbolo suele iniciar el proceso de acercamiento al tercer ojo, a la transformación, específicamente a la diferenciación del cuerpo y el espíritu. La T es una letra que evoca la crucifixión y que se relaciona con la cruz como árbol sagrado que une a la tierra con el cielo. Obliga al cuerpo a abrirse y, a la vez, lo hace mantenerse flexible para que la luz pueda penetrar en la opacidad de la carne.

Cuando en un sueño aparece la imagen del doble o de los mellizos, significa que algo hasta entonces desconocido está tratando de atravesar el umbral de la conciencia, pero que sólo una parte logra cruzarlo mientras el resto permanece en el inconsciente[28]. Sin la concentración física, los mellizos del sueño de Sarah hubieran sido incomprensibles. La energía arquetípica liberada a través de su incorporación es una fuerza que da nueva vida. Sarah leyó a Graves sólo después de tener el sueño y en su lectura confirmó el significado de su experiencia de la crucifixión. En la vida real, en el sueño se anunciaba ya el primer contacto de Sarah con su alma femenina, contacto que fue posible gracias a una nueva percepción de su cuerpo. El sueño predijo también la entrega del yo al espíritu cuando, como ella misma lo expresó, se permitió «internarse en su locura para descubrir algo nuevo». Al igual que Eva en el Paraíso, Sarah había estado inconsciente de su carne; al igual que María, se mantuvo fiel a su destino y se convirtió en una Eva consciente. Por haber girado en torno al poder absolutamente desconocido de la letra T, esta experiencia, como un todo, tuvo para Sarah un sentido profundamente numinoso. Su cuerpo respondió involuntariamente a un antiguo símbolo. El sueño y la experiencia que tuvo en la sala de su casa se convirtieron en sus guías cuando la vida la arrastró de pronto a una crucifixión psíquica, preludio de un nuevo nacimiento.

El profundo contacto de Sarah con el significado de la encarnación no es poco común entre las mujeres y los hombres contemporáneos que han iniciado una búsqueda consciente. Tampoco lo es la transformación de la energía devoradora característica de una adicción en una búsqueda espiritual en el caso de los adictos que descubren un abismo devorador en el centro mismo de la adicción. Sin embargo, el hábito de comer en exceso, el hábito de no comer y los vómitos de la bulimia siguen siendo un cáncer cada vez más generalizado en nuestra sociedad, pese a los millones de dólares que se gastan en intentos «racionales» por eliminarlo. Si la mente se mueve en una dirección y el corazón en otra, dejando un abismo de abandono entre los dos, sólo el amor puede llegar a unirlos. ¿Es posible que Sofía, desde su reino de manjares físicos y espirituales, esté tratando de obligarnos a ser conscientes a través de nuestra propia agonía o de la agonía de un ser querido?

Por haber rechazado el aspecto femenino de Dios, estamos llegando a un impasse tanto individual como mundialmente. Los adictos son una manifestación extrema de esa profanación en nuestra cultura, pero también pueden llegar a ser catalizadores que hagan posible el renacimiento de lo femenino. El adicto no sólo lleva consigo el inconsciente de sus antepasados. Como ser humano que vive en una determinada etapa de la historia de la humanidad, también expresa el inconsciente de su medio social. Podemos seguir ignorando a nuestra sombra hasta que miramos a los ojos a ese ser querido que sufre de anorexia o alcoholismo; también podemos seguir ignorando la sombra colectiva hasta encender el televisor y enfrentarnos a los ojos de un niño que se está muriendo de hambre.

En una civilización dominada por la técnica y que se encamina a su propia destrucción, mientras sigamos pensando que la feminidad es una característica biológica estamos condenados a ser víctimas de una conciencia patriarcal obsoleta. La conciencia patriarcal no sólo empuja a los individuos, sino a todo el planeta, a una adicción al poder y a la perfección que, desde el punto de vista de la naturaleza, solamente puede conducirnos al suicidio. La conciencia femenina no acepta que la limiten a ser carne irredenta o maternidad inconsciente. El reconocimiento de que la neurosis tiene un propósito creativo es válido tanto para los individuos como para toda la humanidad y, sin lugar a dudas, en una época que se caracteriza por la adicción al poder y la adquisición de bienes materiales, el propósito creativo debe relacionarse de alguna manera con lo único que puede salvarnos: el amor por la tierra, el amor por los demás, la sabiduría de la Diosa. Esta tarea corresponde a cada hogar, a cada corazón, a la energía misma que mantiene a los átomos unidos en lugar de hacerlos explotar.

A mi juicio, la visión apocalíptica es un elemento fundamental de la psique del adicto. (El término apocalipsis se deriva de una palabra griega que significa «dejar al descubierto, mostrar, revelar lo antiguo y lo nuevo»). La manía por la comida es, en parte, un intento de comerse todo lo que hay, de acabar con todo y empezar de nuevo. Las personas que sufren de bulimia comen en cantidad y a continuación se purgan para empezar de cero. Las personas anoréxicas no tratan conscientemente de suicidarse, pero su obsesión por el «orden» encierra el terror a la destrucción a través del caos. Su actitud ante la comida es la misma que tienen ante el dinero, la energía y la limpieza; toda su vida es un intento de terminar de hacer algo y de comenzar de nuevo o de no comenzar. Es posible que estén de acuerdo con la idea que se expresa en la frase «¡muera lo viejo, viva lo nuevo!», pero en su inconsciente confunden el significado literal con el simbólico y transforman su búsqueda de la esencia en un no-ser en lugar de un ser. La actitud psicológica apocalíptica de una cultura adicta —actitud que anuncia la revelación divina con la fuerza esclarecedora de un rayo— podría ser a nivel planetario el presagio de un holocausto.

Muchas personalidades adictas que no encuentran en nuestra sociedad una forma de expresar su energía habrían sido devotos adoradores de Dionisos si hubieran vivido en la antigua Grecia, cultura en la que se otorgaba un gran valor a la búsqueda religiosa. Estas personas repiten constantemente «Si está bien para Dios, está bien para mi cuerpo». Intuitivamente tienen razón. Su enorme anhelo de vivir es físico y espiritual; lo que anhelan es aquello que Walter Otto llama «la unidad dentro de la paradoja, que aparecía en el éxtasis dionisíaco con una fuerza asombrosa»[29].

La descripción que hace Otto de la danza exaltada de las ménades resume la esencia de un elemento fundamental de muchas adicciones:

El que engendra algo vivo tiene que sumirse en las profundidades primigenias habitadas por las fuerzas de la vida. Cuando regresa a la superficie, sus ojos tienen una chispa de locura, porque en esos abismos la muerte vive en estrecha intimidad con la vida. El misterio primitivo es en sí una locura; la matriz de la dualidad y la unidad de lo dividido.

… Cuanto más vital se vuelve la vida, más se acerca a la muerte, hasta llegar al momento supremo —el momento fascinante en el que se crea algo nuevo—, cuando la muerte y la vida se unen en un abrazo de éxtasis demencial. La fascinación y el terror ante la vida tienen una enorme intensidad, porque están embriagados de muerte. Cada vez que la vida vuelve a engendrarse, el muro que la separa de la muerte desaparece por un instante. … La vida que se ha vuelto estéril se encamina tambaleando hacia su fin, pero el amor y la muerte se han acogido y se aferran apasionadamente entre sí desde un comienzo[30].

En su descripción del furor dionisíaco, Otto dice que es «la agitación de la esencia de la vida rodeada por el frenesí de la muerte»[31]. Esta paradoja queda en evidencia en este relato de una joven embarazada:

Después de hacer el amor, empecé a sollozar sin poder contenerme. Hundí la cabeza entre los brazos de mi esposo y no veía más que oscuridad. Me sentía recluida y segura. Me sentía increíblemente viva y apasionada dentro de mi cuerpo: humana, sensual, real, alejada del mundo en la pasión de su cuerpo y el mío. Mi atracción por la vida era irresistible y, junto con ella, tenía la sensación de mi muerte; mi propia, solitaria y definitiva muerte. Entonces sentí la primera contracción falsa, que me hizo sentir exquisitamente consciente del parto para el que ya falta tan poco; era tanta la vida y la sensación de vida, tanto el movimiento y tanto lo que estaba sucediendo en un sentido físico real, bien arraigado en el cuerpo, que sentía que no podía huir de todo eso.

Y junto a esa realidad física, la realidad de la muerte, las dos unidas, partes de un todo, de lo mismo. Sí, ya estamos buscando muebles para la habitación del niño, preparándonos, aprontándonos… y también hay preparativos para la muerte. ¿Son tan distintas acaso? El niño saldrá de mí y entrará al mundo real. Pero siento que la semilla de este niño fue plantada mucho, mucho tiempo atrás, así como alguien superior a mí ya sabía de alguna manera de mi matrimonio. Esta vida llegará a su fin, pero es posible que la vida continúe de alguna manera que aún no conocemos.

Al igual que las ménades, los adictos huyen de lo estático, del statu quo sin sentido. A través de ayunos y de purgas, los adictos pueden estar celebrando en forma inconsciente ritos de iniciación que, si llegaran a comprender, podrían liberarlos del aspecto exclusivamente físico del cuerpo para entregarlos al cuerpo sutil. En esos casos, la adicción obliga a la mujer a darse a luz a sí misma o a morir. Su tarea consiste en aceptar lo natural a un nivel consciente. Es posible evitar la destrucción ciega de la naturaleza provocada por el intento del hombre de someterla a su voluntad, mediante su aceptación femenina de la naturaleza en su propio cuerpo. Todo quehacer humano debe recibir la bendición de la naturaleza; para lograrlo, la mujer debe estar consciente. El hijo de María es la naturaleza misma aceptada conscientemente. La encarnación es un proceso constante. Si la conciencia es el dios o la diosa que habita en nosotros, es posible que en el fondo de la impetuosa energía de la adicción se encuentre la voz divina. Aparentemente, el adicto puede ser sumiso, abnegado y obstinado, pero hay otro aspecto suyo que encierra una fuerza misteriosa. Su constante imitación de los demás lo pone en contacto con el inconsciente colectivo de la cultura. Su cuerpo, sus imágenes, sus ritos tienen un significado, y también lo tienen sus sueños, cuyas imágenes son un reflejo de la obsesión por el poder de las mujeres y los hombres modernos que mantiene prisionero a su aspecto femenino.

Estas imágenes me hacen recordar a Etty Hillesum, la joven judía que fue llevada desde Holanda hasta Auschwitz en 1943. Un año antes de su muerte, profundamente consciente de lo que estaba viviendo su pueblo, escribió estas líneas:

La realidad es algo que soportamos con todos sus sufrimientos y todas sus dificultades. Al soportarlos nos vamos haciendo más fuertes. Lo que hay que destruir es la idea del sufrimiento (no el sufrimiento real, porque el sufrimiento real siempre es fructífero y puede hacer de la vida algo muy valioso). Y si destruimos las ideas que mantienen prisionera a la vida, como si estuviera en una celda, liberamos nuestra verdadera vida y su verdadera fuente; entonces, también se tiene fuerza para soportar el sufrimiento real, el sufrimiento propio y el de todo el mundo.

… Dios mío, deseo soportar el sufrimiento que me has impuesto, no sólo el que me he impuesto a mí misma[32].

La doctora Elizabeth Kübler-Ross relata su visita a un campo de concentración después de la guerra y su recorrido por los barracones donde encerraban a los judíos antes de llevarlos a las cámaras de gas. En las paredes de los barracones donde habían estado los niños, pequeñas manos habían dibujado mariposas anticipándose a su liberación.

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Logotipo del Centro Elizabeth Kübler-Ross.

El amor es más poderoso que la muerte y más cruel que el infierno.

MEISTER ECKHART

Uno de los aspectos más importantes y más difíciles del proceso de individuación es superar la distancia que separa a dos seres. Siempre existe el peligro de que sólo uno de ellos se acerque e inevitablemente esto da origen a una sensación de violación y luego al resentimiento. En toda relación hay una distancia óptima que, por supuesto, hay que ir descubriendo a través de sucesivos intentos.

C. G. JUNG, Cartas

No fue la entrada del ángel, reconozcámoslo,

lo que la atemorizó. El impacto de la sorpresa no fue mayor

al que sienten otros cuando los rayos del sol o de la luna

se entremeten en sus habitaciones.

Tampoco se preocupó de mostrarse indignada ante la forma que había adoptado el ángel.

… No, no fue su entrada, sino el ver al ángel,

tan inclinado, su rostro juvenil junto al de ella, que se unía

a su mirada hacia lo alto, y el choque de las dos,

como si todo lo externo quedara repentinamente

vacío. Lo que millones ven, escuchan, hacen

se resumía en ellos; él y ella solamente;

el que contempla y el contemplado; la mirada y el deleite que encuentra la mirada.

Nada más en el lugar, mira,

esto despierta terror. Y los dos lo sentían.

Entonces el ángel cantó su melodía.

RAINER MARIA RILKE, «La anunciación a María».

En el hombre, el sexo puede combinarse con la agresividad, pero no se combina con el temor. En la mujer, pueden coexistir el sexo y el temor, pero no la agresividad y el sexo. En pocas palabras, ése es el problema que se plantea entre el animus y el ánima.

MARIE-LOUISE VON FRANZ, El problema del Puer Aeternus

Quisiera conocer a una mujer

que fuera como una llama roja en una chimenea

brillando después de las agitadas ráfagas del día.

Para que pudiera acercarme a ella

en la dorada tranquilidad del atardecer

y deleitarme realmente a su lado

sin la obligación de esforzarme a amarla por cortesía

ni la de conocerla mentalmente.

Sin tener que sufrir un escalofrío cuando le hablo.

D. H. LAWRENCE, «Quisiera conocer a una mujer».