EN EL MOMENTO OPORTUNO:
LA BÚSQUEDA RITUAL
El que anda en puntillas no puede mantenerse de pie;
el que anda a trancos largos no puede caminar.
LAO TSÉ, Tao Te Ching
Si les gusta observar a las orugas, quizá algún día tengan la suerte de ser testigos del instante en que dejan de arrastrarse. Con las delicadas membranas pegadas a una varilla, la vieja piel empieza a caer y la piel de la crisálida comienza a adquirir consistencia. La oruga ha elegido los alimentos adecuados para la crisálida, el lugar preciso para que pueda abrir sus alas. De no encontrar inmediatamente ese espacio, las alas no se separarían y la mariposa nunca llegaría a volar. Instintivamente, el ser que se arrastra sobre su vientre va haciendo meticulosos preparativos para la aparición de la flor alada.
Si recordamos nuestro pasado, comprobaremos que se ha producido un proceso similar. Mientras estamos en el útero de nuestra madre, empiezan a desarrollarse las manos y los pies, los ojos, las orejas, los pulmones, todos los atributos físicos que, en su debido momento, nos serán esenciales para nuestro paso por la tierra. A medida que vamos madurando, nos sorprende la precisión con que el destino aprovecha una determinada situación para crear los elementos que necesitaremos en otra. Desde el punto de vista del alma, es posible que la vida, tal como la conocemos, sea el útero en el que se vaya desarrollando el cuerpo sutil para entrar en el mundo donde nacerá cuando nuestro cuerpo físico muera. Muchos de nosotros hemos sentido en algún momento la inclinación a tener alas.
En una oportunidad, mientras reflexionaba sobre «la intersección del momento sin tiempo»[1] de la que habla T. S. Eliot, dibujé mi propia cruz celta rodeada de llamas en el centro de una gran hoja de papel y, a continuación (nunca sabré si fue la imagen de Eliot o una imagen propia), dibujé también un collar de camafeos en torno a la cruz; en cada uno de los primeros camafeos dibujé una imagen que representaba una circunstancia de mi vida en que lo humano y lo divino entraron en contacto. Cada vez que he vuelto a vivir un «momento sin tiempo», he hecho un dibujo en otro camafeo. Ahora, cuando todavía me quedan tres camafeos en blanco, siento que esos momentos forman el filamento eterno que da luz al collar de mi vida. Cada uno de ellos me parece una esencia destilada, sin nada superfluo; un par de antenas, con sólo lo esencial, que sigue desplegándose.
Si no vivimos constantemente como viajeros intercontinentales, con un cuerpo que se adelanta mientras el alma queda atrás, la mayoría de nosotros trata de que los hechos fortuitos que se producen en nuestras vidas tengan cierta coherencia. Sentimos que hemos perdido nuestros derechos de nacimiento. No sabemos exactamente en qué consisten, sólo sabemos que queremos reconquistarlos. Como los ritos son inherentes a nuestra naturaleza, la participación consciente en nuestra búsqueda ritual es una buena forma de reconocer nuestras necesidades, nuestro destino individual.
Dejándose guiar por la energía instintiva, el hombre primitivo recorrió el lento y peligroso camino que lo condujo a una cueva en lo alto de la montaña. Allí se enfrentó a imágenes que surgían de su propia oscuridad, imágenes que captaban la esencia misma de los animales que representaban. Su retorno al útero de la Gran Madre lo hizo ponerse nuevamente en contacto con las simientes de su creatividad[2].
En aquellas sociedades donde los ritos formaban y siguen formando parte de la estructura social, el yo del individuo se funde en los ritos colectivos y los participantes restablecen sus vínculos con el poder trascendente. La transformación sólo es posible cuando la persona se encuentra en un estado de participation mystique (identificación) con el grupo y el poder numinoso se libera en el inconsciente. Después de haber sometido el yo a la energía transpersonal del grupo, el individuo crece y deja de estar aislado en un mundo privado. Antes de celebrar estos ritos de pasaje, hay que hacer minuciosos preparativos: purificación, en algunos casos el uso de una máscara que indica un cambio de personalidad, vestimentas rituales, tatuajes y danzas simbólicas que se aceptan individual y colectivamente como elementos del proceso de transformación. El objetivo de los ritos es que el individuo llegue, a través de una intensa concentración, a un punto de gran intensidad psíquica en que el arquetipo irrumpe en la conciencia y se manifiesta en una imagen que genera una potente energía (el hombre primitivo que da forma a la esencia del animal en los muros de la caverna). Los lugares donde aparece la imagen comienzan a ser venerados como lugares sagrados y se conservan como santuarios donde lo divino puede volver a unirse con lo humano.
En un verdadero rito, la búsqueda es a la vez interna y externa, lo que significa que en ella participan tanto la psique como el cuerpo, y que los dos suelen extenderse hasta sus límites más remotos. El individuo trata de trascender el estado actual del yo; cuando se sumerge en el inconsciente de su cuerpo pletórico de emociones, puede romper las barreras del yo y unirse a la energía transpersonal que alienta al grupo. Restablece así su relación consigo y con el mundo, y la vida adquiere sentido en un contexto mítico.
Las conmociones del siglo XX han privado a mucha gente de los cauces rituales. La persona que trata de encontrar su propio camino vive a veces momentos singulares en que el sí-mismo ejerce su dominio sobre el yo. Con toda sinceridad, decimos «siento que me estoy muriendo». En realidad, se trata de un enfrentamiento con la muerte, porque se abre una nueva puerta que conduce a la psique consciente y el yo no tiene otra alternativa que seguir avanzando, a menos que se resigne a la muerte psíquica. Para descubrir qué arquetipo se oculta tras ese asalto y cómo puede colaborar el yo en la creación de nuestro propio destino, hay que responder al enfrentamiento con algún rito. Erich Neuman afirma que, al tomar conciencia del arquetipo a través de ritos, «el carácter espiritual latente del acto que hasta entonces permanecía en el inconsciente se vuelve transparente, el arquetipo o símbolo puede ejercer más plenamente su influencia» y la persona alcanza un mayor nivel de conciencia[3]. Cuando aparece el dios o la diosa —es decir, cuando se toma conciencia del símbolo—, lo consciente y lo inconsciente se conectan y la repetición de la conducta ritual deja de ser necesaria. De hecho, en el caso de las personas introvertidas, la meditación, en lugar de una exteriorización ritual, puede ser suficiente para generar la energía necesaria para que una imagen se manifieste en la conciencia. Ya sea a través de la meditación o de los ritos, el individuo se encuentra en una situación en la que debe actuar como su propio sacerdote, y es esencial que comprenda lo que está haciendo o lo que le está sucediendo.
Las mujeres y los hombres modernos, atraídos por la misma imagen que condujo al hombre de la era glaciar a las cavernas, se internan por los oscuros pasadizos de sus almas. A pesar del dolor y el terror que despierta en ellos el arquetipo de la senda, se sienten atraídos por él; están ansiosos por tomar conciencia del inconsciente. La entrada en ese túnel de la muerte y el posible renacimiento exigen un esfuerzo extraordinario, una tenaz determinación a seguir avanzando a pesar de no tener una orientación consciente, hasta que en medio de la oscuridad empiece a brillar una luz. Sólo si se mantiene la tensión entre la ansiedad y la fascinación puede producirse la combustión, esa combustión en la que cesa el desgarramiento y surge la sensación de unidad. Junto con la unidad siempre aparece una imagen. Si lo que surge es la imagen arquetípica de la Gran Madre, cabe suponer que es un reflejo de la situación inconsciente oculta tras la ansiedad y la fascinación compulsiva que exigía la búsqueda. Si no se logra mantener la tensión hasta que aparezca la imagen, la energía regresa al inconsciente y se pierde el tesoro que podría haber ofrecido la experiencia. El rito de iniciación fracasa.
En la sociedad actual, los festivales de rock son una especie de rito colectivo. La música popular siempre ha sido un buen barómetro de las tendencias de una época, y las letras del rock ya no interesan solamente a los adolescentes. En los festivales de rock se encuentran todos los elementos de los ritos: máscaras, joyas, tatuajes, vestimentas rituales, símbolos sugerentes, baile, todo esto unido por el ritmo insistente y el chillido de las guitarras amplificado al máximo. En los años sesenta y setenta, las drogas también formaban parte del rito, pero en los ochenta «Grandmaster Flash and the Furious Five» aconsejan a quienes los escuchan «no lo hagas». En el centro del escenario, la estrella rock lleva a los participantes a un frenesí ritual hasta llegar al punto de combustión, en el que aparecen los símbolos en la mente de los creyentes. Si el público ha vivido a fondo la experiencia, saldrá enriquecido del concierto. El problema que se plantea es que, como ocurría antes con los jóvenes hippies, si el yo no tiene la fuerza necesaria para integrar las imágenes arquetípicas, el rito no esclarece y el individuo no se enriquece sino que sucumbe a la actividad colectiva. En ese caso, se vuelven a arrebatar los derechos de nacimiento. En vez de adquirir más conciencia, el yo se deja absorber y queda expuesto al envenenamiento masivo.
Las estrellas de la música rock pueden enseñarnos mucho sobre las nuevas imágenes arquetípicas. En Time After Time («Una y otra vez»), Cindy Lauper no se disculpa en absoluto por su autoerotismo femenino. Con su atuendo de gitana, pletórica de loca energía y delicada sensibilidad, actúa como la intrusa, la niñita perdida que logra triunfar en la vida. Es ni más ni menos que ella misma. Y luego está Madonna, la mujer que en realidad fue bautizada con ese nombre, la mujer cuyos movimientos transmiten todo el dinamismo de the thrash queen of the hop (la reina decadente de las drogas)[4]. Haga lo que haga, lo que hace es explotar el nuevo arquetipo de la virgen, de la mujer que, según Esther Harding, «hace lo que se le ocurre… porque lo que hace es auténtico»[5]. Madonna explota al máximo la paradoja (virgen-ramera)… y ésta es una paradoja que le da millones. La hebilla de su cinturón, en la que dice Boy toy (juguete de los muchachos), es uno de sus famosos adornos, parte de su imagen, al igual que sus rosarios y sus crucifijos. El conjunto es un desafío sin ambages: si no me entienden, no me importa.
Actualmente (12 de marzo de 1985), Cindy y Madonna son las figuras femeninas más famosas de la cultura popular; como símbolos, ejercen una influencia decisiva en la activación de millones de vírgenes inconscientes, tanto hombres como mujeres. Las dos son manifestaciones concretas de un arquetipo que tiene una enorme fuerza emocional, un arquetipo del que la sociedad en general todavía no ha tomado plena conciencia. Lo importante es que representan una imagen inconsciente y actúan como imanes que atraen a esa nueva imagen que existe en quienes las escuchan. Las dos explotan su condición de parias y la impetuosa y conmovedora energía que éstos encarnan. Ambas son símbolos concretos que contienen y expresan una nueva energía: la virgen eternamente preñada de nuevas posibilidades. No cabe duda de que una de esas posibilidades irrumpió en la conciencia cultural cuando, en respuesta a la hambruna en Etiopía, un grupo de cantantes de rock se reunió para declarar We are the world, we are the children[6].
Pero ¿dónde se encuentra el punto fijo de renovación para quienes no son admiradores de la música popular ni fíeles creyentes en los dogmas de una iglesia ni participantes en rituales religiosos? ¿Cuál es su búsqueda ritual? ¿Qué características tiene?
En Símbolos de transformación, Jung afirma que el dogma fue esencial en una etapa del desarrollo mental del hombre.
La crítica (materialista) que desde la época de la Ilustración se ensaña constantemente en la improbabilidad física de los dogmas, yerra por completo sus tiros. El dogma tiene que ser forzosamente una imposibilidad física, puesto que nada predica sobre la physis, sino que es un símbolo de procesos trascendentes, o sea inconscientes, que hasta donde pueda determinarlo la psicología tienen que ver con el inevitable desarrollo de la conciencia. La creencia en el dogma es un expediente igualmente inevitable que, para que nuestra cultura subsista, tarde o temprano ha de sustituirse por un adecuado entender y conocer[7].
Hoy en día, muchas personas que no cuentan con el dogma ni los ritos de una iglesia se ven envueltas en esos «procesos… inconscientes… (que) tienen que ver con el inevitable desarrollo de la conciencia». En sus sueños llegan a una frontera o a un puerto; se encuentran en Vancouver o en San Francisco, o ven la ciudad de Buffalo sumergida en la oscuridad al otro lado del río. Posiblemente algo les impida cruzar. Tal vez hayan perdido su documento de identidad o lleven demasiado equipaje. En algunos casos, llegan a un lugar por el que sienten mucho cariño (la frontera y el punto de unión entre el mundo profano exterior y el espacio sagrado interior) y algún problema les impide entrar. No pueden atravesar el nuevo mundo. Tienen que ir al lavabo, pero hay una larga fila delante de ellos o alguien trata constantemente de adelantarse.
La cantante popular Madonna en Desesperadamente en busca de Susan.
¿Qué sucede cuando todo lo racional que hay dentro de nosotros dice «suelta las amarras» mientras todo lo emocional dice «no puedo hacerlo»? ¿Qué puede hacer una viuda con la extenuante sensación de pérdida que le dejó la muerte de su esposo seis años atrás? ¿Qué puede hacer un hombre que extraña a su mujer, que lo abandonó hace cuatro años? ¿Qué puede hacer una madre con el dolor paralizante que siente desde la muerte de su hija hace dos años? ¿Cómo se puede volver a canalizar el amor en cauces nuevos y creativos? ¿Cómo volvemos a abrirnos a lo que trae consigo cada nuevo día? ¿Cómo volver a ser virgen nuevamente? Aunque quizá esto se podría expresar mejor de otra manera: ¿cómo podríamos convertirnos en vírgenes? Ésta es la pregunta fundamental que se plantea cuando se considera la posibilidad de celebrar un rito individual porque, a menos que tengamos la fortaleza de una virgen, los ritos privados, al igual que los colectivos, pueden degenerar hasta convertirse en una pérdida total de conciencia o, peor aún, pueden revelar la existencia de un demonio colectivo en su centro. Estos ritos pueden terminar en una reacción histérica y la desintegración de la estructura del yo.
Para mí, el arquetipo de la virgen es ese aspecto de lo femenino que se encuentra en el hombre o la mujer, y que tiene tanto la valentía para ser como la flexibilidad para irse transformando constantemente. Por estar arraigada en los instintos, la virgen tiene una relación muy afectuosa con la Gran Madre Tierra, pero no es la Gran Madre. El hombre y la mujer que pueden establecer una relación consciente con este arquetipo no confunden maternidad con feminidad ni se ven limitados por el contenido inconsciente que proviene de su propia madre. Ambos han conocido la alegría y el dolor de ir separando día a día los granos de sus valores afectivos para comprender quiénes son en realidad, y no dejan de hacerlo. Tienen suficiente valor y flexibilidad para dejar que el espíritu penetre en ellos y para hacer consciente el fruto de esa unión.
La separación de los granos es un proceso cotidiano que exige una honestidad a toda prueba y que nos permite ir descubriendo, grano a grano, nuestro ser. El verbo latino esse significa «ser»; por lo tanto, al descubrir nuestro ser descubrimos también nuestra esencia. Si hemos vivido siempre haciendo cosas, sobre todo cuando el hacer ha sido una forma de huir del ser, porque se considera que el ser equivale a «la nada», ese proceso supone un esfuerzo extraordinario.
La virgen y el Niño, de Miguel Ángel. (Galería Uffizi, Florencia.).
Nos preguntamos una y otra vez «¿qué sentí en esa oportunidad?; qué sentí, no cuáles fueron mis emociones». Las emociones pueden dar apoyo a lo que se siente, pero son respuestas afectivas que dependen de los complejos, reacciones momentáneas a una determinada situación. Los sentimientos determinan si algo tiene valor para mí. ¿En qué estoy dispuesta a invertir mis energías? ¿Qué ha dejado de tener valor para mí? ¿Qué sentí en realidad cuando hoy me alabó el jefe? Siempre me han gustado sus alabanzas, pero hoy sentí que me estaba diciendo «Sé buenita. Pórtate bien. No me molestes». ¿Por qué me siento deprimida? (Retrocedo hasta llegar al punto en que traicioné mis sentimientos y usé mis energías en mi contra). ¿Es posible que mi amante no sea el hombre que yo creía que era? ¿Es capaz de verme en realidad? ¿Estoy proyectando en él al hombre que hay en mi interior? ¿Lo estoy obligando a hacerse responsable de las capacidades que no he desarrollado? ¿Estoy tratando a mi cuerpo tal como mi madre trataba al suyo? ¿Pienso como lo hacía mi padre? ¿Cuándo reacciono a ciegas como ellos? ¿Cuándo sigo reaccionando como una niña? ¿La ira sale de mis entrañas o de la cabeza? ¿Es una ira femenina o la ira del animus? (La ira femenina purifica; la ira del animus me hace sentir tensa). Guiándonos por la respuesta del inconsciente que se da a conocer en los sueños, vamos diferenciando un grano de otro, una pregunta tras otra, hasta descubrir nuestra verdadera voz.
En su estudio titulado The Incest Taboo and the Virgin Archetype, John Layard aclara que, en su origen griego o hebreo, el término «virgen» no era sinónimo de «casta». Refiriéndose a la Virgen María y a las madres de otros héroes divinos, Layard dice:
Aparentemente, para ser virgen en el sentido mitológico una mujer tiene que concebir un niño fuera o antes del matrimonio. …
¿Qué significado le damos entonces al término «virgen»? Podría ser útil analizar aquellos casos en que el término no tiene una connotación sexual directa. Cuando hablamos de una «selva virgen», nos referimos a un lugar donde los poderes de la naturaleza no han sido limitados ni rozados por la mano del hombre. Pero podemos considerar la selva virgen desde dos puntos de vista diametralmente opuestos. Podemos pensar en ella desde el punto de vista del pionero que se dedica a la agricultura y que la considera como algo que se debe destruir y arrancar de raíz cuanto antes; también podemos considerarla desde el punto de vista del amante de la naturaleza, que la admira como suprema expresión de la naturaleza preñada y que se opondrá a los más esclarecidos esfuerzos por destruir su belleza primitiva que puedan hacer el agricultor o el constructor y que, de hecho, la trataría como un lugar sagrado inviolable. La primera actitud representa «la ley y el orden»; la segunda representa «lo natural». Se trata de dos principios opuestos, ambos válidos: la ley humana al parecer en abierto conflicto con la ley de Dios. No obstante, lo que llamamos «virgen» es precisamente la ley de Dios; la ley, que no reconoce límites, de la naturaleza preñada y todavía caótica. Y lo que llamamos «la ley y el orden» es la limitación de ese caos.
Por lo tanto, en ese sentido el término «virgen» no significa «castidad» sino precisamente lo contrario, la naturaleza preñada, libre y sin control, lo que en el plano humano equivale al amor fuera del matrimonio, que se contrapone a la naturaleza controlada, al amor dentro del matrimonio, a pesar de que, desde el punto de vista legal, la relación sexual dentro del matrimonio es la única que se considera «casta».
Como veremos más adelante, esta afirmación nos deja en medio de una paradoja que solamente se puede superar si a) consideramos toda la historia bíblica de la virgen que dio a luz exclusivamente como una alegoría, aunque la Iglesia no esté de acuerdo y afirme que se trata de un hecho histórico único; o b) integramos los dos puntos de vista, reconociendo que los instintos aspiran a transformarse en espíritu y que la virgen que dio a luz es el supremo ejemplo de esa transformación, es decir que la feminidad de Nuestra Señora era tan íntegra y estaba tan unida a Dios que fue capaz de autorreproducirse[8].
Si somos capaces de hacer añicos las viejas lentes y observar el significado simbólico de la Virgen María sin los prejuicios que le han impuesto siglos de historia eclesiástica, podemos comenzar a comprender el significado que tiene el arquetipo de la virgen. Si eso fuera imposible, podemos darle otros nombres: Leda, Danae, Semele o el nombre de cualquier otra mujer que haya sido seducida por un dios. También tenemos que ampliar nuestros conceptos de «casta», «pura» e «inmaculada». Tenemos que recordar que el contenido simbólico de un mito, incluso del mito cristiano (no en términos religiosos, sino mitológicos), tiene sus raíces en la psique humana. Desde un punto de vista mítico, la concepción de María fue inmaculada (lo que no ocurría en el caso de las doncellas griegas que la precedieron). Ana, la madre de María, era una mujer madura que, temiendo ser muy vieja para tener hijos, se puso a meditar y recibió la visita de un ángel. En respuesta al ángel, Ana prometió: «Tan cierto como que el Señor, mi Dios, vive; si yo doy a luz un hijo, sea varón, sea hembra, lo llevaré como ofrenda al Señor, mi Dios, y permanecerá a su servicio todos los días de su vida»[9]. Según esa tradición, la virgen, al igual que el niño divino, nace del espíritu.
La fortaleza que demuestra la virgen en la meditación es esencial en los ritos individuales. Sin esa fortaleza, el yo puede volverse arrogante, luego sentirse confuso y, por último, puede correr el riesgo de negarse a ser el cáliz de la voluntad divina. Para sobrevivir como paria hay que tener la fortaleza necesaria para mantenerse solo, confiando en la propia verdad. El reflexionar con el corazón no es una aventura sentimental para la Diosa. La mujer moderna puede aprender mucho de los errores cometidos por las vírgenes que describe Marión Zimmer Bradley en The Mists of Avalon. Aferrándose con fanatismo a sus ideas, tejiendo sus telas y confabulando contra sus hombres, esas vírgenes sabotearon sus propias vidas por negarse a abrir los ojos a una imagen más amplia. Morgana se entrega en cuerpo y alma a lo que según ella es la voluntad de la Diosa (aunque se opone a sus valores afectivos) y, después de dejar a su paso un rastro de muerte y destrucción, reconoce con resignación que «los dioses nos mueven a su antojo, sin importarles lo que creemos que estamos haciendo. No somos más que sus peones»[10]. Morgana no se atreve a pensar que tuvo la posibilidad de elegir, porque todo el daño que ha causado puede hacerla enloquecer. Los ritos celebrados en honor a la Diosa pueden provocar una irrupción de energía arcaica y el yo de los participantes debe tener la fuerza necesaria para respetar su posición con respecto a ella. De lo contrario, con la arrogancia que da el poder, se concentran solamente en lo que desean y en lograrlo por medio de la magia. En eso consiste la brujería, que se encierra en su posesividad egoísta. Tanto en el hombre como en la mujer, la feminidad madura está arraigada en la Diosa y se deja guiar por ella, pero ha creado su propia escala de valores. Sabe cuál es su auténtica verdad y tiene la valentía de defenderla y de actuar coherentemente con esa verdad, que surge del perpetuo ahora del «soltar amarras».
Cuando tenemos la fortaleza suficiente para entregarnos a la energía transpersonal sin que nos destruya ni nos domine, los ritos pueden ayudarnos a reconocer el significado espiritual de actos que, de lo contrario, quedarían en el inconsciente. La clave se encuentra en el símbolo. A través de la imagen simbólica, los opuestos se unen, la conciencia recibe nueva vida desde el inconsciente y nos vinculamos con nuestro ser esencial, con nuestra plenitud personal, con nosotros mismos como seres a la vez humanos y divinos. Si, como ocurre en los ritos compulsivos, no se puede mantener la concentración hasta que aparezca el símbolo conciliador, los opuestos se alejan aún más y el participante no se pone en contacto con lo divino que hay en su interior, sino que se hunde aún más en la inconciencia. Aunque en un comienzo comprendamos apenas vagamente el significado y el valor afectivo de una imagen, sabemos lo importante que es para nuestra autocomprensión.
La entrega a un rito exige una concentración absoluta (lo que no ocurre en el caso de la posesión). La concentración canaliza la energía hacia la conciencia e impide su regreso inconsciente a los instintos. Cuando el yo aprende a dejarse guiar desde dentro, la relación con las imágenes internas pasa a ser un aspecto natural de la conservación de la vida. En su interior descubre un mundo que tiene un orden propio, un mundo que se manifiesta de acuerdo con leyes muy distintas de las que rigen el mundo de lo transitorio. Allí cada minuto es nuevo, cada minuto es ahora. Nada es inmutable. Lo que está bien en un determinado momento puede estar mal en el que le sigue. El proceso de aprendizaje para responder física y psíquicamente a ese mundo es un proceso constante, que consiste en escuchar el diálogo interior y permitir que una flor se vaya abriendo, pétalo a pétalo, en el corazón.
Imagen del «símbolo conciliador» pintada por Mindy Vosseler.
Algunos de mis pacientes tienen graves trastornos relacionados con la alimentación, que van unidos a ciertas conductas rituales compulsivas. Una y otra vez, se sienten inclinados a celebrar ritos solitarios en los que, sintiendo fascinación y rechazo por la comida como objeto ritual, quedan atrapados en una expectación aplastante que los lleva a comer, comer y vomitar, o robar comida y esconderla. Sus hábitos tienen muchos elementos rituales: platos, vestimentas, repetición de gestos y, lo que es más importante, la compulsión a entregar el yo a una fuerza impulsora interior que metafóricamente los aleja del mundo del pan con mantequilla, pero que literalmente los sumerge en él.
Los granos, la miel y la leche son los alimentos tradicionales de la Diosa; también son los alimentos que suelen comer quienes se entregan a la mayoría de los ritos que consisten en hartarse de comida y en los vómitos que acompañan a la bulimia. Detrás de la conducta compulsiva ante la comida puede ocultarse un deseo de absorber a la Diosa; de compensar una actitud cotidiana racional y de obsesionante actividad. En algunos casos, la actitud compulsiva puede tener su origen en otra compulsión, más peligrosa todavía: la compulsión de dejarse llevar por el amado espíritu masculino (en muchos casos simbolizado por la luz), que los aleja de ese mundo real que sólo les despierta indiferencia. Hechizados por el mundo espiritual y con la euforia del hambre, también pueden empezar a comer en forma compulsiva. Es como si la Diosa les impidiera convertirse en espíritu puro y dejarse arrastrar por la muerte que los espera. Aunque el deseo de escapar sea enorme, la Diosa los hace volver a la realidad, a las obligaciones mundanas del trabajo, a las cuentas por pagar, a los ensayos que hay que escribir… y a la comida que hay que devorar. En su aspecto negativo, la Diosa puede hacerlos caer en un letargo absoluto, que es otro tipo de muerte. La compulsión, con sus ceremonias rígidas y reiteradas, impide que la víctima observe lo que ocurre desde una perspectiva más amplia. El rito profano se convierte en una parodia del rito sagrado. La conducta compulsiva, que originalmente representa una búsqueda de sentido espiritual, termina por convertirse en una identificación con el aspecto sombrío del arquetipo materno. Los vómitos de la bulimia pueden ser un intento por destruir esa identificación y regresar a lo espiritual.
Si la persona adicta no se deja dominar por el objeto ritual, sino que, por el contrario, toma conciencia del símbolo que encierra, es posible cambiar de dirección la energía que está destruyendo al yo a través de su sujeción a un falso dios o una falsa diosa, de tal modo que la energía pueda elevarse creativamente al plano de lo trascendente. Si el yo tiene una sólida estructura de apoyo, se puede dar a la energía liberada del impulso destructivo nuevos cauces que enriquezcan el sentido de la vida.
A través de los ritos, los seres humanos pueden liberarse de los impulsos exclusivamente instintivos del inconsciente. Cuanto más conscientes somos, más reconocemos que no estamos obligados a vivir solamente a nivel de los instintos. No tenemos que vivir poseídos ni por los instintos ni por el espíritu. La posesión nos impide ver nuestras imágenes; así es como destruye el alma y nos abandona en el reino inhumano donde sólo existe materia o espíritu. La función de las imágenes es evitar que el espíritu o la materia nos dominen. Las imágenes nos permiten vivir en un mundo intermedio, el mundo en el que vamos creando nuestra alma, el mundo de los ritos. El rito es el paso del alma a través de imágenes que tienen cualidades espirituales y materiales, pero que no pertenecen al espíritu ni a la materia, ni están dominadas por ellos.
Lisa era una profesional de 35 años que llevaba tres años en psicoanálisis. Gradualmente, había llegado a bajar algo más de treinta kilos y quería bajar unos veinte más. Por haberse dedicado exclusivamente a sus estudios y a su profesión, nunca había tenido una relación íntima con un hombre. Había hecho un enorme esfuerzo por liberarse de la relación incestuosa con su padre y de la ira contra su madre. Aunque ya no se sentía avergonzada por su cuerpo, el contacto físico con un hombre le despertaba tal terror y desesperación que la dejaba paralizada, rígida e incapaz de expresarse. A continuación, se ponía a comer hasta la saciedad. Lisa necesitaba el consuelo de la comida, tragar cosas dulces para luchar contra la irrupción de ira y de temor. Lo que es más, sentía terror ante la posibilidad de renunciar a su cuerpo macizo, su refugio, su armadura, su eterna excusa por todo lo que le habían negado. Sus sueños empezaron a girar en torno a sus primeros años de vida, a la época en que había abandonado a su niña creativa. Le aparecieron sarpullidos en todo el cuerpo, tenía un dolor persistente en la zona lumbar. Lo más sorprendente eran las náuseas que sentía cada vez que comía chocolate con una actitud de desafío. Sin embargo, tenía terror de soltar amarras.
Lisa se iba acercando a su umbral. El sarpullido le decía que debía desprenderse de la vieja capa de piel, como una serpiente; la zona lumbar estaba cansada de soportar el peso de su cólera; el estómago sentía que el chocolate era un veneno. Sus sueños le pedían que regresara a recuperar su creatividad abandonada. Estaba cada vez más cerca del punto en el que probablemente encontraría su feminidad. Si dejaba pasar esa oportunidad, posiblemente volvería a subir todos los kilos que había bajado.
Y, de hecho, habría perdido la oportunidad si no hubiera sido por los preparativos realizados durante meses. Tanto Lisa como su medio cultural estaban convencidos de que la dieta que estaba siguiendo la acercaba a su salvación. Pero había una voz interior que no estaba de acuerdo. «¿Qué va a pasar si adelgazo, qué va a pasar si de todos modos no vale la pena vivir? Este es el último ¿y qué…?». Era la última valla. Lisa se estaba enfrentando a la pérdida de la ilusión que la había alimentado toda la vida. El temor podía intensificarse hasta llegar al pánico, un pánico difícil de comprender porque al parecer estaba logrando exactamente lo que se había propuesto.
En otros capítulos de este libro describo los preparativos físicos y psíquicos para atravesar el umbral. Ahora prefiero concentrarme en el terror de renunciar al cuerpo conocido. Para quien no ha vivido en un cuerpo que no responde a las normas sociales es difícil entender esa angustia. Es más fácil comprender el dolor de un hombre rico ante la pérdida de su fortuna o la desesperación de una mujer de alta sociedad que se vuelve alérgica al maquillaje. Estas personas actúan dentro del marco de los valores sociales. Pero ¿qué ocurre con la persona que nunca ha compartido los valores de la sociedad porque su cuerpo la ha obligado a desarrollar valores propios? Ante el rechazo de los demás, el dueño de ese cuerpo se ha ocupado de él de una manera u otra. Abandonarlo sin enfrentar conscientemente el dolor que ello produce es como abandonar a un niño retardado. Además, cualquiera haya sido su forma, el cuerpo no ha dejado de ser el personaje principal de casi todas las decisiones. La pérdida de ese motivo constante de preocupación da cabida a una difusa angustia. El liberarse de una compulsión es enfrentarse a un abismo.
Vivir dentro de un cuerpo obeso también tiene sus ventajas. Ya sea que la obesidad se deba al temperamento innato de la mujer, a su situación familiar o al rechazo de sus iguales, la mujer gorda tiene que desarrollar una fortaleza interior que le permita ir sola por la vida, junto con cierto desapego mordaz que simultáneamente la una al resto de la raza humana y la aleje de ella. Cómo influye todo esto en sus auténticos sentimientos y en su cuerpo es otro problema, pero al menos la mujer tiene cierta solidez psíquica. Secretamente, puede ser una Artemisa (la virgen cazadora, indomable, libre y esquiva) o una Atenea (la virgen idealista, sensible, dinámica, líder solitaria que lucha por una causa). Éste es el otro aspecto de la virgen, que también es retraída, esquiva, inmaculada, y que aún no ha despertado a su sexualidad. Un cuerpo obeso es la armadura de Atenea, la flecha de Artemisa. Renunciar a ese cuerpo es perder las defensas. En la conciencia acostumbrada a su orgullo solitario irrumpe un nuevo torbellino de preguntas: ¿quiero formar parte de la masa?, ¿tengo algún interés en las intrigas sexuales de Afrodita?, ¿quiero andar preocupada de mi busto o de los últimos productos de belleza?, ¿cómo podría comprometerme con un hombre?, ¿voy a rebajarme a tener los celos de Hera? Cuando veo cómo se arruinan la vida las Heras y Afroditas, me parece que no estoy tan mal. Quiero ser libre.
La mujer que llega ante este umbral se enfrenta a la paradoja de la virginidad. Un aspecto de ella se aferra a la inocencia inferior de la virgen inconsciente; otro aspecto anhela la inocencia superior de la virgen madura, tan segura de sí misma que puede ser conscientemente vulnerable. La incorporación del aspecto de ramera de la virgen —de la vagabunda para la que no hay un sitio en la posada— equivale a decir SÍ al cuerpo, SI a las pasiones, a un nivel que el espíritu descarnado desconoce. Lo que permite a una mujer sentir amor por su cuerpo es la energía femenina pura, esa energía que la hace vibrar desde la planta de los pies hasta la coronilla. No posee ni la poseen y su fortaleza reside precisamente en su vulnerabilidad ante el amor, la vida y los demás. Es la energía de la ramera sagrada que se entrega a la Diosa y se deja inundar por el espíritu femenino. En la relación sexual, el hombre que se entrega a esa energía vuelve a nacer. El Yang se une con el Ying, el Ying se une con el Yang; en su interrelación, los dos renacen y adquieren nuevas fuerzas. La virgen embarazada, iniciada en lo femenino sin perder su virginidad, se da a luz a sí misma y da a luz al hombre y a toda la creación, a un nuevo mundo que irradia una nueva luz. Luego se produce la separación y cada cual vuelve a su fuente.
Paradójicamente, la aceptación de la inocencia superior hace que el cuerpo cobre vida. La inocencia inferior se aterroriza ante el cambio, ante la fertilidad y el crecimiento. Ante cualquier umbral, su reacción es decir «¡no!». Si no se enfrenta conscientemente esta reacción, la respuesta ante el umbral que puede conducirla a la vida será decir «¡jamás!». Cuando el destino empieza a llamar a la puerta, a través de sueños y de síntomas, la celebración de un rito puede responder a una necesidad interna. La sensación de llevar consigo un peso que ya no hay que seguir arrastrando se hace cada vez más insoportable. Lo que ha sido ya no existe; el futuro es desconocido. Las personalidades compulsivas tienen dificultades para cambiar el curso de la energía, incluso cuando reconocen que sus ritos habituales se han vuelto estériles. Han invertido caudales de energía psíquica en un objeto o en una persona, de modo que no es fácil soltar amarras y dar una nueva orientación a la vida sin crear un nuevo falso dios. En realidad, es imposible hacerlo a menos que la persona reconozca que la energía regresiva ha llegado a ser destructiva y que conviene reorientarla hacia nuevas expresiones creativas.
No es lo mismo volver al útero para destruir el yo que regresar a él para ocuparse de las semillas. Esto es lo que distingue la regresión infantil de lo que Jung llamó reculer pour mieux sauter, dar un paso atrás para saltar mejor[11]. Siempre caminamos con inseguridad sobre la angosta línea divisoria que hay entre la compulsión y la creatividad, porque las dos tienen el mismo origen. Cuando el yo es tan vulnerable, es decir tan consciente y tan fuerte, que puede entregarse al poder curativo de la nueva vida que trata de irrumpir, el rito permite que se produzca la conexión. Pero para ello tiene que haber llegado el momento adecuado.
Si se reconoce la posibilidad de que lo humano y lo divino se crucen en la vida diaria, el rito no resulta extraño. En las culturas más antiguas siempre se reservaba un lugar para los dioses en el umbral y junto al fuego, como también en otras partes del hogar. Nos demos cuenta de ello o no, en nuestra vida van levantándose altares y los altares inconscientes invitan a acercarse a los demonios. La nevera puede ser un frío altar para un dios insensible. Los altares que creamos conscientemente ofrecen un cauce a la irrupción de energía espiritual. Tenemos que encontrar un lugar adecuado en nuestro ambiente para convertirlo en un litio sagrado donde podamos concentrarnos.
Cuando Lisa sintió que se estaba acercando el momento adecuado, tomó tres días de permiso en el trabajo además de un fin de semana largo. Aunque tenía escasos conocimientos teóricos sobre los ritos, se dio permiso para hacer lo que su interior le dictara. Se quedó a solas en su apartamento. Desconectó el teléfono. Ayunó. Se dio un baño y se puso ropa limpia. A continuación, eligió un objeto para el sacrificio: el hermoso velo que había usado su madre el día de su boda y con el que Lisa había jugado con reverencia en su infancia, el velo que en realidad le había impedido casarse y dejar atrás las cadenas que habían mantenido prisionera a su madre. Lisa dejó el velo en su pequeño altar. Cada vez que pasaba cerca de él, sentía que se le paralizaba el corazón ante la idea de perderlo. Pasó largas horas escribiendo en su diario sobre lo que su cuerpo había significado para ella, sobre su padre, su madre, su hermano. Reflexionó sobre lo que iba a sacrificar: sus ilusiones de grandeza, su necesidad de ejercer control, su orgulloso aislamiento. Lloró. Se permitió sentir dolor por la persona que había sido. Limpió las alacenas. Pensó. Volvió a escribir. Bailó. Lavó y enceró el suelo. Al hacer todo eso, seguía dando vueltas en torno a la necesidad imperiosa de dejar morir a la Lisa infantil. Mientras escribía en su diario, fue tomando conciencia de ese dar vueltas.
¿Puedo dejarla morir? Ya está muerta. La verdad es que ya está muerta. Comer hasta hartarme ya no me pone eufórica. No ahoga el dolor. Se ha convertido en algo que destruye mi alma, en una autotraición, en algo que me distrae y no me deja asumir mis responsabilidades ante mí misma.
Me obliga a enfrentarme a la desesperación que siento por haber dejado de respetarme. Sin embargo, sigo tratando de conquistar los extremos, todo o nada. Siento que ésa es la verdadera energía.
Pero el terror, el terror de vivir con ella, el terror de vivir sin ella. ¿Qué puedo hacer? Si me guío por lo que realmente quiero, tendría que volver a estudiar en la universidad. No tendría dinero. Tendría que escribir interminables ensayos. Tendría que alejarme de algunos de mis amigos, que se sentirían traicionados. Creen que me conocen, pero no me conocen. En realidad, tenemos poco en común. No soy la persona que finjo ser. Antes me sentía sola. Ahora sí voy a estar sola. No voy a tener a nadie.
Y mi pobre cuerpo. Cada vez que me tiendo en el suelo, se contrae en posición fetal. Se pone rígido, no deja entrar nada. Es obstinado y se resiste. Siempre ha sido así; nunca va a ser distinto. Es mi destino. He tratado y tratado y tratado de que pasen cosas. Nunca pasa nada. Ya he dejado de esperar que pase algo. Es una derrota, una derrota, ¡una derrota!
Obligo a abrirse a mis piernas y mis brazos. Golpeo en el suelo. Tengo miedo de mi propia ira. ¿Qué es esta contracción que me hace encogerme así? No puedo abrirme. Lloro, pero este llanto es diferente. Es el llanto de una niñita que solloza desde el fondo del corazón con un dolor sin límites. ¡Está tan sola…!
¿Qué quiere esta niñita? No puedo seguir odiándola. Mi odio la hace sollozar hasta ponerse histérica. Cuanto más solloza, más la odio. Tengo que escucharla. Quienquiera que yo sea, esta niñita es parte de mí. ¿Quién soy? ¿Ya tengo edad para ser responsable de mí misma? Sólo tengo 35 años. ¿Quiero ser responsable?
Lisa escribió las respuestas que podía dar entonces a esas preguntas y las comparó con sus antiguas respuestas. Pintó imágenes que exigían mucho color y las dejó irse transformando con su propia vehemencia. Luego la sorprendió una voz femenina madura que le arrebataba la pluma.
Tienes que decidir a quién vas a servir. ¿Sigues aceptando tu condena a muerte? ¿Sigues limitada por el complejo que trató de privarte de tu juventud y que nuevamente va a tratar de hacerlo? Tienes que decidir si lo que has estado escribiendo es real o es una fantasía. Reconoce tu posición. ¿A qué diosa estás adorando? ¿Te guías por las leyes o por lo espiritual? ¿Vas a seguir encadenada o eres un ser libre? ¿Puedes empezar a vivir con autenticidad? ¿Morir así? La mayor parte de lo que has escrito ya no tiene sentido. Ahora eres responsable ante tu nueva vida.
Lisa se esforzó por escuchar la voz de la niña abandonada y recibió dos respuestas.
Soy tu cuerpo. Mamá no me quería. Me acurruqué en su útero, tratando de quedarme lo más quieto que podía. Tenía un miedo espantoso de que me expulsara. Sobreviví al desgarro del nacimiento. No se alegraron cuando nací. Si hubiera sido un niño, todo podría haber sido distinto. Mis padres bautizaron a mi hermano con el nombre que habían elegido para mí. Yo trataba de no molestar. Vivía con miedo de que me mataran, así que hacía todo lo posible por que me quisieran. No quiero vivir porque nadie me quiere. Siempre me han odiado. Los que me odian no dejan de castigarme por un crimen del que no sé nada. Como si el solo hecho de vivir fuera un crimen. Me castigan simplemente porque existo. No me alimentan cuando tengo hambre. No me dejan descansar cuando estoy cansado. Me obligan a quedarme quieto cuando necesito moverme. A veces me dejo llevar por la libertad, pero sé que no dura mucho. No sé quién me está haciendo esto, pero sé que debe odiarme. No sé por qué me odian. Este castigo terminaría si dejara de existir. Estoy cansado de que me castiguen por un crimen que nunca cometí. ¡NO SOY CULPABLE!… Nadie me escucha. Quiero morir porque me han condenado a prisión perpetua por un crimen que nunca cometí.
A continuación, Lisa escuchó otra voz:
Lisa, Lisa, escúchame. No entiendes. Ésa es la voz de mi desesperación. Quiero vivir. Soy tu alma. Cuando digo que no quiero vivir, quiero decir que no quiero vivir así, sin cuerpo. No quiero vivir como un fantasma. He sido el reflejo de tu madre. De tu padre. Ellos me usaban para verse reflejados en mí. No podía entrar en tu cuerpo, porque no soportabas el dolor del rechazo de tu madre y la posesión de tu cuerpo por tu padre. Nunca te perteneció, pero ahora estás consciente de su angustia. Tú y yo, las dos juntas, podemos quererlo y darle vida. Soy inmortal. Nunca muero, pero tengo que tener un hogar. Para crecer tengo que ver, escuchar, saborear, oler y sentir.
Por primera vez en su vida, Lisa no sintió ira ante su cuerpo. Descubrió que se había instalado dentro de él y que escuchaba a su alma desde dentro. El cambio y el reconocimiento eran extraordinarios; Lisa se dio cuenta de que toda la vida había seguido los pasos de su sombra. Su verdadero yo no había vivido nunca.
El ritmo de esos días solitarios se iba acelerando a medida que se sentía más cansada y más consciente. Una parte de ella trataba de evitar el rito, pero otra se iba acercando inevitablemente a él. Así se convirtió en lo que Víctor Turner llama «una entidad liminar».
no está en ningún lugar, sino a horcajadas de lo dispuesto por la ley, las costumbres, las convenciones y lo ceremonial. Las características ambiguas y difusas de esta entidad se expresan a través de una amplia gama de símbolos en las numerosas sociedades que celebran con ritos los procesos sociales y culturales de transición. Lo liminar se compara comúnmente con la muerte, con estar dentro del útero, con la invisibilidad, la oscuridad, la bisexualidad, con un yermo y con un eclipse solar o lunar[12].
Aunque no comprendía del todo lo que estaba haciendo, Lisa dejó que los instintos sirvieran de guía a su cuerpo y que los arquetipos determinaran su ritmo psíquico. Sabía que su orden interno, con el que se sentía en contacto y en el que confiaba, la protegía de una irrupción de energía espiritual demasiado potente o demasiado rápida. A medida que dejaba alejarse al viejo mundo, un nuevo mundo empezaba a surgir. La conducta ritual inconsciente relacionada con su hábito compulsivo de comer se transformó en una toma de conciencia de lo que estaba tratando de hacer. Esto la llevó a entregarse a la energía transpersonal que le daba apoyo y la guiaba de una manera que nunca había imaginado.
Ya a la quinta noche la energía había llegado a su punto culminante. Lisa tiró a la basura el vestido ritual que usaba siempre que se ponía a comer en exceso, encendió algunas velas y empezó a bailar, moviéndose en círculos que iban creando un espacio sagrado. Había hecho todos los preparativos para celebrar su rito personal. Acercándose a las imágenes de su mundo interior y recorriéndolas una a una, llegó finalmente al momento del sacrificio. Era a la vez sujeto y objeto del sacrificio, oficiante y víctima. Sacrificó a la antigua Lisa. Mientras quemaba el objeto ritual, el velo que había usado su madre el día de su boda, vio aparecer a la niña abandonada. La tomó en brazos y se sentó en el suelo, acunando su cuerpo como habría acunado a un verdadero bebé. Luego abrió todo su cuerpo a nuevas posibilidades. Apagó las velas y durmió. El amanecer del nuevo día no fue dorado, pero sí luminoso.
Esta no es nada más que la estructura de un rito. Es imposible describir el poder transformador del amor expresado en el rito. Ahí reside el misterio. La capacidad de alimentar al hijo espiritual y de darle afecto marcó el comienzo de una nueva vida para Lisa. Acababa de nacer como mujer.
Meses más tarde, Lisa soñó que miraba el cielo estrellado. Una aurora boreal iba extendiendo con gran rapidez velos de fina gasa desde el horizonte hasta la bóveda celeste. Mientras miraba, los velos se abrieron y apareció la imagen de Sofía con la cabeza cubierta de estrellas, moviendo su cuerpo vigoroso al ritmo de la luz, agitando con las manos los velos que la rodeaban mientras se iba esfumando. En el cielo, remolinos de luz. Nuevamente se abrieron los cortinajes y apareció Sofía sentada, con su cuerpo delicado envuelto en un jamete blanco, esfumándose ya entre otros velos, fundiéndose ya en otra tenue imagen.
Una visión como ésta puede servir de contrapeso al desprecio que siente una mujer por su feminidad, por considerarla densa, sombría, imperturbable, prosaica. La diosa que aparece en el cielo rodeada de un resplandor plateado, moviéndose constantemente pero siempre serena, hace pensar en la esencia espiritual de la feminidad. Negándose a estar quieta, esta reina de la noche con su diadema de estrellas juega en torno a la imaginación, en la imaginación y con ella, y llena de luz la oscuridad, como un puente entre el cielo y la tierra.
Por su naturaleza, la mayoría de los adictos se relacionan con lo transpersonal, ya sean ángeles o demonios. Si se trata de demonios, los impulsos autodestructivos se hacen evidentes. Si son ángeles, tarde o temprano su yo tiene que someterse al fuego de la transformación y, en ese caso, su voraz energía de lobo puede transformarse en una insaciable pasión por la vida, en la que la inteligencia y el poder del lobo se ponen al servicio del dios sol Apolo (el dios al que pertenecen los lobos). Los ritos exigen disciplina y concentración cuando el participante se empeña en desenterrar lo consciente del inconsciente, lo que ofrece a la libido el cauce que necesita para no ser absorbida por los instintos y por el caos del inconsciente.
La posibilidad de que se produzca un aborto es la amenaza más grave que puede cernirse sobre una transición. Hay que reconocer lo que se sacrifica, reconocer su pérdida y guardar duelo durante todo el tiempo que sea necesario, antes del entierro definitivo e irrevocable. El entierro representa la transformación de la identificación subjetiva en hechos objetivos, la separado del proceso alquímico. Siempre existe la posibilidad de que los hábitos obsoletos resurjan y, cuando eso ocurre, suelen ser aún más rígidos y más intrascendentes que nunca. Pero cuando la profunda sutileza capaz de responder a la energía nueva y diferente está a punto de surgir, es posible desencadenar el dolor que se ha convertido en desesperación y encauzar su energía hacia las fuentes vitales de la renovación. Hay que reconocer de inmediato esta energía latente para permitir que fluya.
La experiencia de Lisa es un buen ejemplo de un rito capaz de transformar la energía. Al liberarse de sus ritos compulsivos, se liberó también del terror de ser arrastrada por el torbellino del aspecto sombrío de la madre. Su propio esfuerzo la llevó hasta el punto de entrega, al vacío, a un útero dispuesto a ser fecundado por el espíritu, dispuesto a dar a luz a la imagen transformadora. Gracias a sus conocimientos de yoga, Lisa le exigió un esfuerzo más a todo su ser, luego dejó en libertad la nueva energía y le dio entrada. Manteniéndose junto a su cuerpo hasta sus límites más remotos para luego soltar amarras, Lisa ayudó a la naturaleza y al espíritu al darse permiso para nacer. Su sacrificio se tradujo en perdón: el sentir amor por su cuerpo, que había considerado hasta entonces como su enemigo, le permitió reconocerlo como su amigo. A través de su cuerpo herido, recuperó su alma abandonada. A través de su herida, tomó conciencia de su virgen interior.
Las ceremonias de iniciación de las tribus primitivas, las sectas secretas y la Iglesia católica generalmente se dividen en tres etapas: separación, transición e incorporación[13]. Bruce Lincoln considera que, en el caso de las mujeres, las tres etapas podrían definirse con más precisión como «encierro, metamorfosis (o crecimiento) y emergencia»[14]. La persona que entra en una etapa distinta de la anterior se convierte en un ser «sagrado» para los que permanecen en un estado profano. «Es esta nueva etapa la que exige ritos que finalmente incorporen al individuo al grupo y lo devuelvan a la rutina cotidiana»[15].
Por ejemplo, una mujer que queda viuda repentinamente pasa a ocupar un espacio sagrado, en tanto que sus amigos se encuentran en un espacio profano. A través del rito se convierte en un ser «sagrado»; está en un estado alterado de conciencia, en el que el yo se debilita y ella entra en contacto directo con el inconsciente personal y arquetípico. La choza en la que se aislaba al individuo en las tribus primitivas ofrecía la privacidad esencial para llegar a ese estado, un capullo en el que podía producirse la curación. Cuando nos arrojan súbitamente a un espacio sagrado —cuando dejamos de ser hija, madre o esposo—, ¿quién de nosotros no ha deseado con todas sus fuerzas, en medio de la confusión y el dolor, el digno aislamiento de una choza o un velo que proteja nuestra alma desnuda? El individuo primitivo o moderno al que se separa de la tribu se encuentra en un espacio sagrado, un espacio de transición que lo hace vulnerable a los dioses y los demonios, a la energía transpersonal que transforma su vida. Las personas que hoy en día celebran un rito a solas, en compañía de un amigo sensible o con un buen grupo de apoyo, tienen que reconocer el poder de esa energía.
El rito que celebró Bea en realidad fue un happening. Conscientemente, concentró toda su energía en la búsqueda interior mientras, inconscientemente, iba reservando un espacio para lo desconocido. No pertenecía a ninguna iglesia y su objetivo era encontrar su propio camino.
Bea tenía cincuenta y tantos años; era una mujer atractiva y eficiente, que mantenía un adecuado equilibrio entre su vida profesional y su vida personal. Cuando se dio cuenta de que su divorcio y sus fracasos sentimentales se relacionaban de alguna manera con su actitud psicológica, decidió empezar a psicoanalizarse. Después de un año y sin saber que todavía tenía por delante otro largo año de análisis, Bea escribió en su diario estas reflexiones:
Desde hace meses, casi desde hace un año, siento una enorme angustia, un estrés que nunca había sentido antes, una sensación de opresión que casi no puedo manejar. Esto afecta mi trabajo. También río menos. La casa me resulta insoportable, tan aplastante que apenas aguanto el encierro de las habitaciones. Al principio culpo a la casa, al trabajo, a este invierno tan frío. Después me doy cuenta de que no es la casa ni lo que me rodea. Estoy luchando con algo que hay dentro de mí. Entonces empiezo a bendecir la casa. Por la mañana temprano escucho una y otra vez la música que más me gusta. Lleno la casa de flores y voy de una habitación a otra como una antigua sacerdotisa. Finalmente la angustia cede un poco. Puedo concentrarme algo más, prestar más atención al trabajo, a mis hijos. Las nubes parecen más livianas. Duermo mejor. Sin embargo, casi no recibo invitados y no salgo mucho. Vivo sola y lo único que puedo hacer es estar sola.
Cuando voy a las sesiones de análisis, lloro. No estoy acostumbrada a llorar. No lloré cuando se acabó mi matrimonio ni cuando murió mi hijo. Ahora sí lloro. Luego vuelvo a sentir la opresión. Me siento aplastada por un peso que a veces es tan intenso que apenas puedo moverme. Lo siento en todas partes. Está en el fondo de mí. Es como una nube que me rodea, una nube espesa e invisible. No es nada, pero me aplasta. Trato de olvidar, de reír, de salir de donde estoy, de ir al cine, a conciertos. Me cubre como una capa, como un manto invisible. No puedo soportar el peso. Hago un esfuerzo. Estoy constantemente tratando de quitármelo de encima, le digo que desaparezca, hago todo lo posible por concentrarme para que desaparezca, para elevarme por encima de él o alejarme. Hago ejercicios. Pero no desaparece.
La tensión se empieza a reflejar en mi cara. Mi familia y mis amigos están preocupados. No estoy enferma, aunque a veces apenas puedo moverme. Me canso tanto que me cuesta creer que soy yo. … y yo era la mujer capaz de trabajar y de divertirme y de hacer muchísimas cosas. ¿Cuándo va a terminar esto?
Bea luchaba con absoluta perseverancia por ir eliminando lo que ya no le servía y por liberarse para vivir una vida plena. Valientemente, se iba despojando de las actitudes obsoletas y era tenaz en la búsqueda de su propia verdad. Un día, aproximadamente nueve meses después de escribir esas reflexiones en su diario, al salir de mi consultorio y ya en la calle, escuchó una voz interior (una voz que antes había bautizado como «la dama») que le decía: «Sígueme y te llevaré junto a Dios». El sobresalto la hizo detenerse; aunque no tenía ningún trastorno relacionado con la comida, decidió de inmediato que tenía que comer un pastel de cerezas. La aparición de la voz fue el comienzo de meses de agonía en los que todo parecía salir mal. Su brillante máscara se iba desintegrando poco a poco. Cada vez sentía más dudas con respecto a lo que «tenía» que hacer. Aparentemente, una fuerza extraordinaria la empujaba, pero su yo era bastante fuerte como para mantener la tensión, para intervenir en situaciones que parecían desastrosas y, colaborando con el sí-mismo, Bea llegó por fin a un nuevo nivel de comprensión espiritual. Siguió escribiendo en su diario:
Mañana es Domingo de Ramos. Fui de compras al mercado. Todos esos alimentos, la carne, el pescado, las verduras frescas, la gente, todo eso me distrae. Me siento bien. Luego vuelvo a sentir el peso con toda su fuerza. Entro en casa, subo las escaleras con todas las compras. Camino muy despacio y no pienso en nada. Entro a la cocina. Camino y me muevo como en un sueño. Dejo todas las bolsas en el suelo y en la repisa. Lentamente, todavía con el abrigo puesto, me voy arrodillando. No es suficiente. En alguna parte de mí me doy cuenta de que me estoy postrando por primera vez en la vida, aunque lo haya hecho antes. ¡Es eso! Lo que está pasando dentro de mí me hace postrarme. Es más fuerte, mucho más fuerte que yo. Muy lentamente inclino la cabeza y me sigo agachando. (No es un sueño. Es cierto. Es increíble). Apoyo la cabeza en las manos y me inclino más mientras sigo arrodillada, por supuesto, y desde lo más profundo de mí algo empieza a decir: «Ganaste tú. No puedo seguir haciéndolo sola. Dios mío, me rindo». Me inclino más. Me quedo así, en absoluto silencio, no sé durante cuánto tiempo.
Finalmente me pongo de pie. Me quito el abrigo y me siento en la sala. Así que es eso… Dios… hay algo más que yo. Soy parte de eso que se llama Dios y tengo que postrarme. Me siento tan impresionada que no me atrevo a levantarme. Es Dios en realidad, ¡Dios mío!
Me quedo en casa todo el día, impresionada. Es Dios, Dios dentro de mí, lo que me abruma y ante lo cual yo, Bea, tengo que postrarme. Me doy cuenta de que no he reaccionado ni sé nada todavía, pero a partir de hoy tengo que arrodillarme. Todos los días, o casi todos los días, incluso en el lavabo si así tiene que ser, en algún momento me pongo a rezar. Así que es Dios…
Al cabo de cuatro días muy tranquilos, en la mañana del Jueves Santo, Bea despertó aterrorizada después de tener el sueño que reproduzco tal como ella lo escribió:
Acaban de bombardear la ciudad donde vivía durante la guerra. Voy caminando por la calle con lo poco que tengo. Soy una mujer adulta. En el siguiente pueblo pasamos delante de un hospital donde hay pacientes (víctimas del bombardeo) desparramados en el pasto. Camino entre ellos y empiezo a aparentar que soy una enfermera que trabaja allí algunas horas al día. Incluso me pongo un pañuelo blanco en la cabeza. Decido alejarme sola.
De pronto todo se vuelve gris. Voy caminando por una calle, más bien por un sendero. Hay un edificio gris y cuadrado que no es de piedra ni ladrillo, sino de bloques grises. Hay puertas. En el sueño, sé que es una iglesia. Golpeo en la puerta, la abro y entro; hay personas enfermas, moribundas, ni una gota de aire. ¡Brrrr!
Salgo de la iglesia y desde adentro sale un lisiado (un hombre sin piernas). Tiene pantalones grises, un jersey gris. Caminamos. Me preocupa que no tenga piernas, es como una estatua incompleta apoyada en un pedestal, un pedestal cuadrado que se mueve. Cuando mueve las caderas, esa maldita cosa se mueve también. Es rarísimo. Camino cerca de él. Si me acerco mucho, llego a sentir el roce de su cadera contra la mía y me parece que es casi real, pero sé que no tiene piernas. Sin embargo, decido ignorar esa situación, supongo que por lástima.
Miro a mi alrededor. El hombre me lleva a un callejón y entonces vuelvo a mirarlo. Tiene la bragueta abierta y veo algo informe y sanguinolento, trozos de carne, trozos pequeños y trozos grandes de carne cortada y en pedazos. Es de color rosa, sanguinolenta, y se está masturbando. No veo un pene normal. Se me ocurre que debe estar ahí, en medio de eso. Sigue masturbándose, evidentemente le produce placer. Está ligeramente echado hacia atrás, así, en su medio cuerpo. Sabe que lo que está haciendo es como un insulto, pero le gusta hacerlo.
Empiezo a sentir repugnancia, pero también sé que quiero sentir que soy una niña buena y, a pesar de su estado desastroso, decido ignorar su situación. No sé muy bien por qué, pero también pienso que quizá debería hacerle el amor. Realmente es repugnante. Me da náuseas verlo, pero pienso que si me entrego a él, quizá no se dé cuenta de lo espantoso que es. …
De repente todo se vuelve negro. Sigo soñando pero todo es de un negro impenetrable. No pierdo la conciencia. Sé que hay una oscuridad total. Dura bastante tiempo esa negrura.
Luego empiezan a aparecer las luces, poco a poco, y allí, en el suelo, está Bea. Está hecha pedazos, totalmente carbonizada; su cuerpo es más pequeño que el mío, pero estoy segura de que ésa que está ahí soy yo, totalmente desintegrada, aplastada, rota, como un plato que se cae y queda hecho mil pedazos. Entonces me doy cuenta de que el hombre se ha ido y me despierto.
Dios mío, ayúdame.
«Nunca me había sentido tan angustiada», escribió Bea después. «Cuando mi vecina me vio, me preguntó si alguien había muerto. ¿Cómo podía explicarle quién había muerto? Vino una amiga. No podía estar sola. Me sentí tan débil hasta la Pascua que no podía moverme. ¡Me dolía tanto el alma…!»
El hecho de que el sueño transcurra después de un bombardeo hace pensar en la difícil prueba por la que tiene que atravesar la soñante en su iniciación. Bea era en realidad una niña cuando bombardearon la ciudad donde vivía, pero en el sueño es una mujer adulta; el impacto emocional del sueño evoca la experiencia que vivió en su infancia. «Tenía que saltar por sobre los cadáveres, pisarlos incluso, para llegar a una calle con sol», recuerda. «Así fue como llegué a la pubertad. Fui una adolescente que nunca reía». El sueño indica que 1 en esa época no pasó por la necesaria transición. En realidad, la niña, que no podía hacer frente al hambre y la matanza, quedó traumatizada por lo que vio, siendo aún muy joven para absorber ese horror. Bea sentía que tenía que ayudar a los demás, tal vez ser enfermera, pero era tan joven que no podía cuidarse a sí misma y mucho menos iba a poder atender a otros. Para sobrevivir, tuvo que actuar como una sonámbula durante la ocupación, escondiéndose del mundo en su interior, como una gemela anglosajona de Ana Frank escondida en el desván y esperando escuchar el golpe en la puerta. La energía del sueño vuelve al pasado para ponerse en contacto con la niña abandonada.
Todas las actitudes y las ilusiones que habían dominado la vida de Bea iban desapareciendo ahora bruscamente. Su autosacrificio al preocuparse por los demás, su actitud de enfermera, la había llevado a tener relaciones sentimentales desastrosas, incluso con alcohólicos. «Los hombres expresan su aspecto negativo conmigo», decía. «Sé que soy sadomasoquista. “Tú me quieres”, me dicen y, apenas empiezo a pensar que los quiero, estoy perdida. Siento que tengo que entregarme a ellos a pesar de su egoísmo narcisista. Sé que tienen miedo de mi vulnerabilidad, tienen miedo de que llegue a depender de ellos. Pero es una impresión falsa. Entrego a la niña, cuídenme. Pero no soy yo. Aprendí a no entregar jamás mi alma a un hombre; les doy dinero, les doy todo lo que tengo, pero nunca mi alma. Así no quedo jamás en la ruina».
En la vida real, los hombres se sentían atraídos por la belleza de Bea y por su entrega. El sueño sugiere que sólo hacía los gestos de la entrega, que seguía siendo una novia traumatizada cuya quietud era una bomba que había quedado después de la ocupación, una bomba de tiempo que no dejaba de hacer tic-tac pero que nunca había explotado. Lo que resuena hoy en Bea es el darse cuenta de que se apoderaron de ella en su niñez. Con una madre incapaz de querer y un padre que no podía darle apoyo alguno, fue ocupada por los nazis que la abandonaron dándola por muerta. Esa experiencia es la que se oculta detrás de la figura de la enfermera y la madre solícita. Bea se enfrenta a esa «madre» al encontrarse en el sueño con un hombre sin piernas que se masturba, al que quiere entregarse en un intento por curarlo. Deja atrás la iglesia de piedra, que parece una tumba aplastante llena de enfermos y moribundos, la ficción santurrona de la moral cristiana. La compasión no puede seguir siendo una mascarada del amor. Su aspecto masculino —lisiado, sin base, encerrado en una piedra— es autoindulgente y autoerótico al mismo tiempo. Ese aspecto suyo la atormenta con su perverso principio de poder, mientras, a través de su infantil deseo de ser buena, ella se convierte en su víctima. Traiciona a sus instintos por su deseo de lograr que ese tirano lisiado tenga una buena imagen de sí mismo[16]. La espada cabe perfectamente en la herida. La oscuridad total pone fin a esa forma de relacionarse con los demás.
Muchas mujeres que no han sufrido el trauma de una guerra sueñan una y otra vez que son víctimas en un campo de concentración. Estas mujeres confabulan con el principio interno de poder y con los hombres con los que se relacionan para destruir su feminidad. Cuando en sus sueños logran finalmente tirar su bolso al otro lado del muro o cavar un túnel para escapar del campo de concentración y ya están a punto de huir, la Gestapo les muestra su verdadero rostro. Es como si el mismísimo demonio les dijera: «Nunca te vas a escapar de mí. Me vendiste tu alma hace años y me perteneces». La mujer siente gran temor y desesperación. Su cuerpo puede sentir un desgarramiento de dolor. Éste es el momento en el que, junto con su analista, un sacerdote o un amigo íntimo, debe generar todo el amor que pueda para que se produzca el nacimiento.
Un poder invisible había dejado a Bea hecha pedazos, un poder que podemos llamar destino, Dios o sí-mismo. «Estaba carbonizada —recordó—, carbonizada por lo negro, pero la negrura no era la causa. La negrura me impedía ver lo que estaba pasando. Podría haber muerto. Lo que pasó ya era bastante terrible. A partir de ese día, empecé a rezarle a ese Dios que había dentro de mí». Bea tuvo que regresar al punto en el que, después de haber perdido el contacto con su realidad personal, se había puesto una máscara para sobrevivir. Ahora la máscara se rompía en mil pedazos. El fracaso en sus relaciones sentimentales la había mantenido a salvo al impedir que la máscara de «enfermera» terminara por ahogarla. Cuando estaba en libertad de iniciar o no su búsqueda, se encontró destinada a avanzar en la dirección que el sí-mismo señalaba. En lugar de dejarse paralizar por el miedo, echó a andar con toda la dignidad que podía. A través de un diálogo con el inconsciente, se produjo la unidad creativa. Fue entonces cuando desaparecieron las diferencias entre la meta y el camino.
Guiada por esa intención inconsciente y por sus imágenes internas, dos meses más tarde Bea tuvo este sueño:
Posiblemente haya que hacer una ofrenda. Estoy dentro de un cuerpo negro que no tiene (o en el que no veo) ni cabeza ni cara, y hay que elevarlo o sacrificarlo. Evidentemente el cuerpo negro está muerto. Es un hermoso cuerpo desnudo con el que voy subiendo una colina hasta un altar. No estoy segura, pero por un segundo se me ocurre que se lo llevo a un hombre.
Llevo este cuerpo en los brazos, como un chal. Luego lo apoyo. Evidentemente soy yo, tiene mi forma, mi desnudez. Sé que soy yo. Pero es muy extraño. La mujer blanca sabe que también soy el cuerpo negro. También soy esa mujer negra. Empiezo a acariciarla muy suavemente. Beso sus senos, pongo una mano entre sus piernas. Esa parte de su cuerpo es cálida y húmeda y, mientras la acaricio, miro hacia arriba y veo su cara. De pronto sonríe, su sonrisa es muy dulce y hermosa. ¡Qué maravilla! Pienso que está muerta, pero le gusta que la quieran. Me cuesta creer que pueda ser tan hermosa. Me inclino nuevamente para alzarla o para cubrir su cuerpo con el mío. ¡La quiero tanto! No sé. Sólo sé que ese cuerpo negro es mío, entero y hermoso, y sin lugar a dudas le gusta que lo quieran.
El cuerpo no tiene cabeza hasta que le hago el amor. ¡Qué maravilla!
En la primera parte del sueño, Bea está a punto de sacrificar su cuerpo negro sin cabeza. El hecho de que sea negro sugiere que no está consciente de él, que los instintos primitivos están aislados de la cabeza. Por un momento, Bea piensa que lleva ese cuerpo para entregárselo a un hombre, repitiendo lo que ha hecho en su vida sexual.
Bea tuvo este sueño después de meses de reflexión sobre su complejo materno, su «sensación de que siempre me dejan sola», su aceptación de tener muy poco apoyo. Durante varias semanas se había estado despertando a las cuatro de la mañana. En lugar de tomar píldoras para dormir, había decidido quedarse despierta y enfrentarse a algo que había en su interior, «algo que tenía que superar o aceptar». Muchas veces se ponía a bailar, «con movimientos lentos, muy lentos, con mi pijama de franela y calcetines de color rojo fuerte, porque hacía mucho frío». El amor que le fue entregando a su cuerpo en esas noches terribles llegó a su punto culminante en el abrazo exquisitamente delicado del sueño. «Siento que tengo que llevar a esta niña-mujer negra con mucho cuidado», escribió. «Es muy delicada, a menos que la quieran. Está muerta, a menos que la quieran. Y luego sonríe. Siento, sé, que soy yo, que es mi alma. El amarla es algo sagrado para mí». El ritmo del sueño y las exclamaciones expresan toda la fuerza de la experiencia emocional que permite la unión de la cabeza con el cuerpo. La intensidad del amor llega hasta el alma enterrada en la piel oscura, y el alma sonríe y renace.
Si consideramos la experiencia de Bea como un rito, comprendemos que la aparente determinación de la soñante la ayudó a subir la colina hasta llegar a la cueva. En realidad, se había activado la situación arquetípica y el recorrido del camino era inevitable. La actitud de Bea ante su hogar y ante ella misma en un espacio sagrado se convirtió en un rito de purificación y de entrada, en una catarsis que le permitió deshacerse del temor y la ira que ya no tenía necesidad de seguir llevando consigo. Actuando como una antigua sacerdotisa, Bea se adentró en un cambio ritual de personalidad. Al invocar al cuerpo como una entidad transpersonal, al dejarse llevar por el baile con un extraordinario esfuerzo físico y absoluta concentración, Bea renunció a su orientación consciente, despejando así el camino para que surgiera una nueva actitud. El baile le proporcionó un cauce ritual que permitió al aspecto espiritual del inconsciente soportar la enorme tensión que de otra manera no habría podido tolerar. Gracias a que pudo mantener la tensión hasta su punto culminante, el yo no sólo dio cabida a la energía arquetípica sino que también adquirió la capacidad para soportar el enfrentamiento sin identificarse con el poder transpersonal.
En el sueño, Bea se desconcierta al verse en un cuerpo negro. Pero no niega su desconcierto y expresa amor al cuerpo hasta que la mujer por fin tiene cabeza. A continuación, se siente transportada por el amor que siente por este aspecto desconocido de sí misma, su aspecto instintivo abandonado en la pubertad. También aquí hay una paradoja. El inconsciente deja bien en claro en el sueño que sólo el amor por sí misma la puede salvar. Cuando empieza a acariciar a su sombra inconsciente, se abre a las expresiones más profundas del amor y, como la prostituta sagrada de la antigua Grecia[17], se entrega al amor que mana a través de ella. El temor deja paso al amor. Al soportar conscientemente el dolor y dejar conscientemente que su cuerpo hiciera lo que necesitaba hacer, Bea llegó a un nuevo punto de partida, a una nueva creación en un mundo que ya tenía un centro fijo. Con ello, quedó en libertad de vivir en el ahora, con la certeza de que en el centro está el amor divino.
Dos meses más tarde, Bea tuvo un sueño de iniciación en el que varias mujeres la ayudaban con afecto:
Parece que tengo que darme un baño. Estoy en una habitación amplia donde hay personas sentadas alrededor de una gran bañera instalada sobre una plataforma que hay en el medio. Parece un jacuzzi de grandes proporciones. Atravieso lentamente la habitación. Estoy desnuda, camino hacia la bañera, subo los escalones y me sumerjo. Me siento a gusto. Entonces aparecen varias mujeres vestidas con túnicas blancas, que me ayudan a salir de la bañera y me conducen a una habitación en la que hay muchas camas, camas blancas, mujeres de blanco. Demoro un poco en encontrar mi cama. Atravesamos varias habitaciones; parece un hospital, pero no lo es y no hay enfermos. Me envuelven en telas blancas y me ayudan a acostarme con gran delicadeza. Luego me sirven comida y vino blanco.
El tema central del sueño es el bautismo: entrar en el agua, despojarse de todo hasta llegar a la esencia, la muerte de la antigua vida y el nacimiento de una nueva vida. Después de envolverla como a un recién nacido, las iniciadas que la ayudan le dan la bienvenida a la fiesta ritual. En lugar de recibir el don de la fecundidad física, la iniciada madura recibe el don de la fecundidad espiritual.
La larga vigilia de Bea se prolongó por un año. Lo que ocurrió entre ella y su cuerpo, entre ella y su Dios y su Diosa, es un misterio indescriptible. El misterio es sagrado y el alma es eterna. Lo demás es silencio.
Por no tener cauces culturales que den sentido a los ciclos de muerte y renacimiento que se producen en la psique, podemos dejarnos arrastrar como cerdos chillones camino al matadero por un destino que rechazamos amargamente o podemos tratar de comprender los ciclos tal como se manifiestan en nuestros sueños. «Solamente lo que somos en realidad», escribió Jung, «tiene el poder de curar»[18]. El encierro, la metamorfosis y la emergencia son las fases cíclicas naturales del proceso de individuación. La psique es como un botón de rosa que va abriéndose pétalo por pétalo hasta florecer.
Cuando estoy en una gran ciudad, sé que me desespero.
Sé que no tenemos esperanzas, la muerte nos espera, no tiene sentido preocuparnos.
Porque, ¡oh, las pobres gentes!, que son carne de mi carne,
yo, que soy carne de su carne,
cuando veo el hierro enganchado en sus caras
sus pobres, sus temerosas caras,
grito dentro de mi alma, porque sé que no puedo
quitar los ganchos de hierro de sus caras, los ganchos que tanto las arrastran,
tampoco puedo cortar los invisibles alambres de acero que las hacen moverse
hacia atrás y hacia adelante, a trabajar, hacia atrás y hacia adelante, al trabajo
como peces temerosos, ya en apariencia muertos, pescados
por un pescador malévolo que juega con ellos en una costa lejana
desde donde decide no sacarlos del agua todavía, peces de un mundo industrial, en el anzuelo.
D. H. LAWRENCE, «Vida en la ciudad».
Todo contenido del inconsciente con el que no nos relacionamos en forma adecuada tiende a provocar una obsesión, porque nos ataca por la espalda. Si se puede dialogar con él, también es posible relacionarse con él. Se puede estar poseído por un contenido que se activa en el inconsciente o se puede tener una relación con él. Cuanto más lo reprimimos, más nos afecta.
MARIE—LOUISE VON FRANZ, Redemption Motifs in Fairytales
El error surgió cuando se creó a Dios como una figura masculina. Por supuesto, las mujeres Lo veían así, pero los hombres tendrían que haberse comportado como caballeros, haber recordado a sus madres y haber creado a Dios como mujer. Pero el Dios de Dioses —el Jefe— siempre ha sido un hombre. Por eso la vida está tan pervertida y la muerte es tan poco natural. Tendríamos que haber imaginado la vida como aquello que surgía de los dolores del parto de la Diosa Madre. Entonces habríamos comprendido por qué nosotros, Sus hijos, hemos heredado el dolor, porque sabríamos que el ritmo de nuestra vida es el ritmo de los latidos de Su corazón, desgarrado por la agonía del amor y el nacimiento.
EUGENE O’NEILL, Extraño interludio
Si buscas al enemigo delante de ti en medio de la oscuridad, nunca lograrás verlo. Sus movimientos sólo lo delatan en la periferia de la visión, allí donde la vista y la intuición se confunden, donde los sentidos se agudizan. Si no aprendes esto, es imposible que sobrevivas.
Consejo a los soldados que luchaban en Viet-Nam