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RESPONDER COMO UN HOMBRE:

EL ABANDONO DE LA MUJER CREATIVA

Todas las noches me quedo clavada en mi lugar

y me olvido de quién soy.

¿Papá?

Ésta es otra prisión.

ANNE SEXTON, La Bella Durmiente

En el caso de muchas mujeres que han sido criadas en una cultura patriarcal, la transición a la vida de mujer adulta se produce a través de una entrega real o psíquica. Esa entrega es una experiencia que les da identidad y las libera del padre.

Algunas mujeres pueden aceptar su destino dentro de una relación tradicional y patriarcal, y en sus limitaciones inherentes (sociales, intelectuales, espirituales) encuentran compensaciones que para ellas son importantes. Otras mujeres aceptan ese destino y se niegan a aceptar sus limitaciones pero, por motivos económicos, políticos o sociales, se ven obligadas a permanecer dentro de esa estructura.

Pero cada vez son más las mujeres cuyo centro psíquico ha girado siempre en torno al padre, real o imaginario, que están decididas a vivir un proceso de iniciación. Esas mujeres son creadoras por una necesidad interior; en el sentido al que se refería Keats, son «creadoras de almas»[1], lo que significa que su anhelo de encontrar un sentido las impulsa a una búsqueda de su historia íntima. Rechazan la escala masculina de valores como una molesta imposición, pero su búsqueda de identidad personal a partir de su interior las lleva casi inevitablemente a enfrentarse a las mismas fuerzas que tratan de incorporar. En su esfuerzo por liberarse de las restricciones concretas de la cultura patriarcal, curiosamente, aunque se encuentren en un elevado nivel de conciencia, tienden a convertirse en sus víctimas. El padre interno, al que tratan de complacer en el proceso de creación del alma, se les presenta —real o aparentemente— apenas proyectan la imagen del padre en un hombre, o cuando empiezan a buscar un reconocimiento y una gratificación en los campos de creatividad dominados en gran medida por los hombres.

Aunque esta situación está cambiando, todavía queda mucho por hacer. Aún no se comprende a fondo la mecánica psíquica del cambio. Los hombres y las mujeres atrapados en esa mecánica, y que incluso han decidido conscientemente tener «relaciones enriquecedoras», aún no logran comunicarse entre ellos pese a sus heroicos esfuerzos por conseguirlo, esfuerzos en los que se niegan a aceptar un fracaso aunque sientan que lo único que han hecho es fracasar. Todo esto puede manifestarse claramente en la relación entre el psicólogo y el paciente, que suele ser un microcosmos en el que se refleja lo que sucede a nivel cultural.

En inglés, la palabra abandonment (abandono) se deriva del antiguo verbo bannan, que significa «llamar» (Oxford English Dictionary). La persona que recibía una llamada debía servir a los demás. El significado literal de abandono es «no ser llamado»; su significado simbólico es «no tener un destino». Pero si el destino personal ha sido determinado por el padre, el no haber recibido una llamada puede no ser una maldición sino una bendición. Una vez liberada del padre, la hija puede entregarse realmente a la creación de su alma. Este rito de pasaje encierra el doble significado del término abandono. Emily Dickinson resume este proceso en el estilo elíptico que la caracteriza:

Lo he dejado —He dejado de ser Suya—

el nombre que dejaron caer sobre mi rostro

con agua, en la iglesia del pueblo

no se usa más, ahora,

pueden ponerlo junto a mis Muñecas,

mi infancia y el hilo de carrete,

también —los he dejado de enhebrar.

Bautizada, primero, sin darme la elección,

pero esta vez, consciente de la Gracia —

con un supremo nombre —

llamada Plenamente —El Creciente cayó—

el Arco entero de la existencia, se llenó,

con una pequeña Diadema.

Mi segundo Rango —muy pequeño el primero—

coronada —jactándome— en el pecho de mi Padre —

una medio consciente Reina —

pero esta vez —Adecuada— y Erecta,

con voluntad para escoger o rechazar,

y justamente escojo una Corona —[2]

Esta «medio consciente Reina», me parece, está unida, para bien o para mal, a su imaginación creativa, situación que tiene su origen en la unión psíquica con su padre. Incluso durante la niñez, este tipo de mujer queda fuera del círculo que rodea a los demás niños.

En la adolescencia, mientras las demás muchachas hablan de brazaletes, bebés y bodas, se aleja de ellas por su propia decisión. Su creatividad se expresa en obras de teatro, pinturas, sonatas o experimentos químicos. A cierto nivel, siempre se siente excluida de la vida y anhela tener lo que otros consiguen sin ningún esfuerzo. Una parte de ella se siente abandonada, pero otra parte sabe que renunciar a su creatividad equivaldría al abandono de su alma.

Para definir a una mujer creativa hay que tener en cuenta muchos elementos. Algunas mujeres son creativas dentro de su hogar, donde crean un ambiente de afecto y espontaneidad para sus esposos y sus hijos; un punto de partida, un lugar a donde se regresa. Otras expresan su creatividad en una actuación profesional extravertida. Algunas tienen éxito en esos dos campos. En este caso, voy a referirme a la mujer creativa a quien una fuerza interior obliga a relacionarse con su imaginación creativa.

Aunque el juego de luces y sombras varía de una mujer a otra, es posible hacer una descripción general de las características psicológicas básicas de esta mujer. De niña, ama y admira a su padre, o a su imagen de cómo debería ser el padre ausente. Aparentemente, su actitud se justifica. El padre es un individuo valiente, inteligente y sensible, un hombre de grandes ideales, un visionario consagrado a su propia búsqueda, un hombre que en muchos casos nunca ha encontrado su lugar en la estructura patriarcal. Su imagen de la mujer perfecta lo lleva, naturalmente, a casarse con una mujer enamorada de su visión, generalmente una «hija de papá» cuyo sueño de realización se ve interrumpido por el matrimonio y la familia. El hombre puer por lo general encuentra a su pareja en una mujer puella[3].

En un hogar con esas características no hay espacio para el caos que pueden crear los niños indisciplinados, para la «obscenidad» de lo femenino ctónico o telúrico, ni para la energía de la sexualidad consciente. Aparentemente, el padre es «el hombre de la casa», pero la esposa y madre «lleva los pantalones». Con toda su sexualidad reprimida y todo su resentimiento, se enfrenta con estoicismo a un mundo decepcionante y proyecta sus frustraciones en sus hijos.

Gracias a la seguridad que le da su esposa-madre, el padre queda en libertad de proyectar su afectividad frustrada —su ánima joven— en su niñita. Juntos construyen un Jardín del Edén. La niña se ve atrapada en Una situación de incesto espiritual, más peligrosa que el incesto real porque ni ella ni su padre tienen ningún motivo para sospechar que algo anda mal. Llamada a ser «la princesita de papá», la hija se convierte en su madre espiritual, su amada, su fuente de inspiración. Ante ella, el padre puede expresar ideas y sentimientos que no comparte con nadie más. Instintivamente, la niña sabe qué debe hacer para actuar como amortiguador entre su padre y su entorno crítico; instintivamente, sabe cómo ponerlo en contacto con su realidad interior. De hecho, ése es el único mundo que ella comprende, el mundo en el que actúa como lazo entre el yo de su padre y el inconsciente colectivo. Inspirada por la imagen paterna de luz, belleza y verdad, su joven psique puede adentrarse en lo más profundo de su angustia y elevarse hasta la cumbre de sus sueños. Como mujer creativa, esta interrelación dinámica sigue siendo su fuente de vida; sin ella, su vida queda totalmente vacía.

Si el padre acepta la vida interior de su hija, los dos pueden compartir el mundo imperecedero de la imaginación creativa. Los valores de ese mundo se convierten en la realidad de la hija. Por reconocer rápidamente las ilusiones del mundo temporal y preocuparse solamente de lo auténtico, en muchos casos se convierte en una verdadera Casandra, rechazada tanto por sus iguales como por los amigos de su padre. Su seguridad proviene de su entrega a la esencia (una entrega que, de paso, puede convertirse en anorexia, porque la mujer se olvida de comer o su garganta se niega a aceptar los alimentos de un mundo al que no pertenece). Este tipo de mujer vive en el límite arquetípico, allí donde la vida es emocionante y está llena de peligros, donde todo es blanco o negro, perfecto o imposible. Prácticamente no sabe lo que es alimentarse con pan y mantequilla y no soporta a la gente tonta.

Si el padre no tiene la madurez necesaria para valorarla por lo que es, sino que, consciente o inconscientemente, la obliga a convertirse en una actriz consumada, la red que la encierra es muy distinta porque el padre rechaza la realidad de su hija. Incapaz de reconocer sus propias respuestas, la hija simplemente renuncia a sí misma para tratar de complacer a papá.

En los dos casos, las hijas de estos hombres son «mujeres ánima» (excelentes receptoras de las proyecciones inconscientes de los hombres), pero su temple es muy distinto. Todas sueñan que están en balcones de vidrio bañados de luz, en perfectos apartamentos azulados que no tienen cocina, en bolsas de plástico o en ataúdes que pueden asfixiarlas. Todas se dan cuenta de que algo las aísla del mundo, algo impide que expresen sus emociones, un velo que rara vez se logra atravesar. Todas tratan de hacer de su vida una obra de arte y se dan cuenta vagamente de que no han vivido. Debido a su relación original, la hija de papá atraviesa mi estrecho sendero que se acerca peligrosamente al inconsciente colectivo y es incapaz —como en el caso de Rainer Maria Rilke— de hacer una distinción entre sus ángeles y demonios y lo transpersonal.

Y los demonios están tan cerca de ella como los ángeles, porque vive apegada a la sombra de su padre. A menos que él haya hecho un esfuerzo de superación, por ejemplo a través de una psicoterapia, y haya comprendido algo de su estructura psíquica de puer, probablemente ignore su ambivalencia ante la mujer. Por la relación que tuvo con su madre, posiblemente se ha Convertido en un Príncipe Azul, pero un príncipe que depende de la aprobación de las mujeres. Su sombra ctónica odia esa dependencia y odia a las mujeres que lo hacen sentir vulnerable. Si este hombre no ha trabajado intensamente con sus valores afectivos, a un nivel consciente puede actuar como un ascético hombre de letras, un sacerdote o incluso un despreocupado Don Juan, mientras su sombra inconsciente actúa como una asesina violenta e insensible, dispuesta a destruir a cualquier «bruja» que pretenda someterlo a su poder. Los hombres que viven cerca de su inconsciente necesitan, con toda razón, protegerse de la seducción de la lamia (ilustración de la p. 299), como lo demostraron tan dolorosamente los artistas románticos, en su mayoría muertos antes de cumplir los cuarenta años. La sombra del hombre puer no sólo es capaz de asesinar a una bruja, sino también de destruir la feminidad de su hija pequeña. La hija puede ser maternal, generosa y dulce y, al mismo tiempo, puede irse convirtiendo en una femme fatale cuya actitud ante los hombres consista en destruir o ser destruida.

La femme fatale vive en un cuerpo inconsciente: su feminidad es inconsciente y también lo es su sexualidad. Generalmente es promiscua y manipula a sus «amantes» para demostrar el poder que tiene como mujer, pero en ella no hay una conexión entre el amor y la pasión física. Por ello, posiblemente ame a su padre (o a quien lo sustituya) a nivel consciente y se entregue a su creatividad a través de una unión incestuosa, pero también puede sentirse atraída por aventuras violentas y peligrosas.

Su sexualidad y su feminidad encallan en los arrecifes de su relación primigenia con su madre. La madre puella que nunca ha habitado su propio cuerpo y que, por ese motivo, teme a su naturaleza ctónica, no vive el embarazo como una etapa de serena meditación con su futuro hijo ni el alumbramiento como una alegre experiencia de unión. Aunque el parto sea natural, da a luz automáticamente porque la escisión entre la psique y el soma es tan profunda que no se llega a crear un lazo físico entre ella y su hija. La hija vive con una constante sensación de desaliento, que puede hacer consciente años más tarde si se entrega a ejercicios de imaginación activa con el cuerpo y libera oleadas de dolor y terror que evocan el rechazo inicial y primigenio.

Ese cuerpo que aparece en los sueños envuelto en alambres, rodeado por una serpiente negra o paralizado por una cola de pez de la cintura a los pies tal vez albergue un deseo de muerte tan profundo que ni siquiera pueda expresarse a través de las lágrimas. Esta mujer no encuentra la seguridad corporal de la madre en la matriz y, a medida que se acerca a la pubertad, cuando trata de diferenciar sus límites de los límites de su madre y del mundo exterior, su cuerpo en pleno proceso de maduración no recibe apoyo alguno. Por no poder establecer estos deslindes físicos fundamentales, es muy común que literalmente no sepa dónde empieza y dónde termina en relación con la Mater (la madre). En sus años formativos, cuando podría haber ido consolidando su identidad física, se concentra en responder al rechazo inconsciente de su madre.

Una mujer de cincuenta años no dejó de verse acodada por el sueño infantil recurrente que relato a continuación, hasta que se enfrentó a él en su psicoanálisis:

Tengo cuatro o cinco años. Estoy con mamá en un edificio lleno de gente, probablemente una tienda. Mamá lleva ropa oscura, un abrigo y un sombrero marrón o negro y sólo le veo la espalda. A la salida, la muchedumbre me obliga a caminar despacio y, sin darse cuenta, mamá se aleja y desaparece. Trato de llamarla, pero no me escucha; nadie me escucha. Tengo mucho miedo, no sólo de estar perdida sino también de que mamá no se dé cuenta de que ya no estamos juntas.

Salgo del edificio y me encuentro con una escalinata larga y ancha, parecida a la que hay a la entrada de la National Gallery de Londres, pero más alta. Los peldaños conducen a una gran plaza, donde no hay un solo objeto y que está rodeada de escalinatas similares que la unen a los edificios que la rodean. La plaza, los peldaños y los edificios son muy blancos y limpios. Desde lo alto de los escalones, observo atentamente la plaza con la esperanza de ver a mamá. No se la ve por ninguna parte. Estoy sola en lo alto de los peldaños. En la plaza hay otras personas, pero nadie se da cuenta de mi presencia. Sé que, haga lo que haga, nadie se dará cuenta de que estoy allí.

El miedo me paraliza y me siento abrumada por una sensación de estar perdida, de haber sido abandonada. Es como si hubiera dejado de existir para mamá; no se va a preocupar de volver a buscarme, quizá hasta se olvide de que existo y, en realidad, no puedo lograr que nadie se dé cuenta de que existo.

Por un momento y simultáneamente, soy también un observador adulto que mira desde la plaza y ve a la niña sola en el último peldaño, tratando de llamar a alguien. También soy yo, una mujer adulta que siente una enorme compasión por la niña, que quiere consolarla y calmarla, pero que no puede acercársele. Algo —el inconsciente de los demás o el mismo pánico de la niña— impide que la niña y el adulto que se preocupa por ella y la comprende se comuniquen.

La mujer asociaba este sueño con el cuadro de Edward Munch El grito, que despertaba en ella un pánico similar. «El fondo es oscuro y sombrío», dijo, «pero en mi sueño todo era muy claro, muy blanco y de bordes bien definidos; sólo había unas pocas siluetas oscuras, difusas pero también con bordes bien marcados. El personaje de El grito trata de escapar de aquello que lo rodea; la niña que está en la escalinata trata de relacionarse con su entorno». Muchos hombres y mujeres viven atrapados en una muda desesperación hasta que deciden ayudar a ese niño que vive en su interior.

En los recuerdos del cuerpo, conservados en los músculos y los huesos, se amalgaman el deseo de ponerse en contacto con los demás y el deseo de huir que coexisten difusamente. La unión de opuestos que ello produce se manifiesta en desesperanza: no hay nada qué hacer y sólo cabe soportar.

Un sueño como el anterior, con sus imágenes limpias y blancas de la escalinata y la plaza rodeada de edificios, y en el que la soñante está efectivamente sola y no puede «lograr que nadie se dé cuenta de que existo», es un sueño típico de una persona anoréxica. (La mujer que tuvo este sueño no era anoréxica, pero su hijo adolescente tenía un grave trastorno relacionado con la comida). El sueño revela su incapacidad para ponerse en contacto con los elementos desconocidos de su psique. Estos elementos están presentes, pero no logran hacerse oír. Es como si la Mater se corporizara fuera del cuerpo, porque no puede ser incorporada; el bebé no puede aceptar la leche ni la intimidad física con una madre que «no se va a preocupar de Volver» y que hasta puede haberse olvidado de que existe.

La intimidad psíquica y la intimidad física surgen espontáneamente en forma simultánea pero, cuando se ha producido una escisión entre ellas a un nivel pre-verbal, el instinto queda aislado. Falta el alimento emocional que se debe asimilar junto con la comida y, por lo tanto, el polo instintivo de lo que Jung llamaba «el proceso psicoideo» recibe un mensaje diferente del polo psíquico[4]. Sin la experiencia de los instintos, no se encarnan ni el alma femenina ni el espíritu masculino; años más tarde, la persona puede tener una sensación de haber sido traicionada que socava toda su intimidad emocional, incluso la relación sexual. El cuerpo está ausente. No está allí.

La mujer plena responde física y psíquicamente. Su alma está encarnada. Pero las mujeres a las que se priva de ese derecho femenino natural pueden tener que pasar por la experiencia de la aceptación física de otra mujer, ya sea en sus sueños, en una amistad íntima o en una relación homosexual, para poder encontrar un apoyo dentro de sí mismas. (Muy raras veces, esta misma experiencia puede suceder en la relación con un hombre, pero eso depende de la madurez del ánima masculina).

cap02_El grito - Munch

El grito (1895), litografía de Edward Munch.

La relación distorsionada entre cuerpo y psique se ve agravada por la relación simbiótica entre padre e hija. Hay una confusión primigenia entre los elementos psíquicos e instintivos profundos, porque el amor que la hija recibió de su padre es precisamente la energía que le da vida. Debido a esa confusión entre espíritu y materia, la mujer puede sentir que su cuerpo es una prisión que debe arrastrar constantemente, mientras su espíritu revolotea por encima de su cabeza, dispuesto a precipitarse en cualquier momento al «blanco fulgor de la eternidad»[5].

El cuerpo de esta mujer se convierte en una prisión, porque la matriz simbiótica —que en este caso se podría llamar con más propiedad «patriz»— la une con el progenitor del sexo opuesto. De su madre ha aprendido a rechazar su propio cuerpo; de su padre ha aprendido a no expresarse emocionalmente, porque aunque sabe que ella es su amada y que su madre no es Una verdadera rival, también se da cuenta de que existe una línea divisoria que no se atreve a cruzar. En su vida adulta, la confusión con respecto a los dos sexos puede manifestarse en una necesidad compulsiva (o al menos la preferencia) de que los hombres la abracen no como amantes, sino como si fueran su madre. Necesita un «osito regalón», porque su sexualidad no está suficientemente encarnada para responder a la penetración masculina madura[6].

Por todo esto, el terror a ser abandonada que siente este tipo de mujer no es sólo el temor a perder una relación valiosa, sino también a perder el contacto físico que la une a su cuerpo. Esa mujer no puede ponerse en contacto con su afectividad femenina, que ha quedado atrapada en su musculatura; por ello, es posible que, ante la posibilidad de ser abandonada, el terror no expresado le provoque prácticamente una catatonía y una serie de extraños síntomas físicos. Siente que se está perdiendo a sí misma física y espiritualmente. El abandono se convierte en aniquilación porque su cuerpo, sumido en la confusión de sus emociones no diferenciadas, no puede ofrecerle el temenos, un lugar seguro donde su yo encuentre protección. La sociedad tampoco puede ofrecerle apoyo. Por ocuparse exclusivamente del mundo de la imaginación, siente temor y desprecio ante lo terrenal, ante ese mundo cruel e ilusorio en el que seres irreales se atiborran confusamente de objetos superfluos. La confusión se hace insoportable cuando el mundo interior está desmembrado.

La mujer que depende del espíritu masculino para sobrevivir ha sacrificado inconscientemente su feminidad en pos de lo que considera «lo mejor de la vida». El comienzo de cada relación con un hombre es aparentemente perfecto, porque es capaz de transformarse con enorme habilidad en la imagen que el hombre proyecta en ella. Por su parte, ella se enamora de la imagen que proyecta en él. La relación adquiere entonces dimensiones sobrehumanas: padre amante, madre amante, poco menos que dios y diosa. Cuando el padre-dios no responde a la proyección que recibe, o cuando decide rechazarla, arroja el «soberbio rayo» que aplasta su «alma desnuda»[7].

Aislada de su entorno y aislada del guía masculino positivo que hay en su interior, la mujer se identifica con el aspecto sombrío del arquetipo paterno: el amante demoníaco. No hay nadie que pueda actuar como intermediario entre su yo aterrorizado y el caos en el que se va hundiendo. El abismo no tiene fondo. Su conciencia masculina solar plantea preguntas que no tienen respuesta; su conciencia femenina lunar no tiene la madurez necesaria para aceptar la aparente falta de sentido.

La mujer ha hecho todo lo posible para que la acepten y ha fracasado; no es «digna de que la quieran» y ese veredicto es un eco del abandono original. La vida se convierte en una prisión donde el santo y seña es la palabra «renunciación»; el animus-mago se convierte en el embustero con el que se alía para renunciar a sí misma. Al describir esta sensación de pérdida del alma, Emily Dickinson dice:

y así mismo —existencia— algún tiempo atrás

se detuvo —aceleró— mi pulso —totalmente[8]

En tal caso, el suicidio puede ser la realización del destino individual. En sus últimas Palabras, Sylvia Plath dice:

Años más tarde

me las encuentro en el camino

Palabras secas y sin jinete,

el ruido infatigable de los cascos.

Mientras, desde el fondo del estanque, fijas estrellas

rigen una vida[9].

El suicidio es la venganza final contra el dios cruel que la ha abandonado. Paradójicamente, el suicidio confirma lo que el dios ya ha hecho con su yo: Dios la ha apartado de la vida y el suicidio es la confirmación de ese acto. El suicidio es un Liebestod, una unión con la muerte en que la mujer abraza el aspecto sombrío de Dios, una unión mística negativa. En términos psicológicos, es una boda con el amante demoníaco. La relación de la mujer con el demonio es sadomasoquista, y su lucha con él es fascinante porque contiene todos los elementos del erotismo violento. Después de colocarse el áspid sobre el pecho, la Cleopatra de Shakespeare dice:

el golpe de la muerte es como el pellizco de un amante,

que hiere y se desea[10].

Sin embargo, esta imagen encierra una sensación de absoluta derrota. Se libra una batalla con un poder inexorable. El animus del padre exige orden, justicia y sentido, pero las experiencias más importantes de su vida —la pérdida de un amante, la muerte de un hijo o el no haber tenido hijos, la incapacidad para crear— probablemente superen la capacidad de comprensión del ser humano. Ante la ausencia de una conciencia femenina compensadora, que acepte los profundos misterios del destino, la vida se transforma en una batalla perdida contra el sufrimiento sin sentido. El amante demoníaco tienta a la mujer a actuar con un orgullo ciego y egoísta que rechaza las posibilidades creativas inherentes en la tensión interior. La mujer puede seguir actuando como siempre lo ha hecho, pero en lo más profundo de sí misma sabe que está perdiendo la batalla y ansia que algo la libere de la desesperación. Este es el choque final entre los elementos opuestos, entre su deseo de formar parte de la vida y su deseo de huir. El corazón se desgarra, agobiado de ira ante la pérdida inevitable.

El suicidio es el abandono definitivo y, aunque pocas mujeres tienen una tendencia consciente al suicidio, muchas sufren una desesperación abismal que puede manifestarse inconscientemente en un accidente mortal o una enfermedad incurable. Una y otra vez, sufren la pérdida de los hombres en los que han proyectado la imagen de su salvador; no logran reconocer que la pasión que se manifiesta en sus relaciones se basa en una necesidad narcisista, pero no están dispuestas a renunciar al complejo y aceptar el «hastío» que significa ser humanas. Abandonan su alma y su creatividad, personificadas por las niñas y los niños abandonados que aparecen en sus sueños recurrentes. En esencia, tienen miedo de hacerse responsables de sus vidas. Si introyectan el objeto de la pérdida y lo encierran herméticamente, pasa a convertirse en el horror que describe Emily Dickinson:

el horror de no estar vigilado

sino escondido en lo oscuro

con la conciencia suspendida

y bajo cerrojos[11]

En cambio, si la soledad ilumina y ayuda a comprender, el yo puede establecer una relación creativa con el mundo interior y hacer realidad su propio destino.

Martha, la mujer madura cuyo sueño recurrente desde la infancia relaté antes, es alta y señorial y tiene una estudiada expresión de seguridad. Martha es hija de profesionales e hizo todo lo que se esperaba de ella en la universidad, se casó con su novio de la escuela secundaria, tuvo hijos, se divorció y, durante veinte años a partir de entonces, mantuvo un meticuloso equilibrio entre su trabajo, sus hijos y sus relaciones sentimentales. Aunque salía con hombres, ninguna de sus relaciones duró mucho tiempo. Lo que la llevó a psicoanalizarse conmigo fue su deseo de descubrir por qué se repetía una y otra vez el mismo fenómeno.

Cierto tiempo después, se enamoró de un dirigente muy respetado en su medio; él se enamoró de ella y muy pronto la boda se convirtió en algo inevitable. Un año más tarde, empezaron a surgir los problemas; al segundo año, él la abandonó. Ya acostumbrada a prestar atención a lo emocional, Martha describió minuciosamente lo que sentía:

No sé dónde he estado. Me siento aturdida. Proyecté en él todo lo que siempre quise encontrar en un hombre. Y me dejó por otra mujer, por una mujer común y corriente. Lo único que quiero es ser común y corriente, pero no sé cómo hacerlo. Soy una extraña para los demás y para mí misma.

Recuerdo mi niñez, esa terrible sensación de abandono. Nunca estuve en el centro, nunca fui el centro de la vida de nadie. Todo lo que quiero es compartir con otra persona lo más profundo y lo más importante de mi vida. Mis padres no compartieron lo más profundo de sí mismos conmigo.

Mi esposo me decía que me quería, pero no compartíamos las cosas más importantes de la vida. Y se fue con una mujer que podía compartir el mundo común y corriente con él. Yo no sé cómo hacerlo.

Sé lo que proyectan los hombres en mí. Me convierto en lo que ellos quieren que sea, y cuando lo hago me parece natural y auténtico. Me siento intensamente viva. Entonces algo deja de funcionar en la relación, generalmente en lo sexual. Siento que él me está manipulando, que está ejerciendo poder, que me obliga a ser lo que quiere que sea. No me hace el amor a mí, sino a su imagen de mí. Y yo también proyecto. No es él quien me está haciendo el amor. Todo se convierte en algo irreal. Me odio a mí misma por soportarlo. Lo odio a él por obligarme. Es insoportable. Me vuelvo inconsciente. Entre nosotros no ha pasado nada. Los dos nos sentimos desilusionados, resentidos y confusos por la aparente intimidad que no era en absoluto intimidad.

Sé que también hay esa falta de intimidad entre mis hijos y yo. Ellos también se han fabricado estupendas máscaras; están llenos de vida, son eficientes, capaces de hacer frente a cualquier cosa. Pero bajo la superficie está el dolor que se refleja en sus poesías y sus canciones, en ese aspecto esencial de sí mismos que no comparten conmigo. Me siento rodeada por un velo. Ese aspecto trágico de mi vida surge cuando escribo, cuando estoy sola, pero no puedo compartirlo con los demás.

Sé que en un caso como éste podría hacer lo de siempre. Podría refugiarme en la acción, dedicarme a todo tipo de actividades, pero eso equivaldría a ponerme la máscara nuevamente. No voy a hacerlo. Ya no es como antes. No estoy incapacitada. No me están empujando de un lado a otro sin que haga nada. Sé que me ha pasado algo terrible, pero en el centro hay calma.

Lo que me duele más son las cosas de todos los días, las cosas simples que compartíamos. En mi aturdimiento, avanzo a tropezones. Veo los ciruelos en flor y me estremezco de dolor. Por lo menos el dolor es algo vivo. Por lo menos sé que de alguna manera siento lo que me está sucediendo. Detrás del aturdimiento hay un terror ciego. Es el terror de la niña que hay dentro de mí, la niña que sabía que todo andaba mal, que no era digna de que la aceptaran y que trataba desesperadamente de descubrir qué podía hacer para que la quisieran. Es la soledad insoportable de estar llorando en lo alto de la escalinata mientras nadie se fija en mí, de saber que soy insoportable para los que me rodean. Es como estar desnuda y escuchar risas de burla a mis espaldas en un corredor vacío, mientras trato de desfigurarme para ser alguien digno de cariño. Como todos los demás, he rechazado a esa niña. Todavía está allí de pie, gritando «¿Qué quieren que haga?, no entiendo, no entiendo, haré lo que me pidan, pero no me rechacen».

Bueno… esta vez no me voy a esconder detrás de la máscara. Esa máscara no puede relacionarse con nadie porque es incapaz de sentir. Sé que tengo que estar en contacto con lo que siento. Tengo que sentir mi vulnerabilidad y dejar que los demás sepan lo vulnerable que soy. He perdido todo lo que siempre quise encontrar en un hombre. Me da vergüenza ser tan ingenua. Yo respetaba y quería todo lo que él hacía. Se ha ido. No soy joven. Quizá nunca vuelva a tener otra relación. No confío en que Dios tenga destinado algo nuevo para mí. No tengo esperanzas. Mi esperanza es una ilusión. La desesperación auténtica es mejor que la ilusión de la esperanza. Es a esto a lo que me enfrento: al abandono de todas mis esperanzas.

Como otras mujeres parecidas a ella, Martha puede ser un enigma para los hombres. Aunque no tiene un yo femenino fuerte, da la impresión de ser, como ella misma dice, «una mujer de hierro que puede hacer frente a todo, y hacerlo sola». Y puede seguir siendo esa mujer, pero debajo de la superficie «hay una roca negra en el corazón».

El hombre que acepta las proyecciones positivas de una mujer como Martha puede sentirse bastante inútil en la relación, incluso puede sentir que su yo masculino y su vigor están en peligro. Si se aleja o la abandona, posiblemente se asombre al ver que ella se derrumba. Probablemente no tenía idea de que ella dependía de él, de que necesitaba una base de apoyo. (Como dijo Martha: «Él creía que yo estaba poniendo toda mi atención en el psicoanálisis y que la relación no me importaba. ¿Qué se imagina que es un psicoanálisis?»). Si, además de alejarse, él se va con una mujer que es el extremo opuesto de ella (una hermana sombra de la primera), se puede producir la situación que presenta Barbara Streisand en Yentl; la protagonista, orientada a lo masculino, proyecta su feminidad en su rival y canta «es comprensible que la quiera», renunciando así pasivamente a lo que es esencial para ella.

La proyección de la feminidad inconsciente de una mujer en una hermana sombra es un truco típico del animus-mago. Cuando el animus siente que otro hombre está conquistando a la mujer, es capaz de hacer cualquier cosa para impedir que tengan una relación auténtica. Cuando la mujer proyecta la energía de su sombra en otra mujer, también es posible que se produzca una escisión en el ánima de su amado: él la ama por su fortaleza, pero ama a su sombra por su vulnerabilidad sexual.

En lugar de reconocer su ira y sus celos justificados, esta mujer puede buscar refugio en su niña abandonada con el estímulo de su animus negativo: «Así terminan todas las relaciones y así van a terminar siempre. A la hora de la verdad, nunca confíes en un hombre. Puedes arreglártelas sola. Siempre lo has hecho. Eres más hombre que él. No eres dulce y femenina como ella. Tendrías que haberte mantenido inflexible cuando discutían. Tendrías que haber hecho como si no te importaran esos problemas. No tendrías que haber tratado de que fuera más consciente. Tendrías que haber estado más pendiente de sus necesidades. Tendrías… tendrías… tendrías. No te preocupes. Responde como un hombre».

Si la mujer deja de lado sus proyecciones, puede mirar al hombre de frente, respetar la masculinidad del hombre y su propia feminidad, y decir: «¿Qué diablos está pasando?». Pero las autorrecriminaciones la paralizan. Comprende racionalmente la situación e ignora, por lo tanto, sus emociones. No se permite tener una pataleta «infantil». No llora ni se lamenta. Sabe que no está muerta porque todavía está de pie. Se comporta como un «perfecto caballero»[12].

La princesita de papá

Muchas mujeres tratan de dar forma a su destino a través de una actividad creativa o de sus experiencias vitales; otras deciden empezar a psicoanalizarse cuando descubren una fuerza destructiva que socava sus relaciones con los hombres. En algunos casos, quedan impresionadas al descubrir a su propia femme fatale; en otros, sufren por el fracaso de la relación sexual con su esposo, del que están enamoradas, aunque hasta antes del matrimonio esa relación haya sido perfecta. A menudo, lo que lleva a la mujer a psicoanalizarse son problemas físicos de origen misterioso, que la ciencia médica define como psicosomáticos pero que no es capaz de aliviar en absoluto. En algunos casos, las desespera su alejamiento de la vida, o bien sufren porque no pueden expresar su creatividad o están aterrorizadas ante la posibilidad de volverse locas.

Trabajar con mujeres de este tipo es igual que trabajar con cualquier otra persona, con la excepción de que las emboscadas que surgen en el camino son más inmediatas, repentinas y peligrosas, porque su inconsciente es su patria y su hogar. El analista tiene que reconocer todo su poder imaginativo, su capacidad para sumirse en el mundo de los arquetipos y su desconexión de su propio cuerpo.

El psicólogo, o la psicóloga, se convierte en su fuente de inspiración, en su nexo con el inconsciente. Si el padre de la mujer no actuaba como un guía que la orientara en su búsqueda interior sino como un compañero, la paciente trata a su psicólogo como si fuera un amigo, como un frater o una soror con quien se atreve a enfrentar peligros y con quien comparte sus triunfos. Juntos exploran el mundo de la imaginación, pletórico de imágenes y revelaciones. Este tipo de mujer es muy interesante como paciente, porque no tiene miedo de descender al mundo subterráneo y generalmente regresa al análisis cargada de tesoros personales y transpersonales. Es una paciente que comprende el silencio y, si el psicólogo es capaz de soportar su intensidad, cada sesión se convierte en un happening.

Si la mujer es como Ariadna, prometida en matrimonio a un dios antes de su nacimiento pero a quien su amor por el héroe solar Teseo desvía de su camino, cuando su amado la abandona también puede entregarse a la muerte como Ariadna. Puede dejarse llevar por una profunda depresión y luego, en medio del abismo de esa depresión, reconocer la luz en la oscuridad. De hecho, puede encontrar su auténtico destino y entregarse al dios. Son pocas las mujeres modernas que desean enfrentarse a la religiosa que hay dentro de ellas, pero no son pocas las que, como parte del psicoanálisis, se ven obligadas a dejar las proyecciones en el lugar que les corresponde; esas mujeres tienen que hacer una distinción entre sus relaciones personales y las relaciones arquetípicas, y luchar por su salvación en armonía con el dios y la diosa que hay en su interior sin el apoyo de una iglesia ni los muros protectores de un convento. La mujer que está segura de haber recibido una «llamada», artística o espiritual, a veces puede poner en duda su dedicación a un matrimonio interior, pero fundamentalmente sabe que no se atreve a traicionar esa realidad interior.

Sin embargo, la mujer que ha soportado la proyección idealizada de su padre durante toda la vida puede preguntarse si en realidad ha recibido una llamada o si es prisionera de una ilusión, la de un matrimonio interior estéril que la impulsa a buscar un matrimonio perfecto en el mundo exterior. El decidir si se ha recibido o no una llamada puede ser muy doloroso, pero si la mujer llega a la conclusión de que no ha sido llamada tiene que actuar con gran cautela para no entregarse a la ilusión de una unión perfecta en el mundo de los seres humanos, ilusión que reiteradamente la atrae al inevitable abandono en sus relaciones sentimentales. La mujer puede darse cuenta, entonces, de que su problema consiste en que se enamora de su propia proyección y trata de convertirse en la imagen que el hombre proyecta en ella, abandonando de esa manera a su propio ser. A medida que la intimidad humana va intensificándose, la mujer rechaza esa imagen y no puede seguir fingiendo. Cuando se expresa cada vez más como realmente es, el hombre siente que ella lo ha traicionado por haber ocultado tantos aspectos de su verdadera naturaleza para conquistarlo. Inconscientemente, su ira frente al hombre y frente a sí misma (por haberse traicionado) se une a la ira que siente él y de ahí nace la bomba que siempre termina por explotar.

Finalmente, las dos sombras lograrán vengarse. Para que se produzca la curación, la mujer no debe actuar como un caballero, ni debe tratar de entender por qué la están abandonando. Está enojada, y su ira y sus celos asesinos tienen que canalizarse de una manera aceptable. Tiene que expresar desde su cuerpo la ira acumulada durante toda la vida para dejar lugar al amor que sana. Debe reconocer y sentir su propia ira para que la comprensión y la compasión transpersonales tengan cabida.

En algún momento, en medio de la angustia y de la ira, la mujer se dará cuenta de que no ha sido abandonada por el hombre que ama. Ese hombre no tiene forma humana. Nunca la tuvo. Lo que ella ha hecho es proyectar una imagen interior. Su espejo se ha roto en mil pedazos y puede optar por morir o aceptar la realidad. Y lo que ocurre en realidad es que no sufre por ese hombre en particular. Sufre por su amante perfecto y por la hermosa mujer que era cuando estaba enamorada. Enfrentada a su verdad desnuda, sufre por su propia niña, la niña que abandonó la primera vez que se dispuso a complacer a papá.

Esa niña —con toda su fe y su amor infantiles— es la misma que llora sumida en su soledad. A pesar de ser vulnerable, la niña tiene que tener fe en la vida para que la mujer logre algún día que su esencia madure.

Por haber sido abandonada por su madre y por la relación creativa que tuvo con su padre, puede sentir que las demás mujeres no valen la pena, pero posiblemente sepa que no quiere enfrentarse a todo el «lío» que significa enamorarse de un analista y prefiera psicoanalizarse con una mujer. En la transferencia, la analista recibe la proyección de la madre cariñosa que la paciente nunca tuvo. La paciente y la analista alimentan y disciplinan a la niña abandonada y le ofrecen un lugar seguro para que juegue, mientras la acompañan Con cariño hasta que llegue a la madurez. Ésta es la niña que ha sufrido fuera de los límites de la sociedad, pero que sigue aferrándose a su sabiduría innata y se niega a morir. Su vulnerabilidad y su fortaleza, que nacen de su soledad, le dan el desapego que necesitan el artista y el payaso. Por lo que he visto, ese desapego, que es a la vez personal y transpersonal, es la única energía que tiene la fuerza necesaria para desarmar al personaje del embustero.

Permítanme ilustrar lo anterior con un corto relato. Una Nochebuena me encontraba por casualidad en la estación Chalk Farm del metro de Londres. No pasaba un solo tren. Unos cuantos hijos pródigos tiritaban en esa cueva húmeda, soñando con el hogar al que pensaban llegar o con el que no tenían. De pronto, se escuchó el rugido de un borracho que retumbaba en la enorme bóveda. Una mujer maciza y descuidada apareció tambaleándose por la entrada con dos niñitas que probablemente tenían cuatro y seis años. No llevaban abrigos y se aferraban a esa mole que avanzaba con esfuerzo gritando obscenidades al vacío. Su humor cockney era impresionante por lo franco, lo visceral y lo auténtico. En las paredes retumbaban carcajadas de asombro. La niñita de cuatro años se alzó todo lo que pudo a pesar de lo pequeña que era y lanzó un grito claro como el agua: «¡No se rían de mi mamá!». Después de eso no hubo más que silencio… y lágrimas en los ojos de todos los que esperábamos.

La sabiduría innata de la niña rasgó los velos de todos los que presenciamos la escena. Ella fue la única que tuvo el desapego y la empatía para apreciar la realidad. Fue el huésped inesperado de esa Nochebuena.

El cuerpo de la mujer creativa puede ser un huésped rechazado. Por haber sido con tanta frecuencia el chivo expiatorio, hay que prestarle afectuosa atención cuando trata de que lo escuchen. Es posible que se produzcan graves problemas digestivos, jaquecas, sarpullidos y alergias, problemas que pueden formar parte de cualquier análisis, pero el temperamento artístico, que vuela en las alas de su intuición, puede no preocuparse de una úlcera y, en cambio, obsesionarse por un grano. También pueden volver a surgir antiguas tendencias a la evitación y la represión, que en muchos casos van acompañadas de trastornos relacionados con la comida. Cuando la paciente va tomando más conciencia de su cuerpo, las emociones expresadas por los músculos refuerzan los valores afectivos que se expresan verbalmente con claridad y ese refuerzo sorprende a la mujer que es una extraña dentro de su propio cuerpo.

Si la mujer se enamora de su analista, hay que enfrentar abiertamente la situación, porque el proceso de duelo en relación con la madre se repite y en ese caso se puede hacer frente al dolor conscientemente, tal vez incluso en forma creativa. Si la analista toca o abraza a su paciente, las dos tienen que comprender la diferencia que existe entre el contacto físico personal y transpersonal; esa comprensión sólo puede provenir del desapego de la misma analista. A medida que la paciente aprende a prestarle atención a su cuerpo, su sexualidad se va vinculando gradualmente con sus auténticos sentimientos y los sueños homosexuales van desapareciendo para ser sustituidos por sueños heterosexuales o la paciente opta conscientemente por una relación homosexual. Esta es la etapa en que se debe desarrollar un yo sólido, bien arraigado en el cuerpo femenino y en las emociones que surgen de ese cuerpo. Esta mujer tiene una gran necesidad de contar en lo cotidiano con un terreno firme donde apoyarse, para poder entregarse a su imaginación creativa con la plena seguridad de que podrá regresar a su yo y relacionarse con los demás.

Cuando la paciente va adquiriendo más confianza, es posible que la psicóloga descubra que actúa cada vez más como una inspiradora. La paciente puede pedirle que le dé una opinión crítica sobre sus creaciones, buscando de esa manera un estímulo para dar a conocer sus obras. Esto encierra un doble peligro: en primer lugar, la psicóloga puede transformarse rápidamente en una madre negativa; en segundo lugar, puede hacer que la artista novata dependa absolutamente de ella, no sólo desde el punto de vista creativo sino también de la crítica. En lugar de hacer eso, la paciente y la analista tienen que ponerse de acuerdo para dejar la crítica en manos de los críticos, para no arriesgarse a contaminar el témenos del análisis.

De acuerdo con mi experiencia, hay una transición muy peligrosa que se debe hacer con la mujer creativa. Si está atravesando por la crisis de la edad adulta, esta mujer reconocerá que todavía no se ha hecho responsable de su talento y que ha vivido dejándose llevar por su máscara o su animus; repentinamente, puede querer recuperar a su niña abandonada y tratar de hacer un giro de 180 grados, con toda la determinación de un desterrado que se dispone a regresar a su tierra. La corriente arquetípica puede ser demasiado fuerte para su cuerpo inmaduro, el yo puede no estar bien relacionado con la energía corporal o el cambio psíquico puede ser muy brusco para que el cuerpo lo acompañe en forma armoniosa. Cualquiera sea la causa, es posible que aparezcan graves síntomas físicos. Parecería que los ritos de iniciación que no se asimilaron en la pubertad tuvieran que integrarse ahora, para que la mujer pueda enfrentarse a los ritos de la menopausia.

Durante este período hay que recuperar el cuerpo abandonado, darle cariño y habitarlo, para que se convierta en receptáculo de la creatividad. En esa situación suele ser difícil distinguir a la adolescente de la mujer que atraviesa por la menopausia, pero la atenta diferenciación entre esas dos fases de conciencia lunar la ayudarán a convertirse en dueña de su propia vida, en vez de vivir anhelando amargamente lo que de hecho le pertenece. Esta transición puede ser muy peligrosa. Si la mujer no ha hecho un trabajo corporal serio que le permita integrar sus emociones, una vez más puede sentirse condenada al abandono.

Si una mujer de este tipo trabaja con un psicólogo, la situación es muy diferente. La paciente ve en él al padre positivo que su estructura psíquica convierte espontáneamente en su animus positivo. Esto puede causar confusión y ser destructivo, sobre todo por la singular fuerza que encierra el yo masculino en el mundo patriarcal de Occidente. El psicólogo estimula el proceso de curación que se origina en el análisis, pero su contratransferencia puede ir mucho más allá del estímulo y transformarse en orgullo paterno ante los logros de su hija.

Como tradicionalmente los éxitos de una hija han tenido menos valor (porque se miden de acuerdo con pautas muy distintas), el orgullo del padre-analista ante la actividad creativa de su hija-paciente adquiere una nueva dimensión desde la perspectiva feminista. Hay una sensación de estar abriendo nuevos horizontes, creando una nueva armonía entre los dos sexos, desarrollando una nueva matriz cultural. Lo que posiblemente no se reconozca es la reaparición regresiva de la antigua autoridad patriarcal, con todos los elementos incestuosos subterráneos que la refuerzan y que crean la ilusión de una curación, de creatividad y de cambio. Lo que en realidad puede activarse es el complejo paterno que originalmente llevó a la mujer a psicoanalizarse. Si eso es lo que ocurre —porque puede no ocurrir—, tan pronto como se reconoce la contratransferencia y se elimina (como tiene que ocurrir a la larga), la paciente no sólo vuelve al punto de partida sino que, lo que es aún peor, siente que ha sido seducida o engañada con absoluta alevosía.

Lo que posiblemente no reconozca el psicólogo es que en la estructura psíquica de la mujer creativa hay una profunda escisión entre la imaginación y el cuerpo. Para ella, lo imaginario es el mundo real y el padre-hombre, que puede entrar en ese mundo y fecundarlo, «da luz al sol y música a los vientos»[13]. Él es su amado. Es allí donde se da su relación física íntima. Es allí donde se permite el incesto. Como su sexualidad física es básicamente inconsciente, puede tener relaciones fuera del análisis y ni siquiera mencionarlas. Los hombres comunes y corrientes quedan fuera de su esfera, no alcanzan a ser dignos de su femme fatale.

El modelo de la copa de la alquimia, que supone la cooperación armónica entre el adepto y su soror mystica, está hecho a su medida. Y también está hecho a medida para su destrucción si el analista llega a sentir miedo, si se deja seducir o si hace mal uso de su poder. Si la copa se rompe, ella no tiene ni un cuerpo ni un mundo al que pueda regresar. No le sirve de nada recurrir a su animus, que la ha obligado toda la vida a complacer a papá (a sus profesores en la universidad, a su esposo, a su jefe, prácticamente a todas las autoridades masculinas). La risa del animus después de derrotar a otro rival puede ser diabólica. La mujer necesita encontrar su propia vida dentro de su cuerpo, definir claramente su feminidad (que abarca su ira inconsciente contra los hombres) e integrar su masculinidad y su feminidad.

A menos que el psicólogo haya dejado un lugar para el padre tramposo —es decir, haya dado cabida al trauma que se encuentra en el centro mismo de su psique—, la paciente sufrirá en algún momento un nuevo abandono y no hay nada, ni siquiera el incesto, que despierte toda la gama de emociones patriarcales como el abandono de la hija.

Tradicionalmente, en las culturas antiguas, era común que se abandonara a las hijas porque sólo se apreciaba a los hijos varones. Cuando la paciente sufre un abandono, se activa todo el mito patriarcal en sus orígenes más primitivos. La rapidez con que el inconsciente se hace cargo de la situación para realizar el sacrificio (por ejemplo, en Stonehedge, en Tess, la de d’Ubervilles, de Thomas Hardy) es evidente en los personajes de mujeres abandonadas y sacrificadas de la literatura occidental. El encontrarse entregada a ese mito, o a su merced, puede provocar una profunda pasividad en las dos personas que participan en él, como si lo que estuviera sucediendo fuera necesario e inevitable. Sino, destino, karma, todo entra en juego para reforzar lo que ha ocurrido y lo que está sucediendo.

Lo que tiene que producirse es un cambio profundo y revolucionario de la relación, un cambio que es un enorme desafío para el yo masculino y para el complejo paterno que lo alimenta. El psicólogo que ha sido «el mejor niño del mundo», y que ha tratado de ser el padre más cariñoso del mundo, puede tener una máscara profesional muy afectuosa, pero es posible que se sienta absolutamente confuso cuando se enfrenta a los verdaderos sentimientos. La mujer que lucha por su vida exige sentimientos auténticos y tiene derecho a recibir una respuesta franca; de lo contrario, queda atrapada, con su animus interno y espiritual contaminado por su proyección en el psicólogo.

La verdad puede liberar tanto a la paciente como a su analista. Posiblemente surja algo inesperado, algo nuevo y desconocido para los dos, lo que Jung llamó la «función trascendente»[14]. El abandono —entendido negativamente como traición, pérdida, vulnerabilidad y muerte— puede convertirse en abandono en un sentido positivo, en sinónimo de apertura, espontaneidad y libertad. El vivir ese abandono es destruir la alianza mago-padre y lanzarse a lo desconocido, donde reside la verdadera creatividad. Sólo entonces se comprende lo ilusorio del antiguo esquema, porque la ilusión que encerraba se ve ahora como una realidad que lucha por librarse de la trampa que la aprisiona. Este es el nuevo territorio que van labrando las mujeres conscientes desde un punto de vista psicológico, un territorio que exige un nuevo examen a fondo de las actitudes obsoletas.

Los peligros que encierran la transferencia y la contratransferencia entre una psicóloga y un paciente creativo también merecen un análisis detenido. No corresponde aquí analizar en detalle esa mecánica, pero quisiera señalar que la psicóloga suele activar en el paciente la imagen de la madre positiva. Si él se siente a sus anchas en el inconsciente, los dos pueden explorar los laberintos de esa relación por toda la energía que contiene. Juntos pueden aprovechar el géiser de creatividad que irrumpe cargado de poesía, música, drama, cerámica. La psicóloga se convierte entonces en la musa de su hijo espiritual, así como Venus-Urania fue la musa de Adonis. Cuando se produce el primer flujo de renovación creativa, posiblemente no se comprenda que esta relación puede ser fatal: Adonis puede adueñarse de una energía que no le pertenece y que lo deja incapacitado para enfrentarse a Ares, el jabalí, el más incestuoso y más instintivo de los amantes de Venus. Para liberar y dar un marco de contención a la sombra del dinámico Ares del paciente, la psicóloga debe tener una virgen interna bien definida, una conciencia femenina que ya no se identifique con la madre, una conciencia receptiva a su propia creatividad masculina, libre ya de la tiranía paterna.

Si el psicólogo, o la psicóloga, reconoce desde un comienzo la mecánica psíquica inevitable de la relación y puede hacer frente a la contratransferencia, el proceso no tiene que ser necesariamente traumático. Hay que neutralizar de alguna manera el poder del mago sombrío y de la bruja omnívora. Estos complejos negativos pueden tener efectos positivos, en la medida que obliguen al paciente a hacer el trabajo interior necesario para dejar de lado sus muletas, pero también pueden ser destructivos mientras el individuo no haya adquirido la fuerza necesaria para soportar su energía. Una tormenta con relámpagos, un tornado, un fuego abrasador —esas imágenes oníricas que siempre son una alerta de una situación peligrosa— pueden arrancar de raíz el centro del hogar psíquico.

Según el modelo junguiano, sólo existe una leve diferencia entre el yo de una mujer inconsciente y el ánima de un hombre inconsciente; también existe una analogía similar entre el hombre y el animus de la mujer. En una relación íntima, siempre se activa el amor-odio entre esos cuatro personajes. Si el paciente se identifica con su máscara, ésta y el yo defensivo se esforzarán a toda costa por ocultar el mundo interior, ese mundo del que forman parte los instintos. Si no se analiza conscientemente el erotismo apasionado, el cuerpo queda abandonado una vez más y la sombra se entrega a su venganza a través de síntomas físicos. Cuando la tensión entre el analista y el paciente llega a su punto más álgido, uno o el otro pueden caer en la inconsciencia y acusar al otro de estar interesado en ejercer poder. Cualquiera de ellos puede acusar al otro de querer «más y más», mientras los dos repiten «no es cierto».

Los conflictos de este tipo surgen cuando se activan las proyecciones de la sombra: el «más» de la madre negativa exige cantidad, el padre negativo pide calidad. Lo femenino se siente víctima de una violación psíquica y lo masculino siente que el niño aterrorizado le extrae hasta la última gota. Es posible que en el inconsciente se vaya acumulando una enorme hostilidad contra el sexo opuesto. Si el analista no puede adoptar de inmediato una posición en la que el yo se sienta Inerte, una posición bien fortificada por una auténtica afectividad, no hay ningún intermediario entre la conciencia y el inconsciente. Este no es el momento apropiado para que se manifiesten la masculinidad fútil, la feminidad masoquista, el padre tirano, la madre positiva o cualquier combinación de esos cuatro elementos. El analista y el paciente tienen que hablar y ser escuchados. El antiguo mapa ya no sirve de nada en este nuevo territorio.

La mujer que está en contacto con su virgen ha dejado atrás a la mujer dominada por el ánima, que actúa de acuerdo con la psicología masculina[15]. Se descubre diciendo cosas que nunca había dicho, haciendo preguntas que nunca había hecho. Esta mujer trata de expresarse desde su realidad femenina y, a la vez, de estar consciente de sus opiniones masculinas. En muchos casos se ve atrapada entre dos puntos de vista contradictorios: por una parte, lo racional, lo justo, lo que se preocupa de las metas; por otra, lo irracional, lo cíclico, el contacto con los demás. Su tarea no consiste en optar por uno u otro, sino en mantener la tensión entre los dos.

La mujer que se ha dedicado toda la vida a aprobar exámenes y a estudiar, a la política o al mundo de los negocios, sabe cómo sistematizar sus ideas de acuerdo con las leyes de la unidad, la coherencia y el énfasis. Lo que suele perder en ese aprendizaje es la fe en los valores que provienen del corazón. Cuando trata de expresarse desde esa base, se pone en contacto con su alma abandonada. El temor a que la consideren «infantil y estúpida» la hace sonrojarse y se desespera por encontrar las palabras; sin aliento, se precipita al vacío con la esperanza de expresar su ser femenino y de escapar de la prisión de los opuestos que la encierra en contradicciones.

Hoy en día, la lógica de los opuestos es tan indefendible como la física de Newton. Así como la ciencia ha llegado a aceptar que la luz es simultáneamente onda y partícula, según el experimento que se haga para determinar su naturaleza[16], las mujeres deben aprender a vivir en un mundo de paradojas, un mundo en el que es posible sostener a la vez dos opiniones contradictorias. Los ritmos son sinuosos, lentos y tienen su origen en emociones que provienen del corazón racional. Mucha gente sabe intuitivamente que ese lugar existe, pero son pocos los que se sienten tan seguros como para expresarse o moverse a partir de este centro.

Martha reconoció finalmente su abandono de todo lo que había esperado encontrar en sus relaciones sentimentales. Refiriéndose a la desintegración de su última relación, escribió lo siguiente:

Tal vez soy demasiado fuerte. Él decía que era muy crítica y yo sentía que él estaba constantemente juzgando. Sé que esa niñita que hay en mí necesita demasiado, exige demasiado. Está tan poco centrada que trata dé encontrar su centro en una relación; el hombre se convierte en dios y madre. Yo estaba tratando de dejarla crecer y no puedo dejar de pensar que hice lo que tenía que hacer. Le dije con toda sinceridad lo que sentía. Traté de comprender lo que él sentía. No podíamos comunicarnos. Fui honesta con mis valores afectivos, pero él no se puso a la misma altura. Reconocía el problema que tenía con su máscara, pero no quería enfrentarlo. Lo que quería era volver junto a su madre, que nunca lo criticaba. Y eso fue lo que hizo. Se casó con ella. Todo anduvo bien mientras tuvimos nuestro paraíso. Cuando se plantearon los verdaderos problemas de la relación, él no estaba allí. Sí, es la misma historia de siempre, pero esta vez estoy más consciente. La conciencia hace que todo sea peor, también hace que todo sea mejor. Quizá sea el destino. Quizá no estábamos hechos el uno para el otro.

Después de hacer esas reflexiones, y dominada todavía por la actitud de crítica y censura, Martha tuvo el siguiente sueño:

Estoy sentada en la primera cama que tuve en mi vida, de frente a la cabecera, como podría hacerlo un niño jugando. Laurence Olivier, el objeto de mis fantasías adolescentes más diversas y detalladas, está apoyado en la cabecera. Se lo ve viejo, pero sigue siendo terriblemente atractivo, con abundante pelo blanco como la nieve. Tenemos una relación, al menos desde hace algunos meses; ya es una relación más bien sólida. De pronto, se me ocurre que es fascinante que una de mis fantasías de adolescente se haya hecho realidad casi exactamente como la imaginaba. En ese momento los dos sentimos un incontenible deseo sexual, al que estamos por entregarnos cuando despierto.

«Me desperté con la sensación de haber recibido una patada en el estómago —dijo Martha—. Me sentía aplastada, agobiada. Después sentí alivio. Por lo menos ahora sé lo que he hecho durante toda mi vida. Reconozco el mundo de la fantasía». El sueño sugiere que Martha ha estado viviendo en un mundo de fantasía, «al menos desde hace algunos meses», una dramática simplificación cuando en realidad está en «la primera cama» de su vida. Laurence Olivier, la elegante imagen paterna, es muy viejo, lo que indica sin lugar a dudas que la tendencia a la fantasía ya está obsoleta.

El sueño describe con toda claridad la cruz que Martha ha arrastrado toda la vida y, a la vez, le da «una patada en el estómago», lo trascendente que puede liberarla. Éste es el mismo conflicto implícito en el sueño recurrente de su infancia que mencioné antes: el deseo de huir y el deseo de vincularse con los demás. El refugiarse en el complejo (entregarse a Laurence Olivier, el actor consumado) la defiende del dolor de estar en contacto con la vida. También la aparta de su verdadero ser dentro de su cuerpo. La sensación concreta de recibir una patada en el estómago es lo que la hace tomar conciencia de lo que ha hecho durante toda la vida, de su complicidad con una ilusión. El mundo de la fantasía es un pacto con el diablo. La patada es la herida provocada por el sí-mismo, a través de la cual puede entrar el dios. El sueño arroja al yo fuera de la cuna y de allí al fuego. La soñante, que ha visto la fantasía y la ha abandonado, se convierte en la abandonada, libre para entregarse a su propia vida.

Como muchas de sus contemporáneas, Martha está tratando ahora de dar forma a sus percepciones. Está tratando de ser nada más ni nada menos que ella misma, decidida a invertir sus energías en su labor creativa. Gracias a esa actitud, tiene más posibilidades de aceptar al próximo hombre que aparezca en su vida tal cual es, mientras se va aclarando la contradicción de fondo de su vida.

A cierto nivel, todavía estoy hecha pedazos. Todavía siento ira y sigo sin resignarme. Racionalmente, me doy cuenta de que lo puse en una situación dificilísima. Creo que, inconscientemente, fui muy negativa. Tengo la impresión de que él interpretó mi verdadero mensaje, que en todo caso era muy crítico. Creo que exigía perfección. No estoy enojada con él, sino con todos los hombres. Es una racionalización: lo culpo a él para desviar la ira que siento contra mí. Pero en realidad estoy furiosa conmigo. Traicioné a mi propia alma, a mi pequeña.

Es espantoso en realidad. No tengo en absoluto una feminidad madura. El problema sigue siendo el compromiso. Sigo tratando de escapar mientras me esfuerzo mucho por comprometerme. Ando constantemente con los brazos estirados, rogando poder relacionarme con alguien, pero algo me arrastra hacia atrás, algo que no se quiere comprometer. Es una actitud irresponsable. Espero que alguien me diga: «Eres extraordinaria. Lo que haces es realmente valioso». Espero que me den apoyo desde fuera. En lugar de dejar que se exprese mi propia autoridad interior, lo que hago es complacer a los demás. Tengo pavor de relacionarme, porque estoy segura de que los demás van a descubrir que soy inadecuada. Sigo tratando de justificar mi existencia, en lugar de simplemente ser.

¿Sabe qué pasa? Éste es un problema relacionado con el amor. No me quiero bastante. Entiendo racionalmente lo que es el amor, pero cuando se trata de abrir mi corazón no sé qué significa. Cuando me siento tensa, me relajo, respiro hasta el fondo de mi corazón. Sólo entonces soy capaz de arriesgarme. Escucho con el corazón. Puedo sentir lo que siento. ¡Quiero tanto, tanto, que esa niñita se convierta en una mujer madura!

La conciencia femenina, que no debe confundirse con la maternidad, está evolucionando en muchos hombres y mujeres. Aunque unos pocos individuos extraordinarios llegaron a conocer ese territorio en el pasado, ahora se está haciendo consciente como fenómeno cultural. No sólo somos responsables de escuchar su voz, sino también de actuar de acuerdo con él y de aceptar, como consecuencia, un cambio radical en nuestras vidas. Si optamos por abandonarlo, surgirá su aspecto sombrío: vengativo, depresivo, suicida. Si nos entregamos a él.

imagino que la fe podría ser una hierba

que surgiera en medio del alquitrán, una energía azul que atravesara

los átomos impenetrables de una roca de escepticismo[17].

Durante toda mi vida, a cada instante, el mundo ha ido adquiriendo más luz y más fuego, hasta llegar a envolverme en una enorme luminosidad que brilla desde su Interior… el destello púrpura de la materia se va confundiendo imperceptiblemente con el oro del espíritu, para perderse por último en la incandescencia de un Universo personal…

Esto es lo que he aprendido en mi contacto con la tierra: la transparencia de lo divino en el centro de un universo resplandeciente, lo divino que irradia desde el fondo de la materia incandescente.

TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino

El objetivo del psicoanálisis —que aún no se ha alcanzado y que aun se reconoce sólo a medias— es hacer que nuestras almas regresen a nuestros cuerpos, devolvernos a nosotros mismos y así superar el estado de autoalienación.

NORMAN O. BROWN

En ese preciso lugar donde el alma se sensualiza, en ese preciso lugar se encuentra la ciudad de Dios cuya creación se ha dispuesto desde la eternidad.

DAME JULIÁN DE NORWICH

Nosotros no pensábamos que las grandes planicies sin límites, las hermosas colinas ondulantes y los arroyos serpenteantes rodeados de vegetación enmarañada eran «indomables». Sólo el hombre blanco consideraba que la naturaleza era «primitiva» y sólo él sentía que la tierra estaba «plagada» de animales «salvajes» y de «bárbaros». La naturaleza era «mansa» para nosotros. La tierra era fértil y vivíamos rodeados por la gracia del Gran Misterio. Solamente después de que llegaron los hombres velludos desde el este y de que con bestial furor cometieron una injusticia tras otra contra nosotros y contra nuestras amadas familias, empezamos a sentir que la naturaleza era una extraña. Cuando los animales de los bosques empezaron a desaparecer al acercarse el hombre blanco, sólo entonces empezó a existir para nosotros el «oeste indómito».

Jefe LUTHER STANDING BEAR, Land of the Spotted Eagle