CRISÁLIDA:
¿EXISTO EN REALIDAD?
El sol besó mi Crisálida —
Y me levanté —y viví
EMILY DICKINSON
Tenía tres años cuando hice el descubrimiento psicológico más importante de mi vida. A esa edad descubrí que, obedeciendo a sus leyes internas, un ser vivo pasa por ciclos de crecimiento, muere y vuelve a nacer como un nuevo ser.
Un día, estaba jugando con mi pipa de mazorca de maíz con la que hacía burbujas mientras ayudaba a mi padre en el jardín. Me gustaba ayudarle porque él comprendía a los insectos y a las flores, y sabía de dónde venía el viento. Cuando encontré un bulto pegado en una rama, papá me explicó que la Oruga Catalina se había hecho una crisálida, y me propuso que la lleváramos a casa y la claváramos en la cortina de la cocina. Algún día, de ese bulto iba a surgir una mariposa.
Ya había visto cosas misteriosas en el jardín de papá, pero esto superaba incluso mi imaginación. De todos modos, con mucho cuidado, atravesamos los dos alfileres de la crisálida en la cortina y todas las mañanas bajaba corriendo las escaleras con mi muñeca y mi pipa para mostrarles la mariposa. ¡Pero la mariposa no aparecía! Papá me decía que tenía que tener paciencia. Las crisálidas parecen estar muertas, pero dentro de ellas se van produciendo cambios extraordinarios. La vida de una oruga es muy distinta de la vida de una mariposa y necesitan cuerpos diferentes. Una oruga sólo mastica hojas; una mariposa bebe néctar. La oruga es asexuada, casi ciega y tiene que arrastrarse por la tierra; la mariposa pone huevos, y puede ver y volar. La mayoría de los órganos de la oruga se disuelven y el líquido que queda ayuda a que crezcan las alas, los ojos, el cerebro y los músculos diminutos de la mariposa que se va desarrollando. Pero todo el proceso es muy difícil, tan difícil que la criatura no puede hacer nada más en esa etapa. Tiene que quedarse dentro de su capullo protector.
Yo seguía esperando que esa oruga perezosa y glotona se transformara en una delicada mariposa, pero para mis adentros había llegado a la conclusión de que papá se había equivocado. Sin embargo, una mañana, cuando estábamos comiendo nuestro cereal mi muñeca y yo, me di cuenta de que no estaba sola en la cocina. Me quedé inmóvil. Sentía que había algo en la cortina. Y ahí estaba, con las alas abriéndose todavía, brillando apenas con una luz transparente; era un ángel capaz de volar. Su capullo estaba vacío. Ese hecho misterioso que se produjo en la cocina fue mi primer contacto con la muerte y el renacer.
Años más tarde descubrí que la mariposa es un símbolo del alma del ser humano. También descubrí que, apenas sale del capullo, la mariposa deja caer una gota de excremento que se ha ido acumulando. Generalmente es una gota roja y, a veces, la mariposa la deja caer en su vuelo. Es así como un conjunto de mariposas puede producir una verdadera lluvia de sangre, fenómeno que despertaba terror y recelo en las antiguas culturas y que en algunos casos daba lugar a verdaderas masacres. Simbólicamente, para liberar a nuestra mariposa también tenemos que sacrificar una gota de sangre, dejar el pasado atrás y mirar hacia el futuro.
La delicada transformación que se produce en la crisálida es una transición crepuscular entre el pasado y el futuro. Una parte de nosotros sigue mirando hacia atrás, añorando la magia de lo perdido; otra se alegra de despedirse de nuestro pasado caótico; otra observa hacia adelante con todo el valor que logra reunir; otra se entusiasma ante las posibilidades de cambio; otra se queda inmóvil, sin atreverse a mirar en ninguna dirección. Quienes aceptan conscientemente a la crisálida, ya sea en el psicoanálisis o en su vida diaria, aceptan la paradoja de la vida y la muerte, una paradoja que adopta distintas formas en cada nueva espiral de crecimiento. En El viaje de los magos de T. S. Eliot, uno de los Reyes Magos describe lo vivido en Belén de regreso en su país:
… así que seguimos
y llegamos al anochecer, ni un momento antes de tiempo
para encontrar el sitio: fue (podría decirse) satisfactorio.
Todo eso pasó hace mucho, lo recuerdo.
Y lo volvería a hacer; pero escribid
esto escribid
esto: ¿se nos llevó tan lejos a buscar
Nacimiento o Muerte? Había un Nacimiento, es cierto,
tuvimos prueba sin duda. He visto nacimiento y muerte,
pero había creído que eran diferentes; este Nacimiento fue
dura y amarga angustia para nosotros, como Muerte, nuestra muerte.
Volvimos a nuestros sitios, a estos Reinos,
pero ya no más a gusto aquí, en el viejo estado de cosas,
con una gente extraña aferrándose a sus dioses.
Me alegraría de otra muerte[1].
Si aceptamos esta paradoja, lo que parece ser una contradicción intolerable no nos aplasta. El nacimiento es la muerte de la vida que conocíamos; la muerte es el nacimiento de la vida que aún no hemos vivido. Tenemos que aceptar esta contradicción y dejar que nuestro círculo se amplíe.
Los que nunca salen del capullo; los que encuentran que la vida es «fastidiosa, rancia, vana e inútil»[2] o, como se dice actualmente, «aburrida», tienen un grave problema. Sin poder escapar de su inmovilidad, se aferran a sus juguetes de la infancia, se alejan de la realidad actual y se quedan sentados, esperando liberarse del dolor por arte de magia y poder vivir entonces en un mundo «justo y bueno», un mundo de fantasía que tenga la inocencia de la niñez. Temerosos de abandonar las relaciones que les impiden crecer; temerosos de enfrentarse a los padres, los compañeros o los hijos que siguen teniendo actitudes infantiles, se hunden en una enfermedad crónica o en la muerte psíquica. La vida se convierte en una red de ilusiones y mentiras. En lugar de hacerse responsables de lo que sucede y de aceptar el desafío del crecimiento, se aferran a la estructura rígida que han ido construyendo o que recibieron al nacer. Tratan de permanecer «estáticos», en una actitud que atenta contra la vida, porque la ley de la vida es el cambio. El quedarse «estático» equivale a la descomposición, sobre todo en el Jardín del Edén.
¿Por qué sentimos tanto temor ante el cambio? ¿Por qué, cuando estamos tan ansiosos por cambiar, nos desesperamos aún más cuando empieza a producirse una transformación? ¿Por qué perdemos nuestra fe infantil en el crecimiento? ¿Por qué nos aferramos a nuestros antiguos lazos en lugar de abrirnos a nuevas posibilidades, al mundo desconocido de nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra alma? Plantamos grandes bulbos de amarilis. Los regamos, dejamos que les dé la luz del sol, vemos cuando aparece el primer brote verde, el tallo que se apresura a crecer, las yemas, y luego admiramos las hermosas flores acampanadas que ofrecen un aleluya a la nieve del jardín. ¿Por qué tenemos que tener más fe en un bulbo de amarilis que en nosotros mismos? ¿Será porque sabemos que la amarilis va creciendo guiada por una ley interior, una ley con la que ya hemos perdido contacto? Si nos damos tiempo para escuchar a la amarilis, podemos vibrar con su silencio. Podemos sentir su eterna quietud. Podemos llegar al fondo del misterio. Y en ese lugar, el lugar de la Diosa, podemos aceptar el nacimiento y la muerte. La bellísima flor va a morir algún día, pero si permitimos que el bulbo repose y lo dejamos en la oscuridad, el próximo año surgirá otra flor.
La inseguridad es la esencia misma del temor ante el cambio. Quienes reconocen su propio valor entre sus seres queridos pueden marcharse y volver sin temor al alejamiento. Saben que los quieren por ser como son. Nuestra sociedad dominada por la informática es fascinante y eficiente, pero está destruyendo cada vez más los auténticos valores humanos. Por muy compleja que sea una máquina, no tiene alma ni se guía por sus instintos. Una computadora puede vomitar todos mis datos personales, pero no puede recorrer los pasadizos subterráneos de mi soledad, ni escuchar mi silencio, ni responder a la sombra que pasa frente a mis ojos. No puede calcular la profundidad y la extensión del alma humana. Cuando una sociedad se programa deliberadamente de acuerdo con una serie de normas que apenas se relacionan con los instintos, el amor o la intimidad, quienes se deciden a convertirse en individuos confiando en la dignidad de su alma y en la creatividad de su imaginación tienen razón de sentir miedo. Son parias alejados de la sociedad y, en mayor o menor medida, de sus propios instintos. Mientras trabajan en el silencio de su capullo suelen pensar que están locos. También piensan que enloquecerían aún más si renunciaran a la fe en su búsqueda personal. Así como la crisálida estaba prendida a la cortina de la cocina, en la pared de sus habitaciones han clavado un proverbio de Blake: «Si el necio persistiera en su estupidez se convertiría en sabio»[3].
La valentía de estar solo, de lucir la «blanca pluma» de la libertad[4], caracteriza al héroe de cualquier sociedad. Hoy en día, estar solo exige más valor y más fortaleza que en otras épocas. Desde la infancia se enseña a los niños a ser actores. En lugar de vivir de acuerdo con sus necesidades y sus sentimientos, aprenden a analizar cada situación para luego complacer a los demás. Por no tener un núcleo interior de certidumbre asentado en su musculatura, no cuentan con los medios para sostenerse por sí mismos. Por estar bombardeados por los medios de comunicación y la presión de sus iguales, corren el peligro de que los estereotipos colectivos anulen totalmente su identidad. A falta de ritos adecuados de pasaje, los publicistas se convierten en los sacerdotes que ofician en la ceremonia de iniciación en la dependencia del consumismo. En todas partes se explota la ceremonia de la inocencia.
Los miembros de una sociedad que no tiene ritos reconocidos no saben qué lugar ocupan en su estructura. Los jóvenes que han atravesado a tientas la pubertad llegan a la adolescencia ansiosos de independencia, pero se indignan cuando les piden que asuman responsabilidades. Los muchachos que nunca se han alejado de sus madres y que temen a sus padres no pueden dar el paso necesario para convertirse en adultos. Las muchachas que han vivido al servicio de sus energías masculinas dominantes no van a renunciar a su prestigio, su poder, su fama y su fortuna por sentirse en armonía con el cosmos. Hasta los ritos de matrimonio son confusos. Las parejas que han vivido juntas durante años sin casarse pueden llegar a creer que «el matrimonio no es nada nuevo» y realmente se asombran al descubrir que empiezan a tener problemas sexuales apenas pronuncian los votos matrimoniales. El convertirse en una persona mayor es un verdadero sufrimiento para los que no pueden aceptar la belleza madura del otoño. Día a día ven aparecer nuevas arrugas y manchas en su piel, sin que un alma dulcificada por el tiempo les ofrezca una compensación. Por no haber ritos para las personas mayores, éstas no pueden abrigar la esperanza de ocupar un lugar de honor en la sociedad y, en la mayoría de los casos, tampoco valoran su sabiduría. A veces, ni siquiera se atreven a pensar en la dignidad de la muerte.
Hay una palabra alemana que expresa el oculto desaliento de nuestra sociedad. La palabra pasó a formar parte del idioma inglés en 1963 y ya está incorporada al Oxford English Dictionary (suplemento de 1985). Esa palabra es Torschlusspanik, que se define como «pánico ante la impresión de que se ha cerrado la puerta que hay entre nosotros y las posibilidades que nos ofrece la vida». Las palabras se incorporan a un idioma cuando se las necesita y Torschlusspanik ya se incorporó al idioma inglés. Las puertas que antes estaban abiertas gracias a los ritos de iniciación siguen siendo umbrales importantísimos de la psique humana y cuando esas puertas no se abren, o cuando no se las reconoce como tales, la vida se reduce a una serie de rechazos cargados de Torschlusspanik: la ceremonia de graduación a la que no se invita a una muchacha; la boda que no se realiza; el bebé que no llega a nacer; el trabajo que no se materializa. En retrospectiva, reconocemos que, en muchos casos, el que una puerta se abriera y otra se cerrara no dependió de nosotros. Nos eligieron para esto, nos rechazaron para aquello.
Torschlusspanik ya forma parte de nuestra cultura, porque hay poquísimos ritos a los que las personas pueden recurrir para superar sus impulsos egoístas. Por no tener una perspectiva más amplia, no pueden comprender los rechazos. Cuando la puerta se cierra de golpe, el individuo se amarga o se resigna. Pero, si por el contrario, pudiera llegar a un punto de absoluta concentración, a un punto de apertura que pudiera atravesar o en el que pudiera apoyarse como en un rito de pasaje, podría poner a prueba quién es en realidad. Aprovecharía toda su pasión para hacer un esfuerzo positivo, en lugar de irse hundiendo en la desilusión y la desesperación. El terror que encierra el término Torschlusspanik es lo que lleva a muchas personas a psicoanalizarse; ya se ha cerrado la última puerta, ya han recibido el último rechazo. Ninguna puerta se volverá a abrir. Todo ha perdido su sentido.
Otra razón para temer a la crisálida es la falta de cauces culturales. La insistencia de nuestra sociedad en el crecimiento lineal y en el logro de resultados nos aleja del ciclo de la muerte y el nacimiento, de tal modo que cuando nos sentimos morir, o cuando soñamos que morimos, tememos la destrucción total. Las sociedades primitivas están tan cerca de los ciclos naturales que pueden ofrecer un cauce para que los miembros de la tribu adquieran la experiencia de la muerte y el nacimiento cuando atraviesan por un difícil período de transición. En su obra clásica Rites of Passage, Arnold van Gennep dice lo siguiente:
En esas sociedades, cualquier cambio en la vida de una persona suponía acciones y reacciones entre lo sagrado y lo profano, acciones y reacciones reglamentadas y protegidas para que la sociedad en su conjunto no sufriera ningún daño ni inquietud. La transición de un grupo a otro y de una situación social a la siguiente se consideran elementos integrales de la existencia, de tal modo que la vida de un hombre se compone de una serie de etapas que tienen un comienzo y un final similares: el nacimiento, la pubertad social, el matrimonio, la paternidad, el ascenso a una clase superior, la especialización en el trabajo y la muerte. Cada transición tiene su propia ceremonia, cuyo propósito esencial es que el individuo pase de una situación bien definida a otra, también perfectamente definida. … En ese sentido, la vida de un hombre se asemeja a la naturaleza, de la que no se alejan ni el individuo ni la sociedad[5].
Por ejemplo, a través de la iniciación se reconoce a los muchachos como adultos, se los separa de su madre, se los adiestra como guerreros y se les enseña la cultura de la tribu. En el caso de las muchachas, los ritos de pubertad no tienen el mismo sentido. En Emerging from the Chrysalis, Bruce Lincoln explica:
La iniciación no produce un cambio en la situación de la mujer, sino en su esencia y no se relaciona con la estructura jerárquica, sino con factores ontológicos. La mujer no adquiere más poder o autoridad, sino que se vuelve más creativa, más vital, más real desde el punto de vista ontológico. … Por lo tanto, la iniciación de la mujer se relaciona con el crecimiento o el engrandecimiento; con la adquisición de nuevos poderes, capacidades y experiencias. Para lograr ese engrandecimiento, se van entregando gradualmente a la iniciada objetos rituales que la transforman en mujer y, aún más, en un ser cósmico. Los objetos pueden ser materiales, como vestimentas o joyas, o bien abstractos, como las canciones que se le cantan a una muchacha antes de que se convierta en mujer, los mitos que se relatan en su presencia, las marcas lacerantes o los dibujos en su piel[6].
Cicatrices rituales (de Emerging from the Chrysalis, de Bruce Lincoln).
En esta ilustración hecha por una mujer en base a imágenes de sus sueños aparecen las «cicatrices de una herida» sobre su ombligo, con pequeñas bayas de piel que cuelgan de la herida (izquierda). En su sueño, las bayas se convertían en coronas de flores que formaban un doble círculo en torno a una mujer arrodillada (derecha). El fruto de la herida se transforma en el amor protector de la Diosa, simbolizada por mandalas de flores. (Después de este sueño, la mujer comenzó a aceptar su cuerpo y más adelante empezó a estudiar ballet).
Las marcas lacerantes en la piel de la joven le provocan un intenso dolor que jamás olvidará. Se convierte así en un ser único. A través de esta ceremonia de engrandecimiento, la mujer «ingresa en el ámbito cósmico, porque recibe el agua de la vida con la que ha de regar el árbol cósmico»[7].
Estos ritos primitivos no modificaban las costumbres de los individuos. Le daban un sentido a su vida. Mediante el rito, se confirmaba y se reiteraba su vínculo con los aspectos inmanentes y arquetípicos de la existencia. Lo que podría haber sido algo monótono, Torschlusspanik, adquiría un sentido que trascendía la supervivencia animal. Gracias al rito, el quehacer humano se vincula con lo divino.
En sociedades más mundanas, la iglesia y el teatro se convirtieron en fuentes dé rituales. Dentro de los límites de la misa y de la seguridad que ofrecía, el individuo podía entregarse a Dios y experimentar la desintegración y la muerte, el descenso a los infiernos y la resurrección del espíritu al tercer día. Podía experimentar el engrandecimiento de su espíritu por ser a la vez sujeto y objeto del sacrificio. Como el hombre primitivo, el participante salía del lugar donde se había celebrado el rito con un sentido más profundo de la vida, con una intensa sensación de pertenencia al cosmos y a una comunidad que mostraba respeto por el cosmos.
El teatro también era una fuente de ritos, un capullo colectivo. Los dramas se relacionaban con la realidad arquetípica. Los hombres y las mujeres asistían a una representación de su interioridad psíquica y eso los hacía reflexionar sobre su condición humana.
Hemos quedado sin cauces; el caos nos amenaza. Sin la ayuda de los ritos para distinguir claramente lo profano de lo sagrado, lo que somos de lo que no somos, tendemos a identificarnos con figuras arquetípicas como el héroe, el padre, la madre, etc. Olvidamos que somos individuos; engreídos por el poder del inconsciente, nos apropiamos de él. Y lo hacemos sin saber que lo estamos haciendo ni lo que estamos haciendo. Creyéndonos libres de la fe «supersticiosa» en dioses y demonios, nos adueñamos del poder que antes les atribuíamos. No nos damos cuenta de que lo hemos robado o usurpado. Si no, ¿cómo se explicaría nuestra angustia y nuestra insatisfacción? El poder nos atemoriza; la falta de poder nos angustia. Son pocos los que están satisfechos con lo que tienen. A pesar de lo que llamamos «liberación de los dioses y demonios», sólo unos pocos pueden vivir sin ellos. Su ausencia no ha mejorado en absoluto la situación. Posiblemente incluso la haya agravado.
Por ejemplo, si los padres utilizan a un niño como parachoques, éste puede llegar a temer que su hogar se desintegre si deja de actuar como intermediario. Sin darse cuenta, adquiere el poder de salvador de su pequeño mundo. Cuando se convierte en adulto y sus horizontes se amplían, tiende a asumir ese rol arquetípico en cualquier situación. También se siente culpable cada vez que fracasa. Probablemente hasta se sienta culpable por no lograr que nieve cuando su familia ha hecho planes para ir a esquiar durante el fin de semana. Cuando se toma conciencia de esa arrogancia, parece ridícula pero, si no se la reconoce, la depresión y la desesperación se convierten en una llaga interna que supura. «Tendría que haber podido, y fracasé». En lugar de dejar el destino de los demás en sus manos y aceptar el propio destino, trata de responsabilizarse por el destino y se siente inútil cuando la puerta se cierra de golpe. El sentimiento de culpa que esto provoca puede transformarse rápidamente en ira, una ira que evoca la impotencia de su niñez. «¿Qué esperáis que haga? No puedo. Dejadme tranquilo. Asumid vuestros problemas. ¡DEJADME EN PAZ!».
Muchas personas piensan que la vida es un tiovivo sin sentido si no se sienten transportados por el amor como el Príncipe Carlos y Lady Diana, si no se dedican a una buena causa como la Madre Teresa o si no mueren por un ideal como Martin Luther King. Para determinar el valor de lo que hacen se comparan con personajes que reciben enormes proyecciones arquetípicas, como Marilyn Monroe, John F. Kennedy y Michael Jackson. Una máscara no deja de ser una máscara pero, con la ayuda de tinturas y operaciones, termina por convertirse en un rostro. Los cosméticos son la identidad, el carácter o él destino. Al identificarse con un arquetipo en lugar de enfrentarse a él con desapego, estas personas transforman la vida en un teatro y se convierten en actores en un escenario; de esta manera sucumben a una arrogancia demoníaca y angelical al mismo tiempo. Sin el cauce de los ritos, confunden el mundo sagrado con el mundo profano.
Somos los descendientes de Freud y de Jung y, aunque los poetas y los locos ya eran capaces de ponerse en contacto con su inconsciente sin ningún obstáculo antes de que aparecieran estas dos importantísimas figuras, hoy en día el mundo de los arquetipos es un mercado al aire libre para las masas que carecen de todo cauce ritual. Si encarnamos a ciegas un arquetipo, no damos un cauce a nuestra vida. Somos seres posesos y la posesión actúa como un imán que atrae a las personas inconscientes que hay a nuestro alrededor. La vida cotidiana se convierte en un mundo peligroso donde la ilusión y la realidad se pueden confundir con fatídicas consecuencias.
Cuando se vive de verdad, se van arrancando constantemente nuevos velos de ilusión y, poco a poco, va quedando al descubierto la esencia del individuo. El psicoanálisis puede acelerar este proceso. Hay personas que se sienten, como orugas que se arrastran. Aparentemente no tienen ningún problema. Pero es posible que, al mismo tiempo, una voz intuitiva y profunda les vaya susurrando: «No vale la pena. No hay nadie aquí adentro. Necesito un capullo. Tengo que regresar y encontrarme a mí mismo». Posiblemente no se den cuenta de que cuando una oruga entra en un capullo no sale convertida en una oruga de primera categoría y que incluso puede no estar preparada para soportar la agonía de la transformación que se produce dentro del capullo. Tampoco están bien preparadas para enfrentarse a la belleza alada que va surgiendo lenta y dolorosamente y que vive de acuerdo con leyes muy distintas de las leyes de la oruga. Lo que provoca aún más confusión es que los amigos y los conocidos, que pueden ser orugas bastante felices, no tienen nada de paciencia con la crisálida silenciosa y de bordes afilados, absolutamente retraída, «egoísta, perezosa, autocomplaciente». Y tienen menos paciencia todavía con la desorientada mariposa que aún no se ha adaptado a las leyes de la aerodinámica.
¡Qué es el hombre! El sol brilla cuando él se extiende. Depende del órgano que lo contempla. (William Blake, frontispicio de Las puertas del Paraíso).
Sin embargo, es impresionante con cuánta frecuencia las orugas, inspiradas por las mariposas, abandonan su contacto con la tierra, crean su propia crisálida y desarrollan sus propias alas. Jung dice que el despertar de la conciencia «es el sacrificio del hombre puramente natural, del ser inconsciente e ingenuo cuyo trágico camino comenzó al morder la manzana en el Paraíso»[8].
La crisálida es esencial para encontrarnos a nosotros mismos. Pero nuestra sociedad extravertida ofrece muy poco apoyo al recogimiento introvertido. Se supone que tenemos que hacer cosas, preocuparnos de los demás, dar nuestro apoyo a causas nobles, ser altruistas, enérgicos y cumplir con nuestro deber social. Si optamos simplemente por ser, nuestros seres queridos pueden imaginar de inmediato que no estamos haciendo nada, y al comienzo es probable que hasta nosotros estemos de acuerdo. A medida que el barro primigenio aflora en nuestros sueños, empezamos a prestarle atención. En nuestro interior se desata un infierno y nos preguntamos para qué desenterrar todo eso. Discutimos con nosotros mismos diciendo: «Tendría que estar allá afuera haciendo algo útil, pero en realidad no puedo hacer nada útil si no hay un yo que lo haga. No puedo amar a nadie si no hay un yo que ame. Si no me conozco, no me puedo querer y, si no me quiero, probablemente el amor que siento por los demás sea una proyección de mi necesidad de que me acepten. Estoy actuando para que me quieran. Tengo miedo al rechazo. Si nadie me quiere, no existo. Pero ¿a quién quieren?, ¿quién soy?».
Es esto, precisamente esto, lo que ocurre en el interior de la crisálida: una metamorfosis que algún día le permitirá levantarse y decir yo soy. El hambre torturante, la incesante ansiedad que domina tantas vidas, comienza con el nacimiento, o tal vez incluso in útero. Para sobrevivir en un medio exigente, en el que uno de los padres o los dos proyectan en sus hijos los sueños (o las pesadillas) que no han llegado a realizar, los niños renuncian a vivir su propia vida. No los aceptaron como criaturas con necesidades y sentimientos propios. Nunca se prestó atención al misterio que encerraban y fueron creciendo automáticamente, pensando en términos de la respuesta de los demás. Esto significa que se fabricaron una encantadora máscara, una máscara creada con infinito esmero; una máscara que, en su vida adulta, puede ser a la vez su mayor bendición y su mayor maldición. Externamente pueden tener mucho éxito, pero en su interior están vacíos. No pueden comprender por qué sus relaciones íntimas siempre terminan en un desastre y, aunque reconocen esa pauta, no pueden hacer nada por evitarla. Sueñan que son actores, que los reflectores los iluminan, pero no pueden recordar qué obra están representando y mucho menos sus parlamentos. Si su yo apenas se ha desarrollado, es posible que ni siquiera aparezca en sus sueños, o que aparezca como objetos o animales pequeños.
Sin embargo, es importante reconocer que todos necesitamos diversas máscaras, una para cada ocasión. En una oportunidad, cuando Jung estaba dando una clase sobre este tema, uno de sus alumnos lo acusó de actuar con hipocresía si recurría a una máscara. Jung le respondió que acababa de tener una pelea con su mujer y que todavía estaba enojado, pero que su rabia no se relacionaba en absoluto con sus alumnos ni con el motivo por el que habían ido al Instituto esa mañana. Si hubiera expresado su rabia, no habría sido justo ni con él mismo ni con sus estudiantes, pero les aclaró que tenía toda la intención de terminar la discusión cuando volviera a casa. Lo que Jung quería decir es que debemos estar muy conscientes para saber cuándo recurrimos a una máscara y por qué motivo. De lo contrario, es muy fácil que nos identifiquemos con una determinada máscara, lo que nos obliga a reprimir nuestras verdaderas emociones y nos impide actuar de acuerdo con ellas en el lugar y el momento precisos.
Las máscaras son necesarias, porque las personas que se encuentran a distintos niveles de conciencia reaccionan ante una situación recurriendo a antenas muy distintas. Es absurdo exponernos a que nos hagan daño psíquico sin un buen motivo, ya sea que lo hagamos por ingenuidad o deliberadamente. No es por arrogancia que debemos tratar de no arrojarles perlas a los cerdos, sino simplemente por sentido común.
Mientras se va produciendo el proceso de transformación, en los sueños suelen aparecer embarazos y recién nacidos. Cuando el yo consciente está en condiciones de expresar su energía psíquica reprimida, cuando se pone nuevamente en contacto con su energía somática o cuando toma una decisión por cuenta propia, esa energía aparece simbolizada por una nueva vida. Si la psique se está preparando para acceder a un nuevo nivel de conciencia o si la actitud consciente establece un nuevo contacto con el inconsciente, es posible que la sombra, el ánima o el yo aparezcan embarazados en los sueños. Nueve meses más tarde, y siempre que el proceso no haya abortado, la persona suele soñar que atraviesa una frontera, que llega a un nuevo país, que recorre túneles o que, de hecho, da a luz (véase la p. 283). Si el yo conserva ese contacto, el recién nacido se nutre de alimento espiritual. Si el yo titubea y no aprovecha la nueva energía, es probable que el bebé aparezca mutilado, muriéndose de hambre o muerto. O simplemente puede desaparecer.
He descubierto que cada persona tiende a repetir lo que ocurrió durante su nacimiento siempre que la vida le exige acceder a un nuevo nivel de conciencia. Inicia cada nueva espiral de crecimiento de la misma manera que llegó al mundo. Por ejemplo, si el nacimiento fue fácil, la persona tiende a actuar con una valentía y una confianza naturales en una etapa de transición. Si el nacimiento fue difícil, siente muchísimo temor, manifiesta síntomas de ahogo y sufre de claustrofobia (psíquica y física). Si la persona fue un bebé prematuro, tiende a precipitarse. Si el parto se produjo después de la fecha prevista, el proceso de renacimiento puede ser muy lento. Si la persona nació de nalgas, tiende a vivir retrocediendo. Si nació por cesárea, probablemente evite los enfrentamientos. Si su madre recibió muchos calmantes, puede llegar al umbral de la nueva etapa con un enorme impulso para detenerse de pronto, sin ningún motivo aparente, iniciar un proceso de regresión o esperar que otra persona haga algo. Por lo general, en este punto vuelven a aparecer las adicciones y la persona empieza a comer exageradamente; a no comer nada; a beber, a dormir o a trabajar demasiado; a hacer cualquier cosa que le ayude a no enfrentar su salida a un mundo lleno de desafíos.
En los sueños aparecen muchos bebés encantadores y también muchos pequeños tiranos que necesitan una disciplina estricta y afectuosa. Pero cada niño es diferente. El niño abandonado puede aparecer entre juncos o en medio de la paja de un granero, en un árbol, casi siempre en un lugar abandonado o remoto. Es un niño radiante, fuerte, inteligente, sensible. En muchos casos, puede empezar a hablar pocos minutos después de nacer. Es un bebé que tiene presencia. Es el Niño Divino, que trae la «dura y amarga angustia» del nuevo designio divino, la agonía de los Reyes Magos de Eliot. Cuando nace, los antiguos dioses tienen que desaparecer.
Como la psique tiene uña inclinación natural a la plenitud, el sí-mismo trata de desenterrar el aspecto ignorado para que se lo reconozca. Ese aspecto contiene energías del más alto valor, el oro en medio del estiércol. En la Biblia, la piedra desechada se convierte en piedra angular[9]. Su manifestación es un cambio brusco o sutil de la personalidad o, por el contrario, un fanatismo que adopta el yo para no dar entrada a la nueva y amenazadora energía. Si el yo es incapaz de experimentar el nacimiento psíquico, surgen síntomas neuróticos físicos o psíquicos. La persona puede sufrir intensamente, pero eso se debe a que adora a falsos dioses. No se trata del auténtico sufrimiento que va unido a todo intento por integrar la nueva vida. El neurótico siempre se encuentra un paso atrás de su propia realidad. Cuando tendría que superar la conducta infantil, se aferra a ella. Cuando tendría que madurar, se aferra a locuras juveniles. Nunca es coherente consigo mismo o con los demás, nunca está donde aparenta estar. Lo que no puede hacer es vivir en el ahora.
La vida diaria empuja a muchas personas hacia la plenitud pero, como no comprenden los ritos de iniciación, no pueden entender lo que les sucede. Durante todo el día fingen estar felices, luego vuelven a casa y lloran toda la noche. Tal vez el ser que aman las ha abandonado por otras; tal vez han tenido un fracaso en el trabajo; tal vez han perdido interés en su trabajo; tal vez se ven enfrentadas a una enfermedad mortal; tal vez alguien que querían ha muerto. Tal vez, y esto es lo peor, les ha empezado a ir mal en todo sin ningún motivo aparente. Si no tienen ninguna noción de los ritos de pasaje, se sienten víctimas impotentes ante un destino agobiante. Su sufrimiento sin sentido las impulsa a escapar a través de la comida, el alcohol, las drogas o el sexo. O se rebelan contra los dioses y gritan: «¿Por qué me pasa esto a mí?».
A estas personas se les ofrece la posibilidad de renacer y empezar una vida diferente. Los fracasos, los síntomas, los sentimientos de inferioridad y los problemas abrumadores las impulsan a renunciar a los lazos que se han vuelto superfluos. La posibilidad de renacer surge del colapso del pasado. Por este motivo, Jung insistía en que la neurosis tiene una finalidad positiva[10]. Por no comprenderlo, la gente se aferra a lo conocido, se niega a hacer los sacrificios necesarios, se resiste a su crecimiento. Incapaz de abandonar lo que ya se ha vuelto habitual, es incapaz de abrirse a la nueva vida.
A menos que haya ritos culturales que sirvan de apoyo cuando se salta de un nivel de conciencia a otro, no hay muros de contención que sirvan de cauce al proceso. Si el individuo no comprende los mitos o la religión; si no comprende la relación entre destrucción y creación, muerte y nacimiento, se convierte en víctima de los misterios de la vida que le parecen un caos sin sentido, y lo hace a solas. Como una forma de aliviar el sufrimiento absurdo, pueden surgir adicciones que son un intento de reprimir las contradictorias exigencias del proceso de crecimiento que la estructura cultural ha dejado de explicar o de encauzar.
Al comienzo del psicoanálisis, el paciente se enfrenta a una duda acuciante: «¿Quién soy?». Pero el problema inmediato, que se plantea tan pronto como empiezan a surgir las emociones, suele ser la escisión entre la psique y el cuerpo. La mujer tiende a hablar más sobre su cuerpo que el hombre, pero en nuestra cultura los dos sexos están dramáticamente desconectados de sus sensaciones físicas. Las mujeres dicen «no me gusta este cuerpo»; los hombres dicen «me duele». El hecho de que se refieran al cuerpo en tercera persona refleja claramente su alienación. Es posible que hablen de «mi corazón», «mis riñones», «mis pies», pero el cuerpo como un todo está despersonalizado. Una y otra vez dicen: «No siento absolutamente nada del cuello hacia abajo. Siento todo en la cabeza, nada en el corazón». La falta de respuesta emocional ante una imagen onírica poderosa es un reflejo de la escisión. Sin embargo, cuando se entregan a un ejercicio de imaginación activa en el que reproducen esa imagen a nivel corporal, sus músculos vibran con el dolor reprimido. El cuerpo se ha convertido en el potro del tormento. Si la persona está angustiada, no alimenta a su cuerpo o lo atiborra de comida, lo droga, lo intoxica, lo obliga a vomitar, lo hace esforzarse hasta el agotamiento o lo obliga a reaccionar con furia ante la autodestrucción. Cuando este magnífico animal trata de enviar señales de advertencia, se lo silencia con píldoras.
Muchas personas son capaces de escuchar mucho más atentamente a su gato que a ese cuerpo que desprecian. La mascota responde afectuosamente al afecto que recibe, pero es probable que el cuerpo tenga que lanzar un grito estremecedor para hacerse escuchar. Antes de que surjan los síntomas, en los sueños aparecen gritos menos dramáticos: un pequeño elefante abandonado, un gatito que se muere de hambre, un perro al que le han arrancado una pata. Lo que sucede en la mayoría de los casos es que el animal herido trata de llamar la atención del soñante, dulcemente o con furia, y el soñante puede responder o no a su llamada. En los cuentos de hadas, un bondadoso animal suele conducir al héroe o a la heroína a su destino, porque el animal es el instinto que sabe obedecer a la Diosa cuando la razón no responde.
Es posible que el grito que surge del cuerpo abandonado, el grito que se expresa en un síntoma, sea el grito del alma que no encuentra otra manera de hacerse oír. Si hemos vivido toda la vida ocultos detrás de una máscara, tarde o temprano, y eso si tenemos suerte, la máscara se romperá en mil pedazos. Entonces tendremos que observar en nuestro espejo la imagen de nuestro verdadero rostro. Posiblemente esto nos produzca consternación. Posiblemente contemplemos de frente los ojos aterrorizados de ese niño diminuto que nunca ha recibido amor y que ahora nos suplica que respondamos. Es un niño solitario, que fue abandonado antes de salir del útero, al nacer o cuando empezamos a complacer a nuestros padres o aprendimos a convertirnos en excelentes actores para que nos aceptaran. A medida que crecemos, probablemente sigamos abandonando a ese niño para complacer a los demás, a nuestros maestros, profesores, jefes, amigos y compañeros, incluso a nuestros analistas. Ese niño, que es nuestra propia alma, llora aplastado por los escombros de nuestra vida, generalmente desde el centro de nuestros peores complejos, y nos implora que le digamos «no estás solo, yo te quiero».
No nos atrevemos a aflojar las tensiones. Para que nuestra conciencia se amplíe, tenemos que mantenernos con los dos brazos en la cruz. Si rechazamos una parte de nosotros, renunciamos a nuestro pasado; si rechazamos la otra, renunciamos al futuro. Tenemos que asirnos a nuestras raíces y construir a partir de ellas. Esas raíces suelen aparecer como un hogar psíquico, a veces como una cabaña de veraneo muy querida para el soñante, como su país de origen o el país de sus antepasados. No cabe duda de que este anhelo de regresar a casa se debe considerar desde un punto de vista simbólico, puesto que suele ser más que un anhelo regresivo de recuperar la seguridad del útero. Puede ser la única raíz firme de toda nuestra vida y, como tal, la verdadera fuente de savia para nuestro crecimiento espiritual.
Nos guste o no, uno de nuestros quehaceres en esta tierra es trabajar con los elementos opuestos a distintos niveles de conciencia, hasta que el cuerpo, el alma y el espíritu vibren en armonía. Los ritos de iniciación, que realizamos cuando es oportuno a lo largo de nuestra vida, consumen como el fuego lo que ha dejado de ser importante y nos abren los ojos a nuevas posibilidades de nuestra unicidad. Esos ritos arrancan los velos protectores de la ilusión hasta que adquirimos la fuerza necesaria para enfrentar nuestra verdad sin tapujos.
Este proceso se refleja en los sueños, frecuentemente en imágenes de personas cocinando, automóviles, alacenas y ropas. El trabajo de Cenicienta se hace en la cocina. Después de haber traído a las criaturas de la naturaleza a la cocina, de sacarles las plumas, limpiar sus entrañas, cocinarlas y ponerlas a disposición de la conciencia, el yo ya puede mantenerse firmemente de pie. Mamá y papá ya no manejan el automóvil. En la vida cotidiana, se ha acabado la búsqueda constante en alacenas y cajones, mientras que en los sueños la búsqueda se convierte en algo muy preciso. El no saber qué ropa usar deja de ser una constante frustración y, en lugar de combinaciones absurdas de zapatos, aparecen zapatos del mismo color y con tacones del mismo tamaño. Quizá ni siquiera aparezcan zapatos, sólo pies firmes sobre la tierra firme. Por lo general, el sí-mismo le da tiempo al yo para que disfrute de esta etapa en que experimenta su nueva fuerza, y esto puede durar meses o años. Cada proceso es único y se va desarrollando al ritmo que le corresponde.
La existencia y la continuidad del yo son esenciales. Tenemos que sentir que aquel individuo que se levanta por la mañana es el mismo que se quedó dormido la noche anterior, aunque lo que haya sucedido durante unas pocas horas de sueño pueda parecer tan ajeno a la vigilia que jamás se incorpore a la conciencia. Uno de los métodos que emplea el yo para mantener su integridad es eliminar todo lo que no le ofrece un apoyo directo. Simplemente excluye o reprime todo lo que no coincide con su autoimagen consciente.
El peligro que encierra esa imagen tan limitada es que el yo puede endurecerse y secarse, como se endurece y se seca la tierra si no recibe constantemente el agua que la vivifica. El yo necesita el alimento de las fuentes subterráneas. Además, necesita un rumbo y un propósito pero, tan pronto como se entrega a un objetivo superior, se siente amenazado no sólo por el temor de no alcanzarlo, sino también por la difusa impresión de que, por las exigencias que plantea, ese objetivo superior puede ser el enemigo del yo. En cierto sentido, el yo siente que puede estar actuando en su contra. Evidentemente, así actúa en realidad, pero lo hace con un propósito superior.
La meta de todo esfuerzo humano que forme parte del proceso de individuación es el reconocimiento del sí-mismo, que es el centro regulador de la psique. Este reconocimiento relativiza la posición que ocupa el yo dentro de la estructura psíquica y da comienzo a un diálogo entre la conciencia y el inconsciente. «El sí-mismo sólo se puede expresar a través de conflictos», dice Marie-Louise von Franz. «El enfrentarnos a nuestro conflicto insoluble y eterno es encontrarnos con Dios y ése es el fin del yo y de todo su parloteo»[11].
Si el yo rechaza el conflicto, la meta se ve contaminada por la insaciable ambición de poder, riqueza o felicidad que tiene el yo. El resultado es un yo arrogante. Como dice Jung:
Toda conciencia arrogante es egocéntrica y sólo está consciente de su propia existencia. Es incapaz de aprender del pasado, incapaz de comprender lo que está sucediendo e incapaz de sacar conclusiones atinadas para el futuro. Está hipnotizada por sí misma y, por lo tanto, no se puede discutir con ella. Está inevitablemente condenada a que le ocurran calamidades que terminarán por destruirla.
No deja de ser paradójico que esa arrogancia sea una regresión de la conciencia a la inconsciencia. Esto es lo que ocurre siempre que la conciencia se apodera de muchos elementos del inconsciente y pierde su capacidad para discernir, capacidad que es la condición sine qua non de la conciencia[12].
El yo arrogante tiende a la idolatría. Se concentra en una sola imagen, le da forma y la adora. Por su determinación a crear esa imagen, queda atrapado en un ritual profano.
Desde un punto de vista religioso, todos esos ritos profanos son expresiones de la adoración del Becerro de Oro. Por ejemplo, la imagen que tiene de sí misma una mujer gorda puede ser su Becerro de Oro. Aunque esté convencida de que la odia, todos sus ritos giran en torno a la imagen. Lo que esta mujer puede estar llamada a sacrificar es la sujeción a su propia imagen corporal. Hay que sacrificar la adoración pagana para dar cabida a lo sagrado. El alejamiento de la adoración y la incorporación a lo sagrado son simultáneos. Al alejarnos, entramos. El alejarse es incorporarse. Ya sea que le demos más importancia al alejamiento o a la incorporación, lo que recalcamos es lo mismo.
Cuando se inicia este proceso, es posible que en los sueños aparezca el tañido de una campana, el sonido de una alarma o un relámpago. También es posible que ciertos síntomas anuncien el comienzo de esta etapa, que puede producirse por la pérdida de la fe, el fin de una relación o la inminencia de la muerte. Algo nuevo empieza a producirse, algo que es casi imperceptible. Si la persona tiene la costumbre de prestar atención a sus sueños, se dará cuenta de que la campana resuena algunas semanas antes de que se produzcan ciertos hechos concretos. Aparentemente podemos seguir viviendo como siempre, pero una voz interior muy clara puede empezar a hacernos comentarios en los que insinúa que la situación no es lo que parece ser. Es probable que nos descubramos entonando canciones que den un toque de ironía a nuestros actos conscientes. El payaso que vive dentro de nosotros puede cantar «Put your lips a little closer». [«Acerca tus labios un poco más»] con la melodía de «Please release me and let me go». [«Por favor, déjame seguir mi camino»]. Si el yo no tiene suficiente fuerza y flexibilidad, se aterrorizará y volverá a sentir el temor a ser aniquilado o volverá a su rígida estructura de antes, negándose en ambos casos a enfrentarse con el nacimiento.
En esta etapa, el yo tiene que ser muy fuerte para seguir concentrado en su quietud y para armonizar todo lo positivo y lo negativo que está sucediendo. Tiene que mantener una actitud de desapego, apoyándose a veces en su feminidad bien definida para someterse y, otras, en su masculinidad discernidora para poner en duda y suprimir. Algo extraordinario empieza a suceder en la base misma de la personalidad, mientras la conciencia vive el conflicto como una crucifixión. Los deseos del yo ya no son importantes. Las antiguas preguntas ya no tienen sentido y no hay ni una sola respuesta. Quizá haya unos pocos «¿por qué?», que pertenecen al ámbito de la lógica y la disciplina, pero lo que ocurre es irracional y se escapa al control del yo. En algún nivel el yo sabe. Sabe que lo que ocurre no puede dejar de ocurrir. Sabe que debe sacrificar sus deseos en pos de lo transpersonal. Sabe que se está enfrentando a la muerte.
Éste es un período de insoportable dolor. Es el Rey Lear que brama de dolor en el páramo, que es obligado a rendirse y que se reencuentra con aquella de sus hijas que tenía por dote su honestidad. Finalmente, Lear dice:
Por encima de esos sacrificios, Cordelia mía,
los mismos dioses elevan su incienso[13].
Es Job cubierto de llagas, que pasa del «¡No me condenes, hazme saber por qué me enjuicias!» al «Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos»[14].
Es Jesús en el huerto de Getsemaní, transpirando sangre, que empieza pidiendo «que pase de mí esta copa» para decir finalmente «hágase tu voluntad»[15].
En este período de alejamiento e incorporación, una mujer tuvo la siguiente visión:
Voy caminando junto al río San Lorenzo en un claro día de verano. Pienso que estoy yendo a casa. De pronto, el cielo le oscurece y la tierra se pone fría. No puedo ver nada con los ojos ni escuchar nada con los oídos. Pero veo y escucho desde dentro. Entonces me doy cuenta de que voy caminando sobre hielo, flotando y dejando de flotar, empujada por la corriente. El hielo empieza a resquebrajarse y comienzo a saltar de un témpano a otro, mientras el hielo se resquebraja delante de mí, detrás, a los lados. Pienso que probablemente vaya a morir en el agua helada o me aplasten los témpanos que se entrechocan. Mientras sucede todo esto, sé que algo me empuja hacia el mar. Sólo puedo seguir saltando y gritando: «Por favor, Dios, no me matas. No aún. No ahora».
En momentos como éste, estas palabras de Rilke pueden darnos consuelo:
… tenga paciencia con todo lo que no está resuelto en su corazón… (e) intente amar las preguntas mismas, como cuartos cerrados y libros escritos en un idioma muy extraño. No busque ahora las respuestas, que no se le pueden dar, porque usted no podría vivirlas. Viva usted ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin darse cuenta, vivirá un día lejano entrando en la respuesta[16].
Cuando se produce este tipo de situaciones, ya sea en la vida diaria o en el psicoanálisis, se pueden plantear profundas preguntas religiosas. ¿Este Dios me está enfrentando? ¿Iba acaso por el camino equivocado? ¿Me están obligando a cambiar de rumbo? ¿Hay algún plan divino que no coincide con los míos? ¿Me están obligando a someterme? ¿Debo aceptar el destino? ¿Tengo algo de libre albedrío? ¿Lo que sucede es que Dios está destruyendo los velos de la ilusión o me estoy enfrentando al demonio? ¿Está haciendo un último intento por alejarme con engaños de mi propia vida?
La agonía en el Jardín, de William Blake. (Galería Tate, Londres).
Las preguntas que se plantean desde el punto de vista psicológico son igualmente dolorosas. ¿El sí-mismo me está pidiendo que haga un sacrificio o ésta es la verdadera imagen del complejo que me ha impedido actuar toda la vida? Justamente, cuando creía que podía ser libre, aparece nuevamente para destruirme. Todo lo que me he esforzado tanto por hacer consciente, ahora está en duda. ¿Por qué me despierto de repente, todas las noches a la misma hora? ¿Por qué siento este dolor lacerante? ¿Por qué tengo tan débiles las manos? ¿Estoy realmente solo? Nunca he estado peor en toda mi vida. He vuelto atrás, al útero; he vuelto al Jardín y reconozco el lugar por primera vez. ¿Es éste quien soy en realidad? ¿De esta persona he estado escapando toda la vida?
En términos psicológicos, el yo (como el Rey Lear, Job y Jesús) penetra en el arquetípico Territorio del Ser y se deja penetrar por él en un intento de hacer Consciente todo lo que pueda de ese vasto territorio desconocido. Siente que nuevas leyes actúan en su interior y comienza a darse cuenta de que tiene un destino propio al que debe obedecer. El yo sabe que algo está por nacer; tiene que absorber el dolor y dejarlo ser.
En nuestra cultura hay muchas personas que traían de vivir a solas esta etapa de cambios, sin ningún rito que dé un cauce a lo que está sucediendo y sin un grupo que ayude a incorporar el poder de lo trascendente. Como los Reyes Magos de Eliot, sienten que el nacimiento es una «dura y amarga angustia… como Muerte, nuestra muerte». Ya no se sienten «más a gusto aquí, en el viejo estado de cosas, con una gente extraña aferrándose a sus dioses».
Sin el cauce de los ritos y sin un grupo, la soledad es prácticamente insoportable. El yo del individuo tiene que ser muy fuerte para crear su propia crisálida y establecer una comunicación muy afectuosa con sus símbolos internos. El carácter divino de esos símbolos despierta la confianza y la integridad, la iluminación y el humor imprescindibles para que el yo sobreviva y, más aún, crezca. Si el yo es infantil, primitivo e inconsciente, no puede alimentar a una crisálida viva; lo que desea es proyectar todo y, de acuerdo con un orden natural, explica lo que ocurre por medio de la magia. La crisálida se convierte en algo valioso por sí mismo y queda aplastada por el sentimentalismo. Si el yo es parecido al de un niño, es capaz de soportar las tensiones, eliminar las proyecciones y reflexionar sobre el misterio interior. En el plano transpersonal, los símbolos son individuales y universales a la vez. En ese plano, nadie está solo. Dejando de lado las apariencias transítonas, van surgiendo nuevos lazos desde esa profundidad y, a partir de allí, surge una relación con el mundo que es absolutamente nueva.
Pocas horas antes de morir, Thomas Merton, autor de La montaña de los siete círculos, dio una charla en la que terminó haciendo una llamada a que nos abramos al «dolor del cambio interior»:
Lo esencial… no se encuentra en los edificios, no se encuentra en la ropa, no se encuentra necesariamente ni siquiera en una norma. Lo esencial se aproxima a algo más profundo que una norma. Se relaciona con la transformación interna absoluta[17].
Según su propio relato, Merton completó su proceso de transformación interna durante su viaje por el Asia, al enfrentarse de pie y descalzo ante los budas gigantes de Polonnaruwa, en Ceilán. «Ya conozco y he visto lo que estaba buscando confusamente», escribió Merton. «No sé qué queda ahora, pero he visto, he atravesado lo superficial y he llegado más allá de la sombra y del disfraz»[18].
Cuando Merton le preguntó a un abad budista «¿qué es el conocimiento de la libertad?», el abad le respondió: «Hay que subir hasta el último escalón y, cuando ya no haya más escalones, debemos dar un salto. El conocimiento de la libertad es el conocimiento y la experiencia de ese salto»[19].
Voces de crisálidas
Me cuesta confiar en la vida. Prefiero aferrarme a ella, tomarla del cuello e hincarle los dientes para estar seguro de que no se va a escapar.
Trato de calcular cuánto he avanzado en lugar de cuánto me queda por caminar.
Ahora que le estoy prestando atención a mi reloj interior, me muevo con más lentitud. Mi vida me domina. El choque de valores me agobia. ¿Estoy perdiendo el tiempo? No sé… no sé… esta soledad es aterradora.
Siempre me he identificado con lo que no soy. Pero ¿quién soy? Mi sentimiento de culpa, mi vergüenza y mi temor me están convirtiendo en un ser humano.
Vivía constantemente esperando cumplir con todas mis obligaciones; sólo entonces dispondría de tiempo para mí. ¿Cómo? Nunca pensé en eso. Siempre estuve tan ocupado haciendo cosas que me perdí algo importantísimo. Creo que nunca fui niño. No recuerdo en absoluto haber sido un niño pequeño con cierta conciencia de ser YO.
Me pregunto si se necesita un holocausto, interno o externo, para reconocer lo que es realmente esencial en la vida.
He vivido siempre con la mueca de una sonrisa. Me estaba muriendo.
Estoy ansiosa por vivir. ¡Tengo tantas ganas de ser libre!
Trato de tener fe, fe en que voy a nacer.
Tengo tan poco equilibrio que todos los días ruego que alguien me guíe para no tropezar con todo. Cuando me guío por las estrellas, puedo irme a dormir.
El espíritu es el volcán interior. Actualmente no me relaciono bien con los demás, así que vuelvo al trabajo. Allá me siento seguro. Pero ni siquiera el trabajo es perfecto.
Siento que voy a explotar si tengo que reaccionar ante una cosa más. Me estoy replegando. Me siento aplastada por las presiones del mundo exterior, y las presiones internas son tan intensas que estoy empezando a sentirme realmente enferma.
Antes me sentía capaz, antes hablaba y escribía bien. Ahora no me siento nunca segura, porque no encuentro las palabras.
¿Estoy luchando contra mi destino o mi destino me exige que adopte una posición?
Cuando me pongo en contacto con esa esencia y me reconozco como ese ser del que siempre he estado huyendo, siento humildad.
Soy la Srta. Piedad, la Srta. Filantropía. Soy una pieza que falta. También soy hija de Dios.
Para librarse del pasado hay que perdonar —enfrentar y perdonar— y entrar resueltamente en el presente. También hay que perdonarse, y perdonar a Dios.
Odiaba a mi padre. Como lo imitaba, sabía que también me odiaba a mí mismo.
Ilustración de Barbara Swan para el poema La Bella Durmiente de Anne Sexton, en Transformations. (Boston: Houghton Mifflin Company, 1971.)