Madrid, año y medio después
—¡Ya era hora! —exclamó don Alfredo indignado al ver entrar por la puerta de casa Agapito a Víctor, que parecía apresurado.
—¡Un vino! —dijo Ros por todo saludo—. Perdóname, Alfredo, pero es que me ha surgido algo importante.
—Sebastián y Aurelio esperan hace rato —expuso don Alfredo mirando a sus dos eternos rivales, que aguardaban en una mesa de mármol del fondo preparados con el dominó, papel y lápiz—. Últimamente se está poniendo imposible contar contigo para la partida, cuando no estás en tus clases de inglés con Fitzgerald, acudes a las sesiones ésas de inteligencia «respectiva» con Lewis.
—Intuitiva. Es intuición.
—Ya lo sé. Lo decía por fastidiarte.
—Pues no vengo ni de lo uno ni de lo otro. Adivina. —Víctor, la partida.
—Ya, bueno. Te lo contaré de todos modos; esta tarde, justo antes de salir de la oficina, me he puesto a leer El Liberal, y en sus páginas me he encontrado con una bomba: ¡el regimiento Orense treinta y tres está en Madrid!
Don Alfredo lo miró como se mira a un loco, pero, acostumbrado a las extravagancias de su compañero, contestó con tono paternal:
—Ah, ya veo. Pues nada, nada, a celebrarlo con una partida de dominó, vamos.
—Alfredo, ¿no sabes cuál es el regimiento Orense treinta y tres?
—Pues, sinceramente, no. ¿Debería saberlo?
—¿Recuerdas que cuando volvimos de Córdoba fui a Cuenca? ¿A la Farmacia Rius?
—Sí, te lo pidió tu mujer.
—¿Y recuerdas que el antiguo mancebo se había enrolado en el ejército y lo habían enviado a Filipinas?
—Sí, me parece.
—Bien, pues estaba en ese regimiento. El Liberal dice que el treinta y tres ha regresado después de algo más de un año de distinguidos servicios en la zona más agreste de la isla de Luzón. Está en el cuartel de Conde Duque. Por eso he llegado tarde, porque me he ido para allá ¡y he podido hablar con el antiguo mancebo de la Farmacia Rius!
—Ah.
—Y me ha dicho que sí, que recordaba a Lucía porque su familia era de Cuenca y ella iba por allí los veranos, que era bellísima y que le había comprado tres frascos de tónico revitalizante. Una fórmula magistral de Rius que servía para estimular el apetito de los niños, en los posoperatorios y la astenia, y que mejoraba mucho a los ancianos.
—Eso no demuestra nada.
—Claro que sí, Alfredo. Todo el mundo pensaba que Lucía daba veneno al marqués simulando que le suministraba una medicina, y ella repetía que le daba un tónico que había comprado en Cuenca. Insistió en que se comprobara.
—Eso ya quedó claro en el juicio. Aunque existiera ese tónico, ella podría haber añadido veneno.
No me recuerdes el juicio, fue demasiado truculento. Sí, sí, tienes razón, pero hay algo que me llama la atención en esto y es que Lucía decía la verdad. El tónico existía. No es una mentirosa patológica, ya sé que sonará tonto, pero eso me hace pensar que igual no miente sobre la autoría del crimen. Ella no fue.
—¿No te habrá embaucado con sus encantos?
—No la he visto desde que llegamos de Córdoba. Salvo en el juicio, claro.
—Me estás dando la razón. Has eludido reunirte con ella. Me consta que Lucía te solicitó entrevistas a través de Clara y no quisiste verla. ¿No será que temías que te hipnotizara con esos ojos y esa voz dulce y melosa?
—No digas tonterías, Alfredo, soy un profesional.
—Víctor, recuerda que yo la he visto y sé que esa mujer juega con los hombres como si fuesen muñecos. Si hasta yo, que estoy ya curado de espanto, cada vez que la veía sentía ganas de jugarme la carrera por dejarla escapar.
—Lo hago por Clara. He hablado con el juez.
—¿Y qué?
—Dice que es una tontería, pero ha admitido tomar declaración al mancebo. No ha accedido a aplazar la ejecución, aunque sea de momento.
—¿Se lo has dicho a su abogado, Perales?
—Sí, ha interpuesto un recurso, pero es pesimista. Hasta ahora han perdido todas las apelaciones.
Me ha confesado que él mismo no cree en la inocencia de su defendida.
—O sea que la semana que viene la ejecutan de todas formas.
—Cuenta con ello. Aunque al menos lo he intentado.
—Una pena, una mujer tan hermosa… No debió liarse con el desgraciado de De la Rubia.
Olvídalo, Víctor, has hecho lo que has podido. El tónico existía, sí. ¿Y qué? ¿Acaso no se encontró plomo en los cabellos del finado?
—Sí.
—¿Acaso Lucía no intentó escapar?
—También.
—¿Y los síntomas? ¿No se presentaron en cuanto comenzó la administración del tónico de Rius?
—Así fue.
—¿Y no coincidió todo aquello con que esta venus empezaba a acostarse con un delincuente degenerado que la intentaba convencer de que matara a su marido?
Víctor miró al suelo.
—¿Hay partida o no? —gritó el Sebastián desde el fondo de la taberna, interrumpiendo a los dos amigos.
—Supongo que tienes razón, Alfredo. Toda la razón. Vamos a enseñarles a esos dos quiénes somos los de la Brigada Metropolitana.
Tomaron asiento en la mesa de mármol blanco el uno frente al otro, y Aurelio, el sereno, comenzó a mover las fichas.
—Sale el seis doble —dijo como siempre.
Agapito sirvió unos vinos y los cuatro amigos se enfrascaron en la partida. Cada uno conocía a fondo a su pareja, y aunque hacían comentarios sobre la vida, el tiempo, los toros o la maldita política, ninguno perdía ripio, pues la rivalidad entre ellos era tremenda. Los dos policías nunca habían conseguido ganar a sus rivales y éstos sacaban siempre partido de ello al terminar sus emocionantes duelos, que algunos parroquianos solían seguir con atención. Era objeto de chanzas y risas el que aquellos dos ilustrados, dos policías de relumbrón, no pudieran con un simple carnicero y un sereno.
En la tercera partida, Víctor hizo una genialidad jugándosela con un cierre tempranero que les valió nada menos que ocho puntos. Como ya ganaban por cinco, se pusieron a trece de distancia y jugaban a cuarenta.
—¡Hoy es el día, Víctor! ¡Hoy es el día! —se exaltaba don Alfredo frotándose las manos entre partida y partida. Y parecía verdad, pues Aurelio y el Sebastián habían comenzado a discutir entre ellos.
De vez en cuando, el carnicero llegaba a decir a su compañero.
—Céntrate, Aurelio, céntrate que nos limpian.
Cosa que no había ocurrido nunca, la verdad. Víctor comenzó a creer en una posible victoria. Era el día. Al fin ganarían una partida a aquellos dos colosos a los que nadie había podido hacer morder el polvo en casa Agapito.
Treinta y ocho a treinta y salía Víctor.
—Eres mano, compañero —dijo don Alfredo.
Estaban rozando el triunfo. Aurelio y Sebastián tenían cara de pocos amigos. No estaban acostumbrados a ir por detrás en el tanteo y se notaba, estaban a un paso de la derrota. Había lo menos diez parroquianos siguiendo la partida, e incluso Agapito había salido de detrás de la barra para presenciar el último envite.
Víctor salió como debía. Tenía buen juego: cuatro treses y tres cincos. Salió en falso, con el dos doble y tuvo la suerte de arrancar el doscinco y luego el dos-tres. Bien. Además, su compañero le fue auxiliando y no pasó apuros. Estaban inspirados y lograron ahorcar el cuatro doble a Aurelio, que era mano por la pareja rival.
—Ahí se queda «el tonto de Vallecas» —comentó Blázquez con retintín, pues así era como llamaban a la ficha en cuestión. Aurelio ya no era mano y había quedado atrás.
Ahora, Víctor y don Alfredo iban por delante de Sebastián, que no hacía más que quejarse por el mal juego que le había tocado. Víctor tiró la penúltima ficha: el cincotres. En su mano quedaba el último cinco.
La partida era suya. Los cuatro contrincantes sabían que Ros se había quedado con la última puerta y aunque ahora los rivales debían intentar deshacerse del mayor número de puntos, habían jugado a seises y eso aseguraba que los dos policías se iban a apuntar los dos tantos que necesitaban para hacerse con la victoria final. Un triunfo histórico.
Don Alfredo tiró la blanca doble para más inri y exclamó muy ufano:
—¡Hoy es el día! ¡Hoy es el día!
Sebastián puso cara de pocos amigos. Estaba pensando cuántos puntos había en la mesa. Ladeó la cabeza con pesar tras echar sus cuentas. Todo estaba perdido.
—Vaya desastre de tarde —gruñó—. Malas fichas y, ahora, mal tiempo.
—¿Cómo dices, Sebastián? —preguntó Ros.
—Sí, la maldita rodilla me está matando toda la tarde. Ésta noche llueve.
—¿Es que ahora te has hecho «me-teo-ró-lo-go»? —intervino Agapito con su gracioso acento de cordobés reconvertido a castizo madrileño.
—No, hombre, no. El tiro que me dieron de joven, cuando luché contra los carlistas.
—Ah, ¿te hirieron? —preguntó Víctor.
—Claro, en la rodilla.
—¿Tiramos la fichita, Sebastián? —dijo don Alfredo, ansioso por conseguir aquella primera y sonada victoria.
—No pudieron sacarme la bala y, claro, cada vez que va a cambiar el tiempo empieza a dolerme.
No creáis, un dolor del carajo.
—Vaya, qué curioso —murmuró Víctor.
—Sí, el médico de campaña me dijo que tuve suerte. La bala estaba profunda y aunque no había dañado la articulación, era mejor no tocarla para no dejarme cojo. Además, no tuve infección, una suerte, y quedé bien. Sólo este maldito dolor cuando va a llover.
—¡La fichita! —insistió Blázquez.
—Ah, sí, perdón —se excusó Sebastián tirando el cuatro seis—. Es una jodienda lo de esta rodilla.
—¿Y ésa es la ficha más baja que tienes? —interrumpió Agapito riendo—. La partida es vuestra, detectives.
Víctor alzó la mano para poner la última ficha en la mesa y finiquitar aquello. Su compañero lo miraba ansioso, con la boca abierta y con una especie de sonrisa de satisfacción por el triunfo que llegaba, cuando Sebastián comentó como si nada, siguiendo a lo suyo.
—Sí, esos condenados carlistas me endosaron una buena dosis de plomo.
Víctor giró la cabeza de pronto, alerta; lo miró con una expresión rara, como ido, y dijo de pronto:
—¿Cómo has dicho?
Sebastián lo miró extrañado.
—¿Qué?
Víctor repitió:
—¿Cómo has dicho, Sebastián?
—Que me atizaron un buen balazo.
—No, no, repite exactamente la frase.
—Que los carlistas me endosaron una buena dosis de plomo.
—¡Eso es! ¡Una dosis! ¡Te endosaron una dosis de plomo! —casi gritó Ros como fuera de sí.
Don Alfredo pidió con tono paciente a la vez que señalaba la mesa:
—Víctor, la ficha. Pon la ficha.
—Perdona, Alfredo —respondió él agitando la ficha en la mano derecha algo ido, como pensando en sus cosas—. Tengo que irme. Es urgente. Cuestión de vida o muerte.
—¿Cómo?
—Sí —prosiguió Ros—. Tengo que ir a ver a Lewis, es urgentísimo. No sé si me dará tiempo. ¡Tengo que darme prisa! ¡Aún puedo salvarla!
—¡La ficha, Víctor, la ficha! ¡Ti-ra-la-fi-cha!
Ros ya se había incorporado y se estaba poniendo la capa mientras hablaba como un poseso, sin pausa, encadenando las palabras de corrido:
—Alfredo, ve corriendo a mi casa y dile a Clara que me prepare una maleta pequeña, un bulto, con lo imprescindible para tres o cuatro días.
—¡La ficha, la ficha! —aullaba don Alfredo, que comenzaba a llamar la atención de toda la taberna con sus gritos mientras Víctor corría hacia la puerta con la ficha del triunfo en la mano para anunciar a voz en grito antes de desaparecer.
—Voy donde Lewis, luego salgo para Toledo e igual más tarde a Córdoba. ¡Dios quiera que llegue a tiempo! ¡Había volado!
Don Alfredo, de pie, no podía creer lo que veían sus ojos.
—¡Tira la puñetera ficha, cojoooones! —exigió a su desaparecido compañero a voz en grito, mirando al techo y con los puños apretados, totalmente fuera de sí.
—Señores, me temo que continuamos imbatidos —sentenció Aurelio, el sereno, provocando la hilaridad de la concurrencia.
Los alrededores de la Cárcel de Mujeres de la calle San Marcos eran un hormiguero de gente pese a que faltaban aún unos minutos para las seis de la mañana. Lucía Alonso iba a ser ejecutada en el patio del correccional y nadie quería hallarse lejos cuando se hiciera justicia. Hacía muchos años, quizá desde el ajusticiamiento de Candelas en el treinta y seis en la plaza de la Cebada, que no se daba garrote a nadie en público y, pese a la insistencia del vulgo, el gobernador civil se había mantenido en sus trece. No habría ejecución pública. Era propio de pueblos primitivos hacer un espectáculo de la administración de justicia, y no cambió de parecer pese a que La Época había realizado una recogida de firmas en pro de que se diera garrote a Lucía Alonso en público y llegando a conseguir la friolera de seis mil rúbricas. Se instalaron puestos en la calle que vendían pipas de girasol, trozos de coco, altramuces y manzanas de caramelo. Las comadres aguardaban fuera con fastidio y la multitud clamaba por que se hiciera justicia con aquella adúltera que, para colmo, se había acostado con un monstruo como De la Rubia.
Dentro, en el patio, justo al empezar a sonar la campana de la cercana iglesia parroquial de San Ildefonso tocando las seis, se abrió la reja del pabellón principal para dar paso a una Lucía muy delgada y vestida con un traje gris, sin costuras, que le llegaba hasta los pies como una túnica.
Caminaba serena, escoltada por dos hermanos de la caridad y seguida por el sacerdote que la había escuchado en confesión antes de su viaje eterno. Cerraba el cortejo el director de la prisión, don Hermenegildo Ferrán, hombre tenido por severo y que parecía cansado de aquel circo. Al menos, aquello acabaría pronto.
Lucía se detuvo al pasar junto a Clara Alvear, que había acudido a apoyarla en aquellos momentos acompañada por don Alfredo. Las dos damas se abrazaron y la esposa de Víctor Ros rompió en sollozos.
—No padezcas por mí. Me voy con Nuestro Señor. Algún día nos veremos. Te deseo lo mejor para ti, para tus dos hijos y para tu marido —dijo la condenada, que en los últimos meses se había apoyado en la religión en busca de consuelo.
Entonces, con paso lento, Lucía subió las escaleras hacia el cadalso y echó un vistazo al patio en el que había unas cincuenta personas entre autoridades, fuerzas del orden y periodistas. El verdugo, Serafin Esteban, «el Chispa», la saludó inclinando la cabeza cortésmente. Antes, ella le había perdonado en su celda como mandaban los cánones. La hermosa joven dio la vuelta y, tras arrodillarse, besó la Biblia y un crucifijo que le presentó el cura.
Se sentó en la silla del garrote con mucha entereza y cuando le ofrecieron el verduguillo asintió, porque no quería que los circunstantes vieran su bello rostro deformado por la muerte. Siempre había sido muy coqueta. Antes de que le colocaran aquella horrible caperuza negra expuso con voz muy serena y mirando a la prensa:
—Quiero que digan a todo el mundo que muero siendo inocente.
Un velo negro cayó sobre sus ojos cuando El Chispa, hijo y nieto de verdugos, le colocó al fin la caperuza. La ataron a la silla.
Se hizo un solemne silencio y sonó un tambor. Justo al cabo del redoble llegaría el final. Serafin, el verdugo, se situó tras ella y empuñó con fuerza la manivela con la que lograría separar las vértebras de la condenada para producirle la muerte.
Clara se apoyó en el pecho de don Alfredo, no quería verlo. Los periodistas se pusieron de puntillas para poder ver mejor el cadalso, mientras autoridades y testigos miraban atentos para dar fe, como correspondía, de que se había hecho justicia.
El redoble flotó largamente en el aire y, de pronto, de manera abrupta, cesó. Serafín hizo ademán de girar la manivela con sus nervudos brazos y entonces se oyó un grito desesperado que rasgó el frío aire de la mañana.
—¡Altooooo! —gritó una voz grave, varonil.
Todos volvieron la cabeza y vieron a un tipo bien vestido, Víctor Ros, que corría hacia el cadalso seguido de otros dos. Uno joven y algo rechoncho, Vicente Sánchez, y el otro espigado y de aspecto algo exótico, un extranjero, Lewis.
Víctor Ros subió las escaleras gritando:
—¡Ésta mujer es inocente! ¡Ésta mujer es inocente! —para luego, señalando al verdugo, añadir—: ¡Quieto, por amor de Dios!
Ros llevaba en la mano una pequeña maleta, más bien un bolso de mano de color negro, y se movía con agilidad para evitar el deceso de la joven. El Chispa dio un paso atrás y se separó del garrote.
Se produjo un gran revuelo y comenzaron a escucharse los silbidos del vulgo que aguardaba en la calle la confirmación de la muerte de aquella víbora.
Víctor se dirigió jadeante al director de la cárcel, a la vez que colocaba el bolso sobre la mesa donde el secretario judicial debía certificar la defunción de Lucía Alonso:
—Ésta mujer es inocente, don Hermenegildo; por favor, llame ahora mismo al gobernador civil.
Es cuestión de vida o muerte.
Mientras Ros se colocaba extrañamente unos guantes, Lucía, a quien habían quitado de nuevo la capucha, murmuró algo asombrada:
—¿Qué pasa?
Entonces, a voz en grito y mientras abría el pequeño bolso negro, Víctor exclamó a los cuatro vientos:
—Soy el inspector Ros de la Brigada Metropolitana y solicito la inmediata suspensión de esta ejecución. ¡Lucía Alonso es inocente!
Y, acto seguido, sacó del maletín una cabeza humana en avanzado estado de descomposición a la que apenas quedaban unos mechones de cabello blanco y con las mejillas descarnadas ya por el paso del tiempo.
Para colmo del mal gusto, Víctor zarandeó el despojo con sus manos; se escuchó el sonido de algo que rebotaba en el interior de aquel cráneo.
—¡Lucía Alonso es inocente! Porque esto que oyen ustedes tintinear es nada menos que la bala que mató al marqués de la Entrada.
Lucía Alonso perdió el sentido al instante y Clara Alvear corrió a abrazar a Víctor llorando de alegría, aunque, como todos, no terminaba de entender lo que estaba pasando allí.
Cuando la reclusa recobró el sentido, comprobó que se hallaba en el sofá del despacho del director de la prisión
—¿Estoy muerta? —acertó a decir.
—No, gracias a Dios —contestó Clara, que, sentada junto a ella, tenía en la mano un frasco de sales.
—Tome, beba agua —ofreció don Alfredo Blázquez tendiéndole un vaso—. Se ha desmayado usted.
En el cuarto aguardaban sentados Víctor Ros, el director de la prisión, don Hermenegildo y otros dos caballeros a los que Ros presentó como el inspector Sánchez y mister Lewis.
—Lucía, no tienes nada que temer, estás salvada. El gobernador civil viene de camino y yo se lo aclararé todo —explicó el detective.
Ella miró el maletín oscuro que permanecía sobre la mesa de despacho de don Hermenegildo y notó que le daba un vuelco el corazón. ¿Había soñado quizá con aquella escena macabra o era que Serafin el Chispa había hecho girar la manivela y estaba en la antesala del infierno?
—Pero… ¿estoy viva? —volvió a preguntar.
Clara la abrazó diciéndole que sí, que se tranquilizara. Justo en ese momento alguien llamó a la puerta. Era un guardia, portador de una caja de madera de pequeño tamaño para el inspector Ros.
—Me la envía mi amigo Córcoles —indicó mientras sacaba del estuche una pequeña balanza de precisión que depositó en la mesa, junto al maletín.
Al fin se abrió la puerta y entró el gobernador civil, don Jacinto Villaescusa, acompañado de su secretario.
—A ver, ¿qué pasa aquí? Me han encontrado de pura chiripa, me iba de viaje a Valencia.
Parecía visiblemente molesto.
—Perdone, señor —se adelantó Víctor tomando la palabra—, pero le hemos llamado porque se iba a ejecutar a esta mujer y las pruebas obtenidas por mí y unos amigos a lo largo de la última semana demostrarán que es inocente.
El gobernador, un tipo delgado, bajo y esmirriado, de pelo abundante y canoso, y profundas ojeras de color morado, dijo con aire cansado:
—Mire, Ros, le tengo en alta estima por sus logros pasados, pero todos hemos seguido el juicio de aquí doña Lucía, y hasta los niños de teta saben que es culpable hasta las trancas.
No —negó Ros—. Si se me permite demostrarlo, claro. Será sólo un minuto. Por favor, tomen asiento.
Víctor esperó a que todos los presentes se acomodaran, incluso Lucía, que, más repuesta, se incorporó y dejó espacio junto a ella para que Clara se sentara más cómodamente. A lo lejos se escuchaba el griterío de la gente que, furiosa por el retraso de la ejecución, comenzaba a impacientarse y a crear problemas a los guardias urbanos, que formaban cordón para custodiar la prisión.
—Bien —comenzó Víctor—, resulta que hará cosa de una semana, aquí mi amigo don Alfredo y un servidor jugábamos una partida de dominó con dos paisanos.
—No me lo recuerdes —rezongó Blázquez con tono indignado.
—El caso es que uno de ellos, de profesión carnicero, comenzó a quejarse por las molestias que le causaba una antigua herida de guerra, un tiro en la rodilla cuya bala quedó alojada cerca de la articulación para siempre, por lo que cuando hay cambios de tiempo el pobre sufre de dolores intensos. El caso es que este simpático amigo, de nombre Sebastián, dijo algo que provocó que en mi mente se hiciera una luz con respecto a este caso en el que todo parecía estar clarísimo. Dijo:
«Ésos condenados carlistas me endosaron una buena dosis de plomo». «Una buena dosis de plomo». ¿Se dan cuenta? Porque ¿qué es un balazo sino una buena dosis de plomo?
Casi todos los allí reunidos miraban a Víctor como si se hubiera trastornado, pero él siguió a lo suyo, como siempre.
—Bien, sigamos. A partir de ahí acudí a ver a mi buen amigo Lewis, este señor tan simpático; es inglés, y como trabaja para una prestigiosa agencia de investigadores europea, le encargué que localizara estudios científicos que avalasen mi tesis; a mí no me hubiera dado tiempo a hacerlo si quería salvar a doña Lucía del garrote.
—Pero ¿qué tesis? —preguntó don Hermenegildo impaciente.
—Ahora voy a ello, ahora voy —respondió Víctor pidiendo calma—. Entonces, a toda prisa, me dirigí a un pueblecito de Toledo donde reside Patrocinio, el ayuda de cámara del marqués, su fiel criado, que lo acompañó durante toda la vida. Tuve una muy provechosa charla con él en la cual le pregunté sobre incidentes, lances, duelos, hechos de armas y trifulcas en las que se había visto envuelto su señor, que, como todos ustedes saben, fue un gran aventurero en su juventud. Recordaba algo de nuestra primera conversación, hace más de un año, algo que me había contado respecto a un duelo en el que su amo resultó herido. Salí de allí con una idea aproximada del incidente en cuestión. Me encaminé a Córdoba, y entonces recibí un telegrama de mi buen amigo Lewis. Hay, que sepamos, tres precedentes en la historia médica que respaldaban mis sospechas. El primero de ellos en Berna en 1746, otro en París en 1820 y uno más protagonizado por el duque de Surrey hace seis años. Aún no dispongo de los estudios en cuestión, pero vienen de camino. En cuanto lleguen los pondré a disposición del juez como prueba de descargo a favor de doña Lucía. Una vez en Córdoba vino lo más difícil, conseguir otra orden de exhumación del cuerpo del difunto marqués. Les ahorraré el relato de lo que fue ese pequeño calvario personal en el que me ayudó mi compañero y amigo Vicente Sánchez, aquí presente, pero al fin lo conseguimos y en cuanto pude inspeccionar los restos mortales en cuestión, hallé lo que buscaba. Por eso he traído conmigo la cabeza del marqués, que espero me perdone algún día.
El gobernador tomó la palabra con cara de pocos amigos:
—Don Víctor, como novela, preciosa, pero va a terminar usted siendo más famoso por sus excentricidades que por su eficacia real.
—Espere, espere.
El inspector se puso en pie, se acercó a la mesa, se calzó los guantes de nuevo y Lewis le abrió el pequeño bolso. Otra vez sacó la cabeza para desagrado de los presentes, y mientras Lewis la sujetaba, Ros introdujo con pericia unas pinzas alargadas por el lugar donde una masa de carne amorfa recordaba que una vez hubo una oreja. Le costó un poco localizar lo que buscaba, hasta que al final exclamó: —¡Voilá!— Sacó una pequeña bola de metal, deformada y cubierta en parte de restos orgánicos. —Señoras, señores, les presento a la verdadera y única asesina del marqués de la Entrada.
Todos quedaron boquiabiertos.
—¿Cómo dice? —preguntó el gobernador.
—Verá usted. El 27 de marzo de 1838, nuestro amigo el marqués fue herido gravemente en un duelo en que su oponente falleció al instante. Era un excelente tirador. Según me contó Patrocinio, huyeron de la justicia que les pisaba los talones y pudieron poner al joven marqués a salvo. Estaba moribundo, había recibido un tiro en el oído que parecía mortal, así que el médico aconsejó que no lo movieran mucho para evitar que la bala dañara el cerebro. Pasaron dos días y volvió en sí. No lo dejaron moverse. No había fiebre ni infección. Fueron pasando las jornadas y el médico llegó a convencerse de que no había peligro. Al parecer, la bala quedó alojada en el hueso temporal y con el paso del tiempo debió de enquistarse, lo cual es una defensa natural del organismo, de modo que el marqués volvió a la vida, a la normalidad. Obviamente, se le dejó como estaba, pues intentar una operación habría sido cosa de locos, una temeridad.
—¿Y nos va usted a decir que esa bala lo mató cincuenta años después? —se burló el gobernador—. ¡Qué tontería!
—Pues sí.
—Se movió, claro —dedujo el director de la cárcel.
—No, lo envenenó.
—¿Lo envenenó?
—Exacto. Miren, en el duelo en cuestión se utilizaron pistolas Enfield de grueso calibre, nada menos que de 15 mm. Ésa bala nueva que Sánchez va a depositar en esta báscula de precisión, que me ha dejado un amigo mío químico, pesa exactamente…
—Veinticinco gramos.
—Bien. Ahora, ésta que yo he extraído de la cabeza y que deposito después de retirar con alcohol los restos orgánicos pesa trece con siete gramos. ¿Dónde está lo que falta? Hablamos de doce gramos, doce mil miligramos de plomo nada más y nada menos…
Todos se miraron sin saber qué decir.
—Está en la sangre del marqués —aclaró Víctor—. La bala comenzó a perder plomo poco a poco y envenenó la sangre del anciano; por eso murió de saturnismo, intoxicación por plomo.
—Usted perdone, don Víctor, pero eso me parece muy traído por los pelos —opinó el gobernador.
El inspector Ros miró a Lewis, quien intervino para decir:
—No dispongo de todos los datos aún, pero en dos de los tres precedentes a que se ha referido don Víctor, el paciente se salvó gracias a un buen diagnóstico médico que culminó con la extracción de la bala de una herida antigua. Lo difícil es que un médico descubra que los síntomas concuerdan con el envenenamiento por plomo y que se le ocurra relacionarlo con una vieja herida de bala.
Entonces fue don Alfredo quien planteó una objeción:
—Víctor, no digo que lo que cuentas no sea verdad, pero si el marqués tenía la bala en el cuerpo desde hacía cincuenta años, ¿cómo es que empezó a envenenarse con plomo un año antes de su muerte y no hace, por ejemplo, veinticinco?
—Muy buena pregunta. Porque su mujer comenzó a darle el tónico.
—¡Ahora sí que no entiendo nada! —refunfuñó airado el gobernador.
—Veamos… Recientemente he podido localizar al mancebo de la Farmacia Rius, la de Cuenca.
Él me aseguró que sí, que Lucía Alonso le había comprado tres frascos del célebre tónico de Rius.
Bien. He consultado con varios médicos en Córdoba y Lewis ha hecho otro tanto, y nos han dicho que cuando una bala o un objeto extraño queda dentro del cuerpo, éste lo enquista. Es lo que hizo el organismo del marqués, generó un quiste de grasa alrededor de la bala y así estuvieron las cosas hasta que su joven esposa comenzó a administrarle el famoso tónico, lo cual coincidió con la aparición de los primeros síntomas de envenenamiento, y dirán ustedes: ¿por qué?
»Muy sencillo, el mancebo de Rius me contó que el tónico incorporaba, entre otras cosas, corteza de sauce, hinojo, cola de caballo, té y, agárrense ustedes: ¡diente de león, aceite de onagra y espino blanco!
—¿Y qué significa eso?
—Pues es evidente que el famoso tónico contenía no uno, sino ¡hasta tres principios activos que disuelven los quistes de grasa! Es indiscutible que la administración del tónico provocó que el quiste se fuera disolviendo poco a poco, hasta dejar la bala en contacto directo con el torrente sanguíneo del fallecido, que empezó poco a poco a manifestar los síntomas del envenenamiento por plomo, hasta que acabó falleciendo por saturnismo. Hemos pesado la bala y hemos visto que una parte del proyectil fue disolviéndose para ir a parar a la sangre del finado.
Se hizo un silencio. Todos permanecían mudos de asombro.
—Sencillamente increíble —admitió el gobernador.
—Sí —reconoció don Alfredo—. Cuando menos, deben aplazar ustedes la ejecución.
—Sí, sí. Firmaré el aplazamiento de inmediato —asintió el gobernador—. Don Víctor, hable usted con el juez rápidamente y en cuanto tenga esos informes, que los vea. Avisen ahora mismo al abogado de la señora, a Perales, supongo que habrá que traer a peritos que declaren ante el juez si lo que usted asegura es científicamente correcto. Aunque, conociéndole, me temo que será así; no es usted de los que dejan cabos sueltos. Tengo la impresión de que ha salvado usted la vida de una inocente.
—Yo no, un carnicero de la plaza de la Cebada, Sebastián.
—Bueno, pues asunto resuelto. Me tengo que ir a Valencia, señores. No quiero ni pensar cómo se pondrán esos de ahí fuera cuando sepan que no hay ejecución. Hable con la prensa, Ros, y cuénteles lo que nos acaba de decir. Ése tipo de detalles agrada mucho al gran público, y en cuanto conozcan esta gran historia seguro que olvidan lo demás —expuso el gobernador civil.
Poco a poco fueron saliendo de la sala. Cuando Lucía Alonso, que había escuchado todo desgarrada por un intenso llanto, iba a abandonar la estancia acompañada de dos guardias para regresar a su celda, dijo:
—Víctor, tengo que darte las gracias. Me has salvado la vida.
Clara, al lado de su marido, parecía sentirse orgullosa de él.
—No —repuso él—. Yo soy el hombre que casi te envía al garrote. Sólo sé que has pasado el peor año de tu vida y que casi mueres por mi culpa. Han faltado unos segundos para que el verdugo hiciera girar la manivela, casi no llego a tiempo.
—Bien está lo que bien acaba, Víctor —terció Clara.
—No estoy de acuerdo contigo, cariño. Supongo que Lucía nunca podrá perdonarme.
—Ya lo he hecho. Estoy viva gracias a ti.
—Pues, en ese caso, nunca me perdonaré a mí mismo. Clara y Lucía Alonso se abrazaron y rompieron a llorar. Cuando quedaron a solas, viendo cómo la reclusa bajaba las escaleras, la mujer de Víctor dijo:
—Gracias, Víctor.
—¿No estás enfadada conmigo?
—No, al contrario; le has salvado la vida.
—Casi la mato, ¿recuerdas?
—No, tú hiciste tu trabajo, seguiste las pistas y todo indicaba que era culpable. No podías hacer otra cosa, y aun así has llegado a donde pocas mentes lo harían para concluir que era inocente. Te debe la vida.
—Y un año de suplicio.
—¿Crees que te harán caso? ¿Saldrá libre?
—Tiene mucho dinero para hacer venir a los mejores doctores y la defiende un buen abogado.
Ella no envenenó a su marido; descuida, saldrá libre.