Capítulo 22

El primer viernes de febrero de cada año Agustín Sousa celebraba su sonado baile de disfraces en el cortijo que poseía a las afueras de Torreblanca, a no más de cinco kilómetros de la capital. El afortunado hombre de negocios poseía una inmensa finca con una gran mansión, un antiguo cortijo remodelado a vivienda de fachada neoclásica con tres alturas, que hacía las delicias de su familia y sus amigos, y era escenario del más celebrado baile de toda la provincia, al que todo el que fuera alguien quería asistir al precio que fuera.

Criados vestidos con fastuosidad de pajes y con antorchas en la mano, jalonaban el empedrado camino de entrada que llevaba desde el mojón que marcaba el inicio de las posesiones de Sousa hasta la hermosa vivienda, en el centro de un pinar de árboles añosos, inmensos, que ocultaban la casa a los curiosos que pasaban por el camino y proporcionaban un excelente refugio en verano al temible sol que castigaba aquellas tierras durante la canícula.

Tula Adánez llegó en un carruaje de alquiler que había pagado su amante, don Agustín. Cuando bajó del vehículo, fue recibida, como todos los invitados, por el propio Sousa. Lucía un llamativo traje de María Antonieta con una bella máscara que llamó mucho la atención de los asistentes que se congregaban en la puerta de la mansión, homenajeados con un vino de bienvenida.

—¿Y tu mujer? —preguntó ella en un susurro.

—Ha viajado a Madrid, mi hermana está un poco delicada y la he convencido para que se dé una vuelta.

—¿Y ha accedido a ir? Con lo que a ella le gusta este baile…

—La he recompensado con un viaje a París a cambio. Ella sola y una buena cantidad de dinero para que renueve el vestuario. Hoy podremos estar a solas.

—¿En el invernadero?

—En el invernadero —asintió Sousa antes de girarse para saludar con mucha pompa a un rudo personaje que acababa de descender de su carruaje—. ¡Juez Guarinós, dichosos los ojos! Sea usted bienvenido a esta su casa.

Poco a poco fueron acudiendo los invitados más selectos, que solían hacerse los remolones porque llegar tarde era más elegante. Luego, y tras el ligero tentempié con que se les obsequiaba a la entrada, pasaron al enorme salón, donde a las diez en punto dio comienzo el baile.

El ambiente era de ensueño, muy animado, e igual se podía ver a un diputado disfrazado de torero que a una duquesa vestida de india norteamericana. Llamaba la atención el anfitrión, cubierto con una llamativa máscara veneciana y embutido en un escandaloso traje de arlequín que, además de estridente, resultaba quizá demasiado ceñido. Había sátiros, varios demonios, ángeles y brujas.

Desde la balaustrada del piso superior, dos caballeros vigilaban el salón con la orquesta al fondo, junto a un inmenso ventanal. Uno vestía de Casanova, con un discreto antifaz negro, y el otro iba de Cid Campeador, con el rostro cubierto por una máscara roja, como especificaba la invitación del distinguido Sousa. Todo el mundo debía ir enmascarado; era más divertido así. Resultaba curioso que aquellos dos desconocidos no se mezclaran con nadie, pero ningún invitado reparó en ello, entre los bailes, juegos y chácharas con que iban avanzando las horas.

—¿Qué tal? ¿Se divierte, Lewis? —preguntó el arlequín a un elegante maharajá que bailaba con la condesa de Valdecasillas.

—Mucho, mucho —contestó con su característico acento el inglés, que, bien aleccionado por Víctor, no perdía detalle de cuanto acontecía a su alrededor.

En un aparte, María Antonieta susurró de nuevo al arlequín:

—¿A las doce?

—Allí estaré —contestó dirigiéndose a la cocina.

Apenas faltaban cinco minutos para la hora de las brujas y tomó raudo una botella de champagne bien fría y un par de copas que intentó ocultar en la espalda. Salió por la puerta de servicio y, tras pasar junto a varias parejas que se hacían arrumacos entre los setos de su jardín, se encaminó hacia el maravilloso invernadero levantado por precisos artesanos de Milán.

La puerta de aquel apartado refugio, el orgullo de Sousa, se abrió mostrando a contraluz la figura del arlequín.

—Pasa, y cierra con pestillo —pidió ella, que ya esperaba.

El anfitrión hizo lo que su amante le había dicho y miró a través de los cristales para asegurarse de que nadie los había visto. Ella aguardaba sentada sensualmente en un elegante sillón de mimbre, iluminada en la semipenumbra por la luz de la luna. Se había quitado la máscara. Era bella. Las dos estufas estaban encendidas por orden de Sousa y el ambiente resultaba cálido y voluptuoso, tal vez por el aroma de las exóticas plantas que allí crecían.

—Ven. Tengo ganas de ti —murmuró la dama.

Él se sentó junto a ella, muy cerca, y tras unos segundos de lucha consiguió abrir la botella derramando el champagne. Ella sujetó las copas mientras él las llenaba. No advirtió que mientras se agachaba para dejar la botella en el suelo, ella deslizaba un pequeño comprimido en la suya.

—Espero que te des más maña con mi corpiño —sonrió ella con aire pícaro—. Es de fantasía.

Brindaron.

—¿No te quitas la máscara, querido? —preguntó Tula en el preciso momento en que él hacía un ruido extraño y caía hacia atrás desfallecido.

La dama no pareció sorprenderse. Al momento, como quien tiene previstos todos sus movimientos, tanteó en la oscuridad el cuerpo del arlequín y, tras notar la cinta que ceñía la llave al cuello, tiró de ella.

Corrió hacia la puerta y abrió mirando a uno y otro lado. En segundos entró en el invernadero un tipo vestido de gorila que, sin decir palabra, se soltó los corchetes del disfraz para dar paso a un nuevo arlequín idéntico al que yacía en el sofá.

—Sal. Espérame en el coche de caballos. En unos minutos estaré allí —dijo el misterioso enmascarado, mientras ella le tendía la llave.

La pareja salió furtivamente y, mientras él se encaminaba hacia la casa, Tula corrió hacia los carruajes.

El arlequín entró en el salón y caminó entre los invitados abriéndose paso aquí y allá entre lisonjas y enhorabuenas.

—¡Excelente fiesta, Sousa! —le gritó un tipo disfrazado de cardenal y completamente beodo, cuando subía las escaleras. Él hizo un gesto con la cabeza como asintiendo.

Pasó junto a dos invitados vestidos de Cid y de Casanova, y avanzó por el pasillo que había de llevarle hacia las habitaciones del dueño de la casa. Entró en la amplia estancia y, sin encender la lámpara de gas que había junto a la entrada, fue directo hacia el cuadro, que descolgó con presteza.

Gracias a la luz de la luna acertó a introducir la llave en la cerradura y, tras un sonoro clic, abrió la caja. Tomó varios fajos de billetes que metió en una bolsa de tela que había sacado de debajo del disfraz. Tampoco hizo ascos a los bonos y valores que atestaban la caja, pero prestó especial atención a un pequeño joyero que abrió con premura. El anillo. Justo cuando lo sacaba de su pequeño estuche y lo colocaba al trasluz sujetándolo entre el índice y el pulgar, una voz que surgió de la oscuridad conminó:

—¡De la Rubia, date preso!

Oyó ruido de pasos en el pasillo y luego alguien encendió una lámpara de gas. Allí estaba aquel maldito detective, Víctor Ros, con el traje de arlequín, sin antifaz y apuntándole con un revólver.

Junto a él habían entrado, armados también, el Cid Campeador, Casanova y dos guardias urbanos a los que todos habían confundido con invitados disfrazados.

—No des un paso o te dejo seco —advirtió Víctor muy serio.

—Vaya. Debo confesar que no me lo esperaba. ¿Cómo has podido saber…?

—Mataste a Dolores, bastardo, pero gracias a algo que ella me dijo he podido adelantarme a tus movimientos.

—Al final va a ser verdad que eres bueno, Ros —comentó cínicamente De la Rubia.

—Vas al garrote.

—No ha nacido el hombre que cace a Eduardo de la Rubia.

En ese momento Sousa y Lewis entraron en el cuarto. El malhechor lanzó la bolsa hacia ellos y de un salto atravesó las cristaleras y salió al balcón. Corrieron tras él y lo vieron saltar al vacío para impactar con el suelo con estrépito. Varios invitados se apartaron, con un susto de muerte. Después de rodar sobre sí mismo, el fugitivo se levantó con agilidad y emprendió la huida hacia la oscuridad.

Sangraba por los cortes de los cristales e iba dejando un rastro tras de sí. Cojeaba ostensiblemente.

Un disparo sonó en la noche. De la Rubia se detuvo al instante. Quedó quieto por un momento frenando su huida.

—Está muerto —anunció Ros con frialdad. En su mano, el revólver aún humeaba.

Al fondo, Eduardo de la Rubia cayó hacia atrás y quedó tumbado boca arriba. Inmóvil.

—¡Menudo disparo! —exclamó Sousa con admiración.

Bajaron y hallaron muerto al maldito pelirrojo. Los guardias tuvieron que apartar a los invitados, que se acercaban a ver qué había sucedido.

—Miren, es extraordinario —dijo Lewis señalando el pie derecho del muerto, que en lugar de hacia delante apuntaba hacia atrás de manera antinatural—. ¡Se había dislocado el pie y aun así han visto ustedes cómo corría!

—Éste tipo era el diablo —observó Víctor, acercando un farol al rostro de De la Rubia a la vez que le quitaba el antifaz—. Sí, es él, no hay duda.

—No volverá a darnos problemas —resumió Sánchez. Víctor, en cuclillas, levantó la cabeza y dijo muy serio:

—Sé bien que este maldito cerdo volvió a la vida en Madrid y no me quedaré tranquilo hasta que lleve una semana enterrado. Pienso poner dos guardias junto a su tumba día y noche durante al menos siete días. Cuando eso ocurra y sepa que está bajo tierra para siempre, me quedaré tranquilo.

No antes.

Lewis, Víctor y don Alfredo se disponían a regresar a Madrid. Era su último desayuno en Córdoba y Sánchez parecía algo abatido. Era evidente que se había encariñado con sus nuevos amigos. En aquel momento se abrió la puerta del pequeño reservado que ocupaban en la Fonda Rizzi y apareció don Agustín Sousa.

—No se levanten. Que aproveche —dijo tomando asiento.

—¿Nos acompaña, don Agustín? —invitó Sánchez, hospitalario.

—No, ya he desayunado en casa, pero tomaré un café. Se hizo un silencio.

—Ros, se nos va usted, ¿no?

—Así es.

—Quiero darle las gracias.

—No hay de qué. Es mi trabajo.

—A usted y a sus amigos. Ése De la Rubia era un monstruo.

—Y que lo diga.

—Y yo no le hacía caso a usted.

—Al final lo hizo. Es lo que cuenta.

—Ya. Ha pasado usted por Córdoba como un huracán. Nos ha deslumbrado a todos. ¿Puedo ir a visitarle cuando vaya a Madrid?

—Por supuesto, será un honor para mí.

Se miraron unos a otros sin saber qué decir. Sousa rompió el silencio con decisión:

—He venido a verle por dos cosas, Víctor, bueno, por tres. Primero, quería despedirme de usted.

Y, luego, la segunda…, no consigo quitármelo de la cabeza: ¿cómo diantres supo usted lo que se proponía De la Rubia?

—¿Ah, eso? Fue muy sencillo.

—Pues no lo veo yo tan claro.

—Fue fácil. Gracias, por supuesto, a una de las amantes de De la Rubia, Dolores.

—La bailaora.

—La misma. Me dijo que De la Rubia había llegado a intimar con Tula Adánez. Usted me perdonará el atrevimiento, pero sabíamos que era su amante, así que era fácil suponer que la utilizaría para llegar a usted. Por otra parte, Dolores me dijo que el pelirrojo había ido a la tienda de disfraces, donde el propio don Matías nos confirmó que le había hecho dos encargos para una fiesta «a la que pensaba asistir en Madrid con un amigo». Encargó un traje idéntico al suyo y otro de gorila dos tallas más grande. Yo sabía que ese crápula no podía ni acercarse a Madrid, que no existía tal amigo y que, además, se le presentaba una ocasión maravillosa para atentar contra usted en el baile de disfraces al que todo el mundo acudiría enmascarado. Bien, ¿para qué quería un traje como el suyo? Era obvio que para suplantarle. Usted tiene gente armada en casa, una nutrida escolta, pero estaba claro que Tula podía llevarle a un aparte, a algún lugar escondido. Por eso le pregunté durante la cena que dónde se veía con ella durante las fiestas en su casa, aunque a usted no le agradara la pregunta. Así pues, la cosa era evidente: se haría pasar por usted porque pensaba neutralizarle en el invernadero usando a Adánez como cebo. Ahora bien, usted siempre lleva la llave encima, y eso le obligaba a tener que matarlo para hacerse con ella y conseguir el anillo. Era sencillo.

—¿Y el traje de gorila?

—Era dos tallas más grande de lo necesario para podérselo poner vistiendo debajo el traje de arlequín. Tula le pidió a usted invitaciones para unas amigas, así que él entró con una de ellas disfrazado con el traje de mono.

—Contado así, parece todo muy patente.

—Y lo es. Aunque no me fue fácil darle el cambiazo a Tula cuando saqué una copa vacía de mi disfraz y simulé que bebía en la que ella me había echado el veneno.

—Gracias una vez más, don Víctor.

Entonces Sánchez tomó la palabra:

—Perdone, don Agustín, pero ha dicho usted que venía por tres cosas; ¿y la tercera?

Sousa sacó un objeto del bolsillo y lo arrojó sobre la mesa. Los cuatro amigos lo inspeccionaron.

Era un anillo rosacruz con un enorme sello rojo en el cual se veía el emblema de dicha organización, aunque la piedra no parecía de valor.

—¿Y esto es tan valioso? —preguntó incrédulo don Alfredo.

—Miren en el interior. Hay tres cifras. Si se saca la piedra de su engarce, en su cara inferior hay otras dos. O sea que cada anillo tiene cinco cifras. En total veinticinco dígitos. Son la clave para acceder a una cuenta en Suiza, en el Switzerland National Bank.

—La 4579.

—Exacto. Ése era el número que usted halló en la lista de Ansuátegui.

—¿Y contiene mucho dinero?

—No puedo contarles demasiado, pero hace años fui un muy activo rosacruz. Mi logia era la encargada de realizar una gran revelación a la humanidad, será a final de siglo y resultará caro. No debo decir más a ese respecto. Es algo religioso y se mostrará al mundo en un pueblecito de Francia, Rennes le Château. Aún no tenemos a la persona en cuestión, pero puedo adelantarles que será un bombazo. Disponemos de cierta información, digamos… sensible, que pondrá patas arriba a la Iglesia católica.

—¿Cómo? —quiso saber Víctor.

—La historia de ese pueblecito es profusa y compleja, por allí pasaron los visigodos, los merovingios, el temple y los cátaros. Será una revelación de órdago a la grande, relacionada con Cristo y con la iglesia que hay en el citado pueblo consagrada a María Magdalena. No puedo decir más. El dinero para llevar a cabo la acción se depositó en esa cuenta de Suiza; es mucho, recogido en logias de gente muy rica del Reino Unido, Alemania, Francia e incluso Estados Unidos.

Lógicamente no se puede dar acceso a esa cantidad de dinero a un solo hombre, así que hicieron esos cinco anillos que habían de codificar entre todos un número de veinticinco dígitos y se repartieron entre cinco hermanos de los más representativos en la orden.

—Eduardo supo de esa historia cuando era su secretario en Suiza.

—Así debió ser.

—Y cuando se sintió con fuerzas para ello, muchos años después, decidió iniciar la caza de los cinco hombres. Si se hubiera hecho con los veinticinco dígitos, le habrían abierto una caja de seguridad en Zurich, ¿no es así?

—Sí, así es.

—¿Y el secreto? —preguntó Blázquez—. No creo que yo llegue a final de siglo para verlo.

Sousa sonrió para sí y dijo:

—Ya les he contado más de lo que debía. Sólo le repetiré que hará tambalearse a la Iglesia católica. La imagen que tenemos ahora de Cristo cambiará mucho. Muchísimo.

Todos quedaron silenciosos.

—No hemos conseguido saber dónde guardaba el pelirrojo los otros cuatro anillos, luego será difícil para ustedes dar con los veinte números que les faltan, ¿no? —dijo al fin Víctor.

—En efecto, Ros, en efecto, y no crea, que no es pequeño el problema. Pero estamos en el año mil ochocientos setenta y ocho y no está planeado dar el golpe hasta dentro de veinte años; mi organización dispone, pues, de cuatro lustros para dar con una solución. Además, ya se han iniciado las conversaciones con el banco. Cuatro de los dueños de los anillos han muerto, y eso cambia las cosas. No hay que preocuparse por ello, de una manera u otra lo conseguiremos. Y ahora, si me permiten ustedes, he de irme.

Cuando el caballero se embutía de nuevo en su abrigo, y antes de que saliera del pequeño saloncito, Ros lo interpeló de nuevo:

—Una última cosa, don Agustín.

—¿Sí? —contestó el otro girándose.

—¿Ha tenido algún problema con su mujer?

—No, no, descuide, está ya en París gastando mi dinero a manos llenas.

Intervino Sánchez:

—Pese a que Tula Adánez era culpable de intentar asesinarle, en caso de que hubiera declarado en un juicio habría provocado un escándalo muy desagradable para usted, ¿no?

—Sí —concedió Sousa sonriendo como el que juega una baza ganadora—. Creo que puede decirse que fue una suerte para mí que escapara.

—¿Escapara? —repitió escéptico Sánchez.

Lewis dijo en aquel momento:

—La última vez que se la vio corría hacia los carruajes. Justo donde estaban apostados sus hombres, ¿no, don Agustín?

—Un misterio, sí —contestó Sousa sonriendo con cinismo—. No la vieron llegar allí. Ninguno de mis hombres.

—Algo me dice que no hablará nunca más —terció Víctor—. Alguien la calló para siempre. No es buen asunto meterse con los poderosos.

—Usted lo ha dicho, no yo. Ya saben dónde me tienen —se despidió Agustín Sousa dando por terminada aquella conversación para salir elegantemente del reservado.

—Está claro para mí. Está muerta —sentenció Vicente Sánchez con cierto aire de nostalgia en la mirada.

En el camino de vuelta a casa, y siempre bajo la atenta mirada de Blázquez, Víctor y Lewis pudieron hablar largo y tendido. Mirando por la ventanilla del tren y con la vista perdida en los inmensos trigales de la meseta, Ros dijo:

—Lewis, he decidido que quiero mejorar mi intuición, aunque suene a locura.

—¿Qué? —se interesó Blázquez, que no sabía de qué hablaban.

—Aquí, su amigo, tiene lo que ustedes llaman una gran intuición.

—Es cierto. Siempre lo he pensado, sí.

El inglés continuó hablando:

—Yo prefiero llamarlo preinteligencia. Es todo ciencia. La mente de Víctor percibe cosas sin saberlo, cosas que a los demás se nos escapan y a veces puede dar la sensación de que se adelanta a los acontecimientos. Sólo es una cuestión de observación, y hay personas más observadoras que otras. Eso es susceptible de mejora, siempre que lo entrenemos. Todos tenemos nuestras capacidades y podemos mejorarlas. Víctor ya lo ha hecho con la mayoría de ellas, pero todo es mejorable. Mire, Alfredo. —Lewis sacó una baraja española y mirando a Víctor dijo—: Piense, concéntrese. La carta que he elegido, ¿es mayor o menor de cinco?

Ros cerró los ojos y contestó:

—Mayor.

El británico volvió la carta: el seis de copas.

—¿Y ésta? —preguntó extrayendo otra que ocultó a Víctor.

—Diría que… mayor.

—El ocho de bastos.

—Prueba con otra —pidió Blázquez.

Lewis sacó un nuevo naipe y Víctor, después de pensarlo, indicó:

—Menor de cinco.

—El tres de copas —confirmó Lewis—. Impresionante…

—¡Ha tenido suerte! —exclamó don Alfredo.

—Pruebe usted.

—Venga.

—Ésta carta, ¿es mayor o menor de cinco?

—Menor.

—El nueve de espadas. No es tan fácil, ¿eh?

Víctor soltó una carcajada.

Lewis volvió a tomar la palabra:

—Víctor, pruebe usted a seguir su intuición a manera de entrenamiento; por ejemplo, ¿se ha formado recientemente algún juicio sobre alguien sin apenas conocerlo?

—Sí, un novio de mi suegra.

—Déjese llevar por lo que percibe, lo que siente. Y luego compruebe la verdad. Así podrá ir desechando impulsos, sensaciones erróneas, y se quedará con las buenas. Si va usted por la calle, piense, ¿cuál es el próximo conocido al que veré? Visualícelo en su mente y luego compruebe si ha acertado; así irá poco a poco mejorando. Petrovich podría hacer de usted un fuera de serie.

—Pues yo veo en mi mente que voy a echar una cabezadita de aquí a Madrid —anunció Blázquez para regocijo de sus compañeros.

Los tres rieron a carcajadas.

Cuando el tren hizo su entrada en el pequeño embarcadero de Atocha, Víctor sintió que le daba un vuelco el corazón. Clara había ido a recibirle. Junto a ella esperaba Teodoro Garriga, que solícito se hizo cargo de las maletas. A don Alfredo le esperaban su esposa, su hija y su nieta; por su parte, Lewis llamó a un mozo y desapareció, discreto, camino del hotel.

Víctor apenas era consciente de todo esto, pues se abrazó a Clara en el mismo andén y se sintió transportado, lejos de este mundo.

Pero ¿qué te pasa? —quiso saber ella al comprobar que a su marido se le saltaban las lágrimas.

—Lo he pasado muy mal, Clara —contestó Víctor mirando de soslayo a Garriga, que se había adelantado para llevar las maletas al coche y dejarlos a solas, con suma discreción—. Ha sido un caso difícil, corrimos un gran riesgo y, para colmo, el asunto de Lucía ha terminado de minar mi moral. Lo siento, Clara, de veras.

—Tú has hecho tu trabajo, Víctor —repuso ella tomándolo del brazo mientras echaban a andar—. Todas las pruebas apuntan hacia Lucía, aunque yo sé que es inocente.

Víctor respiró aliviado al ver que su mujer, al fin, parecía estar de su parte.

—¿Y la niña? —dijo.

—Está con mi madre, en casa.

—Estoy deseando verla. ¿Y Teodoro y Nuria?

—Se casan la semana que viene. Parecen felices en casa, ella ayuda a Blasa en las tareas menos pesadas de la cocina y he contratado a una nueva asistenta, una chica de Aranjuez, Lourdes, te agradará. Teodoro parece feliz y viene bien que alguien ayude a las criadas en las tareas más duras.

Hiciste muy bien al convencerle. ¿Fue fácil?

—Tuve que jugar un poco sucio, pero, bueno, creo que mereció la pena. Se le ve feliz, ¿no?

—Sí, mucho.

Subieron al coche y Teodoro encaminó el tiro hacia casa.

—La he visitado —informó Clara.

—¿Cómo?

—Sí, a Lucía.

—Ya.

—La asociación de mujeres sufragistas ha decidido apoyarla. Pensamos que se la juzga con más severidad por ser mujer. Quisieron lincharla en Córdoba, ¿no?

—Sí, así fue. Pero las pruebas son las pruebas, Clara.

—Yo sé que es inocente; todo lo tiene en contra, no hace falta que me lo digas, pero he vivido con ella tres años; se aprende mucho sobre una persona cuando se comparte cuarto con ella, y te digo que mi amiga Lucía es incapaz de matar una mosca. Claro, sé que no quería a su marido como se quiere a un amante, pero me consta que lo veneraba como a un padre; ella es incapaz de hacer algo así.

—No me hace gracia que en tu estado la visites en la cárcel.

—¡Qué tontería! Me encuentro perfectamente y seguiré haciéndolo. Eso no admite discusión.

Además, el mes que viene pienso asistir a todas las sesiones del juicio.

—¡Jesús!

—Sí; ¿tú no?

—No.

—Tendrás que ir a declarar.

—Lo haré el día que me cite el juez. Quiero olvidarme de este caso. Siento lo de Lucía, de veras, me gustaría que hubiera sido otro el culpable y lo lamento, de verdad. Nada hay que me apetezca menos en este mundo que importunarte, pero las cartas en que De la Rubia le insinuaba que matara a su marido cayeron en mis manos. Don Higinio me dijo que sospechaba que habían envenenado al marqués y su ayuda de cámara también lo afirmó, los síntomas aparecieron cuando ella comenzó a acostarse con el pelirrojo y a darle un misterioso brebaje al marido; exhumé el cadáver y hallé plomo en sus cabellos y, para colmo, intentó escapar. No me quedó otro remedio. De verdad, lo siento, pienso que es culpable, pero no quiero creerlo por ti.

—No me entiendes, Víctor; has hecho tu trabajo y reconozco que no debí enfadarme por ello, pero sé que es inocente. No quiero que este asunto se interponga entre nosotros, así que te prometo que, poniendo un poco de nuestra parte, lo olvidaremos.

—Tu tono de voz me hace pensar en una contraprestación.

Sólo quiero que hagas una cosa. Todo el mundo piensa que daba un veneno a su marido, pero Lucía insiste en que era un tónico; quiero que vayas a Cuenca.

—Ya se hizo esa gestión y no ha podido demostrarse que ella comprara tónico alguno, la farmacia pasó a otro farmacéutico y el anterior dueño, Rius, murió, los archivos y registros fueron quemados por los nuevos dueños y no hay manera de demostrar que lo que afirma Lucía es cierto.

—Ve a Cuenca. Ella insiste en que compró el tónico al mancebo de Rius, un joven que trabajaba en la farmacia; igual le localizas y te lo corrobora. Lucía dice que la conocía.

—Es una pérdida de tiempo.

—Hazlo por mí y te juro que nunca más hablaremos del tema. Eres el único que puede salvarla.

Víctor reflexionó unos momentos.

—Sea —aceptó—. Déjame descansar unos días y la semana que viene haré la gestión. En día y medio puedo tenerlo resuelto. Pero ya sabes que no servirá de nada.

—Ya, he leído los periódicos, como media España, con todos los truculentos detalles sobre su relación con ese delincuente bien detallados —añadió con expresión de enojo—. La pobre no supo elegir bien y ese hombre la llevó a la ruina.

—Ha sido una tonta, Clara. Al estar muerto el pelirrojo, podría haberlo acusado a él, pero su intento de fuga la ha hecho parecer culpable a ojos de todo el mundo.

—Dice que tuvo miedo. ¿Acaso no es eso posible?

—No sé, Clara, no sé. Pero a estas horas no hay en todo Madrid un solo juez que la crea inocente, eso tenlo por seguro.

Ocho días después, a las ocho de la tarde, Víctor llegó a casa con aire agotado. Clara le esperaba.

Tomó su sombrero, su bastón y su abrigo y lo hizo pasar de inmediato al saloncito, donde tenía preparado un té con pastas para que su marido se repusiera del frío que, según La Época, había llegado en forma de ola procedente de Groenlandia.

—Pareces cansado.

—Llegué anoche a Cuenca, esta mañana he ido a la farmacia y de inmediato he tomado el tren de vuelta. Se agradece algo caliente. Hace más frío en marzo que en diciembre.

—Suele suceder —dijo ella mientras le tomaba las manos, para preguntar de inmediato con impaciencia—: ¿Has averiguado algo?

—Sí, esta misma mañana he podido hablar con Ambrosio Montaner, el farmacéutico que compró el negocio de Rius. En efecto, no queda rastro de anteriores clientes ni de fórmulas magistrales del primer dueño.

—¿Y preguntaste por el anterior mancebo?

—Sí, lo hice. Se llamaba Mauricio y vivía a un par de calles, así que he ido a verle; me ha recibido la patrona de su pensión. Cuando Rius dejó el negocio, el chico se fue a Madrid para trabajar en una fábrica de coches. Por eso he tardado más en llegar. En cuanto he puesto los pies en Madrid he tomado una «mariamanuela» y me he dirigido a la única fábrica de carruajes que conozco, la que hay en Recoletos, entre la plaza de toros y el palacio del duque de Sesto. He hablado con el encargado.

—¿Y…?

—Recuerda al joven. Ha llamado a un compañero suyo, un chaval de Don Benito que entabló amistad con él, y me ha contado que se alistó en el ejército, en infantería. En el regimiento Orense treinta y tres.

—Bueno, bien. ¿Y dónde está ese regimiento?

—Hace seis meses que salió hacia Filipinas.

—Vaya —lamentó Clara muy seria. Parecía desilusionada—. Será difícil localizarle.

—Sí, más bien. Lo siento.

—Lo has intentado al menos, Víctor. No te preocupes.

—No, Clara, lo siento por ti.

—Pues siéntelo por ella. Era la única y última posibilidad que se me había ocurrido para ayudarla.