La tienda de don Matías estaba situada bajo un inmenso arco de la cara norte de la plaza. Parecía pequeña, aunque, según les contó Vicente.
Sánchez, daba a un almacén más espacioso donde se situaba el taller de costura que fabricaba la mayor parte de los disfraces para los habitantes de Córdoba.
El local en el que se atendía al público era reducido y estaba mal iluminado. Había disfraces colgados aquí y allá, recubriendo las paredes hasta el techo. Trajes de princesa, cardenal o mosquetero, apenas dejaban ver el blanco de la escayola que recubría los muros del desvencijado comercio. Un dependiente, que vestía un guardapolvo gris, acudió a avisar a don Matías, que salió al momento deshaciéndose en saludos a Sánchez. Éste presentó de inmediato a sus dos compañeros.
Enseguida entraron en materia.
—Perdone, don Matías —comenzó Víctor—, ¿conoce usted a Eduardo de la Rubia?
—Claro —contestó el otro, un tipo bajo, regordete y calvo, de aspecto timorato, anchas patillas, amplio bigote y dientes de roedor—, es de Córdoba. Lo conozco de toda la vida. De buena familia, pero creo que algo echado a perder, si se me permite decirlo.
—¿Le ha visto usted últimamente?
—Por supuesto. Ayer mismo vino a recoger unos encargos que me hizo.
—¿Cómo? —preguntaron asombrados los tres policías al unísono, dando un respingo.
—Sí, sí, ayer.
—¿Seguro que era él?
—Pues claro. Lo conozco desde crío. Se ha teñido el pelo de negro, pero era él, no hay duda.
Siempre fue un chico guapo, ya saben, de buen porte.
Víctor decidió llevar la batuta del interrogatorio mientras Vicente Sánchez tomaba notas y don Alfredo, además de escuchar, vagaba por la pequeña tienda y miraba disfraces aquí y allá.
—Ha dicho que le hizo un encargo —repitió Víctor—. ¿Cuándo?
—Hará un par de semanas. No se lo pude cumplimentar antes porque en esta época estamos saturados de trabajo, los carnavales están encima. Vino a encargarme dos disfraces para una fiesta a la que piensa asistir en Madrid. Quería un disfraz para un amigo y otro para él.
—Dígame qué le encargó.
—¿Es importante?
—Es vital. Diga, diga.
—Pues un disfraz de gorila para su amigo. Es de los más caros. «¿Cómo tomamos las medidas?», le dije, y me contestó: «Es muy fácil, me toma usted medidas a mí y lo hace dos tallas más grande».
—¿Y para él? ¿Qué disfraz compró?
—Me preguntó una cosa curiosa, ahora que lo dice; se interesó por un cliente nuestro de toda la vida. Verá usted, todos los años, un empresario muy afamado de aquí, don Agustín Sousa, celebra una fiesta de disfraces en su cortijo. Es el inicio, digamos, del carnaval para la nobleza local. Lo más granado de Córdoba asiste a esa fiesta. Hay pugna por ver quién lleva el mejor disfraz. Don Agustín Sousa, que es cliente mío de toda la vida, suele dar el golpe todos los años y no repara en gastos para conseguirlo. Eduardo de la Rubia lo sabía y comentó que quería causar sensación en la fiesta de Madrid, así que me preguntó por el disfraz que había encargado Sousa y me dijo que quería uno igual. Le respondí que no debía, que era un diseño exclusivo, un hermoso traje de arlequín veneciano que, además, cuesta un riñón. Insistió. Me dijo que él no iba a usar el traje en Córdoba, que el dinero no era problema y que don Agustín, al que por otra parte él admiraba mucho, no se enteraría. Me pareció razonable y se lo hice.
—Idéntico.
—Idéntico. Pero les ruego que no digan nada a don Agustín. Puede parecerle mal.
—Descuide. Y lo recogió ayer.
—Sí, ayer por la tarde. También se llevó una cosa que vio ahí mismo colgada.
—¿Qué?
—Un disfraz de cura. Es perfecto, capa, sotana de botones y sombrero de ala ancha.
Antes de que don Matías pudiera terminar la frase, Víctor había sacado casi a rastras a sus compañeros de la tienda y los tres corrían hacia la cárcel.
Cuando llegaron, Víctor, que iba delante, gritó al carcelero que abriera la celda de La Flaca. Éste dejó asomarse al policía madrileño por la mirilla; comprobó que la reclusa dormía en su camastro vuelta hacia la pared, aunque un hilillo oscuro que goteaba hasta el suelo le hizo saber que estaba en lo cierto. Los segundos que pasaron hasta que el guardia consiguió abrir la pesada puerta se le hicieron eternos. Cuando logró entrar, Ros se acercó a Dolores, resbaló y cayó de bruces en un inmenso charco de sangre. Totalmente empapado, se levantó como pudo y logró girarla, para comprobar que tenía un inmenso tajo en el cuello del que aún manaba sangre en abundancia. Estaba fría.
—¡Dijo que era su confesor! ¡Que venía a verla para orientarla ahora que estaba mejor! —explicó el guardia para justificarse, muy apurado.
—La ha desangrado como a un cerdo —indicó Blázquez, mientras Sánchez comenzaba a vomitar.
—No tiene pulso. Es tarde —comprobó Víctor—. Pero ¿cómo lo dejó usted pasar, hombre de Dios?
—¡Era un cura! —contestó el carcelero—. Al salir me contó que la reclusa le había dicho que iba a dormir un poco porque estaba cansada. Me pareció razonable.
Víctor, con aquella mujer en brazos y manchado con su sangre, sintió un inmenso dolor; estaba inmerso en la más absoluta de las miserias. Era un incompetente, un imbécil. Había provocado la muerte de aquella desgraciada. Otra prostituta más degollada como se hace con las reses.
—Se me ha escapado dos veces. No habrá una tercera —barbotó con la mira perdida como un loco.
Todo se movía a su alrededor y las voces de los demás que clamaban por que viniera un médico sonaban a sus oídos como extraños ecos subacuáticos. No supo cómo salió de allí ni cómo llegó al bar más cercano. Recordaba vagamente que las farolas de gas flotaban en el cielo como en un sueño. Había visto caras desagradables aquí y allá, viejas alcahuetas y tipos desdentados, gentes de la calle que se le aparecían como en una horrible pesadilla, con el sabor amargo del aguardiente en la boca que hacía que la lengua se le pegara al paladar. Veía a Clara a lo lejos, alejándose más y más de él.
Al día siguiente, al abrir los ojos, no recordaba cómo había llegado a su cama, ni haberse bebido dos botellas de vino y otra de aguardiente, ni siquiera era consciente de cómo había vuelto a su fonda. No sabía que sus amigos, muy alarmados, lo buscaron por media Córdoba. Había vuelto a ver el abismo negro en que cayó ya una vez años atrás y había decidido emborracharse de inmediato para evitarlo. La Flaca estaba muerta. Se levantó de la cama y se encaminó al buró para escribir una nota.
Víctor bajó al comedor de la fonda para desayunar y se encontró con que Blázquez, Sánchez y Lewis le aguardaban.
—Perdone que le haya llamado tan temprano, Lewis, pero le necesito —dijo por todo saludo Ros, que realmente tenía mal aspecto.
Nadie le preguntó dónde había estado la noche anterior.
—No es ninguna molestia —contestó el inglés.
—Tengo que hacerle unas preguntas —prosiguió muy serio.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó Sánchez.
—Sí. Mucho.
—Sé lo que pasa por tu mente. No debes culparte —apuntó Blázquez.
Víctor levantó la mano para hacerle callar.
—¡No sigas! Soy el culpable de la muerte de Dolores, yo la induje a delatar a De la Rubia, hice que Sánchez falsificase los pasajes, y ella, al verse traicionada, cantó.
—La hubiera matado de todos modos, Víctor. Además, él no podía saber que La Flaca lo había traicionado; simplemente, la quitó de en medio para evitar que hablara —rebatió Sánchez.
—Ése hijo de puta me tiene harto —sentenció Víctor mirando al infinito mientras se llevaba la taza de café a los labios—. ¿Le han contado, Lewis?
—Sí, sus amigos me han informado.
—Bien. Le he mandado llamar porque resulta evidente que debemos colaborar. Hoy tenemos la vista previa del caso de Lucía Alonso; luego miraré el periódico para ver qué cuenta sobre el caso nuestro amigo Arturito Abellán.
—No quieras saberlo —indicó don Alfredo.
—Veamos, Lewis —siguió diciendo Ros—. Usted habrá sobornado a los criados de don Agustín Sousa.
El inglés sonrió por toda respuesta.
—¿Dónde guarda el anillo?
—En una caja fuerte de su habitación, situada tras una reproducción de un cuadro de Poussin, Les Bergers d’Arcadia.
—Bien, Lewis, bien. ¿Es de combinación?
—No, se abre con una llave que Sousa lleva siempre colgada del cuello.
Víctor quedó callado por un instante. Miró de manera extraña un bollo suizo que tenía en la mano, lo tomó y comenzó a estrujarlo a la vez que se perdía en sus propios pensamientos. Entonces dijo:
—Sé lo que pretende De la Rubia.
—¿Cómo? —preguntó don Alfredo.
—Que sé lo que se propone. Sé cómo piensa matar a Sousa y cómo va a hacerse con el anillo. Y se lo impediremos. Antes de ir a la vista debo pasarme por la tienda de disfraces para hacer un encargo.
—No te sigo —reconoció Sánchez.
—Sí, sí. Como sabéis, Sousa celebra todos los años una fiesta de disfraces…
Cuando Víctor y sus compañeros llegaron a los juzgados, a duras penas pudieron bajar del carruaje, porque la calle estaba atestada de gente que clamaba pidiendo justicia. Lucía Alonso había sido ya condenada por el vulgo. El artículo del día de Arturito Abellán relataba la infidelidad de la joven viuda con un noble cordobés, Eduardo de la Rubia, al que la policía buscaba por su implicación en el asesinato en Madrid de un coronel y un médico. En el mismo artículo se citaban textualmente ciertos párrafos comprometedores de las cartas de amor entre Lucía y su amante, algunos de ellos inventados y ciertamente truculentos, y se hacía saber al gran público que el amante había instado a la joven a «dar un empujón a la naturaleza».
No era de extrañar que la sala donde había de celebrarse la vista estuviera atestada y que muchos se hubiesen quedado en la calle pidiendo la cabeza de Lucía, a quien ya se había bautizado como «la viuda negra».
Alguien debió de reconocer a Víctor porque cuando entró en la sala el vulgo prorrumpió en aplausos. «Es el policía que descubrió a esa fulana», oyó que decía una comadre a su acompañante.
Sintió repulsión por el clima de linchamiento que se vivía en el ambiente. Lucía Alonso, hermosa como siempre, permanecía sentada junto a su abogado, Luciano Perales, el mejor penalista de Madrid. El fiscal, un tal Higinio Cortés, era un miembro destacado del partido conservador en Córdoba.
Todos se pusieron en pie cuando entró en la sala el juez Funes, quien dio por iniciada la vista al instante.
—¡Señoría! —clamó Perales—, solicito un inmediato cambio de jurisdicción.
Un murmullo de desaprobación demostró que al respetable no le hacía gracia la idea de que un juicio tan prometedor como aquél se les fuera a la capital del reino.
—¿Por qué solicita usted eso, letrado?
—El delito que se imputa a mi acusada fue supuestamente perpetrado en Madrid, por lo cual compete a los tribunales de dicha ciudad impartir justicia en este caso.
—Imaginaba que iría por ahí —susurró Blázquez.
Funes tomó la palabra:
—Frene el carro, frene el carro y procedamos por orden. ¿Cómo se declara su cliente?
—¡Inocente!
—¡Asesina! —gritó alguien desde la última fila, lo que provocó un estruendo general entre aplausos, gritos y silbidos.
—¡Sileeencio! —requirió Funes golpeando frenéticamente la mesa con su martillo—. ¡Silencio o mando desalojar la sala! Todo volvió a su cauce en unos segundos.
—Señor fiscal —prosiguió el juez—, ¿cuáles son los cargos que imputa usted a doña Lucía Alonso?
—Asesinato con premeditación y alevosía. Probaremos que envenenó a su marido.
—¿Quiere ahora el abogado defensor hacer esa consideración sobre el cambio de jurisdicción?
—Sí, la solicito por los motivos antes citados. El supuesto delito tuvo lugar en Madrid y…
—No es suficiente —cortó el juez.
Perales se levantó, muy teatral, y se acercó al magistrado llevando en sus manos tres pesados volúmenes que dejó sobre el estrado diciendo:
—Ruego a su señoría que revise los precedentes en las páginas que he señalado: véanse los casos de Martínez Guisando en el 75, el del asesinato de Núñez Balmes en el 34 o el de Ruiz Díaz en la Audiencia de Barcelona del 54.
Hubo un murmullo en la sala. La vieja de antes dijo a su compañera:
—Éste sabe lo que se hace.
El juez pareció algo azorado.
—Vaya, ha hecho usted los deberes.
—Si a su señoría le parece, podríamos hacer un receso para que tenga tiempo de revisar estos precedentes.
—No será necesario, ya los conocía —respondió Funes.
—Miente —susurró Víctor a sus compañeros.
—Está bien —aceptó el juez—. El sumario será trasladado a los tribunales ordinarios de Madrid, ya se les comunicará en qué juzgado se verá el juicio. ¿Qué pide para su defendida?
—Solicito la libertad bajo la fianza que estipule este tribunal. Lucía Alonso es una joven de buena familia que recibió una excelente educación y no supone peligro alguno para la sociedad.
Un nuevo griterío estalló en la sala.
—¿Y el fiscal?
—Pedimos prisión incondicional. La acusada fue detenida cuando intentaba fugarse.
—Exacto —coincidió el juez—. Decreto prisión incondicional para Lucía Alonso García y ordeno su inmediato traslado a la Cárcel Modelo de Madrid, donde permanecerá en espera de juicio.
Se levanta la sesión.
El público asistente prorrumpió en aplausos mientras Lucía Alonso era sacada de la sala por dos gigantescos guardias de fieros bigotes. Las comadres no estaban del todo satisfechas al ver que les habían privado de un juicio tan interesante en favor de la capital del reino.
—Ése Perales garantiza que al menos Lucía tendrá una buena defensa —comentó Víctor.
—Sí, eso sí, pero no la salva del garrote ni Dios que bajara del Cielo —sentenció don Alfredo Blázquez.
Víctor llegó a la plaza de Capuchinos con un ramo de rosas rojas, las favoritas de La Flaca, según le había informado su amiga prostituta, La Pelos. Caminaba lentamente, como pensando en sus cosas a la vez que miraba hacia el suelo. Sobrecogido por la sobriedad del entorno, rodeado de casas encaladas, por el Hospital de San Jacinto y el Convento del Santo Ángel, el detective se acercó al Cristo de los Faroles, una imagen de Juan Navarro León situada en el centro de la plaza y protegida por una pequeña reja, y rezó rápidamente un padrenuestro por aquella desgraciada a la que había llevado a la muerte. Se sintió algo aliviado. La Pelos también le había dicho que la muerta sentía una gran devoción por aquel Cristo al que veneraban multitud de cordobeses.
—Vaya, ¿se ha hecho usted creyente a la vejez?
Víctor se volvió y se vio ante el espigado y siempre enigmático Lewis.
—No, no. Simplemente rezaba una oración por el alma de Dolores.
—Me parece bien, pero no se obsesione. Ésa mujer era, como dicen ustedes, un mal bicho, mala hierba. ¿No sabe usted que estuvo un tiempo con los bandoleros y participó en todas sus fechorías?
En un asalto a la diligencia de Sevilla, animó a los forajidos a que violaran a una niña de trece años.
—Vaya.
—No lo sabía, ¿verdad?
—Pues no…
—¿Caminamos un poco?
La mañana era algo fría, pero los cálidos rayos del sol invernal animaban al paseo. Córdoba era una ciudad que invitaba a la vida en la calle, ya que quizá el clima era algo más suave que en Madrid, donde estaban sufriendo un invierno de perros.
Comenzaron a andar y bajaron por la calle Alfaros. A Víctor le gustaba pensar que aquella urbe era milenaria y se imaginaba a sus antiguos moradores arriba y abajo por aquellas estrechas calles.
—¿Sabe? —dijo Víctor—, he reflexionado acerca de aquello que usted me comentó, lo de la intuición.
—¿Sí?
—Comienzo a creer que tiene usted razón, que es una cualidad que podría mejorar.
—Claro, no tengo duda al respecto.
—Hace dos días, cuando De la Rubia mató a Dolores, me crucé con él al salir de las celdas. Sentí una sensación extraña, como de rechazo, de asco. Nunca le había visto el rostro, y aunque el sombrero se lo cubría en parte, ahora ya nunca lo olvidaré. El caso es que algo se removió en mi interior en aquel momento. Lo atribuí a que iba vestido como ese maldito cura, el fanático que intentó evitar la exhumación del marqués. Vestía exactamente de la misma manera. Por eso deseché ese impulso, ese aviso que me mandaba mi mente y que me habría permitido evitar un crimen, salvar una vida y detener a ese loco. Más tarde, en la tienda de disfraces, cuando supe que De la Rubia había comprado un traje de cura, supe que había ocurrido una tragedia. ¿Cómo podía mi mente saber que aquel cura al que no conocía era el pelirrojo?
—¿Cómo pudo saber usted que su órdago al obispo iba a deparar los resultados que esperaba, Víctor?
—No sé, quizá puede atribuirse a que conozco el sistema. Los españoles somos así, mucha bravata, mucha amenaza, y luego nunca pasa nada. Terminamos entendiéndonos de alguna manera, tenemos pasado de comerciantes, no en vano por nuestras venas corre sangre fenicia, judía y árabe.
Lewis ladeó la cabeza.
—Tiene usted un don y debe mejorarlo —afirmó.
—Sí, pero ¿cómo?
—Sé que después de su experiencia con Alberto Aldanza no es amigo de instrucciones personales de ese tipo, pero Petrovich, en Viena, podría ayudarle.
—No puedo ausentarme de Madrid para algo así. Tengo una familia y un trabajo. ¿No podría usted darme algunos consejos? —Hombre, algo podría hacerse.
Habían llegado a la calle San Pablo y Víctor miró hacia la derecha.
—¿Sabe…? —comenzó a decir.
—Sí, va usted a pronunciar una conferencia pasado mañana en el Círculo de la Amistad, aquí al lado.
—¿Cómo lo sabe?
—Mi trabajo, como el suyo, consiste en saberlo todo.
—Versará sobre ciencia forense; Sánchez se empeñó.
—Hablará usted para las mejores mentes de Córdoba, o al menos, las más abiertas.
—¿Masones?
Lewis hizo un gesto inequívoco con la cabeza.
—Allí estaré para escucharle.
—¿Es usted masón?
—Ésa pregunta no debe formularse a un masón. Siempre negará su pertenencia a la organización. Digamos que soy inglés y de ideas avanzadas.
—Lo tomaré como un sí.
—¿Vamos hacia la Judería? Es un entorno delicioso.
—¿Hay rosacruces en el Sello de Brandeburgo? —preguntó el detective en un brusco cambio de tema.
—Alguno hay —contestó el inglés—. Pero no se equivoque, Víctor. El Sello es una institución avanzada, sin duda, pero nada anticlerical; de hecho, incluso contamos con algunos católicos fervientes en nuestras filas.
—Necesitaré de su ayuda, Lewis. La semana que viene comienza el carnaval y Sousa da un gran baile de disfraces. Creo que podremos capturar ahí a De la Rubia.
Llegaron a la plaza de las Tendillas, donde un par de gitanas discutían acerca de unas pulseras entre las risas de los transeúntes, que se habían detenido a presencia r la gresca como si de un espec táculo se tratara.
—¡Qué país! —exclamó Víctor.
—Cuente usted conmigo para lo que quiera. Por cierto, conozco una taberna excelente junto a la Sinagoga; ¿me haría usted el honor de comer conmigo?
Cuándo Víctor concluyó su alocución, un sonoro aplauso le hizo saber que la conferencia había sido del agrado de los más de cincuenta caballeros que se habían dado cita aquella noche en el Círculo de la Amistad.
Todos se acercaron a felicitar al conferenciante entre loas y parabienes, hasta llegar a rodearlo desbordando entusiasmo:
—¡Asombroso, asombroso! —le dijo un señor entrado en años que le estrechó la mano con admiración. Varios caballeros más jóvenes le pidieron incluso un autógrafo.
—Los has dejado deslumbrados —observó Sánchez—. ¡Menudo tanto me he apuntado al traerte!
Ahora pasemos al salón para la cena. Vamos.
Víctor estaba acostumbrado a que los detalles de las investigaciones policiales llamaran mucho la atención de los profanos, pero no podía pensar que aquella charla, algo más técnica que de costumbre, pudiera complacer tanto a un público como aquél.
—Increíble —comentó Agustín Sousa saliéndole al paso—. Sencillamente increíble. Me ha dejado usted perplejo. No sabía que se pudiera saber tanto sobre un asesino por la simple inspección de un cadáver.
—No sabía que era usted miembro.
—No me pierdo una sola conferencia.
—¿Se queda a cenar?
—Pues claro, tiene que contarme más cosas. Es fascinante. ¿De verdad puede saberse cuándo se ha producido la muerte con el estudio de los gusanos y bichos que se nutren de un cadáver?
—Así lo hicimos con una de las víctimas del asesino de prostitutas de Madrid y nos llevó a la buena pista.
—Es impresionante cómo resolvió aquel caso.
—Favor que usted me hace. Por cierto, tengo pendiente una conversación con usted —añadió Víctor, por lo que Sousa hizo un aparte con el policía.
—¿De qué se trata? ¿Es por lo de ese De la Rubia? Estará a mil kilómetros de aquí.
—No crea, no. Es más, va a asistir a su fiesta de disfraces.
—¿Cómo?
—Sí, allí es donde pretende matarlo y birlarle el anillo que guarda usted en la caja fuerte de su cuarto, tras el cuadro.
Sousa quedó paralizado ante aquella revelación, momento que Víctor aprovechó para darle el mazazo definitivo.
—Mire, Sousa, no le pido que me cuente para qué sirven esos malditos anillos. No quiero adentrarme en los secretos de los rosa-cruces, si es que aún es usted uno de ellos, pero De la Rubia ha eliminado a cuatro de los cinco poseedores de anillos como el suyo. Ha recorrido media Europa para hacerlo y no va a desistir ahora. Ha matado a una mujer que estaba presa en la cárcel prácticamente delante de nuestras propias narices. Hágame caso, tengo un plan.
Don Agustín miró a Víctor como entrando en razón.
—Diga.
—Mire, Sousa, podemos cazarlo. Sólo necesito que haga usted partir a su mujer con cualquier pretexto. Necesito que no esté presente el día de la fiesta de disfraces.
—¿Cómo? ¡Qué tontería!
Víctor decidió apostar fuerte.
—De la Rubia va a utilizar a una conocida suya, Tula Adánez, para atentar contra usted. Puede resultar violento que su mujer esté presente cuando le tendamos la trampa.
—Ya. Tula.
—¿No me cree?
—Sí, le creo. He asistido a su conferencia y me ha dejado usted de piedra. No le veo capaz de realizar afirmaciones tan contundentes sin pruebas, pero ¿y si impido que Tula venga a mi fiesta? ¿Y si no la veo más?
—Él lo conseguirá. Buscará otra manera de hacerlo. Mire, don Agustín, creo que he logrado averiguar su plan y eso nos concede una ventaja fundamental para cazarle. No sufrirá usted daño alguno, no correrá peligro. Ya he encargado el disfraz para mí. Ah, y los de mis compañeros.
—¿Cómo dice?
—Hablemos durante la cena, don Agustín, hablemos.