—¡Qué haces aquí?
—Ayer por la mañana, en cuanto llegó tu telegrama, decidí ponerme en marcha. Hablé con Buendía y me dijo que viniera a echarte una mano sin perder un segundo.
—Alabado sea Dios. Menos mal que has venido. No sabes cómo te he echado de menos. ¿Has visto a Clara? ¿Cómo está la niña?
—Bien, hecha un sol, y Clara, estupenda. Le sienta bien el embarazo.
—¿Cuándo la viste?
—Justo antes de salir.
—¿Te dijo algo? ¿Sabes si sigue enfadada conmigo?
—No la vi enojada, no. Es más, me dijo que hicieras tu trabajo, que tenía fe en ti.
—¿Y Nuria?
—Ése joven, Teodoro…
—Garriga.
—Sí, eso, Garriga. Se presentó en tu casa para hacerse cargo de todo. ¿Le has dado trabajo?
—Sí, lo dejé todo dispuesto antes de salir de casa. No nos viene mal un cochero. Además, así Blasa y Nuria tendrán una ayuda a la hora de realizar los trabajos más pesados.
—Fuiste a Toledo, ¿no? ¿Cómo lograste convencerle?
—Hice de policía malo y bueno a la vez.
Don Alfredo soltó una carcajada.
—Bueno, lo importante es que Clara parecía contenta.
—Eso es porque no sabe aún lo de su amiga. Ha sido detenida.
—¿Cómo?
—Te ha pillado de camino. Ésta mañana, Lucía Alonso ha intentado escapar. Por poco la linchan.
—Eso es como confesar su culpabilidad —señaló Blázquez.
—Eso me dice todo el mundo, pero no lo veo claro.
—¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Cómo puedes hablar así con la que has liado?
—No me entiendes.
—Víctor, esa mujer tenía un amante, un mal bicho que la presionaba para que envenenara al marido. Comenzó a darle un tónico y justo entonces aparecieron los primeros síntomas; no se ha podido comprobar siquiera que comprara esa medicina donde ella dice, el marido murió con síntomas de envenenamiento por plomo, heredó su fortuna y, para colmo, intenta escapar esta misma mañana. ¿Qué más quieres?
—Sí, sí, si está claro que las evidencias apuntan hacia ella, pero no sé, hay algo en mi interior que me hace dudar.
—¿Un presentimiento?
—Intuición, quizá. Sí.
—¿Cómo?
—Nada, nada, tonterías mías.
—¿Sabes lo que pienso? Que en el fondo sabes que si ella es condenada tendrás problemas con Clara, y eso es lo que te hace desear que sea inocente.
Víctor se quedó pensativo unos momentos.
—No sé, quizá tengas razón. Por cierto, vendrás hambriento, ¿no? Espera, voy a tocar la campanilla y pedimos que te traigan algo de cena. Estaba esperando un vaso de leche caliente. Por cierto, ¿ha venido Córcoles contigo?
—Sí, sí. Se ha ido a la cama directamente. Estaba rendido. Mañana quiere hacer los análisis y partir de inmediato.
—Es un buen tipo. Pero venga, pongámonos al día. No sabes cómo te he echado de menos.
Durante el desayuno, Víctor pudo presentar a Córcoles y a don Alfredo a su nuevo amigo, Víctor Sánchez. El químico Córcoles era un tipo alto, de más de uno noventa y cinco, delgado y con una pequeña barriga que le hacía parecer en permanente estado de buena esperanza. Lucía un discreto bigote rubio que le daba cierto aspecto aristocrático, unas sempiternas bolsas bajo los ojos y gustaba de fumar en pipa.
Los cuatro pasaron un buen rato mientras desayunaban, para acudir de inmediato al cementerio, donde Víctor y Córcoles entraron en el depósito, en tanto que Sánchez y Blázquez se quedaban fuera, sentados en un banco de piedra bajo un olivo, fumando y charlando de cosas del cuerpo de policía.
Vicente Sánchez había dispuesto todo el material solicitado por Víctor para efectuar los análisis, que al parecer no eran demasiado complicados.
A las dos horas, Víctor y Córcoles salieron del depósito.
—¿Y bien? —preguntó ansioso Sánchez.
—Ha habido suerte —contestó Córcoles—. He probado haciendo reaccionar el cabello con determinados sustratos para rastrear restos de plomo en la muestra. Si había plomo en los cabellos, primero había que movilizarlo, así que hemos hecho reaccionar distintos cabellos con una sal cálcica del ácido etilendiaminotetraacético.
Sánchez y don Alfredo se miraron con cara de no entender nada.
—Ésa disolución tratada con yoduro debía producir un precipitado amarillo —aclaró el perito.
—Aaaah —exclamaron los dos al unísono.
—Y así fue —indicó Víctor satisfecho—. Como el pelo del marqués tenía trece centímetros de longitud y sabemos que el cabello crece a razón de un centímetro por mes, hemos podido concluir que estaba ingiriendo plomo desde hace como mínimo un año.
Sánchez dijo entonces:
—Exactamente desde el momento en que Lucía Alonso comenzó a darle el tónico.
—Todo encaja —sentenció Blázquez.
—Sí —admitió Víctor con cierta tristeza.
Blázquez leyó la preocupación en su rostro.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Sánchez.
—Yo, la maleta —dijo Córcoles—. Debo salir para Madrid esta misma tarde.
Víctor habló por los demás.
—Deberíamos ir a ver al juez y comunicarle los resultados. Por cierto, habrá que avisar a los curas para que vuelvan a inhumar al marqués y le den su ceremonia de desagravio.
—Asunto resuelto —dictaminó don Alfredo—. A Lucía Alonso no la salva del garrote ni la Santísima Trinidad.
—Ahora sólo nos queda capturar a De la Rubia, pero estamos en blanco al respecto —comentó Sánchez.
—Sí. ¿Cómo diablos vamos a cazarle? —preguntó Blázquez—. La única posible pista nos la podría proporcionar La Flaca, y nunca lo traicionará.
Víctor quedó pensativo por un instante. Entonces dijo: —Vicente, ¿tenemos aún los dos pasajes de barco a nombre de Lucía Alonso y su criada?
—Sí, eso creo.
—Y supongo que conocerás a algún buen falsificador.
—Precisamente hay uno en la cárcel.
—Pues se me está ocurriendo una idea.
Víctor comprobó con desagrado cómo al día siguiente se desgranaban en El Diario de Córdoba todos los detalles referentes al caso y al intento de huida de Lucía Alonso. «La viuda del marqués de la Entrada detenida por su envenenamiento», decía el titular principal. En el interior se contaba que los análisis demostraban que el marqués había muerto envenenado por plomo y que la época de inicio de la ingesta de dicho metal pesado coincidía con la de la toma por parte del fallecido de un tónico que le daba su mujer. No había la menor duda, aquella pérfida mujer era culpable, decía el libelo, y había ingresado ya en el calabozo tras permanecer bajo arresto domiciliario para evitar que la turba la linchara por intentar huir descaradamente.
El periódico se deshacía en loas para con el detective madrileño don Víctor Ros, que utilizando las más modernas técnicas a disposición de la investigación y tras enfrentarse nada menos que con el obispo, había logrado demostrar que el marqués de la Entrada fue asesinado. Con policías así, rezaba el artículo periodístico, ningún delincuente podía descansar tranquilo pensando que sus fechorías del pasado quedaban soterradas por el paso del tiempo.
Era evidente que Clara le haría dormir en el sofá de por vida.
La cárcel vieja estaba situada en un antiguo edificio de la plaza de la Corredera, de sección rectangular y rodeada de soportales, de modo que recordaba a las típicas plazas castellanas, sobrias y amplias para poder ser marco de espectáculos públicos, desde corridas de toros hasta ejecuciones o autos de fe.
Se veían multitud de puestos aquí y allá donde se vendían desde especias hasta odres, quincalla y botellas de colores. En el centro del rectángulo se había construido una enorme estructura metálica, un edificio de hierro destinado a mercado, imponente, que había robado a la plaza la posibilidad de ser lo que era en el pasado.
Además, bajo los soportales proliferaban ahora las pequeñas tabernas y fondas que acabaron por acoger a gente de mala vida, raterillos, carteristas y prostitutas que ejercían allí mismo el oficio más viejo del mundo. Eran muchos los paisanos que deambulaban por la zona, las mujeres de negro y los tipos malcarados que vestían fajas como bandoleros que a Víctor le recordaron a los chulos con que había lidiado en Madrid desde que se hizo policía. Él mismo había sido así en otro tiempo.
Llegaron a la cárcel y el inspector Ros entró en la celda de la inculpada con un ejemplar del periódico en la mano, con la idea de conseguir que confesara haber envenenado a su marido e implicase a aquel maldito De la Rubia, cuyo paradero era un enigma. Blázquez y Sánchez quedaron atrás, en un segundo plano.
—Buenos días, Lucía —saludó Víctor tendiendo el periódico a la acusada, que dejó de mirar por el pequeño ventanuco de su celda para ojear con dificultad el pliego de papel.
—La cosa pinta mal —dijo Víctor pasados unos segundos—. Si colaboraras, podríamos evitar que fueras al garrote.
—¿Sabe Clara lo que me has hecho?
—Eso no importa; además, yo no te he hecho nada; ha quedado probado científicamente que tu marido murió envenenado por plomo. ¿Qué quieres que haga yo?
—Pues dejar las cosas como estaban —contestó la joven acercándose al detective.
Aun con el ojo morado y despeinada, era una mujer bellísima.
—¿Vas a colaborar?
—¿Colaborar? ¿En qué? ¿Cómo?
—Pues diciéndonos dónde se encuentra De la Rubia.
—Pero… ¿qué dices? Me dijiste que había muerto.
—Tememos que vive —aclaró Víctor—. Quiere quitar de en medio a un hombre de negocios de aquí, Agustín Sousa.
Lucía se sentó en su camastro. Pareció marearse.
—¿Eduardo está vivo?
Los tres policías se miraron entre sí. La noticia parecía haberla sorprendido de veras. O eso, o era una consumada actriz.
—Vaya… —murmuró ella—. Eso cambia las cosas.
—¿Sabes dónde está? ¿Envenenó él a tu marido? —preguntó Víctor.
—No sabía que estaba vivo, así que aún menos voy a saber dónde se encuentra.
Se pasó la mano por la frente, parecía confusa.
—¿Se encuentra usted, bien? ¿Llamamos a un médico? —ofreció Blázquez.
—No, no. Es sólo que…
—Mira, Lucía, si te parece vendré a verte más tarde —propuso Víctor con tono conciliador.
—Sí, eso —aceptó ella tumbándose en la cama algo aturdida—. Pero quiero que sepas que no maté a mi marido. Lo juro. Si fue Eduardo, lo desconozco. Tengo claro, por lo que dice ese periódico que me has enseñado, que quizá parezco culpable, sí, pero no puedo hacer nada para convencer al mundo entero de que yo no lo hice. Lo de intentar escapar fue una locura, lo reconozco. Clara me comentó que una vez que te propones algo, siempre lo consigues, que eres incansable. Supe que tarde o temprano lograrías tu objetivo, hacerme parecer culpable, que me condenaran. De hecho, la gente ya lo ha hecho. Tuve miedo. Soy inocente, pero lo que ha aparecido en la prensa me condena. ¡Por Dios! Soy mujer, joven y me casé con un hombre anciano y rico. Sólo eso ya me hace parecer sospechosa. Tenía un amante, y todo el mundo lo sabe. ¿De veras crees que puedo tener un juicio justo? Y, encima, tú empeñado en pisarme los talones. Pensé que era mejor desaparecer y comenzar una nueva vida con otro nombre lejos de aquí. Me equivoqué, claro. Mañana llega mi abogado de Madrid, si te parece hablamos entonces.
—Sea.
Los tres policías salieron al pasillo algo trastornados.
—No sé si se ha reído de nosotros o si debemos tenerle lástima —dijo don Alfredo.
—Pues eso me pasa a mí siempre que hablo con ella —contestó Víctor—. Que siempre salgo de mis entrevistas con Lucía con una doble sensación: por un lado, me siento como un monstruo que tortura a un ser excepcional, a una mujer indefensa, y, por otro, pienso que se ha burlado de mí.
—En cualquier caso es una mujer hermosísima. ¡Qué pelo! —elogió Sánchez—. Incluso estando presa se la ve elegante, ¡y bella!
—¿Creéis que le ha sorprendido la noticia de que el pelirrojo está vivo?
—Sí. Bueno, no —rectificó don Alfredo.
—Yo creo que sí —discrepó Sánchez.
Víctor se quedó pensativo y al rato dijo:
—Su reacción ha sido serena pero afectada. No se ha desmayado, pero hasta me ha parecido verla enrojecer. Querría pensar que es inocente. Le ha afectado, seguro.
—¿Quién es su abogado? —preguntó Blázquez.
—Perales. Es uno de los mejores de Madrid —contestó Víctor mirando a Sánchez.
—¿Crees que ella mató al marido o piensas que fue De la Rubia? —quiso saber el policía cordobés.
—Ella le daba el tónico —contestó Víctor—, eso es indudable, y los síntomas comenzaron en ese mismo momento. No creo en casualidades.
—Ya, nos consta —respondió Vicente Sánchez.
En esto que habían llegado a la puerta de la celda de La Flaca. Antes de que el policía que hacía las veces de carcelero les abriera, Víctor preguntó:
—¿Tienes los papeles, Sánchez?
—Sí. Mi viejo conocido Salustiano, el mejor falsificador de Córdoba, ha sustituido en el pasaje el nombre de la criada de Lucía Alonso por el de Eduardo de la Rubia.
—He pensado que sería mejor que hablara con ella a solas aunque vosotros escuchéis la conversación —expuso Víctor.
—Arriba hay una sala de interrogatorios, tiene un biombo tras el que don Alfredo y yo podemos oír tu conversación con la gitana.
—Lo haremos así entonces.
La Flaca entró acompañada por un agente en la sala de interrogatorios. Parecía ajada, cansada.
Tomó asiento frente a Víctor, que estaba tras una mesa fingiendo que tomaba notas. Vicente y Blázquez permanecían sentados en silencio tras un gran biombo.
—Buenas tardes —saludó Ros.
—Buenas tardes. A usted… y a la compañía —contestó ella mirando hacia la mampara; desde luego, era veterana en aquellas lides.
—No sé por qué dices eso, Dolores. Estamos solos. Agente, salga del cuarto, por favor. ¿Quieres agua?
—Sí.
—Te encuentras mejor, ¿no?
—Sí, ya se me pasó la calentura.
Mientras la mujer bebía, Víctor volvió a tomar la palabra.
—Dolores, tienes sífilis. No es lo mismo estar en tu casa que en la cárcel. Las celdas son frías y la comida, mala. Empeorarás.
—Yo no he hecho nada. Tendrán que soltarme.
—Se te acusa de complicidad en un ataque contra un agente de la ley. Si no hablas, no saldrás.
—Él no me dijo que fueran a matarlo, don Víctor. Pensé que sólo le darían un susto.
—Escapé por poco. Y te diré que estás en un buen lío. Deberías ir con tu familia a que te cuiden.
El médico me dice que no te queda demasiado tiempo.
Permaneció callada, aunque una lágrima resbaló por su mejilla.
—¿Dónde está De la Rubia?
—No lo sé. Aparece y desaparece como un fantasma.
—Es un hombre peligroso.
—Lo sé.
—No le debes nada, Dolores.
—Llámeme Flaca.
—Flaca. Él está en la calle, con otras, y tú te pudrirás en la cárcel.
—Él sólo me quiere a mí. A esas memas sólo las utiliza. Víctor arrojó los dos pasajes de barco sobre la mesa. La presa los miró.
—¿Sabes leer?
—Sí, me enseñó el cura de mi pueblo. Y Eduardo —contestó tomando los billetes.
—Pues entonces comprobarás que uno va a nombre de Lucía Alonso y el otro…
—Eduardo de la Rubia —leyó la gitana en voz alta—. ¡Hijo de puta! ¡Malaje!
—Se fugaban juntos. Verás que son billetes de un barco que zarpa para Cuba. ¿De veras crees que la utilizaba? ¿Estás seguro? Ella es rica, tú no.
—Maldito malaje, hijo de la gran puta.
—Ella llevaba encima una gran cantidad de dinero, Flaca. Se iban a dar la gran vida mientras tú te mueres de sífilis en la cárcel. Dolores Ruiz quedó en silencio.
—Toda su vida ha sido un canalla. Me preñó cuando era una cría y me hizo una desgraciada, pero yo siempre le he querido y he estado ahí para él porque siempre volvía a mí. Las demás eran sólo eso, tontas a las que sacaba los cuartos. Y ahora que me veo así, tirada y enferma, me deja como se hace con un perro que te ha sido fiel y se pone enfermo. ¡Sus muertos!
Besó sus dedos índice y pulgar que formaban una cruz.
—¿Sabes dónde está?
—No. Sólo lo he visto dos veces en los últimos tiempos. Una fue el día en que le atacaron a usted. Vino a verme antes de la actuación y me dio instrucciones. Me dijo que vendría un señorito de Madrid y que lo llevara al callejón donde le atacaron.
—¿Y la otra?
—Un par de semanas antes. No sé cómo sabía que estoy enferma, pero no quiso ni tocarme el muy cerdo. Es muy listo, más que las ratas colorás. No quería contagiarse, dijo. ¡Asín se pudra en el infierno!
—Ayúdame a trincarlo. Así evitarás que haga a otras lo que te hizo a ti.
Dolores lloraba.
—Se esconde en la sierra, es imposible trincarlo allí. Está con su compadre Juan Torres, un bandolero, un mal bicho como él, violador, secuestrador y atracador. De vez en cuando baja a Córdoba porque se trajina a otra pánfila. Me dijo que iba a utilizarla para cargarse a ese Sousa.
—¿Sabes su nombre?
—Tula.
—¿Tula Adánez? —preguntó Víctor sorprendido.
—Sí, ésa. Una a la que dejó el marido para irse a las colonias. Una golfa. Toda Córdoba lo sabe.
—¿Y cómo va a hacerlo? ¿Cuándo?
—No lo sé. Sé que el otro día, cuando lo vi, venía a la tienda de disfraces que hay aquí mismo, en la plaza de La Corredera.
—Ya. Ha cambiado su aspecto.
—Sí. Lleva el pelo negro y se ha quitado las patillas. Pero es el mismo de siempre. Sí sabe que le he contado todo esto, soy mujer muerta.
—Has hecho lo que debías, Dolores. Hablaré con el juez mañana mismo para convencerlo de que te ponga en libertad.
—¡No, no! —denegó la mujer—. Hasta que usted no lo meta preso no quiero pisar la calle. Me matará.
—Lo haremos así, entonces. No tengas miedo. Aquí estás a salvo. Si necesitas algo, me lo haces saber.
Víctor tocó una campanilla y el guardia entró en el cuarto. Justo cuando La Flaca iba a salir del mismo se dio la vuelta y dijo:
—¿Sabe usted, don Víctor? Si él entrara por esa puerta y me dijera qué ojos más negros tienes, mataría al niño Jesús si fuese menester. Con todo lo malo que es, siempre lo querré. Ros quedó pensativo mientras la mujer se alejaba y Vicente y Blázquez reaparecían de detrás del biombo. Aquél maldito pelirrojo era un demonio capaz de arruinar la vida de cuantos se cruzaban en su camino.
—Has estado muy bien —alabó don Alfredo.
—Me siento culpable, Alfredo. He conseguido que nos contara lo que queríamos saber, pero he utilizado a una mujer enferma; es una muerta en vida y no tiene esperanza.
—Lo de los pasajes ha dado resultado como tú pensabas —añadió Sánchez.
—No sé si hemos hecho bien.
—Conozco a La Flaca desde hace muchos años. Ha arruinado reputaciones y conoce todas nuestras prisiones. Es tan mala como él. No te dejes ablandar, créeme.
—No sé. Me da pena ver cómo ese canalla la ha utilizado durante toda su vida.
—Ella hizo lo propio con hombres muy conocidos de aquí, de Córdoba. Hace unos años la detuvimos por prostituir a una niña a la que cuidaba mientras su madre, otra puta, estaba en la cárcel. La Flaca siempre fue mala, Víctor, muy mala. No debes sentirte culpable. Es normal que intente culpar de todo al pelirrojo. ¿Acaso conoces algún delincuente que reconozca haber cometido un delito?
Víctor sonrió y reconoció:
—No, la verdad es que las cárceles están llenas de tipos que juran ser inocentes.
—Pues entonces…
—Vicente, tú dijiste que Sousa tenía una querida. Una tal Tula Adánez.
Sánchez hizo un gesto extraño, por lo que Víctor continuó diciendo:
—La Flaca ha dicho que De la Rubia la utilizará para matar a Sousa. ¿Es que la conoces? Te veo raro.
—La conozco —admitió Vicente Sánchez—. No te lo había dicho hasta ahora, pero Tula y yo estuvimos prometidos.
—¡Caramba! —exclamó Blázquez.
—Sí, fue hace mucho tiempo, cosa de doce años, yo debía de andar por los veinticuatro y ella por los veinte. Éramos novios.
—¿Y cómo es que la cosa no acabó en boda?
Vicente guardó silencio por un instante, como si sopesara contarlo o no. Por fin dijo:
—Por aquella época, mi padre, que era notario, falleció y, como sabes, mi madre cayó en una profunda depresión. No me hacía a la idea de dejar a mi madre sola y rompí mi compromiso con Tula.
—Debes de querer mucho a tu madre —opinó Ros.
—Sí, así es.
—¿Tanto como para romper un compromiso? —añadió Blázquez.
—Un caballero no debe contar ciertas cosas, pero Tula resultó un poco… inquieta. Casi, casi, casquivana. La veía tontear con unos y con otros, hasta que un día la sorprendí en una situación más bien comprometida con un teniente de caballería.
—Vaya, Vicente, lo siento —lamentó Víctor.
—Me libré de una buena, no lo sabes bien. Rompí el compromiso y a los cuatro meses se casó con el militar, Ahora es comandante y está en Filipinas; se largó. Hace dos años que la dejó, harto de rumores sobre su esposa. Tula ha resultado ser una mujer muy activa, la verdad; se dice que se ha acostado con media Córdoba. Lo del abandono del marido fue muy sonado.
—Y ahora es la amante de Agustín Sousa.
—Sí, todo el mundo lo sabe.
—¿Y su mujer también?
—Pues claro, y consiente; es un hombre adinerado que la mantiene como a una reina. Raro es hoy día el prohombre que no tiene una mantenida.
—Ya; en Madrid ocurre igual —apuntó Víctor—. Y De la Rubia ha llegado a Tula. La Flaca ha dicho que la va a utilizar para eliminar a Sousa.
—Debemos hablar con ella —dijo don Alfredo.
—No, no —rechazó Víctor—. ¿No has visto el control que ejerce ese tipo sobre sus mujeres?
Las tiene como hipnotizadas. Si le decimos algo a Tula Adánez, estamos perdidos; a buen seguro que habla con él y se nos escapa. Debemos ser cautos. Vicente, ordena una discreta vigilancia sobre la casa de Tula, puede que él aparezca.
—¿Y qué hacemos mientras tanto? —preguntó Blázquez.
—La Flaca ha dicho que De la Rubia había visitado una tienda de disfraces, ¿no?
—Sí, está aquí mismo, en la plaza, conozco a don Matías, el dueño, de toda la vida.
—Pues vayamos a verle ahora mismo, es la única pista que tenemos.
Tomaron abrigos, bastones y sombreros y se dispusieron a salir. Justo cuando llegaban a la puerta de la calle se cruzaron con un cura, vestido con capa y sombrero de ala ancha, que entraba en la prisión. Víctor sintió que le invadía una oleada de repugnancia, pero no, no se trataba de Faustino Villamayor. Confiaba en no volver a ver a aquel fanático en su vida, además, este cura era de rostro más agraciado y no parecía salido de una pesadilla.
—Pax vobiscum —murmuró el sacerdote al pasar junto a ellos.