Víctor despertó con un fuerte dolor de cabeza. De inmediato lamentó haber bebido tanto vino de Montilla-Moriles la noche anterior, acompañado por Sánchez, en una pintoresca taberna de la calle Luna, en plena judería.
Recordó que su nuevo amigo le había reprochado de manera continua lo inconsciente de su comportamiento: «No sabes lo que estás haciendo», mascullaba; «Nos mandan a las colonias de guardias urbanos», bramaba, y lindezas similares que, viniendo de un hombre templado como Sánchez, provocaron que Ros trasegara alguna que otra copa de vino de más. El salmorejo que les sirvieron era excelente y el rabo de toro, el plato por excelencia de la gastronomía cordobesa, exquisito, por lo que al menos ahogó las penas entre la cena y el alcohol. De ahí el dolor de cabeza y la monumental resaca que ahora arrastraba.
Después de espabilarse un poco, se afeitó, se aseó y bajó a desayunar al comedor de la Fonda.
Pensó que un café con leche bien cargado le vendría bien para entonarse.
Apenas se había sentado en una mesa cuando comprobó con espanto que los detalles del suceso del cementerio eran vox pópuli. Un huésped cuyo rostro quedaba oculto por el enorme pliego del papel del periódico leía El Diario de Córdoba en la mesa de al lado.
«Grave incidente en el cementerio», rezaba un inmenso titular. Luego, en subtítulos más pequeños se podía leer: «La policía pretende exhumar al marqués de la Entrada, pues se sospecha que fue envenenado y el inspector Ros, de Madrid, amenaza con encarcelar al obispo por obstrucción a la justicia».
Decididamente, una catástrofe.
Era evidente que aquella información iba firmada por Arturito Abellán. Víctor maldijo su mala suerte. Ahora todo el mundo sabía que pretendía analizar los cabellos del difunto, incluida la propia Lucía Alonso. ¿Qué más podía pasar?
—Ahora sí que debo insistir en que ingrese usted en el Sello —observó una voz varonil tras el periódico.
—¡Lewis! —exclamó Víctor sorprendido.
—Pensaba que era usted un tipo con agallas, pero no creía que fuera tan valiente como para pretender meter en la cárcel a un obispo, ¡y nada menos que en España! ¡Debe usted unirse a nosotros! Decididamente.
Víctor negó con la cabeza a la vez que sonreía con amargura.
—Lo tomaré como un tal vez —dijo Lewis doblando el periódico—. Al menos me hará el honor de unirse a mí en el desayuno, ¿no?
—Será un placer. ¿Qué hace aquí?
—Obviamente, quería verle. La ha armado usted buena.
—Debo reconocer que sí. Pero no crea, no soy un anticlerical, o al menos no lo soy en el sentido estricto de la palabra. Aunque parezca mentira.
Ros se sirvió un café.
—Ésos bollos suizos son una delicia, se los recomiendo. ¿Qué va a hacer? ¿Detener al obispo?
Víctor rio.
—Espero que no.
—Pero el plazo acaba esta tarde.
El inspector Ros miró a su interlocutor.
—¿Cuánto tiempo lleva usted en España?
—Un año.
—Pues habla usted muy bien castellano.
—Tuve buenos profesores.
—Entonces, si apenas lleva un año, no sabrá de lo que hablo. Espero no tener que detener al obispo, en efecto. ¿Conoce usted el póquer? Es un juego anglosajón.
—Sí, claro.
—Pues bien, ya sabe usted lo que estoy haciendo.
—¿Va de farol? —preguntó el inglés sonriendo divertido.
—Exacto.
—Está usted loco. Muy loco.
—No, loco, no; simplemente, digamos que conozco cómo funciona nuestro sistema, crecí en él.
Mire, Lewis, los latinos somos así; a veces, para que dos polos opuestos lleguen a un acuerdo, hace falta llegar a una situación límite. Ustedes, cuando hay un conflicto, dialogan, buscan una solución intermedia y solucionan las cosas amigablemente. Aquí no se hacen así las cosas: de entrada se radicalizan las posturas, se rompe la negociación y todo parece indicar que se acabará en un durísimo enfrentamiento. Entonces, cuando el tiempo se acaba, cuando todo parece perdido, es cuando todos entran en razón y ceden un poco. Ya lo verá. Por eso amenacé con detener al obispo y por eso me mantuve en mis trece ante el propio gobernador. Estaba fingiendo, pero mi propio bando, el Ministerio de la Gobernación, debe creer que voy a montar tamaño escándalo que querrán emplearse a fondo. Así pondrán toda la carne en el asador.
—Pero el obispo se mantendrá en sus trece…
—Espero que no. Mire, el obispo es el principal interesado en no ser detenido. Eso acabaría con su carrera. La Iglesia no es tonta, y valora mucho que sus dirigentes sepan entenderse con el poder civil, ya sabe usted, influir, pero sin llamar la atención. El obispo no quiere que se llegue al numerito de la detención. Lo teme tanto como yo. Ha comenzado esto para vengarse de un juez que ha fallado varias veces en su contra. Me temo muy mucho que se llegará a un acuerdo y se le devolverá alguna de las propiedades que le expropiaron con la desamortización.
—Ya, pero ha habido tres sentencias en contra.
—¿Y qué? Apelarán.
—Pero creo que el juez Funes es muy meticuloso. Lo normal es que sus dictámenes sean conformes a la ley y no los modifique un tribunal superior.
—Ay, Lewis, cómo se nota que es usted ciudadano inglés. ¡Qué envidia! Eso sí que es un país civilizado. Verá, es probable que en Madrid se contente al obispo dándole la razón en alguno de los pleitos. A fin de cuentas, eso es lo que busca.
—Pero ¿eso puede hacerse?
—Pues claro; mire, Lewis, ustedes, en el Reino Unido, gozan de las ventajas de la separación de poderes. Aquí no hay democracia, y el Ejército, la Iglesia, la Justicia e incluso el propio Parlamento están al servicio de los poderosos. ¿Qué ocurrirá? Muy fácil. Si se quiere dar la razón al señor obispo, se nombrará juez en el tribunal de apelación a algún magistrado afín o sumiso que falle lo que se le indique.
—Pero eso que dice usted es muy feo.
—En lo que a España concierne, es como si Montesquieu no hubiera siquiera nacido.
—Vaya. De ahí su farol. O sea que piensa usted que se negociará en Madrid.
—Claro. A nadie le interesa un escándalo.
—¿Y no tiene usted miedo de estar equivocado?
—Pues un poco sí, la verdad. No conozco Córdoba como Madrid, en estas pequeñas ciudades el poder de los reaccionarios es mayor.
—¿Y si está usted equivocado?
—Mantendré el pulso hasta el final y que sea lo que Dios quiera. Espero no acabar de uniformado en las colonias.
—Esto me refuerza en mis convicciones. Víctor, le necesitamos. No tenemos a nadie en España y usted conoce a la perfección el sistema.
—No, no, gracias.
—Al menos aceptará usted colaborar con nosotros. De hecho, como muestra de buena voluntad, he venido a verle porque tengo noticias de Dolores la Flaca. Está escondida en casa de una amiga prostituta, en la calle San Bartolomé, cerca del Alcázar.
—¿Y cómo sabe usted eso?
Lewis hizo un gesto inequívoco frotando el pulgar con el índice.
—Claro, qué tonto, dinero —concluyó el detective madrileño sonriendo.
Antonia Ruiz, alias La Pelos, había ocultado a La Flaca en su domicilio, una casita baja, blanca, encalada, a la que se accedía por un patio de los muchos que existían en Córdoba como herencia de su pasado árabe. Había competencia entre los vecinos por adornar estos recoletos espacios para la conversación, la reunión familiar o el cante. Sito en la calle San Bartolomé, era evidente que los propietarios del patio intentaban mantenerlo hermoso, fresco, encalado y jalonado de cientos de pequeños tiestos a reventar de geranios rojos, rosas, lirios blancos, jazmineros, margaritas o azaleas.
Víctor quedó quieto un momento, sobrecogido por la belleza del instante.
Una reja negra, que destacaba sobre el blanco inmaculado de la pared, rodeada de pequeñas macetas de flores rojas lo llevó a decirse que aquella ciudad era hermosa y conservaba algo de otros tiempos, un no sé qué, una nostalgia que se respira siempre en los lugares de pasado glorioso que, por desgracia, no ha de volver.
—Es hermoso —comentó en voz baja.
Víctor sabía que todo aquello formaba parte de la herencia cultural de la ciudad. Sánchez le había explicado que las ciudades de los árabes estaban estructuradas de aquella manera. Muchas casas pequeñas, arracimadas, pegadas unas a otras, lo cual daba lugar a trazados sinuosos en sus estrechas calles. Había pequeños callejones ciegos, adarves, que no tenían salida y que en muchos casos permitían el acceso a pequeños espacios, a patios donde la gente se podía reunir al abrigo de miradas indiscretas, en la intimidad. Alguien dijo que eran diminutas catedrales de luz y color, la mayoría situadas en la judería v los alrededores del Alcázar de los Reyes Cristianos. Lugares frescos, a resguardo del sol estival, que se cuidaban profusamente y en los cuales se situaban incluso pequeñas fuentes que refrescaban el ambiente y alegraban los oídos. Vicente le había llevado a visitar esos lugares, como la calleja de las Flores o la plaza de la Concha, de la que salía la callejuela de Pedro Jiménez, también conocida como del Pañuelo, pues su anchura era ésa precisamente, la de un pañuelo extendido en diagonal.
—Vamos, Víctor —apremió Sánchez.
Los guardias golpearon la puerta dando voces y abrió una joven gitana con la cara repintada; parecía asustada.
—Está al fondo —indicó como si los esperase.
Atravesaron un largo pasillo y llegaron a una pequeña estancia cuya ventana daba al patio.
Estaba a oscuras, con la persiana de madera de color verde echada y las cortinas tendidas. Dolores la Flaca, yacía en el lecho. Tenía fiebre y deliraba. De inmediato supieron que no iban a poder interrogarla, al menos de momento. Dos guardias la levantaron a pulso y Sánchez determinó que se avisara lo antes posible a un médico para que la atendiese antes de llevarla al calabozo.
—Tiene sífilis —dijo su amiga al inspector Ros, que ladeó la cabeza como resignado.
Tuvieron que esperar más de una hora hasta que el médico que la había inspeccionado pudiera decirles algo.
—Efectivamente, padece sífilis. Aún no es terminal, pero me temo que están comenzando a aparecer las úlceras en los órganos vitales.
—Las gomas —murmuró Víctor.
—Así se llaman, sí. Éstos episodios febriles son recurrentes. Espero que en un par de días mejore. Entonces podrán hablar con ella —concluyó el galeno antes de dejar a solas a Ros y a Sánchez.
Víctor quedó pensativo, sentado en una silla del estrecho pasillo de la casa de La Pelos; se sentía algo perdido, sin saber muy bien cuál debía ser su siguiente paso, cuando un agente entró para anunciar:
—¡Han atacado a Lucía Alonso!
—¿Quién? ¿Dónde? —preguntó Sánchez.
El guardia aclaró:
—Iban a tomar la diligencia para Cádiz, ella y la criada. Alguien ha debido de reconocerla y han comenzado a gritar «¡asesina, asesina!», la gente las ha rodeado y se ha formado un altercado monumental. El público ha leído en el periódico que era la principal sospechosa del envenenamiento de su marido. Casi la linchan. Han intervenido varios guardias. Al parecer, entre el equipaje llevaba un cofre con ¡varios millones de reales! Al fin han conseguido llevarlas salvas a su casa. El sargento Honrubia me envía para que les dé aviso. Ya ha acudido un médico a verlas.
—¡Ése maldito juez y su plumilla! —bramó Víctor indignado—. ¡Vamos para allá!
Víctor encontró a Lucía Alonso tumbada en un diván en su enorme vestidor. Al fondo, una puerta corredera daba acceso al suntuoso dormitorio. Sánchez se quedó abajo registrando el equipaje de las dos mujeres. La bella viuda tenía un ojo morado y cortes en los pómulos y el rostro. Lo miró al entrar y no llegó a abrir la boca siquiera.
—Eso ha sido una locura —observó Víctor—. No deberías haber intentado escapar.
—Casi matan a mi criada —contestó ella mirando sin ver al techo—. Está en cama.
Ros volvió a hablar:
—El juez ya viene para acá.
—¿Iré al calabozo?
—Intentaré que no. Vamos a tratar de convencerlo de que te ponga bajo arresto domiciliario. ¿Por qué lo has hecho?
—Leí el periódico, ¿sabes? No me iba a quedar sentada con los brazos cruzados mientras urdes una conspiración para llevarme al garrote.
—¡Yo no he urdido nada! Los hechos hablan por sí solos. Además, aún no hemos podido comprobar científicamente si tu marido fue envenenado. Ése intento de fuga no ha hecho sino empeorar tu situación. Ahora todo el mundo te cree culpable.
—Estarás contento, Víctor. Es lo que querías.
—Pues no. No es lo que quería, aunque lo que yo quiera no es lo que importa en este maldito asunto.
—No te hagas el santo conmigo, diste la información al periodista ése para que me colocara en la picota.
—Yo no fui, créeme; que se hayan hecho públicos los detalles del caso ha perjudicado seriamente a la investigación.
—Ya —dijo ella escéptica.
—Insisto en que no debías haber hecho algo así. Ahora todos piensan que eres culpable. La prensa no tendrá piedad contigo, y temo que eso influya en que no tengas un juicio justo.
—¡Qué considerado!
—Supongo que no me entiendes. Creo que tu marido fue envenenado, pero no estoy seguro de que fueras tú; eso es lo que debo averiguar, ¿sabes? En fin… Esperaré al juez abajo. Pondremos gente de guardia, y ni se te ocurra intentar salir. Al menos, no hasta que tengamos los detalles de los análisis.
Cuando Víctor bajó al salón principal se encontró con Sánchez, quien dijo:
—Ya tienes a tu culpable.
—¿Cómo?
—Sí, llevaban dos billetes para Cuba. De un barco que salía mañana mismo. Uno para ella y otro para la criada. El cofre llevaba dinero dentro como para vivir una vida nueva en cualquier parte. Al intentar fugarse ha admitido su culpabilidad, es evidente.
—Sí, pero hemos perdido la oportunidad de capturar a De la Rubia. Me parece probable que fueran a fugarse juntos. Ése juez presuntuoso y el periodista entrometido nos han puesto en una situación difícil. ¿Cuál es el juez de guardia?
—No temas, no es Funes. En cuanto hablemos con él nos vamos a comer; se piensa mejor con el estómago lleno. Además, necesitarás energías si piensas detener al obispo esta tarde.
—Ni me lo recuerdes.
Después de comer, Víctor se fue a descansar a la fonda. Apenas pudo dormir la siesta, pues se encontraba nervioso, turbado. Los últimos acontecimientos habían provocado que la situación se le fuera de las manos. El juez Funes lo había estropeado todo contando los detalles de la operación a Arturito Abellán y éste hizo públicos los detalles de la exhumación y otorgó a Lucía Alonso el papel de mujer malvada, culpable de asesinar a su anciano marido. El pueblo estaba enfurecido, y eso nunca era bueno. Por si fuera poco, la Iglesia andaba obstaculizando el asunto y él había lanzado un órdago que no sabía si iba a perder. De locos. No sabía qué pensar de Lucía Alonso, parecía sincera cuando hablaba del cariño que sentía por su marido. Era evidente que no sentía por él la pasión que se experimenta con un amante, pero, según Clara, Lucía era una joven agradecida y sentía una especie de veneración, de aprecio, por aquel hombre que bien podía ser su padre o incluso su abuelo. Por otra parte, era una mujer bella, con una voz que modulaba a voluntad según las circunstancias y jugaba con él como el gato con el ratón; ¿o no? Todo resultaba muy complicado.
Además, pese a haber hallado a Dolores la Flaca, no podía interrogarla porque deliraba de fiebre, y seguían sin tener idea del paradero de De la Rubia. Continuaba temiendo por la vida de Agustín Sousa. Víctor sabía que estaba pagando el desconocimiento del terreno que pisaba, pues, aunque había sido muy prudente haciéndose acompañar en todo momento por Sánchez, era obvio que desconocía los detalles de la vida pública cordobesa, los equilibrios de poder, quién era quién allí y, sobre todo, quién mandaba en aquella plaza. Era algo que podía pagar caro.
Acababa de conciliar el sueño cuando alguien llamó a la puerta. Era el botones que le traía una esquela: debía acudir a ver al gobernador civil.
Cuando llegó a casa de don Baldomero, comprobó que Vicente Sánchez ya estaba allí. El gobernador les indicó que se sentaran y dijo:
—Ya tienen ustedes su cadáver.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Víctor leyendo el alivio en el rostro de Sánchez.
—No crea, Ros —prosiguió don Baldomero—. El asunto ha tenido su miga. Me consta que tanto en el Ministerio de Justicia como en el de la Gobernación la conducta del obispo cayó como una bomba, incluso el mismo Cánovas estaba indignado, por no hablar ya de Sagasta, que, aunque se ha moderado, aún conserva un fuerte ramalazo anticlerical. Las conversaciones se celebraron anoche y esta mañana he recibido un telegrama al respecto: el obispo recuperará uno de los inmuebles que se le habían expropiado, creo que en Montilla y, a cambio, ustedes tienen su fiambre. Una cosa: el asunto es secreto. Silencio absoluto. No nos interesa que el obispo salga derrotado de cara al público.
—Vaya —rezongó Víctor.
Harán ustedes la exhumación esta misma noche, lejos de las miradas de los curiosos y con suma discreción, sin decir nada a nadie. El cadáver no saldrá del cementerio en ningún momento.
Quedará en el depósito del camposanto y sólo durante el tiempo imprescindible para tomar las muestras. ¿Cuándo llega ese químico amigo suyo?
—Espero que esta noche o mañana a primera hora.
—Bien, bien. Los curas quieren hacer no sé qué ceremonia de expiación antes de devolver el cuerpo al descanso eterno. Ah, se me olvidaba, hay algo más, Ros.
—Diga usted.
—Debe usted pedir disculpas a su Ilustrísima. En privado, claro. Nada trascenderá.
Víctor quedó callado por un instante.
Sánchez y don Baldomero le miraban fijamente.
—Sea. Me parece un buen trato.
Don Baldomero suspiró aliviado.
—Pensaba que iba usted a negarse.
—No, no. Soy un hombre práctico, don Baldomero. Conozco el sistema y sé que a veces hay que guardarse el orgullo. Tengo lo que quería, el cadáver, así que ahora mismo voy a ver a don Ceferino y a ventilar esto lo más rápidamente posible. Vicente, ¿te encargas tú de todo?
—Sí, descuida. Nos vemos a las nueve en el cementerio.
—De acuerdo —dijo Víctor levantándose. Todo había salido bien y se sintió aliviado por ello.
Cuando Ros llegó al palacio episcopal se encontró al obispo en plena merienda: chocolate con picatostes. «No se cuidan mal estos curas», pensó para sí.
Junto a su Ilustrísima se hallaba el padre Faustino, de cuyo pecho colgaba una servilleta blanca llena de manchurrones.
—¡Hombre! Nuestro amigo el detective —profirió el prelado al verle.
—Buenas tardes —contestó Víctor.
—Supongo que ha recapacitado usted y viene a disculparse. —Acierta usted en lo segundo, pero se equivoca en lo primero, si se me permite decirlo.
Se hizo el silencio.
—¿Y bien? —dijo don Ceferino.
Víctor miró al padre Faustino y añadió:
—Me gustaría hablar con su Ilustrísima a solas.
—El padre Faustino es de entera confianza. Hable, hable.
Era evidente que el obispo no le iba a poner las cosas fáciles. El padre Faustino lo miraba con aire de triunfo. Víctor comprobó que aquello iba a resultarle difícil. Así era la Iglesia en España, lenta, reaccionaria y sin un ápice de intenciones de cambiar lo más mínimo. Pensó en acabar con aquello cuanto antes; no le pagaban suficiente como para aguantar aquel tipo de tonterías.
—Bien, su Ilustrísima, quería decirle que si se sintió incómodo por mi actuación de ayer, le pido disculpas.
Don Ceferino sonrió como un sapo. Parecía satisfecho.
—¿Ve qué fácil? No debería usted perseguir a los hombres del Señor.
—Eso, eso, aprenda de Saulo de Tarso —remachó el loco del padre Faustino con vehemencia.
—No persigo a nadie por su condición o por sus creencias. Simplemente, trato de hacer mi trabajo.
—¿Es usted practicante? —preguntó el obispo.
—Acudo con mi esposa a misa los domingos. Ella quiere que mis hijos sean educados en el catolicismo y no me opongo, pero no soy lo que se dice un beato.
—Rezaré por usted —ofreció cínicamente el prelado.
—Y yo por usted —contestó Ros sin perder la cara al enemigo—. Y ahora, si me permiten, tengo un cadáver que exhumar.
Justo cuando el detective iba a salir por la puerta, don Ceferino le interpeló:
—¿Y por qué habría de rezar usted por mí?
Ros se volvió y contestó:
—Porque se aleje usted de los asuntos mundanos y se centre en los pastorales. Me parece que su Ilustrísima ha olvidado que alguien muy importante en el cristianismo de los primeros tiempos dijo aquello de: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Tengan ustedes buenas tardes.
Sintió asco por aquellos dos individuos.
Víctor llegó rendido a la fonda. Pidió que le subieran un vaso de leche con unas magdalenas y se puso la ropa de dormir, un amplio camisón y un gorro que le regalara Clara. Estaba agotado. Aquél había sido un día realmente movido y necesitaba dormir. Tras exhumar el ataúd del marqués, cuya madera comenzaba a pudrirse aquí y allá, lo dejaron en el depósito a la espera de la llegada de Córcoles, el químico. No se entretuvo en inspeccionarlo, sabedor de que a aquellas alturas el hígado estaría totalmente descompuesto y no podría ser utilizado para detectar en él la presencia de veneno.
Además, el cuerpo hedía y tras dejarlo en un pequeño cuarto, el más fresco del depósito, salieron del mismo, cerraron la puerta con llave y dejaron un urbano de guardia. No vieron señales del periodista, ni de curas fanáticos o curiosos del populacho. Al menos, eso había salido bien.
Pensó en Clara. Cuando los detalles del asunto llegaran a Madrid, montaría en cólera: Lucía Alonso, su amiga, casi linchada por la turba.
Lucía Alonso detenida, arrestada en su casa como sospechosa de la muerte de su marido.
Lucía Alonso perseguida por el gran detective Víctor Ros.
Pese a que un telegrama no permitía ser demasiado afectuoso, a juzgar por el tono del que había recibido de Clara tuvo la sensación de que las cosas se suavizaban entre ellos. Al menos había conseguido que Teodoro Garriga se presentara en casa para hacerse cargo de Nuria como debía.
Temía que Clara no comprendiera su actuación en aquel caso. El asunto iba para largo, no había ni rastro del pelirrojo y había conseguido salir relativamente indemne del escabroso asunto del obispo.
Sentado en la cama, exhausto, decidió escribir una carta a su mujer. No debía haber lanzado un órdago como aquél. Pudo perfectamente haberle salido mal.
Pensó en su buen amigo Alfredo Blázquez. Le echaba de menos. Vicente Sánchez era un excelente compañero, conocía Córdoba como la palma de la mano y trataba con la mayor parte de los habitantes de la ciudad, desde la más rancia nobleza hasta los más encanallados truhanes del barrio de San Lorenzo. Pero no era Alfredo. Hubiera necesitado tenerle a su lado. Sus cuerdas aportaciones, su moderación, eran el contrapunto a la acelerada mente de Víctor, que en ocasiones iba demasiado rápido, siempre más allá.
Llamaron a la puerta. El vaso de leche y las magdalenas.
—Adelante, está abierto.
La puerta se abrió y Víctor dijo:
—Déjelo todo ahí, en la mesa. Ahora mismo voy.
—¿Todo qué? —dijo una voz familiar desde el umbral.
Víctor giró la cabeza y vio allí a Alfredo Blázquez, con su sempiterna imagen de empleado de banca, su traje de mezclilla, su vieja capa y sus gafitas de alambre.
—¡Alfredo! —exclamó abrazando con fuerza a su gran amigo.