A la mañana siguiente, Víctor se levantó tarde, tomó un copioso desayuno en su cuarto de la fonda y bajó al salón a leer los periódicos. Los detalles sobre la boda real lo copaban todo. Supo por la prensa, con cierto alivio, que no se había producido ningún incidente destacable y que los festejos se desarrollaron sin novedad. Según decía El Imparcial, la joven reina se había levantado siendo aún de noche para trasladarse en tren desde Aranjuez hasta la estación de Mediodía, siempre escoltada por un inmenso gentío entre vítores y vivas. Desde la estación, la novia y la comitiva se dirigieron hasta la basílica de Atocha. Víctor, como eficaz policía que era, repasaba mentalmente el recorrido buscando las fallas, los puntos débiles que un buen vigilante debía tener en cuenta. Don Horacio, al parecer, había hecho un buen trabajo. En La Época pudo leer los detalles de la ceremonia, la descripción de las flores que adornaban el templo, las guirnaldas de mirto y laurel, las colgaduras de terciopelo rojo con galón de oro, los tapices y las banderas. Se alegró en parte de estar tan lejos de aquella manifestación de apoyo de las masas a la monarquía. En las notas de sociedad se detallaba el ambiente del baile celebrado aquella misma noche en palacio, donde se había ofrecido primero un suntuoso banquete. Se destacaba la decoración del salón de columnas para dicho evento y los atuendos de las damas y los grandes de España que habían asistido a la celebración.
Cerró el periódico.
Se levantó y salió a la calle. Aspiró a fondo el aire matutino y encendió un cigarro a continuación.
Luego se acercó a Correos para ver si había llegado el telegrama que esperaba. Volvió a su alojamiento dando un largo paseo para disfrutar del cálido sol invernal y del trasiego de paisanos arriba y abajo, y se tumbó en la cama mientras pensaba en el caso.
Poco antes de las dos le avisó una camarera: el inspector Vicente Sánchez y el juez Funes le esperaban en el coqueto comedor que habían reservado.
Sánchez le había anticipado que Isidoro Funes era un juez joven, versado en el conocimiento de las leyes y, por ende, liberal. Justo lo que necesitaban. Cuando el detective madrileño entró en el reservado, Sánchez y el juez se pusieron de pie. El inspector cordobés hizo las presentaciones de rigor.
Charlaron sobre banalidades mientras les servían un vino y unos entrantes.
—¿Qué tal la entrevista con el inglés? ¿Hemos aclarado al menos ese enigma? —preguntó el bueno de Vicente Sánchez.
—Pertenece a un grupo privado de investigadores europeos. Buscan a De la Rubia por el crimen cometido en Budapest en la persona de uno de los cinco miembros de la lista del coronel Ansuátegui —explicó, obviando la oferta que Lewis le había realizado y todo aquello de la «intuición»—. Hemos quedado en ayudarnos mutuamente en el caso. No tiene ni idea del paradero del pelirrojo.
—Parece un mal tipo ese De la Rubia, ¿no? —terció el juez, un caballero de aspecto apocado, pelo corto, negro, con raya al lado y manos de pianista.
—¡Cómo! —exclamó Víctor—. ¿No lo conoce usted siendo de Córdoba?
No, no —aclaró Funes—. Yo no soy de aquí. Llegué destinado hace dos años con mi señora y mis dos hijitas.
—Aquí, don Isidoro, llegará lejos en la carrera judicial en Madrid. Sánchez lisonjeaba al juez descaradamente.
Quite, quite —rechazó, humilde, el magistrado.
De entre todos los jueces de Córdoba, Sánchez había elegido a Funes por su carácter recto, su minuciosidad en la instrucción de los sumarios y, en especial, por su perfil abierto y liberal en materia política. Además se decía que era hombre ambicioso. Aquél asunto iba a requerir la participación de mentes abiertas, pero, sobre todo, decididas. No había duda.
Charlaron sobre Madrid. Una vez más, Víctor se vio obligado a relatar nimiedades sobre la vida en la capital que tanto interesaban a los habitantes de aquella pequeña ciudad de provincias.
Finalmente, a los postres, los tres comensales entraron en materia:
—Verá, don Isidoro —dijo Víctor—, tenemos motivos fundados para pensar que alguien envenenó al marqués de la Entrada. Desde un año antes de su muerte comenzó a sufrir una serie de síntomas que, curiosamente, son idénticos a los del envenenamiento por plomo. Su médico reparó en ello, aunque no se atrevió a denunciarlo pues temía meter la pata. El criado personal del marqués, Patrocinio, sospechó otro tanto, e incluso el propio envenenado llegó a manifestarle sus sospechas al respecto. El caso es que su viuda, una mujer joven y bella a la que usted conocerá, Lucía Alonso, comenzó a suministrar un tónico, que según dice compró en una farmacia de Cuenca, a su marido justo en el momento en que comenzaron los síntomas. Por otra parte, en aquella misma época, ella comenzó a acostarse con un hombre: nada menos que Eduardo de la Rubia.
—¡Vaya! —exclamó el juez.
—Tuvimos acceso a las cartas que se intercambió la pareja y, aunque la viuda las destruyó, conservo un registro notarial de ellas en las que el pelirrojo insta a su amada en varias ocasiones a «darle un empujón a la naturaleza».
—Feo asunto —comentó don Isidoro.
—Por si esto fuera poco, esta misma mañana he recibido un telegrama. Rogué a un buen amigo que realizara las gestiones pertinentes para que nuestros agentes en Cuenca comprobaran si Lucía Alonso había comprado, como ella decía, varios frascos de ese tónico en la Farmacia Rius, en la calle Alfonso VIII de Cuenca. Pues bien, el farmacéutico, señor Rius, murió hace dos años y se traspasó el local. No hay registro de las actividades mercantiles del anterior propietario de la farmacia, pues los nuevos dueños lo quemaron todo. O sea que no podemos saber si la joven dice la verdad en lo del tónico.
—Además —reflexionó Funes—, aunque la existencia del tónico fuera real, podía haberle añadido el veneno.
—Exacto —asintió Víctor—. Y, encima, la joven viuda ha liquidado todos los bienes del marido para convertirlos en dinero. Sabemos que pretende partir de Cádiz dentro de poco.
Tras un silencio, el juez tomó la palabra:
—Creo, don Víctor, que, en efecto, hay indicios más que suficientes para sospechar que esa joven envenenó al marido, pero…
—¿Pero?
—Que no tenemos pruebas de que el marqués fuera envenenado. Imagino que no se le hizo la autopsia, y a estas alturas resulta imposible probar que hubo delito.
—Hay una manera —contestó Ros.
—Por eso le hemos llamado, don Isidoro —añadió Sánchez.
—¿Cuál?
Víctor Ros dio una profunda calada al cigarro que acababa de encender y dijo con parsimonia:
—Mire, don Isidoro, la ciencia nos permite averiguar muchas cosas sobre las causa del fallecimiento de una persona si estudiamos con detalle su cadáver: los muertos hablan. En este caso hay una forma de saber si el marqués de la Entrada murió envenenado. Verá usted, los cabellos de una persona acumulan los tóxicos en caso de envenenamiento, de manera que sabiendo que el pelo crece a razón de un centímetro al mes, no sólo podemos saber si alguien fue envenenado detectando la presencia del veneno en su cabello, sino que incluso podemos llegar a averiguar durante cuánto tiempo estuvo la víctima expuesta al tóxico.
Isidoro Funes se quedó por un momento boquiabierto.
—Fascinante —acertó a decir—. Pero ¿de verdad puede hacerse eso?
Víctor asintió a la vez que sonreía.
—Necesitamos que emita usted una orden de exhumación —intervino Sánchez.
—Sí. Mi buen amigo Córcoles, que es químico, está dispuesto a desplazarse desde Madrid para efectuar los análisis de inmediato —señaló Ros.
El juez quedó pensativo durante unos segundos que se hicieron eternos. Al final observó:
—Es un asunto delicado. Podemos equivocarnos. Además, don Víctor, no cuenta usted con que estamos en una ciudad pequeña. Pequeña y conservadora. Aquí la gente es aún muy tradicional, hágame caso. Eso de exhumar un cadáver para realizar un análisis no va a gustar nada aquí.
Víctor y Sánchez se miraron.
Entonces el inspector cordobés dijo:
—Éste país necesita modernizarse, y esto es algo en lo que estamos de acuerdo los tres. El camino que nos saque del atraso en que estamos no va a ser fácil y será largo, no hay duda. No creo que debamos desanimarnos ante la primera dificultad.
—Además, es seguro que será un caso sonado —señaló Víctor, que había leído en los ojos del juez el afán de notoriedad.
Funes volvió a meditar por un momento. Aquél era el tipo de caso que podía catapultar a un joven juez hacia Madrid, hacia la gloria, aunque, por otra parte, también podía hundir la carrera de cualquiera si resultaba un fiasco.
Tras unos segundos desesperadamente largos sentenció:
—Cuenten con la orden de exhumación esta misma tarde.
Cuando, a la mañana siguiente, Víctor Ros y Sánchez llegaron al cementerio acompañados por dos guardias urbanos, se encontraron con una desagradable sorpresa.
—¡Vaya! ¿Qué hace éste aquí? Si son las seis y media de la mañana… —masculló el detective madrileño refiriéndose a Arturito Abellán, que les aguardaba e n la puerta del camposanto acom pañado por un tipo con blusón negro y una enorme cámara fotográfica.
—Y parece que se ha traído un fotógrafo.
—Buenos días a la ley —saludó Arturito con su sempiterna levita negra y su corbata de lazo.
—Buenos días —contestó Víctor tocándose el ala del bombín—. ¿Qué le trae por aquí?
—¿Qué va a ser? ¡La noticia!
—¿Qué noticia, si puede saberse? —preguntó Sánchez haciéndose el tonto.
—Sí, eso, ¿qué asunto le trae por aquí? —añadió Ros.
—Lo mismo que a ustedes. Vengo a informar al público de la exhumación del cadáver del marqués de la Entrada para comprobar en sus restos mortales si murió envenenado.
Víctor y Sánchez se miraron sorprendidos. Hicieron un aparte.
—¿Cómo sabe eso? —dijo Víctor en un susurro—. Sólo lo sabíamos tú, yo y…
—El juez, don Isidoro.
Quedaron en silencio, mirándose.
—Me pareció evidente que era un tipo ambicioso —manifestó el inspector Ros—. Ha visto que este caso puede hacerlo famoso y…
—Pero un poquito de discreción no hubiera venido mal.
—Más bien no. Diles a los dos urbanos que impidan al plumilla que entre con su fotógrafo.
Después de desoír las quejas de Arturito Abellán, que se quedó a la puerta del cementerio, se presentaron ante el sepulturero, a quien mostraron la orden judicial. El hombre llamó a un compañero y miraron el legajo con atención, dándose importancia, aunque a Ros le pareció obvio que eran analfabetos. Víctor y Sánchez habían traído una carreta para trasladar los restos del marqués al juzgado y ordenaron al carretero que aguardara fuera hasta que localizaran la tumba.
El sepulturero y su compañero comenzaron a hacerles deambular por aquí y por allá porque decían no recordar dónde se encontraba el mausoleo del marqués.
—Nos están toreando, Víctor.
—Sí, yo también tengo esa sensación, pero ¿por qué?
Al cabo de media hora de andar dando vueltas, Ros tomó al sepulturero por el hombro y le dijo muy serio:
—Perdone, buen hombre. ¿Usted se llama…?
—Práxedes.
—Bien, Práxedes, pues tiene usted exactamente sesenta segundos. ¿Sabe usted lo que son sesenta segundos?
—Pues claro, un minuto.
—Exacto.
—Tengo un minuto, ¿para qué?
—Para llevarme a la tumba del marqués de la Entrada o lo, llevo detenido por obstrucción a la justicia.
—¿Cómo?
—Lo que oye. Sánchez, vete preparando las esposas. ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!… —añadió comenzando a contar.
—¡Espere, espere! —dijo el otro—. Parece que ahora que lo dice comienzo a acordarme. Era por allí, me parece.
Siguieron al sepulturero y en un momento se hallaban frente a la lápida.
—¡Venga, levántenla! —ordenó Sánchez.
Los dos hombres introdujeron una palanqueta y comenzaron a hacer fuerza. Tras varios intentos, miraron a los dos detectives.
Práxedes se quitó la gorra y se pasó el dorso de la mano por la frente.
—Perdonen ustedes —dijo—, pero esta losa es muy pesada. Necesito otra barra y un hombre más.
—¿Cuánto tiempo necesita para ir por ello?
—Un cuarto de hora.
—Tiene cinco minutos o me lo llevo. ¡Ya! —conminó Víctor mirando su reloj de bolsillo.
Los dos hombres salieron a toda prisa hacia la puerta principal en busca de ayuda. Se cruzaron por el camino con un cura con un inmenso sombrero chambergo que iba acompañado por una docena de damas vestidas de negro.
—¡Alto ahí! —dijo desde lejos alzando una cruz—. ¡Alto!
—Y ahora, ¿qué pasa? —preguntó Víctor con fastidio.
—Faustino Villamayor —se presentó el cura adelantando el crucifijo como si los dos detectives fueran una aparición demoníaca—. Venimos a evitar que se profane el cuerpo de un cristiano.
—Pero ¿qué dice?
—Que aquí no se desentierra a nadie.
—¡Eso, eso! —gritaron al unísono las beatas que acompañaban al clérigo.
—Perdone, don Faustino —replicó Sánchez muy tranquilo—, aquí no se va a profanar a nadie, esto forma parte de una investigación policial y tenemos una orden judicial.
—¡Vade retro! —gritó aquel fanático. Era joven, algo pasado de peso y tenía la cara sudorosa por efecto de la carrera que se había dado—. Tengo orden de mi señor obispo de evitar que se lleve a cabo una tropelía. ¡Recemos, hermanas! ¡Recemos! Dios te Salve María…
Las viejas comenzaron a rezar al unísono, todas de rodillas. Víctor pudo ver a Arturito Abellán asomarse entre los hombros de los guardias urbanos tras la reja de la puerta principal para ver qué sucedía allí.
—¡Lo que faltaba! —dijo a Sánchez haciendo un aparte.
—Mira, ahí viene Práxedes —contestó el inspector cordobés señalando al sepulturero que volvía solo.
—Me da la sensación de que todo esto estaba preparado. Nos han estado toreando vilmente. Me parece evidente que el plumilla lo sabía por el juez, pero ¿quién se lo habrá dicho a estos fanáticos?
—No lo sé, Víctor, pero el juez Funes es un anticlerical de los rabiosos. No fue él, seguro. Ésta es una ciudad muy pequeña y pudo ser cualquiera. Todo se sabe.
—Perdonen —dijo Práxedes quitándose la gorra ante ellos—, pero me ha dicho mi jefe que no desentierre a nadie. Hay una orden del obispo.
—¿Y dónde está su jefe, si puede saberse? —preguntó Víctor.
—Acaba de salir para Jerez, asuntó familiar.
—¡Qué casualidad! No veo por qué tanto revuelo. Usted desentierra muertos a diario. ¡Seguro!
—Un momento, un momento —rebatió el sepulturero—. Una cosa es sacar los restos de un cristiano para reunirlos en otro nicho con sus seres queridos o para cambiarlos a una tumba mejor y otra muy distinta interrumpir su sagrado descanso para hacerle perrerías.
Sánchez miró a Víctor.
—¿Qué hacemos?
El detective madrileño echó un vistazo a aquellas histéricas encabezadas por el padre Faustino, que atacaban ahora un Credo. Los curiosos comenzaban a agolparse en la puerta del cementerio y la situación se complicaba por momentos.
—Aquí, nada. Vamos a donde se encuentra la raíz del problema —repuso Víctor muy enérgicamente.
Víctor y Sánchez llegaron rápidamente al palacio episcopal, donde, tras identificarse como agentes de policía, fueron atendidos por un sacerdote menudo y delgado que dijo ser el secretario del obispo; a Ros le recordó a una comadreja.
Les condujo a través del patio repleto de naranjos y limoneros y los antecedió hacia la planta superior, donde, tras subir un tramo de una bella aunque muy recargada escalera barroca que llamó mucho la atención de Víctor, llegaron a una pequeña habitación en la que el obispo leía un breviario a la luz de una ventana y amparado en el calor que le proporcionaba un brasero bajo una mesa de camilla. Parecía que les esperaba.
Ceferino Romero era hombre entrado en años, alto, más bien corpulento, calvo y de vivos ojos negros. Sonreía.
El secretario hizo las presentaciones de rigor y el obispo, sin levantarse, les tendió la mano para que le besaran el anillo. Ambos lo hicieron.
A Víctor le pareció evidente que aquel tipo estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, uno de tantos, así que tomó nota de ello.
—¿Unas pastas, un jerez? —preguntó solícito el prelado.
—No, gracias —respondieron los dos al unísono.
—Bien, bien; tomen asiento.
El secretario quedó de pie, tras ellos, como un fiel perro guardián.
—Venimos por el asunto del cementerio —indicó Sánchez.
—Ah, es eso —dijo el obispo fingiendo sorpresa—. Un desagradable asunto, me temo.
—Sí, tenemos una orden judicial.
—Ya, ya. Por cierto, Vicente, ¿qué tal su madre?
—Bien, muy bien.
—Dele recuerdos.
—Lo haré. Verá, Ilustrísima, nos hemos encontrado con una intromisión en un asunto civil que no podemos tolerar.
—Todos los asuntos conciernen a Dios.
—Sí, sí —asintió Sánchez—. Pero no se puede interferir en una investigación, hay una orden del juez.
—El tal Funes es un anticlerical. Bastante sufrió la Iglesia con la desamortización como para tener que sufrir las constantes agresiones de un magistrado como ése.
Vicente Sánchez miró a Víctor y le explicó:
—El obispado tiene varios juicios pendientes para reclamar bienes embargados por la desamortización.
—¡Y ese Funes ha fallado ya en nuestra contra en tres ocasiones! —se exaltó el obispo indignado.
—Ya —dijo Víctor.
Hubo un silencio.
—Ilustrísima —comenzó a decir Sánchez—, yo no entro ni salgo en las cuitas que la Iglesia tenga con Funes.
—¡Pues deberías!
—No puedo, soy policía.
—Y cristiano. Debería darte vergüenza.
—Yo me debo a mi trabajo como funcionario. Y es mi deber exhumar el cuerpo del marqués.
Sólo se tomarán unas muestras de cabello.
—Sea como fuere, eso es una profanación en cualquier caso. Además, el cementerio se cierra por reformas.
—¿Eso no debería ordenarlo el alcalde? —preguntó Víctor.
—El alcalde lo sabe —repuso el obispo desafiante.
—¿El marqués de Gelo lo sabe? —preguntó sorprendido Sánchez.
—En efecto —contestó don Ceferino con una sonrisa desafiante.
La tirantez del momento volvió a propiciar un tenso silencio.
—El cuerpo del marqués no sufrirá humillación alguna —insistió Sánchez.
—El obispado de Córdoba no obedece órdenes de ningún juez hereje —sentenció el clérigo.
—Pero Ilustrísima… —rogó Sánchez.
—No hay nada que hacer.
—¿Es su última palabra? —interrumpió Víctor con una especie de extraña sonrisa.
—Sí. El cuerpo se queda donde está.
Víctor miró hacia el suelo con desesperación y aspiró una profunda bocanada de aire, como tomando impulso. Entonces levantó la mirada hacia el obispo, dura como el granito, y sentenció muy seriamente:
—Bien. Entonces no me queda más remedio que recordarle que está usted entorpeciendo una investigación policial. Por ser usted, le doy veinticuatro horas; si en ese lapso de tiempo no ha cedido, yo mismo vendré a ponerle las esposas y lo llevaré detenido. Buenas tardes.
—¿Cómo? —se asombró el obispo, que no podía creer lo que acababa de escuchar—. ¿Está usted amenazando con detenerme? ¿A mí?
—Es lo que haré, no lo dude —aseguró Víctor levantándose y volviéndose hacia la puerta.
Su Ilustrísima se levantó también, indignado, y gruñó con voz contenida:
—Me encargaré personalmente de que ustedes dos acaben en Cuba. Tengan buenos días.
Víctor tocó el hombro de Sánchez, que estaba paralizado, y le ayudó a incorporarse.
En un santiamén, los dos policías estaban en la calle.
—Pero ¿estás loco? —dijo Sánchez llevándose las manos a la cabeza.
—No, sólo cumplo la ley.
—¿Acaso quieres acabar con nuestras carreras? ¡Estás loco! Definitivamente, te has vuelto loco.
—Cumplo la ley.
—Sí, sí, te he oído. ¿Cómo se te ocurre hablar así a un obispo, como si fuera un triste chulo de Chamberí?
—He conocido a chulos de Chamberí que me agradaban más que este individuo.
Se quedaron en medio de la calle, mirándose.
Sánchez parecía asustado.
—¿Y ahora qué hacemos? —quiso saber.
—No nos queda otro remedio que ir a ver al gobernador.
Eran más de las siete de la tarde cuando el gobernador civil, don Baldomero Armiñana, los recibía en la biblioteca de su casa de la calle Caldereros, a unos metros apenas del domicilio de Vicente Sánchez. Le acompañaba otro caballero. Nada más entrar en la estancia, el inspector cordobés hizo las presentaciones.
—Víctor, a don Ángel Torres Gómez ya le conoces de casa de don Agustín Sousa. Éste caballero es el gobernador, don Baldomero Armiñana.
Un tipo alto y de complexión robusta por la buena vida, con el pelo, el bigote y las patillas blancas, se adelantó para estrecharle la mano.
—Es un honor tener aquí a un detective tan renombrado.
—Muchas gracias —repuso humildemente Víctor.
Los cuatro tomaron asiento en unas cómodas butacas dispuestas junto a la chimenea, cuyo calor, a aquellas horas de la tarde, se agradecía.
El gobernador tomó la palabra:
—Me he permitido llamar a mi buen amigo don Ángel porque conoce a la perfección el ambiente madrileño de los ministerios, puesto que me temo que deberemos utilizar toda nuestra artillería. Tomen ustedes. ¡Fumen!
Lo dijo en un tono tan imperativo, a la vez que abría una caja de puros, que todos encendieron un cigarro utilizando una brasa que Vicente tomó del fuego con unas largas pinzas.
El gobernador volvió entonces a tomar la palabra tras aspirar con fruición el aroma de su habano.
Habló como un padre que reprende a unos hijos traviesos por una trastada.
—A ver, ¿qué han hecho ustedes, hombres de Dios?
Sánchez se irguió en su asiento y asumió la responsabilidad diciendo:
—Acudimos a primera hora al cementerio pertrechados con una orden judicial. Lo hicimos antes casi de que amaneciera para evitar curiosos y chismorreos. Habíamos decidido ser cautos, hacerlo todo con mucha discreción salvando dificultades.
—Pues les salió el tiro por la culata —intervino don Ángel Torres.
—En efecto, Arturito Abellán ya nos esperaba. Alguien le dio el soplo —explicó Ros.
—Y los sepultureros habían sido aleccionados para marearnos —añadió Sánchez.
—Vaya. Cuánta discreción —comentó don Baldomero irónico.
—Luego apareció ese tal padre Faustino Villamayor acompañado de un batallón de beatas diciendo que iban a impedir aquel sacrilegio en nombre del obispo. Por un momento sentí que, como en los viejos tiempos, la Inquisición había vuelto a las andadas.
—Sí, es un fanático —afirmó el gobernador—. Si por él fuera, aún se quemaría a la gente en la hoguera.
—Sí, lo advertimos —señaló Víctor sonriendo.
Don Baldomero siguió hablando:
—Y entonces a ustedes no se les ocurrió otra cosa que ir al obispado para empeorar aún más las cosas.
—¿Dónde estaba la raíz del problema, si no? —preguntó el detective madrileño.
—Y aquí, a nuestro querido Ros, no se le ocurrió más que amenazar a su Ilustrísima con una detención inminente.
—Obstrucción a la justicia —sentenció Víctor.
—Pero ¿está usted loco? ¿Cómo va a detener a un miembro preeminente de la Iglesia?
—Está sujeto a las mismas leyes que los demás —sostuvo Víctor, muy seguro de sí mismo—. Soy un amante de la ley, es mi trabajo hacerla cumplir y ante ella todos somos iguales. ¿O no?
—Mire, Víctor —terció don Ángel Torres—, este tema es algo complejo. Viene de lejos. Aquí, la desamortización puso en pie de guerra a la Iglesia contra la sociedad civil.
—Como en toda España.
—Ya, pero en Córdoba decidieron litigar para recuperar distintos inmuebles que les fueron expropiados. Tienen cinco pleitos en marcha y el juez Funes ya les ha quitado la razón en tres de ellos. El inmueble donde se encuentra el Círculo de la Amistad fue en el pasado el convento de nuestra Señora de las Nieves. Cuando la desamortización, un buen grupo de amigos de mentalidad avanzada creó allí este remanso de cultura, que sin duda es uno de los mejores y más elegantes casinos de España. Lógicamente, a la Iglesia le sentó fatal, porque se rumoreó que los fundadores del Círculo de la Amistad eran masones. Figúrese usted. Los curas no han logrado digerirlo.
Apelarán hasta la última instancia, claro, pero el ambiente no es bueno en ese sentido. De alguna manera, el obispo supo que el juez Funes había firmado la orden de exhumación del marqués de la Entrada. Es un caso de calado, que a buen seguro interesará a la prensa, de manera que su Ilustrísima encontró una manera de fastidiar al juez. El cementerio es municipal y el alcalde apoya al obispo; por otra parte, los sectores más rancios de la ciudad se oponen a cualquier cambio, a cualquier innovación, y eso de sacar a alguien de su tumba…
—Además —remachó el gobernador—, la Iglesia cedió la titularidad de los terrenos del camposanto al municipio para «usos religiosos» y están preparando una demanda porque dicen que exhumar un cuerpo para realizarle pruebas vulnera el acuerdo.
—¡Qué tontería! —exclamó Víctor.
—No se lo tome a risa, Víctor —aconsejó don Baldomero—. Si se meten en un pleito, esto se puede alargar.
—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió Sánchez.
—El juez Funes ha telegrafiado indignado al Ministerio de Justicia.
—Yo hice otro tanto a mi jefe, el comisario Buendía, para que hable con el ministro de Gobernación —añadió Víctor.
—Bien, bien. Mi primo Agustín ocupa un subsecretariado y le he enviado un telegrama —indicó don Ángel.
Ésta vez fue Víctor quien preguntó:
—¿Y qué hacemos mientras tanto?
—Paciencia —sentenció el gobernador—. Me consta que en Madrid se han tomado el asunto en serio. Incluso el propio Cánovas ha puesto el grito en el cielo. Éste tipo de cosas son las que pueden dar al traste con los acuerdos entre conservadores y liberales. No me malinterpreten, soy creyente, católico practicante desde la niñez, pero como gobernador civil no puedo permitir que el clero se entrometa continuamente en asuntos que no le atañen. Se me ha informado que esta misma noche se van a realizar gestiones del máximo nivel en Madrid con el mismísimo Nuncio, así que tengamos paciencia. Y usted, Ros, olvídese de esa locura de detener al obispo.
—Pero ¡está obstruyendo una investigación!
—Esto no es Madrid, querido amigo. España sigue estando muy mediatizada por el poder eclesiástico y hay mucho cura reaccionario. Dese una vuelta por ahí, hombre de Dios. Por Extremadura, por Almería, Jaén o Murcia. La Iglesia sigue teniendo un poder enorme, y en situaciones como ésta no podemos ir al enfrentamiento directo. Me corresponde a mí el mando de la fuerza pública en esta plaza; ¿de verdad cree que puedo utilizarla contra su Ilustrísima? Mi propia mujer me haría dormir en el sofá de por vida. Espere, don Víctor, espere.
—Me hago cargo —respondió Ros poniéndose de pie—. Está bien, esperaré. Yo mismo di al obispo un plazo de veinticuatro horas, cosa que no hubiera hecho con cualquier ciudadano de a pie. ¡Basta de privilegios! Mañana por la tarde me haré con una pala e iré personalmente al cementerio.
Si no se me permite cumplir con el mandato judicial, iré donde el obispo y yo mismo le pondré las esposas.
—No puede usted hacer eso. ¡No tiene potestad para actuar aquí!
—Perdone, señor gobernador, pero consulte usted el decreto de creación de la Brigada Metropolitana. Su ámbito de actuación son las ciudades españolas de más de cincuenta mil habitantes.
—No se atreverá, Ros.
—Deténganme entonces. El escándalo será mayúsculo. Y sepan que, con la ley en la mano, pueden ir todos a la cárcel. Y ahora, si me permiten, iré a tomar un poco el aire por las calles de esta bellísima ciudad en que viven ustedes.