Capítulo 17

Víctor y Vicente entraron en la mezquita por la Puerta de los Deanes para hallarse de inmediato rodeados de verdor en el Patio de los Naranjos.

—Aquí hacían los musulmanes sus abluciones antes de entrar a la oración, pero cuando llegamos nosotros, los cristianos, se plantaron los árboles para dar por terminadas aquellas costumbres. La verdad es que ahora, cuando llega la primavera, da gloria entrar aquí con el sol poniéndose y el aroma a azahar flotando en el aire; algo de ensueño. Mira, ¿ves esa fuente? —dijo Sánchez señalando un gran pilón de piedra grisácea rematado en las cuatro esquinas por cuatro recios postes—. Es la de Santa María, también la llaman el Caño del Olivo. Dice la leyenda que las jóvenes que buscan marido se casan si beben del caño más cercano a ese olivo que hay junto a la fuente.

—Curioso —comentó Víctor, hombre racional pero aficionado a registrar aquellas supersticiones—. Pues tú no bebas, Vicente.

Ambos rieron a carcajadas. Entraron al templo por la Puerta de las Palmas; quedaron un momento cegados por el contraste entre la luz de la calle y la semipenumbra del interior. Vicente aclaró:

—Ésta es la parte original de la mezquita, la que construyó Abderramán I. La zona del fondo fue la más dañada cuando la reconvirtieron en catedral.

Víctor Ros había quedado quieto, como paralizado. Poco a poco sus ojos habían ido acostumbrándose al interior y miró hacia el fondo. Un mar de columnas se extendía ante él.

—Esto es hermoso —murmuró como hipnotizado.

—Sí, te lo había dicho.

—Ya, ya. Pero es que esto es… muy hermoso.

Vicente se quedó mirando a su compañero como se mira a un loco. Éste, volviendo en sí le aclaró, comenzando a caminar de nuevo:

—Perdona, Vicente, es que no soy demasiado pío y los templos no me llaman la atención, pero este bosque de columnas, no sé, da una extraña sensación de paz. Me hace sentir raro.

—Es un templo sereno, bello, te lo dije.

—Nunca había visto nada igual. Nunca.

Víctor caminó hacia el fondo, hacia el coro. Vicente le hizo reparar en la sillería del mismo, en los bellos púlpitos, la Capilla Real o la de Villaviciosa.

—Todo esto es bonito, Vicente, pero parece un añadido que no termina de encajar, desde mi punto de vista.

—Era la costumbre, Víctor, cuando se reconquistaba una ciudad, se demolía la mezquita y se construía encima la catedral. A veces, como aquí, se aprovechaba el recinto ya existente y se reconvertía el templo. Dicen que al llegar a la ciudad en 1263, Fernando III quedó tan asombrado con la mezquita que decidió no derribarla, en contra de los usos de la época.

Víctor permanecía embobado mirando las hermosas arcadas que habían aunado los materiales visigodos, la herencia romana y la técnica constructora de aquellos árabes que habitaron al-Andalus.

—Curioso, curioso —repetía una y otra vez en voz baja.

—Mira —observó Vicente—, ésta era la parte más importante de la mezquita, el Mirhrab. La pared en la que se construye se llama quibla y debe mirar a La Meca. No se sabe por qué esto no ocurre aquí. Hay quien piensa que fue una muestra de desobediencia de Abderramán al califato de Bagdad, pero, al parecer, la explicación es más simple: quiso aprovechar el templo visigodo que ya había aquí.

—O sea, que los moros hacían lo mismo que los cristianos.

—Exacto. Es la vida. El que vence impone las reglas. O derruían el templo del vencido o se quedaban con él y lo borraban del mapa.

—Qué historia más fratricida tenemos —reflexionó Víctor en voz alta.

Caminaron en silencio contemplando la Capilla del Cardenal y la del Sagrario. A punto ya de salir, un poco antes de llegar a la Puerta de Santa Catalina que había de llevarles de vuelta al Patio de los Naranjos, Víctor se dio la vuelta para echar otro vistazo a aquel impactante bosque de columnas que brillaba en la semipenumbra del templo. Casi se topa con un pilluelo que iba tras él.

—¿Víctor Ros? —dijo el crío.

—Sí, soy yo.

—Tome, esto es para usted.

Víctor dio una propina al recadero y tomó el pequeño sobre que le tendía el golfillo. Echó una última mirada al templo y se dijo que, curiosamente, por fuera le había parecido feúcho mientras que por dentro era un lugar espléndido, un rincón para el recogimiento. Sin lugar a dudas, era el templo más hermoso que había visto nunca. Quizá fuera ésa la manera de adorar a un Dios que a veces parecía no existir: sin ostentación, sin grandes alardes, sólo cultivando la belleza interior, la paz espiritual que deparaba aquel recinto.

Salió al patio donde le esperaba Vicente y leyó en voz alta la nota que contenía el sobre:

—«Le espero en mi habitación de la Fonda Arruzafa a las cinco de esta tarde. Lewis».

—¡Vaya! —dijo, tendiendo la esquela a Sánchez mientras ambos caminaban hacia la salida, bajo la Torre Campanario.

—Al fin sabrás quién es tu misterioso desconocido. ¿Quieres que te acompañe?

—No, no creo que sea peligroso. Si ese tipo me quisiera mal, no me habría salvado anoche. Tú encárgate de lo tuyo. ¿Has concertado la cita con el juez?

—Sí, mañana comemos con él; he solicitado un reservado en tu fonda.

—Fantástico. Espero noticias de Cuenca para mañana a primera hora.

Salieron a la calle Cardenal Herrero y miraron el campanario.

—Supongo que eso fue un minarete, ¿no?

—Supones bien. ¿Te parece que comamos?

—Me parece, Vicente, me parece.

Después de dormir una reparadora siesta, Víctor tomó un coche de punto para acudir a su cita con Lewis en la Fonda Arruzafa, que estaba emplazada a los pies de la sierra que accidentaba el norte de la ciudad. Por el camino hizo elucubraciones sobre aquel misterioso inglés que le había salvado la vida. ¿Quién sería? Parecía que al final iba a desvelarse el misterio, y Víctor ardía en deseos de saber qué estaba ocurriendo. No pensaba que Lewis fuera peligroso, la verdad; le había salvado la vida y al menos eso le había liberado de una preocupación. Ahora sólo había de preocuparse por De la Rubia, lo cual no era poca cosa, pero era mejor tener un solo frente abierto que verse acechado desde la penumbra por enemigos diversos. Perdido en estas divagaciones, Víctor llegó a la fonda, situada nada menos que en el lugar privilegiado en que Abderramán I construyó su palacio. Antes de entrar, Víctor se giró y echó un vistazo a la ciudad que desde allí gobernaba el califa. Era bella, sin duda. Rodeado de los sempiternos olivos, encinas, quejigos y matorrales típicos de la zona, como el lentisco, la jara o el romero, oteó el horizonte y aspiró el aire puro de la sierra cordobesa, olía a monte.

Al fondo, la Córdoba milenaria le contemplaba. Allí mismo, tras los años del esplendor árabe de la ciudad, vivieron en sempiterno ayuno y oración una multitud de eremitas que habían optado por alejarse del mundo. Sintió que aquél era un lugar especial, cargado de energía. Quizá flotaba en el aire una especie de calma, de tranquilidad, que le hacía sentirse en paz consigo mismo. Le había dicho el cochero que aquella fonda, desde cuyos balcones se divisaba la ciudad, era propiedad de Juan Rizzi, el mismo hombre de negocios dueño de la hostería donde él se alojaba. Entró, preguntó por el inglés y fue acompañado de inmediato a sus habitaciones.

Lewis había tomado un par de departamentos con inmejorables vistas y le esperaba sentado junto al fuego en una pequeña mesita de camilla en la que había té, café y pastas.

El inglés, alto y delgado como un mástil, se levantó al ver entrar al inspector.

—¡Don Víctor! Pase, pase. ¿Cómo se encuentra?

—Un poco dolorido, pero bien.

—¿Tomará algo?

—Café con leche, por favor. Con dos terrones.

Mientras el anfitrión servía la taza, y tras asegurarse de que les habían dejado a solas, Víctor retomó la palabra:

—No sé quién es usted ni qué pretende, pero le debo la vida. El inglés sonrió misteriosamente.

—No, no, sólo le ayudé un poco.

—Si no llega usted a intervenir, amigo, ahora mismo estaría criando malvas.

—¿Cómo dice? —preguntó el inglés dándole la taza.

—Ah, claro —cayó en la cuenta Víctor riendo—. Es un giro, una frase hecha. Criando malvas quiere decir alimentando a las flores, bajo tierra, dead.

—Olvidaba lo de sus clases de inglés. ¿Quiere que hablemos en mi idioma?

—No, no, prefiero que lo hagamos en español. No me veo con tanta soltura como para abordar una conversación como ésta en inglés. Porque supongo que usted me va a decir quién es.

Se hizo un silencio entre los dos.

—Sí, sí, claro —contestó el otro, tendiéndole una tarjeta—. Usted perdone la descortesía.

Víctor leyó el pequeño recuadro de cartulina; decía: Brandon Lewis. Un extraño sello adornaba aquella escueta carta de presentación.

—¿Y bien? —dijo Víctor.

—Sí, es cierto. Eso no aclara mucho, ¿verdad?

—Más bien no.

—Ya, claro. Digamos que estamos en el mismo bando. Trabajamos, como usted, en este caso.

—¿Trabajamos?

—Sí, trabajamos ¿Ha oído usted hablar alguna vez del Sello de Brandeburgo?

La expresión de Víctor denotó ignorar de qué le hablaba. El inglés prosiguió:

—Sí, no somos muy conocidos. La discreción es una de nuestras más valoradas cualidades.

Llevamos tiempo observándole, siguiendo sus progresos. Nos fijamos en usted a raíz de su brillante actuación en la resolución del misterio de la Casa Aranda. Aunque debo reconocer que nuestro verdadero interés se debía fundamentalmente a cómo aclaró el asunto de las prostitutas asesinadas.

Acabó usted con un monstruo al que llevábamos años persiguiendo. De hecho, nos dio esquinazo al afincarse en España y usted lo cazó. Era un genio del crimen.

—No quiero hablar de él.

—Ya, me hago cargo.

—A raíz de ahí comenzamos a informarnos sobre usted: de baja extracción social, supo, gracias a su mentor, según creo un sargento de policía, pasar de pilluelo y pequeño delincuente a agente de la ley. Tuvo usted una infancia difícil, nos consta, y sabemos que se hizo a sí mismo. Era usted un enamorado de la lectura y devoraba cuanto caía en sus manos. Cuando le trasladaron a Oviedo como simple guardia uniformado se le ocurrió a usted una idea brillante. Acudió a su superior, un tal comisario Bermúdez, y le propuso algo asombroso, algo que no se había hecho antes: infiltrarse en una célula radical que llevaba en jaque a la policía de aquella ciudad.

—Sí, fue un trabajo duro. Me costó dos años ganarme su confianza. Había un núcleo dirigente que controlaba una serie de grupos de acción que nada sabían unos de otros.

—Un pequeño ejército de terroristas dividido en compartimentos estancos.

—Exacto.

—Y usted acabó con la organización. Hasta aquel momento no se había hecho nunca algo así. ¿Cómo se le ocurrió la idea?

—Me aburría. Y no tenía nada que perder. Créame, ahora no se me ocurriría correr un riesgo como ése. Tengo mujer, una hija y otro en camino.

—Fue usted ascendido por aquello y trasladado a Figueras, donde pudo reponerse de la tensión de aquella misión y, más tarde, al crearse la Brigada Metropolitana, fue usted llamado a Madrid para ingresar en ese cuerpo de élite. Allí conoció usted a don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que le enseñó todo lo que sabe sobre técnicas forenses y científicas.

—Perdone la descortesía, pero no he venido aquí a hablar de mí.

—Sí, sí, claro. Simplemente quería demostrarle que le hemos seguido con atención. Admiramos su trabajo.

—¿Y?

—Mire, Víctor, el 4 de marzo de 1857, la niñera del primogénito del conde-duque de Holstein cometió un descuido coqueteando con un soldado, y cuando quiso darse cuenta comprobó que el niño, de apenas cuatro años de edad, había desaparecido de su lado. Esto ocurrió en Kiel, Alemania.

Poco después, el pobre pequeño fue encontrado en un estanque. Había sido violado brutalmente y estrangulado por un desalmado. Unos meses después se dio con el asesino, un pedófilo bautizado por la prensa como «El Monstruo de Monkeberg», pues era natural de dicha ciudad que —aclaró Lewis— está muy cerca de Kiel. Éste tipo había sido capaz de asesinar en la zona a más de cuarenta niños en apenas cinco años. La consternación que sufrió aquella sociedad fue extrema. El conde-duque de Holstein fue siempre un hombre práctico, de mentalidad avanzada y amante de lo científico; así que, pese a hallarse sus sentidos embotados por el dolor, acertó a reunir a varios amigos de entre lo más granado de la alta sociedad europea y creó una organización, el Sello de Brandeburgo, con una sola misión: investigar los crímenes de esta índole y ahondar en la psique de este tipo de abyectos criminales para prevenir hechos como los que él mismo y su familia tuvieron que vivir. Poco a poco fueron reclutados los mejores especialistas del Viejo Continente, desde químicos hasta forenses, pasando por armeros, ópticos e incluso videntes. Cualquier esfuerzo es poco para acabar con estos sucesos.

—Y usted pertenece a dicha organización.

—Hace siete años murió mi esposa: tuberculosis. Me hundí. Yo era inspector en Scotland Yard, de hecho coincidí con su amigo Owen Bownes. Sabemos que se cartean. Puede preguntarle por mí, le dará referencias. En aquel momento sentí que nada me interesaba. Dejé el trabajo y llegué a pensar incluso en quitarme de en medio. Pero entonces aparecieron mis compañeros del Sello de Brandeburgo y me hicieron ver que aún podía ser útil. Poco a poco, la organización ha ido creciendo. Al principio su radio de acción sólo abarcaba los criminales violentos, pero hemos ido participando en investigaciones más variadas: delitos internacionales, estafas y grandes robos. Aun así, nuestra prioridad es detener a los asesinos más brutales y no se nos ha dado mal. Los estudiamos con detalle y eso nos permite sacar conclusiones para evitar que otros lleguen a ese nivel. Veamos, Víctor, ¿cuál es la mejor medicina?

—Pues la que cura al enfermo, ¿no?

—No, Víctor, no. Piense. La mejor medicina es aquella que evita que la enfermedad llegue siquiera a producirse, así las alteraciones morbosas que ésta puede producir no llegan a afectar al paciente: la medicina preventiva. Si conseguimos que un organismo esté fuerte para que oponga la mayor resistencia a las enfermedades, nunca llegará a hacerse necesaria la intervención del médico. ¿Me sigue?

—Quiero pensar que sí.

—Bien, pues nosotros, gracias a la información que tenemos en nuestros archivos, gracias a la labor de técnicos de toda Europa, gracias a ímprobos esfuerzos realizados previamente, somos capaces de detectar a los más peligrosos asesinos cuando comienzan a despuntar. Usted cazó a ese maldito asesino de prostitutas; imagine que alguien lo hubiera detectado cuando empezó a matar de joven, en Sudamérica.

—Se habrían salvado muchas vidas.

—Eso es. Nosotros evitamos que eso ocurra, aunque debo decirle que una vez descubierto un cachorro de asesino, nuestros métodos son expeditivos.

A Ros no le agradó aquello; era un amante de la ley, la barrera que separaba una sociedad avanzada del caos.

—Todo el mundo tiene derecho a un juicio justo —replicó con mala cara.

—Mire, Víctor, hemos empleado muchos recursos en investigar a este tipo de asesinos que el profesor Williams de Boston definió como wolves.

—«Lobos».

—Digamos mejor «cazadores, depredadores». Como le decía, nuestros mejores forenses y psiquiatras han estudiado a este tipo de sujetos y las conclusiones no dejaron lugar a dudas: la psiquiatría moderna no tiene medios, hoy por hoy, para curar ese tipo de disfunción. Por otra parte, esos individuos no pueden andar sueltos por la calle, son un peligro para la sociedad y para ellos mismos.

—Pero ellos no son responsables de sus actos. Legalmente hablando, no son culpables, están enajenados.

—No sea ingenuo, Víctor —contestó Lewis mirándole fijamente desde el fondo de sus profundos ojos azules—. Le pondré un ejemplo: un tigre de Bengala, ¿es malo?

—No.

—Ni bueno. Está en su naturaleza ser un gran depredador. Y punto. ¿Y eso nos llevaría a soltarlo por la calle? No es malo, sólo actúa mecánicamente, no es responsable de sus actos. Según su teoría, el tigre no es culpable de ser como es. ¿Lo soltaría usted?

—Decididamente, no.

—Hay que proteger a la gente, a la sociedad, ¿verdad? Uno de estos wolves en una institución es un peligro. Mire, Víctor, Marcus Weiss, el perturbado que mató al hijo del conde duque de Holstein, fue detenido a la edad de veintiún años por haber asesinado a tres niños, de los que por cierto se comió los riñones. El juez lo declaró loco y se le ingresó en un psiquiátrico de su ciudad de por vida.

—Bien hecho. Me parece lo razonable. Estaba loco y debía ir a un manicomio.

—Dicha institución se mantenía a duras penas gracias a donativos de particulares, de manera que diez años después del ingreso de Weiss, la clínica tuvo que cerrar y este depravado volvió a hacer de las suyas, hasta llegar a una cifra de víctimas asombrosa, uno de ellos el hijo del conde duque.

En la mayor parte de los casos, los asesinos son condenados a muerte o sentenciados a cadena perpetua, pero en otras ocasiones se les da por locos y sabemos perfectamente que en un sanatorio la seguridad no suele ser lo bastante buena como para mantener encerrados a esos tipos, que, dicho sea de paso, llegan a ser auténticos genios. En otras ocasiones es algún juez bienpensante quien los pone en libertad creyendo que se han rehabilitado o, simplemente, el enfermo sale por alguna amnistía, conflicto bélico o, como ya le he dicho, el cierre del sanatorio. Tenemos estadísticas, Víctor, el treinta por ciento de los asesinos brutales ingresan en instituciones mentales o de reposo, y el sesenta por ciento de ellos consigue volver a delinquir por unas causas u otras.

—Vaya…

—Nosotros nos hemos conjurado para evitarlo. Por eso, cuando detectamos a uno de ellos en sus fases incipientes…

—Lo quitan ustedes de en medio.

—Usted lo ha dicho, yo no. Preferimos el término «eliminación».

—Eso correspondería decidirlo a un juez o a un jurado, ¿no cree?

—La vida humana no tiene precio, y hablamos de mentes perdidas, almas que nunca se recuperarán, monstruos. Aunque primero lo estudiamos a fondo, claro, siempre en un lugar seguro.

—Y piensan ustedes que De la Rubia podría acabar convertido en uno de los grandes.

—Exacto. Es un tipo joven, apenas implicado en cuatro asesinatos y ya ha demostrado un gran talento natural. Lo del beleño y la catalepsia entrará en los anales del crimen, no le quepa duda.

—¿Cómo lo averiguó usted, Lewis?

—Somos muchas mentes bien entrenadas que trabajan juntas, don Víctor; lo que no se le ocurre a uno, se le ocurre a otro. Estuve a punto de cazarlo en Madrid y se me escapó hacia Córdoba.

—¿Y cómo llegaron a dar con su pista?

—Hace un año mató a uno de los poseedores de los anillos en Budapest.

—Jozsef Somogyi.

—El mismo. Resultó ser pariente de un miembro preeminente del Sello de Brandeburgo. Nos pusimos manos a la obra y enseguida comprobamos que el tipo que estaba tras el asesinato era peligroso. De hecho, cometió cuatro más.

—Y le falta el quinto y último. ¿Para qué sirven los cinco anillos?

—Me temo que hay asuntos que no deben ser revelados. Víctor hizo una pausa antes de hablar, mientras contemplaba el chisporroteo del fuego. Entonces dijo:

—¿Y para qué me ha llamado entonces?

—Quisiera proponerle un trato. Si localiza usted a De la Rubia, me avisará.

—¿A cambio de qué? Recuerde que yo lo quiero en el garrote tanto como usted, pero, eso sí, después de un juicio. Me pagan para ponerlo en manos de la justicia y no para entregarlo a un grupo de desconocidos.

—Podría usted entrar en el Sello.

—No me interesa, gracias.

—No sabe usted lo que hace, contaría usted con medios ilimitados.

—No. Además, seguro que usted sabe cómo encontrar a ese maldito pelirrojo.

—Pues no tengo ni idea de dónde para. ¿Sabe?, cuando usted llegó a Córdoba decidí seguirle los pasos. Estaba seguro de que De la Rubia intentaría algo contra usted y, de hecho, anoche apareció.

—¿Usted también piensa que era él?

—El cuarto embozado, sí, el que miraba cómo los tres bandidos cumplían su encargo. De no ser porque estaba usted inconsciente y porque temí por su vida, habría podido echarle el guante.

—Lo siento.

—No lo sienta, joven, su vida es valiosa, muy valiosa.

—¿Cree que la gitana ha estado en contacto con él?

—Es muy probable —asintió Lewis—. De hecho, le tendió a usted una trampa, pero por ahora ha volado.

—En efecto. Quizá De la Rubia esté en contacto con Lucía Alonso.

—No la ha visto desde que ella llegó. Me consta —denegó el inglés—. Es más, ella cree a pies juntillas que él ha muerto.

—Vaya, ¿cómo sabe eso?

—Medios ilimitados, recuerde. El servicio de una casa revela lo que sea por unas monedas. La dama se pasa las noches llorando por su amante muerto. Sé que está usted interesado en lo del marido de la joven.

—Sí, creo que lo envenenaron. ¿Qué piensa usted al respecto, Lewis?

—Ése asunto no interesa al Sello de Brandeburgo. Lo importante es capturar a De la Rubia, créame. ¿Reconsiderará mi oferta? Tenemos mucho que ofrecerle. Queremos intervenir en su formación, haríamos de usted el mejor detective de Europa.

—Eso mismo me decía don Alberto Aldanza y mire cómo acabó el tema.

—Sí. Disculpe, tiene usted toda la razón. No debí enfocarlo así. No en vano nosotros no tenemos nada que ver con un tipo como aquél.

—Ya.

—Prométame al menos que lo va a pensar. Sabemos que Aldanza hizo un excelente trabajo con usted dotándolo de amplios conocimientos de anatomía forense, química y entomología, pero nosotros podríamos convertirlo en un fuera de serie. Mire, Víctor, tenemos investigadores con múltiples cualidades, y usted tiene una que resulta muy útil.

Víctor no contestó. Se limitó a mirar a su interlocutor con aire divertido, así que Lewis volvió a tomar la palabra.

—¿En ocasiones no le ocurre que formula juicios apriorísticos que, pese a no apoyarse en observaciones racionales, resultan acertados?

—Siempre me apoyo en cosas que observo.

Lewis rio.

—¿Seguro? ¿No le ha sucedido que a veces juzga a alguien acertadamente pese a no tener demasiadas evidencias? Por ejemplo, anoche, cuando llegó al callejón y antes de que le salieran al paso los tres desalmados, usted se detuvo en seco.

Víctor se quedó pensativo.

—Sí. Supe que me tendían una trampa.

—¿Cómo?

—La verdad, no lo sé.

—¿Siempre apoya sus juicios personales en la ciencia?

—No, no siempre. Por ejemplo, mi suegra tiene un amigo, un noble italiano. No he realizado pesquisa alguna sobre él, pero sé que no es trigo limpio.

—¿Cómo dice?

—Ah, sí, perdone; al decir que no es trigo limpio, quiero expresar que esconde algo.

—Entiendo. ¿Y cómo lo sabe?

—Lo sé, y punto.

—Eso no es demasiado científico que digamos.

—No, en efecto.

—No se asuste, joven, no es usted vidente. Simplemente posee una cualidad que no tienen los demás: intuición. Es usted muy bueno en eso y ese tipo de inteligencia, igual que la capacidad matemática o la simple memoria a corto o largo plazo, es susceptible de entrenamiento. Tenemos al mejor especialista del mundo, el profesor Petrovich, en Viena. Él podría entrenarle, ayudarle a percibir esas pequeñas señales que permiten adelantarse a los acontecimientos, predecir lo que va a ocurrir en un momento dado.

—No quiero pertenecer a ese Sello.

—No, no. No será necesario. Sería una transacción, nosotros le entrenaríamos a cambio de que usted nos cuente detalles sobre aquellos sucesos que se den en Madrid, que a su juicio se salen de lo normal. Contaría usted a cambio con todos nuestros medios, nuestros archivos, nuestros asesores.

Piénselo, por favor.

—Está bien, lo pensaré, pero le digo de antemano que me debo a mi puesto de policía.

—Lo entiendo, Víctor, pero, ya sabe, si necesita algo referente al caso, póngase en contacto conmigo. Le ayudaremos en cuanto nos sea posible.

Después de despedirse cordialmente de Lewis, Víctor tomó un coche para regresar a la ciudad.

Necesitaba pensar, tomarse un respiro tras tantos acontecimientos, así que ordenó al cochero que lo llevase un poco más arriba, a ver las ruinas de Medina Azahara, el suntuoso palacio de los califas que habían regido los destinos de la ciudad. Quería reflexionar. Se sintió un poco desilusionado, porque había oscurecido y apenas se encontró con cuatro piedras semienterradas. Sánchez le había dicho que había un proyecto para sacar todo aquello a la luz y que arqueólogos eminentes estaban en ello, pero de momento aquellas ruinas, a la luz de un farol, no parecían gran cosa tras siglos de expolio. Se sintió triste por lo efímero del paso del ser humano por esta tierra y lamentó que sus compatriotas sintieran tan poco aprecio por el arte o la arquitectura. Pensó que en otro país aquellos restos habrían sido correctamente excavados, quedando a disposición de los ciudadanos, para pasear, visitarlas y recordar el pasado glorioso, vivir la historia.

Quizás ese día llegara.

Ordenó al cochero que le dejara junto a la mezquita, frente al obispado, y dio un paseo pese a que ya eran más de las ocho y media y había anochecido. De vez en cuando echaba un vistazo hacia atrás, aunque el tacto duro de su arma en el pecho le tranquilizaba de cara a que los esbirros de Eduardo de la Rubia aparecieran de nuevo. Cruzó el puente romano y llegó hasta la Torre de Calahorra. Allí estuvo pensando durante un rato pese a que hacía frío y la humedad del Guadalquivir calaba los huesos. En aquel mismo punto, justo en el lugar en que se hallaba, se había situado el centro del mundo hacía mucho tiempo. Se decía que durante el reinado de Alhakem II la ciudad había llegado al millón de habitantes, algo impensable incluso para urbes como Madrid o Barcelona en los días que corrían.

Sintió algo de nostalgia por aquel tiempo perdido y volvió caminando a su fonda. En el trayecto pensó en Clara; ¿habría cambiado de opinión con respecto al asunto de Lucía Alonso? Él sólo esperaba un poco de comprensión por parte de su esposa.

Intuición, había dicho el inglés. Quizá por eso su mente se adelantaba a veces a los acontecimientos, por eso, como un sabueso, había olido la falsedad del nuevo amigo de su suegra y por eso supo desde el primer momento que habían envenenado al marqués de la Entrada.