Ella le tomó por la cintura y él hizo otro tanto.
—¿Cómo te llamas, ojazos?
—Víctor.
—Yo te llamaré ojazos, guapo.
—¿Y tú?
—Dolores, pero todo el mundo me llama «La Flaca». ¿Sabes, ojazos? Yo no me voy nunca con policías, porque hueles a pestañí como no te imaginas. Pero tú, no sé, eres especial. ¿De qué color son tus ojos? Quitan el sentío.
—Según la luz, a veces marrones, a veces verdes. ¿Adónde vamos?
—A mi casa. Está aquí al lado.
—Dolores, yo no soy un cliente más.
Ella se detuvo en seco:
—¿Me estás llamando puta, malaje? Yo me voy con quien quiero.
—No, no, disculpa. Quería decir que yo no busco… estar contigo.
Ella rio como una niña.
—Vamos, que eres uno de esos tipos raros que sólo quieren hablar —resumió con su característico acento andaluz—. Bueno, no hay problema. Pero mira lo que te pierdes.
Se había situado frente a él. Muy cerca. Víctor notó sus generosos senos contra su pecho.
Respiraba agitada. Tomó sus manos y las colocó sobre su trasero. Era prieto y abundante. Los enormes ojos de gata de Dolores, negros y almendrados, brillaron bajo la tenue luz de las farolas de gas. Eran inmensos y del color del azabache. Sus largas y rizadas pestañas los enmarcaban como si pertenecieron a una hurí de las que esperaban en el paraíso a los antiguos moradores de aquella ciudad. Olía a perfume barato y a alcohol. Era muy distinta de Clara.
Víctor se separó y le dijo:
—No, Dolores, no. No entiendes. Te pagaré como los demás, pero quiero hacerte unas preguntas. ¿Tienes a alguien que cuide de ti? ¿Un novio?
—A Dolores «La Flaca» no la chulea nadie.
—No, por supuesto, me refiero a alguien especial. Alguien que vuelva a verte como el que vuelve a casa.
Ella se cerró en banda negando con la cabeza.
—Me refiero a Eduardo de la Rubia. ¿Lo has visto últimamente? Ella escupió al suelo con desprecio y contestó:
—¡No quiero ni oír hablar de ese desgraciado! Él me quitó la inocencia, me preñó cuando tenía quince años y luego me hizo abortar. ¿Sabe usted lo que vale una gitana que no puede sacarse el pañuelo? Mi familia, en Linares, no quiere saber nada de mí. Él me arrojó a este mundo.
—No lo has visto, entonces.
—No.
—Si se pone en contacto contigo —añadió él dándole su tarjeta—, házmelo saber. Paro en la Fonda Rizzi.
Ella le miró con cara de pocos amigos.
—Sí, claro —dijo él—. Aquí tienes, quince pesetas. No quiero que pierdas la noche por mí. Así podrás irte a casa y descansar.
—Gracias, ojazos —agradeció ella metiéndose el dinero en el escote—. Si vas por ese callejón de la derecha, llegarás antes a tu fonda.
Se despidió de la gitana, que desapareció calle abajo, y se encaminó hacia su alojamiento. En cuanto entró en el callejón percibió un movimiento tras él. Supo que era una trampa. De pronto, salieron dos tipos de detrás de unas cajas. Se situaron delante de él. Iban embozados y ocultos por capas negras. Un tercero se había colocado a su espalda. Miró de reojo y vio a un cuarto, en la entrada del callejón. Se mantenía a distancia y se cubría el rostro con la capa. Parecía el jefe de la banda.
Lamentó no llevar su revólver.
Antes de que pudiera reaccionar, el que estaba a su espalda le golpeó en la nuca con un tablón.
Intentó levantar el bastón para golpear a los que venían de frente, pero todo se volvió oscuro. Debió de desmayarse un instante, porque cuando recuperó la visión alguien lo sujetaba por la espalda mientras los otros dos se le acercaban portando sendas navajas.
—¡Dejadle! —gritó una voz desde el extremo contrario del callejón. Allí, con su elegante abrigo negro y luciendo una alargada chistera estaba el inglés, Lewis.
Dio un paso al frente y una lámpara de gas iluminó su poblado bigote rubio y sus llamativas patillas. Víctor escuchó cómo el cuarto de los asaltantes, el que permanecía lejos, sin intervenir, salía huyendo calle abajo.
El detective sintió que le caía sangre de la ceja derecha. Apenas veía y se sintió mareado. Los dos navajeros corrieron hacia Lewis, que, pese a su avanzada edad, dio un salto, apoyó el pie derecho en una inmensa caja y, ejercitando un giro inesperado, estrelló la suela de su bota contra la cara de uno de los forajidos. Mientras el chasquido de la nariz rota de aquel desalmado aún flotaba en el aire, el caballero inglés giró de nuevo sobre sí mismo y descargó el pomo de su bastón en la cabeza del segundo asaltante. El tercero soltó a Víctor e intentó saltar sobre Lewis, pero éste le golpeó en la nuez con la diestra semiabierta y los dedos encogidos a modo de garra. El enmascarado cayó agarrándose el cuello y luchando por no asfixiarse. Antes de perder el conocimiento, Víctor logró ver el rostro del inglés muy cerca y oyó que le decía:
—¿Está usted bien?
Al fondo, los tres atacantes huían apoyándose los unos en los otros.
Todo se volvió negro de nuevo. —T e sacudieron bien, ¿eh?
La voz de Vicente Sánchez sonó tranquilizadora a oídos de Víctor.
—¿Qué hora es? —quiso saber, mirando hacia los geranios, rojos y brillantes, iluminados por la luz que entraba en su cómoda estancia de la Fonda Rizzi.
—Las diez de la mañana. Te dije que no fueras solo.
—Creo que fue una trampa.
—Sí. Hemos intentado detener a Dolores y no estaba en casa.
—Creo que vi a De la Rubia. Tras los asaltantes. Eran tres.
—Ése tipo es peligroso y no te quiere aquí. Debes tener cuidado. Te ha atendido mi médico.
Anoche alguien te trajo inconsciente. Mi doctor te suturó la ceja.
—¿Quién me trajo?
—Dice el conserje que un inglés. Se aseguró de que estabas bien antes de irse.
—Es el que me seguía en Madrid. Debes localizarlo.
—Lo intentaré en fondas y pensiones, Córdoba es pequeña. Al menos, ahora sabes que no debes temerle. Te salvó la vida.
—Sí, pero ¿quién será?
—Ha llegado un telegrama para ti —dijo Sánchez tendiéndole un papel—. De Madrid.
Víctor lo abrió y sonrió tras leer en voz alta:
—«Ha llegado Teodoro Garriga. Se casan. Gracias, cariño. Clara».
—¿Quién es Teodoro Garriga?
—Se trata de un asunto familiar —contestó Víctor pensando que quizá Clara cedía al fin en su enfado—. Tengo apetito. Ésta mañana debo ver a Lucía Alonso.
Mientras aguardaba en el saloncito de la casona de Lucía Alonso, Víctor dejó vagar su mente libremente. Se había acercado a casa de la viuda en un coche de alquiler, pues estaba situada hacia el sur, a unos diez minutos de la urbe tras cruzar el puente romano. La vivienda era coqueta, estaba aislada y quedaba semioculta del camino por enormes pinos y frondosos eucaliptos.
Víctor pensó que la dama le hacía esperar aposta. Habían pasado más de diez minutos desde que la misma antipática criada que le atendió en Madrid le hubiera ubicado en aquella soleada estancia y comenzaba a impacientarse. Desde allí se vislumbraba un pequeño y luminoso estanque que reflejaba las luces de una deliciosa mañana de invierno cordobesa. ¿Sabría Lucía Alonso que el pelirrojo seguía vivo? ¿Estaría compinchada con él para fugarse juntos? En cualquier caso, decidió fingir que la policía seguía creyéndole muerto. Mejor así.
El detective recordó el suceso de la noche anterior. Debía andarse con tiento. De la Rubia era muy, muy peligroso. Si lo hubieran asesinado en aquel callejón, habría parecido un robo, un asalto, una riña callejera. Se tocó el pecho y notó el tranquilizador tacto del revólver bajo la chaqueta de mezclilla. Había decidido no prescindir de su compañía mientras durara aquel asunto. El tal Lewis le había salvado la vida. Eso le permitía descartar que fuera un enviado de los radicales para hacerle pagar lo de Oviedo. Recordó la agilidad con que se había zafado de los agresores aquel misterioso inglés que, pese a superar los cincuenta, se movía con la facilidad de un joven de quince años. Lo había seguido en Madrid, se le había adelantado en su viaje a Córdoba y ahora había aparecido en el momento oportuno. ¿Quién sería?
—¡Víctor! ¡No puedo creerlo! ¡Menuda sorpresa!
Se volvió al escuchar la voz femenina y se encontró ante una Lucía Alonso enteramente vestida de negro, de luto riguroso, pero bella y resplandeciente, como siempre. Recordó cómo había terminado su anterior entrevista con ella, por lo que desconfió al verla tan sonriente.
—Buenos días, Lucía.
—¿Qué haces por Córdoba? Pero ¿qué te ha pasado?
—Anoche tuve un encuentro con unos facinerosos. No es nada, unos puntos en la ceja.
—¡Pero si tienes el ojo morado! ¿Te ha visto un médico?
—Sí, sí, descuida. En una semana, como nuevo.
—¿Quieres tomar algo? ¿Té? ¿Café?
—No, gracias.
Se sentaron.
—¿Y qué haces tan lejos de tu querido Madrid?
—Un asunto oficial.
—Ah, ya. Y has decidido hacerme una visita de cortesía, ¿no?
—No. Vengo aprovechando mi estancia en Córdoba, sí, pero esta visita es oficial.
Ella encajó el golpe y quiso llevar la conversación a derroteros más personales:
—Antes de salir de Madrid, una amiga me dijo que Clara estaba embarazada. Enhorabuena.
Era obvio que pretendía desarmarlo.
—Gracias, Lucía. Estamos muy contentos. Si me permites, quería verte por un asunto relacionado con la muerte del marqués.
Ella puso cara de tristeza. No vio rabia en sus ojos esta vez.
—Echo de menos a mi José Miguel, ¿sabes?
—Ya. Me hago cargo. El caso es que hay determinadas evidencias que apuntan a que tu marido sufría ciertos síntomas que podrían atribuirse a un envenenamiento.
—¿Cómo?
—Sí. Como lo oyes. Ya te adelanté algo en Madrid.
—¿Y no estarás pensando que yo…?
—Lucía, no sé cómo decirte esto, pero los síntomas aparecieron, según relatan varios testigos, cuando tú comenzaste a darle un tónico.
Ella le miró sin poder ocultar la indignación que sentía. Sus ojos, de apacibles, comenzaron a tornarse en malignos. Ahora sí parecía que empezara a enfadarse.
—Víctor, José Miguel tenía setenta y dos años. Es normal que tuviera achaques. Es habitual que la gente anciana muera. Yo le daba el tónico para que se encontra ra mejor. ¿Quiénes son esos tes tigos? Déjame pensar. ¡Sí, esa comadreja de Patrocinio! Nunca pudo soportarme.
—Lucía, no te enfades. Como agente de la ley, cuando hay sospechas razonables de que se ha producido un delito, debo verificar si es realmente así. No me veas como un enemigo, sólo quiero ayudarte. Dime dónde compraste ese tónico.
—¡Es indignante! ¡Tratarme como a una asesina!
—Mira, Lucía, estás en un apuro, hay ciertas evidencias…
—Pero ¿de qué hablas?
—Las cartas.
—Me dijiste que no las habías leído.
—Te mentí.
—Ya no existen —repuso ella muy segura de sí misma.
—Un notario certificó su contenido antes de que yo te las devolviera. Al menos en determinados párrafos, ya sabes, aquello de «dar un empujón a la naturaleza». Tendrían valor en un juicio.
Lucía Alonso lanzó su diestra para abofetearle, pero Víctor le sujetó la muñeca con fuerza.
—Si vuelves a hacer algo así, te detengo por atentar contra la autoridad. Soy un policía en acto de servicio.
—Tú no eres un caballero. ¡Eres un cerdo! ¿Sabe Clara esto?
—Sí, lo sabe. Pero no es asunto suyo. Esto es un asunto policial. Nada ni nadie impedirá que cumpla con mi obligación. Mira, Lucía, insisto, no quiero perjudicarte, pero hay evidencias que apuntan en tu contra. Eduardo de la Rubia era un tipo miserable, un mal bicho, un hombre peligroso. Tú conociste la cara que él te quiso mostrar para enamorarte. Créeme. No es así. Ha participado en la muerte de al menos cuatro hombres. Llegó a autoinducirse un ataque de catalepsia, a ingresar cadáver en el depósito para hacerse con un anillo del fallecido coronel Ansuátegui.
Creemos que murió en el intento —mintió.
—Nadie puede hacer algo así. Ni siquiera él. Tú no le conocías. Él me quería, era dulce, tierno y muy romántico. Lo único bueno que me ha pasado en esta vida deprimente y triste.
—Lucía, razona, te utilizó. Puedes acabar en el garrote. —Éste último comentario la hizo dudar—. Hazme caso. ¿De dónde sacaste el tónico?
Ella quedó pensativa.
—Lo compré en Cuenca. En una visita durante mi luna de miel. Yo soy de allí.
—¿Dónde?
—Pues en la Farmacia Rius, en la calle de Alfonso VIII.
Víctor tomó nota en su libretita. Entonces ella le miró desde el fondo de sus enormes y profundos ojos verdes. Le tomó las manos y se le acercó hablando muy bajo:
—Víctor, ¿por qué me haces esto? Tú y yo podríamos ser amigos. ¿Se estaba insinuando? Su tono de voz era demasiado sugerente.
—No lo entiendes. No es nada personal; además, intento averiguar la verdad sin perjudicarte.
Todas las gestiones que he realizado al respecto son secretas. No debes temer por tu buen nombre.
Ella le miró como cansada. Cambió de nuevo el tono de su voz, que sonó ahora como algo despectiva:
—Ya. Tú no te rindes nunca, ¿no es así? Debes saber que mi marido era un hombre poderoso y con sus amigos y mi dinero salvaré su buen nombre. ¡Tú no eres nadie, nadie!
—Comprendo que estés molesta. Esto acabará pronto.
—No me crees, ¿verdad, Víctor?
—No es cuestión de creer o no. Debo realizar ciertas comprobaciones.
—Yo no maté a mi marido. Le quería.
Víctor sonrió irónicamente.
—Sí, le quería —insistió ella—. De acuerdo que no le quería como se quiere a un amante o un novio, y créeme, estoy siendo totalmente sincera.
—O a un marido. Recuerda que leí tus cartas.
—Sí, tenía un amante, lo sabes. Pero ¿tan desagradecida me crees? Mi José Miguel me rescató de la amenaza de la ruina. Tú no lo entiendes. Para un hombre todo es más fácil, pero para una joven como yo resulta imposible ganarse la vida honradamente en este mundo. Cuando mi familia se arruinó, cuando me quedé sola, sufrí mucho. Me veía en la calle, literalmente. Cuando comenzaba a perder la esperanza, apareció el marqués, José Miguel. Me trató como a una reina y me dio un futuro, una vida. Es cierto que no lo amaba, pero supe quererle a mi manera. Como todas las jóvenes, he fantaseado sobre el amor, sobre la posibilidad de encontrar al hombre de mi vida, sí, pero me juré a mí misma hacer feliz a mi marido. Se lo merecía. Era evidente que moriría mucho antes que yo, es ley de vida, y que heredaría su fortuna. Entonces podría viajar y quizá encontrar a alguien. Me limité a hacer mi trabajo, que fuera feliz.
—Pero entonces apareció De la Rubia.
—Sí. Comenzó a cortejarme y yo le rechacé de inmediato. Tú has leído las cartas. —El detective asintió—. Pero insistió, insistió y terminé por enamorarme. En mi vida me habían cortejado así; ¿acaso no tenía derecho a saber lo que era el amor? Le fui infiel a mi marido y me sentí rara. De un lado, la mujer más feliz del mundo, de otro, una fulana, una puta. Los remordimientos me acosaban.
José Miguel comenzó a sufrir achaques y lo atribuí a que Dios me castigaba. Le comencé a dar el tónico porque me sentía culpable. Quería que viviese muchos años, que estuviera sano, fuerte. En el fondo de mi corazón anhelaba que muriera, y eso está mal, muy mal, lo sé. No se debe desear la muerte a nadie, y yo fantaseaba con ello, imaginaba el día en que el marqués muriera y me dejase su fortuna para casarme con Eduardo.
—Ya.
—Mi amante comenzó a impacientarse. No quería hacerme a la idea, pero cada día hablaba más del dinero de mi marido. Llegó a decirme a las claras que quería que lo envenenase. Yo me negué en redondo. Él insistió y me dio un ultimátum. Yo estaba tan enamorada… Cuando vio que no estaba dispuesta a hacerlo, dijo cosas horribles. Se rio de mí. Me dijo que todo era una mentira y que me había cortejado por el dinero del viejo, que yo le daba asco y que pensaba en otras cuando estaba conmigo. Parecía otro, un monstruo. Me dijo que ya no me necesitaba, que iba a hacerse con una gran cantidad de dinero por un negocio que estaba a punto de cerrar. —Víctor pensó inmediatamente en los anillos—. Y rompió conmigo. Me dejó tirada.
—Y le devolviste las cartas.
—Exacto. A los diez días murió mi marido. Me sentí la mujer más ruin de la tierra. Aún me siento así. Ahora sólo quiero vivir aquí, en paz, y guardar la memoria de mi José Miguel. No es fácil para mí vivir con esto, ¿sabes?
Lo que decía Lucía Alonso parecía razonable y, además, su voz, sus gestos eran los de una persona que dice la verdad. Un momento; no. Había algo que no encajaba. No. Era obvio que aquella Venus mentía. Víctor sabía que estaba vendiéndolo todo para irse de allí. Entonces preguntó:
—¿Crees que él le envenenó? Me refiero a Eduardo.
Se hizo un silencio.
—Sí. Quizá sobornó a la cocinera o a alguna criada, no sé —contestó Lucía mientras se levantaba de la silla—. Pero eso ¿qué importa ahora? José Miguel está muerto y enterrado, y ya nada puede demostrarse.
—Pues sí se puede, sí —aseguró Víctor enigmáticamente a la vez que pensaba que ella intentaba desviar la culpa hacia el pelirrojo.
La joven pareció sorprendida y un velo de temor asomó a sus ojos.
Cuando Víctor regresó a la Fonda Rizzi se encontró con que Vicente Sánchez le esperaba en el recibidor leyendo la prensa. Reía a mandíbula batiente.
—Teníamos una cita para visitar la mezquita, ¿recuerdas?
—Sí, claro, a las doce y media. Y son y veinticinco.
—Ya, ya.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Escucha, escucha —dijo Sánchez leyendo en voz alta El Diario de Córdoba—. ¡Ésta gente es la monda! «Hace dos o tres días que los vecinos de la calle del Guindo advertían un olor insoportable que, según se pudo averiguar, procedía de un pozo. La fábula comenzó a hacer de las suyas y ya se suponía el pozo lleno de hombres o mujeres víctimas de algún crimen, ya se inventaban cosas por el estilo, cuando, llamado un municipal y practicadas las necesarias diligencias, se extrajo del fondo del pozo un hermoso galgo muerto y, sacado el perro, se acabó la fiesta».
Los dos compañeros rieron al unísono ante tamaña historia.
—No creas, no creas, en Madrid también pasa. Todo el mundo se cree policía. Se denuncian más de veinte falsos delitos al día unas veces por error, como en este caso, y otras incluso adrede, por hacer daño a alguien.
—Por no hablar de locos que confiesan delitos.
—Calla, calla, Vicente. Nosotros tenemos a uno, el Julianín le llaman, un limpia de La Latina que ha confesado ya haber intentado matar a la reina de Inglaterra, al Papa y a la mitad de las personalidades del planeta.
—La gente no tiene remedio —remató Sánchez poniéndose en pie.
—Mucho me temo que no. Por cierto, vengo de ver a Lucía Alonso.
Salieron a la calle y, de camino a la mezquita, Víctor le contó el contenido de su conversación con la bella viuda.
—¿Y tú qué opinas? ¿Crees que ella lo envenenó?
Víctor se detuvo justo a la entrada y dijo:
—Lucía Alonso me confunde, Vicente. Es una mujer de una belleza extraordinaria y está acostumbrada a utilizar esa cualidad como un arma, ya sabes, con los hombres. Somos tontos y perdemos la cabeza por una mujer hermosa, y lo saben. Además, su voz es algo fuera de lo normal, no sé: ni aguda ni grave, y clara, muy clara, ejerce una especie de hipnosis sobre mí. Sí, ya sé que parece una tontería, pero, cuando habla, todo lo que dice parece coherente, como si fuera verdad.
Durante la entrevista, sentí pena por ella, quise detenerla, ponerla en manos del juez, protegerla, pero me pareció bella, desvalida, y al poco llegó a amenazarme veladamente, a desafiarme. Hubo momentos en que tuve la impresión de que ella llevaba el control de la situación. No sé, me refiero a que daba la sensación de que se hablaba de lo que ella quería, cuando y como ella quería. ¿Sabes a qué me refiero?
—Pues claro, Víctor, tú no vives con mi madre. ¿Y qué vas a hacer?
—La verdad es que me confunde, no sé si es un ser adorable o un monstruo. He pasado por correos y he encargado a mi compañero don Alfredo Blázquez que contacte con nuestra gente en Cuenca. Que com p rueben si com p ró allí un tónico para su marido. Mientras tanto, no descuidaremos la vigilancia sobre ella, no me extrañaría que intentara escapar. Me ha mentido descaradamente.
—Sí, el hecho de que esté vendiendo las propiedades del marido no resulta demasiado tranquilizador. Y te lo ha ocultado.
—Creo que es más lista de lo que parece. Al verse acorralada, no ha dudado en desviar las sospechas hacia el pelirrojo.
—¿Crees que sabe dónde está?
—No lo sé. Esperaremos.
—Será mejor que te relajes un poco, Víctor. Mira, ahí la tienes, la perla de esta ciudad, la mezquita.