Capítulo 15

Una vez en el saloncito de café y en cuanto los criados les dejaron a solas, Agustín Sousa, hombre de porte aristocrático, dijo sentándose con maneras pausadas:

—A ver, joven, aclárame eso que me ha dicho ahí fuera.

—Perdone —se excusó Víctor—, pero es la pura verdad.

—¿Cómo dices que se llama tu amigo, Vicente? De modesto tiene poco, la verdad.

—Víctor Ros —respondió el inspector madrileño tendiendo al anfitrión la tarjeta de su compañero.

—Por cierto, Vicente —repuso Sousa mientras observaba la tarjeta con aire despectivo—, no te he preguntado por tu señora madre. ¿Qué tal se encuentra?

—Bien, Agustín, bien. Y le manda recuerdos.

—Toda una dama, toda una dama. Bien, don Víctor. Usted me dirá.

—¿Conoce usted a Eduardo de la Rubia.

—Sí, fue mi secretario durante dos años, cuando yo vivía en Suiza.

—¿Le despidió usted?

—Sí, claro, siempre ha sido un frescales y lo pillé metiendo las manos en la caja.

—No me sorprende. ¿Le ha visto usted por aquí últimamente? El anfitrión se acarició la barba como haciendo memoria.

—Hará cosa de un año —contestó.

—¿Últimamente no?

—No, no le he visto en los últimos tiempos si es eso lo que usted quiere saber.

—¿Se había dado cuenta usted de que mantenemos vigilancia sobre su casa?

—¿Sobre mi casa?

Víctor miró a Vicente Sánchez, quien se sirvió una copita de anís antes de explicar:

—Querido Agustín, debo confesarle que lo que dice mi compañero es cierto.

—Pero ¿por qué?

Víctor tomó la palabra de nuevo:

—Tenemos motivos más que suficientes para sospechar que De la Rubia quiere matarle.

Se hizo un silencio.

Agustín Sousa comenzó a carcajearse apoyando las manos en los muslos.

—¡Ay, que me parto! —dijo secándose incluso una lágrima que le brotaba en aquel mismo momento—. ¿Matarme? ¿A mí? Quite, quite…

—Debería tomarlo en serio, Agustín —contestó Sánchez.

—Perdonen, perdonen, pero es que no veo por qué.

—Tiene usted un anillo rosacruz —intervino Víctor.

—¿Cómo dice?

—Sí, un anillo con una joya roja engarzada que lleva tallados una cruz y una rosa. Un anillo de los rosacruces.

—No tengo un anillo como ese que dice.

—¿Conocía usted al coronel Ansuátegui?

Sousa negó con la cabeza con cara de sorpresa.

—¿Y a Georg Müller?

—No.

—Supongo que tampoco ha oído hablar de Archibald Blake, de Londres.

—Tampoco.

—Ni de Jozsef Somogyi, de Budapest.

—No sé quiénes son.

—¿Y si le dijera que los cuatro están muertos?

A Agustín Sousa se le cayó la copa de anís que se acababa de servir. Quedó quieto, como encajando el golpe. Se recompuso.

—Le digo que no los conozco.

—Asesinados.

—¿Cómo?

—Fueron asesinados por un tipo pelirrojo, Eduardo de la Rubia. A los cuatro les robó un anillo.

Un anillo rosacruz —aclaró Sánchez.

—¿Sigue usted perteneciendo a esa organización? —preguntó Víctor.

—No sé qué club es ése.

—No debería usted bromear, don Agustín. Sabemos que De la Rubia viene a por usted y queremos evitar que lo asesine. ¿Dónde tiene usted el anillo? ¿Para qué sirve? Necesitamos saberlo.

Cuéntenos, está en grave peligro y sólo pretendemos ayudarle.

—Mire, Ros. No sé de qué me habla. Todo eso que dice me suena a chino.

Sánchez tomó la palabra entonces:

—Agustín, por favor, no es cosa de broma, hágase cargo. Está aquí, lo sabemos. Se ha hecho con cuatro de los cinco anillos. ¿Le suena de algo la cifra 4578?

—No.

—Don Agustín, De la Rubia es un tipo peligroso y su determinación es firme. Permítanos ayudarle.

—Tengo protección. Desde siempre he tenido gente armada en casa. No tengo ni idea de por qué mi antiguo secretario pueda querer matarme, aunque, la verdad, siempre fue un mal bicho; pero no teman, si ese pollo viene a por mí, acabará criando malvas. Cuento con protección propia, insisto.

Víctor y Vicente Sánchez se miraron con desesperación. El primero de ellos tomó la palabra de nuevo:

—Don Agustín, sé que los rosacruces aportan una revelación cada ochenta años y ya va tocando. ¿Está esto relacionado de alguna manera con eso?

Don Agustín sonrió.

—Mire, joven, usted, como Vicente, parece buena gente. Sé que quieren protegerme, pero no tienen por qué preocuparse. Todo eso de que me hablan es para mí un galimatías y no me van a sacar de ahí. En serio. Son ustedes bienvenidos en mi casa, pero no continúen por ese camino, así que les ruego que pasen al salón. Vamos a relajarnos un rato. Me encantaría que mis invitados pudieran departir con un auténtico detective de Madrid, que nos cuente cosas.

—Nos permitirá al menos protegerle. Discretamente —rogó Víctor. El anfitrión se lo pensó un poco y aceptó:

—Sea. Hagan lo que tengan que hacer, pero sin molestias.

—No se preocupe —aseguró Sánchez.

—¿Sabía usted, don Víctor, que aquí Vicente es un virtuoso del piano desde niño?

En el salón, Víctor se encontró con una pequeña representación de lo más granado de la sociedad cordobesa.

—Atención —anunció don Agustín Sousa batiendo palmas al entrar en la amplia estancia—, les presento a un brillante inspector de policía recién llegado de Madrid, don Víctor Ros.

—Hombre —dijo un caballero de pelo cano levantándose a estrechar la mano del recién llegado—, ¿es usted el famoso inspector que aclaró el misterio de la Casa Aranda?

—El mismo.

—Éste caballero es don Ángel de Torres Gómez, decano de la Facultad de Derecho y catedrático de Práctica Forense y Procedimientos —aclaró Sousa.

—Entre otras cosas —señaló el docto invitado.

—Exacto —convino Sousa—. Mi buen amigo Angel ha sido ministro con Pavía y muchas cosas más.

—Me halaga que alguien tan distinguido me conozca por mi trabajo —contestó Víctor algo azorado.

—Y las damas también le conocen —añadió Torres Gómez señalando a cinco señoras que tomaban el té al fondo junto a un joven delgado con levita negra, camisa blanca, fino bigote y corbata azul marino de lazo.

—Éste es nuestro brillante periodista local, Arturito Abellán. Él publicó el caso de los Aranda en El Diario de Córdoba, donde colabora. Lo hizo en forma de serial, como un folletín y con todos los detalles. Nos tenía a todos absolutamente intrigados —explicó la anfitriona, doña Luisa, la mujer de Sousa.

—Vaya —dijo Víctor estrechando la mano del periodista, un tipo alto, delgado y de aspecto miserable.

—En realidad, se llama El Diario de Córdoba de comercio, industria, administración, noticias y avisos.

—¡Caramba!

—Sí, pero le llamamos el «Diario». Me parece increíble cómo resolvió usted aquel caso de la casa encantada y también el asunto de las prostitutas.

—Algo de método y mucho trabajo, poco más.

Torres Gómez volvió a tomar la palabra:

—Pues da la casualidad de que ahora viajo mucho a Madrid. Me encanta.

—Hombre, a mí me parece una ciudad maravillosa, pero, claro, vivo allí —contestó Víctor—.

Aunque a veces, debo decir que me toca lidiar con el Madrid más feo, ya saben ustedes, el de los criminales, los bajos fondos.

Las damas asintieron como si supieran de qué hablaba.

Vicente Sánchez se sentó al piano mientras las señoras comenzaban a hacer preguntas a Víctor sobre su trabajo y a pedir detalles relativos a los casos que la prensa más sensacionalista nunca terminaba de aclarar. Le llamó la atención comprobar que Vicente Sánchez, pese a su apariencia tosca, sus manazas y su inmensa humanidad, arrancaba al piano de cola de Sousa verdaderos sentimientos en forma de agradables melodías; interpretó una tras otra diversas sonatas de Mozart.

Quién lo hubiera dicho.

Las damas insistían, como todos los profanos, en que contara los detalles más sórdidos y macabros de los casos en los cuales había intervenido. No le sorprendía, pues sabía que ésa era la faceta que más interesaba a la gente sobre el trabajo policial, mientras que él se inclinaba más por los detalles técnicos, el método, más aburrido sí, pero más eficaz. Era lo habitual. Luego pasaron a preguntarle sobre la boda real.

—Panem et circenses —dijo el joven periodista sonriendo a Víctor.

Cuando logró zafarse de la presión de las damas, se acercó al piano y se apoyó en él mientras escuchaba con deleite a Sánchez a la vez que degustaba el excelente jerez que se servía en casa de Sousa. El inspector cordobés se transformaba totalmente frente al piano, era obvio, tocaba abstraído, fuera de la realidad, como en trance.

Víctor escuchó una voz tras de sí:

—¿Y qué le trae por aquí inspector? ¿Algún caso de postín? —quiso saber el periodista, Arturito Abellán, que husmeaba buscando noticias.

—No, no, papeleo de rutina y aspectos técnicos.

—¿Me va usted a decir que ha venido a hacer de oficinista? —preguntó el plumilla riendo.

Víctor quedó en silencio, por lo que Abellán volvió a hablar:

—Debe usted pensar que los periodistas de provincias somos tontos.

—No, no, en absoluto. No querría que creyera usted eso ni por asomo.

—Es que, francamente, comprenderá usted que resulta increíble imaginar siquiera que un inspector de su valía viene hasta Córdoba para rellenar unos formularios. Es evidente que andará usted tras algún caso de relumbrón. Y, claro, eso interesa al público.

—No, no, don Arturo.

—Arturito.

—Arturito. Mire, estoy aquí realizando unas comprobaciones de rutina sobre un caso ya cerrado —mintió—. Cosa de poca monta, palabra.

—¿Alguien de la ciudad?

—Tenga usted la seguridad de que no.

—Tendré que estar atento.

Víctor pensó con fastidio que sólo le faltaba que aquel cotilla alertara a Eduardo de la Rubia, pues a aquellas alturas éste debía pensar que la policía le daba por muerto. Así estaba bien. Además, estaba el otro asunto, el de Lucía Alonso. Debía ser cauto.

Eran ya casi las ocho y Torres Gómez dijo que tenían que ir a prepararse para la zarzuela.

—Vengan ustedes —ofreció el anfitrión—. Tenemos sitio de sobra en nuestro palco del Teatro Principal. Programan Sueños de oro. Sé que no estará a la altura de lo que usted suele ver en Madrid, pero pasaremos una noche agradable.

—Se lo agradecemos, pero tenemos trabajo —declinó Vicente Sánchez.

—Las fuerzas del orden nunca descansan —comentó Sousa entre risas.

Aquello fue el comienzo del fin de la reunión. Sánchez dejó de tocar y se despidieron de los anfitriones. De camino a la taberna de San Miguel, Víctor contó al inspector Sánchez lo del periodista.

—Hay que tener cuidado —opinó el cordobés.

—Y que lo digas.

Fueron a cenar dando un rodeo, para pasear por las callejas de la ciudad.

Pasaron por la plaza de Orive, a espaldas de San Andrés, y Sánchez dijo mientras mostraba un palacete de piedra de aspecto vagamente renacentista.

—Ésa casa tiene leyenda.

—¿Cómo?

—Sí, es la casa de Orive.

—Me encantan las leyendas, Vicente.

—Vaya, me sorprendes, te tenía por hombre racional.

—Pues por eso precisamente.

—Pues bien, te diré que ahí vivía a finales del siglo XVIII el corregidor don Carlos de Uciel con su única hija, Blanca. Una noche, unos hebreos le pidieron refugio y él les permitió pernoctar en el zaguán de la casa. Cuando todos dormían, encendieron una vela y la colocaron en el suelo.

Realizaron una extraña oración en su idioma y se abrió una escalera en la tierra por la que bajaron y, al parecer, regresaron con muchas riquezas. A la noche siguiente, la hija del corregidor, que había presenciado la conducta de los judíos, una vez que éstos habían partido, hizo otro tanto. Colocó una vela encendida en el mismo punto, rezó una oración y la tierra se abrió. Bajó con una criada, pero se demoró demasiado y, al consumirse la vela, se la tragó la tierra para siempre. Sólo la criada logró salir a tiempo. Desde entonces se dice que por la noche se oyen voces y gritos que muchos atribuyen a la joven Blanca.

Víctor sonrió con amargura sin dejar de caminar.

—¿Sabes? Conozco una leyenda similar en Madrid. Mi protector, don Armando, me contó cientos de leyendas sobre la Villa. Era un enamorado de ese tipo de historias.

—¿Tu protector?

—Sí; yo era un raterillo de tres al cuarto. Mi madre cosía para su esposa, doña Angustias, y él le hizo el favor de apartarme de las calles y llevarme por el buen camino.

—Y así acabaste siendo policía.

—En efecto.

—¿Murió?

—Sí, y le echo mucho de menos, fue para mí como el padre que nunca tuve.

—Vaya, lo siento. Yo también echo de menos al mío, ¿sabes? Mi padre murió bastante joven.

Era notario. Muy querido aquí. Murió en la mesa durante la cena de Nochebuena. Un paro cardíaco.

Algo inesperado. Mi madre casi se vuelve loca.

—Se nota que os queréis mucho. ¿No has pensado nunca en casarte?

Sánchez sonrió.

—No, qué va. Quizá de joven, pero ahora no. Vivo bien con mi madre y tengo mis manías. Sé que me buscan candidatas continuamente por ahí, pero yo soy feliz así, y de vez en cuando hago una visita a casa Fabiana.

—Un burdel.

—En efecto.

—Me recuerdas a mí mismo cuando, de soltero, volví a Madrid.

—¿Qué tal la vida de casado?

—Mejor que bien, aunque ahora, Vicente, debo confesar que paso por una mala racha.

Llegaron a la plaza de San Miguel y entraron en la taberna, que estaba hasta los topes. El dueño les buscó una mesa pequeña, al fondo, y bebieron unos vinos entre tapa y tapa.

—Éste rabo de toro es algo sublime —alabó Víctor cerrando los ojos.

Sánchez se limitó a sonreír como el que escucha una obviedad. Era un tipo popular y continuamente les interrumpían, pues muchos conocidos se acercaban a saludar al policía cordobés, para de paso mirar de soslayo y con cierta curiosidad al estirado forastero que le acompañaba.

Sánchez y Ros hacían una buena pareja, tan campechano e integrado el cordobés y tan estirado y ajeno a aquel mundo el segundo. Era evidente que el inspector madrileño pisaba terreno desconocido, y eso se notaba.

—Me ha sorprendido Córdoba —comentó Ros.

—¿Positivamente?

—Sí, en efecto.

—Pues prepárate, que aún no has visto nada. Mañana visitaremos la mezquita y ya me dirás.

Víctor sonrió.

—Quiero decir que es una ciudad más moderna de lo que pensaba.

Sánchez estalló en una ácida carcajada.

—¡Acabáramos! Todos los madrileños sois iguales. Pensáis que todo en provincias es atraso y, aunque no os falta razón en parte, no siempre es así. Aunque, claro, no puede compararse con Madrid o Barcelona, tenemos casi cincuenta mil habitantes, la iluminación de gas ha llegado ya a casi toda la ciudad y hay prohombres cordobeses que tienen gran influencia en los asuntos de Madrid: Tomás Conde y Luque, Torres Gómez, al que acabas de conocer, Antonio Barroso y Castillo, José Sánchez Guerra y otros más. En los últimos años se han hecho cosas: el murallón del Guadalquivir, se están demoliendo puertas de la antigua muralla para que la ciudad crezca, el alumbrado, se ha creado el Monte Piedad y ahora, la Caja de Ahorros, hay empresarios que han abierto fábricas en Las Margaritas…, pero, no creas, es difícil modernizar una ciudad. Al menos en este país.

—No pienses que en Madrid las cosas son muy diferentes.

—¿Eres liberal?

—Puede decirse que sí —asintió Víctor—. ¿Y tú?

—Me mantengo al margen de políticas, aunque soy miembro del Círculo de la Amistad.

—¿Masones?

Sánchez sonrió.

—Unos sí y otros no —aclaró—. Pero, si eres liberal, el asunto de Oviedo debió de resultarte difícil.

—Sí, en cierta medida, aunque no dudé demasiado. Los radicales perjudican más a la modernización que los propios conservadores.

—Sí, en el fondo les hacen el juego.

Una gitana entrada en años interrumpió a los dos detectives y se empeñó en leerles la mano.

—Juana, déjanos ahora —rechazó Sánchez, que conocía a todo el mundo en aquella pequeña y bella ciudad—. Otro día.

La vieja, vestida con traje de lunares y una enorme toquilla negra, se alejó echando maldiciones mientras Sánchez se reía. Entonces la adivina se volvió y dijo a Víctor:

—No vaya usted nunca a Murcia.

—¿Ves? —añadió Sánchez—. A veces tengo la sensación de que este país no va a cambiar nunca.

—¿Qué tienes preparado para esta noche?

—Vamos a ir al tablao donde actúa La Flaca, quizá pueda decirnos algo sobre dónde se esconde De la Rubia.

Tras la cena, los dos detectives se encaminaron hacia el barrio de San Lorenzo. Caminaban a paso vivo, pues había refrescado. Víctor reparó en que no había pensado en Clara en todo el día, y el recuerdo de la discusión le produjo como una punzada de dolor, un pequeño peso en el pecho que intentó olvidar, pues se sentía vulnerable e impotente ante la incomprensión de su mujer.

—Es un barrio de gente sencilla, muchos se dedican a faenas agrícolas, aunque también hay gente de mala vida, pues queda un poco apartado de lo que es el centro —explicó Sánchez rompiendo el silencio de la noche cordobesa. Se cruzaron con algunos viandantes que iban embozados para protegerse del frío. Víctor reparó en que, pese a lo avanzado de la estación invernal, allí olía a flores.

Llegaron a la calle Frailes y entraron por una pequeña puerta que se abría en una pared encalada que les dio acceso a un local abarrotado de público. Había de todo: caballeros peripuestos, algún inglés despistado que otro, mucha gente llana y tipos con faja al estilo de los bandoleros. También se veía gente bien, señoritos con sombrero de ala ancha y típica capa cordobesa. Las damas vestían elegantemente y se movían en aquel rústico entorno con mucha naturalidad. Los barriles de vino impregnaban el aire del aroma de Montilla Moriles; al fondo, unos gitanos cantaban flamenco con guitarras y palmas subidos a una pequeña tarima de madera.

Sánchez hizo valer su condición de policía para conseguir una mesa y tomaron asiento con una jarra de vino. A Víctor no le agradaba aquello, pensaba que esa forma de expresión artística reflejaba una España atávica.

—Los pocos extranjeros que he conocido piensan que todos los españoles somos toreros y nuestras mujeres, bailaoras —comentó Ros.

—Eres un gran detective, Víctor, y un tipo leído, pero en esto estás pez. No tienes ni idea. Éste es un arte milenario, está en nuestra sangre y corre por nuestras venas. Sólo hay que saber apreciarlo.

Entre vino y vino, Sánchez hizo un poco de maestro e intentó explicar al madrileño qué palos del flamenco iban escuchando, algunos de ellos típicamente cordobeses y otros variaciones locales de estilos más ortodoxos.

—Mira, ése es Guerrita y borda la seguiriya.

A Víctor todo le sonaba igual, aunque tuvo el privilegio de escuchar al celebrado Alcarreño Chico y al Menor de los Califas, que deleitaron a un extasiado Sánchez con tonás, tangos y soleás.

Entonces salió un tipo menudo, con el pelo largo y anchas patillas.

—Ése es el Cebolla —informó entusiasmado el policía cordobés, que disfrutaba como un niño.

Aquél pequeño cantaor, que era zapatero en la vida cotidiana, comenzó a cantar con sentimiento para alegría del respetable.

—Pues no se entiende la letra —adujo Víctor, a quien hicieron callar de inmediato.

—Eso es una bulería, Víctor. ¡Una bulería! —repitió el inspector cordobés emocionado—. Y la letra, la letra pa’quien le importe.

Ros pensó que Vicente, hablando de flamenco, era similar a don Alfredo Blázquez opinando sobre toros. Nunca los entendería. Un gran aplauso indicó que el Cebolla había terminado, pero salió otro gitano que se empeñó en seguir cantando. La noche se le hacía interminable al inspector madrileño.

—No me hagas caso, soy un chinche —dijo Sánchez.

—¿Chinche?

—Sí, así se dice en Córdoba, es característico de nuestra manera de ser, no somos tan alegres como los demás andaluces. Quizá sea una reminiscencia de nuestro esplendoroso pasado perdido.

El carácter del cordobés es más callado, típico del buen observador, algo sensual y melancólico, o eso dicen. Un cordobés está en silencio, degustando un fino o un Montilla-Moriles y de pronto te larga una sentencia de las que hacen historia, ya sabes.

—Sí, chinche —repuso Víctor riendo.

—Eso es, lo has entendido.

De pronto, el cuadro flamenco quedó en silencio y todo el mundo miró al pequeño escenario.

Ella salió de una puertecilla que había al fondo. Era una mujer bella, morena, alta y de formas muy generosas. Vestía un traje blanco con lunares de color verde que sabía mover como una reina.

Enseguida sonó la guitarra y las palmas y comenzó a bailar, hipnotizando al respetable.

—Es ella —dijo Sánchez.

A Víctor no le llamaba la atención aquel tipo de música, pero debía admitir que La Flaca bailaba bien, había algo hipnótico y atrayente en su forma de moverse que hacía que fuera imposible dejar de mirarla. Quizá era por su belleza racial, su pelo azabache y enmarañado, negro, como el de una mora de Medina Azahara. Sus senos se agitaban al ritmo de su acelerada respiración y no había hombre en el local que no la mirase con deseo. Víctor pensó en la habilidad del pelirrojo para conquistar a mujeres bellas. Pensó en lo distinta que era aquella gitana de Lucía Alonso. Pensó en lo poco que se parecía a Clara. Durante el cuarto de hora que duró el frenético baile de la joven, Víctor no intercambió palabra con Sánchez. Sólo cuando tres ingleses totalmente borrachos se sumaron a la juerga haciendo el ridículo sobre el escenario, el policía cordobés aclaró:

—Son ingenieros de una empresa minera.

Después de su actuación, la bailaora desapareció por donde había venido y el cuadro siguió cantando. Más tarde subió al tablao un cantaor y luego bailaron más mujeres acompañadas por dos gitanos que por sus maneras recordaron a Víctor a los chulos de Chamberí. Luego hubo soleás, tarantos, alegrías y malagueñas para desesperación de Víctor. Debían de ser las tres de la madrugada cuando La Flaca salió, mientras un tal Faustito entonaba un fandango de Huelva; ella vestía un traje negro, entallado y algo más discreto que el de su actuación. Se acercó a la barra asediada por multitud de pretendientes.

Los dos policías estaban expectantes. Ella se dejó invitar por los aduladores, se bebió tres aguardientes seguidos y dijo algo al camarero que servía en la barra.

El hombre se acercó donde los detectives y se dirigió a Víctor:

—Ella le ha elegido. Ahora bien, yo le aviso: prepare la bolsa porque es cara.

Víctor y Sánchez se miraron.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vicente.

—Estamos aquí para obtener información, ¿no?

—Te seguiré. Ten cuidado.

—Si te ve detrás de nosotros no habrá engaño y no podré sonsacarle nada.

—De sobra sabe que soy policía y a estas alturas toda Córdoba se ha enterado de que ha venido un detective de Madrid. Hace tiempo que perdimos el factor sorpresa…

—Ya —reconoció Víctor—, pero merece la pena intentarlo. Vete a casa y no te preocupes por mí. En peores plazas hemos lidiado.

Vicente puso unas monedas sobre la mesa y, tras despedirse de Víctor, salió del local. Ros se dirigió hacia La Flaca y le tendió el brazo. La bella gitana se zafó del corro de admiradores que la rodeaba y tomando el apoyo del policía salió a la calle con el estirado caballero al que todos maldijeron.