Capítulo 14

Toledo. Finales de enero

Los cuatro jugadores parecían ensimismados en la partida de tute, aunque uno de ellos miraba de vez en cuando hacia el fondo del local, donde un misterioso desconocido bebía un café con leche a pequeños tragos sin quitarles la vista de encima. La Fonda del Rulo, situada en el callejón de San Ginés, en pleno centro de Toledo, estaba hasta los topes. Eran muchos los parroquianos allí reunidos huyendo del frío de la noche castellana.

—Ése petimetre no nos quita ojo —dijo uno de los jugadores.

—No hagas caso —contestó el más joven de los cuatro, un hombre moreno, de estatura media, bien formado y de rostro agraciado.

La camarera se acercó a traer otra jarra de vino haciendo monerías y lanzando miradas ardientes al joven bien parecido. El desconocido no perdía detalle. Iba bien vestido y se notaba que venía de la ciudad. Vestía un elegante traje de color gris con una discreta corbata azul marino. En la mesa descansaban guantes, bombín y un llamativo bastón. El abrigo negro que había colgado en el perchero era de calidad, sin duda. Un hombre de posibles, pensaron los parroquianos.

—Perdón, ¿es usted Teodoro Garriga? —preguntó el desconocido refiriéndose al joven que jugaba al tute. Se había acercado a ellos sigilosamente.

—¿Quién quiere saberlo? —repuso muy chulesco el interpelado.

—Víctor Ros, inspector de policía, Brigada Metropolitana —dijo el detective al tiempo que mostraba su placa—. Acompáñeme a mi mesa por favor.

Todos quedaron en silencio. Teodoro arrojó sus cartas hacia un lado, como asqueado, a la vez que decía:

—Ahora vuelvo.

El policía y Garriga tomaron asiento:

—Hace tiempo que no va usted por Madrid.

—¿Para qué me quiere la policía? Yo no tengo asuntos con la ley, soy un simple carretero.

—Ya, en efecto. ¿Ha cambiado de ruta?

—Sí, ¿cómo lo sabe?

—Es mi trabajo. ¿Quiere un poco de vino?

—No le diré que no.

Víctor chasqueó los dedos llamando la atención de la camarera.

—¡Un vino para el joven! —dijo. Y añadió muy serio—: Ha desaparecido usted de Madrid con una actitud, digamos, sospechosa.

—¿Y qué? Puedo ir donde quiera.

—Sí, sí, es usted libre. Por lo menos el tiempo que le queda de vida.

—¿Cómo?

—Sí, le compadezco, joven. Es usted un tipo sano, parece popular, tiene trabajo y don de gentes.

Toda la vida por delante, ya se sabe, vivir tranquilo, sentar la cabeza, tener hijos y echar barriga.

—Pero ¿qué carajo está diciendo?

—Ah, sí, perdone, es que divago, divago continuamente.

—¿Quién me va a matar? ¿Qué dice?

—Sí, perdone. Voy de paso a Córdoba y me dije: Voy a echarle un cable al pobre Teodoro porque sería una pena que nos dejara tan joven. Qué pena.

—¿Me está amenazando?

—Los ojos de Garriga, inyectados en sangre, comenzaban a evidenciar el consumo de alcohol.

—No parece usted mal chaval. No, no le estoy amenazando. Mire, usted ha dejado preñada a una criada en Madrid y ha salido por piernas. Eso está muy feo.

—¡Eso no le importa a usted ni a nadie!

—Pero sí a su padre y a sus tres hermanos, en Calzada de Calatrava. Es mi deber como policía evitar que se produzca una tragedia.

—¿Cómo?

—Ah, ¿no sabe lo de la familia de Nuria?

—No, no lo sé —contestó el otro. Le temblaba el labio inferior. «Bien», pensó Víctor para sí.

—Pues que son, digamos, algo violentos. Estuvieron en la cárcel por un asunto de unas lindes. Les pedían asesinato, pero alegaron defensa propia y coló. Son muy amigos de tirar de escopeta para resolver los conflictos. —Vio de reojo que Garriga se atizaba un buen trago de vino—. Estoy aquí para ayudarle, Teodoro. Lo que ha hecho usted no tiene nombre. Engañar así a una zagala decente.

—No, no, yo no la engañé. La quería, bueno, la quiero, pero es que cuando me enteré de que iba a ser padre, sentí…

—¿Miedo?

—Sí, me gusta la vida que llevo, de Madrid a Toledo, de Toledo a Madrid, libre como el viento.

—Sí, ya he visto que la camarera promete.

—Pues sí, no se me dan mal las mujeres, pero desde que estaba con Nuria me había calmado. El caso es que sé que está mal huir así, pero no había pensado en casarme, al menos ahora, quiero montar un negocio, estoy ahorrando y aquello daba al traste con mis planes.

—¿Sabe cómo acaban las criadas que quedan embarazadas? Teodoro Garriga miró al suelo.

—Sí. De «arrastrás».

—De «arrastrás», en efecto. En fin, que vengo a avisarle, joven.

—¿De qué?

—Alguien ha mandado aviso al pueblo. En breve la familia de Nuria iniciará la cacería.

—Siempre me queda escapar.

—Sí, claro, pero sepa usted que yo como policía terminaré enterándome de dónde para y una mano anónima les enviará entonces un telegrama en el que conste cuál es su paradero.

—¿Quién es usted? —dijo el joven poniendo cara de pensar—. Ah, ¡acabáramos!, es usted su patrón, la eminencia.

—Exacto. Y esta eminencia se dedicará a seguirle los pasos para que esos sabuesos le encuentren.

El joven se cubrió la cara con las manos.

—No lo entiende —murmuró—. No es que no quiera hacerme cargo…

—Tengo una propuesta que hacerle, hijo. En casa no nos vendría mal un hombre, ya sabe, un cochero, unos brazos fuertes que ayuden a la cocinera y a Nuria con la compra. Ya he alquilado un bajo al final de la calle donde guardar un coche y los dos caballos. Podría usted vivir con Nuria en casa, en el segundo piso, no gastarían nada en comida y ahorrarían todo el sueldo para que, cuando usted pueda, monte ese negocio de…

—Cordelería.

—Pues eso. Piénselo. Es una buena oferta.

Teodoro Garriga puso cara de valorarla.

—Me está usted chantajeando malamente.

—No estoy de acuerdo. Tiene usted ante sí dos alternativas: una, no se casa. Es probable que los hermanos y el padre de Nuria vengan ya de camino. Si elige esa opción, le veo huyendo continuamente o, a lo peor, muerto. Dos: se casa y tiene por delante un futuro, una mujer que le quiere, a la que usted dice querer, un hijo, un techo, un trabajo seguro y la posibilidad de ahorrar. El día y la noche.

Se hizo un silencio entre los dos hombres.

—Dudo que ella quiera volver a verme. Me porté como un miserable y es muy orgullosa.

Víctor dejó varios papeles sobre la mesa:

—Ahí tiene mi dirección. Ella le recibirá con los brazos abiertos aunque se haga un poco la dura al principio. Dispone usted de dos billetes de tren: uno va a Madrid, el otro a Irún, y sale mañana por la noche. Porque aquí, lo que es aquí, en España, no se puede quedar. Eso es fijo. Si decide usted quedarse en Madrid, canjee el billete de Irún y con ese dinero cómprele algo a Nuria. Si decide huir, pues ya sabe, humo. Yo no puedo hacer más.

—Vaya, gracias, don Víctor. No puede decirse que no me haya dado usted una salida.

—Espero que elijas libremente. Perdona que te tutee pero quiero ayudarte —dijo Víctor intentando acortar distancias con el joven—. Ella te quiere; si dices amarla, no seas idiota y vete a Madrid. Si eres un farsante que la engatusó, soy yo mismo quien no quiere verte por allí. Y ahora, si me disculpas, mañana tengo que madrugar para hacer unas gestiones antes de partir a Córdoba.

Dicho esto, el detective se levantó, tomó su abrigo, se lo puso, se calzó los guantes, se caló el sombrero y, tomando el bastón, salió del local hacia su hotel.

Hacía frío y sus pasos resonaban sobre el empedrado. Pensó, caminando a solas, que aquellas calles rezumaban historia y meditó sobre la vida en otras épocas. ¡Cuánto había avanzado el ser humano!

Pensó en Clara; hasta el último momento había mirado por la ventanilla del vagón esperando que acudiera a despedirlo a la estación: nada. Le había dolido que pensara que él actuaba así por orgullo. Cambiaría todo el prestigio del mundo por ver a Lola con vida, por ejemplo, porque no hubiera miseria, maldad y criminales en este planeta. A veces había que ser duro, resolutivo, llegar a la fina línea que separa lo legal de lo ilegal, el bien del mal, pero creía firmemente que, a veces, el fin justifica los medios. Como aquella misma noche. Había presionado a Teodoro Garriga para que tomara la decisión correcta, la más justa. Nuria no había comunicado aún a sus hermanos y su padre que estaba embarazada. Por otra parte, ellos nunca habían matado a nadie y eran pacíficos agricultores. Jesús, qué mundo.

Al día siguiente, Víctor madrugó para tomar un coche de caballos que le llevara al pueblo de Burguillos de Toledo. Llegó a media mañana y no le costó encontrar la calle Casas Nuevas. El número 17 era una vivienda en planta baja, encalada y con rejas en las ventanas, que daba a la calle principal. Llamó a la puerta y abrió un señor entrado en años, alto, delgado, con pantalón gris, chaleco negro y camisa a cuadros. Llevaba una gorra de las que habitualmente usaban los paisanos de tantos y tantos pueblecitos de La Mancha.

—¿Don Patrocinio Alcalde? Víctor Ros, inspector de policía. Buenos días.

—Sí, soy yo. ¿Qué se le ofrece?

—Quería hacerle unas preguntas sobre la salud de su señor antes de morir.

—Pase —contestó el otro sin extrañarse.

Víctor tomó asiento en un incómodo sofá ante una cálida chimenea mientras el anfitrión se dirigía a la cocina, de donde volvió con una bandeja con café, pastas y una botella de coñac.

—¿Usted gusta?

—Pues la verdad, sí, hace frío y algo caliente será bienvenido. El anciano sirvió el café y, tras hacer una pausa, dijo:

—Usted dirá.

—¿No le importará si tomo notas? Es que la memoria es traicionera.

—No hay problema, joven.

—De acuerdo entonces. Usted ha servido toda la vida al fallecido marqués de la Entrada, ¿no?

—Sí, entré a su servicio cuando él tenía quince años.

—Usted tenía por entonces…

—Dieciocho.

—Luego le conocía usted bien.

—Como una madre. Fue un buen amo y le cuidé lo mejor que supe. Era una persona extraordinaria. Tuvo la suerte de nacer rico, pero ello no le impulsó a tener una vida decadente, no, sino que aprovechó hasta el último momento. Estudió leyes, viajó, igual iba a la Ópera a Londres que a cazar osos en Alaska. He estado con él en la Patagonia y en su viaje al Tíbet, y vivimos en Nueva Orleans y en Montevideo.

—Una vida de ensueño.

—Sí, mi señor aprovechó las oportunidades que le ofreció la vida.

—¿Y de mujeres?

—Muy, muy mujeriego. Pero, eso sí, un caballero. Si usted supiera la de lances que tuvimos…

No crea, no, nos vimos metidos en más de un duelo, y en alguna ocasión por poco lo matan. Una vez, sin ir más lejos, en Madrid, le aventaron un tiro en el oído. Estuvo al borde de la muerte.

Menuda infección. Los médicos no se explicaban cómo había podido sobrevivir. Aunque el otro, un militar, llevó la peor parte: palmó.

—Pero podía decirse que en general el marqués gozaba de buena salud pese a su edad.

—Era un sportman. Se había curtido cazando, respirando el aire puro de las montañas, y había llegado a viejo hecho un toro.

—¿Qué opina usted de su matrimonio?

—Ella nunca me gustó.

—Vaya —exclamó Víctor sorprendido—. No esperaba tamaña sinceridad. ¿Por qué no le agradaba Lucía Alonso?

Patrocinio hizo una pausa en la que encendió una pipa tras tomar una brasa del fuego con unas largas pinzas de hierro.

—Veamos, dice usted que es policía, ¿no?

—De momento, así es.

—Bien, ¿y de verdad cree usted que una joven de veintipocos, bellísima, que se casa con un hombre de más de setenta es una mujer honrada?

Víctor quedó pensativo y luego sonrió.

—Dicho así, don Patrocinio… ¿Se portó mal con su señor?

—No, eso no, pero no debía haberse casado con él. Claro que cuando la necesidad aprieta, se hace lo que sea. Él fue su tabla de salvación.

—Ella ha cerrado la casa de Madrid.

—Sí, y ha vendido todas las posesiones del marqués en la capital y alrededores.

—Eso le dejó a usted sin trabajo.

Patrocinio miró a Víctor con malicia.

—Sé por dónde va, pero no. Mire, mi señor me dejó dinero suficiente como para vivir de las rentas, aquí, tranquilamente, y disfrutar de mis sobrinas y sus hijos hasta que me llegue la hora. Soy un hombre de gustos sencillos.

—Disculpe. No quería ser grosero.

—No, no. Usted hace su trabajo. Simplemente le demuestro que mi animadversión hacia ella no deriva de mi situación económica, que es buena, sino de que era una cazafortunas.

—La salud de él era buena.

—Sí, ya se lo he dicho.

—Hasta que un año antes de su muerte comenzó a tener achaques.

—Achaques, no.

—¿Qué le ocurría?

—Vómitos, diarrea. Se quedaba como ido de pronto. Insomnio. También tenía ataques de irritabilidad. Dolores de cabeza…

—Vaya —repuso Víctor como haciéndose el sorprendido—. Verá, Patrocinio, quisiera hacerle una pregunta algo delicada. ¿Cree que el origen del malestar del señor marqués podría estar originado…?

—Si lo que quiere preguntarme es si lo envenenaron, la respuesta es rotundamente sí. —Víctor quedó en silencio, como sorprendido, por lo que Patrocinio aclaró al momento—: ¿Qué quiere? Es la verdad.

—¿En qué se basa para hacer una afirmación como ésa?

—Mi señor tenía una salud de hierro y los síntomas aparecieron justo cuando ella comenzó a darle no sé qué tónico.

—Vaya. Pero ¿por qué iba ella a querer envenenarle?

—¿Le parece poco la herencia?

—Usted también heredó, si se me permite decirlo.

—Y las clarisas, y la protectora de animales, y los leprosos de Molokai. Mi señor fue muy generoso en su herencia con mucha gente.

—¿Piensa que ella pudo haberle sido infiel?

—No tengo pruebas.

—Ya, pero ¿qué piensa? —preguntó Víctor haciendo como que no sabía nada acerca de ese asunto.

—Oí rumores en la cocina, ya sabe usted, chismes de criados que apuntaban a que se veía con un tipo joven.

—¿Sospechaba algo el marqués sobre un posible envenenamiento?

Patrocinio se quedó pensativo, con los ojos entrecerrados, como el que hace un esfuerzo.

—Ahora que lo dice, un día que ella estaba en la Ópera y él leía junto a la chimenea, al servirle su copa de coñac, le dije: «Ésos síntomas que presenta el señor marqués no me gustan nada; debería usted consultar con un especialista». Y me contestó: «Pues sí, Patrocinio, comienzo a preocuparme; cualquiera diría que me están envenenando, ¿eh?». «No diga eso ni en broma, señor; ¿quién iba a quererle a usted mal?», le repliqué. Y me puso los pelos de punta al decir: «Tengo una mujer demasiado joven, querido Patrocinio». A continuación soltó una carcajada, por lo que no supe si hablaba en serio o bromeaba.

—Es curioso eso que usted me cuenta. ¿De verdad cree que lo envenenaron?

—Sin duda.

—Bien. ¿Goza usted de buena salud?

—Sí, sí. Aquí soy feliz, salgo de caza, me tomo un vermú en el bar con los parroquianos y disfruto de las hijas de mis sobrinas como si fueran las nietas que nunca tuve. No he sido hombre de vicios, no he fumado, no he bebido y he estado a menudo al aire libre viviendo aventuras con mi señor.

—Me alegro, amigo, me alegro. Y ahora, si me disculpa, tengo que volver a Toledo. He de tomar un tren hacia Córdoba esta misma madrugada.

—Allí está esa mujer, en Córdoba.

—En efecto —contestó Víctor poniéndose el abrigo.

Justo cuando el detective salía, Patrocinio musitó algo que Víctor no entendió.

—¿Cómo ha dicho?

—Que espero que haga usted bien su trabajo y lleve a esa mujer al garrote.

Víctor sintió un escalofrío al pensar en cómo se tomaría Clara algo así.

Durante el trayecto en tren, Víctor meditó sobre los pasos a seguir. Quería capturar a Eduardo de la Rubia que, sin duda, intentaría hacerse con el quinto anillo matando a Agustín Sousa, el noble cordobés que antaño fuera su jefe. Aquél maldito pelirrojo era un tipo brillante, culto y de mundo.

No sería fácil.

Lucía Alonso era harina de otro costal. ¿Habría envenenado a su marido? ¿Estaría compinchada con De la Rubia para salir juntos del país y desaparecer para siempre? Debía ser cauto, pues se dirigía a una ciudad que no conocía y la única forma de comprobar si el marqués había sido envenenado no era demasiado ortodoxa.

No quiso pensar mucho en ello.

Estaba afectado por sus discusiones con Clara. Su esposa le había echado en cara su orgullo, su afán por capturar criminales, como si todo respondiera a un impulso egoísta por su parte, un exclusivo fruto de su vanidad. Él no era así y ella le conocía.

O al menos debía conocerle. Se sentía herido. ¿Sería Lucía Alonso una asesina? Era obvio que dicha posibilidad no tenía cabida en la mente de Clara. Volvía a sentirse solo en este mundo. Como cuando volvió a Madrid después de lo de Oviedo y Figueras. Un huérfano extremeño de baja condición, un emigrante, un advenedizo en lucha por sobrevivir en la gran urbe.

Pensó en Lewis, el misterioso inglés que le seguía y que ahora se había adelantado en el viaje a Córdoba. ¿Sería un enviado de los radicales para hacerle pagar su actuación en Oviedo? No. No tenía sentido. Parecía ir por delante de él. Había partido hacia Córdoba antes de que él supiera siquiera dónde se hospedaba De la Rubia. Quizá el tal Lewis había deducido que éste iría a Córdoba en busca del quinto anillo. Tampoco era algo tan impredecible. Pero, de ser así, aquel maldito inglés sabía de los cinco miembros de la lista, los asesinatos y los anillos. Era un rosacruz. Estaba claro.

Decidió entretenerse ojeando la prensa. La Época abundaba en detalles referentes a la boda real, los paseos de la joven pareja por la Granja de Segovia y los días felices que vivían entre baños de multitudes. La lista de personajes insignes que ya se hallaban en Madrid era prolija, y los eventos y festejos preparados para celebrar tan insigne enlace iban a durar cuatro días. Rogó porque los radicales no lograran amargar la fiesta con algún atentado de trágicas consecuencias. Víctor odiaba tanto a la monarquía como el que más. Era republicano, pero entendía que aquél era un paso lógico, pausado, cuerdo, hacia un cambio de sistema quizá lejano en el tiempo, pero real. Además, según le constaba, la educación del joven monarca al abrigo de las democracias parlamentarias europeas había hecho de él una especie de rey liberal, sí, convencido de que era necesario dar protagonismo al parlamento surgido de elecciones libres, mientras que su papel era más testimonial que otra cosa.

La Época se hacía eco de las múltiples recepciones que tenían lugar en aquellos días en que las mejores casas de Madrid rivalizaban por acoger a los jóvenes prometidos en las fiestas de sus palacios: Alcañices, Liria, Santoña, Medinaceli…

Víctor estaba un tanto cansado ya, pues tanta felicidad y tanta lisonja comenzaban a resultar empalagosas. Desde el relato del noviazgo de los jóvenes en Sevilla, en diciembre y enero, entre fiestas, bailes, regatas en el Guadalquivir y excursiones a Doñana y el Rocío, hasta las interminables descripciones de los días previos a la boda en Aranjuez y Segovia. Todo aquello comenzaba a antojársele algo trágico. Los dos jóvenes sufrían la maldición de la tisis. Aquello había de acabar, necesariamente, mal. Dos señoras que se sentaban a su lado se deshacían en elogios y parabienes para con la joven reina, ambas odiaban a Isabel II y al padre de la joven, Montpensier, quienes habían intentado impedir que el amor entre los jóvenes primos saliera adelante. Víctor sonrió para sus adentros. Las dos señoras hablaban y no paraban de lo sencilla que era María de las Mercedes, una princesa española, y fueron desgranando los detalles de su recién encargado ajuar y de los vestidos que habría de lucir entre la boda y los festejos posteriores. Leían en voz alta un panfleto. A Víctor le pareció inmoral la descripción del guardarropa de la joven: un traje de corte rosa, otro amarillo, tres de noche, otro de seda negro con encajes de Chantilly, dos de calle, uno rayado en verde y otro en seda gris, trajes de viaje, de caza… Aquéllas cotorras no paraban de hablar, que si en Sevilla habían regalado a la joven reina un traje de maja que costaba mil pesetas, que si el de corte de color rosa valía veinte mil; que si la joven reina llevaba en su ajuar seis chales, una gran capa, una salida de teatro, un abrigo «petitgris», cuatro batas, dos abrigos y varios abanicos.

—Inmoral —sentenció el policía.

—¿Cómo dice? —inquirió una de las dos señoras, la de más edad—. Digo que me parece inmoral. En España mucha gente se muere aún de hambre y de enfermedad, señoras.

Las dos damas lo miraron como si fuera un bicho raro y salieron del compartimento para ir al vagón restaurante a tomar algo. Parecieron soliviantadas por la interrupción de aquel aguafiestas.

Era media mañana cuando el tren hacía su entrada en la estación de Córdoba. Antes de que Víctor pudiera darse cuenta, el inspector Vicente Sánchez había irrumpido en el vagón acompañado por un mozo para que Víctor no tuviera que acarrear su equipaje ni siquiera un metro. Sánchez era un tipo imponente, de estatura media y robusto como un toro. Moreno de pelo y tez, y de mandíbula ancha y acusada.

—¿El inspector Ros? —preguntó dirigiéndose a él con un acento andaluz que a Víctor le pareció amable y simpático a la vez.

—Sí, soy, yo. Sánchez, ¿no?

—El mismo que viste y calza. Vamos.

En el recorrido en coche de caballos hasta su alojamiento, Víctor pudo comprobar que el clima en Córdoba era algo más suave que en Madrid, cosa que le agradó. La ciudad era hermosa, no había duda, y Vicente Sánchez se mostraba muy hospitalario para con su invitado, indicándole los nombres de las calles por las que pasaban, así como algunos detalles relacionados con lugares donde comer, tascas o iglesias de renombre. Ambos detectives comenzaron a tutearse desde el principio, no en vano eran colegas, y casi desde el primer momento surgió entre ellos una cálida corriente de cordialidad y simpatía mutua.

Víctor tomó habitaciones en la Fonda Rizzi, uno de los establecimientos de más renombre de la ciudad. Estaba situada en la calle Ambrosio Morales, en un lugar céntrico y cerca del domicilio de Vicente Sánchez. Tras asearse un poco e instalarse en su cuarto, una estancia amplia, bien iluminada y con geranios de color rojo en la balconada de hierro repujado, Víctor bajó a encontrarse con Sánchez, que le aguardaba tomando un vermú. El inspector andaluz insistió en que el recién llegado lo acompañara y, tras intercambiar las primeras impresiones, dieron una vueltas en el coche de caballos por la ciudad.

—Ya te llevaré a verlo todo con detalle —ofreció Sánchez, convertido en excelente cicerone—.

Mi madre nos espera a comer.

Víctor pudo hacerse una idea de la belleza de aquella ciudad que fue capital del Califato al pasar por el puente romano y contemplar la Torre de Calahorra, que, según le dijo Sánchez, era llamada por los árabes la Torre Libre. La mezquita, desde fuera, le pareció algo sosa; el Triunfo de San Rafael y el palacio episcopal le llamaron más la atención.

—No te dejes engañar por su aspecto externo —comentó Sánchez.

—¿Cómo?

La mezquita. A todo el mundo le sucede; así por fuera no cautiva demasiado, es verdad, pero una vez dentro ya verás, ya. —Señaló el Triunfo, la alargada columna que soportaba una estatua de San Rafael y añadió—: ¿Ves el Triunfo? Ésta es la ciudad del mundo que más rincones ha dedicado a San Rafael. Un San Rafael en cada esquina, según el dicho popular. Nos protege desde siempre.

Los cordobeses sentimos una gran devoción por el santo que vigila todos y cada uno de los rincones de nuestra ciudad, siempre con su bastón de peregrino en una mano y el pez con que auxilió a Tobías en la otra.

—Curioso…

Vicente Sánchez vivía con su madre en un piso de la calle Santa Clara, a un paso de la mezquita.

La madre del inspector cordobés, Irene Hurtado, resultó ser una señora encantadora. Debía de andar entre los sesenta y los setenta, delgada, de estatura media y pelo totalmente blanco que recogía en un cuidado moño. Irene era toda una dama y debió de ser una auténtica beldad de joven. Se le notaba en las maneras que era de buena familia y su acento, con el característico gracejo cordobés, agradó a Ros desde el primer momento. Le sirvieron una especie de filete alargado rebozado, que los lugareños llamaban flamenquín e hizo las delicias del detective madrileño.

—Es un filete de ternera que envuelve otro de jamón, se reboza y se fríe —aclaró doña Irene.

—Está delicioso —señaló Víctor.

A continuación le presentaron unas fantásticas chuletas de cordero de Pedroches con patatas a lo pobre, todo regado con un excelente caldo de Montilla-Moriles que Víctor, algo hambriento tras el viaje, devoró para satisfacción de la anfitriona. La conversación era agradable y la dama se interesaba vivamente por la temporada de ópera en Madrid, por las últimas zarzuelas, género que según decía no terminaba de convencerla, y por los usos y costumbres de las damas en la capital de la corte. Por supuesto, estaba muy interesada en todo lo relacionado con la inminente boda real.

—No le atosigues, mamá —repetía Sánchez intentando ser cortés.

—No es molestia, compañero, no es molestia. Todo lo contrario —aseguraba Ros encantado.

Se sirvieron los postres: alfajores que sabían a clavo, pestiños de canela y hojaldres rellenos de cabello de ángel. Todos muestra del pasado esplendor árabe de aquella maravillosa ciudad.

—Ahora pase usted al saloncito a fumar y tomar café con mi hijo, que yo dormiré una siesta —dijo doña Irene dando por terminada la sobremesa—. Supongo que querrán hablar de sus cosas.

Ambos se pusieron de pie y, tras despedirse de la dama, quien no entendía por qué el invitado había de alojarse en la Fonda Rizzi y no en su casa, los dos policías quedaron a solas y tomaron asiento en dos cómodos butacones. Fumaron, tomaron café y se despacharon a gusto con el coñac.

Víctor contó a Sánchez todo lo que sabía sobre el caso. Tardó en hacerlo.

—Impresionante —dijo admirado el inspector cordobés—. Un caso espectacular. No sé cómo pudiste sospechar lo de la autocatalepsia. Ése De la Rubia es un tipo inteligente, y tú, el mejor inspector de España.

—Quita, quita, fue un golpe de suerte lo de hablar con la tía y que me contase lo de sus ataques de catalepsia, ¿sabes? Ése fue el motivo por el que los padres le dieron todos los caprichos, sin sospechar que creaban un monstruo.

—¿Y crees que está por aquí?

—Seguro, Vicente, seguro.

—He hecho preguntas aquí y allá y he sabido que hace un año visitó Córdoba, y que conserva aquí algún que otro amigo.

—¿Y ahora?

—No, ahora no se le ha visto por aquí. Desde que me escribiste no ha aparecido ningún pelirrojo en las inmediaciones de la vivienda de Agustín Sousa. La tenemos vigilada con discreción, aunque no creo que nos necesite demasiado, tiene gente armada en casa desde siempre. Se dice que sus negocios estaban relacionados con el tráfico de armas, al menos en el pasado.

—Creo que De la Rubia ya no es pelirrojo —apuntó Víctor expeliendo el humo de su excelente habano.

—¿Cómo?

—En el cuarto que tenía arrendado en Madrid, encontré henna negra.

—¿Qué?

—Sirve para tintarse el pelo o hacerse tatuajes. No es tonto, y habrá cambiado de aspecto.

Cuidado.

—Diantre…

—¿Tenía alguna amiguita aquí, en Córdoba?

—¿Aparte de Lucía Alonso? Sí, su compañera de toda la vida, «La Flaca», una gitana que baila en un tablao. Se prostituye con hombres de postín después de sus actuaciones. Ésta noche iremos a echar un vistazo.

—¿Has hecho averiguaciones sobre Lucía Alonso?

—Sí, y la cosa no pinta bien. Lleva una vida discreta, sale poco. Pero ¿sabes?, está vendiéndolo todo: fincas, cortijos, reses… Da la sensación de querer convertir toda la herencia en dinero.

—Se va.

—En efecto, tiene un billete a su nombre en un barco que sale de Cádiz para Santo Domingo el 24 de febrero. Quizá De la Rubia vaya con ella en ese viaje.

—Quizá, es una posibilidad que no debemos descartar. Es una buena oportunidad de cazarlo.

—¿Crees que ella envenenó al marido?

—No lo sé. Eso vamos a comprobar.

—¿Y crees que se fugarán juntos?

—Para él sería el golpe perfecto: se hace con el quinto anillo y se fuga con la viudita rica.

—Sí, negocio redondo.

—Pero nosotros se lo vamos a impedir. Ya lo verás. Llévame a casa de Sousa.

Agustín Sousa vivía en una lujosa casona en la calle Santa Marta, a un paso del Palacio de Viana.

Era inmensamente rico y, aunque oficialmente comerciaba con acero y mantenía una auténtica flota de barcos mercantes, se decía que se había hecho de oro traficando con armas en el extranjero cuando vivió en Suiza. Pese a ser muy conocido en la ciudad y participar de lleno en la vida cultural y social de la población (se decía que era un gran benefactor de los pobres y los gitanos, que, dicho sea de paso, lo adoraban), todo el mundo sabía que no era buen negocio meterse con don Agustín que, pese a sus suaves maneras, iba siempre acompañado por gente armada en sus desplazamientos, ya que los caminos de Andalucía eran de todo menos seguros. Después de la guerra de la Independencia, en la que muchos hombres se habían echado al monte para combatir a los franceses, se hizo difícil la reintegración a la vida civil de los guerrilleros, que se habían acostumbrado a vivir sin reglas en la sierra, donde robaban, mataban o violaban cuando les apetecía. Muchos volvieron a la vida al aire libre y siguieron ganándose la vida, ahora como bandoleros. Aquélla costumbre se había ido prolongando en el tiempo y numerosos jóvenes preferían vivir una vida corta pero intensa, de riquezas y violencia, que subsistir trabajando como esclavos para sus señoritos unas tierras que nunca serían suyas. Preferían vivir como bandoleros y morir en la horca que soportar una penosa y humillante vida de jornalero. Por eso eran tan crueles en sus golpes, tan despiadados, y por ello los caminos eran muy poco seguros en toda Andalucía. Por tal motivo, los ricos como Sousa se protegían con sólidas escoltas armadas cuando iban de la ciudad a sus numerosos cortijos y fincas.

Según Sánchez, don Agustín era un hombre de costumbres. Todos sus días se ceñían a una rutina inalterable y no se le conocían vicios, salvo una querida, Tula Adánez, a la que su marido, un capitán de caballería, había abandonado hacía un par de años para irse a Filipinas. Una emperifollada doncella les abrió la puerta y, tras ceder sus abrigos, sombreros y bastones e identificarse como agentes de la ley, fueron conducidos por un estirado mayordomo al salón de la casa, donde en aquel momento la hija de Sousa tocaba el piano para las visitas. El mayordomo parlamentó con su señor, un tipo alto, delgado, calvo y de barba y patillas absolutamente blancas. Tenía un cierto aire de chivo que resultaba inquietante.

—¡Hombre, Vicente! —saludó a Sánchez el dueño de la casa al ver al inspector.

—Venimos a verle por un asunto oficial.

—Caramba —exclamó el otro como con fastidio—. No me imagino de qué se puede tratar, pero éste no es un buen momento.

—Perdone, caballero, pero venimos a salvarle la vida —manifestó Víctor antes incluso de ser presentado.