Capítulo 11

Víctor no pudo dormir bien aquella noche. No sólo porque Clara se mostrara distante desde que surgió aquel maldito asunto de las cartas de Lucía Alonso, sino también por el sorprendente giro que había dado el caso. Alguien había degollado a López Dávalos en su propia casa. El detective repasó minuciosamente la escena del crimen, el salón del médico, sin encontrar nada. El asesino no había dejado ni una sola huella, ni un indicio. El médico vivía solo en una casa apartada en una calle mal iluminada. Nadie había visto ni oído nada. López Dávalos fue brutalmente torturado antes de morir. Seguro que el asesino quería saber qué había contado a la policía. ¿Y ahora qué?

Era obvio que Heredia no había despachado al médico porque estaba en la cárcel, de donde no saldría nunca. Pensó que en aquel mismo momento estaría siendo «trabajado» por algún energúmeno del cuerpo de policía para conseguir que cantara. Heredia era un tipo bragado y no creía que hablara. Seguro que no. ¿Quién habría asesinado a López Dávalos? No creía que fuera un suceso independiente, otra casualidad. No. Tras ser detenido por su relación con el caso y salir en libertad, alguien lo había despachado. Era evidente que alguien no quería que el médico hablase, pero ¿quién?

Intentó pensar con calma, ser lógico, usar la razón.

Se dijo que, tras despachar por algún motivo al pelirrojo, Heredia fue y robó su cadáver; pero le hubiera sido imposible conseguir que el muerto pasara por encima de una tapia sin la ayuda de otra persona. Sí, era eso, Heredia debía de tener un cómplice y él fue quien mató al médico para evitar que contara algo, y ese algo era sin duda el negocio que se llevaba entre manos con De la Rubia y el propio Heredia.

Tenía al asesino de Ansuátegui y sabía que éste había eliminado a De la Rubia, pero ¿cómo se las habían arreglado para hacerse con el dedo? ¿Don Melquíades? No había podido probar que el forense conociera a De la Rubia y Heredia. En verdad, no creía que el forense estuviera metido en el asunto. Otro tanto le ocurría con el otro hombre que había entrado la mañana de autos en el depósito, el teniente Gutiérrez. La vigilancia de Adanes le proporcionó evidencias suficientes sobre la naturaleza de las actividades nocturnas del militar. Había comprobado la ficha del joven al que visitaba por las noches. Varias detenciones por «escándalo público», «atentado contra la moral» y «otras perversiones», decía su historial.

El teniente Gutiérrez era homosexual. Ése era su único delito, sí, por lo que Víctor ordenó a Adanes que dejara de vigilarle. Cierto que muchos de sus compañeros se pirraban por detener a «los sarasas» y enseñarles lo que es bueno en el calabozo, pero al inspector Ros no le importaba lo que hiciera cada cual en su dormitorio. El joven al que visitaba Gutiérrez, el tal Pepe Murcia, era un invertido detenido varias veces por escándalo público, uno de tantos y tantos jóvenes que se ganaban la vida vendiendo su cuerpo a caballeros de buena posición. Víctor hizo llegar una discreta nota al teniente rogándole que intentara ser prudente y no hiciera salidas nocturnas ni movimientos extraños, pues aquel caso era un auténtico galimatías y una detención podía descubrir su condición sexual. Mal asunto para un militar. El joven teniente le contestó muy amable que procuraría extremar (aún más) su discreción en aquellos días y le agradeció muy de veras el aviso. Víctor había visto a muchos maricas en los calabozos, sabía cómo eran tratados y le caían bien, la verdad, ¿acaso hacían algún daño a nadie por amarse a escondidas? ¡Qué mundo! No, definitivamente, pensaba que todo aquel negocio era un asunto exclusivo del pelirrojo, del ya fallecido De la Rubia, y de su compinche Heredia. ¿Por qué robaría este último el cuerpo de su jefe?

No tenía ni idea de qué valor tenía el anillo. Además, estaba la lista de cinco nombres que tenía anotados Ansuátegui. ¿Le serviríade algo? Por no hablar ya del misterioso número de cuatro cifras que había junto a la rosacruz. Un galimatías, lo dicho.

Pensó en Lucía Alonso y en lo que les había contado don Higinio Martínez. Estaba seguro de que De la Rubia la había convencido para envenenar al marqués de la Entrada con ese tónico que le daba todos los días. Sabía cómo demostrarlo, pero era un asunto peliagudo que le llevaría a enfrentarse primero con Clara, luego con sus superiores y Dios sabía con quién más.

El sueño comenzó a apoderarse de él.

Doña Remigia, la tía del fallecido Eduardo de la Rubia, vivía en una casa amplia, elegante, con un bello y coqueto frontón de columnas blancas, situada en la calle del Prado. Eran las once de la mañana cuando Víctor se presentó en su domicilio para hablar con ella y comprobó con agrado que el marido de doña Remigia había salido al casino a jugar su partida. Así podrían hablar a solas. La mujer se mostró muy amable con él; lo recibió en un saloncito de té decorado en tonos pasteles y muy bien iluminado.

—Usted dirá —empezó la dama mientras servía ella misma el té en un precioso servicio de porcelana de Limoges.

—Venía a verla por su sobrino.

—¿Con azúcar? Le advierto que hace años que no le veo.

—Sí, dos terrones, por favor, y con una pizca de leche. Mire, señora, no quiero que me ayude a buscarlo. Ha fallecido.

Ni un músculo se contrajo en la cara de la dama. Tomó nota de ello mentalmente.

—No me sorprende. Era evidente que acabaría mal —comentó—. Hábleme de él.

—No hay mucho que contar. Mi sobrino se crio en Córdoba y encarnaba los peores vicios del señorito andaluz. Ya a los dieciocho dejó embarazada a una criada mucho mayor que él y a los veinte pidió su parte de la fortuna familiar para hacer frente a numerosas deudas de juego que tenía.

—El hijo pródigo.

—Sí, como en la parábola, exacto. Sus acreedores lo acosaban y temía incluso por su vida. Mi cuñado, que en gloria esté, le dijo que ni hablar, pero a los seis meses murió y mi sobrino heredó su parte, que se pulió en menos de dos meses.

—Dice que su cuñado murió; ¿cómo fue?

—Montando a caballo. Precisamente iba con el desgraciado de mi sobrino, una mala caída le costó la vida y, ¿sabe?, desde aquel momento mi hermana dejó de hablar a mi sobrino. Creo que está mal decirlo, pero me temo que sospechaba que su propio hijo…

—¿Había matado a su padre?

—Algo así, sí; mi hermana empezó a llamarle «el engendro» a partir de aquello. La pobre murió de pena a los seis meses.

—Vaya… O sea que quizá pensaba que lo de su marido no fue por una caída.

—Nunca me lo dijo a las claras, pero sí, o al menos así me lo pareció.

—Y luego, ¿qué hizo? Me refiero a su sobrino.

—Se fue a Suiza y trabajó como secretario de un hombre de negocios cordobés que se dedicaba al comercio del acero y, según dicen, al tráfico de armas.

—¿Recuerda su nombre?

—No, lo siento. Al parecer, allí conoció a una mujer que le mantuvo por el buen camino durante un par de años, pero creo que al final lo despidieron y apareció en Madrid. Lo alojé en mi casa, pero, en apenas dos semanas, mi marido le dio pasaporte.

—No parece que le tuviera usted mucho cariño.

—Usted no conoció a mi sobrino. Si alguien en este mundo ha sido la encarnación del mal, ése era Eduardo; ya de pequeño disfrutaba torturando animalillos, quemando gatos con alcohol o haciendo barrabasadas similares. Mi cuñado y mi hermana podían haberle encarrilado, pero no fueron lo bastante duros con él y lo entiendo. Era debido a su enfermedad.

—¿Enfermedad? ¿Qué enfermedad?

—Pues mire, el primer ataque le debió de dar sobre los diez años…

Zacarías se esforzaba por terminar con aquella fosa antes de la hora de comer, pero le dolían los riñones. Echaba en falta tener más ayuda.

En ese momento oyó que lo llamaban por su nombre y se giró para ver arriba, fuera de la tumba, a aquel petimetre de inspector de policía acompañado por Demóstenes López.

—Soy el inspector Ros. ¿Me recuerda?

—Claro —respondió el capataz.

—Necesito que nos abra usted el depósito; aquí Demóstenes me tiene que ayudar a buscar una cosa.

Zacarías se pasó el dorso de la mano por la frente y se hizo el importante diciendo:

—Creo que no va a ser posible. Al menos sin permiso. Víctor sonrió y replicó al momento:

—Pues yo tengo dos permisos que dicen que nos va a abrir: uno es esta placa con la que puedo detenerle por obstrucción a la justicia y el otro, esta moneda para que eche usted un trago de aguardiente. ¿Qué me dice?

Hubo un silencio.

—Vamos —asintió el capataz.

Bajaron al siempre mal iluminado depósito y Zacarías abrió los dos candados y la cerradura. Era evidente que por allí no había podido pasar nadie la noche de autos.

—¿Sabrás encontrarlo? —preguntó Víctor a Demóstenes.

—Sí.

El sepulturero se dirigió hacia las estanterías del fondo, donde rebuscó durante un buen rato para extrañeza de Zacarías. Víctor Ros, sin poder disimular su impaciencia, golpeaba el suelo con su bastón de manera algo cómica. Al fin, Demóstenes dijo:

—Aquí, es éste.

Y tendió un pequeño frasco transparente al detective.

—Quedan unas gotas —observó Víctor sonriendo satisfecho—. Quizá sea suficiente para realizar un pequeño experimento. Muchas gracias, Zacarías, no le entretenemos más. Ya nos vamos.

Los familiares y amigos de Víctor Ros estaban acostumbrados a la manera de trabajar del detective, así que nadie se extrañó demasiado de que comprara varias jaulas con palomas vivas en el concurrido mercado de la Cebada para encerrarse a continuación en su buhardilla durante dos días enteros. En aquellas dos largas jornadas apenas se le vio, porque trabajó en su desván día y noche, sin salir sino para tomar algún bocado, hacer unas carantoñas a su hija Cecilia o acudir a la Facultad a visitar a su buen amigo el químico Córcoles.

Al tercer día, y justo cuando en la oficina comenzaban a preguntarse sobre su paradero, Víctor envió una esquela a su buen amigo don Alfredo convocando una reunión en el despacho de don Horacio en la que debía hallarse presente Heredia, el asesino del coronel Ansuátegui. Blázquez supo que su buen amigo y compañero había dado al fin con el buen rastro y que su mente debía de estar funcionando ya a pleno rendimiento.

Eran las doce del mediodía cuando se dieron cita en el despacho de don Horacio el general Esparza, Paco Martínez de la Rosa, el primer detective en investigar el caso, don Alfredo y el bueno del comisario Buendía. A las doce y cuarto se abrió la puerta y entró Heredia acompañado por dos guardias de aspecto fiero; uno de ellos era Aniceto Abenza. Hicieron tomar asiento al reo de un empellón, pues parecía mirar desafiante a la concurrencia, como si a pesar de ir esposado fuera capaz de abalanzarse sobre ellos y cortarles el gaznate sin un solo atisbo de arrepentimiento. Tenía un ojo morado y cortes en los pómulos, la mandíbula hinchada y un coágulo de sangre le asomaba tras la oreja izquierda. Le habían sacudido lo suyo, pero era un tipo duro y no soltó prenda. A las doce y media apareció Víctor Ros, con acentuadas ojeras por andar escaso de sueño, pese a lo cual lucía una enorme sonrisa de oreja a oreja.

—Buenos días, señores. Se preguntarán por qué les he convocado a ustedes —comentó nada más entrar.

—Pues más bien sí —admitió el general, que miraba con desconfianza a aquel excéntrico que comparecía con una paloma muerta en una pequeña jaula.

—He dado con la solución del enigma —anunció el inspector Ros mientras dejaba la jaula sobre la mesa de despacho de Buendía—. Pero si les parece mejor, pasemos al gabinete, pues faltan, según mis cálculos, unos cinco minutos para que comprueben ustedes con sus propios ojos que nos hallamos ante uno de los sucesos más relevantes de la historia criminal de este país.

Don Horacio hizo pasar a sus invitados al gabinete. Víctor abrió la jaula de la paloma muerta e hizo otro tanto con el ventanal que daba al balcón. A continuación, tras esperar a que Abenza sentara en el gabinete a Heredia, Ros cerró la puerta corredera del despacho tras de sí. Todos se hallaban, pues, en el gabinete y aislados del despacho.

—Decididamente, este tipo está loco de remate —murmuró por lo bajo Martínez de la Rosa.

Don Alfredo, por su parte, sabía que su amigo había dado con la solución del enigma y sospechaba que iba a depararles uno de sus característicos números de circo que tanto impresionaban al respetable; así que sonrió y tomó asiento disponiéndose a disfrutar del espectáculo.

—Excelente este jerez, como siempre, don Horacio —comentó Víctor con un aire excesivamente despreocupado.

—Joven, le comunico que soy hombre atareado y que no tengo tiempo para tonterías —interrumpió el general Esparza, y consultó su reloj de bolsillo visiblemente contrariado.

—Aguarde, aguarde —terció el comisario—. Escuchemos lo que Ros tiene que decirnos. Se lo digo por experiencia.

—Bien —comenzó a decir Víctor—, desde el primer momento he estado analizando este enigma desde un punto de vista equivocado, pero creo que ahora comienza a hacerse la luz. En efecto, Heredia, aquí presente, y su compinche, De la Rubia, iban desde el principio tras el anillo del coronel Ansuátegui, un anillo rosacruz.

—¿Rosa qué? —preguntó intrigado Paco Martínez de la Rosa.

—Los rosacruces son una especie de organización similar a la masonería. Entre las cosas del coronel hallé una lista de cinco nombres en la que figuraban otros cuatro tipos y él mismo. Uno de ellos era Archibald Blake, natural de Londres; como tengo un buen amigo en Scotland Yard, le escribí al respecto pidiendo información sobre aquel tipo. Ayer mismo recibí la contestación de mi querido amigo Owen Bownes, y agárrense: Archibald Blake fue asesinado en una calleja de Londres hará ahora dos meses. Alguien le descerrajó un tiro en la nuca para, de inmediato, y ante la estupefacción de los testigos, cortarle un dedo para llevarse un anillo que portaba. Y, ¿saben?, el asesino era pelirrojo. Supongo que les suena el modus operandi.

—¡Qué tontería! —farfulló Heredia con una media sonrisa que dejó a las claras que había perdido varios dientes en el calabozo. Víctor siguió hablando:

—O sea que sospecho que el tal Archibald fue asesinado por De la Rubia y que debía de llevar un anillo como el de Ansuátegui, un anillo en el que, según el ordenanza del coronel, se veía una cruz con una rosa en el centro, o sea, el símbolo de los rosacruces. He cursado solicitudes a través de las embajadas de Hungría y Alemania para saber si los otros dos miembros de la lista, residentes en Budapest y Berlín, fueron también asesinados, porque me temo que debían de poseer anillos similares a los de Ansuátegui y Blake. Vamos, que creo que esos dos ahora mismo están muertos, como sus compañeros. ¿Me siguen?

Todos asintieron, por lo que el detective continuó:

—El quinto miembro de la lista está vivo y vive en Córdoba; se llama Agustín Sousa y, según consta en el informe que me ha enviado mi colega el inspector Sánchez, de la comisaría de esa ciudad, goza de buena salud, por lo que le hemos proporcionado protección. Dirán ustedes, ¿por qué?, pues es muy sencillo: aquí Heredia y, sobre todo, su colega el pelirrojo se jactaron ante unas prostitutas de estar preparando otro crimen más fácil que el del coronel, y me temo que el señor Sousa de Córdoba corre serio peligro. Desconozco por qué causa los cinco miembros de la lista de Ansuátegui tenían el mismo tipo de anillo, pero es evidente que esos anillos son valiosos por algún motivo. Llegado a este punto, debo reconocer que se me escapa el porqué, pero que alguien recorra media Europa tras unos anillos indica que deben de ser valiosísimos. Éstos cinco hombres se conocieron en Suiza, y curiosamente, De la Rubia, el pelirrojo, vivió allí, donde trabajó como secretario para un hombre que se dedicaba a la compraventa de acero y armas. Ése hombre no era otro que Agustín Sousa, el quinto miembro de la lista, con lo cual ya sabemos cómo se estableció la relación entre De la Rubia y los cinco de la lista que tenía Ansuátegui. De alguna manera supo que su antiguo jefe, Sousa, y otros cuatro colegas rosacruces disponían de cinco anillos de esas características y decidió matarlos uno a uno para hacerse con ellos. El problema se le planteó con el coronel Ansuátegui, que nunca salía del cuartel, así que contrató a Heredia para que lo matara mientras él mismo se hacía con el anillo. Y dirán ustedes: ¿cómo? Ansuátegui fue llevado, como correspondía por la calle en que murió, al Cementerio General del Sur y, siguiendo el procedimiento establecido, el cadáver pasó la noche en el inexpugnable depósito, vigilado por dos soldados y cerrado con dos candados, una recia cerradura y un portón de hierro. Y aun así, ese brillantísimo tipo logró hacerse con el anillo.

—Pero ¿cómo diantres lo hizo? —preguntó en voz alta El Mastín.

—Muy sencillo. Vean.

Víctor abrió la puerta del despacho de su jefe y señaló la mesa. Todos pudieron comprobar que, tras él, la jaula ¡estaba vacía!

—¿Y la paloma? ¡Estaba muerta, yo lo he visto! —exclamó el general Esparza.

—Ha volado por el balcón, seguro. Aquí dentro no está —declaró Buendía tras pasar al despacho.

Don Alfredo se había quedado boquiabierto y Martínez de la Rosa sonreía atontado mirando cómo se carcajeaba Víctor Ros.

—Señores, debo decirles que todos ustedes, haciendo gala de una extraordinaria perspicacia han dado en el clavo. En efecto, la paloma estaba muerta y, también, en efecto, ha volado por la ventana.

—Pero ¡cómo! —casi gritó Paco Martínez de la Rosa—. ¡Eso es imposible!

—Mi general, don Horacio, Paco, mi querido Alfredo y demás amigos presentes —dijo Víctor mirando a Abenza, al otro guardia y al propio Heredia—, esta pequeña comedia que acaban de presenciar no es sino la demostración científica de que Eduardo de la Rubia está vivo y evadido de la acción de la justicia en este mismo momento.