El coche de caballos volaba hacia el deprimido barrio de las Peñuelas y Víctor halló algo de consuelo al saber que al fin sabría de boca del propio acusado qué había hecho con el cuerpo del pelirrojo, por qué había robado su cadáver y, sobre todo, cómo se las habían arreglado para cortar el dedo del muerto. ¿Cuándo lo habían hecho? ¿Cómo?
Pensó en Lucía Alonso. Había sido utilizada por el maldito pelirrojo, De la Rubia. ¡Menudo elemento! Los síntomas del envenenamiento comenzaban con la administración del tónico y a su vez con el inicio de las relaciones íntimas de la dama con el pelirrojo. Porque le parecía evidente que el marqués de la Entrada había sido envenenado.
Llegaron a la casa de la calle del Laurel. Juan Damián López Dávalos, el médico con el que andaban en negocios Heredia y De la Rubia, vivía en una pequeña vivienda de dos plantas, que habría resultado hermosa en su estilo neocolonial de no ser por el estado de lamentable abandono en que se hallaba. La calle estaba mal iluminada y el jardín que rodeaba el inmueble era frondoso, con varios pinos y palmeras que dificultaban la observación del interior de la casa.
Víctor saludó discretamente a don Alfredo, que aguardaba oculto tras un coche de caballos.
Nadie quería hacer el más mínimo ruido.
Un discreto operativo policial, integrado en su mayoría por policías de paisano, rodeaba la vivienda de aquel médico de dudosa praxis. Una luz en la oscuridad dio a entender que la puerta principal de la casa se había abierto.
—¡Ahora! —dijo una voz.
Varias figuras cruzaron a toda prisa la calle y se abalanzaron sobre un tipo enorme que, embozado en una capa, había aparecido en el umbral de la vivienda. Don Alfredo entró en la casa acompañado por dos agentes, mientras Víctor y cinco agentes más pugnaban por reducir a aquel energúmeno, que, dotado de una fuerza descomunal, pudo ser doblegado gracias a un golpe de cachiporra en la nuca que lo dejó sin sentido.
Al momento salió don Alfredo acompañado de un tipo de aspecto apocado y frágiles lentes que, esposado, les miraba atemorizado. Era Juan Damián López Dávalos.
Ya en los calabozos de Sol, Víctor y Alfredo decidieron hablar primero con Heredia, que había recuperado el sentido y pugnaba por liberarse de las cadenas que lo fijaban al banco de su fría celda.
Cuando vio entrar a los dos policías, escupió en su dirección. Ambos tomaron asiento lejos del reo.
—Guarde esas energías, le van a hacer falta —aconsejó Víctor—. Soy el inspector Ros y no soy amigo de violencias, pero sepa usted que si no habla no podré evitar que el comisario envíe a otros compañeros míos que le darán de lo lindo. Los militares están muy irritados por el crimen y no le auguro a usted un buen futuro; tenemos testigos que le vieron cometerlo a cara descubierta, de modo que no se salva del garrote.
El detenido le miró con desprecio.
—Vaya, es usted un tipo duro —intervino don Alfredo.
—Heredia, esto se ha acabado —prosiguió Víctor—. No le salva nadie de la pena de muerte, pero tengo un trato que proponerle. Podría interceder por usted y conseguirle cadena perpetua si nos cuenta dónde está el cuerpo de De la Rubia, por qué robó su cadáver y cómo se hicieron con el anillo.
—¿Cómo? —preguntó el otro sorprendido.
—¿Por qué mató a su cómplice?
—Yo no he hecho eso que usted dice.
—Ya, y tampoco acudió al cementerio a robar su cuerpo. He inspeccionado sus botas y son del mismo tamaño que las huellas que vi en el cementerio. El mismo tipo de zapato. ¿Casualidad?
—Yo no hice nada de eso.
—Y tampoco mató usted al coronel Ansuátegui, claro.
—Yo no he matado a nadie en mi vida.
—¿Conoce usted a don Melquíades Ruiz, el forense?
—Ni idea.
—Diga dónde está el cuerpo de su compañero, el pelirrojo —conminó don Alfredo.
—Yo qué sé —respondió Heredia, cansado de aquello.
—¿Se da usted cuenta de que va a morir? —intentó razonar Ros—. Al menos consiga la perpetua colaborando.
—No sé nada del paradero de De la Rubia. Yo no lo maté ni robé su cuerpo.
—Luego reconoce usted que eran compinches.
—No.
—¿Por qué querían el anillo? ¿Era muy valioso?
—No sé de qué anillo me hablan.
—Lo sabe perfectamente. ¿Era rosacruz Eduardo de la Rubia?
—¿Rosa qué? Le digo que no sé de qué me hablan. Todo esto me suena a chino.
—¿Qué negocio llevaban ustedes con el médico, con López Dávalos?
—Ése es un matasanos.
—¿Qué hacía usted en su casa?
—Fui a que me viera, tengo debilidad.
—¿Usted? ¡Si han hecho falta seis hombres para reducirle!
—Así es la vida —contestó el otro irónico.
—¿Participó usted en el envenenamiento del marqués de la Entrada?
—No sé de qué habla, repito, y quiero un abogado.
Víctor se levantó y dijo:
—Bien, Alfredo, me temo que este individuo no va a colaborar; le diremos al comisario que queda en sus manos. Enviará a algún carnicero y si aun así no habla, siempre le quedará el garrote.
Me consta que hay unos cuantos oficiales del cuartel del Conde Duque que han solicitado una entrevista a solas con él.
En el corto trayecto que los separaba de la celda del médico, don Alfredo aseguró:
—No va a soltar prenda. Heredia es veterano en estas lides y sabe perfectamente que si no aparece el cuerpo del pelirrojo, no se le puede imputar ese asesinato. No creo que cante.
—Tonto sería si lo hiciera, pero había que intentarlo.
—Ahora le van a dar cera.
—No me apena, la verdad. Es una mala bestia.
—Lamentas no haberte enterado de cómo lo hicieron, ¿verdad?
—El caso está resuelto —respondió Víctor—. Creo que es cuestión de tiempo el que nos enteremos de los detalles. Veamos al otro. Entraron en la celda del médico, que parecía asustado.
—Siéntese, siéntese —dijo Don Alfredo—. Sólo queremos hacerle unas preguntas.
—¿Van a pegarme? —preguntó aquel tipo con aire nervioso y aspecto miserable.
—Nosotros no —sentenció Víctor, lo cual heló la sangre al detenido—. ¿Qué negocio llevaba con Heredia y De la Rubia?
—No sé quiénes son esos señores, no tengo el gusto de conocerles.
—El grandullón que detuvimos en su casa es Heredia, De la Rubia está muerto, lo mató su compañero. Hablamos de gente peligrosa; podría usted ser acusado de complicidad en el asesinato del coronel Ansuátegui.
—Yo no participé en eso y ustedes lo saben. El tal Heredia vino a verme por una verruga que tiene en la espalda.
Víctor y don Alfredo se miraron. Mentía, claro.
—Me temo que no sabe usted con quién se la juega. Heredia es un asesino.
—¿Y qué? Dicen ustedes que ese De la Rubia está muerto y Heredia no va a salir vivo de la cárcel, luego, ¿por qué iba a cantar? Eso suponiendo que supiera algo, que no sé nada.
—¿Sabe usted que hemos hallado ciertas sustancias en su casa? —terció don Alfredo.
—¡Ni una palabra más! —ordenó una voz desde detrás de la reja.
Todos se volvieron y se encontraron ante un tipo vestido con una chillona levita verde clara, horribles pantalones anaranjados y una espantosa corbata de color rosa con un enorme alfiler que dañaba la vista:
—Hermenegildo Salmerón, abogado, para servirles a ustedes y a mi cliente. Mi defendido, el señor López Dávalos, no dirá una palabra más. Han registrado ustedes su casa sin una orden judicial, así que cuanto hayan encontrado allí no tiene validez alguna. Ahora mismo me van a comunicar ustedes por escrito cuáles son los cargos que se le imputan, y de no haber nada grave contra él (cosa que mucho me temo es exacta), quiero que esté en la calle mañana por la mañana a más tardar o me aseguraré de que acaban ustedes de guardias urbanos en Melilla. Y ahora solicito poder entrevistarme a solas con mi cliente. Está en su derecho.
Víctor y don Alfredo conocían a aquella comadreja. Un abogado que vestía como un proxeneta del oeste americano y que se jactaba de haber puesto en la calle a más criminales que las últimas cuatro amnistías juntas. Un tipo despreciable que defendía a los más peligrosos delincuentes, asesinos y estafadores de la capital del reino, y, por desgracia, con excelentes resultados. No era mal abogado y conocía las triquiñuelas de su oficio. Víctor sabía que había sido un error registrar la casa del médico sin una orden. Era mejor retirarse con cierta dignidad. Así que optó por plegar velas.
—Es todo suyo —dijo levantándose—. Vamos a tomar un café, Alfredo.
Ala mañana siguiente, un grupo de cocheros charlaba en el punto de alquiler de la Puerta del Sol a la espera de clientes. Un tipo de mediana estatura, barba recortada y que vestía levita marrón oscura con pantalones color beige levantó su bombín y preguntó a uno de ellos:
—Perdone, ¿es usted Braulio Algueró, el dueño del coche número 234?
Un joven alto, de tez blanquecina y barbilla inferior algo huidiza contestó algo altanero:
—¿Quién quiere saberlo?
—Un servidor, don Víctor Ros, inspector de policía —se presentó el detective, y mostró su placa—. El otro día llevó usted a un tipo alto, vestido de oscuro, a la Facultad de Medicina.
—¡Acabáramos! —exclamó el otro sonriendo—. ¡Era usted! Sí, lo recuerdo, le esperamos en su casa. Vive usted en la calle San Marcos, ¿verdad? Por supuesto, yo no sabía que era usted policía, ¿eh? Cuando vino usted hacia nosotros, ya sabe, al apearse de su coche en la puerta de la Facultad, mi cliente me dijo que arreara.
—¿Sabe su nombre?
—No. Precisamente tomó el coche en este mismo punto de alquiler.
—¿Adónde le llevó usted después?
—Al hotel París —contestó el cochero señalando hacia el establecimiento que quedaba al fondo de la Puerta del Sol.
—¿Notó algo raro en él?
—Sí, que era extranjero, se le notaba en el acento.
—Inglés.
—¿Cómo?
—Nada, nada —contestó el detective mientras se encaminaba hacia el hotel—. Ah, y gracias.
Después de esquivar un tranvía de sangre, tirado por mulas y cerrado con sus características cortinillas, Víctor ganó la acera opuesta y entró en el hotel. Se dirigió directamente al recepcionista, un tipo alto y de poblado bigote.
—Víctor Ros, policía —dijo mostrando su placa—. Busco a un súbdito inglés, alto, siempre vestido con levitas y trajes oscuros. Usa chistera.
—Mister Lewis. Ayer mismo dejó el hotel.
—Vaya, lo imaginaba. ¿Tiene idea de hacia dónde iba? ¿Volvía a casa?
—No, no, creo que quería conocer el país, aunque no dijo a qué ciudad se dirigía.
—Muchas gracias. Aquí tiene mi tarjeta; si vuelve a aparecer, mándeme llamar de inmediato.
Trabajo justo ahí enfrente, en el Ministerio de la Gobernación. Buenos días.
Víctor caminó de vuelta a las oficinas de la Brigada Metropolitana algo intrigado. Había pensado que aquel misterioso tipo podía ser un enviado de los radicales de Oviedo, pero ahora sabía que era un inglés. Un inglés. ¿Para qué le seguiría un súbdito británico? Pensó en comentarlo con su profesor de inglés, Mr. Fitzgerald.
Estaba bien relacionado con la embajada y participaba activamente en la vida de la nutrida colonia británica en Madrid. Quizás él pudiera ayudarle.
Por otra parte, el caso de Ansuátegui no avanzaba: Heredia no soltaba prenda y el médico, López Dávalos, había sido puesto en libertad. Nunca sabría cómo se habían hecho con el anillo del coronel. ¿Les ayudó el forense don Melquíades? ¿Qué negocios tenían el pelirrojo y Heredia con el otro médico, López Dávalos? Si al menos Heredia confesara haber robado el anillo, podría conseguir que readmitieran al pobre Demóstenes López.
Víctor y Mr. Fitzgerald conversaban de todo un poco, el caso era charlar y que el alumno practicara el inglés hablado. El viejo profesor, que se ganaba la vida enseñando inglés y alemán a gente bien de Madrid, era un tipo alto, rubicundo, de enormes patillas pelirrojas y muy pecoso pese a su edad.
Era natural de Edimburgo y de joven había combatido en la India, en las guerras de Su Graciosa Majestad. Solía dar la lección en el pequeño mirador de su pisito en la calle Arenal, desde donde veían el trasiego de la céntrica Puerta del Sol. Charlaban sobre toros, de política, hablaban de los casos que investigaba Víctor, del Imperio británico o de cómo era la niebla londinense. El caso era practicar, charlar, aprender.
Víctor, en su aún algo rudimentario inglés, relató a su profesor el misterio del caballero inglés que le seguía: Mr. Lewis.
Fitzgerald dijo que no le resultaría difícil averiguar algo sobre aquel tipo, ya que era usual que los británicos residentes en Madrid se inscribieran en la embajada y él tenía buenos contactos en la legación diplomática. El profesor era un enamorado de España, «un megavilloso país», según decía, del cual le fascinaba su gente y, sobre todo, su luz.
—Ay, Víctor, no sabe usted lo triste que es un atardecer de invierno en Londres o Surrey, por no hablar de York.
Víctor no compartía esa opinión. Nunca había estado en Inglaterra, pero se moría por conocer un país tan avanzado, a la vanguardia del desarrollo industrial. Fitzgerald no sabía lo afortunado que era por haber nacido en un país moderno, desarrollado, una democracia parlamentaria de las de verdad. Fue en aquel momento cuando Gertrudis, la criada del profesor, interrumpió la conversación: se había presentado un guardia preguntando por don Víctor Ros.
—Hágalo pasar —dijo el detective.
Al momento, un guardia de fieros bigotes se presentó en la pequeña salita y, tras dar las buenas tardes, dijo muy afectado:
—Don Víctor, dice don Alfredo que me acompañe. Han asesinado a Juan Damián López Dávalos, el médico.
—¿Cómo?
—Creo que lo han degollado en su propia casa. Debió ocurrir esta noche pasada.
Víctor sintió que aquello le descolocaba un poco.
Fitzgeral, enterado como estaba de los pormenores del caso, se metió en lo que no le importaba y apostilló:
—Ahora no podrán echarle la culpa a ese tal Heredia.
—Desde luego que no —convino Víctor mientras tomaba el bastón, el abrigo y el sombrero.