Capítulo 9

Cuando Víctor llegó a casa, Clara le estaba esperando.

—¿Cómo está Nuria?

—Mejor, está con una enfermera que me ha enviado mi madre. Tiene buenas recomendaciones, y así Blasa queda libre para cocinar.

—Perfecto. ¿Crees que debemos hablar con ella ahora?

—Eso te iba a proponer.

Era evidente por su tono de voz que Clara estaba disgustada con su marido por haber leído las cartas de Lucía Alonso. Víctor no terminaba de entenderlo, tampoco eran tan amigas, aunque tuvo que reconocer que si su esposa y su mejor amigo coincidían en que se extralimitaba, quizá debería aceptarlo. A veces su mente iba más allá que la de los demás y eso le hacía sentirse incomprendido.

Él intuía, veía cosas que los otros sólo llegaban a comprobar con el tiempo, y cuando eso ocurría, lo tomaban por loco. Estaba convencido de que el pelirrojo había inducido a Lucía a cometer una barbaridad, aunque esperaba equivocarse.

Llegaron a la habitación de Nuria y la encontraron más tranquila. Había dado cuenta de un plato de sopa y aprovechando que la enfermera, Adela, bajaba los platos y los cubiertos a la cocina, se sentaron junto a la cama de la criada, que de inmediato se echó a llorar.

—No te preocupes, Nuria, que nosotros estamos aquí para ayudarte en todo —la calmó Víctor, leyendo la aprobación en los ojos de sus esposa—. No vas a quedarte sola, debes estar tranquila.

El llanto de la joven aumentó, a la vez que se abrazaba a Clara.

—Entenderás que necesitamos saber quién es el padre —prosiguió Víctor—. Yo mismo hablaré con él.

—¡No quiero que hable con ese desgraciado! —exclamó Nuria.

—Supongo que no querrá hacerse cargo de la situación —dijo Clara.

—Salió por piernas cuando se lo dije —contestó la criada. Víctor pensó que debía cambiar el enfoque de la conversación. La joven estaba muy a la defensiva:

—¿Cómo lo conociste, Nuria?

—En la plaza de la Cebada. Él trabaja con un recadero; lleva el carro. Suelen parar mucho por la Cava Alta. Llevan y traen géneros a Toledo. Me siguió varias veces cuando iba a hacer la compra y me pidió que nos viéramos en mi día libre. Fue este verano. Comenzamos a vernos y me llevaba a verbenas. Decía que íbamos a casarnos…

La joven cayó de nuevo en un llanto inconsolable tapándose la cara con las manos.

—¿Cómo se llama? —preguntó el detective.

—Teodoro, Teodoro Garriga. Pero no vaya usted a verle. Nuria Rodríguez tiene orgullo, antes prefiero verme muerta. Porque lo que es yo, no terminaré en la calle de puta, ¡no! Antes muerta.

—Tranquila —terció Clara—, que aquí nadie va a terminar en la calle. Ésta es tu casa, Nuria, y aquí siempre tendrás un trabajo y un techo para ti y para tu hijo.

—¡Qué buenos son ustedes conmigo! Espero que no se entere mi padre en el pueblo. Cuando lo sepan él y mis hermanos, me matan. ¡Dios mío!

Nuevamente volvió al llanto inconsolable.

—¿Tú le quieres, Nuria? —preguntó el señor de la casa. Ella asintió.

En ese momento volvió la enfermera. Quedaron en silencio.

—Ahora nos vamos a comer —dijo Clara—. Descansa y no te preocupes, que aquí estamos nosotros. Nunca te faltará de nada.

—Déjalo de mi cuenta, Nuria. Yo me encargo de todo —añadió Víctor antes de salir del cuarto.

Cuando bajaban por la escalera sonó la campanilla.

—¿Esperamos visita? —preguntó Víctor a su esposa.

—Ah, se me había olvidado decírtelo, tenemos invitados a comer.

Llegaron al descansillo de la planta baja y se dieron de bruces con la suegra de Víctor, doña Ana Escurza, que llegaba acompañada por un petimetre de estatura media, delgado y vestido al uso de los galanes románticos: pantalón color crema más ajustado hacia la pantorrilla, levita azul marino de abotonadura cruzada, botas acharoladas, impresionante capa y sombrero de copa. Debía de rondar la sesentena, por lo que su atuendo le daba un aire un tanto ridículo. Canoso, con acento italiano y algo amanerado, aquel caballerete de fino bigotillo negro les fue presentado como el conde Chiaravalle, un noble ocioso de Calabria. Era el nuevo amigo de su suegra, al que Clara se había referido.

—L’ispettore —dijo el recién llegado al estrechar la mano de Víctor—. Es usted un hombre famoso y de manera merecida. Debo decir que ansiaba conocerle y estrecharle la mano; gracias a hombres como usted las calles no están llenas de forajidos.

Pasaron al salón, donde el ambiente no fue del agrado del inspector Ros. Clara se mostraba distante con él, le preocupaba el futuro de Nuria, no quería seguir el pálpito que sentía con respecto al asunto del marqués de la Entrada y, para colmo, aquel individuo que se hacía llamar conde no dejaba de hablar y hablar.

Víctor lo clasificó al instante: era un fanfarrón.

Alardeaba de sus posesiones en Sicilia, en Suiza y en Biarritz. Se jactaba de sus inversiones en Aceros del Norte Reunidos y en el Ferrocarril Transoceánico Norteamericano, compañías de las que Víctor no había oído hablar en la vida, y presumía de sus viajes y aventuras de caza en Asia e incluso en África central. En suma, era un vanidoso.

No le gustó Gian Carlo Bermetti, aunque tampoco tenía elementos de juicio como para haberse formado una opinión tan negativa. Aquél locuaz italiano le pareció un auténtico «quiero y no puedo». Un tipo peligroso, pues doña Ana lo miraba como embelesada, y a Clara, deseosa de que su madre rehiciera su vida, le ocurría otro tanto. Tan a disgusto se encontraba que, tras el café, se excusó diciendo que tenía una entrevista importante con un testigo y se ausentó en cuanto pudo entre los parabienes del conde, las loas de su suegra y la mirada suspicaz de su esposa, que, como siempre, le leía el pensamiento.

Fue a la Facultad de Medicina. Tenía que buscar algo en la biblioteca.

A veces le ocurrían esas cosas. Una voz en su interior le hacía saber a ciencia cierta que tal o cual sospechoso era el culpable, que un conocido pegaba a su mujer o que un vecino era aficionado a la bebida en exceso. Clara le recriminaba lo que ella llamaba «prejuicios», pero él casi siempre acertaba. En muchas ocasiones basaba sus conclusiones en la observación, pero en otras era incapaz de decir cómo llegaba a leer así en la gente y en los sucesos que le rodeaban. ¿Era aquello intuición?

Pues su olfato le decía que Lucía Alonso era culpable. Justo cuando bajaba del coche y antes de entrar en la Facultad, miró hacia atrás y volvió a verle. Era él, sin duda, el tipo que lo seguía, el que fumaba tabaco inglés. Su cara se había asomado por la ventanilla de un coche que seguía al suyo, sólo unos segundos, pero suficiente como para asegurar que era él. Se encaminó hacia el coche.

—¡Eh, alto! —gritó.

Una voz desde dentro ordenó al cochero que saliera a toda prisa.

Víctor intentó hacer señas al hombre del pescante, que hostigaba a los caballos, pero fue inútil.

Antes de que pudiera alcanzarles, volaba calle abajo.

Afortunadamente era un coche de alquiler y pudo anotar el número de placa: el 234.

Entró en la Facultad. ¿Quién le estaba siguiendo? ¿Tendría algo que ver con su participación en los sucesos de Oviedo? Tuvo miedo por Clara y Cecilia.

Víctor llegó a casa a eso de las once y comprobó que todos dormían. Se preparó un vaso de leche con galletas, que tomó en la cocina, y subió las escaleras hasta su dormitorio. Se desvistió con sumo cuidado para no hacer ruido, pero Clara, que aparentemente dormía, dijo:

—¿Dónde has estado?

—Tenía que investigar una cosa. He estado nadando entre libros de medicina.

—Podías haberte quedado y hubiéramos echado una partida de cartas.

—Era urgente —mintió metiéndose en la cama—. ¿Y Nuria?

—Parece encontrarse mejor. Ésta tarde ha bajado a la cocina y ha cenado muy bien. Quiere volver al trabajo. Creo que nuestra conversación con ella ha sido beneficiosa, me da la sensación de que se siente segura con nosotros.

—Me alegro. No querría por nada del mundo que acabara hecha una tirada.

—Ya. Hemos obrado bien. ¿Cómo vas a conseguir que el tal Teodoro se haga cargo del niño y se case con ella?

—La verdad, no lo sé; primero tendré que conocerlo y averiguar sus puntos débiles.

—No te gusta el amigo de mamá —dijo ella de repente, dando un giro imprevisto a la conversación.

—No es eso, no es eso…

—¿No? ¿Y entonces?

—Tiene algo raro.

—Ya, tus intuiciones.

—Me temo que sí.

—Pues debes comenzar a hacerte a la idea de que no eres infalible. Buenas noches —le deseó, girándose para darle la espalda en la cama.

—Buenas noches.

Víctor pensó que las cosas se iban a poner muy feas con Clara cuando supiese lo que creía haber descubierto. Ojalá estuviera equivocado. —P asen, pasen— invitó don Horacio. —Nuestro hombre debe de estar a punto de llegar.

Víctor y don Alfredo tomaron asiento en el saloncito de Buendía.

—Espero que no haya metido usted la pata —deseó el comisario mirando a Víctor—. Don Higinio Martínez es un hombre respetado, y navega usted en aguas pantanosas.

—Sé lo que me hago y les pido a ustedes, don Alfredo y don Horacio, un pequeño margen de confianza.

—Tengo fe en usted —reconoció El Mastín—, pero a veces apura usted mucho, joven.

Víctor miró a don Alfredo como buscando su apoyo.

—Sabes que no me gusta este asunto de la viudita, pero cuenta conmigo —ofreció Blázquez.

En eso se abrió la puerta y se asomó el ayudante de Buendía diciendo:

—Don Higinio Martínez.

Los tres policías se levantaron y el comisario recibió al médico entre parabienes agradeciendo la atención que les prestaba.

—Bueno, bueno, don Higinio. Aquí mis dos hombres me cuentan que el otro día tuvieron una entrevista con usted.

—Sí, en mi casa.

—Exacto. No tengo ni que contarle que tanto don Víctor como don Alfredo pertenecen a la Brigada Metropolitana que dirijo. Es una unidad de élite y ambos ostentan el grado de inspector.

—Me hago cargo.

—Quiero decir con esto que ambos son de absoluta confianza y que si dicen que en un asunto hay caso, pues suele haber caso.

—Ustedes dirán.

Víctor tomó la palabra tras sacar del bolsillo de su chaqueta una libretita en la que comenzó a leer sus notas:

Don Higinio, usted me dijo que los síntomas que padecía el marqués de la Entrada, esto es, náuseas, mareo, vómitos, insomnio, dolores de cabeza y estupor, no correspondían con ninguna patología y con todas a la vez.

Cierto. Son síntomas muy generales.

—Bien, yo he realizado mi pequeña investigación y he encontrado una.

—¿Cuál? —preguntó el galeno mostrando el temor en sus ojos.

—El saturnismo.

—¿Cóooomo? —preguntaron don Horacio y don Alfredo al unísono.

—Envenenamiento por plomo —explicó Víctor muy seguro de sí mismo.

Los tres policías miraron entonces a don Higinio, quien se pasó el pañuelo por la cara a la vez que suspiraba con desesperación. Estaba sudando.

Lo supuse cuando nos despedimos en mi casa. Noté que usted no se quedaba satisfecho, don Víctor —dijo. ¿Eso es una respuesta afirmativa?— preguntó don Horacio con los ojos muy abiertos.

No adelantemos acontecimientos. Hablamos exclusivamente en el terreno de la hipótesis. Yo sólo sé que desde hace un año mi cliente comenzó a sentirse mal. Los síntomas eran variados, pero como no hallé foco infeccioso alguno y al no padecer el buen hombre ninguna dolencia crónica, comencé a sospechar: vómitos, estreñimiento, dolor de cabeza, insomnio y deterioro motor. Un buen día le pregunté: «Estimado marqués, sé que le sonará raro, pero ¿tiene usted enemigos?».

«Ninguno —contestó muy seguro de sí mismo—. ¿Acaso piensa usted que alguien me está envenenando?». «No, no», mentí, porque no quería alarmarlo. «Es absolutamente imposible, mi mujer y yo comemos los dos lo mismo y ella está perfecta. Como no sea que me envenene ella con un tónico que me da todas las mañanas…», añadió entre risas. ¿Cómo? —interrumpió Víctor—. ¿Ella le daba un tónico?

Sí, al parecer para que cumpliera en…, bueno, ya saben.

Nos hacemos cargo —dijo don Horacio—. ¿Y sabe usted desde cuándo tomaba el tónico ése?

—Desde hacía un año.

—O sea, desde que comenzaron los síntomas —dedujo Víctor.

—Sí, en efecto.

—¿Y usted no sospechó que…?

—¡Tenía más de setenta años, por Dios! Su mujer era una hembra impresionante de veintidós.

No podía creer en algo así. Cuando murió fue otra cosa. Me apareció la sombra de la duda.

—¿Y no acudió usted a la policía? —preguntó Blázquez.

—¿Para qué? No estaba seguro, eran conjeturas y temía arruinar la vida de una joven que, dicho sea de paso, puede ser inocente. Pensé que lo más prudente era dejarlo pasar.

—Ya —asumió Víctor.

Tras mirar a Víctor y comprobar que éste le hacía un gesto dando por terminada la conversación, don Horacio se levantó y acompañó al médico a la puerta.

—Creo que te debo una disculpa —dijo don Alfredo—. Tenías razón.

—Nos movemos en el terreno de la conjetura.

—¿Cree usted que ella lo hizo? —preguntó don Horacio tras tomar de nuevo asiento junto a ellos.

—No lo sé. Pero he comprobado que a los seis meses de casada recibió las primeras cartas de De la Rubia y que comenzó a dar el tónico a su marido justo cuando empezó a tener intimidad con el pelirrojo. Los síntomas aparecieron entonces. Además, no tiene sentido que justo al principio de tener encuentros íntimos con De la Rubia proporcionara un tónico a su marido decrépito para que cumpliera en el tálamo, ¿no?

—Más bien había de ser lo contrario —razonó don Alfredo.

—Exacto. Pero no hay pruebas —concluyó Víctor.

—Entonces —expuso el comisario—, me dice usted que no podemos comprobar si esta joven, en colaboración con ese maldito pelirrojo que espero esté en el infierno, mató al marqués. Vamos, que se va a ir de rositas.

—Hay una manera —dijo Víctor, misterioso.

El inspector Ros pasó toda la tarde trabajando, pues no quería volver a casa. Incluso había enviado una nota para decir que comería fuera y luego se enfrascó en el papeleo que tenía atrasado como terapia para no pensar en Clara. Aquélla tarde recibió la visita del agente Adanes, a quien había encargado la vigilancia del teniente Gutiérrez. No pensaba que don Melquíades fuera el hombre que cercenó el dedo al coronel y tampoco creía que el teniente Gutiérrez estuviera implicado en un asunto tan sórdido, pero la experiencia le había demostrado que no se debía descartar hipótesis alguna.

—Dime, Adanes —invitó Víctor, repantigado en su silla.

—En efecto, el hombre esconde algo. Ha salido dos noches en la última semana, siempre en coches de punto. Una de ellas, el coche pasó por Embajadores y allí recogió a un sujeto de mal aspecto.

—¿Joven o viejo?

—Creo que joven, aunque estaba oscuro.

—Bien. Sigue. ¿Adónde fueron?

—El coche estuvo dando vueltas por Madrid, y a eso de una hora más tarde el joven se bajó aquí al lado, en la calle Carretas.

—Vaya, curioso —comentó el inspector con una sonrisa en los labios.

—Regresó a casa. Dos días después volvió a salir y tomó un coche. Fue a la casa de donde usted le vio salir —añadió el joven agente mirando sus notas—. Entró embozado. Allí vive un hombre de veintitrés años de edad, que fue carlista; se llama Pepe Murcia y no se le conoce oficio, pese a que paga el alquiler puntualmente.

—¿Qué opinas de ese joven?

—Hombre, que no trabaja en nada, digamos, normal.

—¿Podría ser un perista?

—No he podido comprobarlo.

—Miraré si está fichado antes de irme a casa. Gracias, has hecho un trabajo formidable.

Y a punto de salir, el joven se giró y dijo:

—¿Sabe, inspector? Me gusta trabajar de paisano.

—Sigue así, hijo. Llegarás lejos.

Víctor bajó al archivo y consultó la ficha de Pepe Murcia. Sonrió al comprobar que su hipótesis era cierta. Pensó en volver a casa. No le apetecía. Pensó de nuevo en Clara, en Lucía Alonso y en el marqués de la Entrada. Era evidente que su mujer se enojaría con él cuando lo supiera. A las ocho se fue por fin y comprobó que tenían invitados, su suegra y el pesado del conde cenaban allí aquella noche. Al menos le animó comprobar que Nuria estaba repuesta y que les servía la mesa muy entusiasmada. Se alegró por ello. Clara seguía distante y, lo peor, notaba que él le guardaba un secreto. Se sentía tenso. Aquél bocazas de Gian Carlo les martirizó con sus conocimientos sobre caballos de carreras, habló y no paró de los famosos purasangre irlandeses. Insoportable. Por fortuna, antes del postre sonó la campana y Nuria apareció acompañada de un guardia.

—Disculpen, asunto oficial —se excusó, dando gracias al cielo por poder deshacerse de aquel pedante que parecía saber de todo.

—Dígame, agente —inquirió tras reunirse a solas con el guardia en el recibidor.

—Ha aparecido Heredia. Ahora mismo está en casa del médico.

Están rodeados y no tienen escapatoria. En cuanto salga le echamos el guante.

—Vamos allá, no perdamos tiempo.