Clara sirvió el café. Víctor jugaba con la niña y Nuria descansaba bajo la estricta vigilancia de Blasa, pues el doctor Ródenas había prescrito que no se la dejara sola bajo ningún concepto.
Mientras añadía dos terrones al café de su marido, la señora de la casa quiso saber:
—¿Cómo sabías que estaba embarazada?
Víctor levantó la mirada y respondió:
—Simplemente lo sospechaba. Anteayer por la mañana le dije que comentara a Blasa que a la noche me hiciera unos huevos fritos con patatas. Sé que era temprano, sobre las siete y media, pero ¿sabes lo que hizo?: vomitó. Luego, tú me comentaste que se sentía indispuesta y así ha estado varios días. Anoche, cuando subí con Abenza a mi trastero, la escuché llorar amargamente. ¿Por qué iba a estar tan desesperada una joven criada soltera que vomita cuando oye hablar de huevos fritos y que pasa más tiempo acostada que de pie?
—Claro, era lógico.
—¿Has podido hablar con ella?
—No, no estaba como para charlar, Víctor, créeme.
—Bien, no hay que dejarla sola en ningún momento. Habrá que contratar a alguien que ayude a Blasa, y entre las tres tendréis que vigilarla. En cuanto se serene hablaremos con ella.
—No pretenderás echarla, Víctor.
—No, querida, creo que estarás de acuerdo en que debemos ayudarla.
—No esperaba menos de ti.
—¿Tienes idea de quién puede ser el padre?
—No. Debemos hablar con ella en cuanto esté mejor. Los dos esposos se fundieron en un abrazo.
Entonces él, como quien no quiere la cosa, dijo:
—Tengo que contarte algo.
—Eso suena realmente mal. Por tu tono de voz…
Víctor la puso al día del caso del coronel Ansuátegui.
—¡Fascinante suceso! —exclamó ella vivamente interesada.
Él continuó hablando y le relató el testimonio de María Manuela, la huida de Heredia y lo de las cartas:
—Iban dirigidas a una conocida tuya. —Hizo una estudiada pausa mientras leía la impaciencia en el rostro de su mujer—: Lucía Alonso. Clara se santiguó y él añadió:
—Y no acaba ahí la cosa. Sabes que su marido murió hace cosa de tres semanas…
—Lo sé, Víctor, fui sola al sepelio porque tú estabas en Valencia con el asunto ése del Banco Exterior.
—Bien, pues en las cartas De la Rubia la incita a…
—¿Has leído las cartas? ¡No puedo creerlo! ¡Es una dama! ¡Es…, es mi amiga! ¿Es que no respetas a nada ni a nadie?
—Engañaba al marido.
—Que ella fuera infiel a su marido no te da derecho a…
—Tenía que leerlas, Clara. Es mi trabajo.
—¡Y un bledo! Eso que has hecho es de porteras. Debo decirte que a veces sobrepasas ciertos límites y que eso no me agrada.
—Clara, por Dios, razona, el pelirrojo se había jactado de que «había que dar un empujón a la naturaleza». Temí que Lucía se hubiera metido en un lío por culpa de ese malnacido.
—¿De verdad piensas que mató a su marido? ¡Si era un viejo decrépito!
—Mañana mismo le llevaré sus cartas. Está en su casa de Madrid. Me he informado.
—Pues ni se te ocurra decirle que las has leído. Vamos, Cecilia —cortó, tomó a la niña en brazos y mientras desaparecía por la puerta aún la oyó decir—: ¡Qué vergüenza!
Víctor quedó a solas en el salón. Clara parecía indignada. No le había dejado explicarse. Ni cuando hablaba del sufragio universal se ponía así. Se sintió incomprendido Había leído las cartas, sí. Debía hacerlo. Era su trabajo. Y no le gustaba lo que había leído, la verdad. Estaba convencido de que aquel asunto iba a provocar tensiones con su mujer, eso era seguro. Se avecinaban problemas.
Víctor llamó a la elegante casa de la costanilla de los Ángeles en que residía Lucía Alonso. Reparó al instante en el aspecto neoclásico de la vivienda, como todos los palacetes de la gente bien de Madrid, y en las costosas columnas de mármol blanco que jalonaban la entrada. El picaporte parecía de bronce macizo y asemejaba un elaborado delfín. La pesada puerta de madera de caoba se abrió y apareció una criada menuda, mal encarada y antipática que lo condujo a un pequeño gabinete que hacía las funciones de biblioteca.
—Dígale a su señora que está aquí Víctor Ros, el marido de su amiga Clara Alvear.
La fámula desapareció portando la tarjeta del policía, que echó un vistazo al cuarto enmoquetado en tonos rojos, a juego con unas inmensas cortinas de terciopelo granate. El jardín estaba muy bien cuidado.
—¿Víctor? —preguntó una voz desde detrás del policía.
Se volvió y estrechó la mano de Lucía. El sol que entraba por la ventana sacaba destellos de sus enormes ojos verdes y realzaba el tono rosado de sus apetecibles y carnosos labios. Tenía los ojos enrojecidos. Había llorado recientemente. Era alta, de pelo moreno, casi azabache, y de formas exuberantes. Vestía enteramente de negro. Era bella pese a aparentar cierta tristeza por el duelo que estaba viviendo. ¿O no?
—¿A qué debo este inesperado honor? —preguntó la joven sonriendo al policía y mostrando unos dientes perfectos y blancos como perlas.
—Lucía, vengo a verla por un asunto oficial.
Ella dio un respingo. Mal asunto.
—Puedes tutearme, Víctor, pero siéntate, siéntate. Me pillas de milagro. Mañana mismo salgo hacia Córdoba —expuso al tiempo que agitaba una campanilla. Apareció la criada y, tras consultar a su invitado, la señora de la casa pidió café y pastas para los dos—. ¿Y bien, Víctor?
Estaban sentados junto a la ventana en dos cómodas butacas, uno frente a la otra. La joven olía bien, a lavanda. Sus rodillas no quedaban muy lejos de las de Víctor.
El policía abrió la pequeña caja de madera y sacó las cartas.
—He traído esto. Le corresponde a usted tenerlas, perdón, a ti.
Ella quedó como si hubiera visto una visión. Pálida, rígida, como muerta. Por un momento temió que fuera a desmayarse, pero al instante entró la criada y la dama se recompuso. Tras dejar las cartas aparte, sin mirarlas siquiera, despachó a la criada e hizo los honores; sirvió el café sin decir nada, con parsimonia. Víctor la estudiaba al detalle. Estaba acostumbrado a leer en las personas. Al fin, ella habló:
—¿Por qué me las has traído? Las devolví.
—Lo sé. Pero no quería que cayeran en malas manos. Creemos que su legítimo dueño ha fallecido.
La taza que Lucía Alonso tenía en las manos rodó por el suelo, manchó la moqueta y se hizo añicos. Se agachó a recoger los fragmentos y quedó así, doblada. Parecía atravesada por el mayor de los dolores de este mundo.
Víctor la tomó de la mano y la ayudó a sentarse de nuevo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
Era obvio que aquella mujer no lloraba por su marido.
—Creí que debía traértelas, no sé. Evitar el escándalo.
—¿Las has leído?
—No —mintió.
—¿Lo sabe Clara?
—No hablo con mi mujer acerca de los casos que investigo —mintió de nuevo.
Ella miró por la ventana con un aire lánguido que la hizo parecer aún más atractiva. ¿Podría una joven tan bella haber matado a su marido? Seguro que no.
—Pensarás que soy una cualquiera, pero tuve mis motivos.
—No, no, en absoluto. —Había leído las cartas, maldita sea, de sobra sabía que la pobre se había casado con un vejestorio y que sehabía resistido a los requerimientos iniciales de aquel desgraciado de De la Rubia—. Te he traído las cartas porque pensamos que Eduardo de la Rubia fue asesinado por un compinche suyo, José Heredia. Ambos participaron en la muerte del coronel Ansuátegui, un militar al que asesinaron de un tiro en la nuca cuando salía de misa.
Ella se cubrió el rostro con las manos y sollozó de nuevo.
—Comprendo que esto es duro, pero ¿sabes dónde vivía?
—No. Nos encontrábamos en el hotel París. Nunca me llevó a su casa.
—Ya.
—No me juzgues con dureza, Víctor.
—No lo hago —volvió a mentir él—. Además, le devolviste las cartas.
—¡Qué vergüenza! ¡El escándalo!
—Tranquila, tranquila —la calmó, mientras pensaba que quizá la joven sobreactuaba. ¿Sería posible que estuviera fingiendo?—. Para eso he venido aquí. Las cartas son un asunto privado entre dos… amantes. No temas, están en tu poder; destrúyelas.
—Lo haré —afirmó pensativa. Entonces volvió a hablar—: ¿Seguro que está muerto?
Víctor asintió.
—Su cómplice lo hizo, pero tenemos que hallar el cuerpo. Es cuestión de tiempo.
—Ya.
Se hizo un silencio embarazoso entre los dos. Lucía levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
Definitivamente era hermosa, pese a que su rostro estaba surcado por el dolor. ¿Quieres preguntarme algo?
Víctor asintió. Carraspeó, se armó de valor y dijo:
Lucía, Eduardo de la Rubia tenía un historial delictivo muy denso. Participó en la muerte de Ansuátegui y nos consta que planeaba al menos otro asesinato. ¿Crees que pudo tener algo que ver con el fallecimiento de tu marido?
Ella se puso de pie inmediatamente, como impulsada por un muelle.
Hizo sonar la campanilla y compareció la criada.
—Angustias, el caballero se va. Por favor, su sombrero y el bastón.
Él no supo reaccionar.
Don Alfredo daba cuenta de un café con leche y churros en el Café del Sol cuando vio a Víctor entrar en el local.
—¡Dichosos los ojos! —exclamó Blázquez.
—Calla, calla —contestó Víctor—. Tengo la negra. ¡Un café, Raimundo!
—Toma asiento y cuéntame. ¿Dónde has estado?
—He ido a devolver las cartas a Lucía Alonso.
—Vaya. No se te ve muy animado.
—Problemas domésticos. Mi mujer está indignada porque las leí.
—Te dije que no debías hacerlo.
—No estoy de acuerdo, y lo sabes. Pero el caso es que Clara reaccionó mal cuando se lo dije.
—Bah, se le pasará.
—No, no creas. Estaba fuera de sí. Además, este asunto traerá cola.
—¿Por qué dices eso?
Víctor guardó silencio.
—¡Oye, oye! No irás a intentar procesar a la joven porque se le murió un marido septuagenario.
—Sinceramente, no lo sé. Tengo sospechas, Alfredo, tengo sospechas. Ése De la Rubia era un mal bicho, un manipulador, un tipo peligroso.
—Olvídalo, está muerto.
Quedaron en silencio mientras el camarero servía el café a Víctor.
—Y, encima, por si todo esto fuera poco, mi criada se ha quedado embarazada.
—¡Cómo! ¿Nuria?
—La misma que viste y calza.
—¿Y qué vais a hacer?
—No lo sé; de momento, hablar con ella.
—Ahora os dejará cuando se case.
Víctor negó con la cabeza:
—Me temo que el padre de la criatura no debe estar muy por la labor; anoche mismo la sorprendí con una soga en la mano, le había hecho un nudo corredizo.
—¡Dios mío!
—Sí, amigo, sí. Y ahora veremos. He pensado intentar que desvele la identidad del rufián que la preñó y apretarle las tuercas. Que cumpla.
—Ése tampoco es asunto tuyo, Víctor. No te metas.
—¿Y qué debo hacer? ¿Echarla a la calle?
—¿Has pensado que si te quedas en casa con una criada, soltera y embarazada, la gente pensará que el hijo es tuyo?
—Pues, ahora que lo dices, no.
—Es duro, pero debes ponerla de patitas en la calle. Ése no es buen asunto para una casa decente.
—¿Y adónde iría? Sabes que la mayor parte de las putas de Madrid son antiguas chicas de servicio a las que sus señores dejaron embarazadas. No quiero que la pobre Nuria acabe así. Nos ha sido fiel y es una buena criada. Buscaré al padre y no se hable más —zanjó Víctor apurando su café—. Y ahora tengo que ir a’ hacer una visita; ¿me acompañas?
—¿A quién?
—A don Higinio Martínez, el médico del marqués de la Entrada.
En el escaso trayecto que tuvieron que recorrer para llegar a la consulta de don Higinio en la calle Mayor, don Alfredo no dejó de repetir a su compañero: «¡Estás loco!, ¡estás loco!». A lo que Víctor respondía que no, que tenía un pálpito, una corazonada de las suyas.
Llegaron enseguida, pese a que la Puerta del Sol y la calle Mayor estaban muy concurridas a aquellas horas. Era una consulta distinguida, el médico tenía prestigio y era vox pópuli que había tratado incluso a determinados miembros de la familia real de ciertas afecciones que resultan inconfesables y se adquieren practicando hábitos licenciosos.
Una enfermera los hizo pasar a una salita aparte en cuanto se identificaron discretamente como policías. Víctor había tenido la prudencia de preguntar a qué hora solía terminar la consulta matinal del galeno, de manera que, según les dijo la enfermera, apenas quedaban un par de pacientes.
Aun así, tuvieron que esperar casi una hora hasta que se abrió la puerta y apareció don Higinio, un hombre alto, imponente, de cabello muy rizado, negro, y con unas enormes patillas que rodeaban su cara de tez blanquecina.
—Ustedes sabrán disculparme, pero tenía que terminar la consulta y me quedaba muy poco.
Los policías se presentaron y tendieron sus tarjetas al médico, que tomó asiento junto a ellos.
—¿Quieren tomar algo?
Negaron con la cabeza.
—Mejor así. Falta poco para la hora de comer y no es conveniente picar entre horas. Ustedes dirán.
Alfredo y Víctor se miraron. Era obvio que Alfredo no le iba a ayudar en aquella gestión que él consideraba una locura. El joven inspector comenzó a hablar:
—Pues verá usted, venía a hacerle una consulta en relación con un paciente suyo ya fallecido.
No le quepa duda de que cuanto usted nos diga quedará guardado en secreto por la discreción con que tratamos estos asuntos. Somos profesionales.
—¿Y bien?
—Me refiero al marqués de la Entrada.
Don Higinio dio un respingo en su silla. Ambos policías lo percibieron.
—Dígame, joven.
—Murió hace tres semanas. Investigando otro caso hemos llegado a este asunto…, digamos que de manera tangencial. Me ha surgido una duda y es mi obligación preguntarle al respecto, ya sabe, una simple comprobación de rutina.
—Me hago cargo.
—¿De qué murió exactamente el marqués?
—Murió mientras dormía y no se practicó autopsia, pero todo hace pensar que de paro cardíaco.
Era un hombre anciano: setenta y dos años.
—¿Gozaba de buena salud?
—Siempre fue un hombre fuerte, de complexión atlética en su juventud, amante del ejercicio pero también de los excesos, pese a lo cual había llegado muy bien conservado a la vejez. Anciano vigoroso y con buena cabeza.
El médico les ofreció tabaco y encendió un cigarro. Le temblaba la mano con la que sostenía la cerilla. Estaba nervioso. ¿Por qué?
—¿Entonces podemos suponer que su salud era buena? ¿Le visitaba mucho?
—En los últimos tiempos había experimentado un bajón. Ya saben ustedes que se envejece así, como a impulsos.
—¿Podría usted decirme qué le ocurría? Es importante, créame.
Don Higinio se lo pensó, pero al poco comenzó a hablar: —Al año de su boda comenzó a sufrir ciertas molestias.
—¿Qué clase de molestias?
—Vómitos, dolor de cabeza, tenía insomnio. También dolor de estómago, irritabilidad.
—Ya.
—Luego apareció el estupor.
—¿Estupor? —preguntó don Alfredo.
—Disminución de la actividad intelectual. El paciente queda a ratos como indiferente.
—¿Ausente?
—Algo parecido, sí.
Víctor interrumpió la conversación:
—Doctor, esos síntomas, ¿a qué enfermedad corresponden?
Don Higinio hizo una pausa. Resultaba evidente que aquella conversación no le hacía sentirse cómodo ni mucho menos.
—Pues miren, el marqués era paciente mío de toda la vida. Un hombre sano, como digo, pero que se casó con una mujer impresionante, bella y atractiva de veintidós años. No sé si me entienden…
—Se explica usted como un libro abierto —repuso Víctor—. Pero aun suponiendo que su decrepitud acelerada se debiera al cumplimiento de sus deberes como esposo en el tálamo, esos síntomas que presentaba el paciente, ¿a qué patología corresponden?
—A todas y a ninguna, son síntomas altamente inespecíficos como para afirmar que pertenecen a tal o cual patología.
—En suma, que no ve usted nada raro —resumió don Alfredo.
—En efecto —contestó el médico aliviado.
—Sí, pero en el caso de… —comenzaba Víctor a decir, cuando don Alfredo se levantó para despedirse.
—Bueno, don Higinio, supongo que querrá usted ir a comer. Muchas gracias por su atención.
Estrecharon la mano del médico, se pusieron los abrigos y salieron de la consulta.
Ya en la calle y de camino a casa, don Alfredo rompió el silencio:
—Víctor, razona. Clara tiene toda la razón: eres un gran detective, el mejor que yo he conocido pese a tu edad, tienes buena cabeza, dominas las más modernas técnicas y llegarás lejos, sin duda, pero tienes un defecto.
—Y sospecho que me lo vas a decir.
—Sí, en efecto, te lo diré: tu mente es demasiado laboriosa, no puede estar quieta y eso te conduce a llevar los casos siempre un paso más allá. Cuando todo parece resuelto, pretendes que la cosa no acabe. Sé que los casos complejos estimulan tu mente, que son para ti como una droga de la que no puedes prescindir. Por eso ahora te empecinas en ver algo raro en la muerte del marqués de la Entrada. Sí, imagino lo que decían las cartas, pero unas vagas alusiones a un probable delito, y digo bien, «pro-ba-ble de-li-to», no son suficiente como para adentrarnos en un tema tan escabroso que puede arruinar la vida y la reputación de una joven dama que, además, goza de la estima de tu esposa. Hazme caso y no seas testarudo, déjalo correr.
—Pero ¿no lo has notado? El médico estaba nervioso.
—Mucha gente, aun siendo su comportamiento modélico, se pone nerviosa cuando habla con la policía.
—Sí, pero hay algo más; sentí que nos ocultaba algo.
—Víctor, déjalo. Sé que no puedes aceptar que un caso estimulante se cierre, pero ya no cabe sino esperar a que cacemos al moreno. Entonces sabremos por qué, cómo y dónde escondió el cuerpo del pelirrojo y cómo se las arreglaron para hacerse con el anillo.
Los dos amigos se separaron momentáneamente al mezclarse entre el gentío que se agolpaba caminando de aquí para allá en la siempre concurrida Puerta del Sol. Un tranvía tirado por mulas pasó ruidosamente entre ellos. Cuando volvieron a unir sus pasos, Víctor concluyó muy serio:
—Tú ganas, Alfredo. Y Clara también.