Capítulo 7

—¡Víctor, Víctor!, ¿qué pasa? —quiso saber don Alfredo.

—Yo conozco a esta mujer, Lucía Alonso, vive en la costanilla de los Ángeles, junto a la plaza de Oriente. Es amiga de mi esposa, estudiaron juntas en el internado —respondió Víctor, y se quedó pensativo por unos instantes. Parecía poner en orden sus ideas—. Tengo que ir a casa. Debo leer estas cartas. ¡Maldición! Aquí no hay más pistas, y no debo perder el tiempo.

Antes de que pudieran decirle nada, Víctor Ros había salido del cuarto y bajaba ruidosamente la escalera de aquella humilde vivienda.

Eran las once de la mañana cuando don Alfredo Blázquez entró en el despacho de don Horacio Buendía.

—Iba a tomar mis bizcochos con jerez, ¿gusta usted? —invitó el comisario muy solícito.

—No le diré que no. He recibido una nota de mi compañero citándome aquí.

—Sí, me solicitó una reunión; debe estar al llegar, es hombre puntual.

Justo en aquel momento dieron las once en punto en el carillón del comisario y la puerta del despacho se abrió de nuevo para dar paso a Víctor Ros. Unas impresionantes ojeras dejaban claro que no había pegado ojo en toda la noche.

—Has leído todas las cartas, ¿verdad? Como si no te conociera —comentó don Alfredo al recién llegado.

—Señores… —dijo Ros a modo de saludo, con una inclinación de cabeza—. En efecto, las he leído todas. ¿Tienes lo que te pedí?

—Sí —contestó Blázquez sonriendo—. He hecho los deberes.

—Bien, pues sentémonos. Comisario —añadió Víctor—, una copa de su excelente jerez no me irá mal.

—¿Un bizcocho?

—No, gracias, estoy echando barriga y mi mujer me recrimina a menudo por ello.

Los tres se rieron y tomaron asiento.

—¡La curva de la felicidad! —exclamó El Mastín, y se golpeó sonoramente su inmensa barriga.

—Bien, al trabajo; ¿qué tenemos? —preguntó Víctor a su compañero.

—¿Por cuál empiezo?

—Por el fiambre, el pelirrojo.

Don Alfredo comenzó a leer sus notas:

Eduardo de la Rubia y Cervantes. En efecto, era de buena familia, lo que se dice un señorito andaluz, natural de Córdoba. Tiene un historial delictivo impresionante: estafas, timos, cheques sin fondos, de todo, aunque no aparecen delitos con violencia. Consta que estuvo en el ejército, de donde fue expulsado a los ocho días. ¡Menudo elemento, Víctor! Domicilio oficial en la calle del Prado, 8. Ésta misma mañana he enviado allí a un sargento; al parecer es el domicilio del teniente coronel Satrústegui, Eduardo era sobrino carnal de la esposa de éste, doña Remigia. La criada le ha dicho al sargento que el sobrino de su señora apenas residió allí cosa de un mes a su llegada a Madrid. Creo que el tío lo echó de su casa.

—Intentaré hablar con doña Remigia —comentó Víctor.

—Ahora el otro, el pistolero, José Heredia Martínez, alias «el Esclavejío». Conocido en los peores ambientes de Alcalá de Henares, Toledo y Consuegra. Tipo violento, proxeneta, ladrón de pocos vuelos y matón a sueldo. Acredita multitud de detenciones, entre las que se incluyen varias agresiones con arma blanca. No es lo que se dice un tipo inteligente; vamos, que le falta un hervor.

Fue guardaespaldas de nuevos ricos en Madrid, sobre todo de gente de dudosa reputación aunque adinerada. Un hombre de sangre caliente que ha pasado más tiempo en la cárcel que fuera de ella.

—¿Domicilio oficial? —inquirió don Horacio.

—No consta. También he hecho averiguaciones sobre el matasanos ése de las Peñuelas con el que ese par llevaba algún asunto. Juan Damián López Dávalos cumplió tres años de prisión por practicar abortos en su domicilio. Expulsado del colegio de médicos. Parece que su casa de la calle del Laurel es el lugar al que acuden todos los desgraciados de Madrid cuando necesitan un doctor que no se vaya de la lengua. Atiende heridas de bala, navajazos, lo que sea, sin dar parte a las autoridades. Realiza abortos, como ya he dicho, recompone la honra de las mujeres y trata enfermedades venéreas sin hacer preguntas. Consigue drogas, como derivados del opio e incluso cocaína, para inyectar.

—¡Menudo angelito! —exclamó El Mastín.

—Sí —aseveró Víctor—, dios los cría y ellos se juntan.

—Quizá deberías visitarlo… —apuntó Blázquez.

—No, no. ¿Vigilamos la casa?

—He dispuesto un discreto servicio.

—Mejor así, Alfredo. No quisiera levantar la liebre. Ése tal José Heredia no tendrá muchos lugares donde esconderse. Igual pasa por allí.

—¿Y qué negocio tenían esos dos con el medicucho? —preguntó de pronto don Horacio.

Víctor contestó por su compañero:

—No lo sabemos.

—¿Y qué sabemos, si puede saberse? —insistió el comisario, impaciente.

—Pues que esos dos —continuó hablando Ros—, de alguna manera supieron de la existencia del anillo del coronel, que debe ser muy valioso, supongo.

—¿Supone?

—Sí, no he tenido ocasión de verlo. El caso es que robar el anillo no era asunto fácil. El coronel Ansuátegui no salía nunca del cuartel, quizá porque tenía miedo de algo o de alguien. Evidentemente, ese par de facinerosos no podía irrumpir en mitad del cuartel de Conde Duque a atracar nada menos que a un coronel. Habría sido un golpe suicida. El pelirrojo, De la Rubia, era un hombre inteligente, así que supo que Ansuátegui salía cada tarde a misa. Ésa era su única oportunidad. Lo mataron y, de alguna manera, consiguieron, antes o después de su entrada en el depósito, cortar el dedo del coronel y hacerse con la joya. Luego, el pelirrojo debió tratar de pasarse de listo y el otro lo despachó. Heredia es un tipo impulsivo y quizá dejó alguna pista en el cadáver, de modo que volvió por el muerto, lo desenterró y borró así su rastro.

—¿Pudo ser el forense quien cortara el dedo? ¿Podría estar compinchado con esa pareja? —preguntó Blázquez.

—Podría ser, podría ser, pero el anillo no ha sido vendido en los bajos fondos de Madrid. Ningún perista lo ha visto. No sé si Melquíades Ruiz tenía relación con el pelirrojo y Heredia. De momento sólo sé que estos dos compinches estaban en el ajo e iban tras el anillo.

Don Horacio y don Alfredo se miraron.

—Ésta es la explicación más lógica que se me ocurre de lo sucedido, pero no termina de convencerme —añadió Ros.

—¿Por qué?

—Pues porque el pelirrojo era un tipo peligroso, inteligente y, según parece, Heredia no destaca por ser demasiado espabilado. Me resulta dificil creer que pudiera acabar con él.

—Tú mismo lo has dicho: igual se pasó de listo con su socio. Además, ¿de dónde deduces que era tan inteligente?

—Queridos amigos, me temo que Eduardo de la Rubia y Cervantes no era ni mucho menos un delincuente del montón. Fíjense que, aunque estaban preparando un golpe de postín, él tenía un plan alternativo, vamos, que había conquistado a una joven casada con un acaudalado anciano con el objetivo de hacerse con su dinero. Dijo a María Manuela, la prostituta, que si todo iba bien, sería rico por partida doble. Eso es propio de un tipo inteligente, brillante, que asegura dos buenos golpes a la vez. O sea, que si uno sale mal, el otro le puede sacar adelante. También dijo a la prostituta que planeaba matar a otro hombre, aparte del coronel. Además, aún no he conseguido saber cómo ni dónde logró hacerse con el anillo. Eso demuestra que el tipo tenía buena cabeza.

—¿Y las cartas?

—De eso quería hablar ahora. Me he pasado toda la noche en vela leyéndolas. Me temo que ha surgido un problema.

—¿Y bien? ¿Qué problema? —indagó el comisario.

—Anoche, en cuanto esas misivas cayeron en mi poder, me fui a casa a leerlas.

—¿Y le parece bonito?

—Mire, don Horacio, Lucía Alonso es una íntima amiga de mi esposa y supe por la declaración de la prostituta que el pelirrojo se jactó de sus amoríos con una joven casada que le haría rico.

Recuerdo dos frases que dijo: «la suerte hay que buscarla» y «a veces hay que dar un empujón a la naturaleza». Eso me sonó mal cuando conocí la identidad de la joven en cuestión.

—¿Por qué?

—Porque su marido, el marqués de la Entrada, falleció curiosamente hace tres semanas.

—¿Y usted insinúa…?

—No, no, déjenme hablar. Lucía estudió en Suiza, en el mismo internado que Clara. Ambas compartían habitación y se hicieron muy amigas. Los padres de la joven se trasladaron a La Habana, donde él regía los destinos de una gran compañía naviera. El caso es que el hombre se fugó con los dineros de los accionistas con una mulata y el oprobio cayó sobre la familia. La madre de Lucía se suicidó en su casa de La Habana y la joven quedó en la ruina, acosada por los acreedores de su padre. Tuvo que dejar el internado y se refugió en casa de unas tías solteras que tenía en Madrid. Allí conoció a su salvador, don José Miguel Urzáiz, marqués de la Entrada, bon vivant, hombre viajado, cazador, mujeriego y fajado en mil duelos y peripecias que a sus setenta años decidió dejar la soltería para casarse con Lucía, una joven de belleza extraordinaria. Yo sólo la he visto dos veces y en verdad diré que es una auténtica beldad. Lucía se casó hace dos años y la correspondencia con el truhán de De la Rubia comenzó hace año y medio. Ella y su marido vivían a caballo entre Madrid y Córdoba, donde el marqués de la Entrada tenía inmensas posesiones. Parece que tras la muerte del esposo, ella le devolvió las cartas, así que he de suponer que dio por terminada la relación con De la Rubia. Las primeras cartas son declaraciones de amor del pelirrojo y educadas negativas de la dama, se nota que aún no tenían «intimidad», pero es obvio que desde un año antes de la muerte del marido se habían convertido en amantes. El muy truhán comenzó entonces a hacer alusiones a cómo sería su vida si no existiera el marido y a sugerir cosas como que el marqués de la Entrada ya había vivido mucho y que ellos aún tenían la vida por delante o que si la naturaleza les hiciera un favor podrían ser felices. En suma, que comienza a decir, al principio de manera velada y luego más a las claras, que si el marqués falleciera serían libres para casarse.

Fíjense —añadió leyendo sus notas—, llega a decir que «unas simples gotitas podrían ser nuestra salvación».

—¿Y piensa usted…?

—No sé, no creo, pero el caso es que el viejo murió hace tres semanas y De la Rubia contó a las putas que se iba a hacer con una gran cantidad de dinero gracias a esa dama.

—En mi opinión hila usted demasiado fino. Y ese tipo, el pelirrojo, ha muerto.

—Sí, claro. Devolveré las cartas a la joven, entonces.

—Y esperemos a que caiga el moreno, Heredia.

—Esperemos. Me intriga saber cómo diablos se hicieron con el anillo —repuso Víctor con aire pensativo.

V

íctor llegó a casa a la hora de comer. Había paella, uno de sus platos favoritos. Cuando Blasa, la cocinera, servía a sus señores, Víctor dijo:

—Supongo que Nuria sigue indispuesta.

—Le va y le viene —contestó la cocinera—. Hace un rato ha bajado a pedirme una cuerda y ha vuelto a su cuarto.

—¿Una cuerda? —repitió Víctor, que dejó escapar a presión el vino que acababa de ingerir y manchó el elegante mantel de puntillas blancas que había dispuesto Blasa.

—Sí, quería sujetar las patas de su cama, porque dice que se le movían.

—Pero ¿estás tonta? ¡Qué inconsciente! ¡Ruego a Dios que no sea demasiado tarde! —exclamó el dueño de la casa mientras salía a toda prisa hacia la cocina, donde empuñó un cuchillo para desaparecer escaleras arriba.

Clara y Blasa le siguieron pensando que se había vuelto loco.

Cuando Víctor llegó al segundo piso, llamó insistentemente a la puerta de Nuria. Al ver que la chica no abría, tomó impulso y reventó la cerradura de una patada.

Nuria, sentada en la cama, jugueteaba con la cuerda haciendo un nudo corredizo. Víctor se la quitó al instante y la joven se abalanzó hacia él hecha una furia para recuperarla.

—¡Jesús, María y José! —exclamó Blasa—. Si parece una soga de esas de ahorcarse…

Mientras tanto, Víctor había logrado vencer la resistencia de su criada abrazándola a la vez que decía:

—Calma, calma, no va a pasar nada, no va a pasarte nada malo, mujer.

Clara comenzó a acariciar el pelo de Nuria.

—Vigiladla —pidió el dueño de la casa—. Voy a llamar al médico. No sé si podrá prescribirle un calmante en su estado.

—¿En su estado? —preguntó Clara.

—Sí, querida, me temo que nuestra Nuria está embarazada. Nuria volvió a estallar en sollozos.

—¡Que no se entere nadie, que no se entere nadie! —gritaba la inconsolable criada, que parecía totalmente fuera de sí, como ida.

—Pero entonces iba a matarse, ¿no? —preguntó Blasa.

—En efecto, Blasa, en efecto —asintió Víctor perdiéndose por las escaleras.