—Hay un guardia en la puerta que quiere verle. Dice que se llama Abenza —anunció Blasa con su habitual falta de simpatía.
Eran casi las doce y Clara ya se había acostado, la niña dormía y Víctor leía junto a la chimenea mientras oía cómo rebotaba la lluvia contra los cristales de los inmensos ventanales del salón.
—Pase, pase, Aniceto —invitó el detective, quien de inmediato tendió una copa de jerez al guardia, que, inmenso, apareció en el umbral de la puerta del salón.
—No le diré que no —aceptó el gigantón, que parecía haberse calado hasta los huesos.
—Va usted a pillar una pulmonía —dijo el inspector Ros sirviéndose también una copa.
—No lo diga ni en broma —contestó Abenza, cuya fama de hipocondríaco era sobradamente conocida en el Cuerpo. Cada día devoraba El Siglo Médico para estar al corriente de las últimas epidemias e infecciones producidas en la Villa.
—Verá, perdone por lo intempestivo de esta visita, pero me he encontrado con algo llamativo.
Tengo un asunto interesante para usted. Es sobre el caso ése del coronel. Me dijo usted que buscábamos a un tipo robusto, alto y moreno, que se hacía acompañar por un pelirrojo, ¿verdad?
—Así es Aniceto, así es.
—Pues entonces tengo una pista. Necesito que me acompañe a la Generala. Hay una puta que estuvo con ellos. Nos espera. Es aquí mismo, don Víctor, en su propio barrio. Donde «los chisperos».
Al oír esta última frase, Víctor se incorporó y dijo:
—Acompáñame, me temo que necesitaremos el apoyo de la artillería.
Los dos hombres ascendieron al primer piso, donde se situaban los dormitorios principales, para pasar a una escalera más estrecha que daba acceso al segundo, donde dormían las sirvientas. Al pasar junto a una puerta, Víctor se detuvo y dijo:
—Calle.
Se escucharon unos sollozos.
Era Nuria, la criada, que lloraba en la soledad de su habitación.
—Ésa está preñada —comentó el detective a la vez que tiraba de una especie de argolla que hizo bajar una escalera plegable de madera que daba acceso a la buhardilla.
—Vaya —dijo el guardia como sorprendido.
Subieron uno detrás del otro.
—Éste es su cuartel general, ¿no?
—En efecto, Aniceto —respondió Víctor al tiempo que encendía una lámpara de gas, a cuya luz el guardia descubrió un panorama que le resultó extraño de veras.
La estancia era amplia, aunque de techo bajo debido a la presencia del tejado, y había cuatro enormes tablones sujetos con caballetes que recordaron a Abenza el taller de un carpintero o algo similar. Una desagradable sensación de recelo se apoderó del fornido guardia cuando comprobó que sobre una de las mesas había especímenes naturales en frascos, animales disecados, huesos e instrumentos de disección. En otro de los tablones vio herbarios y especies vegetales de todo tipo, lupas y pequeños tiestos junto a la ventana. Al fondo se adivinaba otra gran mesa repleta de piedras y fragmentos de rocas, con frascos de colores, buretas, retortas, una especie de alambique, pipetas, matraces e incluso un mechero Bunsen, y junto a dicha mesa, una enorme estantería repleta de libros en distintos idiomas junto a una cuarta tabla que hacía las veces de escritorio.
Mientras escarbaba en una caja y sacaba un revólver, el detective dijo:
—Sé lo que piensas, Aniceto, y no temas, no hay nada anormal en todo esto. Es sólo un laboratorio. No temas agarrar ningún miasma. Todo está en formol.
El guardia suspiró, temiendo que aquel tipo leyera el pensamiento como se decía en la calle y comprobó cómo el otro le tendía una especie de puño formado por cuatro anillos soldados de hierro.
—Toma, yo llevo otro. Los usan las bandas de irlandeses en Nueva York y hace que un puñetazo sea un golpe mortal.
Salieron a la calle; diluviaba. El barrio de don Víctor quedaba dividido claramente en dos zonas: una más nueva, el barrio del Barquillo, de carácter residencial, alfonsino y más moderno, y la otra, más humilde, originada en la época de los últimos Austrias y en la que los chisperos, putas y timadores campaban a sus anchas.
Abenza se bebió un buen trago de un jarabe que tomaba para no se sabía qué. En otras circunstancias, Víctor le hubiera hecho alguna chufleta sobre su hipocondría y su obsesión por ingerir cuantas medicinas y brebajes caían en su poder, pero evocó los días en que, tras resolver los dos famosos casos, cayó en un gran abatimiento.
—Recuerdo que me salvaste del abismo, Abenza.
El otro lo miró sorprendido y contestó:
—Lo dice usted por el Licor de Rojas del Perú que le proporcioné, ¿verdad?
—En efecto.
—El extracto de hoja de coca está indicado en estados carenciales, abatimientos y en la patología que usted sufría: la depresión nerviosa. Mano de santo —apuntó.
Víctor rio ante las explicaciones de aquel médico frustrado.
—Perdí la ilusión por la vida. Me sentí responsable de mis propios actos y supongo que me avergoncé en parte de ellos. Arrastré a gente a la muerte.
—¡Y salvó muchas vidas!
—Ya. En cualquier caso, tu potingue me hizo reaccionar. Gracias, Aniceto.
—Usted me salvó la vida, don Víctor.
—Todos los días doy gracias a Dios porque me acompañaras cuando entré en aquella casa de maldito recuerdo.
—Fue un honor estar allí con usted.
Caminaron hasta la confluencia de la calle Barquillo con Belén, y pasaron por donde se ubicaba la mítica casa de Tócame Roque. Víctor recordó la historia de aquel inmueble que había terminado llamándose así, según don Ramón de la Cruz, porque la casa había llegado en herencia a dos hermanos, de nombre Roque y Juan. Acabaron disputándose la propiedad y terminaron enfrentados.
Cuando se cruzaban por la calle se miraban con odio y Roque decía «Tócame a mí», a lo que Juan contestaba «Tócame, Roque». Al fin la casa terminó adoptando aquel nombre. Y así, atajando junto a la parroquia de Santa Bárbara, llegaron a una pequeña tasca en la calle de Orellana.
Allí, al fondo, les aguardaba una joven de aspecto macilento. Debía de estar enferma de sífilis.
Justo cuando se acercaban a la mesa, un chispero imponente que bebía en la barra se interpuso en su camino. Parecía un espécimen de antaño, como salido de un viejo grabado de Goya. Debía de ser de los últimos de su ralea, con la chupa ajustada y redecilla en la cabeza. Gente de cuidado y acostumbrada a vivir de sus mujeres y del uso de la violencia.
—Perdonen vuecencias —les dijo muy rimbombante—. Pero aquí la Mari Manuela es hembra de mi cuadra y si quieren hablar con ella, tendrán que pagar. El tiempo que pase con ustedes de palique es tiempo que deja de producir.
Víctor miró a su compañero y sonrió:
—¡Qué simpático el proxeneta! —comentó a la vez que hacía una seña al guardia.
—Don Víctor, hay que reconocer que este fulano tiene cojones, porque intentar extorsionar a la propia policía… ¿Había aparecido una sombra de duda en los ojos del chulo?
—Es que…
Antes de que el chispero pudiera continuar hablando, Víctor asestó un golpe con los nudillos encogidos en la nuez del proxeneta, quien cayó al suelo retorciéndose a la vez que daba evidentes muestras de asfixia. Un tipo que había en la barra, y que al parecer cubría las espaldas al chulo, intentó abalanzarse sobre el detective, pero un puñetazo de Abenza con el puño de hierro le hizo desplomarse como un peso muerto. Antes de que la parroquia pudiera reaccionar, los dos compinches estaban esposados a la barra en la que los clientes apoyaban los pies, junto al suelo del mostrador de la tasca.
—¿Algún problema? —gritó Víctor mirando alrededor.
Todos bajaron la vista y volvieron a sus asuntos.
—¡Dos vinos! —ordenó Abenza mientras se dirigían a sentarse con la asombrada prostituta.
Víctor pensó que contar con Aniceto Abenza era una garantía.
Todas sus aprensiones de hipocondríaco desaparecían cuando comenzaba la acción.
La prostituta tomó la palabra respetuosamente:
—Le he dicho aquí al guardia que quería hablar con usted, don Víctor. No me conoce, pero todas le recordamos. Estamos en deuda con usted por cazar a aquel asesino de putas. Sólo usted se interesó por el caso y gracias a ello muchas salvaron la vida, seguro.
—Gracias, María Manuela. Perdona por lo de tu hombre, pero… —dijo señalando a aquel cabestro que yacía esposado en el suelo.
—No se preocupe usted. Mi Andrés no es mala gente, sólo que a veces se pasa de ambicioso. Es duro.
—Comprenderás que no podemos consentir que alguien se nos dirija en esos términos, y menos aún que nos extorsionen. —Descuide, don Víctor, descuide, que esto se lo cuento yo a usted gratis y lo que usted quiera. Pero ¿va a detenerlo?
Víctor miró a Abenza.
—Pues no sé. ¿Quieres descansar de él? Una noche en el calabozo no le vendrá nada mal.
—No, no, don Víctor. No se lo lleve preso, por favor se lo pido.
—Sea entonces. No te merece —contestó el detective—. Y bien, ¿qué tienes que contarme?
—Me ha dicho aquí el señor Abenza que buscan ustedes a dos tipos: uno pelirrojo y otro moreno, fuertote.
—Exacto.
—¿Puedo pedir un coñac?
—Claro.
—Abenza llamó al camarero, que trajo una copa y la botella. Después de sacudirse un buen trago de coñac, la prostituta comenzó a hablar:
—Bien, pues hará cosa de un mes que una amiga, la Bizca, y yo misma, conocimos en una taberna a dos tipos que buscaban correrse una buena juerga con dos mozas que no fueran estrechas.
Estuvimos con ellos toda la noche. Los acompañamos a un cuarto que tenía alquilado el moreno en la calle del Angel.
—¿Recuerdas el número?
—No. Pero era el último portal. No hay pérdida.
—Sigue.
—Eran dos, como digo, a mí me tocó el alto, moreno y fuerte. No crean, el tipo estaba bien armado.
Abenza y Víctor se miraron sonriendo, aunque algo avergonzados.
—Luego cambiamos de hombre. Bebimos mucho y hablaron. Vamos, que el alcohol les desató la lengua. Estaban fundiéndose unos buenos dineros que el pelirrojo le había sacado a una casada a la que se trajinaba. Era una mojigata, decía, y se reía de ella y de sus sentimientos hacia él; no la quería, pero al parecer el marido tenía mucho dinero. Contó que el viejo había «muerto por un golpe de suerte» y que él iba a ser rico. También comentó entre risas que «la suerte hay que buscarla» y que «a veces hay que darle un empujón a la naturaleza». Dijo que iban a llegar muy lejos y que tendrían un buen pasar. Que preparaban dos golpes, uno sacarle el dinero del marido a la pavisosa ésa y luego otro que los haría famosos. Dijo que en cuanto limpiaran a un coronel se harían ricos, que quedaba poco. «¿Y el otro?», preguntó el moreno. «El otro será fácil de suprimir. El coronel es el complicado», contestó el pelirrojo.
—Por lo que veo, el pelirrojo llevaba la voz cantante.
—Pues claro —dijo ella sirviéndose otro coñac—. Era el que cortaba el bacalao, el que mandaba y llevaba los billetes. Ése es un tipo listo.
—O sea que parece que aparte del coronel pensaban matar a otro tipo.
—Eso entendí yo, sí. Cuando vi que habían matado a un coronel en la iglesia de San Sebastián, supe que habían sido ellos.
—¿Los habías visto antes? ¿Los conocías?
—No. Nunca.
—Ya.
—¿Iban armados?
La prostituta asintió.
—E insistes en que el jefe era el pelirrojo.
—Claro, como que se notaba que era de buena familia.
—¿Y cómo sabes eso, acaso eres ahora de la alta sociedad para distinguir algo así? —preguntó Aniceto Abenza con retintín. Ella repuso muy convencida:
—Pues da la casualidad, «señor don importante», de que en mi trabajo conozco a seis o siete caballeros por día, y cuando un fulano entra por la puerta, una sabe si es de los que se alivian pronto, de los pesados, si pegan a las mujeres o si le gustan las cosas raras. Tú mismo, guapetón, bajo ese aspecto de macho escondes…
—De acuerdo, de acuerdo. Lo hemos entendido —interrumpió Víctor, pues quería evitar que la puta terminara enfadando a Aniceto—. ¿Y dices, María Manuela, que era de buena familia? ¿Acaso vestía mejor que el grandullón?
—No, no, vestían sin apariencias, como dos chulos. No era eso. Simplemente, que se le notaba en las maneras, había estudiao, seguro. Además, se ventilaba a una rica, ¿no?
—En efecto, según parece. ¿Cómo dijeron llamarse?
—El grandullón, que dicho sea de paso, tenía el conocimiento justo para pasar el día, dijo llamarse José, y el pelirrojo, Eduardo.
—Seguro que son nombres falsos —murmuró el guardia.
Víctor sacó unas monedas que tendió a la joven. Ella rehusó la oferta haciéndose la indignada.
Quitaron las esposas al chispero y su compinche, que seguían quejándose en el suelo por lo recibido minutos antes, y, tras dar las gracias a María Manuela, salieron a la calle. Había dejado de llover.
—Aniceto, sé que es más de la una de la madrugada, pero debemos movernos rápido. Vete a la calle del Ángel, busca al alcalde de barrio e intenta localizar la casa en cuestión. Seguro que él la conoce, es su oficio. No quisiera que le diéramos un susto de muerte a una familia honrada. Yo me acercaré a Sol a por más efectivos y mandaré aviso a don Alfredo. Localiza la casa y espérame. Por nada del mundo te hagas el héroe. Espera a que llegue yo; es una orden, ¿entendido?
—Sí. —Ése tipo, el moreno, me temo que aparte de volarle los sesos al coronel también se deshizo del pelirrojo, de su propio cómplice, así que cuidado. Nos vemos dentro de una hora.
—Allí estaré.
Fue entonces cuando Víctor quedó en suspenso al ver salir a un hombre del portal de enfrente.
Iba embozado, pero al soltar la capa para subir a un coche que le esperaba pudo ver claramente su cara.
—¡El teniente Gutiérrez! —exclamó algo sorprendido.
—¿Cómo? —preguntó Abenza.
—Nada, nada, cosas mías. ¿Por qué se tapaba aquel tipo la cara al salir de aquella casa? Sin duda ocultaba algo. Tomó nota de que debía reforzar la vigilancia sobre el oficial. Al fin y al cabo, entró en el depósito a la vez que don Melquíades cuando hallaron al coronel con el dedo cercenado.
Iban camino de la calle del Ángel cuando comenzó a llover de nuevo.
—Es una suerte estar a cubierto —dijo don Alfredo, que no terminaba de despertarse—. Sólo me hubiera faltado venir andando bajo este aguacero. Espero que estés en lo cierto.
—Si te he sacado de la cama a estas horas será por algo, ¿no? —repuso Ros sonriendo.
El carruaje se detuvo. Los cuatro policías que acompañaban a Víctor y a don Alfredo bajaron de un salto del coche de caballos que seguía a la berlina de los detectives. En cuanto puso pie en tierra, Víctor se sintió alarmado. Había luz en el último portal de la calle y entraba y salía gente creando cierto revuelo.
Entró a la carrera seguido por sus compañeros y se encontró con Abenza que, sentado en una silla, se sujetaba el brazo derecho con el izquierdo. Le habían hecho un torniquete y tenía la manga subida. Se veía sangre.
—No es nada, don Víctor. La bala ha entrado y ha salido.
—Hemos llamado a un médico —dijo la portera.
Víctor se giró y gritó:
—Viveros, López, suban a Abenza a mi coche y llévenlo a Sol; usted, Márquez, vaya en el otro coche a recoger a mi médico, éstas son sus señas. Luego me pasaré por allí.
—Estoy bien, señor —dijo Aniceto Abenza—. Sólo temo la gangrena.
—¡Jesús! —exclamó Víctor—. Déjese ahora de hipocondrías. Nada le va a pasar. ¿No le dije que esperara?
—Y eso hice. Estaba aquí en la puerta hablando con la portera y con el alcalde de barrio —explicó el guardia señalando con la cabeza a un paisano regordete que permanecía en segundo plano—, cuando el fulano ése, el que buscábamos, apareció en las escaleras de pronto. Iba a salir.
Nos miró unos segundos y yo dije «buenas noches». Antes de que pudiéramos echarnos a un lado abrió fuego con un revólver que sacó de no sé dónde y escapó calle abajo. No pude ir tras él.
—Hiciste bien, Aniceto; venga, que te atiendan esa herida y luego iré a verte. ¿Es usted la portera? —preguntó Víctor a una mujer menuda con el pelo blanco recogido en un moño y que lucía un curioso refajo de colorines.
—Sí, pa lo que usté mande.
—¿Sabe si ese tipo solía ir en compañía de un individuo pelirrojo?
—Sí, sí, de pelo rojo como una panocha.
Víctor sonrió. Logró entrever una oportunidad para hacerse con la confianza de la mujer.
—¿Ha dicho panocha? ¿No será usted, por un casual, murciana?
—De pura cepa.
—Vaya, mi gran amigo don Armando era de allí.
—Un sargento de policía, ¿verdad? —preguntó ella—. Era de mi quinta.
—Sí, en efecto, ya falleció.
—Una lástima porque le recuerdo con cariño —dijo la buena mujer—. Era un hombre justo.
Dios lo tenga en su gloria.
—Eso espero. Y, ahora, subamos a ver el cuarto de ese forajido.
Mientras subían las escaleras, Víctor recordó a su mentor, don Armando, el hombre que siendo un crío lo rescató de la calle y le encaminó en la carrera policial. Él usaba esa palabra, panocha, en lugar de maíz. Curioso. Y ahora estaba muerto. Desechó aquellos pensamientos rápidamente, necesitaba concentrarse en el asunto que tenía entre manos.
El asesino del coronel Ansuátegui ocupaba una minúscula buhardilla en el cuarto piso, apenas una habitación cuya ventana daba al sur, hacia los campos que la ciudad aún no había engullido del todo, más allá del Manzanares.
Víctor y don Alfredo echaron un vistazo ayudados por dos guardias. Botellas de vino vacías aparecían tiradas aquí y allá. Al tiempo que examinaba los ropajes del huido, Víctor preguntó a la portera:
—¿Y cuándo fue la última vez que vio al pelirrojo con este inquilino?
—Pues, ahora que lo dice, hace tiempo que no lo he visto por aquí. Puede que dos semanas o así.
Casi diría que vivían aquí los dos.
—Lo mató, seguro —dijo don Alfredo.
—¿Sabe cómo se llamaba este angelito? —preguntó Víctor.
—Creo que Heredia, José Heredia —contestó la portera.
—¿Tenían visitas?
—No; bueno, sí, una vez vino a verlos un médico, don Juan Damián.
—¿Y sabe dónde podríamos localizarlo?
—Claro, en una ocasión mandó una carta para el pelirrojo. Ellos le enviaron una respuesta que llevó mi hijo pequeño, el Rafaelillo. La dirección era la calle del Laurel, 5, en el barrio de las Peñuelas.
Víctor se alegró de que las porteras de la Villa fueran famosas por su condición de ser las más cotillas del mundo. ¡Qué memoria! ¡Y qué red de informadoras se perdía el cuerpo de policía!
—Muy bien, señora. Alfredo —ordenó—, que vigilen esa casa de inmediato. Discretamente.
—Lo haremos —contestó Blázquez.
—Mire, don Víctor —dijo un guardia agitando un manojo de cartas que había hallado en una caja.
Víctor las examinó y comprobó que había dos grupos.
—Ya sabemos cómo se llamaba el pelirrojo: Eduardo de la Rubia y Cervantes. Y aquí tenemos las cartas que le enviaba a la señora ésa casada. Debió de devolvérselas. La dama era… ¡Válgame Dios…!
Víctor Ros Menéndez se había quedado lívido.