A la mañana siguiente, Víctor y don Alfredo fueron llamados al despacho del comisario don Horacio Buendía. Éste los recibió de buen talante, como siempre, y les rogó que tomaran asiento frente a su mesa de despacho. Era obvio por qué le llamaban «El Mastín». Su saliente mandíbula inferior y el apenas perceptible pliegue que delimitaba su boca le daban un aire de tipo obstinado, terco hasta la exasperación, lo cual, en aquel oficio en el que había que bregar con la lenta burocracia de la administración del antiguo régimen, se podía considerar una virtud.
Después de ojear un memorando que tenía en la mesa con la mandíbula bien apretada y mostrando su fiera determinación, comenzó a hablar:
—Bueno, bueno, me comunica Martínez de la Rosa que el caso del coronel Ansuátegui es suyo.
—Sí, eso me dijo ayer.
—Bien, bien. Quiero que lo lleven los dos. Usted comenzó a investigar lo del asunto del dedo.
—Sí, exacto.
—Y conociéndole, seguro que se habrá metido usted en profundidades insondables.
—Más o menos —aceptó riendo Víctor.
—Miren, no les engañaré. Hay malestar entre los militares. Las cosas entre Sagasta y Cánovas están algo tensas. Ya saben ustedes que se hace difícil para ciertos sectores pensar que los liberales manejen el cotarro, aunque, por otra parte, ése era el acuerdo al que se había llegado cuando se promulgó la Constitución de 1876; la alternancia en el poder es algo que fue pactado y, claro, deberá cumplirse. El caso es que los radicales no hacen ningún favor con sus continuos golpes de mano, y el asesinato de Ansuátegui ha hecho que comience a haber ruido de sables. Tanto Cánovas como Sagasta quieren este asunto resuelto cuanto antes. Los militares pensaban que en un día o dos tendríamos al culpable, pero ustedes saben que no es así y necesitamos un responsable. Yo mismo creí que deteniendo a los radicales que tenemos fichados y apretándoles las clavijas daríamos con el culpable en un santiamén, pero lo único que tenemos es un detenido que, la verdad, ofrece ciertas dudas.
—Olegario Puig es inocente —afirmó Víctor—. Hay testigos que presenciaron el asesinato y no lo identificarán. El asesino era un tipo alto, fornido, y Puig es un esmirriado que apenas levanta dos palmos del suelo. Y sin identificación no hay caso. No conseguiremos que se le condene en un juicio.
—Ya, ya, pero está el asunto ése de Barcelona. Allí lo condenan seguro. De momento, creo que es un as que nos guardamos en la manga. Si no hallamos a los culpables, le echaremos el muerto a este desgraciado que, dicho sea de paso, es un mal bicho.
—Pero es inocente —protestó Víctor.
—Lo sé, lo sé —asintió don Horacio alzando la mano derecha para calmarle—, pero mejor es eso que tener descontentos a los militares por no haber resuelto el asesinato de un compañero.
Además, bastante jaleo tengo con la boda. ¿Sabe usted el lío que eso me supone? Tantas autoridades que proteger y tan pocos efectivos… Vienen embajadas de media Europa. ¡Hasta el padre del rey asistirá al evento!
—Vaya, Paquito Natillas —comentó Víctor riendo.
—Un respeto, don Víctor, un respeto —cortó el Mastín—. La cosa no está para tonterías, amigos. La boda tiene que ser un éxito. Hay que asegurar la continuidad de este invento, ya saben.
Cuanto antes tengamos descendencia real, mejor. El reloj corre en nuestra contra.
—Sí, por lo de la enfermedad real —dijo don Alfredo.
—¡Cómo! ¿Lo saben ustedes? —exclamó don Horacio abriendo los ojos muy sorprendido.
—Sí, claro —repuso Víctor.
—Vaya. Esto es mucho peor de lo que me creía. Imagínense, una joven pareja débil y, por añadidura, ¡enfermos!
—¿Cómo? —respondieron Víctor y don Alfredo al unísono. Sí, claro, la joven prometida: tisis.
Se hizo un silencio.
—Vaya, no lo sabían.
—Pues no —confesó Víctor—. Habíamos oído lo del joven monarca, pero lo de ella…
—Bien, pues ahora ya lo saben. Quizá sea mejor así. La joven María de las Mercedes, al igual que su futuro esposo, padece tuberculosis. O sea que nos movemos en terreno cenagoso. Si ciertos sectores dispusieran de esta información, harían uso de ella, no me cabe duda.
—Menudo panorama. Los dos enfermos y, encima, primos. Vaya futuro —murmuró Víctor.
—Disponen de buenos médicos, joven, disponen de buenos médicos. Vivirán muchos años, ya verá usted. Pero una cosa está clara: hay que resolver lo de Ansuátegui lo antes posible. Miren, les diré qué haremos: por ahora simularemos que el culpable oficial es Olegario Puig, para que se calmen los ánimos. Ustedes y yo sabemos que ese desgraciado no fue, así que mientras tanto quiero que hagan lo posible por detener a los asesinos del coronel. Si es cosa de radicales, es posible que vuelvan a actuar. No me agradaría saber que tenemos una célula activa operando por ahí con la boda tan cerca. ¿Entendido?
Los dos amigos asintieron.
—¿Qué tenemos hasta ahora? —preguntó el comisario.
—Un auténtico galimatías —contestó Víctor Ros—. De momento sabemos que un tipo alto, moreno y robusto descerrajó un tiro en la nuca al coronel cuando salía de misa y que otro fulano de patillas pelirrojas le ayudó a escapar. Curiosamente, aquella misma noche y algo después de que ingresara el cuerpo del coronel en la morgue, llevaron al depósito el cuerpo de un mendigo pelirrojo que había sido encontrado muerto. Sospecho que era el cochero que ayudó a escapar al asesino.
—¿Por qué?
—Ahora le aclaro. Al día siguiente, alguien cortó el dedo al coronel, cuyos restos fueron trasladados al cementerio de su pueblo en Guadalajara. Y justo un día más tarde, alguien desenterró y robó el cuerpo del mendigo pelirrojo del cementerio.
—Curioso, sí.
—Muchos sucesos extraños seguidos en un lugar muy concreto y en un corto período de tiempo.
—Ya, ya, Víctor, pero no hay nada que pruebe que el cochero pelirrojo y el fiambre desaparecido fueran la misma persona —comentó Buendía.
—Eso mismo pienso yo —convino don Alfredo.
—En cualquier caso, tenemos un asesinato y dos sucesos extraños en un cementerio. Aun tratándose de sucesos independientes habrá que resolverlos, ¿no?
—Sí, sí, por supuesto. Pero céntrense en el asesinato, ¿eh? Víctor y su amigo se miraron.
—No va a ser sencillo. Me temo que esos pájaros han volado —dijo don Alfredo.
—Además, hay algunos detalles que quisiera aclarar —añadió Víctor.
—¿Qué detalles?
—Creo que tampoco podemos afirmar a la ligera que éste sea asunto de anarquistas o radicales.
Revisé las cosas del coronel Ansuátegui y hallé un cuaderno en blanco con una lista de nombres que estoy intentando comprobar, pero lo que más me llamó la atención fue que al comienzo había grabado un símbolo: una cruz con una rosa en el centro.
—¿Y bien? —inquirió don Horacio.
—Es el símbolo de los rosacruces.
—¿De quiénes? —exclamó don Alfredo.
Víctor contestó:
—Una especie de secta muy similar a la masonería y ligada a ella en ciertos aspectos. Ésta tarde tengo una cita con un catedrático de la universidad, Antonio Urrutia, que fue arcediano de la catedral y es experto en teología y cultos heréticos; sabe mucho de sectas y al parecer de sociedades secretas. También he acudido al Ministerio de Exteriores y he conseguido concertar un encuentro mañana por la mañana con Baltasar Losantos, que fue embajador en Suiza, donde estuvo de agregado el coronel Ansuátegui durante casi veinte años. El coronel no salía nunca del cuartel y acudía a misa a diario. Creo que ser rosacruz y católico ferviente no son cosas compatibles precisamente. Me da la sensación de que acudía a misa como arrepintiéndose de un pasado herético, y el hecho de que no saliera nunca del cuartel me hace pensar que se sentía, en cierta manera, amenazado.
—Caramba —resopló El Mastín intrigado—. Bueno, hagan lo que tengan que hacer, pero actúen rápido. No está el horno para bollos. De momento calmaré a los militares usando a Olegario Puig como cabeza de turco, pero dense prisa. Quiero esto resuelto lo antes posible.
—¿Y si no lo logramos resolver? —preguntó Víctor.
—Aunque a usted no le agrade, le cargaremos el muerto a Puig. Pero ustedes a lo suyo. Me alegra que lleven el caso, ese De la Rosa no sabría encontrarse ni su propia bragueta. Y ahora, si me disculpan, esta noche en casa tenemos un «asalto».
—¿Cómo? —exclamaron al unísono los dos detectives.
—Sí —dijo el comisario como quien explica una obviedad—. Que esta noche mi casa será «asaltada».
—Don Horacio, si necesita ayuda… —se ofreció Víctor.
—¡Acabáramos! —concluyó El Mastín estallando en una violenta risotada—. ¡Son ustedes de lo que no hay!
Víctor y su compañero se miraron sorprendidos, mientras don Horacio se secaba las lágrimas que la risa le había provocado.
—¡Ustedes han creído que…!
Y volvió a carcajearse.
—Don Horacio —intervino don Alfredo—, usted perdone, pero…
—Ay, no se lo tomen a mal, amigos, no se me enfaden, pero es que son ustedes de una ingenuidad pasmosa. Me temo que han creído que mi casa va a ser asaltada por malhechores o algo así.
—Eso nos ha dicho usted —manifestó Víctor.
—Pero, por amor de Dios, joven, ¿cómo va usted a progresar en sociedad? ¿Acaso no saben ustedes lo que es un «asalto»?
Los dos amigos volvieron a mirarse extrañados y negaron con la cabeza. El Mastín siguió hablando.
—Pues lo último, la última moda llegada desde París. Bueno, ya veo que se lo tengo que explicar todo. Digamos que ustedes tienen que celebrar… o, mejor dicho, les apetece celebrar una fiesta en casa. ¿Me siguen?
—En casa no somos muy amigos de ese tipo de eventos —contestó Víctor.
—Ni nosotros —apoyó don Alfredo.
—Pues así no harán carrera. ¡Hay que relacionarse, hombres de Dios! Bueno, volvamos al asunto. A ustedes les apetece dar una fiestecilla en casa con unos amigos, los de confianza, ya saben, un grupo de escogidos con los que uno se encuentra a gusto de veras. Pero, claro, si uno da una fiesta debe invitar a todos los conocidos, porque de no hacerlo se pueden molestar. ¡Menudo gasto! Dar de comer y beber a tanto gorrón por compromiso… Hay gente a la que uno se ve obligado a invitar, pero realmente no le apetece que acudan. Pues bien, para eso están los «asaltos».
Digamos que un grupo de amigos de la casa irrumpen en ella una noche de improviso, con intención de hacer una visita y a la vez montar una pequeña fiesta. Los conocidos y amigos más o menos lejanos no tendrían motivo para enfadarse, pues ha sido un evento, digamos, improvisado.
—Ah, claro —asintió Víctor.
—Pues eso, esta noche en casa tenemos un «asalto»: un grupo de escogidos amigos y conocidos se presentará de improviso y celebraremos una fiesta.
—Pero ¿usted lo sabe?
—Pues claro, hombre. Todo está preparado. Si no, ¿cómo íbamos a atender como se debe a tanta gente? Es lo último en París.
—Ya —dijo don Alfredo sonriendo—. Un «asalto» consentido.
—Usted entiende, don Alfredo, usted entiende… —sonrió El Mastín señalándole con el dedo mientras los acompañaba hasta la puerta.
El padre Urrutia era un hombre alto, delgado, de aspecto ascético y cabello y barba canos, ambos muy cortos, como si de un militar se tratara. Ocupaba un pequeño piso de apenas un par de habitaciones que daba a la plaza Mayor desde el que se divisaban los hermosos árboles e incluso el tiovivo que ocupaban el centro de la misma por aquella época. El interior ajardinado de la plaza nada tenía que ver con el aspecto austero que adquiriría años después, cuando se suprimieron todos aquellos complementos que contribuían al solaz de los ciudadanos de Madrid. Mientras el sacerdote, un auténtico estudioso, preparaba un té, Víctor se entretuvo en ojear las estanterías repletas de libros que tapizaban las paredes de la pequeña pero cómoda vivienda. Aquélla biblioteca contenía desde ejemplares sobre temas esotéricos hasta vidas de santos e incluso guías de viaje. Por supuesto, había un rincón dedicado a los clásicos. Aquél hombre no perdía el tiempo. En cuanto el cura apareció con una bandeja, el detective tomó asiento en una ajada pero cómoda butaca.
—¿Cómo lo toma?
—Con dos terrones, por favor, y con un poco de leche.
—Así que le envía el bueno del profesor Pernía.
—Sí, es amigo de toda la vida de la familia de mi suegra.
—He leído en la prensa sobre usted. Parece que se ha labrado una buena fama con aquel par de casos.
—Tuve suerte. Simplemente.
—Vaya, modesto. Eso le honra. Y ahora investiga usted algo relacionado con sectas.
—En cierta medida —respondió Víctor desabrochándose la chaqueta del traje de paño inglés a cuadros que vestía. Hacía calor allí gracias a un pequeño brasero que el sacerdote mantenía al rojo junto a su mesa de estudio.
Urrutia miró hacia su lugar de trabajo al comprobar que despertaba el interés del detective.
—Estoy traduciendo algunos textos sagrados del griego original —explicó—. Ya sabe usted que ha habido mucho chapucero en la historia de la Iglesia, y eso puede dar lugar a errores que generan malentendidos. Precisamente los rosacruces a veces han insistido en ello. Porque quería usted consultarme sobre este aspecto, ¿no es así?
—Sí, me temo que me he cruzado con ellos de alguna manera. ¿Cree usted que son peligrosos?
—La orden de la Rosacruz es una sociedad secreta; hay quien dice que ni siquiera existe, pero le adelantaré que cualquier sociedad o asociación que se mantiene oculta puede ser, en efecto, potencialmente peligrosa.
Entonces Víctor relató al cura el asunto del anillo y la muerte del coronel.
—Interesante tema. Por lo que veo, parece que usted no cree en la autoría de los anarquistas.
—Pues no, la verdad.
—Y encuentra usted relación entre la muerte de este tal Ansuátegui y su mutilación para robar un anillo rosacruz.
—Me temo que sí. El coronel nunca salía del cuartel, luego robarle el anillo era algo imposible.
La única posibilidad estribaba en matarle para hacerlo cuando salía a su misa diaria en San Sebastián, aunque en la puerta de la iglesia habría mucha gente como para cercenarle el dedo, así que esperaron a hacerlo en el depósito del cementerio. Ahora, reconozco que no me explico cómo lo hicieron y no sé qué utilidad puede tener dicha joya.
—Es probable que simplemente tenga un carácter simbólico, no se hace usted una idea de lo importantes que son los símbolos para los miembros de estas sociedades. Los masones, sin ir más lejos, llegan a rozar los mayores de los ridículos en sus ceremonias.
—¿Son masones los rosacruces? —interrumpió el detective.
—Pues no exactamente, pero hay relaciones, me consta, entre algunas logias masónicas y los rosacruces. De hecho, comparten sus ideales y una parte de sus símbolos.
—¿Hay rosacruces aquí?
—Rotundamente, no. Usted dice que su hombre vivió en…
—Cuba, Filipinas y Suiza.
—En Suiza, allí se haría rosacruz. Es un movimiento de origen alemán y, si se me apura, centroeuropeo, con ramificaciones hasta en Francia y el Reino Unido. Tuvo que entrar en contacto con estas enseñanzas cuando vivió en Suiza, no hay duda.
—Mañana me entrevisto con el embajador que lo tuvo como agregado.
—Bien hecho, por ahí va usted bien.
—¿Son revolucionarios?
—Pueden serlo, o al menos les gustaría cambiar el orden de las cosas en ciertos aspectos. Se les conoce como la Orden Mística de la Vieja Cruz, pero de cristianos no tienen nada —explicó el cura mientras abría un libro y leía—: «Los rosacruces son una Orden Fraternal. Se trata de un grupo de hombres y mujeres progresistas, interesados en agotar las posibilidades de la vida mediante el uso sano y sensato de su herencia de conocimientos esotéricos y de las facultades que poseen como seres humanos. Éstos conocimientos, que ellos fomentan y enriquecen con nuevos hallazgos, abarcan todo el campo de los esfuerzos humanos y todo fenómeno del universo conocido por el hombre. Desde siempre han intentado no ser clasificados como religión o culto, pero Roma los ha perseguido siempre como herejía. Creen en una especie de Dios Impersonal, una suerte de Inteligencia Cósmica que aúna todas las fuerzas de la Naturaleza y que ellos buscan a través del gnosticismo». —Luego, a la vez que cerraba el libro, el cura prosiguió hablando—: Les atrae lo esotérico, por eso me llama la atención que el tal Ansuátegui fuera hombre de misa diaria. Me da la sensación de que se arrepentía de su pasado rosacruz. Se organizan en jurisdicciones gobernadas por un Imperator que permite la creación de diversas Logias. Se dice que cada ochenta años reaparecen con algún hallazgo o documento revelador. ¿Y sabe usted?, hace ahora unos setenta años reaparecieron en Aquisgrán.
—O sea que, según usted, deben estar preparándose para hacer pública su existencia de alguna manera.
—Exacto.
—Curioso, padre, curioso.
Charlaron animadamente sobre otros temas. Urrutia era especialista en Historia Sagrada y deleitó al detective con algunos aspectos de las Sagradas Escrituras que él desconocía. Le pareció un hombre avanzado para el tiempo en que vivían, máxime siendo miembro del clero. Había sacrificado la posibilidad de escalar posiciones en la curia de Roma por trabajar con los leprosos de Molokai cuando tenía apenas veintidós años. Lo dicho, un iluminado. A pesar de lo agradable de la compañía, Víctor tuvo que despedirse, pues apenas había parado en casa en los últimos días y quería disfrutar de una cálida cena familiar con las dos mujeres de su vida.
Al salir de casa del cura y cuando caminaba bajo los soportales de la plaza Mayor, se detuvo en seco y, tras girarse para mirar si lo seguían, comprobó que no había nadie detrás de él. Retrocedió sobre sus propios pasos y miró tras la columna en la que había visto de reojo al desconocido. Estaba seguro. Era la tercera vez en un par de días en que le había parecido ver tras de sí a un tipo alto, delgado, vestido con un elegante traje negro y que utilizaba bastón y chistera.
Miró al suelo y vio una colilla. Estaba caliente. Olió el tabaco. Inglés, no había duda. Su amigo el químico Córcoles le había ayudado a aprender a distinguir entre más de cuarenta y cinco clases de tabaco y papeles de fumar. Resultaba muy útil para asociar, por ejemplo, a un sospechoso a una escena concreta del crimen. ¿Quién sería aquel misterioso tipo que lo seguía?
Pensó en las amenazas de Olegario Puig. ¿Estarían sus antiguos amigos radicales interesados en atacarle? ¿Habrían enviado a alguien para vengarse por su actuación en la célula de Oviedo? Ya no era un agente joven y soltero, sin nada que perder. Al contrario. Ahora tenía a la niña, a Clara y esperaban un hijo. Se sintió más vulnerable que nunca. ¿No serían los rosacruces? Un momento, el padre Urrutia había dicho que no había miembros de dicha secta en España. Se sintió intrigado por la sola existencia de aquel tipo misterioso.
Al llegar a casa se encontró con que le esperaba un sargento del Cuerpo de policía. Clara lo había entretenido en el gabinete obsequiándolo con jerez y pastas mientras llegaba su marido, por lo que el sargento Alfonso Iniesta se deshizo en parabienes para con la dueña de la casa a la llegada del inspector.
—Dime, Alfonso, estoy cansado —apremió Víctor tras ceder el abrigo, el sombrero y su bastón a Clara, quien los dejó a solas.
—La vigilancia sobre el forense ha dado resultado, hoy mismo se le ha visto ir a ver a un perista de la calle Fuencarral. Se llama Blas Bermúdez y mueve quincalla robada, ya sabe usted.
—Sí, le conozco.
—Le hemos apretado las tuercas a fondo y nos ha contado que el tal Melquíades le vende alhajas que según supone él deben de proceder del depósito. Hemos detenido al matasanos Un tipo repugnante. —No me sorprende, la verdad. ¿Y el anillo?
—Ni rastro; el perista no sabe nada, o al menos a él no se lo ha llevado.
—Mira, Alfonso, yo mismo me encargué de que todos los peristas, joyeros y tallistas de Madrid supieran que ese anillo había sido robado a un militar. Nadie se haría cargo de él, quema, eso está claro, y si aparece algún fulano intentando colocarlo, seguro que nos avisan. Por la cuenta que les trae.
—El caso es que hemos registrado la casa de don Melquíades y hemos encontrado algunas alhajas cuya procedencia no puede justificar, dice que son herencia familiar, de su madre, y que las vende poco a poco para pagar sus deudas de juego y alcohol.
—Quizá sea verdad.
—¿Y qué hacemos, inspector?
—Mañana hablaré con el juez. Ése tipo no es trigo limpio y tuvo la ocasión, por hasta tres veces, de cortar el dedo del coronel. Ante la duda, creo que lo mejor es mantenerlo en la celda, que se ablande, igual canta. Además, le vendrá bien pasar una temporada sin beber y jugar. Fíjese que incluso me parece creíble eso de que las joyas que posee no sean robadas, pero con este tipo de gentuza no se sabe. Gracias, Iniesta. Y ahora vuélvase a casa, que tanto usted como yo nos merecemos un descanso con la familia.
—Y que lo diga —reconoció el agente, que se dirigió con paso cansino hacia el recibidor para tomar su gabán.
Víctor se hizo acompañar por don Alfredo a la mañana siguiente, cuando un coche de alquiler les llevó a la calle Lagasca, situada en el barrio construido por el marqués de Salamanca que imitaba el estilo de las nuevas zonas residenciales de París. Un distrito localizado no demasiado lejos del centro de la ciudad pero de avenidas y calles anchas, con hermosos árboles y espaciosas mansiones.
Tras pagar al cochero para que los esperara, bajaron del carruaje y se llegaron a la casa del ex embajador. Hallaron a don Baltasar Losantos tomando el sol del invierno en su jardín, mientras leía la prensa y bebía un chocolate caliente. Parecía realmente muy anciano, cansado. Víctor pensó que aquel decrépito miembro de la nobleza no cumpliría ya los ochenta. El jardín estaba bien cuidado y no desentonaba con la línea neoclásica de la pequeña mansión rematada con estatuas de aspecto griego, todas ellas talladas en mármol blanco. El sol invernal arrancaba a la cuidada hierba del jardín una tonalidad entre verdosa y amarillenta que recordaba por momentos a la primavera. Víctor se quedó inmóvil contemplando aquel panorama que resultaba, sin duda, relajante.
—Ah, vengan, vengan, les esperaba. ¿Quieren chocolate o quizá prefieren café? —preguntó solícito el antiguo embajador de España en Ginebra. Parecía como consumido, quizá demasiado delgado, y lucía, para su edad, una envidiable mata de pelo blanco. El flequillo, demasiado largo, caía sobre su rostro ocultándole casi media cara.
Víctor optó por el café y don Alfredo tomó chocolate con picatostes.
—Ustedes dirán; me resulta agradable poder ser útil a mi edad. No hago otra cosa que leer y a veces se me cansa la vista. Vienen por lo de Ansuátegui, ¿no?
—En efecto —asintió Víctor—. Usted lo tuvo a sus órdenes en Suiza y no tiene familiares ni amigos que me puedan contar cómo era.
—Leí lo de su asesinato en la prensa. ¿Sabe?, en los últimos siete u ocho años que llevaba viviendo en Madrid sólo lo vi en una ocasión. En un acto oficial. Me pareció un tipo distinto al que conocí antaño. Más estirado, no sé. Ahora parecía un verdadero militar. Creo que en los últimos tiempos hasta iba a misa, ¿no?
—Sí, así es.
—Cuando llegó a Suiza era un joven comandante de futuro prometedor. Idealista, de buena familia, leído y culto. Aquello era el paraíso para él. No se ofendan, pero aquello no tiene nada que ver con este nido de ignorantes que llamamos España, no. Allí se respeta cualquier ideología, cualquier teoría, cualquier tendencia. Ansuátegui nadaba en aquellas aguas plenas de conocimiento, iba de una tertulia a otra como una abeja, ya saben, de flor en flor. Parecía muy impresionado. Casi excitado, diría yo. Se rumoreaba que se había hecho masón. Yo sé que era agnóstico y muy, muy anticlerical. Me consta que hizo amigos poderosos. Por cierto, ¿no tendrán ustedes un cigarro? No me dejan fumar.
Víctor y don Alfredo sonrieron. Éste abrió su pitillera y tedió un cigarro al abuelo, que lo encendió y aspiró el humo con fruición, mientras Víctor preguntaba:
—¿Fue luego cuando lo destinaron a colonias?
—Sí, creo que primero lo enviaron a Cuba y luego a Filipinas. Dicen que allí se comportó como un auténtico héroe. Aunque a partir de ahí se fue creando fama de huraño, de tipo hosco, si se me permite decirlo.
—¿Y qué puede llevar a un hombre a pasar del odio a la Iglesia a oír misa diaria?
—Es normal ser más abierto de joven para terminar anclado en el más rancio conservadurismo de anciano, ¿no? —repuso el embajador mirándoles desde el fondo de sus ojos pequeños, marrones y muy vivos.
—Sí, sí —aceptó Víctor—, pero este cambio me parece demasiado brusco. ¿Sabe usted si Ansuátegui ingresó en los rosacruces? —No sé lo que es eso, joven.
—Ya. No se tomaría bien lo de su traslado, imagino.
—En efecto, ha acertado usted, joven. Se puso hecho un basilisco cuando supo que iba a Cuba.
Decía que en Suiza tenía asuntos importantes. Algo habló de que no podía abandonar a sus hermanos. Quizá tendría alguna mujer allí, nunca se sabe.
—Curioso —reflexionó don Alfredo—. «Sus hermanos». Es muy significativo.
En aquel momento, don Baltasar levantó la vista y su rostro cambió de pronto de expresión. La enfermera particular del viejo, que parecía un bulldog, iba hacia ellos desde la casa. Caminaba con determinación y tenía cara de pocos amigos, por lo que el abuelo cedió disimuladamente el cigarro a don Alfredo.
Víctor tomó entonces la palabra:
—Muchas gracias, don Baltasar, nos ha ayudado mucho hablar con usted. Al menos sabemos algo más sobre nuestra víctima.
—Al contrario, ha sido un placer, sí, pero para mí. Mi mayordomo les acompañará, y vuelvan cuando quieran. Si averiguan algo, cuéntenme. En el fondo, recuerdo con cariño a Ansuátegui. Y un cigarrito de vez en cuando se agradece, la verdad. No digan nada a esa bruja.
—Descuide, amigo, descuide.
Aquél mismo día, a la hora de la comida y mientras la niña dormía la siesta, Víctor pudo charlar tranquilamente con Clara.
—¿Cuál va a ser vuestro próximo golpe? —dijo levantando la vista de El Imparcial sin previo aviso.
—A ti te lo voy a decir —repuso ella simulando ponerse seria—. Se nos echaría encima toda la policía de Madrid.
—Pero ¿por quién me tomas? Yo no os delataría nunca. ¡Soy tu marido! Sólo quiero asegurarme de que no participas en ninguna acción que te pueda poner en peligro.
En ese momento entró Blasa, la cocinera, con el primer plato. Víctor dejó el periódico a un lado.
—¿Y Nuria? ¿Dónde para? —preguntó interesándose por su criada, pues era raro que ella no les sirviera la comida.
—Ésta mañana se sentía indispuesta y le he dicho que descanse en su habitación.
—Bien hecho. A ver, ¿qué tenemos aquí? —dijo Víctor levantando la tapa de la fuente de porcelana.
—Albóndigas —contestó la cocinera—. Voy por las patatas. Se hizo un silencio.
—No debes preocuparte —comentó Clara volviendo al asunto que inquietaba a su marido—. Ya te dije que no voy a acudir a las manifestaciones, aunque sigo trabajando en la sombra. Mira.
En el momento en que Blasa entraba con la fuente de patatas, Clara se acercó al aparador y sacó una enorme sábana blanca.
—Ayúdame, Blasa —pidió.
Ambas tiraron de los extremos y ante el detective apareció una enorme pancarta que decía: «LIBERTAD PARA LAS MUJERES: SUFRAGIO UNIVERSAL DE VERDAD».
—Me ha costado dos mañanas y una tarde. He cosido las letras, están hechas con tela.
Víctor se tapó la cara con la mano derecha para no verla, mientras con la izquierda buscaba la copa de vino para echarse al coleto un buen trago de tinto. Decididamente era terca. Sonrió.
—Sabes que simpatizo con vuestra causa, pero es que me colocas en una situación…
Ella sonrió y guardó la pancarta. De regreso a la mesa, se acercó a su marido y se sentó en su regazo.
—¿Y sabes? Tengo algo más que contarte. Adivínalo.
—No sé, sorpréndeme. ¿Qué más puede pasar? La criada está enferma, mi mujer es una activista peligrosa y mi cocinera me mira mal.
—No digas tonterías.
—Nunca le he caído bien a Blasa.
—Bah, paparruchas. Bueno, adivina…
—Me rindo, Clara, llevo unos días un poco duros.
—Mi madre ha conocido a alguien.
—¡Dios! —exclamó él volviendo a tomar la copa para servirse algo más de vino.
—Sí, salía de su partida de bridge en el club de Amigas de los Pobres cuando se le cayó su sombrilla. Un caballero entrado en años, al parecer muy elegante, la ayudó a recogerla. Ella le dio las gracias. Entonces él se ofreció a acompañarla en coche hasta su casa. Es un conde, Víctor, ¡un conde italiano! ¿Te imaginas? Mañana han quedado para ir a pasear al Prado.
—¿Con este frío?
—No seas aguafiestas. Por cierto, ¿te apetece dormir la siesta conmigo?
Víctor la miró sorprendido.
—¿Estás segura? ¿No crees que en tu estado…?
Ella sonreía pícara.
—El médico me dijo que no hay problema al respecto.
«Al fin una buena noticia», pensó él.