—No se preocupe, Víctor, que está perfectamente —dijo don Braulio, el médico personal del comisario don Horacio Buendía—. Le he ordenado que descanse; ha sido un simple desmayo. Ha bebido agua de azahar y está más repuesta. Que descanse un ratito y, hala, a casa. ¡Ah, y enhorabuena!
Víctor abrió la puerta del despacho de su jefe tras estrechar la mano del doctor y vio a Clara tumbada en el sofá de las visitas. Tenía buen aspecto y parecía sonriente. Junto a ella velaba sentado en una butaca su buen amigo, don Alfredo Blázquez, que charlaba con la dama muy animadamente.
—¡Clara! —exclamó Víctor sentándose junto a su esposa a la vez que le tomaba las manos—. ¿Estás bien? ¿Cómo has…?
En ese momento reparó en que el médico le había dado… ¿la enhorabuena?
—Tranquilo, tranquilo, no ha sido nada —contestó ella muy serena.
El rostro de Víctor dejó traslucir su enfado; ¿o quizá no?
No sabía cómo sentirse. Estaba indignado. Clara había vuelto a protagonizar un incidente con sus amigas sufragistas, a las que todos tomaban por locas. Se había comportado como una irresponsable.
—¿Cómo te has metido en un lío así? ¿Cómo has podido? A ti no te tenían que detener, saben que tú eres…
—¿Por qué? ¿Por ser tu mujer?
—Todas están en la calle a esta hora, Víctor —dijo don Alfredo conciliador.
—¡Pero debías haberme consultado! Soy tu marido.
—Y un policía —repuso Clara—. No puedo traicionar a mis amigas contándote a ti dónde vamos a organizar las protestas.
—Pero ¿qué necesidad tienes de meterte, de meterme, de meternos en estos líos? ¿No sabes que ce pueden dar un cachiporrazo o puede que te patee un caballo? Es peligroso.
—Claro, para ti es fácil. Tú puedes votar.
Víctor gruñó desesperado. Sabía que ella no iba a ceder. Eran unas locas, y su mujer, una de ellas. Además, tenían razón.
Contó hasta tres. La miró. Tenía buen aspecto. Se había asustado de veras.
«¿Enhorabuena?».
La miró a los ojos. Era una mujer fuerte, aunque su aspecto delicado y su belleza le hacían parecer vulnerable. ¿Y si le ocurría algo alguna vez? No quiso ni pensarlo. Su tez blanca, sus ojos azules y su boca de labios perfectos eran los mismos del primer día en el Paseo del Prado, cuando la conoció siendo un don nadie y pensó que nunca lograría siquiera hablar con ella. Pensó en su madre y en él mismo recién llegados de Extremadura, la miseria, los primeros años en Madrid y en la ayuda de don Armando, «el sargento Molinillo», que lo sacó de las calles para brindarle un futuro como policía. Pensó en los libros que le sacaron del arroyo. Clara estaba guapísima, con esa belleza serena que sólo las mujeres embarazadas llegan a adquirir.
—Don Braulio me ha dicho que enhorabuena —acertó a decir. Don Alfredo y Clara sonrieron.
—Si digo yo que a veces pareces tonto… —sentenció el inspector Blázquez mirándolo con ternura.
—Creo que hay otras maneras menos espectaculares de decirle a un hombre que va a ser padre, ¿no? —protestó sintiéndose afortunado, mientras ella lo abrazaba.
Estaba enojado con su mujer. Y contento con la vida, que no le trataba mal. Ella iba a darle otro hijo. ¿Desde cuándo lo sabría? ¿Cómo se le ocurría ir a una manifestación estando embarazada?
Qué inconsciente. Qué valiente. Pensó que ojalá nunca cambiara.
Aquélla tarde, en casa del inspector Ros, los dos detectives volvieron a reunirse a petición del dueño de la casa.
—¿Y Clara? —preguntó Alfredo Blázquez sentándose junto a Víctor en el gabinete.
—Está descansando. Una siesta que no le vendrá nada mal.
—¿Y la niña?
—Con su abuela.
—Sólo ha sido un susto. No debes inquietarte.
—Ya, ya, ha venido nuestro médico y dice que todo va bien, pero no puedo evitar preocuparme por ella. No sé, preferiría que no asistiera a esas manifestaciones con sus amigas. La gente las toma por locas.
—¿Y cuándo te ha importado a ti lo que piensen los demás?
—No, no. No es eso. Pero es que montan unos números de órdago a la grande. ¡Si le arrojaron pintura roja al senador Miñano a la salida de una sesión! Me las vi y me las deseé para conseguir que no durmieran en la cárcel aquel día.
—Ése tipo se la tiene jurada. Odia a las sufragistas.
—Ya lo sé, y me parece un reaccionario, pero…
—Aunque estás de acuerdo con ellas, te gustaría que Clara no estuviera siempre en primera línea.
—Exacto.
—Pero ella es así, cuando la conociste ya era sufragista. Es una joven idealista, transgresora como tú. Lucha por algo en lo que cree.
—Sí, pero ahora está embarazada. Me gustaría que se lo tomara con algo más de calma. ¿Tú sabes la de veces que he tenido que ir a comisaría a sacarlas del calabozo?
—Desde luego, hay que reconocer que persistentes lo son un rato.
—No lo sabes tú bien. Si ganan el derecho al voto se lo merecerán, sin duda.
—Víctor, esta mañana, en el despacho de don Horacio, Clara me ha asegurado que mientras dure su embarazo no participará en las acciones que lleven a cabo sus amigas, aunque estará siempre en retaguardia, apoyándolas. Es un detalle, conociéndola.
—Vaya, algo es algo —repuso Ros algo aliviado—. Espero que algún día ganen su batalla. Esto me coloca a veces en una situación delicada, ¿sabes? Estoy harto de las risitas de los guardias, de los compañeros. Me imagino lo que dirán: «¡un policía renombrado con una esposa sufragista!», «si no controla ni a su propia mujer…».
—¿Y a ti eso te importa?
—Pues la verdad, no, pero empieza a cansarme. Además, tú mismo estabas en contra del voto femenino cuando conocimos a Clara.
—Pero me ha convencido.
—¡Vaya! Nunca es tarde.
—Y mi esposa ha decidido unirse al grupo.
Víctor estalló en una sonora carcajada. Al menos contaría con la ayuda de su amigo a la hora de sacar de la cárcel a aquel grupo de indomables feministas cada vez que fueran detenidas.
—¡Acabáramos! Aunque, la verdad, no me imagino a tu Amalia encadenándose a la puerta del Congreso.
Se miraron sonrientes.
—Pues más bien no. Pero no me has mandado llamar para esto, ¿no?
—No, claro. ¿Un cigarro?
Blázquez aceptó la invitación y encendieron sendos habanos con pausa, dejando flotar el silencio. La mirada de don Alfredo vagaba por las estanterías de la bien nutrida biblioteca de Víctor.
—Es por lo del sepulturero —dijo Ros de pronto—. Es un caso raro, muy raro. Mira, ¿sabes que al día siguiente de ocurrir lo del dedo alguien robó un cuerpo del cementerio?
—Vaya…
—Y, como sabes, yo no creo en casualidades. Así que te he llamado porque quiero que veamos a Demóstenes; tenemos que repasar con él todo lo que nos contó. Hay huellas de entrada del tipo que entró a robar el cadáver, pero no de salida.
—¿Y eso?
—Ah, es sencillo, entró por el muro oeste porque hay un pequeño poyete que hace más fácil escalar, lo comprobé a la salida. Una vez dentro del camposanto salió por el sur; para ello recorrió un empedrado que llega al pie de la tapia, de ahí que no se observen huellas de salida. Allí hay un pequeño peldaño que permite saltar con más facilidad. Pero hay una cosa que me preocupa: para poder pasar un cadáver por encima de una tapia hacen falta dos o más personas.
—Ya. ¿Y por qué iba alguien a querer robar un cuerpo?
—No sé. Hay mucho loco suelto. Comienzo a sospechar que quizá no cortaron el dedo al coronel por el anillo, sino que nos hallamos ante algún desequilibrado que busca cadáveres o fragmentos de ellos. Pero no adelantemos acontecimientos y vayamos a ver a nuestro amigo Demóstenes. Tengo que hablar con él. Veo difícil lo de su readmisión.
—¿Y quién investiga lo del cuerpo desaparecido?
—Nadie, era un mendigo.
—Tienes razón; deberíamos hablar con el bueno de Demóstenes.
Víctor y don Alfredo fueron caminando hasta La Latina arrebujados bajo sus abrigos, pues el sol se había puesto y comenzaba a oscurecer en una fría tarde típica del Madrid invernal. Una vieja embozada en un enorme pañuelo negro, que apenas dejaba ver más que su prominente nariz, pregonaba que tenía las mejores castañas asadas de la Villa a la vez que se acercaba al brasero para quitarse el frío de los huesos. Había poco trasiego de viandantes por las calles y las farolas de gas aún no habían sido encendidas, por lo que una sensación de tristeza invadió a los dos amigos en su trayecto hasta el domicilio de Demóstenes, al final de la calle Segovia, en la casa que llamaban de «los corralillos». La electricidad llegaba de manera inminente y todos aguardaban a contemplar un Madrid iluminado por farolas de luz eléctrica. Un signo más del avance de los tiempos.
—¡«Amor de Tronío»! —gritaba un rapaz que vendía a voz en grito la Gacetilla Popular, donde al parecer se narraban los detalles del noviazgo real para deleite de criadas y comadres.
—Dame uno —pidió don Alfredo mientras tendía una moneda al crío.
—Pero ¿vas a leer eso? —espetó Víctor—. Es pura basura para comadres…
—¿Y qué? ¿No dices que hay que saber de todo?
—Ahí me has pillado. Pero todo eso —añadió señalando con la cabeza el panfleto— no es más que un burdo montaje.
—¿Cómo?
—Sí, ya sabes, lo de un amor imposible entre dos jóvenes cuyas familias se odian. Ya se contó antes: los Capuleto y los Montesco.
—No te entiendo, Víctor.
—Sí, Alfredo, sí. En primer lugar, Cánovas se inclinó por casar a nuestro joven monarca con Beatriz, la hija de la reina Victoria de Inglaterra, pero ésta, al saber que su hija había de convertirse al catolicismo, se negó en redondo. Urge casar al joven monarca, eso está claro; sus salidas nocturnas comienzan a convertirse en un serio peligro.
—Dímelo a mí… Mi primo Juan Jesús está en la Guardia Real y los lleva locos.
—Y, además, se dice que hay que asegurar cuanto antes la descendencia del joven rey.
—¡Si es un crío!
Víctor sonrió para sus adentros; ambos amigos se detuvieron.
—El otro día estuve hablando en nuestro despacho de Sol con Blas López. Ha llegado lejos, ¿sabes?
—Pues tenías que haberlo conocido cuando empezó.
—En efecto, un papanatas. Bueno, el caso es que entró a hacerme una visita: está ejerciendo labores de escolta de Cánovas. Se encarga de su seguridad, turnos, guardias… Vamos, que se entera de todo.
—¿Y?
—Me dijo que el joven rey estuvo enfermo cuando fue al norte a combatir contra los carlistas.
Tuvo fiebres muy altas, tos y, atención: llegó a manchar un pañuelo de sangre.
—¿Tuberculosis?
—Chiiist —chistó Víctor mirando a su alrededor.
—Mal asunto.
—¡Y tanto! Los Borbones llevan cientos de años casándose entre primos. El joven no es precisamente fuerte como un roble. ¡Tuberculosis!, figúrate. Hay que asegurar la continuidad del régimen, ahora que parece que arranca una Constitución medio seria. De ahí lo del noviazgo con la primita. A Cánovas no le hacía mucha gracia la idea. Buscaba una princesa de más enjundia, y, por otra parte, se sabe que el pueblo odia al padre de María de las Mercedes.
—Hombre, Víctor, el de Montpensier mató en duelo al infante Enrique e intrigó lo suyo para hacerse con el trono.
—Pues eso, que a la gente no le iba a hacer maldita la gracia, de manera que el duque de Sesto, que en esto es de lo que no hay, ideó la historia: los dos primos se quieren, pero la reina madre, doña Isabel, no quiere ni oír hablar del casorio y emparentar de nuevo con el impresentable de su cuñado.
—Pero eso es cierto, ¿no? Se ausentó a París cuando fueron a pedir la mano de la chica.
—Sí, sí, es cierto, pero se le dio propaganda y el pueblo no puede resistirse a un amor imposible.
Ahí lo tienes, voilá: una candidata a reina logra el fervor popular de un plumazo con ese tipo de panfletos que acabas de adquirir.
—Me dejas de piedra.
—Ingeniería social, se llama.
—¡Qué cosas dices! Te sale la vena republicana.
—¡Qué va, Alfredo, qué va! No te negaré que sueño con una España republicana, pero hoy por hoy es imposible. Estoy con Cánovas. Aquí, hoy en día, la república no nos duraría ni una semana, hay que hacer los cambios de manera pausada, lenta. El «monstruo» ha dado un golpe perfecto urdiendo esta boda. Pero, mira, ya llegamos. Éste es el portal.
Los dos amigos traspasaron la recia puerta de madera. Arriba, en un ático miserable poco más grande que el salón de Víctor, vivían Demóstenes, su esposa y sus siete chiquillos, que se arracimaban junto al brasero intentando quitarse el frío de encima. Víctor no pudo evitar el recuerdo de su infancia en aquel mismo barrio y sus comienzos como pilluelo en La Latina: el miedo, las esperanzas a su llegada a Madrid, el mísero sueldo que cobraba su buena madre por horas y horas de costura, y sus ansias de salir de la miseria y llegar lejos.
Hacía frío en aquella buhardilla, pues estaba mal aislada, y los críos del sepulturero parecían famélicos, cansados, con los ojos hundidos en sus cuencas como para demostrar que en aquella casa se había empezado a pasar hambre. Víctor sintió que se le encogía el corazón. Tomó nota de ello. A la mañana siguiente ordenaría a su cocinera que fuera al mercado para hacer llegar a la familia una cesta de comida semanal de sus proveedores habituales. Al menos podría ayudarles aunque sólo fuera en eso.
El sepulturero les dijo que si ellos lo deseaban, podían hablar en un lugar más adecuado, por lo que los dos policías lo acompañaron a la calle y entraron en la primera taberna que encontraron abierta, la del Eusebio, que saludó con la cabeza a Víctor al verle entrar como se hace con los viejos conocidos.
El inspector Ros, más reconfortado al perder de vista el minúsculo cuarto en que crecían los hijos de López, comenzó a hablar:
—No le negaré que el asunto está feo, Demóstenes. Pero hay una mínima esperanza, una pequeña luz al fondo de este asunto que me dice que lograré que recupere usted su trabajo.
—Loado sea Dios —agradeció el pobre hombre apurando su chato de vino de un trago.
—Sí, me temo que hay una banda de desalmados que se dedican a robar restos humanos por algún motivo. Es cuestión de capturarlos y demostraremos que ellos cortaron el dedo del coronel.
Parece simple.
—¿Y por qué iba alguien en su sano juicio a querer robar cachos de personas? —preguntó Demóstenes.
—Quizá buscan objetos de valor. Al día siguiente a su despido, a poco echan a Zacarías; alguien exhumó al muerto que usted había enterrado la mañana anterior y se lo llevó.
—¿Cómo?
—Sí, debieron de ser varios.
Demóstenes se sirvió otro vaso de vino de la jarra de barro antes de hablar:
—Pero dice usted que esos tipos buscan robar objetos y…
—¿Sí?
—El tipo que enterré aquella mañana era un mendigo; ¿qué iba a tener de valor?
—Reconozco que tiene usted razón. Ahí flaquea mi tesis —admitió Víctor—. Pero me niego a creer que dos asuntos tan extraños y ocurridos el mismo día no tengan relación. ¿Cuántos casos similares se han dado en el cementerio desde que usted trabaja allí?
—Hombre, pues la verdad es que yo llevo trabajando en el cementerio toda mi vida y no recuerdo algo sí.
—¿Alguna vez alguien mutiló un cadáver?
—Nunca.
—¿Y han desenterrado algún cuerpo?
—Tampoco. Alguna gamberrada de críos, ya sabe, apedrear una lápida o volcar unas vasijas con flores, pero nada más.
—¿Está usted seguro de que el mendigo no llevaba nada encima de valor? He conocido indigentes a los que se halló muertos en la calle que, bajo la ropa, iban literalmente empapelados en billetes para protegerse del frío —apuntó don Alfredo.
—Seguro, no llevaba nada encima. Yo mismo lo preparé. Aunque, ¿saben?, el cuerpo no me pareció el de un mendigo; la piel era blanca, de modo que aquel hombre no había tomado mucho el sol en su vida, como un noble. Tenía unas manos muy delicadas, como de pianista; el tipo no sabía lo que es trabajar. Eso seguro.
Víctor y Alfredo se miraron.
Demóstenes López se secó la boca con el dorso de la diestra y añadió:
—Como ustedes comprenderán, he enterrado a muchos pobres y aquel fulano no estaba desnutrido; ¡si tenía todos los dientes perfectos!
—¿Está usted seguro de eso?
—Sí, nunca me olvidaría de un elemento tan peculiar, con ese pelo tan rojo y…
Víctor Ros dio un manotazo en la mesa y dijo:
—¿Cómo ha dicho? ¡Repita eso!
—Que el fiambre era pelirrojo.
—¿Qué pasa? —preguntó sorprendido Blázquez.
Víctor contestó:
—Que el cómplice del asesino del coronel Ansuátegui era pelirrojo. Ahí tienes el nexo entre los dos sucesos, Alfredo.
—¡Qué tontería! Muy traído por los pelos me parece eso a mí.
—Así, a bote pronto, ¿a cuántos pelirrojos conoces? Me refiero a tu entorno, tu familia, tus amigos y el trabajo; piensa, a ver…
Don Alfredo miró hacia arriba como haciendo memoria.
—Pues a ninguno, la verdad.
—¿Con cuántos te has cruzado hoy por las calles de Madrid?
—Con ninguno.
—¿Y ayer?
—Con ninguno, Víctor; sabes que esto no es Inglaterra, aquí no abundan los pelirrojos.
AR Z —Pues eso. Mucha casualidad, ¿no crees?