Capítulo 2

Después de la cena, mientras fumaban un cigarro en el gabinete y paladeaban una buena copa de coñac, don Alfredo rompió el silencio para comentar a su compañero:

—Todavía no entiendo cómo lo haces.

—¿El qué? —dijo el inspector Ros.

—Pues eso. Adivinar las cosas.

—Vaya, Alfredo, me parece mentira que tú precisamente me hagas ese comentario. Sabes muy bien que no adivino nada, simplemente lo deduzco. La lógica y el razonamiento deductivo son armas poderosas en manos de un investigador avezado. Una mente entrenada puede…

—Ya lo sé, ya lo sé. Te he visto trabajar. Estuve allí cuando resolviste el Misterio de la Casa Aranda, ¿recuerdas? Asunto que, dicho sea de paso, no era cosa baladí. Pero, aun así, debo reconocer que siempre me sorprendes.

Víctor dejó vagar su mente a aquellos días en que conquistara a Clara resolviendo el asunto de la Casa Aranda. Una mansión encantada que parecía haber poseído a la hermana de su amada, Aurora.

Recordó aquellos días difíciles en que de la mano de Alberto Aldanza, un dandi excéntrico que lo adoptó como pupilo, había resuelto el caso de las prostitutas asesinadas que a nadie importaba.

Dos casos de relumbrón de golpe. Aquello le hizo famoso. Y consiguió a Clara. Recordó que había comenzado a investigar el caso de las prostitutas desaparecidas por petición de Lola «la Valenciana», una joven a la que frecuentaba en el burdel de Rosa, cerca de Embajadores. No quiso pensar en ella ni en su final. Él era en gran parte culpable. Su mente volvió al presente y contestó a don Alfredo.

—Forma parte del método. Ésos golpes de efecto que tanto me caracterizan y que provocan que mi amada Clara me reprenda por mi exceso de vanidad no son otra cosa que argucias de timador.

Mira, es muy sencillo. Cuando deduzco algo, casi siempre de manera sencilla y sobre todo al principio de un caso, lo suelto así, de buenas a primeras. Lógicamente no desvelo la cadena de razonamientos que me han llevado a ello, y te preguntarás por qué…

—Eso es. ¿Por qué?

—Porque me parece evidente que la gente se asusta, llega a creer que tengo un don sobrenatural, que leo su mente, se impresiona, y yo no me esfuerzo en sacarle de su error. Me interesa. Se ponen nerviosos. Todos. Hasta el que es inocente y, claro, eso hace que el verdadero culpable se sienta observado y cometa algún error.

—Me reconocerás que algo de vanidad hay en ello.

—Quizás, aunque intento que no sea así.

—Pero, Víctor, aunque tú lo niegues, las cosas que haces y dices son asombrosas. Por ejemplo, hace un rato, antes de la cena, supiste que ese Demóstenes López era sepulturero. Extraordinario. Él mismo se quedó de piedra.

—Ah, ¿es eso? —repuso Víctor con aire divertido—. Nada inusitado, Alfredo. Cuando estreché su mano a la entrada comprobé que era ruda, áspera y estaba llena de callos. Supe que era propio de su oficio agarrar algo con fuerza, pero ¿qué?; podía ser mozo de mudanzas, albañil o jornalero. Era evidente por su aspecto que pasa muchas horas a la intemperie; ¿te has fijado en su tez, en las arrugas de su rostro? Su blusón negro estaba lleno de polvo y sus pantalones también. Por no hablar ya de sus alpargatas. Cuando nos sentamos reparé en que tenía las uñas llenas de tierra. Negra. Profunda. O sea, que ese hombre cavaba habitualmente. Y profundo. ¿En qué oficios se remueven grandes cantidades de tierra y a tal profundidad? Te lo diré: agricultor, jardinero y sepulturero. El hombre venía de La Latina, luego de agricultor, nada, y, para colmo, al entrar me había elogiado la hermosa enredadera que tapiza el muro de mi humilde morada.

—¿Y?

—Que es una buganvilla.

—Luego no era jardinero.

—Exacto. Y sólo quedaba una opción.

—Sepulturero.

—Impresionante. Pero sencillo, muy sencillo. ¿Ves como no adivino nada?

—No, si contado así, hasta parece una nadería.

—Si se desvela el truco, la artimaña pierde su gracia.

—Nunca dejarás de sorprenderme.

—Eres tremendo, Alfredo, eres tremendo. Pero debo reconocer que tus elogios y aspavientos me hacen sentir bien, la verdad —admitió Víctor Ros prorrumpiendo en una sonora carcajada—. Y ahora vayamos con las damas. Me parece que querían jugar una partida.

Víctor pasó un día de Navidad tranquilo en casa; leyó, charló con Clara y disfrutó de la pequeña.

Nada pudo hacer hasta el día 26, jueves, en que, tras dedicar la mayor parte de la mañana a resolver el papeleo que tenía pendiente, pudo convencer a don Alfredo para que lo acompañara a iniciar las pesquisas sobre el caso del coronel Ansuátegui. Eran las doce del mediodía cuando un coche de alquiler les dejaba en la puerta del cuartel del Conde Duque, pues antes se entretuvieron tomando un café de camino en casa Agapito.

El cuartel de Conde Duque era una inmensa mole de ladrillo rojo, la construcción más grande de Madrid, diseñada por Pedro de Ribera para albergar al Cuerpo de Guardias de Corps, un regimiento de élite creado para la protección y custodia de la familia real, integrado únicamente por voluntarios de origen noble que, aun realizando simples tareas de custodia, guardia y protección, ostentaban todos rango de teniente o capitán. Los dos amigos quedaron impresionados por el extraño portal que daba acceso al recinto militar.

—Parece un trozo de piel —dijo don Alfredo refiriéndose a una insólita pieza situada justo a la entrada, sujeta por dos columnas rústicas.

—Pues no te digo que no —contestó Víctor mientras contemplaba perplejo aquel portal de estilo churrigueresco, que no le pareció muy adecuado como para enmarcar el pórtico de acceso a un cuartel.

Una vez en la entrada, un sargento les salió al encuentro. Preguntaron por el superior del coronel Ansuátegui. El suboficial les hizo saber que el fallecido era instructor en el Colegio General Militar y se ofreció para guiarles amablemente al despacho del director de dicha institución, el general Esparza. Salieron al patio central, el más amplio de los tres que tenía el cuartel, giraron a la derecha y pasaron entre grupos de infantes con casaca azul y pantalón rojo que hacían la instrucción. Tras atravesar un portón de menor tamaño que el de la entrada, accedieron a otro patio algo más pequeño.

—¿Sabes que Godoy comenzó aquí su andadura? —espetó de golpe Víctor sin dejar de caminar.

—¿Cómo?

—Sí, sí, que Manuel Godoy comenzó siendo guardia de corps aquí mismo. Parece que el tipo tenía un don para moverse en la corte y poco a poco fue ascendiendo.

—Hasta hacerse el dueño de España.

—Exacto. Un tipo inteligente.

Giraron a la izquierda y, tras entrar en el pabellón del fondo, caminaron por un corto pasillo que quedaba a la derecha. El Colegio General Militar ocupaba aquel rincón del inmenso edificio.

—Tomen asiento si gustan y esperen aquí —dijo el sargento antes de desaparecer tras una puerta.

Mientras aguardaban, Víctor dijo a su amigo:

—¿Sabes, Alfredo? Hay una curiosa historia que relaciona los guardias de corps con la iglesia de San Sebastián en la que asesinaron a Ansuátegui. Fíjate qué casualidad.

—¿Cómo dices? —inquirió don Alfredo demostrando escaso interés en el asunto.

—Sí, lo leí curiosamente hará un par de semanas en un libro de los que heredé de mi buen amigo don Armando. En la iglesia de San Sebastián, el Cristo de los Alabarderos tiene colocados unos curiosos exvotos: un tricornio, un espadín y la banda de un guardia de corps que renunció a todo para hacerse fraile. Se llamaba Juan de Echenique y, al parecer, fue guardia de corps allá por el reinado de Carlos III. Se dice que era un mozo bien plantado, y una noche, tras perder unos buenos cuartos jugando a las cartas en el cuarto de guardia y aprovechando que le quedaban un par de horas para volver a su turno, pidió a sus compañeros que le cubrieran las espaldas y se encaminó hacia la calle, pues tenía cita con una dama. Había llovido muchísimo, así que se encargó de eludir cualquier charco que le estropeara su pulcra indumentaria. Iba hecho un pincelín. Al pasar el convento de las Bernardas escuchó que le chistaban desde un balcón y comprobó que una dama morena, hermosa y de formas exuberantes le instaba a subir. No lo pensó dos veces y, a pesar de que le esperaba otra, subió la escalera y entró en el primer piso, donde tuvo un ardoroso encuentro con aquella exótica hembra, tras el cual quedó exhausto sobre el lecho y durmió en compañía de la moza.

—¿Y?

—Sonaron las campanas y despertó sobresaltado. Entraba de nuevo de guardia. Se vistió rápidamente y, tras dar un beso a la bella desconocida, corrió escaleras abajo y salió. Cuando llegó a la calle Mayor se dio cuenta de que se había dejado el espadín en casa de la joven, así que volvió sobre sus pasos, pero cuando llegó al portal, por mucho que llamaba comprobó desolado que nadie abría. Se le hacía tarde. Entonces pasó por la calle un hombre que le dijo: «Se equivoca vuesamerced, ahí no vive nadie desde hace más de cincuenta años». Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y echó abajo la puerta de una buena patada. Entró y se encontró con una casa abandonada; subió las escaleras evitando los peldaños rotos y esquivando telarañas, para llegar al dormitorio principal, absolutamente en ruinas, destrozado por el paso de los años, y sobre una desvencijada silla…

—¡Qué! —exclamó don Alfredo.

—Su espadín.

—¡Jesús, María y José!

—Como lo oyes; a los dos días profesó y entregó los exvotos que te comenté.

—Caray, Víctor, no sé cómo te gustan esas historias.

—Me estimulan. La verdad es que cada día me gustan más. Cada vez me planteo más la posibilidad de recopilarlas todas en un volumen sobre leyendas de España.

—Pues a mí me ponen los pelos de punta.

Víctor sonrió y quedaron en silencio por un momento.

Al cabo de unos minutos apareció el sargento que les había guiado acompañado de un teniente joven y peripuesto, quien dijo ser el secretario del general y llamarse Gutiérrez.

El sargento se despidió y siguieron al oficial. Atravesaron tres despachos en los que se afanaban militares ocupados en labores burocráticas hasta llegar a una puerta labrada que el militar golpeó con los nudillos.

—Adelante —rugió una voz severa y marcial.

El general Esparza era un tipo imponente, alto, algo pasado de peso y de enormes bigotes blancos que debía de causar una impresión imborrable a la tropa e incluso a la oficialidad. Estrechó la mano de los recién llegados y, tras ofrecerles tabaco, les instó a sentarse en el saloncito anexo al despacho. Víctor y don Alfredo entregaron sus tarjetas.

—¿Y bien? —dijo jugueteando con su gran bigote mientras los observaba desde el fondo de sus profundos y menudos ojos azules.

Víctor tomó la palabra primero:

—Verá, mi general, el inspector Blázquez y yo mismo hemos tenido conocimiento de lo sucedido con el coronel Ansuátegui y queríamos hacerle una consulta.

—¿Saben algo de los culpables? Radicales, sin duda. Mal asunto y en mal momento. ¿Los tienen?

—No, no —aclaró el joven inspector—. Eso lo llevan otros compañeros. Nosotros investigamos el otro suceso…, ya sabe, lo del dedo.

—¡Ah, es eso! —dijo riendo el gigantón—. Sí, sí, qué asunto más macabro. Cosa de algún sepulturero ávido de oro, ya saben ustedes que se quedan las alhajas de los muertos…

—Sí, claro, pero el caso es que nos gustaría aclarar antes si el fallecido llevaba o no el anillo. ¿Podríamos hablar con el ordenanza del coronel Ansuátegui?

El general puso cara de pocos amigos. Su tez pareció enrojecerse, como si se estuviera irritando por momentos. Espiró el aire despacio, como calmándose, y repuso con un tono falsamente amigable.

—Perdone, inspector…

—Ros, Víctor Ros.

—Inspector Ros. ¿Qué más da si algún destripaterrones robó el anillo del loco de Ansuátegui?

Lo importante es que detengan ustedes al asesino, en lugar de andar con patrañas y tonterías. Puedo decirle que el ambiente entre el generalato no es, digamos, festivo. Hay quien piensa que Cánovas es un blando y que tanta Constitución, tanto Parlamento y tanta gaita no harán sino llevarnos a revivir de nuevo tiempos revolucionarios.

Víctor comprendió que aquel hombre estaba acostumbrado a mandar, a que su opinión fuera tenida en cuenta, así que, diplomáticamente, contestó:

—General, tiene usted toda la razón. Éste asunto es un caso menor, una fruslería. Otros compañeros se encargan del asesinato y, descuide, cazarán al culpable. No me cabe duda de que a Cánovas le interesa como al que más que no se produzcan sucesos de esta índole. Sólo intento ayudar a un pobre hombre, un buen amigo que perdió su trabajo por este incidente. Tiene siete hijos, señor, y me he propuesto demostrar que él no robó ese anillo. Para él es importante. Ésa familia pasará hambre, sin duda. Lo echaron, mi general.

—Siete hijos, dice.

—Sí, señor.

—¿Y está usted seguro de que no fue él quien cortó el dedo de Ansuátegui?

—No, no estoy seguro del todo. Es lo que investigo.

El general quedó pensativo por un instante.

—Sea pues, ahora le acompañarán. No quiero tener sobre mi conciencia la muerte por desnutrición de siete criaturas. Bastante llevo visto ya en Filipinas.

—¿Podría, si no es molestia…?

—¿Sí? —contestó el militar como si el policía agotara su paciencia.

—Usted era el superior del coronel Ansuátegui. ¿Qué clase de hombre era?

—Un profesor excelente, muy duro, pero los jóvenes cadetes aprendían mucho con él, no le quepa duda. Era un tipo raro, si se me permite decirlo.

—¿Raro?

—Sí, no hablaba mucho y me parecía reservado en exceso, aunque no está bien hablar mal de los muertos, ¿sabe? Además, tengo cosas que hacer. Si no me necesitan ustedes para nada más, Gutiérrez les acompañará.

—Una última cosa.

—Diga, diga, inspector.

—Quisiera hablar con los dos soldados que hicieron la guardia nocturna en el depósito.

—Pues creo que están en el calabozo. Hable con Gutiérrez y él le dirá cuándo puede verlos. Me encargaré de que se le tramite el permiso correspondiente, aunque eso llevará unos días. Y ahora, si me permiten, tengo una reunión en menos de cinco minutos.

Cuando el teniente Gutiérrez los acompañaba a ver al ordenanza de Ansuátegui, Víctor dijo de pronto:

—Perdone, teniente, pero ¿es usted el Gutiérrez que entró en el depósito la mañana en que se descubrió el asunto del dedo?

—El mismo que viste y calza —asintió el joven militar, un tipo alto, repeinado y de pulcros y estilizados bigotes.

—Ya. ¿Y quién fue el primero en advertir que habían mutilado al coronel?

El teniente puso cara de pensárselo y, cerrando los ojos como el que repasa algo mentalmente, dijo:

—El forense. Un tal don Melquíades.

—¿Y el sepulturero? —preguntó Víctor mirando a un grupo de infantes que marcaba el paso en el patio fusil al hombro.

—Creo que entró el primero, se agachó, sí, se agachó a recoger algo del suelo y entramos el forense, un servidor y un sargento que iba detrás de mí.

—Luego el sargento no pudo cortar el dedo al coronel.

—No, seguro que no.

—¿Y el forense?

El militar volvió a quedar pensativo.

—Recuerdo que miré hacia abajo y a la izquierda, donde estaba agachado el sepulturero y entonces alcé la mirada y vi que al coronel le faltaba un dedo; alguien le había quitado el guante.

No, no creo que el forense tuviera tiempo material de hacerlo, si es lo que quiere usted saber.

—Gracias, teniente, nos ha sido usted de mucha utilidad.

—Es aquí mismo —dijo Gutiérrez señalando una puerta que daba acceso al cuerpo de guardia—.

Enseguida busco al asistente del coronel.

El ordenanza del coronel Ansuátegui resultó ser un joven de Burgos: Ramiro, delgado, menudo, pelirrojo y de mirada viva y despierta. Parecía lamentar profundamente la muerte de «su coronel», pues había sido destinado al pabellón central del cuartel de Conde Duque, a la Dirección del Estado Mayor del Ejército, donde, según decía, «estaba pelando más guardias que un novato».

Pudieron salir con el soldado a una tasca situada en la plaza del Limón, justo frente a la fábrica de Cervezas Mahou. Allí, resguardados de la fría mañana invernal y frente a tres vermús con aceitunas, el joven pareció sincerarse con ellos:

—Mi coronel no era precisamente «la alegría de la huerta», pero yo lo sabía llevar y me encontraba a gusto con él. Vamos, que el destino que tenía era un «chupe». Era un hombre de costumbres fijas: se levantaba siempre a las siete, hacía sus ejercicios, se aseaba, desayunaba y a sus clases. Comía a las dos en punto, echaba un cafelito, una corta cabezadita en su sillón orejero y ¡hala!, a las clases de la tarde. Todos los días oía misa a las ocho y media.

—En San Sebastián.

—En San Sebastián. Al llegar, a las nueve y cuarto, cena, cigarro y al catre. Y yo a mis cositas, ya saben, mis trapicheos, en fin.

—Ramiro —dijo Víctor—, comentas que hacía ejercicio.

—Sí, gimnasia sueca. ¡Ah!, y boxeo. Mi coronel era un hombre muy viajado. De joven estuvo en Cuba y combatió en Filipinas. Luego estuvo de agregado en Londres, en Estocolmo y creo que en Suiza, en Ginebra, me parece.

—¿Dirías que era de costumbres ascéticas?

—¿Cómo?

—Que si era duro consigo mismo. ¿Bebía? ¿Fumaba? ¿Tenía vicios?

—¡Qué va! El alcohol, ni probarlo. Sólo un cigarrito al día, después de cenar. Y mujeres…

—¿Sí?

—Fíjese que incluso había quien rumoreaba que podía ser invertido. Nunca se le vio con una dama, ni siquiera iba a las casas de citas. Yo le digo que no, que nada de nada, que ni lo uno ni lo otro. A veces me daba la sensación de que no pensaba en eso. Era un hombre…, ¿cómo ha dicho usted?

—De costumbres ascéticas.

—Pues eso.

—¿Le acompañabas a misa?

—No. Iba solo y lo llevaba uno de los coches de que dispone el regimiento para los oficiales.

—Ya. No llevaba escolta, claro.

—¿Para qué?

—¿Temía a alguien? ¿Sabes si se sintió alguna vez vigilado o perseguido?

—Que yo sepa, no; pero, ahora que lo dice usted…, ¿sabe?, nunca salía del cuartel. En todo el tiempo que llevo aquí, sólo le he visto salir a misa y punto. Nunca salía a otra hora.

—¿Ni para comprar tabaco?

—Yo le hacía todos los recados. El mundo de fuera parecía no interesarle.

—¿Sabes si en el momento de su muerte llevaba un anillo muy llamativo?

—Sin duda. Casi siempre lo llevaba puesto, muy grande, con una especie de sello rojo. Ése día lo llevaba, seguro, me fijé cuando le di su bastón de mando y su gorra. Seguro.

—Ya. Pues me has sido de mucha ayuda, hijo —agradeció Víctor mientras sacaba unas monedas para el joven a la vez que llamaba a la camarera.

Aquél asunto, de simple que era, parecía no tener solución. Cuando tomaron el coche de vuelta, don Alfredo preguntó a su amigo, que miraba pensativo por la ventanilla.

—¿Y bien?

—¿Sí?

—Que si te has hecho una idea del asunto.

—Pues, la verdad, no. El crimen parece claro, un atentado radical, el modus operandi no ofrece duda, aunque tendré que leer el atestado correspondiente; y en cuanto a lo del dedo, echaré un vistazo al depósito del cementerio, pero me temo que poco podremos aclarar. Sospecho que en la confusión del traslado del cadáver, cualquiera pudo cercenar el dedo del coronel, la verdad. Quizás el forense, no sé. Es algo sencillo, y supongo que algún vivo se hizo con la joya, es algo habitual; la pena es que el pobre Demóstenes ha pagado el pato. Si acaso haré que vigilen al teniente Gutiérrez y al forense, don Melquíades. Poco más me queda por hacer, como no sea hablar con el jefe de Demóstenes para intentar que lo readmitan.

—¿Echamos un dominó esta tarde en casa Agapito?

—No puedo. Tengo cita con Fitzgerald.

—Vaya. Te ha dado fuerte eso del inglés.

—Lo necesito, Alfredo; si no fuera por él, no habría podido comunicarme con Owen Bownes de Scotland Yard, quien a su vez me puso en contacto con Kóem Lubbers de Bruselas.

—¿Y realmente te resulta útil cartearte con esos extranjeros?

—Ya lo creo. Intercambiamos información, Alfredo, me cuentan casos de fuste de allí y yo les relato los sucesos más interesantes de nuestro panorama criminal. Y, no creas, hasta en eso estamos atrasados; lo nuestro es más simple: mucho tirar de navaja, algún trabucazo y pequeñas estafas. En el Reino Unido sí que hay delincuentes de fuste; aquí, lo que yo te digo, carniceros y aficionados.

—Vaya. Pero ya pareces defenderte bien, ¿para qué sigues con las clases?

—No, no, no son clases. Conversamos. Tres horas de conversación a la semana. Mi interés no se centra ya en la gramática inglesa, no, sino en saber comunicarme en inglés. Hablarlo y entenderlo.

Sólo eso.

Don Alfredo Blázquez suspiró y miró por la ventana. Aquél excéntrico no conocía límites. ¿Acaso pensaría mudarse a la fría Inglaterra? ¡Si allí no había toros!

Víctor aprovechó el fin de semana para echar un vistazo en casa al informe del asesinato de Ansuátegui. Las pesquisas no habían arrojado demasiados resultados, aunque hubo detenciones: varios radicales habían dado con sus huesos en los calabozos, donde estaban siendo presionados para que «cantaran».

Los hechos eran sencillos. Un tipo alto, robusto y moreno de cabello y de tez había descerrajado un tiro en la nuca al coronel cuando éste salía de oír misa. Varios testigos afirmaban haber visto el rostro del asesino, así que, de ser capturado, podría conseguirse una condena con facilidad. Al parecer, un cómplice había ayudado al sujeto a escapar, ya que pasó por el lugar en un coche Hamson sin placas de identificación, al cual el fugitivo subió de un salto. Los testigos presenciales apenas acertaron a ver que el cochero iba embozado y tocado con una chistera, aunque bajo la misma asomaban unas llamativas patillas pelirrojas.

Era obvio que estaban a oscuras. O alguno de los detenidos hablaba o poco se podría hacer.

Víctor conocía el funcionamiento de las células radicales y sabía que tal vez el pistolero se hallara a aquellas horas a jornadas de distancia de Madrid.

El momento político no era idóneo para que se hubiera producido un crimen como aquél. A Víctor le constaba que Cánovas del Castillo, en connivencia con Sagasta, estaba intentando consolidar una monarquía parlamentaria al estilo de la británica. La boda del joven rey era inminente, estaba prevista para el 23 de enero y había de asegurar la continuidad de la institución monárquica. Eran muchos los que deseaban dar al traste con aquel plan, entre otros los carlistas, los radicales e incluso sectores más reaccionarios del propio ejército o el capital, que abogaban por una monarquía más autocrática, dictatorial y apoyada totalmente en los militares y la Iglesia.

Era plausible que si no se producían detenciones de manera inmediata con respecto al asesinato de Ansuátegui, pudiera haber ruido de sables. Al menos, ése no era su cometido. Se alegró de no llevar el caso de la muerte del coronel. Lo suyo era poca cosa, el anillo.

Después de sopesar el asunto, decidió que hablaría con el jefe de Demóstenes para ver si el sepulturero era readmitido; ¿qué más podía hacer? Además, era domingo por la tarde y tenía entradas para llevar a Clara a ver La Favorita, de Donizetti. Cantaba nada menos que Julián Gayarre con la réplica de Elena Sanz. Aquello lo animó y pensó en que le haría olvidar aquel maldito problema.

El mismo lunes por la mañana acudió al Cementerio General del Sur a primera hora. Pidió hablar con el encargado y enseguida se encontró con un patán de nombre Zacarías que se dirigía a él como si fuera un ministro. Parecía muy impresionado con la placa, por lo que dedujo que debía de haber tenido cuentas con la justicia de joven. Era un tipo de estatura mediana con una imponente barriga que sujetaba con una inmensa faja roja, como si fuera un bandolero.

—Perdone, Zacarías, pero venía a verle en relación con un asunto algo delicado. Me refiero al despido de Demóstenes López. El hombre cabeceó a uno y otro lado, y dijo:

—Mal asunto. ¿Es amigo suyo?

—Digamos que me intereso por él. No robó el anillo.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque era el guarda, luego resulta evidente que era el menos indicado para hacerlo. De hecho, se quedó sin trabajo por ello, ¿no? Zacarías quedó en suspenso por un momento.

—Sí, la verdad, tiene sentido eso que dice usté.

—¿Suele ocurrir a menudo? Me refiero a que desaparezcan objetos de valor de los cadáveres.

—Pues no, no suele ocurrir. Al menos desde que yo me hice cargo de esta casa.

—¿Cree posible que alguien pudiera entrar en el depósito?

—Es un sótano y estaba cerrado, ya sabe, a cal y canto.

—Ya. Pudo ser cualquiera, ¿no?

—Pues claro, en la confusión del traslado del cadáver, cuando entraron por la mañana.

—Luego usted no cree que fuera Demóstenes.

—Quia.

—Bien, entonces sería fácil que lo readmitiera.

—Imposible, si casi me echan a mí. Tanta cosa rara junta no es normal, no sé ni cómo sigo trabajando aquí.

—¿Cómo dice?

—Sí, por lo del robo del cadáver.

—¿El robo del cadáver?

—Sí, el que enterró Demóstenes el mismo día que lo tuve que echar. Un mendigo. Aquélla misma noche hice yo la guardia porque me había quedado sin guarda nocturno. Cuando hice la ronda de las seis, me encontré con que habían profanado una tumba… ¡y robado un cuerpo!

—¡Vaya! ¿Qué me dice?

—Lo que oye usted —dijo Zacarías santiguándose—. Me quedé de piedra. El fiambre de la 236 había sido desenterrado y se lo habían llevado.

—¿Cómo?

—Alguien había saltado la tapia por el lado oeste, vi las huellas; se llegó donde la tumba, la profanó, abrió el ataúd y se llevó el cuerpo del mendigo. Eché un vistazo alrededor porque no se puede saltar tan fácilmente una tapia con un muerto al hombro.

—Claro.

—Miré en los panteones, en los nichos vacíos: nada.

—¿Y las huellas? ¿Había huellas? —preguntó Víctor intrigado.

—No. Sólo las de la entrada del individuo.

—O sea, que me dice usted que un tipo entró, dejó huellas de entrada y sacó del recinto al muerto sin que quedara ni rastro de su salida.

—Exacto.

—¿Puede usted llevarme al sitio donde encontró las huellas?

—Sí, claro.

Los dos hombres caminaron hacia el lado oeste del camposanto; de camino, el detective quiso saber:

—¿Y el ataúd? ¿Podría verlo?

—Lo quemé esa misma mañana. Ya ve usté, ¿qué clase de persona hace algo así? Llevarse el cuerpo de un cristiano. ¡Dios sabe que motivos empujan a alguien a comportarse de esa manera!

—¿Fue aquí? —preguntó Víctor situándose al pie de la tapia.

—Aquí mismo.

El detective se acuclilló y observó con atención el suelo, desmenuzando con los dedos pequeños grumos de tierra.

—Apenas queda rastro, pero es un pie grande, parecen botas de suela rústica. ¿Y la tumba? ¿Dónde queda?

Zacarías lo acompañó al lugar: una tumba abierta que esperaba un nuevo inquilino. La tierra rojiza se acumulaba a los lados de la fosa. Echó un vistazo, pero no sacó nada en claro.

—Éste suceso era interesante, pero comienza a convertirse en extraordinario —comentó—.

Veamos, según he entendido, la misma noche en que trajeron el cuerpo del coronel llegó a última hora un desgraciado, un mendigo a quien encontraron muerto en la calle.

—Sí, así es.

—Y a la mañana siguiente, cuando se destapó el asunto del dedo del coronel y antes de que usted acudiera al Ayuntamiento, ordenó a Demóstenes que enterrara el cuerpo del mendigo.

—En efecto.

—De manera que un día después, y ya tras el despido del pobre Demóstenes, usted se encontró con que habían robado el cuerpo del mendigo.

—Es exactamente así. Se hará cargo de que casi me echan; son demasiadas cosas raras en un solo día para un cementerio.

—Ha dicho usted bien, Zacarías, ha dicho usted bien. Y yo no creo en casualidades. En veinticuatro horas alguien mutiló a un fallecido y después robó un cuerpo; me parecería mucha casualidad que ambos sucesos no estuvieran relacionados.

—¿Piensa usted que algún loco merodea por el cementerio?

—No le digo que no. ¿Me permite echar un vistazo al depósito?

Caminaron hasta el pabellón principal, entraron y bajaron unas estrechas escaleras mal iluminadas con lámparas de gas hasta llegar a una puerta recia, de hierro, cerrada a cal y canto con dos candados. Justo delante de ella había un pequeño recibidor.

—Aquí hicieron la guardia los dos soldados ¿no?

—Cierto —asintió Zacarías mientras se afanaba en abrir los candados—. ¡Adelante!

El chirrido de la puerta que se abría dio paso a un horrible hedor entre muerte y formol que repugnó al detective. En cuanto el capataz encendió un par de lámparas, Víctor pudo ver que se hallaban en una estancia cuadrangular, amplia pero muy oscura y con varias camillas en las que habían de descansar los cadáveres antes de su inhumación. Echó un vistazo aquí y allá. Había azulejos blancos que tapizaban las paredes como en un hospital. Vio algún rastro de sangre seca en el suelo y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Golpeó los muros con el bastón y examinó los armarios del fondo. Sobre una mesa había instrumentos quirúrgicos de los que usaban los forenses que le recordaron su aprendizaje con su otro mentor, don Alberto Aldanza. Intentó pensar en otra cosa. Aquello formaba parte del pasado.

—No hay ventanas —dijo por único comentario.

Oyeron unos pasos que bajaban las escaleras a toda prisa.

—¡Don Víctor, don Víctor! —llamó una voz—. ¡Es su mujer!

El detective se giró y vio aparecer en la puerta del sótano a un guardia, Peláez.

—¿Cómo? —acertó a decir alarmado.

—¡Se ha desmayado! —contestó el otro—. La detuvieron. Estaba en una protesta de las sufragistas frente al Gobierno Civil y nos ordenaron detenerlas. Yo sabía que era su esposa, don Víctor, así que dije a mis compañeros que a ella ni la tocaran. Pero ¿sabe?, se empeñó en que «ella era como las demás», que si detenían a sus compañeras, «a ella también». ¡No sabe usted cómo se puso! Las subimos al carromato grande, al de transporte de detenidos. Eran muchas, se ve que había poco aire y se privó. Me manda don Horacio, está en su despacho y ya está allí su médico. He venido en un coche de caballos.

—Vamos —ordenó Víctor mientras subía las escaleras a la carrera.