Madrid, cuarenta años más tarde
Víctor Ros leía la prensa junto a la chimenea mientras que su suegra, doña Ana Escurza, vigilaba a la niña que gateaba sobre una manta. Era Nochebuena y había trajín, idas y venidas en la casa de la calle de San Marcos. Clara entró en el cálido salón para echar un vistazo a la pequeña. Estaba hermosa, sin duda. Su rostro no era ya el de la niña que Víctor había conocido paseando por el Prado, pues la maternidad había dejado paso a una belleza algo más templada, más serena si cabe.
Su tez era blanca, como siempre, aunque se intuía levemente un poco de colorete en las mejillas; lo usaba para «tener mejor aspecto». Los ojos de la joven, claros y cristalinos, brillaron alegres al ver a su marido y a su hija.
—Estás guapísima, querida —dijo él.
Clara, atusándose el moño en que recogía su pelo color trigo, se encaminó hacia la niña.
Lucía un elegante vestido verde, muy entallado a la cintura y con polisón, como mandaban los cánones. Unas delicadas puntillas de color blanco que asomaban bajo el cuello y los puños daban a la joven un aire delicado y grácil. Sin duda, la ocasión lo merecía.
—¿Cómo van los preparativos? —inquirió doña Ana.
—Bien —contestó la señora de la casa al tiempo que dirigía a su marido la mejor de sus sonrisas—. Nuria y Blasa se bastan, de momento, en la cocina.
—¿Y qué cenaremos hoy, hija?
El inspector Ros, sin levantar apenas la mirada de La Época, respondió por su esposa:
—Pavo relleno con salsa de nueces, aderezado con guarnición de patatas a lo pobre, ensaladas varias y turrones y mazapanes, lo típico de la época. Ah, y se me olvidaba, unos dulces característicos de la tierra de mi mentor, don Armando, llamados «cordiales».
Doña Ana, que era más parecida a su otra hija, Aurora, de rasgos físicos fuertes, gran nariz y mandíbula algo masculina, miró a su hija como sorprendida, esperando una respuesta, así que Clara contestó al momento:
—Sí, mamá, tu yerno ha acertado. ¿Es que no lo conoces?
—Sí, hija, sí, pero siempre que adivina así las cosas me parece propio de brujas. No me acostumbro —repuso la dama visiblemente impresionada.
—Doña Ana —terció sonriente el detective dejando el periódico a un lado—, yo no adivino nada. Las cosas son más sencillas de lo que parecen. Nada de brujas, no existen.
—Ya, has estado en la cocina.
—Pues no.
—Mi hija te habrá contado el menú que había pensado servir esta noche…
—Tampoco.
—¿Entonces?
—Todo está aquí —contestó señalándose la testa con el índice.
Clara rio divertida al ver que su madre se santiguaba y tomó a su pequeña en brazos. Víctor se incorporó, se alisó la elegante levita azul marino, se atusó la recortada barba negra que curiosamente había empezado a clarear, y, mirando a su suegra con sus profundos ojos pardos, dijo:
—Me temo, querida suegra, que la explicación es bien sencilla. Veamos, ¿qué suelen cenar todas las familias de bien de Madrid en noche tan señalada como ésta?
—¿Pavo?
—Exacto, así que si a ello unimos que esta mañana me he cruzado en esta misma calle con un vendedor de los que pululan por Madrid en estas fechas guiando un grupo de dichas aves…
—Eso no quiere decir nada —comentó Clara sin dejar de hacer carantoñas a su hijita.
—Ya, querida, ya, pero es que éste regalaba una cinta de terciopelo para el pelo con cada ejemplar y nuestra asistenta, Nuria, lleva una idéntica a ellas desde este mediodía.
—¿Y la salsa de nueces? —preguntó de nuevo doña Ana.
—Querida suegra, si usted hubiera sido despertada hoy como yo, muy temprano, por los tremendos golpetazos que daban en la cocina mi asistenta y mi cocinera, no le hubiera quedado duda de que en esta casa se cascaban nueces como para alimentar a un regimiento de infantería.
—Vaya… ¿Y las patatas a lo pobre?
—Muy sencillo: esta noche cenan con nosotros mi amigo y compañero don Alfredo Blázquez y su esposa, doña Amalia, y sé con certeza que al bueno del inspector le encantan las patatas a lo pobre que prepara como nadie mi cocinera, Blasa. Era de prever que mi esposa, como buena anfitriona, tuviera presente este detalle.
—Hasta aquí, de acuerdo; pero ¿y eso de los cordiales?
—Ah, eso. Mi admirado protector, el ya fallecido don Armando, era murciano. Son unos dulces típicos de su tierra y hace dos días que mi esposa visitó a su viuda, doña Angustias. Ésos deliciosos pasteles rellenos de cabello de ángel llevan una base de oblea y hoy he visto a mi cocinera, Blasa, entrar en casa portando varias láminas de pan de obleas. Me pareció obvio que la viuda de mi amigo había dado la receta a Clara, pues mi querida esposa sabe que esas delicias me encantan.
—Pues deberían encantarte menos porque te estás poniendo fondón —se burló Clara de su marido, mientras doña Ana se quedaba boquiabierta.
El detective encajó el leve sarcasmo con una sonrisa y miró por la ventana algo pensativo. En efecto, había ganado algo de peso, pero seguía encontrándose en forma. Su aspecto no había cambiado demasiado desde que volviera a Madrid. Era hombre de estatura media, pelo oscuro y recortada barba; sus ojos verdes, a veces pardos, penetrantes y entrenados para escudriñar en las almas ajenas, se perdieron por un momento en el infinito.
Entonces sonó el picaporte de la casa.
—Dos aldabonazos fuertes. Ahí está don Alfredo —comentó Víctor.
Al poco se oyeron voces y entró Nuria, la criada.
—Perdone, don Víctor, pero un hombre quiere verle. Dice que es urgente y se niega a irse.
—Así que don Alfredo, ¿eh? —dijo Clara Alvear riéndose descaradamente de su marido.
—Vaya, no podía ser otro, pero me temo, querida, que, como siempre, la falta de modestia me ha colocado en mi lugar —aceptó él.
—Tú lo has dicho, querido, no yo. Te lanzas, te lanzas y a veces te estrellas.
—No aprendo, en efecto, pero es que resulta tan tentador deslumbrar a los profanos con los logros del razonamiento deductivo…
—No hagas caso, hijo, y mira lo que te dice tu suegra: eres un gran detective y lo demostraste resolviendo el misterio de aquella casa maldita de tan triste recuerdo para nosotros; no te prives de un poco de gloria, que te la mereces.
—Mamá, sólo falta que tú le hinches aún más el ego —se quejó Clara haciendo un mohín—.
Bastante bombo le dan en la prensa y, míralo, no hay quien lo aguante.
—Mea culpa, mea culpa —dijo el inspector agachando la cabeza humildemente.
—¡No seas payaso! —exclamó Clara Alvear estallando en una carcajada.
En aquel momento Nuria interrumpió a sus señores diciendo con impaciencia:
—Perdonen, pero ¿qué le digo al desconocido de la puerta?
—¿Conozco al caballero? —preguntó el inspector Ros.
—Quia, si es un destripaterrones. Si usted quiere, lo echo.
—No, no, no es necesario. Pero si no me conoce, ¿qué quiere entonces?
—Insiste en verle, dice que necesita su ayuda, que es usted el úmico en este mundo que puede ayudarle y que si no puede atenderle esta misma noche, se quita la vida.
—Vaya. ¡Qué dramático! Vayamos a ver. No quisiera tener una muerte sobre mi conciencia, y menos en Nochebuena —rezongó el señor de la casa, que ya seguía a la criada hasta el recibidor.
Una vez allí se encontraron a un hombre menudo, de unos cincuenta y tantos años que, gorra en mano y con la cabeza baja, esperaba a ser atendido.
—Demóstenes López, p’a servirle a usté —se presentó.
—Toma el abrigo del señor, Nuria —requirió Víctor Ros.
La criada tomó el raído gabán del recién llegado, que dejó a la vista un enorme blusón negro, pantalones viejos de mil rayas y gastadas alpargatas de esparto. Parecía profundamente apesadumbrado.
—Pase por aquí, por favor —indicó Víctor señalando la puerta de su despacho al demandante.
—Tié usté una casa preciosa, con esas enredaderas de hiedra colgando por fuera que parece esto un palacio —expresó solícito el buen hombre, con la evidente intención de halagar al detective.
En ese momento llamaron a la puerta y resultó ser, ahora sí, don Alfredo Blázquez acompañado de su esposa. Tras pedir al apocado Demóstenes que tomara asiento, Víctor fue en busca de su compañero y en un momento se hallaban frente al desconocido visitante.
Demóstenes López parecía angustiado y estrujaba su gorra sentado en el sillón que le había indicado Víctor. El dueño de la casa y don Alfredo, con sus sempiternas gafitas y su bigotillo de contable venido a menos, tomaron asiento en dos cómodas butacas frente a él.
—¿Y bien? —dijo el inspector Ros.
—Verán ustedes, yo era hasta hace unos días un hombre feliz. Tenía un trabajo honrado y mal que bien mantenía a mi familia, pero un extraño suceso me ha traído el deshonor y me ha hecho perder el trabajo que heredara de mi padre y él de mi abuelo.
—De modo que ya no trabaja usted como sepulturero —dijo Víctor Ros con naturalidad.
—En efecto —asintió Demóstenes, para exclamar al instante—. ¡Jesús, María y José!
Víctor sonrió divertido mientras el pobre hombre se santiguaba y don Alfredo se carcajeaba, acostumbrado a los golpes de efecto de su compañero.
—Pero ¿cómo es posible que usted sepa eso? ¿Ha venido alguien a verle? ¿Le han contado…?
—Quite, quite, Demóstenes, es mi trabajo. No se preocupe de eso, yo leo en la gente y supe de su profesión gracias a unas pequeñas observaciones, pero ahora cuente, cuente, ¿qué ocurrió?
—Ya me dijeron que era usted muy bueno y no se equivocaron —murmuró el sepulturero señalando al detective con el índice—. Pues verán ustedes. Hace más de una semana que ocurrió algo raro, y eso provocó que me echaran. Yo trabajaba en el Cementerio General del Sur y sucedió que aquel día se produjo una muerte muy sonada.
—La del coronel Ansuátegui.
—El mismo.
—Al parecer, un radical le descerrajó un tiro en la nuca cuando acudía a misa de ocho y media en la iglesia de San Sebastián —aclaró el inspector Ros a su amigo.
—Conozco el caso, Víctor. Ha causado cierto revuelo. Sé que en las altas esferas andan inquietos con el asunto. Y más con la boda real a la vuelta de la esquina, como quien dice.
—Por cierto, Alfredo, ¿sabes por un casual quién lo lleva?
—El inspector Martínez de la Rosa.
—Menudo cabestro —contestó Víctor—. Y luego dirán que quieren capturar al culpable. Pero, continúe, Demóstenes, continúe usted. Le hemos interrumpido.
—El caso es que el cadáver del coronel fue llevado al depósito del Cementerio General del Sur al haber muerto junto a una de las parroquias de nuestra jurisdicción. Tenía que permanecer allí para que los forenses certificaran su fallecimiento antes de ser trasladado el día siguiente a su pueblo, donde había de ser enterrado. Creo que era por Guadalajara. Dos soldados de su regimiento, del cuartel del Conde Duque, permanecieron de guardia frente al depósito que está en un sótano.
—¿Se le hizo la autopsia? —preguntó el inspector Ros.
—No, la causa de la muerte era clara y varios de los oficiales hicieron saber al forense de guardia, don Melquíades Contreras, que no se le iba a abrir la barriga al coronel mientras ellos pudieran impedirlo.
—Vaya. ¡Cuánta colaboración!
—El caso es que yo me fui a dormir a eso de las doce. Tengo una pequeña caseta junto a la entrada porque me gano un sobresueldo si duermo en el cementerio. Ya saben, por las gamberradas.
A las dos y a las cuatro de la noche hago una ronda. No vi nada raro.
A la mañana siguiente vinieron los militares por el cuerpo del coronel y entonces…
El hombre estalló en sollozos y hundió el rostro entre sus manos.
Don Alfredo se levantó y le tendió el pañuelo. Tras recomponerse un poco, Demóstenes López se sonó ruidosamente y volvió a hablar:
—Entonces abrí el depósito con mi juego de llaves y entramos. Yo no vi nada raro, pero uno de los oficiales lanzó un grito. Al muerto le habían cortado un dedo.
—¡Qué me dice!
—Como lo oyen.
—Vaya, qué raro. ¿Seguro que lo tenía cuando llevaron el cuerpo?
—Según me dijo mi capataz antes de echarme, en el parte que hizo el forense, don Melquíades, no se dice nada de un dedo cortado.
—¿Qué dedo era? ¿Llevaba algo de valor? —quiso saber Víctor.
—Creo que el dedo anular y, además, uno de los soldados me dijo en un aparte que le parecía que el muerto solía llevar un anillo con un pedrusco muy gordo, de los que llaman la atención.
—Se denunciarían los hechos.
—Pues no, había prisa por trasladar al muerto porque iba a empezar a oler, ya sabe usté, y, además, al no tener familia el hombre, que era soltero, nadie se dignó denunciar el robo. Si es que lo hubo, claro.
—¿Pudieron entrar los dos soldados durante la noche?
—Imposible. La puerta es recia, de hierro. Se cierra con cerradura y dos candados, y nadie la forzó.
—¿Y las ventanas?
—El sótano no tiene ventana alguna.
—¿Algún pasadizo, alguna otra salida?
—Ninguna.
—Extraño.
—¿Se encontró el dedo? —preguntó entonces don Alfredo.
—Ni rastro.
—Y le despidieron por aquello.
—Sí, así fue —dijo el hombre volviendo a sollozar—. Resulta que cuando se llevaron al coronel nos condujeron a comisaría a los dos soldados y a mí. No había denuncia porque tampoco se sabía a ciencia cierta que el cadáver llevara anillo, pero era evidente que allí se había profanado el cuerpo de un cristiano.
Víctor dijo entonces:
—Por el tono violáceo de su ojo derecho veo que le atizaron a usted de lo lindo.
—Sí, pero se convencieron de que yo no tenía nada que ver con el asunto; y con los dos soldados, lo mismo.
—Nuestros compañeros siempre tan civilizados. Así me gusta, empleando métodos modernos —reflexionó el inspector Ros irónico, a la vez que don Alfredo sonreía socarrón.
—Eran las dos de la tarde cuando volví al cementerio. Allí me esperaba mi capataz, que me echó una buena reprimenda. Al parecer, los militares habían puesto el grito en el cielo por el ultraje sufrido por los restos del coronel, aunque debo decir en honor a la verdad que por una vez mi jefe me defendió, diciéndole a aquellos señoritingos que la culpa no era mía, sino de los dos soldados que guardaban la puerta. Aun así, me comentó que, aunque se iba a silenciar el asunto, había órdenes de arriba, «de muy arriba», dijo. Vamos, que estaba en la calle. Me consta que intentó arreglarlo porque me explicó que no hiciera caso, que siguiera con lo mío, que iba al ayuntamiento a hablar por mí. Yo estaba que no me llegaba la camisa al cuerpo. Después de comer tomé al otro fiambre y…
—¿Qué fiambre?
—¿Cuál va a ser? El del mendigo.
—¿Qué mendigo, Demóstenes?
—Pues el que habían traído el día anterior a eso de las once de la noche. Lo enterré con la ayuda de un compañero en una de las parcelas para indigentes, la 236, y pasé la tarde limpiando unas lápidas. A las ocho y media llegó el capataz y me dijo que no había podido hacer nada. ¡En la calle!
Después de veinticinco años de profesión. ¡Qué vergüenza! He estado varios días en cama. Fiebre cerebral. Pero en cuanto me he recompuesto un poco he decidido venir aquí; el primo de una vecina mía es guardia, don Aniceto.
—Abenza.
—El mismo. Habla maravillas de usted.
—Perdone, Demóstenes, pero yo soy un inspector de policía y aquí mi amigo, don Alfredo, también. Actuamos de oficio en los casos que nos asignan, pero esto es más bien un asunto privado.
—Fui a comisaría a poner una denuncia. Quiero que se investigue quién profanó el cuerpo del coronel para restaurar mi buen nombre. Se rieron de mí. Yo dije que se había producido un robo, que al muerto le habían quitado un anillo de muchísimo valor y me contestaron que ni siquiera era seguro que el coronel lo llevase en el momento de la muerte.
—Pero ¿nadie se fijó en ello?
—Llevaba los guantes blancos del uniforme cuando le dispararon, y así entró en el depósito.
—Vaya. Debo insistir en que aunque el negocio tiene su interés, no es asunto nuestro —repitió Víctor con aire pensativo. Era obvio que le picaba la curiosidad.
—Se lo pido por mi vida, don Víctor, ayúdeme. Tengo siete hijos que quedan sin pan y no me sé ganar la vida de otra manera. ¡Ayúdeme, se lo ruego! Es Nochebuena.
Los dos policías se miraron.
Víctor hizo una larga pausa y contestó:
—Piense, Demóstenes: desde que el cuerpo llegó al depósito la noche anterior, ¿quedó alguien a solas con el coronel?
—Pues no.
—¿Seguro?
—Seguro. Estuvimos allí un servidor, un capitán y el forense. Entraron y salieron varios oficiales, pero ninguno tocó el cadáver.
—¿Qué pasó después?
—Que estuve embalsamando al coronel y que al poco trajeron el cuerpo de un mendigo que había sido encontrado en la calle de Moratín. Un borrachín. Tuve que esperar a que don Melquíades volviera para certificar la muerte del segundo fiambre, porque se había ido a echar la partida con unos amigos. «Paro cardíaco», dijo el forense. Después de su vuelta, serían las once y pico cuando terminó con el mendigo, y se fue; cerramos la puerta a cal y canto. Quedaron fuera los dos soldados.
—¿Y a la mañana siguiente?
—Cuando abrí la puerta y entré, no vi nada raro. Todo estaba en su sitio. Exactamente igual que la noche anterior. Salvo lo del dedo, claro, si le parece a usted poco.
—Ya —dijo Víctor, que parecía meditar—. Piense usted, Demóstenes, piense. Haga un esfuerzo y vuelva al momento en que entró usted en el cuarto. Intente visualizarlo en su mente. ¿Qué recuerda?
—Pues no gran cosa —contestó el otro cerrando los ojos en un esfuerzo por acordarse—. Eso, que entré y no vi nada raro. Le di sin querer una patada a un frasco y me agaché a recogerlo. Había entrado conmigo el forense, don Melquíades, y se lo di. Me dijo que lo pusiera en la alacena, que no era suyo. Entonces alguien gritó: «¡El dedo, el dedo!».
—Un momento —interrumpió el dueño de la casa—. Pare, pare. Usted entra y da una patada a un frasco.
—Sí.
—¿Cómo de grande?
—Pequeño, como los de perfume de las señás ricas.
—Y lo recoge.
—Sí, claro.
—¿Estaba abierto?
—Pues sí, el tapón estaba un poco más allá, entre las dos camillas.
—¿En el suelo?
—Sí.
—¿Lo recogió?
—Sí, claro. Y tapé de nuevo el frasquito.
—¿Por qué?
—Quedaban dentro unas goticas.
—Ah. ¿Y lo dejó en la alacena?
—Sí.
—Y fue entonces cuando alguien se percató de la profanación.
—Exacto.
—¿Quién más entró con ustedes?
—Un oficial, el teniente Gutiérrez, y un sargento.
—¿Y no hubo tiempo para que cercenaran el dedo mientras usted se agachaba a recoger el frasco y se lo tendía al forense?
—Creo que no.
—Con una cizalla se corta un dedo en un plis plas.
—Me hace usted dudar, pero creo que no. Les hubiera visto de reojo.
Víctor quedó pensativo durante un buen rato. Miraba la chimenea con aire hipnótico.
—Pues sí, la verdad es que este asuntillo tiene su miga.
—Entonces, ¿me ayudará, don Víctor?
—Usted lo ha dicho, no yo: es Nochebuena. Se hará lo que se pueda. Y ahora vaya donde su familia, buen hombre, vaya. Deje sus señas a la criada, que iré a verle para preguntarle más cosas que se me ocurran. Eso sí, no puedo prometerle nada, aunque lo intentaré.
Justo cuando Demóstenes se deshacía en loas y parabienes, Clara abrió la puerta del despacho para indicarles que la mesa estaba servida.
Pasaron al salón sin comentar el asunto.