Capítulo 9

SÓLO necesitaba verla, hablar con ella. Asegurarse de que estaba bien.

De camino a su dormitorio no se encontró con nadie, cosa poco sorprendente dada la hora. En cuanto llegó hasta su puerta, comprobó que se veía luz por una rendija. Animado al ver que estaba despierta, llamó. Un minuto después, Jacqueline abrió.

Sus ojos se abrieron de par en par al verlo.

Intentó mirarla con disimulo. Sólo llevaba un ligero camisón de lino y una bata que apenas la cubría. Se había soltado el pelo, que caía alrededor de sus hombros como un velo de rico color castaño. Su apariencia delataba que no la había sacado de la cama.

Al igual que el trasluz delataba otras cosas mucho más interesantes…

La vio abrir la boca, pero no dijo nada.

Apretó la mandíbula, la tomó del brazo y la obligó a regresar al interior. Cerró la puerta nada más entrar.

—¿Qué…? —preguntó ella, todavía con los ojos desorbitados.

La luz de la lámpara iluminaba su rostro. Se percató de su palidez y de que la expresión incrédula, perdida y demudada no se debía sólo a su presencia.

—Quiero echarle un vistazo a tu guardarropa.

Recorrió la estancia con la mirada y descubrió un enorme armario emplazado en una de las paredes. Se acercó a él sin dilación.

—¿Mi guardarropa? —repitió Jacqueline. Con voz aún incrédula pero más firme, lo siguió mientras la bata flotaba tras ella.

—Necesito echarle un vistazo a tus vestidos.

—A mis vestidos… —No fue una pregunta. A tenor de su tono de voz, creía que se había vuelto loco—. Necesitas ver mis vestidos ahora mismo.

—Sí —afirmó al tiempo que abría el armario y dejaba a la vista el amplio interior, repleto de vestidos—. No estabas dormida. —Extendió el brazo para tocar un modelo de seda de color ámbar.

Notó que lo miraba como si quisiera adivinar sus intenciones.

—¿Qué estás tramando? ¿A qué viene esta imperiosa necesidad de ver mis vestidos? —La vio mirar el reloj de la repisa de la chimenea—. ¡Son más de las once!

—Necesito ver qué vestido te sentará mejor —contestó, sin mirarla siquiera.

—¿En plena noche?

La miró de reojo mientras sacaba el vestido color ámbar y lo alzaba frente a él. No pudo evitar que sus ojos se demorasen un poco más de la cuenta.

—En plena noche. —Se deleitó con la delicada pátina dorada que la luz de la lámpara creaba sobre su piel. Tomó una entrecortada bocanada de aire—. Tal vez te pinte a la luz de las velas. Sujétalo… así. —Le puso el vestido en las manos mientras rebuscaba entre los demás—. Este —siguió, sacando una creación ajustada de seda de color bronce—, y este. —Añadió otro de satén verde estampado a los dos que ya tenía en los brazos—. Aunque… —se interrumpió al tiempo que contemplaba el último que había sacado—, ese tal vez sea demasiado oscuro. Ya veremos. —Siguió rebuscando en el armario, ojeando un vestido tras otro. Seleccionó algunos más—. Me está rondando una idea que… Pero tanto el color como el estilo de tu vestido serán esenciales para lo que quiero.

Jacqueline lo observaba hacer, a caballo entre la estupefacción y el recelo. Aceptó los vestidos que él iba eligiendo mientras se preguntaba qué tendría en mente. Al cabo de un buen rato, Gerrard se alejó del armario e hizo ademán de cerrarlo. Antes de hacerlo, giró la cabeza y la miró con una expresión demasiado penetrante y calculadora como para ser espontánea.

En cuanto la miró a los ojos, ella alzó una ceja.

Lo vio torcer el gesto y cerrar el armario. Acto seguido la tomó de la mano.

—Ven aquí.

Con los brazos cargados con los siete vestidos que había elegido, la llevó hasta la chimenea. En los extremos de la repisa descansaban un par de lámparas cuya luz bañaba la habitación.

—Aquí. —Le dijo, colocándola justo delante de la repisa, entre las dos lámparas. Se alejó un poco, la miró y la movió hacia un lado. Parecía estar observando el efecto de la luz en su pelo—. Eso es. Ahora gira la cara un poco hacia la luz. —Sus dedos le rozaron la barbilla—. Así. —Carraspeó—. Veamos. —Le quitó los vestidos de los brazos, eligió uno de color verde manzana y arrojó el resto al sillón más cercano.

Jacqueline decidió olvidar las protestas que el gesto le habría arrancado a su doncella y se limitó a observarlo mientras él sacudía el vestido, lo observaba y acto seguido la miraba a ella. De repente cayó en la cuenta de que sólo llevaba un ligero camisón y una bata casi transparente… y de que estaba justo delante del fuego.

Sin previo aviso, Gerrard le colocó el vestido bajo la barbilla como si quisiera preservar su modestia, aunque a esas alturas estaba segurísima de que su avispada vista de pintor ya se había percatado de todo lo que había que percatarse y de más.

—Sujétalo y déjame ver el efecto —le dijo, al tiempo que soltaba el vestido.

Desconcertada, lo obedeció mientras se preguntaba por qué lo estaba complaciendo sin rechistar, allí de pie frente al fuego, a la luz de las lámparas. Gerrard siguió probando vestido tras vestido. Algunos fueron descartados y otros tuvieron una segunda oportunidad. La selección que había hecho incluía una gama de colores que iban del verde oscuro (color que descartó de inmediato en cuanto se lo acercó) al oro viejo, otro tono que tampoco encontró su aprobación.

—Algo intermedio —musitó al tiempo que alzaba de nuevo un vestido de seda verde claro.

Saltaba a la vista que estaba evaluando sus vestidos, pero las fugaces miradas que le lanzaba de vez en cuando le confirmaban que eso no era lo único que tenía en mente. Mientras él inspeccionaba unos cuantos vestidos de tonalidades broncíneas llegó a la firme conclusión de que estudiar su guardarropa y el efecto de la luz sobre su cabello no eran sino meras excusas, para nada el motivo por el que estaba allí.

A la postre, lo vio enderezarse. Puso los brazos en jarras mientras la observaba y ladeó la cabeza con una expresión ceñuda y un tanto crítica.

—Este es el que más se acerca a lo que quiero. Un tono bronce intenso, aunque necesitamos que sea mucho más dorado. El tejido no nos sirve, por supuesto, pero al menos ya sé lo que busco.

—Me alegro. —Aguardó a que la mirara a la cara para preguntarle—: Ahora dime, ¿a qué has venido realmente?

Él sostuvo su mirada y abrió la boca para contestar.

—No me vayas a decir que has venido a ver mis vestidos.

Sus palabras lo hicieron cerrar la boca y apretar los labios. Sus miradas siguieron entrelazadas mientras él se debatía consigo mismo. Al final lo vio relajar los labios y soltar el aire, no tanto a modo de suspiro, sino más bien como un resoplido frustrado.

—Estaba preocupado —confesó en un susurro.

—¿Por qué?

—Estaba preocupado por ti.

La confesión no parecía hacerle ni pizca de gracia. Consciente de la perplejidad que su respuesta había suscitado en ella, procedió a explicarse, si bien con manifiesta renuencia.

—Estaba preocupado por lo que pudieras estar pensando y sintiendo. —Alzó una mano con la clara intención de pasársela por el pelo, pero se detuvo justo antes de hacerlo y la bajó—. Estaba preocupado por los posibles efectos de los descubrimientos que hemos hecho hoy. —Desvió la mirada hacia el montón de vestidos que habían sido descartados—. Pero también quería echarles un vistazo a tus vestidos. Quiero acabar el retrato lo antes posible.

Jacqueline sintió un horrible nudo en la garganta.

—Sí, por supuesto. —Dio media vuelta y se acercó al sillón para soltar el vestido de seda de color bronce que tenía en las manos—. Es lógico que desees marcharte cuanto antes.

Controló la expresión de su rostro hasta estar segura de que no revelaba nada y se giró para mirarlo. Lo descubrió aún con los brazos en jarras, observándola todavía con el ceño fruncido.

—No. No quiero marcharme cuanto antes. Quiero acabar el retrato y liberarte. —Hizo un gesto abrupto—. Liberarte de todo esto. De las sospechas, de la jaula de oro en la que te han encerrado tus seres queridos.

La intensidad que brillaba en sus ojos hizo que le diera un vuelco el corazón y que después le latiera desbocado. La había dejado sin palabras. Se humedeció los labios y vio que esos ojos oscuros seguían el movimiento de su lengua.

—Pensé… —Inspiró hondo para que su voz no sonara trémula—. Pensé que después de lo que ha pasado querrías irte, que ya no querrías pintar el retrato.

—No —repuso con voz firme y tajante. Su mirada la traspasó—. Quiero liberarte de esa intolerable situación… —Repentinamente inseguro, dejó la frase en el aire aunque después continuó con voz clara y segura—; Quiero liberarte para que podamos (tú y yo) averiguar qué es esto que ha crecido, que está creciendo, entre nosotros.

Gerrard fue consciente del asombro que la invadía y de que su semblante se relajaba, olvidado ya el autocontrol. Fue muy consciente del impulso casi abrumador que lo instaba a acercarse a ella y abrazarla para reconfortarla tanto física como emocionalmente, de cualquier forma posible.

Claro que no era una buena idea.

Inspiró hondo, aunque le costó más trabajo del que le habría gustado, y se obligó a darse la vuelta para encarar la chimenea.

—Dime… ¿cómo te sientes por la muerte de Thomas?

Era muy difícil conseguir que esa pregunta sonara despreocupada, sobre todo porque le preocupaba muchísimo la respuesta. No la miró. Clavó la vista en una de las lámparas de la repisa. Sabía que lo estaba mirando, sabía que estaba meditando la respuesta y percibió el cambio en su actitud cuando decidió contestar.

Dio media vuelta para observarla. Había rodeado el sillón y estaba alisando las arrugas del vestido que había dejado en él poco antes. Cuando se enderezó, se arrebujó con la bata, se abrazó la cintura y comenzó a pasearse por el dormitorio. Cuando llegó a la ventana alzó la cabeza y clavó la vista en la oscuridad del exterior.

—Aunque suene raro, lo que más me inquieta es que no consigo recordar su rostro.

Gerrard apoyó la espalda en la repisa de la chimenea.

—Hace más de dos años que lo viste por última vez.

—Lo sé. Pero eso demuestra que de verdad se ha ido. Que se fue, que está muerto, desde hace mucho tiempo y no puedo cambiar ese hecho.

Decidió guardar silencio y esperar a que ella siguiera hablando. Poco después la escuchó respirar hondo.

—Era un… muchacho estupendo. Porque sólo era un muchacho. —Giró la cabeza para mirarlo—. Era amable y nos reíamos mucho. Me gustaba, pero… jamás sabremos qué podría haber pasado entre nosotros.

De repente, se alejó de la ventana con brusquedad y comenzó a pasearse de nuevo con el ceño fruncido y la vista clavada en el suelo. Se detuvo a un metro escaso de él y lo miró a los ojos.

—Me has preguntado que cómo me siento. Pues estoy enfadada. —Se apartó el pelo de la cara—. No estoy segura de por qué estoy tan enfadada, pero no es sólo por Thomas. El asesino le arrebató algo a lo que no tenía derecho: su vida. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que lo hizo porque Thomas y yo podríamos habernos casado y formar una familia que ese asesino no quería que formáramos. Por eso lo mató. Porque quería arrebatarnos esa posibilidad.

Tomó una honda bocanada de aire, haciendo que sus pechos se elevaran.

—No tenía derecho —continuó con la voz trémula por la miríada de emociones que la asaltaban—. Mató a Thomas y me cortó el paso. Me encerró en una cárcel que él mismo creó. Y después mató a mi madre. —Su semblante se ensombreció—. ¿Por qué?

Cuando su mirada volvió a aclararse, Gerrard se apartó de la repisa.

—En el caso de tu madre, es improbable que lo hiciera por celos ni por otra emoción similar. Tal vez ella descubriera algo que el asesino no quería que se supiera. O bien sobre la muerte de Thomas, o bien sobre otra cosa.

Su mirada no flaqueó en ningún momento.

—Pero lo hizo la misma persona, ¿verdad?

—Barnaby te dirá que las probabilidades de que existan dos asesinos distintos en un entorno tan reducido son irrisorias.

—Tenemos que atraparlo —replicó ella con la mirada distante, pensativa—. Tenemos que desenmascararlo, tenderle una trampa… y hay que hacerlo rápido.

—Cierto. —La brusquedad de su voz hizo que ella volviera a prestarle atención—. Y nuestro primer paso será finalizar el retrato.

El hallazgo del cadáver de Thomas y las especulaciones sobre su muerte parecían haber afianzado su resolución. Si él fuera el asesino, no la perdería de vista ni subestimaría su fuerza. Y no era la primera vez que lo pensaba.

—Estoy considerando la posibilidad de pintarte a la luz de las velas —le dijo, cogiéndola del brazo—. Ven aquí. —La condujo hasta el otro extremo de la chimenea y la colocó tal y como estaba antes. Cogió el vestido que descansaba en el sillón, cuyo color se asemejaba a lo que tenía en mente, y lo alzó.

—Sostenlo otra vez.

Jacqueline lo obedeció. Había derramado todas las lágrimas que debía derramar por Thomas hacía años. Había sido muy reconfortante poder aferrarse a la furia, ser capaz de admitir lo que estaba sintiendo. Poder hablar de ella en voz alta para que le infundiera fuerzas. Observó a Gerrard, que en ese momento retrocedió un poco para observarla con ojos de pintor. Cuando se entregaba a su arte, asomaba a ellos una expresión que estaba empezando a reconocer.

Eso también le resultaba reconfortante, porque le daba la libertad de pensar en otras cosas. De reconocer que él no la había juzgado cuando le habló de su ira. Sin duda, la suya era una reacción poco convencional para una joven que acababa de descubrir que su pretendiente había sido asesinado. Gerrard se había limitado a aceptar y a comprender sus sentimientos, o al menos no le habían resultado chocantes.

Lo vio fruncir el ceño.

—La luz es demasiado uniforme. —Miró la lámpara y después recorrió el dormitorio con la mirada—. ¿No tienes un candelabro?

—En la cómoda que hay junto a la puerta.

Una vez que lo cogió, regresó junto a la chimenea y se agachó para encender la vela. Mientras se enderezaba, la tomó de la mano derecha.

—Toma. Sostenla así.

La dejó con la vela en una mano y el vestido en la otra, sujetándolo sobre el pecho, y se alejó hasta el otro extremo de la chimenea para apagar la lámpara, cuya llama se extinguió lentamente.

Acto seguido se colocó frente a ella, la observó con detenimiento y apagó la otra lámpara. Volvió a mirarla y ajustó la posición de su brazo.

—Sostenla así.

Retrocedió unos pasos con los ojos entrecerrados, observando, analizando. Cuando habló lo hizo con voz suave y distraída.

—Te prometo que no te obligaré a portar una vela mientras te pinto. Sólo estoy intentando hacerme una idea del efecto si…

Dejó la frase en el aire. Jacqueline siguió observándolo mientras sus ojos la estudiaban no como hombre, sino como pintor. Y se percató del cambio que sufría su expresión a la trémula luz de la vela al verse asaltado por el asombro.

Transcurrió un minuto en completo silencio antes de que él volviera a mirarla a la cara.

—Perfecto.

Jacqueline sonrió.

Él parpadeó muy despacio. Y de repente comprendió que ya no la estaba viendo como pintor, sino como hombre. No la estaba viendo como a un objeto, sino como a una mujer. Una mujer que, a tenor de la expresión de sus ojos, deseaba.

Se sintió embargada por la emoción. El corazón le dio un vuelco y después comenzó a latirle a toda prisa.

La asaltó el anhelo de explorar el deseo que asomaba a esos ojos oscuros. El asesino le había arrebatado la posibilidad de hacerlo con Thomas, pero también gracias a ese mismo asesino, Gerrard estaba con ella en ese preciso momento.

El anhelo tomó consistencia y fue creciendo hasta apoderarse de ella. La mano que sostenía el vestido contra el pecho se cerró sobre la tela. Lo apartó y lo soltó. La mirada de Gerrard siguió clavada en ella, ajena por completo al movimiento de la seda al caer al suelo.

Esa mirada, oscura y abrasadora, siguió clavada en ella. Se percató de que cerraba los puños y de que apretaba la mandíbula y los labios con fuerza. Comprendió que no quería aprovecharse de las circunstancias (porque así vería él la situación) y que iba a luchar contra el impulso que se reflejaba en sus ojos.

Ladeó la cabeza y lo observó con el mismo descaro que él demostraba. Sintió que su mirada descendía muy despacio por su cuerpo, enmarcado por la luz del fuego. Y reaccionó tal y como si la estuviera acariciando; sintió un cosquilleo y una especie de calor. Jamás había experimentado nada semejante con otro hombre, y eso que sólo la estaba mirando. Aunque tal vez se debiera al deseo que presentía tras esa mirada.

El silencio de la habitación sólo se veía interrumpido por el tictac del reloj. El deseo se apoderó de ellos con tal ímpetu que ambos fueron conscientes al unísono. Jacqueline se tomó unos instantes para saborearlo, para disfrutar de la experiencia, pero no se atrevió a ir más allá. Si ella se lo permitía, Gerrard sería lo bastante fuerte como para liberarse del hechizo.

Todavía tenía la vela en la mano. La única fuente de luz aparte del fuego. Para soltarla tendría que darse la vuelta, apartar los ojos de él y romper el hechizo.

No. Porque era suyo y podía utilizarlo a su antojo si así lo decidía.

Y lo decidió.

Extendió el brazo libre muy despacio y dejó la palma de la mano hacia arriba. Una flagrante invitación.

Mientras Gerrard clavaba la mirada en su mano, se le pasó por la cabeza la idea de que tal vez la rechazara. Pero después, esos ojos oscuros volvieron a mirarla a la cara y la absurda idea se desvaneció.

Se acercó a ella lentamente, como si fuera el depredador por el que lo había tomado en cuanto lo vio por primera vez. La celebridad artística de la alta sociedad tenía una vena salvaje y estaba con ella, en su dormitorio, casi a medianoche.

La tomó de la mano y sus dedos parecieron desaparecer bajo el calor y la fuerza que la suya irradiaba. Mientras se acercaba, se llevó la mano a los labios y depositó un delicado beso en sus nudillos.

Entretanto, esos ojos oscuros siguieron clavados en los suyos. Cuando alejó los labios de los nudillos, le dio la vuelta a la mano e hizo lo mismo con la palma.

Tuvo la sensación de que acababa de marcarla a fuego. La impronta de su beso fue abrasadora y posesiva. Se quedó sin respiración mientras él le quitaba el candelabro de la otra mano y lo dejaba sobre la repisa, a su espalda.

Le alzó la mano, se la colocó en el hombro y se pegó a ella. La fuerza que exudaban esos musculosos brazos la rodeó al mismo tiempo que sentía el roce de su mano en la base de la espalda, protegida por la frágil barrera del camisón y la bata.

Sus miradas se encontraron de nuevo y se dijeron todo lo que se tenían que decir. Lo vio inclinar la cabeza, de modo que ella se puso de puntillas y sus labios se rozaron.

Se rozaron, se acariciaron y, por último, se fundieron.

El beso los trasladó a un cálido y placentero mar de pasión a medida que sus labios se fundían y sus lenguas se encontraban. Jacqueline sabía adónde conducía todo aquello, lo deseaba, y por ello se entregó sin reservas. Aceptó cada una de las sensuales caricias y las devolvió con abandono, incitándolo a que le diera aún más. Aunque en realidad no sabía exactamente qué era lo que quería. Pero deseaba averiguarlo, deseaba sentir. Ardía en deseos de aprender, razón por la que dejó que Gerrard ladeara la cabeza. El beso se tomó mucho más ardiente a partir de ese momento. La pasión creció en su interior, se extendió por sus venas, se movió bajo su piel y la embriagó hasta hacerle perder la cabeza. Lo único importante era sentir, sentir mientras el deseo se adueñaba de ella con cada desbocado latido de su corazón.

Gerrard percibió que el deseo los consumía, que estaba a punto de desbordarlos y, más allá del deseo, descubrió una pasión desconocida para él hasta ese momento. Una pasión mucho más poderosa, más incitante, más arrolladora. La boca que saboreaba era un delicioso manjar, femenina, suave, rendida… una tentación irresistible. Su cuerpo, seducido por completo y escasamente cubierto por el camisón y la bata, lo atraía sin remedio mientras se pegaba a él.

Alzó la cabeza haciendo un enorme esfuerzo e interrumpió el beso lo justo para mirarla a la cara, a los ojos. La vio parpadear varias veces.

Y comprendió que él mismo respiraba con dificultad y que todo le daba vueltas.

Respiró hondo.

—Esto es peligroso —dijo, sorprendiéndose a sí mismo por lo ronca que le sonaba la voz y lo bruscas que parecían sus palabras.

Jacqueline ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirarlo a la cara. La vio tomar una honda bocanada de aire y sintió que sus pechos se aplastaban contra su torso.

—No. —Su mirada no lo abandonó ni un instante. Tenía los labios humedecidos y un poco hinchados—. No tiene nada de malo. —Un momento después, añadió—: ¿No lo sientes?

Sí, lo sentía, reconoció para sus adentros. Su instinto lo instaba a seguir adelante, no a retroceder. Si ella estaba dispuesta a continuar, él también.

—Sí, lo sientes —se contestó ella misma, mientras estudiaba sus ojos y esbozaba una sonrisilla. Tenía una mirada deslumbrante. Le colocó las manos, hasta ese instante posadas sobre su pecho, en los hombros y desde allí ascendieron hasta su rostro. Se puso de puntillas y susurró sobre sus labios—: Deja de luchar. Deja de luchar contra mí.

Y lo besó.

De modo que se dejó llevar; dejó que ella lo engatusara, que lo tentara.

Y después aceptó. Dejó de luchar contra lo que de verdad deseaba, contra lo que su instinto lo apremiaba a explorar. Dejó de luchar contra ella. Dejó de luchar contra la pasión que ambos sentían.

En todos los frentes posibles.

La estrechó con fuerza y la amoldó a su cuerpo. Ella respondió apoyándose sobre él al tiempo que le enterraba las manos en el pelo, aunque no tardó en bajarlas hasta su nuca, donde se aferró. Lo invadió una satisfacción puramente animal y aflojó un poco su abrazo para poder acariciarla a placer.

Sus manos se apoderaron de esos deliciosos pechos, turgentes y voluptuosos, y escuchó que ella contenía la respiración cuando comenzó a acariciarlos. Sintió cómo el deseo se adueñaba de ella a medida que sus caricias despertaban sus sentidos, a medida que le mostraban el placer sensual.

Sus labios volvieron a fundirse y ella se aferró a esa conexión con todas sus fuerzas. Gerrard abandonó las delicias de esos pechos, de esos endurecidos pezones cuyo roce sentía en las palmas de las manos, para atender las demandas de esa sabrosa boca. De esos labios… y de esa lengua que se tornaba más atrevida por momentos.

Jacqueline era una delicia. Se entregaba a él sin artificios, con naturalidad. Y dio gracias en silencio por esa espontaneidad, por esa sencillez, mientras apartaba las manos de sus pechos.

Ella siguió apremiándolo para que tomara más. Le devolvió cada uno de sus ardientes besos y se pegó a él para frotar esas incitantes curvas contra su cuerpo.

Sus manos descubrieron la abertura de la bata y se internaron bajo la prenda en busca de la ligera tela del camisón, tan delgada que apenas había separación alguna entre sus manos y el cuerpo de Jacqueline. Exploró la curva de la cintura. Le clavó los dedos en las caderas y después la acarició antes de ceder a la tentación de aferrarle el trasero. Una vez que la tuvo bien sujeta, la alzó y la moldeó contra su cuerpo, contra la dura evidencia de su deseo.

Jacqueline se quedó sin respiración, pero no retrocedió. Al contrario, sus manos le inmovilizaron de nuevo el rostro y se lanzó a besarlo con renovado ardor.

Él se movió de forma sugerente, aunque también contenida, contra su entrepierna y fue recompensado con un jadeo que quedó ahogado por los besos.

Ya no había cabida para el pensamiento. La despojó de la bata sin soltarla y arrojó la prenda al suelo antes de alzarla en brazos y llevarla a la cama.

Tuvo que apartarse de sus labios para dejarla sobre el colchón. Cuando esos ojos verdosos y nublados por la pasión se clavaron en los suyos, no detectó el menor atisbo de duda. Sólo esa firme resolución que ya comenzaba a identificar como algo intrínseco a su naturaleza.

Aunque sus brazos ya no lo aferraban del cuello con tanta fuerza, le dio un tirón para acercarlo a la cama. Para acercarlo a ella. Y se dejó hacer con la misma resolución que acababa de ver en sus ojos. Tras un beso largo y abrasador que estuvo a punto de hacerle perder el sentido, se apartó para quitarse la chaqueta. Se sentó en la cama y se inclinó para hacer lo propio con las botas. En cuanto la segunda cayó al suelo, se giró hacia ella, hacia los brazos que lo aguardaban. Con la mano libre, le apartó el pelo de la cara y le acarició la mejilla al tiempo que inclinaba la cabeza para capturar sus labios y apoderarse de su boca.

Jacqueline se sintió invadida por la pasión y el deseo. Jamás se había sentido tan viva. Tan despierta, tan excitada. Anhelaba aprender cualquier cosa que Gerrard quisiera enseñarle. Lo acompañaría a cualquier lugar que quisiera explorar. La reciprocidad de sus besos le había resultado una experiencia fascinante. Pero a esas alturas, la entrega misma, lo que estaban compartiendo, se había intensificado y los había trasladado a un paisaje desconocido para ella hasta entonces. Un paisaje cuya existencia ignoraba y que en ese momento deseaba explorar al lado de Gerrard, descubrirlo con toda la pasión y el anhelo que guardaba en su interior.

La llama de la vela que descansaba en la repisa de la chimenea parpadeó y se apagó. Las sombras inundaron el dormitorio poco a poco. Pero sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la oscuridad, de modo que no tuvo problemas para ver cómo los dedos de Gerrard le desabrochaban el camisón. Para ver cómo deslizaba la mano bajo la prenda. Y entonces la sintió sobre su piel desnuda. Cerró los ojos y durante unos minutos se limitó a sentir el roce de esos dedos; se limitó a disfrutar de cada deliciosa caricia que esa mano le prodigaba a su ávido cuerpo; se limitó a comunicar lo que sentía a través de los labios y de la lengua mientras él continuaba complaciéndola y mostrándole ese nuevo paisaje.

No obstante, en un momento dado, Gerrard interrumpió el beso. Sin dejar de mirarla a los ojos alzó una mano, le apartó el camisón, y dejó a la vista uno de sus pechos. Jacqueline se estremeció mientras bajaba la vista y la razón la abandonó en cuanto vio que esa mano regresaba a su pecho para acariciarlo, para darle placer.

Tardó más de un minuto en recordar que debía respirar. Gerrard se movió de repente, la besó con frenesí y, tras apartarse de sus labios, le alzó la barbilla y dejó un reguero de besos desde su cuello… hasta la curva del pecho desnudo. Sus labios lo recorrieron hasta llegar al enhiesto pezón, que procedió a lamer antes de atraparlo y chuparlo con delicadeza.

La invadió una poderosa sensación, tan inesperada como un rayo. Jadeó y arqueó la espalda mientras su mente intentaba absorberlo todo. Notó que Gerrard la acariciaba con la lengua para calmarla. Se vio asaltada por una repentina oleada de calor que se extendió por todo su cuerpo, arrancándole un gemido. Volvió a arquearse bajo él, lo aferró por la cabeza y lo invitó, sin palabras, a tomar más.

Y él la obedeció. Y se lo devolvió a manos llenas.

A pesar de estar atrapada en el paisaje que Gerrard había pintado, no se sentía insegura ni temerosa. Al contrario, estaba ansiosa por continuar. Desesperada, si bien no sabía exactamente por qué. Lo único que tenía claro era que quería más.

Y Gerrard parecía darse cuenta. Parecía entender la vertiginosa y arrolladora riada que amenazaba con arrastrarla. Sus ojos la acompañaron durante todo el camino, vigilantes, seductores y elocuentes. Él sí que conocía el lugar y sus caminos.

Saltaba a la vista que estaba disfrutando de su papel como mentor y guía. Sus pechos parecían fascinarlo en la misma medida que su actitud la fascinaba a ella. Parecía no saciarse de su sabor mientras le devoraba los labios, la piel, el pecho y el cuello. La penumbra le impedía ver el deseo que asomaba a sus ojos, pero lo sentía. Como si fuera una llama que la acariciara y la calentara, que la reconfortara con su proximidad. Supo de forma instintiva que la tensión que se había apoderado de su cuerpo hasta tal punto que cada músculo parecía esculpido en acero era otra señal inequívoca de su deseo. A su alrededor flotaba un aura de tensión contenida y, aunque la había percibido desde el primer momento, su presencia era más evidente a cada minuto que pasaba.

Pero no la asustaba. La excitaba.

Hasta un punto casi insoportable.

Le inmovilizó el rostro para besarlo con pasión y no le permitió que se alejara hasta haber obtenido lo que quería. En un abrir y cerrar de ojos, sus lenguas se enzarzaron en un frenético duelo que ella misma había provocado.

Notó que le clavaba los dedos en la cadera, pero no tardó en soltarla. Sin pérdida de tiempo, esos dedos se deslizaron por su muslo, camino de la rodilla. En cuanto localizaron el borde del camisón, lo alzaron y recorrieron el camino a la inversa, rozando a su paso la sensible piel de la parte interna de un muslo. Sintió una sensación palpitante y casi dolorosa en la entrepierna… justo antes de que sus dedos la tocaran allí.

Con los nervios a flor de piel, se removió inquieta y alzó las caderas. Sus sentidos estaban pendientes de cada caricia, de cada roce.

El apremio la invadió.

Gerrard se movió un poco, la agarró por la rodilla y le separó los muslos. Mientras la inmovilizaba con una pierna, su lengua se apoderó de su boca, distrayéndola. Sin embargo, no tardó en notar que esa misma mano ascendía por su muslo… y se detenía en su entrepierna.

La caricia le resultó impactante e íntima. Se tensó, a la espera de sentirse horrorizada, pero lo único que descubrió fue que el deseo la consumía. La poderosa marea la arrastró hasta un mar de ávido anhelo y deleite sin fin.

Gerrard siguió acariciándola y ella se movió sin ser consciente de lo que hacía, atrapada en las sensaciones, comunicándose a través de su cuerpo. Y él debió de comprender el anhelo, el apremio, porque continuó con su exploración sin interrumpir siquiera el beso. La parte más íntima de su cuerpo quedó expuesta a sus caricias. Comenzó a darle vueltas la cabeza. La vertiginosa sensación hizo que sus nervios se tensaran hasta un punto inimaginable. Ansiaba pedirle más, ansiaba apremiarlo, pero no dejaba de besarla. Su masculina presencia estuvo a punto de abrumarla justo antes de que se apartara de sus labios… y la penetrara con un dedo.

Se quedó sin aliento. La razón la abandonó. Se limitó a sentir mientras él la exploraba, mientras se familiarizaba con su cuerpo. Y aprendió de la experiencia. Descubrió los límites a los que llegaba la desesperación por sus caricias; los límites a los que llegaba el deseo (un deseo febril y exigente) de saber qué sucedería a continuación.

Gerrard lo sabía y la guio sin pausa hasta que sus sentidos amenazaron con estallar. Hasta que el fuego se apoderó de ella. Hasta que la tensión alcanzó un punto álgido y creyó que iba a morir justo antes de que una lluvia de estrellas le corriera por las venas, extendiendo a su paso el éxtasis más glorioso.

Extendiendo a su paso el deleite, el placer.

Se descubrió flotando en un mar dorado, bañada por continuas oleadas de satisfacción. Pero consciente de que él seguía a su lado.

Y de que no…

Cuando la vio parpadear y abrir por fin los ojos, Gerrard se inclinó para darle un beso posesivo antes de alejarse. Pese a la penumbra que imperaba en la estancia, se percató de que estaba confundida. Sobre todo porque lo aferró de la manga de la camisa. Tomó esa mano entre las suyas y besó sus dedos, uno a uno, antes de inclinarse de nuevo apoderarse otra vez de sus labios.

—Todavía no —musitó contra esos labios hinchados. Acto seguido, se apartó y se sentó.

Notó que los dedos de Jacqueline se crispaban entre los suyos. Cuando la miró, vio que estaba frunciendo el ceño.

—No… no lo entiendo.

Se permitió esbozar una sonrisilla sarcástica mientras la soltaba para ponerse las botas.

—Lo sé. Pero no tenemos por qué apresurarnos. Y dar otro paso ahora mismo sería apresurarse.

No le cabía la menor duda al respecto. De todas formas, era un hombre, no un santo. No era tan fuerte como para resistirse a una invitación, no en esos momentos y muchísimo menos si procedía de ella. Se puso en pie en cuanto tuvo las botas puestas y cogió la chaqueta.

—Duerme bien… Te veré por la mañana.

Se obligó a ponerse la chaqueta al tiempo que atravesaba el dormitorio de camino a la puerta. La abrió y salió sin mirar atrás, cerrándola sin darse siquiera la vuelta.

Mientras regresaba a su habitación, dio rienda suelta al asombro que sus acciones le provocaban. Su naturaleza no era amable ni comprensiva. Y, mucho menos, sacrificada. En situaciones semejantes a las que acababa de dejar atrás, se mostraba exigente y dominante. Si una dama se ofrecía, él tomaba.

Y Jacqueline se había ofrecido, había querido que la tomara. Su invitación había sido clara y la había repetido en varias ocasiones. Sin embargo, había decidido alejarse de ella por su bien, por el bien de lo que debían explorar juntos… por el bien de lo que había nacido entre ellos. La decisión le había parecido la más acertada aunque le había supuesto un enorme esfuerzo.

En cuanto a lo que había nacido entre ellos… prefería no pensarlo siquiera.

En contra de todas sus expectativas, Gerrard durmió bien esa noche. Como un angelito… en realidad. Cuando entró en el comedor matinal, sólo tenía una cosa en mente: proseguir con el retrato.

Los distintos elementos que lo compondrían estaban claros, pero la composición exacta del mismo seguía eludiéndolo. Hasta que lo decidiera, no podría comenzar.

En cuanto acabó de desayunar, monopolizó a Jacqueline (que parecía la mar de dispuesta a dejarse monopolizar) al tiempo que rehusaba la propuesta de Barnaby de ir a cabalgar hasta Saint Just para ver qué se decía sobre el asesinato de Thomas Entwhistle.

Barnaby se encogió de hombros como si tal cosa y se marchó sin ellos.

Estuvo paseando por la terraza hasta que Jacqueline apareció y después, tomados de la mano, se internaron en los jardines.

En primer lugar la llevó al jardín de Apolo, donde se emplazaba el reloj de sol. Soltó el cuaderno de dibujo y los lápices antes de colocarla tal y como quería, justo al lado del reloj. Alzó la vista y sus miradas se encontraron.

Se estudiaron en silencio un buen rato. Él buscaba algún indicio de turbación virginal que hasta ese momento había brillado por su ausencia. La noche anterior le había visto los pechos, le había permitido que la acariciara de forma muy íntima, se había retorcido bajo él, había gemido de placer. Y lo lógico era esperar que se mostrara un tanto retraída esa mañana.

En cambio, en sus ojos resplandecía la resolución tan típica de ella. Su mirada era serena, firme y segura. Estaban a escasa distancia y se percató de que sus labios esbozaban el asomo de una sonrisa… como si supiera lo que él estaba buscando y le encantara confundirlo.

Gerrard resopló, inclinó la cabeza y le dio un beso fugaz.

—Quédate aquí. —Sin mirarla a los ojos, dio media vuelta y regresó al lugar donde había dejado el cuaderno de dibujo.

Esa fue la tónica de la mañana. Charlaron de cosas sin importancia, superficiales, y se dijeron lo fundamental con miradas y caricias furtivas. Mientras se movían por los jardines no dieron muestras de impaciencia, pero sí de ser conscientes, excesivamente conscientes, de la presencia del otro. Y de otras sensaciones como la suave brisa, la caricia del sol, el olor de las flores y la frescura de la sombra.

Cuando oyeron el gong que anunciaba el almuerzo, regresaron a la casa. Millicent estaba en el comedor. Barnaby aún no había vuelto y Mitchel no salió de su despacho. Millicent parecía un poco distraída.

—No estoy segura de cómo afrontar las preguntas.

—¿Las preguntas? —repitió Gerrard con el ceño fruncido.

—Bueno… —La dama hizo un gesto con el tenedor—. Hemos hallado un cadáver en los jardines. El cadáver de un joven que desapareció hace tiempo y a quien todos considerábamos el prometido de Jacqueline. Estoy segura de que esta tarde tendremos una horda de visitas. Si no han venido todavía se debe a que cuando han escuchado la noticia ya era demasiado tarde para hacer una visita matinal.

Como era habitual en él, cuando estaba concentrado en el trabajo olvidaba todo lo demás. Miró a Jacqueline y percibió su distanciamiento. Se había protegido tras el escudo con el que se enfrentaba al mundo.

—¿Podrá atenderlas usted sola? —le preguntó a Millicent—. Me temo que necesitaré a Jacqueline durante todo el día. Tengo que decidir cuál va a ser la pose antes de empezar con el retrato. Y me temo que necesitamos tenerlo listo lo antes posible.

Millicent guardó silencio mientras pensaba.

—En realidad, será mejor que Jacqueline no esté presente. —Giró la cabeza con gesto decidido hacia su sobrina—. Como yo no estaba aquí cuando Thomas desapareció, me será muy fácil relatar los hechos sin caer en las especulaciones. Y si tú no estás, no podrán hacer ninguna indirecta acerca de tu participación. —Asintió con la cabeza mientras volvía a mirarlo—. Dedicaos en cuerpo y alma al retrato, que yo me ocuparé de los chismosos.

Gerrard sonrió, pero miró a Jacqueline en busca de confirmación. Ella sostuvo su mirada con la barbilla en alto, pero acabó por asentir con la cabeza.

—Tal vez tengas razón, tía. Cuanta menos oportunidad tengan de airear sospechas infundadas, mejor.

Sin embargo, cuando volvieron a los jardines, se percató de que Jacqueline estaba preocupada. No le dijo nada. No hacía falta porque no estaba trabajando con sus expresiones, con su rostro. Lo que le interesaba era su cuerpo, su pose. De todas formas, comenzaba a identificar sus expresiones a la perfección. En cuanto a su cuerpo…

A la postre, el distanciamiento que ella mostraba le sirvió de ayuda, porque le permitió concentrarse en su figura de modo desapasionado, sin evocar la emoción que habría acabado por excitarlo. Por distraerlo. La llevó al jardín de Poseidón y le indicó de nuevo cómo debía posar. En esa ocasión, la colocó frente al estanque emplazado a unos metros de la entrada al Jardín de la Noche. Cuando estuvo satisfecho con la pose, regresó al lugar donde había dejado el cuaderno y comenzó a hacer bocetos, no tanto de ella (apenas esbozó su figura), como del entorno.

Utilizando sus habilidades de pintor, alteró la perspectiva de modo que diera la impresión de que estaba posando justo bajo la entrada.

La luz de la tarde era perfecta, ya que iluminaba sólo la entrada y dejaba el resto en sombras. En el retrato sería la luz de la luna, la más difícil de plasmar, pero en esos momentos la claridad de la tarde le permitía trazar las líneas que iba a necesitar, incluyendo las hojas de la parra y sus retorcidos zarcillos.

En cuanto hubo completado su esbozo bajo la entrada, le hizo un gesto para que se sentara.

—Estoy trabajando en el fondo. Ya he acabado contigo, así que de momento puedes descansar.

Repentinamente sobresaltada, Jacqueline no pudo evitar cierta perplejidad, si bien se cuidó mucho de mostrarla. A tenor del tono de voz que Gerrard había utilizado, su voz de pintor parecía que lo estuviera molestando. Aunque no le importaba mucho; llevaba la mayor parte del día de pie. Atravesó el jardín en dirección a un banco de hierro forjado situado junto a un tupido arriate y se sentó. Apoyó el codo en el reposabrazos y clavó la mirada en Gerrard.

Lo lógico era que su mente volviera a preguntarse cómo se las estaría apañando Millicent en el salón y cuál sería la actitud de las damas que habían ido de visita. Mucho se temía que ya sabía cuál era. La culparían también de la muerte de Thomas. La idea le resultó casi tan dolorosa como cuando descubrió, nada más abandonar el luto, que la acusaban de haber asesinado a su madre.

Evidentemente, el tema le pasó por la cabeza, pero con la vista clavada en Gerrard, no logró concentrarse en él por completo. En cambio, comenzó a pensar en el hombre que tenía delante. Y no se refería únicamente a lo sucedido la noche anterior y al placentero paisaje que él le había mostrado, ni a la masculina noción de que esa mañana habría sucumbido al azoramiento y se arrepentiría de lo que había sucedido, ni tampoco al hecho de que no era así. Comenzó a pensar en él. Y sólo en él.

La concentración que delataba su rostro, su postura y la intensa energía con la que se entregaba a su trabajo resultaban fascinantes. Observar cómo utilizaba esa concentración en su beneficio, en la creación del retrato que, según sus propias palabras la liberaría de su extraña prisión, la conmovió y captó toda su atención.

En cierto modo, era como observar a su paladín en la liza, luchando por ella. Y, como cualquier dama de antaño, era incapaz de quitar le la vista de encima.

A la postre, Gerrard inclinó la cabeza para observar los bocetos. La intensidad que irradiaba poco antes se fue desvaneciendo mientras evaluaba, complacido, su trabajo.

Estuvo tentada de ir a verlos, pero al recordar las advertencias ni siquiera le preguntó si podía acercarse.

Gerrard la miró como si le hubiera leído el pensamiento. Pareció considerar la idea. Acto seguido, cogió los lápices, se los guardó en un bolsillo y echó a andar hacia ella. Cuando estuvo sentado a su lado, la miró a los ojos y abrió el cuaderno de dibujo.

—Quiero que le eches un vistazo a la idea con la que estoy trabajando.

Atónita, Jacqueline lo miró a los ojos.

—Creí que jamás de los jamases mostrabas tus bocetos preliminares.

Lo vio apretar los labios; pero cuando habló, su voz fue serena, si bien un tanto irritada.

—Por regla general, no lo hago. Pero tú tienes un ojo artístico bastante desarrollado y serás capaz de ver lo mismo que yo, serás capaz de ver lo que estoy intentando plasmar.

Jacqueline siguió observando su perfil antes de acercarse a él y bajar la vista hacia el cuaderno.

—¿Qué estás intentando plasmar en el…?

Cuando vio el boceto, guardó silencio. El primero de ellos era apenas un esbozo suyo. De su cuerpo enmarcado por el arco de entrada al Jardín de la Noche. El siguiente estaba dedicado a los detalles de dicho arco. Después había unos cuantos en los que estudiaba diversas secciones de la entrada, sus elementos en solitario y unas cuantas perspectivas.

Al verlos, comprendió por qué no solía mostrar los bocetos. Y le agradeció la confianza que depositaba en su capacidad para interpretar lo que estaba viendo. Para unir los diversos dibujos y hacerse una composición mental del retrato al completo.

—Me pintarás huyendo del Jardín de la Noche. —El simple hecho de decirlo en voz alta le imprimió fuerza a la idea. Echó un vistazo hacia el arco, bañado por la luz dorada de la tarde, pero con la sempiterna amenaza de la agobiante oscuridad que se ocultaba tras él.

Mientras observaba su rostro, Gerrard vio que Jacqueline había captado su idea, que la comprendía. Había roto una regla inviolable hasta ese momento, porque quería que supiera que el retrato sería lo bastante impactante como para echar por tierra todas las sospechas que recaían sobre ella. Quería que supiera que proclamaría su inocencia hasta tal punto que la gente cambiaría de opinión. Y, por último, quería que supiera que sería tan impactante como para insinuar la presencia del verdadero asesino.

El hecho de que ella lo supiera beneficiaría su trabajo, lo ayudaría a crear el retrato que se convertiría en su obra maestra. De eso estaba seguro.

No buscaba su opinión, sino su aprobación, su apoyo.

La idea era casi chocante. La desechó mientras ella lo miraba a la cara.

—Todavía no me has dibujado en la entrada. Estoy dispuesta a posar allí… —se interrumpió y bajó la vista hacia el cuaderno—, por esto.

Él rehusó con un gesto de la cabeza.

—No necesito que lo hagas. Posarás en el estudio. Quiero que la escena sea a la luz de la luna y, aunque los paisajes en sí mismos no son difíciles de tratar, las personas en dichas circunstancias, sí. Tendré que trabajar con la luz de las velas y transformarla en la luz de la luna. —Sostuvo su mirada—. Ya será bastante duro que poses así.

—Gracias por la advertencia —le dijo, haciendo un mohín. Echó un vistazo hacia el Jardín de la Noche—. Si estás seguro…

—Lo estoy.

En ese instante, se oyeron unos pasos que se acercaban por el jardín de Vesta.

—Barnaby —dijo él, cerrando el cuaderno de dibujo.

—¿Habrá pasado por la mansión?

Barnaby apareció por el camino y los vio. Se acercó a ellos con una sonrisa.

—Richards me dijo que posiblemente estaríais aquí. Después de la ardua mañana que he tenido, he llegado a la conclusión de que debía darle un descanso a mi paciencia. Según Richards, hay un destacamento de damas en el salón. —Se sentó en la hierba, al lado del banco y soltó un suspiro. Acto seguido, se tumbó de espaldas, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos.

Gerrard sonrió mientras le daba unos puntapiés.

—Cuéntanos… ¿Qué has averiguado en Saint Just?

La expresión de Barnaby se crispó. Evidentemente, lo que había averiguado no le hacía ni pizca de gracia.

—Tonterías. Bueno, en cierto modo incluso entiendo que la gente se haya precipitado en sus conclusiones, teniendo en cuenta lo poco que se sabe. Después de su desaparición y tras el hallazgo de su cadáver, todos están seguros de que la última persona que vio a Thomas… es más, que la última persona que estuvo en los jardines con él, fue Jacqueline. —Abrió los ojos para mirarla—. De no haberlo escuchado con mis propios oídos, jamás habría creído que las sospechas hacia tu persona estuvieran tan extendidas ni tan arraigadas. Tal y como están las cosas, me he visto obligado a ir con pies de plomo a la hora de preguntar y, sobre todo, de reaccionar a la… conclusión generalizada. —Hizo un gesto de frustración con las manos y la miró con una sonrisa forzada—. Te juro que me merezco una medalla a la discreción. —Desvió la mirada para clavarla en él—. Pero ha sido de lo más desconcertante y me ha puesto los nervios de punta.

Eso le hizo fruncir el ceño. Su amigo no utilizaba a la ligera palabras como «desconcertante» y no era normal que algo le «pusiera los nervios de punta». A decir verdad, pocas cosas lo enervaban.

Barnaby también tenía el ceño fruncido a pesar de la postura relajada con la que estaba tendido en el suelo. Tras un prolongado silencio, le preguntó:

—¿En qué estás pensando? —Porque era obvio que algo importante se estaba cociendo en su cerebro.

Barnaby suspiró antes de responder:

—Sinceramente, creo que tenemos que actuar sin pérdida de tiempo. Es mejor que no dejemos las cosas hasta última hora, hasta que el retrato esté listo y podamos utilizarlo para mostrarle a la gente la verdad. —Abrió los ojos y los miró a los dos—. El retrato es crucial para que todos te exculpen de la muerte de tu madre —le dijo a Jacqueline—, pero en el caso de Thomas… La cosa pinta mal y no podemos permitir que te tilden de culpable sin motivo alguno. Si nos quedamos de brazos cruzados y dejamos que lleguen a esa conclusión sin rechistar, nos resultará mucho más complicado sacarlos de su error después. Creo que tenemos que hablar con lord Tregonning —le dijo a él—; tenemos que mostrarle una prueba fehaciente de que Jacqueline no está involucrada en la muerte de Thomas, así como la evidencia que corrobore que es inocente del asesinato de su madre.

Jacqueline tomó una entrecortada bocanada de aire.

—¿Por qué es necesario convencerlo?

Barnaby la miró.

—Porque tenemos que mostrar que somos un frente único, sin excepciones. Y la actitud de tu padre es crucial para ganarse a la aristocracia local. Mi opinión, la de Gerrard o la de tu tía son importantes, pero si tu padre no te apoya… En fin, nos va a resultar muy duro. —De repente, alzó un puño al cielo y gritó—: ¡Y no debería serlo porque eres inocente! Lo siento —les dijo—, pero de verdad creo que debemos reclutar a lord Tregonning.