Capítulo 8

JACQUELINE recuperó la consciencia, aunque no supo cuánto tiempo había pasado. Estaba tumbada en el diván del salón. Millicent, Gerrard y Barnaby charlaban en voz baja muy cerca.

Cuando hizo ademán de sentarse, Millicent se dio cuenta y se apresuró a acercarse a ella.

—Deberías seguir tumbada un ratito más, querida. Estabas inconsciente cuando el señor Debbington te trajo.

Jacqueline miró a Gerrard, que se había colocado junto al respaldo del diván.

—Gracias.

Su expresión pétrea no cambió.

—Si quieres darme las gracias, quédate ahí quieta.

Millicent parpadeó, estupefacta por el tono que empleó.

—Esto… ¿Quieres un poco de agua, querida?

—Una taza de té estaría bien.

—Sí, por supuesto. —Su tía se apresuró a tirar del cordón de la campanilla.

Muy consciente de que Gerrard no le quitaba ojo, se recostó contra los cojines. Miró a Barnaby, que se había quedado junto a la chimenea.

—¿Qué pasa?

Barnaby miró a Gerrard antes de acercarse al diván.

—Su padre ha mandado llamar al magistrado. Mientras tanto, Wilcox y Richards se están encargando de la… esto… exhumación.

La recorrió un escalofrío.

—¿Se puede averiguar…? ¿Es posible decir cuándo fue asesinado? ¿Y cómo? —Clavó la mirada en Barnaby—. ¿Le dispararon?

Barnaby volvió a mirar a su amigo, que suspiró antes de hacerle un ademán para que se sentara en un sillón cercano mientras él hacía lo propio en el otro extremo del diván.

—Tal vez sea mejor poner las cartas sobre la mesa, porque está decidida a no dejar pasar el asunto.

Lo taladró con la mirada, pero Millicent, que se sentó en el otro sillón, le dio la razón.

—No veo en qué puede ayudarnos fingir que no hemos descubierto un cadáver en el jardín y que no es otro que el pobre Thomas Entwhistle. Estoy segura de que Jacqueline se sentirá mejor si abordamos el asunto con lógica.

—Sí, tienes toda la razón. —Benditas fueran las tías sensatas. Miró de nuevo a Barnaby, ya que daba la sensación de que era él quien poseía toda la información—. Será mejor que nos tuteemos, no tiene sentido que guardemos las formas en estas circunstancias. ¿Se sabe cuándo… murió Thomas?

—Me parece razonable. En cuanto a la pregunta, sólo sabemos que fue hace mucho. —Barnaby compuso una mueca—. Un año como poco, aunque seguramente haga más tiempo. ¿Cuándo se lo vio por última vez?

Hizo memoria y también cuentas.

—Hace dos años y cuatro meses.

—En ese caso, bien podría ser que lo mataran ese mismo día. Fue aquí donde lo vieron por última vez, ¿no?

Sintió que esa sensación funesta iba creciendo en su interior; asintió muy despacio con la cabeza.

—Sí. Yo fui la última persona que lo vio. —Buscó los ojos de Barnaby antes de concentrarse en Gerrard—. Fui la última persona que habló con él… al igual que sucedió con mi madre.

Barnaby frunció el ceño.

—Bueno, pero eso no quiere decir ni mucho menos que los mataras, ¿no es verdad?

Su tono de voz, tan razonable como desdeñoso ante semejante idea, hizo que tanto ella como Gerrard lo miraran.

El ceño de Barnaby se intensificó.

—¿Qué pasa?

Gerrard meneó la cabeza.

—Ahora no importa. ¿Qué más has deducido?

Barnaby compuso otra mueca.

—A Thomas lo mataron con una piedra. Una bastante grande. —Indicó con las manos un objeto de unos treinta centímetros—. Más o menos de este tamaño. Alguien la cogió y lo golpeó con ella en la nuca.

Jacqueline tragó saliva. Thomas estaba muerto; había muerto hacía bastante y ella necesitaba saber cómo.

—Lo acompañé hasta los establos. Nos separamos al llegar al jardín de Hércules y él prosiguió su camino. ¿Por qué…? ¿Cómo terminó en el jardín de Hades? Está bastante apartado.

—Desde luego. —Barnaby comenzó a tamborilear con los dedos sobre el brazo del sillón antes de mirarla—. Os separasteis nada más llegar al jardín de Hércules, lo que quiere decir que lo hicisteis bastante antes del cruce con el sendero secundario que circunda la loma septentrional y que recorre los jardines de Hércules, Deméter y Dioniso hasta llegar al de Hades. Y no nos olvidemos de que queda fuera de la vista.

Asintió con la cabeza.

—Se suponía que yo no pasaría de la terraza, pero me alejé un poco. El sendero llega hasta la entrada al jardín de Hércules.

—Eso es. —Barnaby se enderezó—. Así que alguien podría haberse encontrado con Thomas en lo más profundo del jardín de Hércules sin que tú te percataras.

Eso le hizo fruncir el ceño.

—Sí, tienes razón.

—¿Habrías sido capaz de escuchar las voces si Thomas hubiera hablado con alguien?

—No si estaba cerca del otro sendero, porque cuando él llegara a ese punto, yo ya habría regresado a la terraza. No me habría enterado de que se había encontrado con alguien a menos que gritara, y es posible que ni siquiera entonces… Es que el viento suele soplar en dirección contraria.

—Dudo mucho que gritara.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Gerrard.

—Porque… Bueno, Thomas era bastante alto, ¿no?

Jacqueline asintió con la cabeza y miró a Gerrard.

—Tan alto como Gerrard, pero algo más delgado.

—Sí, bueno, pues a juzgar por lo destrozado que tenía el cráneo, quienquiera que lo golpease estaba a su espalda, muy cerca de él, y algo por encima. No creo que se pudiera llegar hasta esa posición a menos que fuera un hombre de la confianza de Thomas.

Gerrard vio cómo Jacqueline se quedaba pálida.

—Un hombre… ¿No una mujer?

Barnaby parpadeó.

—¿Una mujer? —Meditó un instante esa idea con la mirada perdida; pero, acto seguido, negó con la cabeza—. No lo creo. Quienquiera que levantase esa piedra tenía que ser muy fuerte. El mero hecho de abarcar con las manos una piedra de ese tamaño sería difícil para la mayoría de las mujeres. Y también está el hecho de que Thomas fuera tan alto. Aunque una mujer lo hubiera esperado en un promontorio del sendero, habría tenido que levantar la piedra por encima de su cabeza para dejarla caer con tanta fuerza. —Lo miró de nuevo a la cara—. Bastó con un solo golpe.

Un gemido inquieto escapó de los labios de Millicent.

Ruborizado, Barnaby desvió la vista hacia ella.

—Lo siento. Pero… bueno, no pudo haberlo hecho una mujer. Al menos, no una mujer corriente. Una gigante podría haberlo hecho, pero a menos que Thomas conociera a una que viva por los alrededores… —Esbozó una sonrisa contrita, con la intención de aligerar el momento.

—Lo que estás diciendo es que Thomas murió a manos de un hombre —recalcó Gerrard—, un hombre al que casi con toda seguridad conocía.

Su amigo asintió con la cabeza.

—Esa parece la única conclusión lógica.

En ese momento, se abrieron las puertas del salón. Barnaby y Gerrard se pusieron en pie cuando vieron que lord Tregonning y un anciano al que no conocían entraban en la estancia. Cuando Jacqueline se sentó en el diván, Gerrard le tendió la mano para ayudarla a levantarse. No le gustaba la palidez de su rostro, ni la crispación que se había apoderado de ella; la tomó del brazo y cubrió su mano con la suya. Millicent también se levantó y fue a colocarse al otro lado de Jacqueline.

El desconocido les hizo una reverencia a las damas, quienes correspondieron del mismo modo al saludo.

Lord Tregonning los saludó a Barnaby y a él con un gesto de la mano.

—Este es el señor Adair, fue él quien encontró el cuerpo; y este es el señor Debbington, otro de mis invitados. Les presento a sir Godfrey Marks, nuestro magistrado.

Barnaby y él le estrecharon la mano a sir Godfrey e intercambiaron los saludos de rigor.

Sir Godfrey se giró hacia Jacqueline.

—Siento molestarla, querida, pero su padre me ha enseñado este reloj, que se encontró junto al cuerpo. —El hombre le mostró el objeto—. ¿Está segura de que pertenecía a Thomas?

Lo poco que quedaba de color desapareció del rostro de Jacqueline, que también adoptó su máscara inexpresiva. Le echó un vistazo al reloj antes de asentir con la cabeza.

—Estoy segura. Los Entwhistle también lo reconocerán.

Sir Godfrey guardó silencio mientras la observaba con detenimiento; después, asintió con la cabeza y se guardó el reloj en el bolsillo.

—Es una lástima que sucediera hace tiempo, pero sólo para hacer memoria… ¿Lo acompañó hasta los establos y se separó de él allí?

—No. —Jacqueline levantó la barbilla. Gerrard sintió que le apretaba el brazo—. Lo acompañé unos metros por el sendero. Nos separamos en la entrada del jardín de Hércules. Thomas continuó su camino y yo regresé a la casa.

Sir Godfrey le lanzó una mirada a lord Tregonning antes de regresar al rostro de Jacqueline. La expresión que compuso se parecía mucho a la lástima.

—¿Eso quiere decir que fue la última en verlo con vida?

Sintió cómo Jacqueline tensaba los dedos, pero su rostro permaneció impasible.

—Sí.

Sir Godfrey asintió con gesto pomposo y se giró hacia lord Tregonning.

—Lo dejaremos así —dijo con voz cansada—. Hablaré con los Entwhistle y les daré las malas noticias. Sin duda, fue algún vagabundo o una banda de ladrones. No tiene sentido investigar más. Nada hará que el joven Entwhistle vuelva a la vida.

Lord Tregonning siguió con el rostro inexpresivo y serio.

—Como desee. —Su voz carecía de emoción alguna. No miró a su hija, ni a ninguno de los presentes, sino que devolvió el saludo de sir Godfrey y se giró con él hacia las puertas del salón.

Con la boca abierta por el asombro y absolutamente estupefacto, Barnaby lo miró antes de mirar a Jacqueline. Antes de que pudiera hacer nada, su amigo echó a andar tras los dos hombres. Le tocó el brazo a sir Godfrey.

—Señor, sobre las circunstancias de la muerte…

El magistrado se detuvo y fulminó a Barnaby con el ceño fruncido.

—No creo que sea necesario hablar más del tema, señor. —Miró de reojo a Jacqueline antes de concentrarse nuevamente en su interlocutor—. Estoy seguro de que no hace falta que le recuerde que no es más que un invitado en esta casa. No tiene sentido provocar más molestias… Un suceso trágico, cierto, pero no se puede hacer nada para remediarlo.

Con ese veredicto, pronunciado para no dejar lugar a dudas, sir Godfrey asintió con gesto brusco y se marchó. Lord Tregonning lo acompañó.

Anonadado, Barnaby se quedó mirando la puerta. Cuando esta se cerró, se giró hacia ellos.

—¿A cuento de qué ha venido eso? —Clavó la vista en él, pero después pasó su agraviada mirada a Jacqueline—. ¡Ese desgraciado actuaba como si creyera que tú has matado a Thomas! ¿Por qué puñetas cree eso?

Gerrard sintió cómo la tensión abandonaba el cuerpo de Jacqueline, quien se dejó caer con gesto derrotado en el diván. La ayudó a sentarse.

—Porque este lugar está lleno de gente que cree que Jacqueline mató a su madre —contestó Gerrard con tono frío y letal—. Si hizo eso, ¿por qué no matar también a Thomas?

—¡¿Qué?! —exclamó Barnaby, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. Después, clavó la mirada en Jacqueline—. Pero eso es ridículo. Es imposible que mataras a tu madre.

Gerrard cerró un instante los ojos y dio las gracias en silencio porque su amigo estuviera allí. Cuando los volvió a abrir, vio que Jacqueline observaba a Barnaby; también vio que había recuperado parte del color. Le había sorprendido mucho que él hubiera visto su inocencia, pero que alguien que no estuviera ni remotamente interesado en ella la proclamara inocente así sin más… Estaba estupefacta.

—¿Por qué dices eso? ¿Por qué crees que es ridículo? —preguntó, exponiendo en voz alta lo que Jacqueline se moría por saber—. ¿Por qué es imposible que Jacqueline matara a su madre?

Barnaby puso los ojos en blanco.

—¿Es que no has visto la balaustrada de la terraza?

—Es de piedra, bastante corriente.

Barnaby asintió con la cabeza.

—Bastante corriente. De piedra maciza, con un barandal de piedra de unos veinticinco centímetros de ancho; llega a la cintura de un hombre, por debajo del pecho si se trata de una mujer de estatura media, como supongo que era lady Tregonning. —Barnaby se inclinó hacia Jacqueline—. Otra mujer de estatura media sería incapaz de empujar o tirar a otra mujer, mucho menos si es más alta, por encima de semejante obstáculo. Hay tan pocas probabilidades que no tiene sentido considerar esa idea.

Barnaby miró a Jacqueline, consternado, ya que empezaba a comprender el horror de la situación.

—Cuando he dicho que es imposible que mataras a tu madre, lo decía en un sentido literal. Alguien tuvo que elevarla por encima de la balaustrada a pulso y después empujarla… No, más bien arrojarla. No creo que tú pudieras hacerlo, al menos, no sola. —Titubeó un momento antes de preguntar—. ¿En serio creen que fuiste tú?

—Sí.

Millicent explicó en pocas palabras a un anonadado Barnaby cómo habían sucedido las cosas cuando Miribelle Tregonning murió.

—Así que se les metió a todos en la cabeza que había sido Jacqueline —masculló Millicent—. Jamás creí semejante tontería, pero cuando me enteré, el rumor ya se había extendido como la pólvora. La mayoría de nuestros vecinos lo considera un hecho sin demostrar.

Barnaby estaba escandalizado.

—¡Los hechos sin demostrar no son hechos!

Dada su creencia de que se debía aplicar la deducción lógica para resolver crímenes, Barnaby consideraba que convertir una conjetura en un hecho era una herejía. Gerrard prestó atención mientras Barnaby hacía preguntas y Millicent las contestaba, explicando cómo sus vecinos habían adoptado esa postura y cómo se le había metido a tanta gente en la cabeza que Jacqueline había asesinado a su madre.

Era de una sencillez apabullante, aunque con resultados devastadores. Miró a Jacqueline. No sólo devastadores, sino también muy difíciles de subsanar.

Jacqueline, en cambio, dijo muy poco. Parecía estar escuchando, aunque no estaba seguro. Cuando Treadle les llevó una bandeja con té, Millicent lo sirvió. Jacqueline aceptó una taza y se reclinó de nuevo mientras bebía. Barnaby y Millicent prosiguieron con su debate, aunque a esas alturas estaban tratando de buscar el modo de ponerle remedio a la situación. A eso sí le prestó atención, pero no dijeron nada nuevo, no aportaron una solución en la que ella no hubiera pensado ya. De modo que fue testigo de cómo se encerraba en su mente y se distanciaba de todo.

Jacqueline acababa de averiguar que un joven al que le tenía afecto, y que a su vez lo había correspondido, había sido brutalmente asesinado. A pesar de que no lo estaba mirando, a través de su rostro supo no sólo lo que estaba pensando, sino lo que estaba sintiendo en ese momento.

Tristeza, junto con una miríada de turbulentas emociones que no alcanzaba a definir. Una parte de él, el sofisticado caballero que llevaba dentro, se resistía a inmiscuirse en su dolor; otra parte, la que pintaba, registraba cada imagen. Y una tercera parte, el hombre, quería estrecharla entre sus brazos y consolarla, darle la paz y la tranquilidad que merecía.

Parpadeó para despejarse y dejó la taza en el platillo. No recordaba haber experimentado antes la necesidad de consolar, al menos no con tanta intensidad, con una empatía tan acuciante. La empatía era una cualidad necesaria para un artista, pero jamás había tenido una connotación personal para él.

Jamás lo había instado con tanta vehemencia a actuar, a compartir la carga, incluso a quitársela de los hombros a otra persona.

Miró a Jacqueline con los ojos entrecerrados. Si actuaba en consecuencia a ese impulso, ¿cómo respondería ella?

No se le había olvidado el episodio del estudio, por más bruscamente que lo hubieran interrumpido. Habían dado un paso hacia delante, pero eso ¿dónde los dejaba? ¿Qué significaba ese paso para lo que estaba surgiendo entre ellos?

La vio apurar el té y, acto seguido, ponerse en pie sin mirarlo. Cuando Barnaby y él se levantaron, Millicent dejó de hablar y alzó la vista. Jacqueline esbozó una media sonrisa, un gesto distante y efímero.

—Si no os importa, creo que voy a retirarme. Estoy bastante cansada.

—Sí, cómo no, querida. —Millicent soltó su taza—. Pasaré a ver cómo estás más tarde.

Con un gesto de cabeza, una sonrisa hueca y una mirada de reojo hacia él, Jacqueline se encaminó hacia la puerta. La observó marcharse. No le gustaba la expresión vacía de sus ojos.

Se giró hacia Millicent y Barnaby.

Su amigo lo miró a los ojos.

—Voy a dar una vuelta por el sendero que debió de coger Thomas.

Asintió con la cabeza.

—Te acompaño —le dijo. Necesitaba aire, y también necesitaba pensar.

Tras dejar a Millicent en el salón, salieron a la terraza. Recorrieron la ruta que Thomas y Jacqueline siguieron más de dos años atrás; y siguieron más allá del punto en el que se separaron, por el sendero que circundaba la loma septentrional, confirmando que todo lo que Jacqueline les había dicho era cierto: le habría sido imposible saber si Thomas se había encontrado con alguien en la intersección, y ella tampoco podría haberlo acompañado hasta allí, ya que su madre la estaba esperando.

Atravesaron el jardín de Deméter y el de Dioniso, mientras Barnaby especulaba en voz alta. Si el crimen se había cometido en el sendero, debido a la altura de Thomas tuvo que ser en la zona más abrupta, allá donde bajaba hacia el jardín de Hades. Su amigo lo utilizó de modelo y llegó a la conclusión de que el asesino era unos diez centímetros más bajo, y que se trataba de un hombre al que Thomas conocía lo bastante bien como para dejar que se pusiera a su espalda.

Barnaby compuso una mueca.

—Tengo que entrevistarme con lady Entwhistle. Una madre siempre sabe con quién anda su hijo. Sabrá a quiénes consideraba Thomas sus amigos.

Doblaron un recodo del camino y se toparon con el lugar donde habían enterrado el cuerpo de Thomas.

—Parece que ya se han llevado el cadáver. —Sólo Wilcox, que estaba apoyado en el mango de la pala, y Richards seguían por allí.

Barnaby abrió la marcha por la pronunciada pendiente, sorteando las raíces de los cipreses que crecían en la loma.

Los dos hombres se enderezaron al verlos acercarse y se llevaron las manos a las gorras. Gerrard los saludó con un gesto de cabeza.

Barnaby se sacudió las manos.

—Estaba preguntándome… ¿Estabais los dos por aquí cuando desapareció Entwhistle?

—Sí. —Los dos asintieron con la cabeza.

—¿Recordáis a algún caballero merodeando por los jardines a la hora en la que Entwhistle abandonó la casa?

Wilcox y Richards intercambiaron una mirada antes de que este último hablara.

—Nos hemos estado devanando los sesos, intentando recordar. A lo más que hemos llegado es que el joven señor Brisenden estaba paseando por los acantilados como de costumbre. Sir Vincent Perry, uno de los nobles de la zona, estaba de visita para ver a lady Tregonning y a la señorita Jacqueline. Sir Vincent salió de la casa cuando llegó el joven Entwhistle, pero no fue en busca de su caballo hasta algo después. La verdad es que solía acercarse a la calita, no a la cala de los jardines, sino a la otra, la que está al otro lado de los establos, antes de recoger su caballo. De los demás… —Richards miró a su compañero, que prosiguió con el relato.

—Tanto lord Fritham como el señor Jordan suelen pasear por los jardines. Nunca sabemos cuándo vamos a toparnos con uno o con otro. Y también había un montón de muchachos de la zona por aquí ese día. Ya saben, pescando o cazando, porque se podía hacer las dos cosas. Aunque no suelen meterse en los jardines, sí que atajan por ellos de vez en cuando. La gente de por aquí se conoce los senderos de las lomas y cómo enlazan unos con otros. Es la forma más rápida de llegar desde Tresdale Manor hasta los acantilados del norte.

Barnaby compuso otra mueca.

—¿Por qué querría uno de esos muchachos matar a Entwhistle? ¿Caía bien?

—Esto… La verdad es que era un muchacho muy agradable, sí, señor.

—Teníamos la esperanza de que se casara con la señorita Jacqueline. Todos sabíamos que por ahí iban los tiros.

Barnaby entrecerró los ojos.

—¿Me está diciendo que nadie tenía un motivo para asesinar a Entwhistle salvo los celos por la señorita Jacqueline?

Los dos hombres intercambiaron una mirada antes de asentir con la cabeza.

—Sí —confirmó Richards—, eso mismo.

Gerrard bajó la vista al montón de tierra recién removida.

—¿Habéis encontrado algo más?

—Nada salvo el pobre desdichado, pero… —Se interrumpió Wilcox para señalar la pendiente—. Bueno, no me extrañaría ni un pelo que le dieran con esa piedra.

Unos cuantos metros ladera arriba vieron una piedra rectangular bastante pesada, del tamaño que Barnaby había sugerido en el salón.

Este se apresuró a acercarse a la piedra. La levantó con ambas manos y lo miró.

—Sí, habría valido. —Echó un vistazo a su alrededor—. Esto sugiere que lo mataron aquí, o muy cerca… —Al darse cuenta de que Richards y Wilcox los miraban extrañados, se interrumpió—. ¿Qué pasa?

—Bueno, no hay muchas piedras como esa por aquí —dijo Richards al tiempo que señalaba a su alrededor—. No tan grandes. Como los árboles sujetan la tierra, no es que haya muchas piedras que digamos.

—El único lugar donde encontrar piedras así es en la cima de la loma —añadió Wilcox, que señaló el lugar—. Allí arriba hay un montón de piedras como esa. —Señaló la piedra que Barnaby acababa de dejar en el suelo—. Creemos que el joven Entwhistle y el rufián que lo mató subieron hasta la cima y que cuando mataron al pobre desdichado, cayó rodando ladera abajo junto con la piedra.

—Después, es pan comido cubrir el cuerpo con las ramas de los cipreses. —Richards le dio una patada a las ramas que tenía bajo los pies—. El suelo está cubierto de ellas. Con el paso del tiempo, fue quedando enterrado.

—Mis chicos no suelen pasar mucho por aquí —explicó Wilcox—. Los árboles se cuidan solitos y no hay que recoger las hojas.

Gerrard clavó la vista en la loma. Iba ascendiendo hasta llegar a una enorme roca desgastada por los elementos que se perdía por el otro lado, hacia los acantilados que daban al mar.

—¿Por qué subiría un caballero hasta allí?

—Todos lo hacen. La subida es un poco escabrosa, pero todo el que ha crecido por los alrededores sabe que desde ahí se puede ver el bufón. Cuando la marea está baja, la vista es magnífica.

—¡Ajá! —A Barnaby le brillaron los ojos.

No les costó mucho convencer a los dos hombres para que les enseñaran el camino, la única manera de subir, de hecho, hasta la cima de la loma. Desde allí, comprobaron que la conjetura del jardinero jefe y del encargado de los establos tenía bastante lógica. Un cuerpo que cayera rodando por la pendiente acabaría entre los cipreses.

—Además, explicaría cómo el asesino se agachó para levantar una piedra tan grande sin que Entwhistle se diera cuenta —dijo Barnaby, quien apenas podía contener su entusiasmo, una vez que se despidieron de los dos hombres y emprendieron el regreso a la mansión.

Miró a su amigo.

—El asesino tendría que levantar la piedra de todos modos, aunque estuviera en la cima de la loma… —Se interrumpió cuando a su mente acudió una imagen de dos hombres allá arriba.

—Sí, pero habría sido muy sencillo. —La voz de Barnaby tenía una nota triunfal—. Primero, Entwhistle estaba absorto en el paisaje, en el Cíclope. Segundo, Entwhistle no estaba de pie —dijo, mirándolo a los ojos—. Ya has visto la zona. ¿No sería lo más normal del mundo sentarse para admirar el paisaje mientras estás charlando con un amigo?

—Eso quiere decir que el asesino no tiene que ser muy alto —dijo él mientras la cabeza comenzaba a darle vueltas.

—No, podría ser de cualquier estatura. —Barnaby frunció el ceño—. ¡Me cago en diez! Eso aumenta considerablemente nuestra lista de sospechosos.

—Pero sigue siendo un hombre… No hay otra posibilidad.

—De eso no tengo la menor duda. El tamaño de esa piedra (y hay muchas posibilidades de que sea el arma del crimen) no deja más opciones. Aunque Thomas hubiera estado sentado, a una mujer le habría costado cogerla… Además, de estar con una dama, Thomas se habría percatado de lo que intentaba hacer. Los buenos modales lo habrían obligado a levantarse si ella se quedaba de pie. No. —Barnaby negó con la cabeza—. Es imposible que fuera una mujer.

Cuando llegaron a los escalones de la terraza, Gerrard miró a su amigo con una media sonrisa y los subió de dos en dos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Barnaby al ver la sonrisa.

Lo miró a los ojos.

—Hay otro motivo, uno más lógico, por el que no pudo hacerlo una mujer.

Barnaby hizo una mueca y se devanó los sesos, pero acabó dándose por vencido con un suspiro.

—¿Cuál?

—La subida a la loma. Nosotros lo hemos hecho a duras penas. —Señaló los arañazos de sus botas y las manchas de sus pantalones—. Como Wilcox ha dicho, es bastante escabrosa. Ninguna dama ataviada con un vestido lo habría conseguido. Y luego está el hecho de que tendría que regresar a la casa sin ninguna mancha en la ropa, porque de lo contrario, se armaría un enorme revuelo. Todo el mundo habría recordado algo así.

—Muy bien visto —convino Barnaby—. Definitivamente, no fue una dama.

—Y, por tanto, no fue Jacqueline —concluyó él entre dientes mientras entraban en la mansión.

Jacqueline no bajó a cenar.

—Ha pedido que le lleven una bandeja a su habitación —dijo Millicent en respuesta a la pregunta de Gerrard—. Ha dicho que necesitaba un poco de tiempo en soledad para asimilar la noticia.

—Por supuesto —musitó él y fingió aceptar esa respuesta, aunque la cabeza, la imaginación, le daba vueltas.

Como de costumbre, la cena fue un evento de lo más tranquilo durante el que tuvo tiempo de pensar. Con unos cuantos comentarios velados, lord Tregonning dejó claro que consideraba la muerte de Entwhistle un caso cerrado. Barnaby lo miró, indeciso, preguntándole en silencio si debían enfrentarse al anciano. Con un gesto casi imperceptible de cabeza, movió los labios para decirle «Todavía no» sin llegar a pronunciar las palabras.

Su prioridad era Jacqueline.

Después de la cena y con una creciente sensación de desasosiego, se reunió con Millicent y Barnaby en el salón.

—¡Esta ridiculez tiene que acabar! —declaró Millicent—. Es espantoso para Jacqueline, por no hablar del pobre Thomas. Mientras la gente siga creyendo que ha sido Jacqueline, ¡el verdadero asesino se irá de rositas!

Barnaby y él le aseguraron que no tenían la menor intención de dar por zanjado el asunto. Algo más tranquila, Millicent les confirmó que jamás le habían llegado rumores, a través de sus numerosas amistades por la zona, de que Thomas se hubiera visto involucrado en algún altercado, mucho menos del tipo que induciría al asesinato. De modo que desecharon esa línea de investigación y se concentraron en otros móviles que parecían mucho más plausibles, como el hecho de que alguien lo hubiera asesinado porque estaba a punto de pedir la mano de Jacqueline y casi con toda seguridad habría recibido un sí como respuesta.

Gerrard miró a Millicent.

—¿Es cierto? ¿Estaba a punto de pedir su mano? ¿Le habría dicho que sí?

—Ya lo creo. Era un enlace que ambas familias deseaban.

—Entonces, la pregunta es: ¿cuál de los aspirantes a la mano de Jacqueline se vio amenazado por el inminente éxito de Thomas?

Sugirió el nombre de Matthew Brisenden, pero Millicent rechazó la idea de plano. Y se mantuvo en sus trece a pesar de la insistencia de Barnaby.

—No, de verdad que no. Se ha impuesto el papel de protector… de caballero de brillante armadura. Su deber es servirla, no casarse con ella. No debe entender su comportamiento como un deseo de casarse con ella. Porque estoy segura de que no hay nada de eso en absoluto.

A regañadientes, Gerrard confirmó que Jacqueline le había dicho lo mismo.

—Por supuesto —dijo Millicent, que asintió con la cabeza—. No tiene sentido que crean que Matthew tenía celos de Thomas.

—Aun así —intervino Barnaby—, es posible que a Brisenden se le metiera en la cabeza que Thomas representaba un peligro para Jacqueline. Ese sería un móvil válido para que atacase a Thomas, y sabemos que estaba en los alrededores aquel día.

Millicent hizo un mohín.

—Odio tener que admitirlo, pero cabe esa posibilidad, sí. Aunque yo apostaría más por sir Vincent Perry… Lleva años con las miras puestas en Jacqueline.

De modo que sir Vincent, a quien aún no conocían, se quedó en su lista de sospechosos, junto con una buena cantidad de desconocidos por identificar y, por tanto, por descartar. Cuando terminaron de repasar la lista, estaban descorazonados. Barnaby admitió que quizá no fuera posible identificar al asesino de Thomas. Decidieron terminar con la sesión tras ese comentario tan sombrío.

Se separaron en la galería para dirigirse a sus respectivas habitaciones.

Gerrard habló con Compton, pero su ayuda de cámara no había averiguado nada útil.

—Estaban un poco sorprendidos. Dentro de un par de días, conforme vayan asimilando el mal trago, tal vez alguno recuerde algo. Mantendré los ojos bien abiertos, no le quepa duda.

Según Compton, los criados jamás habían creído que Jacqueline tuviera nada que ver ni con la desaparición de Thomas ni con la muerte de su madre.

—Da la sensación de que ni se les ha pasado por la cabeza.

Tras despedir a su ayuda de cámara, se acercó a la cristalera y allí se quedó, con las manos en los bolsillos, mientras repasaba todo lo que sabían sobre los asesinatos. Si la gente estudiara los hechos de forma racional, sin prejuicios, verían que la inocencia de Jacqueline brillaba más que un faro en la noche. Pero la gente no lo había hecho, y no lo haría porque alguien había emponzoñado el ambiente. Con total deliberación.

Alguien había utilizado a Jacqueline como cabeza de turco con absoluta maldad y premeditación.

Algo peligroso surgió en su interior y se revolvió con uñas y dientes contra la situación. Masculló una maldición e intentó recuperar el control. No era el momento de actuar llevado por el instinto… Aún no sabía a quién se enfrentaba.

Clavó la mirada en los jardines ensombrecidos, en el cielo negro y púrpura, en las nubes que corrían por él como fantasmas, empujadas por el viento del oeste. Aquel paisaje era el sueño de todo artista, pero él ni se fijó.

Rescatar a Jacqueline se había convertido en su máxima prioridad. Y no sólo estaba pensando en su bien, sino en el suyo propio.

Cómo se sentía, cómo estaba. No podía quitarse esos pensamientos de la cabeza. Desde que Barnaby les informara del hallazgo del cadáver, no pensaba en otra cosa. Estaba preocupado, inquieto, por su seguridad… Nervioso, con el corazón en un puño y un nudo en el estómago.

Una parte de él quería fingir que sólo se trataba de su instinto artístico, de su deseo por observarla en una situación tan emotiva, pero eso era una estupidez como la copa de un pino. Se preocupaba por ella del mismo modo que se preocupaba por Patience, y también por otras mujeres, como Amanda y Amelia… Sí, eso se acercaba más a la verdad, aunque no del todo.

Su imaginación era demasiado activa como para no verla en su dormitorio, sola, llorando… Sobre todo, sintiéndose aislada, indefensa. Thomas fue su paladín en otro tiempo, pero había desaparecido y la había dejado sola. Al menos, ya sabía que no había sido por voluntad propia.

Él se había convertido en su nuevo paladín.

Se apartó del balcón y comenzó a pasearse por la estancia para ventilar su creciente frustración. El reloj marcó las once. Lo fulminó con la mirada por haberle recordado cuántas horas le quedaban antes de que pudiera volver a verla, antes de que pudiera tranquilizar a esa parte vulnerable y tenaz de su ser al ver con sus propios ojos que estaba bien, que estaba… Bueno, que seguía deseando explorar el extraño vínculo que se había desarrollado entre ellos.

Se quedó sorprendido al darse cuenta de que, aunque no se había olvidado de esa meta, no era su principal motivo para querer verla. Estaba ansioso por comprobar que no se había dejado dominar por la pena, por la preocupación y, en especial, por el miedo.

No iba a dormir demasiado hasta que supiera que estaba bien. ¿Podría averiguarlo esa misma noche?

Se sentiría como un estúpido si llamaba a su puerta en mitad de la noche para preguntárselo sin más.

Tener una imaginación fértil era algo maravilloso. De repente, se hizo la luz. En un abrir y cerrar de ojos, lo tuvo todo pensado… hasta el mínimo detalle.

No se detuvo a reconsiderar la idea. Se encaminó hacia la puerta y salió al pasillo, cerrando la puerta tras de sí sin hacer ruido.