ESA misma noche, mientras la luna recorría el firmamento, Gerrard contemplaba desde el balcón de su dormitorio los jardines bañados por su plateado resplandor y reflexionaba acerca del lugar al que lo había llevado el destino.
Y no precisamente de la mano, sino de otra parte de su anatomía, junto con una parte de su mente de cuya existencia no había sido consciente hasta el momento.
En su defensa, no podía aducir haber hecho las cosas movido por la ignorancia, ajeno a los peligros y a los riesgos. Había estado al tanto de todo y había seguido adelante pese a ellos. No recordaba haber actuado nunca de forma tan impulsiva.
Se apoyó en la jamba de la cristalera y cruzó los brazos por delante del pecho. Con la mirada fija en las sombras que se extendían a sus pies, intentó comprender qué lo empujaba. Porque desde luego era algo desconocido para él.
Sabía muy bien lo que deseaba: a Jacqueline. La había deseado desde que la vio observándolo por la ventana el día que llegó a Hellebore Hall. Pero ¿qué lo empujaba a desearla? La compulsión se hacía más vehemente día tras día y lo instaba a hacerla suya. ¿De dónde surgía?
Evidentemente, la lujuria formaba parte del todo y era una sensación con la que ya estaba familiarizado. Sin embargo, la que sentía en esos momentos era distinta y tenía un tinte inusual. Había deseado a otras damas en el pasado, pero no como deseaba a Jacqueline. Con ella, la compulsión surgía de algún lugar profundo de su alma, de un reino emocional mucho más básico e intenso. Las palabras le fallaron, como siempre, pero si pintaba lo que sentía en ese momento, la composición sería una deslumbrante mezcla de tonalidades rojas.
La visión deslumbró su mente un instante. Después, encogió los hombros para librarse de la tensión y volvió a apoyarse en la jamba.
Su forma de reaccionar, esa obsesión que sentía por ella, era una parte del problema. La otra parte era la obsesión que ella sentía por él. Y lo sabía a ciencia cierta. Cada vez que Jacqueline reaccionaba a su presencia, por minúscula que fuese dicha reacción, él la notaba como si fuera una dolorosa punzada que agudizaba sus sentidos, avivaba su deseo y lo instaba a saciarlo.
Nunca se había visto atrapado en las garras de unos instintos tan básicos e irracionales.
Unos instintos que habían sido los instigadores del beso. Aunque fueron la curiosidad y la franqueza que ella demostró lo que lo arrastraron a aguas más profundas.
Craso error. Lo supo en aquel momento y aun así no hizo nada para remediarlo, cosa que podía haber hecho.
Pero lo peor era la absoluta certeza de que ese incidente volvería a repetirse y de que no se conformaría con un simple beso. Si se quedaba en Hellebore Hall para pintar el retrato que estaba desesperado por pintar y se enfrentaba al irresistible reto que el destino le había planteado… Si pintaba lo que tanto Jacqueline como su padre querían y necesitaban que pintase…
Siguió analizando aquello a lo que se enfrentaba durante un buen rato, con la mirada perdida en los jardines. Si se quedaba y pintaba el retrato de Jacqueline, se arriesgaba a enamorarse de ella.
¿Mermarían la pasión, la lujuria y el deseo (todas esas emociones vinculadas al amor) la pasión que lo llevaba a pintar? ¿O eran dos cosas independientes? ¿O incluso complementarias?
Esos eran los interrogantes a los que jamás había querido enfrentarse y los que había esperado postergar al menos varios años más.
Sin embargo, se habían cruzado en su camino y no tenía respuestas para ellos.
Y sólo se le ocurría un modo de encontrarlas.
No obstante, si tomaba ese camino y la respuesta al primer interrogante resultaba afirmativa, perdería todo lo que era.
Rechazar el encargo de lord Tregonning y marcharse de Hellebore Hall sin dilación era el único modo de no correr ese riesgo. El mayor riesgo de su vida. La parte lógica de su mente, la parte más cautelosa, lo instaba a marcharse lo más rápido posible, asegurándole que esa era la solución más sensata.
El pintor se negaba. Se negaba en redondo. Dejando a un lado la oportunidad de pintar los jardines, jamás de los jamases volvería a encontrar un reto semejante al que presentaba el retrato en cuestión tanto para su técnica como para su talento. Marcharse sin haberlo intentado siquiera era un sacrilegio, al menos para su alma de pintor.
Además, su parte masculina le decía que no. Un no rotundo. Jacqueline confiaba en él. Dicha confianza estaba implícita en su comportamiento, en la invitación a que se convirtiera en su paladín, en su juez. Ella lo necesitaba. La situación a la que se enfrentaba era peligrosa, su vida corría peligro. Tanto Jacqueline como su padre estaban en lo cierto. Su reputación y su talento como pintor lo convertían en el único capaz de corregir la estrechez de miras de los demás y de liberarla de la extraña trampa en la que había caído.
Siguió en el balcón durante más de media hora. ¿Seguiría adelante? ¿Pintaría su retrato para liberarla? ¿Aceptaría de buena gana la posibilidad de enamorarse de ella y el riesgo de perder lo que más le importaba en el mundo… su habilidad para pintar?
Sumido en la oscuridad del dormitorio, el reloj de la repisa de la chimenea dio una campanada que reverberó en el silencio. Riéndose de sí mismo, se apartó de la cristalera y entró en el dormitorio. Se estaba devanando los sesos en balde. La decisión ya estaba tomada, y de forma arbitraria además: él estaba en Hellebore Hall, Jacqueline estaba en Hellebore Hall. No iba a marcharse. Y mucho menos después de haberla tenido en los brazos y de haber saboreado sus labios.
La suerte estaba echada y su rumbo, fijado.
Cerró la cristalera del balcón y estaba a punto de correr las cortinas cuando le llamó la atención un movimiento en los jardines.
Observó con detenimiento y volvió a verlo. Un destello blanco. Al día siguiente de su llegada descubrió un telescopio en su dormitorio, cortesía de lord Tregonning. Ya lo había colocado para observar los jardines. En ese momento se acercó a él, lo giró hacia la zona en cuestión y lo enfocó con rapidez.
Justo sobre Eleanor Fritham.
La muchacha había tomado el camino que atravesaba el bosquecillo del jardín de Diana. La luz de la luna se reflejaba en su cabello. Ese era el brillo que había visto.
—Es la una de la madrugada. ¿Qué demonios está haciendo…? —Dejó la pregunta en el aire cuando descubrió que había otra persona. Una figura enchaquetada y de hombros anchos salió del mirador situado en la parte más alta del camino y se internó en la parte del jardín emplazada en lo profundo del valle. Un hombre, aunque ya estaba oculto por la densa vegetación que cubría las elevaciones y las hondonadas del terreno. Eleanor lo siguió a paso ligero.
Ambos desaparecieron en un santiamén, ya que esa parte de los jardines quedaba fuera de su campo de visión.
Dejó el telescopio. No tenía la menor duda acerca del significado de lo que acababa de ver. Los jardines de Hellebore Hall a la luz de la luna eran el marco perfecto para una cita clandestina.
Bien sabía Dios que él mismo había sentido su embrujo esa misma tarde.
Se desentendió de la escena mientras corría la cortina, decidido a dejar tranquilos a Eleanor y a su galán.
—Dime, ¿cómo es? —le preguntó Eleanor a Jacqueline con evidente curiosidad, mirándola a la cara.
Jacqueline sonrió y siguió caminando. Su amiga había llegado después del desayuno para conversar un rato y pasear por los jardines como era su costumbre. En un primer momento, creyó que tendría que privarla del paseo y dedicar su tiempo a Gerrard; sin embargo, cuando lo miró en busca de su opinión, él interpretó su expresión y se excusó aludiendo que llevaba todo un día deseando echarle un vistazo a sus bocetos.
Dicho lo cual se marchó, presumiblemente a su estudio, y le ofreció la oportunidad de pasear con Eleanor y saciar así la curiosidad de su amiga.
—Ya lo has visto —respondió, mirándola de soslayo—. Has hablado con él. ¿Qué opinas?
Eleanor resopló con fingida impaciencia.
—Sabes muy bien que no me refería a eso. Pero, si te interesa conocer mi opinión, confieso que me sorprendió. Una sorpresa muy agradable, debo añadir. No es en absoluto como lo imaginaba.
«Desde luego», replicó ella para sus adentros. Dejó atrás el mirador situado en la parte más alta de los jardines y enfiló el camino que atravesaba el jardín de Diana y se internaba en el jardín de Perséfone hasta llegar al lugar donde acostumbraban a sentarse para charlar.
—Me ha parecido un hombre circunspecto, que no reservado ni tímido, ¿no crees? —siguió Eleanor, que caminaba a su lado con los ojos clavados en el suelo—. Mira y observa sin reaccionar, pero no puede disimular la energía… la fuerza, la intensidad que irradia y que casi se puede ver, pero no tocar. Porque jamás la utiliza.
Jacqueline se percató del ligero estremecimiento que la recorría y de la pícara sonrisa que asomaba a sus labios.
Eleanor notó su escrutinio y alzó la mirada. Su expresión era radiante.
—Me apostaría las perlas de mi madre a que es un amante fantástico.
Jacqueline enarcó las cejas. Su amiga había tenido amantes, pero desconocía quiénes eran e incluso si había habido más de uno. Cierto que le había descrito las experiencias al detalle, pero sólo desde el punto de vista emocional y sensorial.
De no ser por Eleanor, no sabría todo lo que sabía en teoría.
Aunque eso había cambiado.
«Me besó y le correspondí».
Tenía la confesión en la punta de la lengua, pero se la mordió. Decidió guardarse esa información, por mucho que a Eleanor le hubiera gustado enterarse. Se imaginaba la andanada de preguntas que seguirían. Qué sintió, qué había hecho él, si era o no un virtuoso, a qué sabían sus labios…
Sintió algo maravilloso; él le había abierto los ojos; sí, era todo un virtuoso, pero también muy dulce y muy viril; y sus labios tenían un sabor muy masculino.
Esas habrían sido sus respuestas, pero no le apetecía compartirlas. El episodio no había sido intencionado por parte de ninguno de los dos. Gerrard no le había acariciado el pelo a fin de seducirla y besarla, de eso estaba segurísima. Y ella… ella no se imaginaba que en cuanto sus labios la rozaran, desearía volver a sentirlos de nuevo. No se imaginaba que desearía muchísimo más ni tampoco que se mostraría tan descarada como para incitarlo.
No obstante, así había sido. Todavía no estaba segura de sus sentimientos ni de lo que debería sentir acerca de dichos descubrimientos.
Aunque Eleanor siempre había compartido con ella los detalles más íntimos de su vida, ella era más reservada, más cuidadosa con lo que le contaba. Pero como conocía bien a su amiga, sabía que tendría que añadir algo más.
—Posar para él no ha sido como lo imaginaba ni mucho menos. Hasta ahora sólo ha hecho bocetos al carboncillo, y los hace con una rapidez sorprendente.
—¿Tienes que posar de una forma determinada? Jordan me ha dicho que os vio ayer en los jardines, pero que para entonces Gerrard había terminado.
—No, no habíamos terminado todavía. Estábamos cambiando de sitio. Estuvimos paseando en busca de varias localizaciones. No tengo que poner una pose determinada. Sólo sentarme donde él me indica y después hablar.
—¿Hablar? —Eleanor se detuvo para mirarla—. ¿Sobre qué?
Jacqueline sonrió y siguió caminando. El banco en el que solían sentarse estaba justo frente a ellas, entre dos parterres de flores.
—Sobre cualquier cosa. Los temas no son importantes. Ni siquiera estoy segura de que me escuche. Al menos de que preste atención a mis palabras.
Eleanor frunció el ceño.
—Entonces, ¿para qué habláis?
Llegaron al banco y se sentaron.
—Porque así pienso en un tema concreto… No sé tú, pero yo tengo que pensar para poder hablar, y él se concentra en mis expresiones.
—¡Vaya! —exclamó su amiga, asintiendo con la cabeza. Guardó silencio un instante antes de decir—: El señor Adair es muy interesante, ¿no te parece?
Jacqueline contuvo una sonrisa cínica.
—Es el tercer hijo de un conde, ¿lo sabías?
A continuación Eleanor se lanzó a un monólogo acerca del carácter y la persona de Barnaby, salpicado con alguna que otra comparación con Gerrard. Como Jacqueline esperaba, su amiga encontraba a Gerrard mucho más atractivo, una atracción que su actitud inasequible y distante realzaba, y tildaba a Barnaby de ser una conquista más fácil.
—Es casi seguro que Gerrard guarda toda esa intensidad para sus cuadros. Según tengo entendido, los artistas pueden ser muy egoístas en ese sentido.
Al ver que hacía una pausa en espera de su comentario, Jacqueline murmuró:
—Es probable, sí.
Sin embargo, a ella no le había parecido egoísta el día anterior, sino… ¿Qué? ¿Amable? Porque estaba clarísimo que se había mostrado muy generoso. Gerrard debía de estar acostumbrado a relacionarse con amantes experimentadas; sus desmañados besos le habrían dejado bien claro que ella era todo lo contrario. Aun así, no pareció desencantado. ¿O acaso había estado disimulando en aras de la cortesía?
No tenía respuesta para esa pregunta.
Eleanor suspiró mientras alzaba los brazos y se desperezaba.
Jacqueline miró su rostro alzado hacia el sol y volvió a tener la misma impresión que cuando la vio esa misma mañana. Parecía una gata satisfecha que se desperezase al sol.
Y conocía muy bien esa expresión. Eleanor había pasado la noche con su amante.
La asaltó una rara sensación que no era envidia exactamente, porque ¿cómo iba a envidiar algo que desconocía? Fue una especie de anhelo, quizás. Un ansia de vivir. Eleanor sólo era un año mayor que ella y, sin embargo, llevaba muchísimo tiempo con la impresión de que la diferencia de edad entre ellas se ensanchaba. Antes de la desaparición de Thomas, ambas se equiparaban en experiencia, aunque Eleanor ya tuviera un amante para entonces. No obstante, desde que Thomas se marchó para no regresar… su vida se había estancado. Después llegó la muerte de su madre y la vida quedó pendida de un hilo.
Sí, había seguido viviendo, pero sin avanzar. Se había varado, no había aprendido nada, no había madurado, no había experimentado todas las cosas en las que siempre había creído que consistía la vida.
Estaba cansada de ver la vida pasar a su alrededor.
Y así seguiría. Seguiría observando desde la distancia lo que debería estar experimentando, hasta que Gerrard acabara el retrato y los obligara a todos a ver la verdad. Después, comenzaría la búsqueda del asesino de su madre y el proceso por el que vengaría su muerte. Sólo entonces sería libre para seguir adelante y retomar su vida.
La inquietud se apoderó de ella. Se puso en pie y se sacudió las faldas, sorprendiendo a Eleanor.
—Debería volver a casa. Le prometí a Gerrard que estaría disponible en cualquier momento para posar y a estas alturas ya habrá acabado con los bocetos.
En contra de sus expectativas, Gerrard no la estaba buscando. No había enviado a nadie a buscarla y tampoco había bajado en persona. Treadle le dijo que todavía estaba en su estudio.
De camino a casa, le había dicho a Eleanor que Gerrard insistía en que siempre estuvieran a solas cuando posara y que había dejado muy claro que no iba a enseñar ni los bocetos ni los trabajos preliminares a nadie. Así que su amiga se había marchado a través de los jardines, desilusionada e intrigada.
Jacqueline descubrió que nadie requería su presencia, mucho menos el célebre pintor de la aristocracia.
Decepcionada, e irritada por sentirse así, fue en busca de una novela, se sentó en la salita e intentó leer.
Cuando Treadle hizo sonar el gong que anunciaba el almuerzo, la inundó el alivio.
Pero Gerrard no apareció. Millicent, bendita fuese, preguntó por él, evitando de ese modo que tuviera que ser ella quien sacase el tema. El mayordomo les informó de que el ayuda de cámara del señor Debbington le había subido una bandeja al estudio. Al parecer, su señor solía saltarse las comidas cuando estaba enfrascado en el trabajo. Asegurarse de que no moría de inanición formaba parte de las obligaciones de Compton.
Jacqueline no estaba segura de si debía sentirse impresionada o no. Una vez que acabaron de comer y Millicent le preguntó si le apetecía acompañarla al saloncito, rehusó con un gesto de la cabeza.
—Voy a pasear por la terraza.
Y lo hizo, de un extremo a otro, mientras intentaba no pensar en nada. Mucho menos en los artistas que reservaban sus pasiones para sus obras… pero no lo consiguió. Cuando llegó al extremo meridional de la terraza alzó la mirada… hacia el balcón del dormitorio que le habían asignado, y después más arriba, hacia el ventanal de la antigua habitación infantil.
Entrecerró los ojos e hizo un mohín.
Con una maldición muy poco femenina, dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta más cercana, en dirección a las escaleras que llevaban a la habitación infantil.
Gerrard estaba frente al ventanal del estudio, con la vista clavada en los jardines… sin ver un solo árbol. Tenía en las manos los mejores bocetos que había hecho el día anterior. En general todos eran buenos; todos prometían un resultado extraordinario, pero…
¿Qué hacer para avanzar? ¿Cuál debía ser su siguiente paso?
Llevaba todo el día sopesando distintas posibilidades. Por ejemplo, ¿debía insistir en que Millicent estuviera presente en lo sucesivo cada vez que Jacqueline posara?
Sus instintos artísticos se rebelaban ante la idea. Millicent sería una distracción, tanto para él como para Jacqueline. Debían estar solos los dos, en comunión… aunque fuera de índole espiritual.
Su problema radicaba en evitar que esa espiritualidad acabara convirtiéndose en carnalidad a las primeras de cambio. Sabía que acabaría siendo así, pero la muchacha era inocente. El sentido común dictaba que refrenara sus impulsos y se moviera con pies de plomo.
Escuchó que alguien llamaba a la puerta.
—Adelante.
Supuso que se trataba de una doncella enviada por Compton en busca de la bandeja que le había llevado antes.
La puerta se abrió y fue Jacqueline quien entró. Lo miró a los ojos directamente y una vez que cerró la puerta sin girarse, echó un vistazo a su alrededor.
Era su primera visita a la habitación infantil desde que la convirtiera en su estudio. Su mirada recorrió la larga mesa en la que descansaban sus útiles de pintura. Se demoró un instante en los bocetos apilados en uno de los extremos y después miró los que él sostenía en las manos.
Acto seguido, su atención se trasladó al enorme caballete con el lienzo aún en blanco y protegido del polvo por un trozo de tela. Sin quitarle los ojos de encima, caminó hasta el centro de la habitación.
—Me preguntaba si querías que posara —dijo al tiempo que su mirada se clavaba en él. Se detuvo al llegar a la ventana y aguardó su respuesta.
Gerrard la miró a los ojos y estudió su expresión antes de arrojar a la mesa los bocetos que había estado examinando… durante horas. Cruzó los brazos por delante del pecho, se apoyó en el marco de la ventana y dijo:
—No, te estabas preguntando si pasaba algo.
Vio cómo se alteraba su expresión, no por el recelo sino más bien como si estuviera considerando cuál debía ser su siguiente paso.
Suspiró y se pasó una mano por el pelo; un gesto de frustración que Vane había conseguido que controlara hacía años.
—Acabo de conocerte y, sin embargo —confesó—, tengo la impresión de que te conozco de toda la vida. —Por si eso fuera poco, se sentía obligado a protegerla incluso de sí mismo.
Vio que ella titubeaba por la sorpresa.
—¿Y…?
—Y no estoy seguro de poder hacer esto.
—¿Pintar el retrato?
Gerrard alzó la mirada y vio el desconcierto y el temor que asomaban a su rostro.
—Sí, pero no me mires así.
Esa mirada verdosa lo atravesó.
—¿Y cómo quieres que te mire? Necesito que pintes el retrato. Sabes que… Tú sabes por qué.
—Sí, pero también sé… —Dejó la frase en el aire mientras hacía un gesto que los incluía a los dos—. Lo que hay entre nosotros.
El recelo regresó a la mirada de Jacqueline.
—¿A qué te refieres?
Exasperado, Gerrard gesticuló con más énfasis.
—¡A lo que hay entre nosotros! No te hagas la tonta, porque sé que tú también lo sientes.
Ella sostuvo su mirada largo rato sin decir nada mientras se mordía el labio inferior. Después, alzó la barbilla, suspiró y dijo:
—Si te refieres al beso de ayer…
—¡Ni se te ocurra disculparte!
Su interrupción la sobresaltó.
—Fue culpa mía —siguió, señalándola con el índice.
Ella resopló con desdén.
—No entiendo qué culpa puedes tener tú si fui yo quien te besó. Y sabía muy bien lo que hacía, pienses lo que pienses. No estaba hechizada ni mucho menos.
Gerrard se apartó de la ventana mientras apretaba los labios para no sonreír.
—No quería sugerir que te hubiera hechizado.
Jacqueline entrecerró los ojos.
—¿Es que crees que estaba tan embelesada por tus encantos que no sabía lo que hacía?
—No, tampoco es eso. Lo que creo es que debí contenerme y no besarte.
—¿Por qué? —quiso saber, mirándolo a los ojos. Su expresión se tornó triste. Tragó saliva—. Porque…
—¡No! —La interrumpió al comprender los derroteros que habían tomado sus pensamientos—. ¡Válgame Dios, no me refiero a las sospechas! —Volvió a pasarse la mano por el pelo, desordenando de ese modo lo que hasta entonces habían sido unos mechones perfectamente peinados. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, bajó la mano con brusquedad—. No tiene nada que ver con eso. —Y sí mucho que ver con ellos—. Es porque…
Clavó la mirada en esos ojos verdosos y dejó que aquello que sentía en su interior fluyera hasta ella. Dejó que el vínculo que los unía creciera. La pasión y el deseo cobraron vida entre ellos, cargando el ambiente.
—Es por esto. Por esto. —Había bajado la voz y habló muy despacio—. Esto que ha cobrado vida entre nosotros, sea lo que sea.
Jacqueline no dijo nada. Se limitó a escucharlo mientras sostenía su mirada.
Se alejó de la ventana y se acercó a ella, lentamente, rodeándola.
—Es porque cuanto más estoy contigo… —Se detuvo justo a su espalda, apenas a unos centímetros de su cuerpo—. Más deseo besarte, y no sólo en los labios.
La rodeó con los brazos y, sin rozarla siquiera, moldeó su figura con las manos. Trazó el contorno de los hombros, pasó frente a sus pechos, dibujó su cintura, su vientre y sus caderas y se detuvo al llegar a los muslos. Pegó los labios a su oreja y musitó:
—Quiero besarte los pechos, explorar cada centímetro de tu cuerpo, saborear cada palmo de tu piel. Quiero poseerte en cuerpo y alma… —Se detuvo para tomar aire y se mordió la lengua para contener el lenguaje explícito que estaba a punto de utilizar—. Quiero ser testigo de tu pasión, de toda tu pasión, y corresponderte con la mía.
Sentía el abrasador asalto del deseo consumiéndolo poco a poco. Y ella también lo sentía. La pasión rugía entre ellos como un torbellino que amenazara con arrastrarlos.
—Soy incapaz de estar a tu lado sin desearte. Sin desear acostarme contigo para descubrir los secretos de tu cuerpo y hacerlo mío. Para hacerte mía.
La miró y vio que ella seguía sin moverse y en silencio, pendiente de cada una de sus palabras. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartar las manos y devolverlas a sus costados sin tocarla siquiera. Cuando lo consiguió, expresó el alivio con un largo suspiro.
—¿No te asusta? —le preguntó en un quedo susurro antes de añadir—: Porque yo estoy muerto de miedo.
Jacqueline no reaccionó hasta pasado un minuto. Se giró para enfrentarlo, haciendo que sus pechos quedaran a escasos centímetros de su torso. Lo miró a los ojos. Su expresión era sincera, honesta y… decidida.
—Sí. Yo también lo siento. Pero a mí me asusta la muerte, no la vida. Me asusta morir sin haber vivido. Sin haber experimentado esto… precisamente esto. Sobre todo esto. —Sin apartar los ojos de él, prosiguió—: No me importa lo que pueda pasar, no me importan los riesgos ni el peligro. Porque al enfrentarme a ellos, a los riesgos y al peligro, sabré que estoy viviendo y no meramente existiendo, que es lo que llevo haciendo desde hace demasiado tiempo.
Semejante sinceridad merecía ser correspondida. Semejante decisión acabó con sus buenas intenciones.
—¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Lo que estás ofreciendo?
—Sí. —Parpadeó varias veces antes de enfrentar su mirada de nuevo—. Has sido tremendamente claro.
Pero no lo bastante sincero.
—No puedo prometerte… nada. No sé dónde puede llevarnos esto. No sé hasta dónde puedo entregarme. Nunca he… —Frunció los labios, pero sostuvo su mirada—. Nunca he estado con una mujer como tú.
Con una mujer que lo afectaba tan intensamente y en tantos aspectos. De un modo tan absoluto. No sabía cómo resultaría un matrimonio entre ellos.
—No te estoy exigiendo ninguna promesa. —Su voz era firme, al igual que su mirada.
Gerrard sintió el impulso de protegerla.
—Sin embargo —siguió ella—, yo sí voy a hacerte una. Si alguna vez necesitas alejarte para mantenerte a una distancia prudente, no tienes más que decírmelo.
Apenas había acabado de hablar cuando extendió los brazos para abrazarla. La vio abrir los ojos por la sorpresa. Lo aferró por los brazos, pero no hizo ademán de alejarse cuando inclinó la cabeza. Al contrario, echó la cabeza hacia atrás para facilitarle el acceso a sus labios.
En cuanto se rozaron, supo que no había marcha atrás. Ni para él ni para ella.
El torbellino los rodeó.
La pasión surgió entre ellos. La poderosa llamarada los envolvió, pero sin asfixiarlos en su abrazo, sin consumirlos. Estaba presente, pero también lo suficientemente controlada como para que ambos saborearan la novedad del encuentro.
La sensación se le subió a la cabeza. Aquello era totalmente nuevo para él. Diferente a todos los besos que había conocido. Ella era totalmente diferente a todas las mujeres.
La certeza lo atravesó y abrió una brecha por la que brotó una nueva emoción que coloreó las ya existentes. Que convirtió esos suaves labios en un paraíso nuevo y adictivo. Que transformó su cuerpo en un paisaje femenino que ansiaba explorar como si fuera su primera vez. Quería hacerlo muy despacio. Saborear cada paso, cada instante.
Jacqueline separó los labios, invitándolo a tomar cuanto quisiera… y deleitándose con la respuesta que obtuvo. Sin embargo, no había apresuramiento, no había apremio, no se dejaron llevar por un arrebato de pasión arrolladora. El momento se prestaba, en cambio, a la exploración y al descubrimiento mutuo.
El beso rebosaba anhelo. Un anhelo sincero, sin subterfugios. De modo que respondió en consecuencia y decidió aceptar lo que él le entregaba, decidió tomar todo lo que necesitaba. Le arrojó los brazos al cuello y sintió un delicioso escalofrío cuando la abrazó con más fuerza en respuesta, pegándola a él hasta que sus senos quedaron aplastados contra ese musculoso torso y sus caderas, unidas a sus muslos.
No parecía haber nada suave en Gerrard. Comparado con su subyugado cuerpo, él era un conjunto de músculos y huesos extraño y poderoso… y muy viril. El sentido común le decía que esa demostración de fuerza ante la que se sentía tan desvalida debería asustarla; que debería sentirse amenazada. Sin embargo, llegó a la absurda conclusión de que no era así.
En todo caso, el contraste le resultaba maravilloso. Porque la virilidad que exudaba enfatizaba su feminidad. Las diferencias entre ellos y las promesas que estas encerraban avivaron la emoción que la embargaba.
Sintió esas manos grandes y de dedos fuertes en los costados, desde donde se deslizaron hasta su espalda. El calor se extendía allá por donde pasaban. Un calor que comenzaba a distraerla y que aumentó cuando Gerrard ladeó un poco la cabeza para besarla con más pasión si cabía. Seducida y más que dispuesta a seguirlo allí donde la llevara, se pegó a él con avidez.
Notó que una mano se posaba en la base de su espalda para que se amoldara a él. Entretanto, la otra se deslizó hasta llegar a un hombro, donde se detuvo. La cálida palma se demoró sobre su piel desnuda antes de deslizarse con exquisita suavidad por su corpiño y detenerse sobre un pecho.
El gesto le robó el poco aliento que le quedaba. Una sensación tan devastadora como un rayo la recorrió sin previo aviso mientras esa mano acariciaba a placer y con delicadeza las curvas de sus senos.
El exquisito placer le provocó un estremecimiento. Preocupada por la posibilidad de que Gerrard malinterpretara su reacción, se pegó aún más a él, le enterró los dedos en el pelo y le sostuvo la cabeza mientras lo besaba con frenesí y le pedía más con los labios y la lengua.
Y él la entendió. Notó cómo sus labios esbozaban una fugaz sonrisa antes de aceptar esa elocuente invitación y besarla con más osadía. Su lengua comenzó a invadirla con un ritmo nuevo que su cuerpo reconoció de algún modo.
La cabeza comenzó a darle vueltas y el sentido común la abandonó a medida que el sublime placer la envolvía en una especie de bruma.
Notó que sus manos la aferraban con más firmeza. La que le acariciaba el pecho se desplazó un poco y después fue sustituida por sus dedos, que buscaron el pezón para pellizcarlo, arrancándole un jadeo. El placer se extendió bajo su piel como una poderosa riada que se concentró en su entrepierna, donde se convirtió en una sensación palpitante.
Gerrard se apoyó en el marco de la ventana, arrastrándola consigo. Sus dedos continuaron torturando el pezón, que a esas alturas ya estaba endurecido, mientras la mano que tenía en la cintura descendía hacia su trasero. Una vez allí, le propinó un sensual apretón antes de comenzar a acariciarlo.
Se le aflojaron las rodillas. Se vio obligada a buscar apoyo en sus brazos porque, a medida que la pasión se adueñaba de su cuerpo, era incapaz de sostenerse en pie. El deseo amenazó con consumirla. Y era él, con las manos, la boca, los labios y la lengua quien avivaba la hoguera.
Se aferró con todas sus fuerzas a su cabeza, movida por un apremio desconocido.
En ese instante escucharon unos pasos que se acercaban deprisa por la escalera.
Interrumpieron el beso.
Jacqueline escuchó que alguien mascullaba un juramento y, aunque no había salido de sus labios, reconoció que no podía estar más de acuerdo.
Gerrard la agarró por la cintura y la apoyó contra el marco de la ventana. Después, se alejó para coger un cuaderno de dibujo y un lápiz.
La puerta se abrió de par en par y Barnaby apareció, jadeando y ruborizado.
Lo miraron, atónitos.
Él guardó silencio un instante antes de hacer un gesto con la mano.
—Lo siento, pero… —Miró a Gerrard—. Hemos encontrado un cuerpo.
—Estaba paseando por la parte septentrional de los jardines. —Barnaby echó un vistazo por encima del hombro. Los tres caminaban con rapidez por el jardín de las hierbas aromáticas—. El camino se interna en el jardín de Hades, el del bosquecillo de cipreses. Me percaté de que una parte del bancal parecía haberse desmoronado, así que decidí investigarlo porque desde lejos tenía una forma extraña.
Según Gerrard, Barnaby tenía una curiosidad insaciable. Jacqueline enfrentó su mirada con decisión.
—¿Quién es? —quiso saber.
Él miró a Gerrard, implorando su ayuda, antes de devolver la vista al frente.
—No lo sé. No se trata de… Lo que quiero decir es que murió hace tiempo.
Se le revolvió el estómago, pero apretó los dientes. Habían tenido una breve discusión en el estudio cuando Barnaby insistió en que se quedara en la mansión. Gerrard se había puesto de parte de su amigo, pero había mostrado la prudencia de guardar silencio. Al final, la tomó del brazo y dejó que los acompañara.
Aunque no le hacía ni pizca de gracia.
Jacqueline apretó la mandíbula. Ese era su hogar y si había cadáveres enterrados en el jardín, tenía derecho a saberlo.
El corazón estaba a punto de salírsele por la boca y sentía un ligero mareo. La soleada mañana había dado paso a una tarde gris y plomiza, y unos densos nubarrones amenazaban en el horizonte junto con el sonido distante del trueno y el restallido de los relámpagos. Dejaron atrás la pérgola de madera y enfilaron el camino que serpenteaba entre las viñas del jardín de Dioniso. Gerrard la aferraba con fuerza del codo en un gesto que le resultaba de lo más reconfortante.
Barnaby ya había avisado a su padre y al mayordomo antes de subir a buscarlos al estudio. Cuando se internaron en la penumbra de los cipreses, ya en el jardín de Hades, escucharon voces. Al alzar la vista vio que había un grupo de hombres reunidos en torno a un punto concreto del bancal. El grupo incluía al jardinero jefe, Wilcox, y a dos de sus subordinados, pertrechados con sendas palas. El encargado de los establos, Richards, también estaba presente, junto con su padre y el mayordomo.
Jacqueline se detuvo en seco mientras Barnaby comenzaba a ascender por el bancal. Gerrard la miró de reojo y se quedó con ella.
Vio que su padre hablaba con Barnaby antes de dar media vuelta para mirarla. Barnaby también la miró y dijo algo. Su padre titubeó, pero acabó asintiendo. Despacio y con sumo cuidado, bajó por la pendiente mientras un solícito Treadle lo seguía de cerca. Barnaby los siguió poco después.
Cuando llegó al camino, su padre estaba pálido y jadeaba un tanto. Se tomó un instante para enderezarse la chaqueta, tras lo cual se apoyó en el bastón como si necesitara verdaderamente su apoyo.
—Lo siento, querida. Esto es muy angustioso.
Jacqueline lo agarró del brazo con fuerza.
—¿Quién es?
Su padre la miró a los ojos y meneó la cabeza.
—No lo sabemos con certeza. —Suspiró al tiempo que alzaba la mano derecha, donde llevaba algo—. El señor Adair quiere saber si reconoces esto.
Miró el reloj que descansaba en la palma de la mano de su padre y guardó silencio durante un buen rato. Se limitó a mirar el objeto mientras se le hacía un nudo en la garganta y el corazón se le disparaba. Después extendió la mano… no para cogerlo, sino para limpiar con un dedo la tierra que se había incrustado en el grabado de la tapa.
Se inclinó hacia delante para observarlo con detenimiento.
—Es de Thomas.
Acto seguido, una especie de rugido le atronó los oídos y la oscuridad la engulló.