Capítulo 6

—ESPERO que no saque una conclusión equivocada del comportamiento de Matthew.

—¿De Brisenden? —Gerrard la miró a los ojos. Ya estaba bien avanzada la tarde y caminaban hacia los jardines. Llevaba el cuaderno de dibujo bajo un brazo y tres lápices bien afilados en el bolsillo—. ¿Qué le hace pensar eso?

—Bueno… es que es muy intenso y se vuelca muchísimo conmigo, pero es sólo su forma de ser. Quiero decir que lo hace sin pensar, que no va en serio.

—¿Que no va en serio? —Le lanzó una mirada elocuente—. Ha actuado con demasiada familiaridad, como muy bien sabe usted, y el resto del grupo.

La vio hacer un mohín.

—Tal vez, pero siempre se comporta de la misma manera.

—Como si fuera suya… ¿Tiene algún derecho a comportarse de ese modo?

—No suele ser tan malo. Parece que se le ha metido entre ceja y ceja que es su deber protegerme y evitar que sufra daño.

—Mmmm. —Tuvo que morderse la lengua para no decirle que, a ojos de Brisenden, el hecho de que él pintase su retrato podría calificarse de «daño».

Llegaron a los escalones que conducían al jardín de Atenea, donde Jacqueline se adelantó para abrir la marcha.

—Toda su familia es… Bueno, es bastante intensa, por decirlo de alguna manera. Sobre la religión, sobre Dios y sobre cualquier otro tema. Y es hijo único.

Analizó la información mientras la seguía. Cuando llegaron al sendero de gravilla, le cortó el paso.

—Sea como sea, el señor Brisenden debería dejar las manitas quietas, al menos cuando su ayuda no sea necesaria.

Tras el incidente, habían regresado sin mayores contratiempos. Jordan y Eleanor los habían acompañado hasta Hellebore Hall; como su casa estaba al otro lado de la propiedad, acortaban camino al atravesarla. Para su inmenso alivio, los Fritham no se habían quedado, los habían dejado en la entrada a los establos y habían continuado camino.

Barnaby se había despedido de ellos al llegar a la terraza, momento en el que él afirmó que la luz de los jardines era inmejorable y que Jacqueline tenía que posar para él, al menos hasta que cayera el crepúsculo. Ella lo había mirado a los ojos, sin saber qué hacer, pero había accedido. Claro que antes insistió en cambiarse de traje. Se lo había permitido por la sencilla razón de que él tenía que pasar a recoger el cuaderno y los lápices.

La observó mientras caminaba a su lado. No había caído en la cuenta de decirle qué debía ponerse, pero el vestido que había escogido era perfecto para la luz del atardecer. Era de una tonalidad verde manzana que resaltaba su cabello y sus ojos. Tenía una excelente memoria para los colores, de modo que le bastarían unas cuantas anotaciones al margen para hacer que sus bocetos cobraran vida y se llenaran de color en su cabeza.

Los jardines se desplegaban frente a ellos. Echó un vistazo a su alrededor al sentir esa conocida oleada de energía, esa expectación que lo recorría cada vez que se embarcaba en un nuevo proyecto. Señaló el banco donde se sentaron la noche anterior.

—Empezaremos por aquí.

—Tendrá que decirme cómo posar para un artista —dijo ella al tiempo que se sentaba en el banco que rodeaba la fuente.

—En esta etapa del proceso, no hay muchas exigencias. —Se sentó en el otro extremo del banco, frente a ella—. Gire el rostro hacia mí y póngase cómoda. —Mientras ella obedecía, apoyó el tobillo en la rodilla opuesta, abrió el cuaderno de dibujo y se lo apoyó en el muslo. Trazó unas cuantas líneas preliminares para marcar el entorno y darle perspectiva—. Y ahora… —dijo al tiempo que la miraba a la cara y le sonreía con ese encanto tan particular—, hábleme.

La vio enarcar las cejas.

—¿De qué?

—De cualquier cosa… Hábleme de su infancia. Comience con sus primeros recuerdos.

Jacqueline mantuvo esa expresión sorprendida un tiempo, pero después bajó la vista y su mirada se tornó perdida. Esperó con los ojos clavados en ella mientras sus dedos se movían sin parar sobre el papel. No lo estaba mirando directamente y tampoco había esperado que lo hiciera. Su mirada estaba perdida en algún punto situado sobre uno de sus hombros, como solía suceder cuando alguien se enfrentaba a los recuerdos de su infancia. De ese modo conseguía justo el ángulo que estaba buscando. Había sugerido ese tema con bastante intención, aunque no lo pareciera. Revivir la niñez solía despertar un sinfín de recuerdos, recuerdos que se reflejaban en las caras de sus modelos.

—Supongo… —comenzó ella a la postre—, que mi primer recuerdo claro es del momento en el que me subieron a lomos de mi primer poni.

—¿Se divirtió?

—¡Ya lo creo! Se llamaba Cobbler. Era un pío castaño y negro muy tranquilo. Murió hace diez años, pero aún recuerdo lo mucho que le gustaban las manzanas. Nuestra cocinera siempre me daba una cada vez que iba a las clases de equitación.

—¿Quién le enseñó a montar?

—Richards, el encargado de los establos. Sigue aquí.

—¿Solía pasear por los jardines?

—Por supuesto. Mi madre y yo solíamos pasear todos los días, lloviera o tronase.

—¿Cuando niña?

—Y también de mayor.

Dejó que el silencio cayera sobre ellos. Jacqueline no se movió, ya fuera porque seguía perdida en sus recuerdos o porque se daba cuenta de lo rápido que estaba moviendo los dedos, de lo rápido que estaba plasmando en papel las expresiones que habían pasado por su rostro: la alegría inmaculada de la niñez matizada por la pena de una persona más adulta.

A la postre, pasó la página.

—Este debió de ser un lugar muy solitario mientras crecía… Los Fritham no se habían mudado todavía, ¿verdad?

—No, no lo habían hecho… y sí, estaba muy sola. Ni siquiera estaban los niños de los criados ni de los jornaleros, de modo que no tenía a nadie, salvo a mi niñera y, después, a mi institutriz. Cuando aparecieron los Fritham fue maravilloso, como si hubiera comenzado una nueva etapa.

Una vez más, la felicidad se apoderó de sus facciones. Gerrard se puso manos a la obra para capturar un poquito de esa felicidad.

—¿Cuántos años tenía?

—Siete. Eleanor tenía ocho y Jordan, diez. Su madre, María, y la mía eran amigas de la infancia, razón por la que acabaron viviendo tan cerca. De la noche a la mañana, me encontré con dos hermanos mayores. Por supuesto, yo me conocía la zona mucho mejor, sobre todo los jardines, así que eso hizo que nuestra relación fuera más ecuánime. Más tarde… Bueno, Eleanor sigue siendo mi mejor amiga, y Jordan me trata como trata a Eleanor, como si fuera mi hermano mayor.

Se vio tentado de preguntarle qué opinión tenía de Jordan, pero se decantó por preguntarle por sus aventuras. Jacqueline le describió un sinfín de incidentes que hicieron que una sonrisa aflorara a sus labios y que sus ojos brillaran.

Tras unos veinte minutos, lo miró.

—¿Sirve de algo?

Añadió unos cuantos trazos antes de levantar la vista y clavarla en su rostro.

—Lo está haciendo muy bien. Es el truco de esta etapa. Charlar y dejar que me familiarice con su rostro, con sus expresiones. —Terminó ese boceto y comenzó a repasar los anteriores con ojo crítico—. A lo largo de estos primeros días —dijo mientras ojeaba lo que había hecho hasta el momento, las diferentes expresiones que había captado desde el mismo ángulo—, haré muchos bocetos, pero conforme sepa qué expresiones quiero estudiar en profundidad iré haciendo menos. —No le dijo que quería averiguar qué temas despertaban las emociones que provocaban dichas expresiones—. Eso sí, serán más detallados, hasta que tenga la práctica suficiente como para recrear el efecto que quiero mostrar. —Levantó la vista y la miró a los ojos—. Hasta que pueda dibujarla como necesito pintarla.

Jacqueline sostuvo su mirada un instante, pero después la desvió.

—Parece mucho más fácil de lo que creía, al menos desde mi punto de vista.

—Esto es lo más sencillo… Cuanto más avancemos, más tiempo dedicaré a cada boceto y más tiempo tendrá que posar para mí en la misma postura. —Gerrard cerró el cuaderno y sonrió—. Pero aún falta para eso. Cuando lleguemos a la etapa final y tenga que posar para mí durante una hora sin moverse, estará más que acostumbrada.

Jacqueline se echó a reír, consciente del nudo que se le había formado en el estómago, de la tensión que comenzaba a reconocer y que comenzaba a asimilar como nerviosismo y expectación en vez de miedo.

Gerrard se levantó con el cuaderno en una mano al tiempo que le ofrecía la otra.

Lo miró a la cara y aceptó su ofrecimiento. Se preparó para sentir cómo esos largos dedos se cerraban alrededor de los suyos.

Y sintió, en apenas un instante, cómo se le paraba el corazón antes de empezar a latir como si se le fuera a salir del pecho.

Gerrard siguió tal y como estaba, mirándola a los ojos.

Y ella se dio cuenta, de repente, que lo que estaba sintiendo, que lo que presentía entre ellos… no sólo eran imaginaciones suyas.

Él también lo sentía.

Vio esa verdad reflejada en sus facciones, en la súbita tensión de su mandíbula, en la llamarada casi imperceptible que ardió en sus ojos oscuros.

Tiró de ella hasta que estuvo en pie. Después, titubeó un instante antes de soltarle la mano.

Bajó la vista para acomodarse las faldas y, cuando la levantó y lo miró con los ojos entornados, se fijó en que apartaba la vista y en que inspiraba hondo, como si le costase respirar… al igual que a ella.

—Demos un paseo —dijo él, señalando hacia el corazón de los jardines—. Quiero verla en diferentes escenarios, con distintas luces.

Entraron en el jardín de Diana, pero tras dos bocetos muy rápidos, Gerrard meneó la cabeza. La media luz, o eso declaró, no era apropiada. De modo que pasaron al jardín de Marte, que sí recibió su aprobación. La hizo sentarse junto a un florido parterre mientras él se repantingaba no muy lejos. Una vez más, le hizo preguntas y ella las respondió. Se le hacía raro que no esperase que lo mirara a los ojos. A juzgar por sus repentinos silencios, en los que se escuchaba el roce del lápiz sobre el papel, se dio cuenta de que no le estaba prestando atención a sus palabras, sino que la estaba observando, que estaba recabando las expresiones que cruzaban por su rostro.

Una comunicación muy curiosa.

Una catarsis muy extraña… De pronto, cayó en la cuenta de que podía decir cualquier cosa y que él no reaccionaría. No estaba allí para juzgar lo que decía, sino para ver qué sentía acerca de los temas que él elegía, para explorar sus sentimientos conforme ella se los iba mostrando.

Había pasado mucho tiempo desde que hablara sin tapujos. Esa sesión, centrada en sus reacciones, le permitía examinar sus sentimientos, exponerlos en voz alta y reconocer lo que sentía y cómo lo hacía.

Gerrard se levantó al cabo de un rato, la puso en pie de un tirón y la condujo al jardín de Apolo. La hizo sentarse delante del reloj de sol. En esa ocasión, se sentó al otro lado.

—Ya que estamos aquí —dijo él—, hablemos del tiempo.

—¿A qué se refiere con el tiempo? —le preguntó en voz baja mientras doblaba las piernas y apoyaba la cara sobre las rodillas tal y como él le había pedido.

—Me refiero a si, en lo más hondo de su ser, no cree que el tiempo se le ha escapado de las manos estando aquí enterrada.

Meditó sus palabras un momento.

—Sí, supongo que tengo esa sensación. Hay muy pocas cosas que hacer aquí. Tengo veintitrés años y siento que mi vida, al menos como adulta, debería haber empezado hace bastante tiempo, pero no ha sido así. —Se detuvo antes de añadir—: Tengo la impresión de que la desaparición de Thomas y la muerte de mi madre me han dejado en el limbo.

—Necesita liberarse del pasado antes de proseguir con su vida.

—Así es. —Asintió con la cabeza, pero entonces recordó la pose que le había indicado y pegó de nuevo la cara a las rodillas—. Ni yo misma lo habría dicho mejor. Hasta que atrapen al asesino de mi madre, el tiempo seguirá detenido para mí. No puedo marcharme y dejarlo todo, incluidas las sospechas, a mis espaldas. Me seguirán donde quiera que vaya. Así que tengo que hacer añicos el pasado, eliminarlo por completo, antes de poder recomenzar mi vida.

Al ver que él no decía nada, lo miró de reojo. Estaba ensimismado en los bocetos. Una sonrisilla asomaba a sus labios.

—¿De qué se ríe?

Gerrard levantó la cabeza y la miró a los ojos… En ese instante, fue consciente de una especie de comunión, de una especie de conexión que jamás había compartido con nadie.

Lo vio bajar la cabeza de nuevo para seguir dibujando, pero la sonrisilla se había acentuado.

—Estaba pensando que debería titular este dibujo «A la espera de que el tiempo siga su curso».

Sonrió y giró un tanto la cabeza.

Gerrard levantó la cabeza… Lo vio entrecerrar los ojos y observarla.

—No se mueva… Quédese así.

Ya había pasado la hoja y estaba dibujando concentrado a más no poder.

Contuvo el impulso de enarcar las cejas y obedeció. «Posar» era agotador, pero también extrañamente relajante.

Llevaban allí, relajados y contentos, unos diez minutos cuando unos pasos procedentes del sendero que llevaba al mirador de piedra hicieron que ambos miraran en esa dirección.

Gerrard se puso en pie y cerró el cuaderno de dibujo.

—Ya tengo bastantes bocetos de momento.

Se acercó a ella y le tendió la mano. Hizo caso omiso de la corriente que fluía entre ellos, de esa extraña aceleración de sus corazones, y la ayudó a levantarse. Sin soltarle la mano, la colocó a su lado y se giraron para encarar a quienquiera que se estuviera acercando. No era Barnaby. Además, ningún jardinero se movería con paso tan seguro.

—Es Jordan —dijo Jacqueline, como si se hubiera dado cuenta de su estado.

Al poco tiempo, para confirmar esas palabras, apareció ante ellos la figura de Jordan, con su cabello castaño estratégicamente despeinado (demasiado para su gusto). Se dirigía al mirador de piedra, pero se detuvo al verlos.

Quedó patente de inmediato que no había salido a buscarlos, aunque vieron algo más que sorpresa en su rostro. A su cara asomó una expresión molesta, pero cuando se acercó a ellos, le dio la impresión de que no desaprobaba el hecho de que Jacqueline y él estuvieran a solas, sino el hecho de que se encontraran en el lugar.

Jacqueline le tiró del brazo para que la soltara y él lo hizo sin rechistar.

—Buenas tardes, Jordan.

El aludido los saludó con una inclinación de cabeza.

—Jacqueline. —Acto seguido, desvió la mirada hacia él—. Debbington.

Le devolvió el gesto.

—Fritham. ¿Está buscando a lord Tregonning? —De ser así, era todo muy raro, porque el camino por el que había aparecido no partía desde la mansión.

—No, no… Sólo estaba dando un paseo —adujo, echando un vistazo a los jardines—. Suelo pasear por aquí… Eleanor y yo obtuvimos acceso a los jardines hace mucho tiempo. —Clavó la vista en el cuaderno de dibujo—. ¿Algún progreso con el cuadro?

—Por supuesto.

—Bien… bien… —Jordan clavó la mirada en Jacqueline—. Cuanto antes esté terminado y podamos ver el resultado, mejor.

El comentario, tanto por las palabras que había utilizado como por el tono de voz empleado, resultó ambiguo. Gerrard miró de reojo a Jacqueline, pero no vio nada en su expresión que pudiera ayudarlo a interpretarla. Se había puesto la máscara. Dijera lo que dijese Jordan, no iba a permitir que le hiciera daño; claro que le había dicho que Jordan era una de las pocas personas que había creído en su inocencia. Tal vez también fuera una de esas personas que creían que los retratos eran falsos per se y que no revelaban nada de la verdadera naturaleza.

—Bueno… —Jordan se agitó, inquieto. Jacqueline no le había dado pie a quedarse con ellos y saltaba a la vista que él no tenía deseos de hacerlo—. Os dejaré solos. No quiero retrasar la gran obra.

Tras despedirse, prosiguió camino en dirección al mirador del jardín septentrional.

Gerrard se giró hacia el lugar por donde había aparecido.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Jacqueline se quitó la máscara.

—Andando. Su casa se encuentra en el siguiente valle… Si bien queda bastante lejos por el camino, está mucho más cerca en línea recta. La loma queda a diez minutos a pie de la puerta lateral de Tresdale Manor —dijo al tiempo que señalaba la loma que cerraba los jardines por el sur—, y hay un sendero que atraviesa el bosque y que se une con el sendero de gravilla del jardín de Diana.

—¿Suele aparecer así de repente a menudo?

—A veces. No sé con qué frecuencia viene a pasear por aquí. Los jardines son tan extensos que dudo mucho que alguien lo sepa.

—Mmmm. —Jordan había transpuesto la pérgola de madera y había desaparecido por el jardín de Dioniso. Clavó la mirada en el horizonte y vio cómo el sol se iba poniendo, de modo que le hizo un gesto a Jacqueline—. Vayamos al jardín de Poseidón. El agua se convierte en un elemento muy interesante al atardecer.

El día anterior, cuando vio el lugar de donde brotaba el arroyo que corría por el Jardín de la Noche, cayendo en cascada por los romos escalones de piedra hasta un estanque rectangular, tuvo la impresión de dar con el marco perfecto. Como ya sabía qué debía transmitir el cuadro, no le quedaban dudas. Tenía que pintarla allí. La pintaría en el estudio, pero el fondo que tendría el retrato final sería ese.

—Quiero que se ponga ahí… Sí, al filo del estanque. —Una vez que dejaba atrás los escalones de piedra, el agua iba a parar a un canal que desembocaba en el estanque.

Jacqueline siguió sus instrucciones. La observó con los ojos entrecerrados en busca de cualquier señal de desasosiego, pero se quedó tranquilo al no hallar ninguna.

—¿Así? —Se sentó con elegancia en el muro de piedra al lado del canal, de cara a él.

Le sonrió.

—Perfecto.

Y lo era. La luz anaranjada del sol poniente teñía el valle y se reflejaba en el agua, bañando a Jacqueline con un matiz dorado. Su piel refulgía; su larga melena cobró vida. Incluso sus labios parecieron adquirir una pátina misteriosa, y sus ojos estaban llenos de… sueños.

Sintió que algo se removía en sus entrañas cuando vio que su mirada se perdía por encima de su hombro, allá donde el valle se fundía con el sol. Y la expresión de su rostro…

Se puso a dibujar sin pérdida de tiempo.

Con trazos rápidos, pero certeros, trasladó al papel todo lo que había visto en ese breve instante lleno de color. Se detuvo cuando se quedó satisfecho, consciente de que un trazo más arruinaría el efecto. Cubrió esa hoja con otra en blanco y levantó la vista con el lápiz preparado.

Vio que Jacqueline esbozaba una media sonrisa.

—Y ahora ¿qué?

—No se mueva.

Lo que venía a continuación era un trabajo preliminar sobre el paisaje de fondo que quería. La entrada más alejada al Jardín de la Noche, un arco de hojas verdes y enredaderas que ocultaba sombras en movimiento al otro lado, estaba justo detrás de ella. De hecho, estaba al menos a cinco metros por detrás, pero la perspectiva era una herramienta, un arma, en manos de un artista. Cuando la retratara, estaría enmarcada por aquel arco. El Jardín de la Noche simbolizaba a la perfección todo aquello que la retenía prisionera, todo aquello de lo que quería y necesitaba escapar y de lo que el retrato la liberaría. El estanque rectangular estaría a sus pies, lanzándole destellos, un símbolo de que estaba saliendo a la luz, de que salía por fin de las sombras.

Perfecto.

La esencia del Jardín de la Noche cobró vida en las líneas que sus hábiles dedos trazaban sobre el papel.

Cuando por fin se detuvo y contempló lo que había hecho, se quedó muy satisfecho.

A decir verdad, se quedó conmovido. Era la primera vez que había intentado combinar las dos mitades artísticas que convivían en él: el amante de paisajes salvajes y el estudioso de las personas y sus emociones. No había tomado la decisión de forma consciente, pero ya sabía que podía hacerlo.

Ardía en deseos de continuar con el desafío y comprobar hasta dónde podía llegar.

Pasó a otra hoja en blanco y miró a Jacqueline.

—Hábleme de su madre.

—¿De mi madre? —Como ya sabía que no debía mirarlo directamente, siguió con la vista clavada en el valle. Pasó un instante antes de que comenzara a hablar—. Era muy hermosa, y también bastante vanidosa, pero estaba llena de vida. Amaba la vida. Vivía cada día al máximo. Si se despertaba y no tenía nada que hacer, organizaba una excursión o cualquier otro evento. Era como una mariposa, siempre de flor en flor pero era muy alegre, no tenía ni una pizca de maldad…

La dejó hablar mientras la observaba, hasta que llegó el momento apropiado para formular la siguiente pregunta.

—¿Y cuando murió?

La expresión de Jacqueline cambió. Vio cómo su rostro se ensombrecía, cómo la pena aplastaba los recuerdos felices; vio no sólo la pérdida de un ser querido, sino también una pérdida mucho mayor: la pérdida de la inocencia, de la confianza, de la seguridad.

Aunque Jacqueline no le respondió, sus dedos comenzaron a dibujar a toda prisa.

Pasó un buen rato antes de que ella musitara una respuesta.

—Cuando murió, perdimos todas esas cosas. Este lugar y las personas que vivimos aquí perdimos nuestra fuente de vida.

—¿Y de amor? —No había tenido intención de hacer esa pregunta, simplemente se le escapó.

—Además del amor se complicaron muchas otras cosas —respondió ella tras otra larga pausa.

Siguió dibujando, muy consciente en lo más hondo de su ser del momento en el que Jacqueline inspiró hondo y posó los ojos en él.

Por un instante, fue incapaz de leer su expresión.

—¿Qué ve? —le preguntó ella.

Una mujer atrapada por el amor que inspiraba en otras personas. Esas palabras resonaron en su cabeza mientras la miraba a los ojos; pero se las guardó porque no quería revelarle lo bien que la entendía, todavía no.

—Creo… —dijo, al tiempo que cerraba el cuaderno de dibujo—, que usted la comprendía mejor que ella a usted.

La vio ladear la cabeza para observarlo mientras sopesaba sus palabras… y mientras, sospechaba, intentaba adivinar sus motivos. Después, asintió.

—Tiene razón.

Le devolvió la mirada sin pestañear. Estaba seguro de que su comentario también era evidente para otras muchas personas, como su padre, Mitchel, Jordan e, incluso, Brisenden. La veían como a una mujer débil; eran de la opinión de que las mujeres eran intrínsecamente menos capaces, menos fuertes que ellos en cualquier ámbito. Pero él había crecido rodeado de demasiadas mujeres fuertes como para cometer semejante error. Jacqueline era muy fuerte, y su compromiso sólo aumentaba su determinación.

Si fuera el asesino, se andaría con ojo con ella.

Esa idea apareció de la nada y le heló la sangre. Reprimió el consecuente escalofrío y bajó la vista hacia sus bocetos. Los estudió un momento, evaluando lo que había conseguido plasmar.

Una vez libre de su escrutinio, Jacqueline se dispuso a observarlo. En esa ocasión, se había quedado de pie para dibujar. Había adoptado una posición lo más cómoda posible, con las piernas algo separadas, los hombros rectos y el cuerpo relajado. Cuando el afán artístico se adueñaba de él, no parecía sentir la necesidad de moverse, como si toda esa vitalidad, toda esa intensidad que era una parte esencial de su persona, se concentrara en sus dedos y en sus ojos, y también en el cerebro que los conectaba.

Era increíblemente fascinante. A sus ojos, claro estaba, aunque no sería la única mujer a la que le sucedía eso. Eleanor también lo encontraría atractivo. Tenía esa tendencia tan arrogante de ordenar, de disponer… Esbozó una sonrisilla. No tenía muy claro que él fuera consciente de ese rasgo de su carácter, sobre todo por lo concentrado que estaba en sus objetivos.

Era esa concentración, tan intensa y poderosa, lo que cautivaría a Eleanor, que querría obligarlo a que le prestara atención. Querría someterlo.

Meditó la cuestión un instante: ¿sentía ella lo mismo por la misma razón? Y sólo un instante le bastó para obtener la respuesta: no. Era eso lo que la diferenciaba de Eleanor. Su amiga estaría encantada de utilizar la fuerza, pero para ella la conquista estribaría en que Gerrard depositara en ella por propia voluntad la misma devoción que les ponía a sus dibujos, la misma devoción con la que la miraba como modelo. No como mujer.

Sintió un escalofrío al recordar el «precio» del que él había hablado y la imprudente promesa que le había hecho a la luz de la luna según la cual le daría cualquier cosa que le pidiera. ¿La había mirado entonces como a una modelo o como a una mujer? En aquel momento había asumido que era como modelo, pero comenzaba a darse cuenta de que había instantes en los que era muy consciente de ella, tanto como ella de él…

Había creído que sus atenciones, que el ardiente beso que le había dado en la palma de la mano, iban encaminadas a averiguar cómo reaccionaba ante semejantes situaciones, movido por su afán de pintor. Pero ¿y si había querido saberlo como hombre?

La mera idea hizo que la cabeza le diera vueltas, que se sintiera al borde de un precipicio, sin saber si debía dar un paso hacia delante o hacia atrás. Un paso hacia atrás sería lo más seguro, pero un paso hacia delante… Con lo fascinante y atractivo que le resultaba, ¿sería capaz de darlo si él se lo pedía?

Otro escalofrío, aunque este de emoción, le recorrió la espalda. Clavó una vez más la mirada en el valle mientras luchaba contra el impulso de ponerse en pie.

Gerrard cerró el cuaderno de dibujo y levantó la vista. Para mirarla a la cara. Un momento después, alzó la mirada.

—Su cabello…

—¿Qué pasa con él?

—Cuando la pinte, tiene que estar de diferente manera. ¿Puede soltárselo? Me ayudará a ver cómo tiene que arreglárselo, así podrá peinarse de ese modo a partir de este momento.

Llevaba el pelo recogido en un pulcro moño. Levantó los brazos y comenzó a soltar las horquillas. El moño se deshizo. Dejó las horquillas en el suelo, sacudió la cabeza y después se peinó los mechones con los dedos, desenredándoselos hasta que cayeron sueltos por los hombros y la espalda.

Lo vio fruncir el ceño.

—No, así tampoco vale.

Cruzó la distancia que los separaba en un par de zancadas. Dejó el cuaderno y los lápices en el suelo y se sentó en el muro sin quitarle los ojos de encima.

Jacqueline se quedó sin respiración, aunque ya comenzaba a acostumbrarse al efecto que tenía sobre ella.

Gerrard no dejaba de mirarla a la cara como si estuviera analizando su expresión. Le cogió la barbilla entre los dedos y la obligó a mirarlo antes de alzar las manos hacia su cabello y pasarle los dedos por los rebeldes mechones.

Una vez más, se quedó sin aliento, pero rezó para poder ocultar su reacción.

Vio que su expresión seguía siendo contrariada mientras le peinaba el cabello, primero hacia un lado y después hacia el otro, a todas luces insatisfecho con los resultados. A continuación, retorció los mechones y se los recogió en la coronilla. Lo miró a la cara y vio que se quedaba muy quieto…

Gerrard volvió a coger a Jacqueline por la barbilla e intentó con todas sus fuerzas no percatarse de la delicadeza de sus huesos y de su piel mientras le giraba la cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha, hasta dejársela en el ángulo perfecto que mejor se ajustaría al retrato que quería hacer. Y sin soltarle el cabello.

Ese era. El ángulo perfecto, con el cabello recogido en la coronilla mientras un par de mechones le caían por el lado derecho del rostro en una sutil invitación a mirar la curva desnuda de su garganta.

Eso era lo que él quería captar, la vulnerabilidad, la elegancia y la fuerza juntas. La juventud aderezada con una sabiduría innata y certera. Una postura que decía la verdad a gritos, que vibraba con su significado.

Una vez más, recorrió la garganta con la mirada y se perdió en la blancura de su piel inmaculada a la mortecina luz del atardecer. Levantó la vista y la clavó en los brillantes mechones castaños, un color tan unido a la tierra, tan terrenal y tan cercano. Atraparía esa impresión y la utilizaría a su favor.

Bajó la vista hacia su rostro.

Sus ojos se encontraron. Los de Jacqueline eran de un verdoso oscuro veteado de oro, color que quedaba resaltado por la sorpresa.

Tenía unos labios carnosos y rosados.

El tiempo se detuvo.

Volvió a mirarla a los ojos y captó la curiosidad, reflejo de la que él sentía, en esos pozos insondables.

¿Qué sentiría?

Bajó la cabeza al tiempo que tiraba de ella y la besó en los labios.

Unos labios que sintió temblar. Unos labios de los que se apoderó con toda la gentileza y toda la pericia que había adquirido a lo largo de los años. Aumentó la presión para seducirla e incitarla, para tentarla con ligeras y arrebatadoras caricias.

Quería devorarla, pero era ella quien lo había hechizado con la titubeante respuesta de sus labios; fue una respuesta muy tímida, como el roce de las alas de una mariposa; un instante de pura inocencia y placer. Y ese breve momento, lo obnubiló, lo atrapó… Hasta que recuperó el sentido y se percató de lo que había hecho.

Se percató de que la había abrazado.

Se percató de que había dado un paso que no había pretendido dar. Había estado muy tentado, y no sólo por el deseo que ella le inspiraba, sino por el deseo que sentía vibrar en ella. Sin embargo, sentirla entre sus brazos, sentir esos labios bajo los suyos… sentir las emociones que todo eso le había provocado le aseguraba que había hecho lo correcto. Aunque si era listo, iría muy despacio.

Levantó la cabeza y buscó esos ojos verdosos. Inspiró hondo, sorprendido al darse cuenta de que le costaba respirar.

—Lo sien… —Se interrumpió, incapaz de pronunciar tamaña mentira mirándola a los ojos. Apretó los dientes—. No, no lo siento, pero tampoco debería haberlo hecho.

Jacqueline lo miró sin comprender.

—¿Por qué no?

Analizó su expresión, pero se dio cuenta de que le estaba haciendo esa pregunta con su habitual franqueza, la misma que había llegado a valorar tanto.

—Porque ahora nos costará mucho más no volver a hacerlo.

La verdad. Y ella lo comprendió. Lo vio en su modo de abrir los ojos de par en par justo antes de comenzar a darle vueltas en la cabeza.

—¡Vaya!

Siguió mirándola a los ojos. Se estaba ahogando en sus profundidades.

—No hagas eso —le dijo, cerrando los ojos y después de mascullar un juramento.

—¿El qué?

Apretó los dientes y mantuvo los ojos cerrados.

—Mirarme como si quisieras que te besara de nuevo.

Jacqueline no respondió.

El silencio se prolongó.

Estaba debatiendo si era seguro abrir los ojos cuando escuchó su suave réplica.

—No se me da bien mentir.

Con esas seis palabras, lo derrotó. Aniquiló esa parte de su mente que se esforzaba por mantener el control y lo dejó a la deriva. Lo lanzó al mar de deseo que ardía en esos ojos con los que se encontró cuando por fin la miró.

La vio observarlo un instante y alzar los labios hacia él. Para rozarle la boca.

Habría tenido más posibilidades de detener el ocaso que de resistirse a su invitación.

Echó mano del poco autocontrol que le quedaba y le devolvió el beso; poco después, sin embargo, incapaz de negarle lo que ella le pedía y lo que él tanto deseaba, llevó la caricia más allá, consciente de que no sólo contaban sus expectativas, sino también las de ella. Se preguntó cuáles serían estas, por qué quería besarlo… Aunque cuando recorrió ese labio inferior con la punta de la lengua y ella abrió la boca, dejó de pensar.

Jacqueline se estremeció al sentir que le metía la lengua entre los labios y contuvo el aliento cuando la abrazó con más fuerza. Por extraño que pareciera, se sentía muy segura allí. Sus brazos eran como dos bandas de acero que la atrapaban, pero también la protegían; su pecho era un muro de puro músculo contra sus senos, un muro en el que encontraba un extraño consuelo. Sus labios la besaban con pasión, incitantes. Probó a acariciar esa lengua con la suya y sintió que lo aprobaba y la animaba a continuar.

Se relajó, confiada entre sus brazos, e imitó lo que él le estaba haciendo. Había pasión en ese intercambio, una pasión persuasiva y tentadora, incitante aunque contenida; una pasión que no la sobrecogía, sino que la hechizaba. Era una promesa de todo lo que estaba por llegar. Por el momento, se contentó con devolverle las caricias. Levantó una mano y le acarició esas duras facciones, tan diferentes de las suyas, y se percató del asomo de barba que cubría la piel.

El beso se fue tornando cada vez más apasionado y ella, muy consciente de lo que hacía, siguió las indicaciones que él le iba dando. Con creciente confianza, se lo devolvió. Y se recreó en su respuesta, en el continuo intercambio de mutuo placer.

El carácter recíproco de esas caricias, algo que reconocía, la atrapó, la sedujo.

Jacqueline sabía a vino joven, dulce y potente, cálido y poderoso. Prohibido. Un vino que encerraba la promesa de arrebatadoras noches de pasión. Puesto que ya conocía su sabor, ya lo había degustado, Gerrard decidió que podía soltarla. De todas formas, se permitió el lujo de entretenerse un poco. Volvió a preguntarse qué esperaba ella del beso. Por lo menos sabía que la habían besado muy pocas veces, si acaso lo habían hecho alguna vez, pero ninguna como él.

Se resistía a ponerle fin al intercambio, y no sólo por motivos egoístas.

Algo que lo sorprendió sobremanera. ¿Quién llevaba las riendas? ¿Era sensato? La pregunta le dio la fuerza necesaria para actuar y por fin fue apartándose poco a poco hasta separarse de ella.

La vio abrir los ojos, y también parpadear hasta enfocar la mirada. Había besado a incontables mujeres en situaciones mucho más comprometedoras, pero en esa ocasión su encanto no acudió en su ayuda. No se le ocurrieron palabras con las que quitarle hierro al asunto, ni sus labios esbozaron una sonrisa indolente. En esa ocasión, no quería que el interludio terminase, no quería soltarla. A pesar de toda su experiencia, era incapaz de fingir lo contrario.

Mientras se perdía en sus ojos, unos pozos insondables de verde y oro, sólo pensaba en abrazarla y se preguntaba…

Jacqueline se percató de su error, lo sintió por el modo en el que sus brazos seguían abrazándola. Comprendía a la perfección algunas de las emociones que reflejaban sus ojos, porque ella también estaba… distraída. Como si acabara de experimentar algo que merecía más atención, pero… el tiempo ya había pasado.

Le colocó las manos en el pecho. Consiguió esbozar una media sonrisa y lo empujó con suavidad. Tras un leve titubeo, Gerrard aflojó los brazos y la dejó marchar.

—El sol casi se ha puesto. —Clavó la mirada en el horizonte, donde el sol se ocultaba al otro lado del valle. Tras apartarse un poco de él, lo miró a la cara—. Es mejor que regresemos. Pronto servirán la cena.

Gerrard asintió con la cabeza y se puso en pie. Recogió el cuaderno de dibujo, se guardó los lápices en el bolsillo y le tendió la mano sin dejar de mirarla a los ojos.

Ella sostuvo esa mirada y aceptó la mano que le ofrecía para ayudarla.

La soltó en cuanto se puso en pie. Regresaron juntos a través de los jardines, caminando el uno al lado del otro y sin dirigirse la palabra.

Tras intercambiar una larga mirada, se separaron al llegar a la terraza.