Capítulo 5

LA velada llegó a su fin. Jacqueline y Gerrard se despidieron de sus anfitriones junto con Millicent, Barnaby y un compungido Mitchel Cunningham y todos juntos abandonaron Tresdale Manor. Regresaron a Hellebore Hall en el anticuado carruaje de lord Tregonning. El trayecto no era muy largo, ya que las propiedades colindaban, pero duró casi media hora por la sencilla razón de que sólo dos caballos tiraban del carruaje.

Durante todo ese tiempo, Gerrard permaneció sentado en la oscuridad del carruaje, codo con codo con Barnaby y enfrente de Jacqueline. Sus rodillas, cubiertas por la delicada seda del vestido, le rozaban las piernas a causa del traqueteo del coche.

Aunque sabía que no era el contacto lo que la enervaba, sino la forma en la que la estaba observando. Sabía que Jacqueline era consciente, pero no le importaba. Quería respuestas a un sinfín de preguntas, y ella era la clave para la más importante de todas.

«Eso es precisamente lo que necesito… lo que mi padre necesita».

Ella lo sabía. Y él quería escucharlo de sus labios.

Una vez que llegaron a Hellebore Hall, se dieron las buenas noches en el vestíbulo. Tomó la mano de Jacqueline y le dio un apretón al tiempo que le hacía una reverencia sin dejar de mirarla a los ojos. Ella no tendría ni idea de lo que pretendía, pero al menos estaría sobre aviso.

La mirada que le lanzó cuando echó a andar detrás de Millicent por la amplia escalinata le confirmó que había captado el mensaje.

Mitchel Cunningham se despidió de Barnaby y de él con un breve gesto antes de perderse por un pasillo. Tras esperar un tiempo prudencial para que las damas desaparecieran de su vista, ambos subieron la escalinata.

La galería que presidía la escalinata era bastante larga y, en ese momento, era una composición de luces y sombras. Las damas desaparecieron por la derecha, mientras que ellos, unos pasos por detrás, giraron hacia la izquierda, donde se encontraban sus habitaciones. Gerrard levantó la mano para que su amigo se detuviera. Echó una mirada por encima del hombro para comprobar que las dos mujeres estuvieran lo bastante lejos como para no escuchar la conversación y se giró hacia Barnaby.

—¿Has averiguado algo sobre el pretendiente?

—Sólo que desapareció hace unos dos o tres años, cuando Jacqueline tenía veinte. Aunque no se anunció oficialmente la muerte, Jacqueline guardó luto un tiempo. Después, hace unos catorce meses, murió su madre, lo que aclara la secuencia temporal y explica en parte el hecho de que no haya habido más pretendientes.

—¿Has averiguado algo sobre la muerte de la madre?

—No, pero tampoco he tenido oportunidad de investigar. Tenemos que acercarnos a las damas de más edad para buscar información al respecto.

Asintió con la cabeza. Miró de nuevo hacia el ala opuesta de la mansión. Jacqueline siguió hasta el final del pasillo, aún acompañada por su tía.

—Hasta mañana.

Dio media vuelta y echó a andar en dirección a Jacqueline sin hacer ruido.

—¡Oye! —lo llamó Barnaby en un susurro.

—Mañana —replicó en voz baja sin dejar de andar.

Cuando llegó al pasillo, se detuvo y echó un vistazo. Estaba desierto, pero el otro extremo comunicaba con un nuevo pasillo que continuaba hacia la derecha. Atravesó la distancia sin perder tiempo y echó un vistazo… Vio que Jacqueline estaba delante de una de las puertas. Estaba hablando con Millicent, quien asentía en respuesta. Acto seguido, la vio girarse, abrir la puerta y desaparecer por ella. Esperó entre las sombras mientras la oscura figura de Millicent proseguía su camino. A la postre, se detuvo delante de otra puerta, la abrió y entró. No se movió hasta que escuchó el chasquido de la cerradura, momento en el que echó a andar con sumo sigilo por el pasillo.

Al llegar a la puerta por la que había entrado Jacqueline, llamó. Dos golpecitos insistentes, aunque no demasiado fuertes.

Un momento después, la puerta se abrió. Una doncella, bastante sorprendida, lo miró boquiabierta.

La miró apenas un instante antes de clavar la vista en la habitación.

—¿Holly? ¿Quién está ahí?

La doncella abrió todavía más los ojos.

—Esto… Es…

Jacqueline apareció en mitad del dormitorio. Se había quitado las joyas, pero seguía teniendo el cabello recogido. Vio cómo abría los ojos de par en par.

Se desentendió de la doncella y le hizo un gesto imperioso a Jacqueline para que se acercara a él.

—Necesito hablar con usted.

Su tono de voz era un indicativo de que estaba hablando muy en serio. No iba a pedirle que bailaran el vals a la luz de la luna.

Cuando sus miradas se encontraron, se percató de que Jacqueline adoptaba una expresión reservada. La vio acercarse a la puerta.

La doncella se escabulló hacia el vestidor. Jacqueline colocó una mano en el marco de la puerta.

—¿Quiere hablar conmigo ahora mismo?

—Sí. Ahora. —Extendió el brazo y la cogió de la mano con fuerza para que no pudiera soltarse. Miró a la doncella—. Espera aquí —le ordenó—, tu señora volverá enseguida.

Tiró de Jacqueline hasta sacarla al pasillo. Cuando la vio abrir la boca para hablar, le lanzó una mirada furiosa. Ella parpadeó, anonadada, y se lo pensó mejor. Sin mucha ceremonia, la arrastró por el pasillo, de vuelta a la galería, y se encaminó hacia las escaleras secundarias que conducían directamente a la terraza.

Aparecieron junto al salón, justo delante de las escaleras que daban a los jardines y al sendero que conducía al Jardín de la Noche.

—¡No! —Jacqueline intentó desasirse—. Al Jardín de la Noche no.

La miró a la cara.

—¿Era de noche cuando murió su madre?

Jacqueline parpadeó y transcurrieron unos segundos antes de que contestase la pregunta.

—No. Fue en algún momento de la tarde, quizás a primera hora de la noche.

Eso le hizo fruncir el ceño.

—¿Ni siquiera lo sabe con seguridad?

Ella negó con la cabeza.

—Encontraron su cuerpo bien entrada la noche.

Vio cómo el dolor se reflejaba en su rostro a medida que afloraban los recuerdos; sus ojos perdieron el brillo. Hizo un gesto brusco de cabeza y siguió tirando de ella… hacia la terraza, lejos de las escaleras.

Cuando ella se dio cuenta de sus intenciones, lo siguió a regañadientes.

—¿Adónde vamos?

—A algún lugar relativamente público.

Donde cualquiera que mirase al exterior pudiera verlos, pero donde estuvieran lejos de oídos indiscretos. Un lugar privado pero a la vista, que no estuviera escondido. Un lugar donde no fuera tan impropio hablar con ella a solas y en plena noche.

—El jardín de Atenea servirá.

El jardín formal, el menos propicio para la seducción. Porque eso era lo último que tenía en mente. Y dado que Atenea era la diosa de la sabiduría, bien podría prestarle un poco de la misma.

Resignada, Jacqueline lo siguió por la terraza; cuando lo vio bajar una escalera secundaria, se apresuró a recogerse las faldas y a seguirlo hasta el jardín de Atenea. La mirada que le lanzó al ver que estaba a punto de protestar le había bastado para comprender que sería mejor complacerlo, sin importar lo que tuviera en mente. Era evidente que había descubierto lo de la muerte de su madre. Y no le cabía la menor duda de que pronto se enteraría de cuanto le habían contado.

No se sentía alarmada en lo más mínimo, no tenía el menor reparo en permitir que la alejara de su dormitorio y la llevara a lo más recóndito de los jardines en mitad de la noche a pesar de la tensión que percibía en él, de la furia contenida, de la brusquedad de sus palabras y de la fuerza con que la cogía de la mano.

Además, tampoco estaba tan oscuro. Mientras tiraba de ella por el sendero de gravilla que atravesaba el jardín de Atenea, entre los setos bien recortados y las hileras de olivos plantados con precisión geométrica, la luna bañaba el paisaje con su luz, moteando la escena de plata y negro, como un damero.

Llegaron al centro del jardín formal, una zona circular emplazada en las esquinas de cuatro rectángulos. De repente, Gerrard se detuvo, le soltó la mano y se giró para enfrentarla.

Sus ojos, negros como la noche, observaron su rostro antes de buscar su mirada.

—Sabe por qué su padre me quería, a mí solamente, para que pintase su retrato, ¿no es así?

Ella lo observó con detenimiento y alzó la barbilla.

—Sí.

—¿Cómo se enteró?

Porque había sido ella, junto con Millicent, la que elaborara el plan, y su tía había plantado la idea en la mente de su padre. Decidió no confesar la verdad, no hasta que supiera por qué estaba tan enfadado.

—Mi padre no me dijo nada, pero en cuanto me enteré de su reputación, no fue tan difícil adivinar sus… intenciones.

—No para usted, ni para cualquier otra persona interesada en la misteriosa muerte de su madre.

Sintió que se le formaba un nudo en el estómago, pero se desentendió de él.

—Supongo que es cierto lo que dice, pero no he meditado mucho al respecto.

—Pues otras personas sí que lo han hecho.

Eso esperaba, aunque no lo dijo porque su voz sonaba furiosa. Sin saber cómo responder, optó por guardar silencio.

Al cabo de un buen rato, un tiempo que él pasó observándola con cara de pocos amigos, dijo:

—Pongamos las cartas sobre la mesa. —Cuando ella se limitó a enarcar las cejas, tuvo que explicarse—: Hablemos sin tapujos. Por alguna razón que aún se me escapa, se sospecha que usted tuvo algo que ver con el hecho de que su madre se cayera de la terraza… —Señaló el lugar en cuestión con un dedo—. Que tuvo algo que ver con su muerte. —Llegados a ese punto, lo vio apretar los dientes al tiempo que ponía los brazos en jarras y se alejaba de ella—. Su padre, que es de los que creen que los retratistas tienen la habilidad de ver más allá del rostro, me ha encargado que pinte su retrato, supuestamente convencido de que mis ojos sabrán si es culpable o inocente, y de que el cuadro resultante mostrará ese veredicto.

Lo vio controlar su mal genio; no… lo vio controlar la furia que impregnaba cada movimiento. Una furia que también impregnaba su voz, marcando cada una de sus palabras. Pasado un momento, se giró y volvió a su lado. Se detuvo a escasa distancia y la miró a la cara.

—¿Es correcto?

Le sostuvo la mirada, repasó todo lo que había dicho y asintió con la cabeza. Una sola vez.

—Sí.

Por un instante, creyó que iba a explotar, pero después se apartó de ella con brusquedad y alzó los brazos al cielo como si quisiera invocar a los dioses que guardaban los jardines.

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué? —Se giró bruscamente hacia ella y la taladró con la mirada—. ¿Por qué la considera sospechosa su padre? ¿Cómo puede hacerlo? ¡Usted no tuvo nada que ver con la muerte de su madre!

Le devolvió la mirada muda por la sorpresa, y convencida de que el mundo acababa de agitarse bajo sus pies. Parpadeó muy despacio, pero su expresión, la ferviente convicción que brillaba en su rostro a la plateada luz de la luna, no cambió. Soltó el aire que había contenido y el nudo que tenía en el estómago desapareció.

—¿Cómo lo sabe?

Lo sabía con absoluta certeza, lo veía en su cara. Ya había visto la verdad que a otros se les había escapado.

Lo vio componer una mueca, impaciente, pero la intensidad de su expresión persistió.

—Lo veo… Lo sé. Créame que lo sé. —Se acercó más a ella, sin dejar de observarla—. He visto el mal. He mirado a los ojos a más de un hombre malvado. Algunas personas lo esconden muy bien, pero si paso el tiempo suficiente en su compañía, acaban cometiendo un error y me dejan ver lo que son… Y lo veo. —Se detuvo un instante, con los ojos a clavados en su rostro—. La he estado observando con suma atención, aunque apenas lleve aquí dos días. He visto una maraña de emociones, de sentimientos encontrados, pero no he visto ni rastro de maldad en usted. —Y luego añadió—: A estas alturas ya me habría dado cuenta. Pero veo algo muy distinto.

Su tono había cambiado, se había suavizado, al menos lo bastante como para atreverse a hacerle una pregunta.

—¿Qué ve?

La observó en silencio un buen rato y después meneó la cabeza.

—No se me dan bien las palabras… Pinto las cosas porque no sé describirlas.

No tenía muy claro que esa fuera la verdad, pero antes de que se le ocurriera una forma de demostrar su teoría, él se le adelantó con otra pregunta.

—Tengo que saberlo antes de hablar con él. ¿Por qué cree su padre que está involucrada de alguna manera en la muerte de su madre?

El miedo se apoderó de ella.

—¿Por qué…? ¿De qué quiere hablar con él?

La pregunta volvió a enfurecerlo. Sonrió sin disimular la ira que lo embargaba.

—Porque no tengo la menor intención de ejercer de juez en contra de mi voluntad en su particular juicio contra su hija.

—¡No! —Se aferró a su brazo—. Por favor… Tiene que pintar el retrato. ¡Ha accedido a hacerlo!

Su desesperación sonaba sincera. Gerrard frunció el ceño y cogió la mano que le apretaba el brazo. Le acarició los dedos un instante.

Tras un momento, exhaló un suspiro y se pasó los dedos de la mano libre por el cabello antes de mirarla a los ojos.

—No lo entiendo. ¿Por qué no se limita a decirle que es inocente? Oblíguelo a creerla… No le quedará más remedio. Es su padre. —Su ceño se acentuó—. No tiene por qué pasar por esto, someterse a un juicio público del que yo seré el inquisidor, desnudándola a los ojos de todos.

Su voz irradiaba una preocupación, sentida y sincera. Preocupación por ella. Había pasado tanto tiempo desde que alguien le ofreciera su apoyo incondicional, desde que alguien la defendiera, que Jacqueline quería cerrar los ojos, envolverse con la emoción que le transmitía su voz y echarse a llorar.

Sin embargo, estaba confusa y necesitaba comprender… Tenía que comprenderla para que accediera a pintar su retrato.

Inspiró hondo, dejando que la brisa nocturna le despejase la cabeza. Echó un vistazo a su alrededor y vio el banco que rodeaba la fuente central, que en esos momentos estaba silenciosa y sin vida. Lo señaló con la mano.

—Será mejor que nos sentemos. Le explicaré lo sucedido y así entenderá por qué las cosas son como son.

«Por qué necesito que me pinte como soy realmente», pensó.

Gerrard no le soltó la mano mientras caminaban hacia el banco. Esperó a que se sentara para hacer lo propio. Lo vio inclinarse hacia delante, apoyando el codo en la rodilla para poder observarle el rostro. Acto seguido, apretó con más fuerza su mano… y esperó.

Era muy consciente de su cercanía. Hizo caso omiso de sus alocados sentidos y carraspeó para empezar a hablar.

—Mi padre… Debe comprender que se encuentra en una posición insostenible. Amaba a mi madre con locura. Ella era su vida. Cuando murió, perdió las ganas de vivir… perdió su conexión con el mundo exterior. Dependía de ella en ese sentido, de modo que perderla fue doblemente doloroso para él. Eso es lo único que mi padre tiene claro.

Hizo una pausa para ordenar los hechos en su cabeza.

—Mi madre y yo nos llevábamos bastante bien, todo lo bien que pueden llevarse madre e hija. En el aspecto social, me parezco más a ella que a mi padre… Me gusta recibir invitados, ir a bailes y a fiestas. Mi madre vivía para esos momentos. Recibir invitados era una parte esencial de su vida. Compartíamos ese gusto; pero también tengo mucho de mi padre, así que me desenvuelvo perfectamente con un estilo de vida tranquilo y sosegado que habría desquiciado a mi madre.

Los recuerdos le arrancaron una media sonrisa, aunque se desvaneció cuando prosiguió con la historia.

—Estaba encantada cuando Thomas Entwhistle comenzó a visitarnos… El hijo de sir Harvey Entwhistle. Supongo que podría calificarlo como mi pretendiente. Pensábamos casarnos, hablamos de anunciar un compromiso… y, entonces, desapareció. Mi madre se quedó… desolada. Yo también, por supuesto, pero al cabo de un tiempo empezó a creer que yo le había dicho algo a Thomas que provocó su desaparición, cosa que no es cierta. —Frunció el ceño, bajó la vista y se percató de que su mano estaba entre los dedos de Gerrard. Inspiró hondo y continuó—: Ese fue el comienzo de… —Dejó la frase en el aire mientras buscaba la palabra adecuada—. Supongo que fue el comienzo de nuestras desavenencias. No estaba furiosa conmigo, pero sí que se fue distanciando… y nunca supe por qué. Tal vez con el tiempo… Pero entonces…

Volvió a inspirar hondo. Levantó la cabeza y clavó la vista al frente, muy consciente de los dedos de Gerrard.

—El día que murió, bajó tarde a desayunar… Mi padre ya se había retirado a su despacho. Se cruzó con Mitchel en la puerta del comedor, cuando él se marchaba. Parecía que… que hubiera estado toda la noche en vela. —Miró a Gerrard—. Mi madre era hermosa, pero cualquier malestar, por pequeño que fuera, se le marcaba en el rostro. Le pregunté qué le pasaba, pero me dijo que nada. Era evidente que quería que me olvidase de su estado, así que lo hice. En ese momento se percató de que llevaba el traje de montar. Recuerdo que me miró… No, que miró el traje… Y fue tan raro… Había visto el traje un sinfín de ocasiones, ella misma me lo había regalado, pero esa mañana lo miró como si fuera… como si fuera un montón de harapos sucios. Como si fuera algo nauseabundo. Quiso saber adónde iba, pero su voz me pareció extraña. Le dije que iba a cabalgar con los demás… Se quedó lívida y me dijo que no. Me quedé tan sorprendida que me eché a reír. Hasta que me di cuenta de que hablaba en serio. Le pregunté que por qué no, pero ella se limitó a menear la cabeza y a decirme que no podía salir.

Suspiró mientras se apoderaba de ella la tristeza que despertaban los recuerdos de aquel día.

—Comenzamos a discutir, y la cosa se fue caldeando. Los criados nos escucharon, por supuesto, y creo que Mitchel también lo hizo, porque su despacho está al otro lado del pasillo donde se encuentra el comedor matinal. Mi madre insistía en que no podía salir a cabalgar, pero no me daba ninguna razón, ninguna explicación. Fue alzando cada vez más la voz… Al final, me limité a darme la vuelta e irme.

Al ver que guardaba silencio, Gerrard le acarició la mano.

—¿Y después? —le preguntó con voz queda.

—Salí a cabalgar.

Gerrard frunció el ceño.

—¿Y ella se cayó por la terraza?

—No —dijo al tiempo que negaba con la cabeza—. Eso pasó algo más tarde. La discusión tuvo lugar por la mañana. Salí a cabalgar y llegué hasta Saint Just, de modo que no regresé a casa hasta media mañana. Cuando lo hice, me fui derecha a mi habitación. Pese al paseo a caballo, estaba… disgustada. Infeliz, insegura. No sabía qué podría pasar, pero no iba a dejar que me tratasen como a una niña pequeña a la que le decían adónde podía ir y con quién. Me eché en la cama… y me dormí. Me desperté bastante tarde, me di un baño y me arreglé para bajar al comedor. Cuando vi a mi padre, supe que no se había enterado de la discusión. Entonces apareció Mitchel y esperamos a que mi madre bajase. —Agitó la mano que tenía libre—. Nunca lo hizo.

Tardó un momento en continuar.

—A la postre, mi padre mandó a un criado a su dormitorio, pero la doncella de mi madre bajó corriendo, diciendo que mi madre ni siquiera había subido a arreglarse para la cena. Había tomado el té en el saloncito, pero cuando Treadle fue a recoger la bandeja, ella ya no estaba allí. El mayordomo supuso que había salido a la terraza o que había bajado a los jardines. Todo el mundo creyó que había salido a dar un paseo y que se había torcido un tobillo. Los criados comenzaron la búsqueda por los jardines. Dejaron el Jardín de la Noche para el final por la sencilla razón de que era el más cercano a la casa y desde él se podían oír los gritos de cualquiera que llamase pidiendo ayuda; y también al contrario, cualquiera que estuviese en el jardín podría oír que alguien lo llamaba desde la terraza. Claro que ella no pudo gritar porque estaba muerta.

Gerrard siguió acariciándole la mano mientras analizaba la secuencia temporal de los acontecimientos.

—Sigo sin comprender cómo pueden creer, aunque sea remotamente, que usted tuvo algo que ver en la muerte de su madre.

La escuchó soltar una carcajada carente de humor. Una carcajada que rezumaba dolor.

—Podría decirse que fue algo natural. —Clavó la mirada en sus dedos entrelazados—. Porque no había más sospechosos. Y porque no proclamé mi inocencia, hasta que fue demasiado tarde. —Inspiró una entrecortada bocanada de aire antes de seguir—: Porque después de que… la encontraran, me quedé destrozada. A pesar del distanciamiento de esos últimos tiempos, seguíamos teniendo una buena relación. Yo estaba… rota, no sólo por las circunstancias de su muerte, sino por la discusión que habíamos mantenido, porque esas horribles palabras habían sido las últimas que intercambiamos antes de que muriera. —Le tembló la voz y tuvo que tragar saliva para continuar—. Estuve llorando durante días. No recuerdo lo que dije, sólo sé que la gente vio mi comportamiento como una prueba de mi culpabilidad.

La revelación hizo que Gerrard apretara los dientes. Que una demostración pública y sincera del dolor por la muerte de una madre se utilizara en contra de una persona como prueba… Se contuvo para no soltar la réplica mordaz que tenía en la punta de la lengua, ya que eso podía estropear el momento. Jacqueline estaba empezando a confiar en él lo bastante como para hablar libremente.

Ella continuó en voz baja pero firme, con los ojos clavados en sus manos entrelazadas.

—Nos aislamos mientras guardamos el luto. No salí de la casa en tres meses y no atendí a visita alguna. No recuerdo mucho de aquella época, sólo que Millicent llegó para asistir al funeral y ya no se fue. No sé qué habría hecho sin ella. Sin embargo, al final salí de mi aislamiento y retomé parte de mi vida social… Fue entonces cuando me di cuenta de lo que pensaba la gente: que yo había empujado a mi madre. En aquel momento me eché a reír porque no tenía ni pies ni cabeza. No podía creer que alguien pensara eso de verdad. Supuse que sería uno de esos cotilleos que acaba cayendo por su propio peso hasta desaparecer… pero no ha sido así.

Jacqueline fue consciente de que su voz iba ganando fuerza al tiempo que experimentaba de nuevo todo el dolor e incluso la furia de aquellos primeros días, la que había respaldado su determinación por llevar a cabo el plan. Levantó la vista.

—Cuando me di cuenta de que la gente seguía pensando lo mismo, ya era demasiado tarde. Intenté hablar del tema con mi padre, pero se negó en redondo. Y me pasó igual con los demás, con los Fritham y con la señora Elcott, que suele hablar de todo. Ella fue quien me hizo ver lo que estaba pasando. Me explicó que el motivo por el que todos querían cerrar el caso de la muerte de mi madre, dejar que se considerase un accidente y que se olvidara de una vez por todas, no era otro que el temor de que una investigación me señalara a mí como culpable. —Inspiró hondo de nuevo y añadió más calmada—: Creen que me están protegiendo. Los únicos que creen en mi inocencia son Millicent, Jordan y Eleanor. Las demás personas de mi edad no están al tanto del asunto o no se quieren involucrar, de modo que no se han formado una opinión, pero el resto… Lo hemos intentado todo, pero no hemos conseguido sacar el tema, ¡mucho menos discutirlo!

La frustración tiñó su voz y Gerrard le apretó los dedos.

—Así que mientras estaba de luto y básicamente enclaustrada, la proclamaron culpable… Y luego la absolvieron, barriendo el incidente bajo la alfombra.

—¡Sí! —exclamó, pero luego aclaró—: Bueno, no del todo. La gente de por aquí me conoce de toda la vida, no quieren creer que soy culpable. Pero temen que lo sea, así que evitan el tema por completo. No quieren investigar la muerte de mi madre porque temen que yo sea la responsable, de modo que han decidido que su muerte sea tachada de accidental y que se entierre el asunto de una vez por todas.

—Pero usted no quiere enterrar el asunto.

—¡No! —Lo miró de reojo y se preguntó por qué se sentía tan a gusto con él, por qué podía ser tan sincera y directa en su presencia—. La muerte de mi madre no fue un accidente. Pero hasta que los convenza de que no fui yo quien la empujó por la balaustrada, no buscarán a quien lo hizo.

Su mirada le dijo que la comprendía.

—Jordan y Eleanor ya se han dado por vencidos —continuó tras una breve pausa sin apartar la mirada de él—, pero Millicent y yo hemos… seguido dándole vueltas. Teníamos que encontrar la manera de hacer que la gente se cuestionara lo que se les ha metido en la cabeza, que cuestionaran la posibilidad de que hubiera sido yo. Se nos ocurrió la idea del retrato. Si era lo bastante bueno como para proclamar mi inocencia… En fin, fue lo único que se nos ocurrió para abrirles los ojos.

—Así que la idea de que yo pintase su retrato fue suya —concluyó él con los ojos entrecerrados.

Negó con la cabeza.

—La idea se nos ocurrió a Millicent y a mí. Mi tía tardó meses en meterle la idea a mi padre en la cabeza. Cuando lo logró, mi padre defendió la idea a capa y espada. Un retrato era una solución ideal: si demostraba mi culpabilidad, lo escondería; incluso si alguien lo veía, no serviría de prueba, al menos no se podría utilizar en un juicio. Para él, el retrato es la única manera de acabar con su… zozobra. Me adora, pero quería a mi madre muchísimo más, y estaba destrozado por la idea de que yo pudiera haberla matado… Por la incertidumbre. —Se le quebró la voz, de modo que carraspeó—. Fue una casualidad que Millicent se enterara de la exposición de la Royal Academy y de sus retratos gracias a la correspondencia que mantiene con sus amistades londinenses. Nos pareció una señal. Así que le sugirió su nombre a mi padre. —Hizo una pausa antes de añadir—: Ya conoce el resto.

Gerrard enfrentó su mirada un momento y después se enderezó. Con la vista clavada en las hileras de olivos, apoyó la espalda en el borde de la fuente. Sentía la frialdad de la piedra contra los hombros, una frialdad que lo ayudó a concentrarse, a recomponer la visión de lo que pasaba en Hellebore Hall.

Y lo que estaba pasando superaba con creces todo lo que había imaginado cuando aceptó el encargo de pintar el retrato de la hija de lord Tregonning.

Lo que le acababa de contar… Saltaba a la vista que era cierto. Jacqueline era incapaz de mentirle y, además, el relato explicaba muchas cosas que hasta entonces no entendía, como la situación insostenible en la que se encontraba lord Tregonning y cómo se enfrentaba a ella, así como la actitud de los demás con respecto a Jacqueline. Y viceversa.

Le sostuvo la mano largo rato. El contacto de sus dedos, largos y delgados, lo ayudó a reorganizar sus pensamientos y a centrarse en el siguiente paso. Tenían que seguir hacia delante.

—¿Qué espera que suceda cuando esté listo el retrato y se muestre al público? —La miró a los ojos—. Cuando la gente comience a cuestionarse la muerte de su madre, ¿no creerán que…? —Se detuvo para reformular la pregunta—. ¿No se decantarán por el suicidio?

—No —respondió, meneando la cabeza con vehemencia—. Nadie que conociera a mi madre sugeriría jamás esa opción. Amaba la vida, amaba vivir. No habría decidido de un día para otro que no quería seguir viviendo.

—¿Está segura?

—Por completo. Nadie ha sugerido esa opción, y eso que se habrían aferrado a un clavo ardiendo, incluso a una idea tan peregrina, con tal de librarme del sambenito de ser culpable. —Se enderezó y lo miró a la cara un instante—. Y no lo harán hasta que les convenza… Hasta que les convenzamos de que no fui yo, de que es apropiado (o seguro, si lo prefiere) buscar al asesino de mi madre. Hasta entonces, el verdadero asesino seguirá libre.

Al mirarla a los ojos, se percató del único punto del que ella era muy consciente pero que todavía no había mencionado.

—El asesino de su madre sigue aquí… Es alguien conocido.

Ella sostuvo su mirada sin parpadear.

—Tiene que serlo. Ya ha visto la propiedad. No es fácil colarse sin que nadie se dé cuenta a menos que se conozca el lugar; y tampoco había gitanos ni desconocidos que levantaran sospechas cuando murió.

Apartó la mirada y la clavó en el jardín, en ese paisaje silencioso y de extraña belleza bajo la luna menguante. Pasado un momento, sintió que ella tensaba los dedos en torno a los suyos. Giró la cabeza y miró su rostro envuelto en las sombras.

—Va a pintar mi retrato, ¿verdad?

¿Cómo podía negarse?

La vio ladear la cabeza al tiempo que enarcaba las cejas en gesto desafiante.

—¿Puede hacerlo? ¿Puede representarme tan bien como para que se vea mi inocencia?

—Sí. —No le cabía la menor duda de su capacidad.

—Comprendo que se muestre reacio a ejercer de juez contra su voluntad, pero si se lo pido, ¿accederá a serlo?

Enfrentó su mirada durante un buen rato, aunque no era necesario porque ya tenía la respuesta.

—Si lo desea, sí, ejerceré de juez.

Ella sonrió.

—Aunque, por supuesto, por un precio.

La vio enarcar las cejas, aunque por la sorpresa en esa ocasión, si bien sus ojos le dijeron que no creía que su «precio» estuviera relacionado con el pago del retrato.

—¿Cuál?

No lo sabía aún… Ni siquiera sabía qué lo había instado a pronunciar esas palabras, pero no iba a retractarse.

—Aún no lo he pensado.

—Pues hágamelo saber cuando lo sepa —replicó ella con voz serena y sin apartar la vista.

Sintió una oleada de deseo por todo el cuerpo. A juzgar por su tono de voz, ronco y un tanto sensual, no supo si le estaba lanzando un desafío adrede o si estaba respondiendo a su propio reto con su habitual franqueza.

—Hasta entonces —dijo tras tomar aire—, haré cuanto me pida, le diré cuanto desee saber y posaré para usted tantas horas como guste… siempre y cuando me pinte tal y como soy para que todo el mundo se dé cuenta, de que yo no asesiné a mi madre.

—Trato hecho. —Volvió a mirarla a los ojos antes de llevarse su mano a los labios. Le acarició los nudillos con la boca y se percató del ligero temblor que ella disimuló como pudo. Acto seguido, le giró la mano y, sin dejar de observarla, depositó un beso muchísimo más íntimo en la palma.

Y tuvo la enorme satisfacción de ver cómo entrecerraba los ojos, de sentir la irrefrenable respuesta.

Era el epítome de la damisela en apuros y le había pedido que fuera su paladín. Como tal, estaba en su derecho de reclamar un favor.

Claro que aún tenía que decidir qué quería pedirle, y estaban en mitad de un jardín abierto. Refrenó sus impulsos, que con ella eran inusualmente poderosos e inesperadamente definidos, se puso en pie, le ofreció el brazo para que ella también lo hiciera y la acompañó de vuelta a la mansión.

—¡Madre del amor hermoso! ¡Menudo berenjenal! —Barnaby se detuvo para observar la expresión de Gerrard—. ¿Eres capaz de hacerlo? Ya sabes a qué me refiero… ¿Eres capaz de pintar la inocencia?

—Sí, pero no me preguntes cómo. —Mientras Barnaby se vestía, Gerrard estaba repantingado en un sillón, observando los jardines a la luz del sol, agitados por la leve brisa—. No es una cualidad definida, sino algo que brilla cuando no hay nada que mitigue o manche su luz, como la culpa o la malicia. En este caso, por el efecto que el crimen tuvo sobre Jacqueline, tendré que pintar todo lo que es, tendré que poner cada cualidad que posee en su justa medida para que quede bien claro lo que no posee.

—¿La maldad necesaria para matar a su madre?

—Exactamente.

Se puso en pie cuando vio que Barnaby comenzaba a guardarse en los bolsillos la parafernalia que siempre llevaba encima; objetos que nada tenían que ver con el pañuelo, el reloj y las monedas que solían llevar los caballeros. No, en el caso de Barnaby se trataba de un lápiz, un cuadernillo, un cordel y una navaja.

—Dadas las circunstancias, quiero empezar ya con el retrato. Cuanto antes me ponga manos a la obra, cuanto antes decida qué tengo que mostrar y cómo hacerlo, mejor.

Porque cuanto antes lo hiciera, antes se vería libre Jacqueline de la acusación de haber matado a su madre. Y antes se vería él libre de esa emoción indefinible que lo embargaba desde que llegara a Hellebore Hall a insistencia de lord Tregonning.

Barnaby lo miró de reojo mientras salían del dormitorio.

—Así que estás decidido a hacerlo… a pintar el retrato y, a través de él, a comenzar la búsqueda del verdadero asesino, ¿no?

—Sí. —Echaron a andar por el pasillo. Miró a su amigo—. ¿Por qué lo preguntas?

Barnaby enfrentó su mirada y, por una vez, habló con absoluta seriedad.

—Porque, amigo mío, si vas a seguir por ahí, me necesitas para que te cubra las espaldas.

Cuando llegaron a la escalinata, miraron hacia el vestíbulo de entrada ya que oyeron unos pasos. Jacqueline, ajena a su presencia, cruzó la estancia en dirección al comedor matinal. Desapareció de su vista y los dos reanudaron el descenso a la par.

—Y por supuesto —continuó Barnaby—, alguien tendrá que cubrirle las espaldas a la preciosa señorita Tregonning.

Reconocía una pulla nada más oírla, y sabía que debería contener el impulso de replicar, pero…

—De eso me encargo yo —se escuchó declarar tajantemente, de modo que no hubiera lugar a dudas.

—No sé por qué, pero estaba seguro de que dirías eso —replicó Barnaby con un deje risueño en la voz.

Sin embargo, cuando llegaron al pie de la escalinata y Barnaby lo miró, comprobó que su expresión volvía a ser seria.

—Fuera bromas, compañero, vamos a tener que estar muy atentos. Todavía no he averiguado nada, pero he escuchado bastante como para estar seguro de que aquí se está cociendo algo muy raro.

Gerrard quería comenzar con los bocetos de inmediato, pero…

—Lo siento muchísimo. —Un leve rubor coloreaba las mejillas de Jacqueline—. Anoche, Giles Trewarren me invitó a ir a caballo a Saint Just esta mañana… Quedé en reunirme con el grupo al final del sendero.

A juzgar por su expresión, supo que la conversación que habían mantenido la noche anterior, así como todo lo que le había prometido para que él accediera a pintar su retrato, estaba muy fresca en su mente. Se arrepentía de haber aceptado la invitación de Giles.

Por ese motivo, refrenó una pataleta de artista y no le exigió que pasara el día con él, deambulando por la casa y los jardines mientras elaboraba bocetos y capturaba su esencia en papel. Serían los primeros pasos, y habría muchos antes de que hubiera escogido el escenario perfecto, la pose perfecta e incluso la expresión perfecta para el retrato que estaba decidido a crear.

Estaba muy entusiasmado, y también decidido. Comprometido al máximo. Con independencia del éxito que habían cosechado los retratos de las gemelas, estaba convencido de que el retrato de Jacqueline los superaría. Sería su obra maestra hasta la fecha. Ardía en deseos de coger un carboncillo y un papel para pintarla.

—Espero que no le moleste.

Sus ojos le transmitieron la sinceridad de sus palabras, de modo que contuvo un suspiro resignado.

—Quizás el señor Adair y yo podamos acompañarla… si no le molesta, por supuesto.

La vio sonreír con genuino alivio. Tal vez incluso con genuino placer…

—Eso sería perfecto. Aún no han visto nada de los alrededores y Saint Just es la población más cercana.

A Barnaby le encantó la idea de ir de excursión, ya que podría aprovechar la oportunidad para hablar con más lugareños y averiguar algo más sobre el misterio. Después de desayunar, los tres salieron a la terraza, desde donde se encaminaron a los establos.

Jacqueline era una amazona consumada, al menos esa impresión obtuvo al ver la briosa yegua baya que la esperaba. Tras subirse a la silla del castrado que el encargado de los establos le había preparado, Gerrard tranquilizó al caballo mientras observaba cómo Jacqueline dejaba que su montura se desfogase un instante antes de controlarla con pericia.

En cuanto Barnaby se familiarizó con su montura, un caballo negro, partieron con Jacqueline a la cabeza. Se apartaron del camino casi de inmediato, y enfilaron un sendero cubierto de hierba que cruzaba verdes prados. Como no había dejado de observarla, vio al punto la mirada traviesa que le lanzó por encima del hombro, un segundo antes de que le clavara los talones a la yegua… y saliera disparada.

Salió en su persecución de forma instintiva, sin pararse a pensar.

Con un grito sorprendido, Barnaby los siguió.

Cabalgaron a galope tendido por los prados, y la velocidad que alcanzaron convirtió la brisa en un furioso viento que azotó sus oídos y les alborotó el cabello.

La pendiente se fue haciendo más pronunciada a medida que dejaban atrás el valle sobre el que se erigía Hellebore Hall. Cuando coronó la loma, Jacqueline tiró de las riendas. La yegua hizo unas cuantas cabriolas en protesta, ansiosa por continuar la carrera.

Miró por encima del hombro.

Gerrard estaba justo detrás de ella, más cerca de lo que había creído. Lo vio controlar su caballo hasta que se detuvo a su lado. Barnaby, un poco más retrasado, aminoró el paso. Fue él quien reparó primero en el paisaje.

—¡Caray! —exclamó con los ojos como platos.

Gerrard se giró, pero no dijo nada. Cuando lo miró a la cara, le sonrió. Se había quedado sin palabras. En ese preciso momento, el artista que llevaba dentro, ese talento que eclipsaba todo lo demás, era patente. Estaba hechizado por el paisaje, por la estampa que se veía desde Carrick Roads hasta Falmouth, en la orilla opuesta.

—Bueno, nadie podrá decir nunca que Cornualles es feo —dijo Barnaby.

—¡Claro que no! —Le preguntó por el paisaje de su pueblo natal, y así se enteró de que había nacido y se había criado en Suffolk.

—Tenemos paisajes de lo más insípidos, un montón de molinos y campos de labor. Pero… —Clavó la vista en el mar—. No, no tenemos nada que se parezca a esto.

Al cabo de unos minutos miró a su amigo, que seguía contemplando el mar, embobado. Se giró nuevamente hacia ella.

—Si le pregunta por el paisaje de su pueblo, tal vez rompa el hechizo.

—Que sepas que te he oído —musitó Gerrard.

—Ah, pero no me estás mirando. Sólo tienes ojos para el paisaje. —Barnaby hizo un gesto en dirección a la falda de la loma, donde un grupo de jinetes esperaba en un camino—. ¿Nos esperan a nosotros?

Ante la pregunta, Jacqueline bajó la vista y saludó al grupo con la mano.

—Sí, son ellos. —Miró a Gerrard, quien le hizo un gesto para que se pusiera en marcha.

—Supongo que ese es el final del sendero…

—Sí. —Hizo que la yegua emprendiera el camino por la cuesta—. Suele ser el punto de encuentro desde donde vamos hacia allí —dijo y señaló hacia el sur—, hacia Saint Mawes. O hacia el norte en dirección al camino de Saint Just.

Gerrard estudió el grupo que los esperaba. Los dos hermanos Trewarren, Giles y Cedric; los hermanos Fritham y las hermanas Hancock, Mary y Cecily. Se dio cuenta de que Jacqueline se sorprendía al ver a la última; dado el modo en el que la había tratado la noche anterior, se preguntó por qué estaba allí si no solía participar de las excursiones.

No tardó en averiguar el motivo. Cuando se reunieron con los demás y una vez intercambiados los saludos de rigor, Cecily lo trató con suma frialdad antes de concentrarse por completo en Barnaby.

Reprimió una sonrisa. Si Cecily lo consideraba un maleducado por ponerla en su sitio, más le valía no arrinconar a Barnaby.

Dejó que Barnaby se las compusiera solo y se concentró por completo en Jacqueline, en observar cómo se comportaba con los demás y cómo los demás se comportaban con ella; se quedó algo rezagado, sin juzgar pero, a la vez, sin hacer nada por integrarse, preparado para participar del entretenimiento pero sin la intención de hacer sugerencias. Una actitud que funcionó a las mil maravillas mientras recorrían el trayecto hasta Saint Just y las empinadas calles de la población hasta llegar a una antigua posada, La Jarra y el Ancla. Dejaron los caballos en las cuadras y dieron un paseo por el sendero de piedra que corría en paralelo a la escarpada orilla y desde donde se disfrutaba de unas maravillosas vistas de Carrick Roads.

Debería haberle costado la misma vida resistirse a la llamada del paisaje, pero se encontró paseando al lado de Jacqueline, incapaz de entrelazar sus brazos por una razón que se le escapaba y a la vez muy consciente del deseo de hacerlo. Y su atención no se vio afectada en lo más mínimo. De hecho, parecía extrañamente agudizada, como más centrada en ella justo por encontrarse en mitad de un grupo. Sin embargo, cuando se dio cuenta de ese hecho y se fijó con más detenimiento, no entendió por qué una parte de su cabeza se empeñaba en ver a los jóvenes, a Jordan, Giles y Cedric, como una amenaza. Jacqueline estaba tranquila, relajada, no tan distante y cuidadosamente controlada como había estado en compañía de los adultos, aunque seguía dando la impresión de cortar de raíz cualquier indirecta maliciosa que le lanzaran. Claro que nadie intentó nada.

Mientras escuchaba la conversación, guiada casi todo el tiempo por Jacqueline y Eleanor, y paseaba a su lado, llegó a la conclusión de que no eran más que un grupo de amigos que disfrutaban de su mutua compañía. Sólo Jordan provocó alguna que otra situación incómoda, debida sobre todo a su arrogancia. Se daba tantos aires que le costó la misma vida no echarse a reír.

—Cualquier persona que se precie de estar a la última sabe que el color de moda para las chaquetas es el marrón claro… El beige, para ser exactos —dijo el muchacho en una ocasión.

Tras el comentario, Jacqueline le lanzó una mirada extraña, como si temiera que se hubiera ofendido por semejantes palabras ya que llevaba una chaqueta verde oscuro. Dejó que sus labios esbozaran una leve sonrisa; ella la correspondió antes de clavar la vista al frente. Ese simple gesto le alegró el día, tanto que fue capaz de hacer oídos sordos a todo lo que Jordan decía.

Regresaron a la posada al mediodía. Cuando decidieron almorzar en ese establecimiento, supuso que era una costumbre que mantenían de otros tiempos. Miró por encima del hombro para comprobar cómo le iba a Barnaby y se quedó sorprendido al ver que no había ni rastro de enfado en el rostro de su amigo. Todo lo contrario, Barnaby estaba derrochando encanto… y Cecily estaba hechizada.

Barnaby había encontrado una fuente de información mucho más agradable que las «damas de más edad».

Devolvió la vista al frente y sonrió sin apartarse del lado de Jacqueline mientras se acercaban a la posada y subían los escalones del porche.

Por la puerta de la posada apareció un joven. Se detuvo en cuanto los vio. Recorrió el grupo con la mirada hasta detenerse en Jacqueline.

—Os he visto pasear a caballo hace un rato… así que he reservado el saloncito.

Todos se quedaron sin saber qué hacer un instante, pero Jacqueline se apresuró a adelantarse con una sonrisa.

—Matthew, es un detalle que te hayas tomado la molestia. —Tras tenderle la mano, se giró para presentarlos—. Matthew Brisenden, este es Gerrard Debbington. —Después le dijo al recién llegado—: Mi padre le ha pedido a Gerrard que pinte mi retrato. —Lo miró—. Matthew es hijo del señor Brisenden, el sacristán.

Gerrard le estrechó la mano y no le costó el menor trabajo descifrar la expresión que vio en el rostro del recién incorporado al grupo. Para algunos, los pintores sólo estaban un escalafón por encima de las bailarinas de opereta en la escala de «personas deplorables». No obstante, su elegancia y el hecho de que lord Tregonning lo hubiera elegido tenían al muchacho bastante despistado. No estaba seguro de cómo debía tratarlo.

Esbozó una sonrisa encantadora… y dejó que lo averiguara solito.

Al menos esa era su intención hasta que Matthew hizo ademán de coger a Jacqueline del brazo. Como seguía a su lado, sintió que ella retrocedía, pero estaban demasiado apretujados en el porche como para evitar que el muchacho la tocara. A la postre, acabó tomándola del codo.

Gerrard se percató de la sorpresa de Barnaby, así como de la mirada que le lanzó su amigo… Y también se percató de la súbita y violenta reacción que tensó todos sus músculos y que lo cegó por un instante. De hecho, lo estaba viendo todo rojo, cosa que en otro momento lo habría preocupado, pero que en esas circunstancias le parecía de lo más apropiado.

No sabía qué podría haber ocurrido si en ese momento no hubieran salido dos hombres de la posada. Los tipos querían salir pero no podían hacerlo porque Brisenden les bloqueaba el paso; de modo que tuvo que soltar a Jacqueline para dejarlos salir.

Gerrard aprovechó la distracción para cogerla de la mano, y enlazar sus brazos. Sintió que sus dedos titubeaban antes de posarlos sobre su brazo y darle un ligero apretón; una caricia muy leve que le caló muy hondo. Los dos hombres abandonaron la posada y Brisenden retomó su lugar. Gerrard señaló la puerta.

—¿Por qué no nos indica el camino, Brisenden?

El aludido se percató del lugar donde descansaba la mano de Jacqueline. Compuso una expresión pétrea antes de alzar la mirada y clavarla en sus ojos, pero después se limitó a asentir con la cabeza antes de echar a andar hacia el interior de la posada.

A partir de ese momento y con la experta ayuda de Barnaby, que unas veces se hizo el distraído y otras se las arregló para dirigir la conversación y elegir los asientos, Gerrard se hizo con el control. Ya era más que suficiente. Brisenden quedó desterrado al fondo de la mesa, lo más lejos posible de Jacqueline, quien se encontró sentada entre Jordan y él mismo.

A pesar de sus aires de superioridad, Jordan no había dado señales de estar interesado en Jacqueline. Lo menos que podía hacer por Barnaby, que estaba manteniendo ocupado a Brisenden, era librarlo de ese petimetre.

La comida transcurrió en un ambiente bastante tranquilo y agradable. Se charló distendidamente de los temas habituales: de la vida rural, de la fiesta parroquial que estaba a punto de celebrarse, de pesca, de los bailes y fiestas que había previstos, de quién había estado en Londres durante la temporada y conocía los chismes más frescos… Llegados a ese punto, casi todos se giraron al unísono hacia Barnaby.

El susodicho sonrió y les regaló con sumo gusto una anécdota sobre dos hermanas decididas a arrasar con la alta sociedad. Sólo él supo lo mucho que su amigo había censurado el relato. La agilidad de la mente de Barnaby era impresionante y también graciosa.

Cuando el almuerzo tocó a su fin, todos se levantaron de la mesa e hicieron que el posadero pusiera el total de la comida en la cuenta de sus padres.

Los caballos ya los estaban esperando. Matthew se quedó muy cerca, a todas luces con la esperanza de ayudar a Jacqueline a montar. No tuvo la menor oportunidad.

Gerrard la acompañó desde la mesa hasta su yegua. Tras ordenarle al mozo de cuadra que sujetara bien al animal, la soltó de la mano, la cogió por la cintura y la alzó hasta la silla.

Pan comido. Pero cuando sus miradas se encontraron, su mente registró que estaba tocando su cuerpo, tan esbelto y femenino, y que ella lo miraba con los ojos desorbitados… Se dio cuenta de que había dejado de respirar. Le supuso un esfuerzo sobrehumano apartar las manos, soltarla y alejarse de la yegua.

—Gracias —dijo ella, que parecía sufrir la misma falta de aliento que él.

Fue en busca del mozo de cuadra que sostenía su propia montura y subió de un salto. Cuando todos estuvieron a lomos de sus caballos y preparados para recorrer de nuevo la empinada cuesta del camino, ya había conseguido relajar la mandíbula y respirar con normalidad.

Hizo que su caballo se pusiera al lado de la yegua de Jacqueline y emprendieron el ascenso. Ella se dio cuenta, pero sólo le lanzó una mirada de reojo; no hizo nada, no dijo nada.

Aunque no sabía si habría algo que decir. Algo que pudiera disipar la tensión que los embargaba. Algo que pudiera calmarlos.

Matthew Brisenden se quedó en el porche de la posada con la mano en alto.

Si bien sus sentidos se concentraban en la mujer que montaba a su lado, Gerrard sintió la mirada del muchacho clavada en la espalda hasta que transpusieron la loma y dejaron la posada atrás.