Capítulo 4

DESPUÉS del almuerzo, informal y tranquilo, Gerrard se retiró a su estudio mientras que Barnaby se ponía en marcha de nuevo, dispuesto a explorar el Cíclope y los jardines en profundidad.

Antes del almuerzo habían paseado por el Jardín de la Noche, un lugar curioso, efectista y un tanto desconcertante. La atmósfera había cumplido todas sus expectativas. Además de resultar misteriosamente gótica, también poseía un tinte siniestro ocasionado por la opresiva quietud del lugar. El jardín de Poseidón, muchísimo más alegre, les había aligerado el ánimo antes de que el gong los convocara de vuelta a la mansión.

En cuanto cerró la puerta de la habitación infantil que hacía las veces de estudio, se zambulló en el trabajo. Se había marcado un objetivo preciso: colocarlo todo, desembalar las cajas que los criados habían dejado amontonadas junto a las paredes y ordenar las pinturas, las paletas, los pinceles y toda la parafernalia con la que se rodeaba normalmente. Sin embargo y a pesar de tener las manos ocupadas, su mente siguió absorta en otro asunto.

En Jacqueline Tregonning.

Rememoró al detalle los momentos que había compartido con la muchacha e intentó encontrarles sentido. Intentó extraer todo el sentido posible de cada uno de ellos, algún concepto que le resultara lo bastante sólido como para definirla. Como para definir a qué se enfrentaba cuando estaba con ella.

Su impresión inicial había sido la de una mujer con carácter. Cosa que era cierta, pero ese carácter había resultado mucho más complejo de lo esperado. Decidió tildarla de enigmática. Un enigma que estaba por resolver.

Todavía no había descubierto nada sobre su verdadera personalidad. Hasta ese momento, sus observaciones habían despertado muchos más interrogantes que respuestas.

Y eso lo sorprendía.

Sabía a ciencia cierta que le habría hecho frente a la sorpresa, al reto que Jacqueline representaba, y habría salido airoso de no ser por todo lo demás. Por los restantes aspectos de su interacción que no había previsto y que no estaba seguro de cómo encarar.

Pese a su experiencia, se encontraba en una situación a la que jamás se había enfrentado. Ni siquiera cuando sus modelos habían sido grandes bellezas, como las gemelas por ejemplo, se había preguntado por el sabor de sus labios.

Se repitió de nuevo que, conforme la fuera conociendo, la atracción sexual que sentía acabaría por desaparecer y convertirse en la distante curiosidad que lo caracterizaba. Aun así, no le quedó más remedio que reconocer que, tal y como estaban las cosas, cuanto más se acercaba a ella, más poderosa era dicha atracción.

Abrió un arca que dejó en el suelo y se puso en cuclillas para examinar los lápices y carboncillos cuidadosamente dispuestos en su interior. Intentó concentrarse en el arte de la pintura, en los arreglos prácticos y necesarios para que cobrara vida. Intentó canalizar su energía en los preparativos, pero no sirvió de nada.

Eligió dos lápices y cerró el arca. Una vez que se enderezó, cruzó la estancia en dirección a la mesa que había ordenado colocar en un extremo del ventanal. En ella se amontonaban los cuadernos de dibujo, y el papel de textura gruesa que le gustaba utilizar para los primeros bocetos aún mostraba su blanco más virginal en espera de sus impresiones, de sus primeros intentos por representarlas.

Semejante imagen siempre le provocaba un ramalazo de emoción, una intensa avidez por volcarse de lleno en un nuevo trabajo. Sintió la punzada de emoción, la predisposición de sus sentidos; no obstante, descubrió que en su mente había otra cosa, algo más incitante, que lo distraía.

Dejó los lápices, inspiró hondo y cerró los ojos… para recordar con todo lujo de detalles la expresión de esos ojos verdosos, con sus matices ambarinos, dorados y castaños, durante el efímero episodio de la cala.

Se concentró en ese momento concreto y lo rememoró. Recordó lo que había sentido, el modo en el que esos sentimientos habían brotado.

Y comprendió que la reacción que la muchacha despertaba en él, la atracción sexual en sí misma, no era la única culpable de su falta de concentración. También se debía a la reacción de Jacqueline y a la respuesta que dicha reacción suscitaba en él. Todo ello combinado.

Abrió los ojos y parpadeó. Acto seguido, frunció el ceño. No recordaba haberse visto nunca embrujado, cautivado, por la reacción que mostraba una mujer ante él. Sin embargo, nada más notar que le temblaban los dedos mientras le sujetaba la mano, había ardido en deseos de estrecharla entre sus brazos. Cuando notó la sorpresa que asomaba a sus ojos, lo embargó el apremio de tocarla, de acariciarla, de observar cómo los abría todavía más.

Masculló un juramento. Cada vez que pensaba en ella, acababa imaginándola mientras le hacía el amor.

Escuchó que alguien llamaba a la puerta suavemente, de forma indecisa.

«No es Jacqueline», fue lo primero que pensó.

Se pasó una mano por el pelo.

—Adelante. —Cualquier distracción era preferible a los derroteros que su mente insistía en tomar.

La puerta se abrió para dar paso a Millicent, que sonrió nada más verlo y entró en la estancia. Echó un vistazo a su alrededor, aunque pareció hacerlo más por educación que por curiosidad, como si pensara que debía mostrarse interesada.

—Veo que está ordenando sus cosas. Espero que todo sea de su agrado.

«No… Desear a su sobrina me está desquiciando», pensó Gerrard, si bien sonrió y dijo:

—Sí, gracias. Tengo todo lo que necesito.

—Bueno… —Millicent titubeó. Saltaba a la vista que la visita tenía un propósito, uno que a la dama no le apetecía sacar a colación.

Gerrard señaló el alféizar acolchado de la ventana más alejada, la zona de la estancia pensada para recibir a las visitas, un tanto apartada del área de trabajo.

—¿Le gustaría sentarse?

Millicent se giró y echó un vistazo al asiento.

—Sí. Gracias.

Gerrard la siguió mientras atravesaba la estancia, cogió una silla de respaldo alto y la colocó frente a la ventana, lo bastante cerca como para ver bien los ojos de la mujer, pero no tanto como para que su proximidad la incomodase.

Esperó a que ella se sentara antes de hacer lo propio. Al ver que no decía nada, sino que se limitaba a observar su rostro como si estuviera decidiendo si debía hablar o no, le preguntó:

—¿Quería decirme algo?

Millicent siguió observándolo en silencio y después torció el gesto.

—Sí. Es usted muy intuitivo.

Gerrard guardó silencio.

—Es sobre Jacqueline —dijo la dama, con un suspiro—. Y sobre… Bueno, sobre el motivo por el que no quiere volver a poner un pie en el Jardín de la Noche.

—Me percaté de su renuencia esta mañana —replicó al tiempo que asentía con la cabeza para alentarla.

—Cierto. —Millicent dejó las manos en el regazo y se las apretó con fuerza—. Es por su madre. O, más bien, por la muerte de su madre. Murió de una caída. Desde la terraza. Cayó al Jardín de la Noche.

Gerrard fue consciente de que su rostro delataba la impresión que sentía.

Millicent se percató y se inclinó hacia delante, preocupada.

—Lo siento. Ya veo que no lo sabía, pero no estaba segura de si Marcus le contaría los detalles y, además, teniendo en cuenta que debe saber cosas sobre Jacqueline para hacer un retrato fiel de su persona, es de suponer que acabaría dándose cuenta de que algo raro pasaba… Como efectivamente lo ha hecho.

Se las arregló como pudo para asentir con la cabeza. Necesitaba meditar con urgencia.

—¿Qué sucedió? —Al ver que Millicent fruncía el ceño, como si no entendiera a qué se refería, puntualizó—: ¿Cómo se cayó la madre de Jacqueline?

Los ojos de la mujer se abrieron de par en par apenas un instante. Después, se enderezó en la silla. Gerrard tuvo la impresión de que acababa de meter la pata, aunque no entendía el motivo.

—Evidentemente —contestó Millicent, llevándose una mano al cuello del vestido en un gesto nervioso—, pensamos que fue un accidente. —Su tono de voz era cauteloso—. Si hubo algo más… En fin, nunca se ha hecho alusión a que hubiera algo más.

La dama se había sonrojado. Para desilusión de Gerrard, se puso en pie.

—Así que ya entiende por qué mi sobrina no quiere entrar en esa parte concreta de los jardines. Y no estoy segura de que alguna vez se recupere lo bastante como para volver a hacerlo. Por favor, no la presione.

Gerrard también se puso en pie.

—No, por supuesto.

—Debo marcharme —dijo Millicent, mirando hacia la puerta—. Espero que no se olvide de que esta noche cenamos en casa de los Fritham. El carruaje estará preparado para las siete.

—No lo olvidaré, gracias. —La siguió hasta la puerta.

La dama ni siquiera esperó a que se la abriera, lo hizo ella misma y se marchó sin más demora.

—A las siete en punto, no se olvide —le recordó mientras bajaba las estrechas escaleras, tras lo cual desapareció por el pasillo.

Gerrard se apoyó en la jamba de la puerta y se preguntó por qué Millicent había llegado a la repentina conclusión de haberse ido de la lengua. ¿Qué le había dicho exactamente?

Poca cosa. Lo justo para que comprendiera lo mucho que le quedaba por descubrir.

—¡Válgame Dios! ¿Murió de una caída desde la terraza?

—Eso dijo Millicent y no creo que se lo haya inventado. —Gerrard estaba repantingado en la cama de Barnaby, observando a su amigo mientras este se anudaba la corbata al descuido.

Una vez que hubo inclinado la cabeza para que los pliegues quedaran bien doblados, lo miró de soslayo.

—¿Y dices que hay cierto misterio sobre el accidente?

—No, no lo afirmo… Lo intuyo. Si hubo algo más… —siguió, imitando la voz de Millicent—, en fin, nunca se ha hecho alusión a que hubiera algo más. —Abandonando el falsete, continuó—: Eso fue lo que dijo con los ojos como platos y con una expresión que dejó bien claro que eso es lo que todo el mundo piensa aunque nadie se haya atrevido a sugerir tal cosa.

—¡Un misterio! —exclamó Barnaby con una mirada radiante.

—Posiblemente. —Gerrard no estaba muy seguro de que fuese muy sensato dejar que su amigo investigara a su antojo, pero necesitaba saber más y Barnaby era un maestro a la hora de desentrañar misterios—. Le pregunté a Compton sobre el tema. Al parecer, la difunta lady Tregonning era una mujer muy querida por todos los que la conocían. La teoría generalizada es que se asomó por la balaustrada para ver algo en el Jardín de la Noche, perdió el equilibrio y se cayó. Un trágico y lamentable accidente, nada más. No hay duda de que fue la caída lo que la mató; tenía el cuello roto. Eso es lo que circula por las dependencias de la servidumbre.

—Normalmente ellos lo saben todo —musitó Barnaby mientras se ponía el frac.

—Cierto —replicó Gerrard, enderezando la espalda—. De todas formas, aunque la causa de la muerte está muy clara, lo que queda por saberse es el motivo por el que perdió el equilibrio y cayó. Es lo único que explica la reacción de Millicent.

Barnaby, enfrascado en la tarea de guardarse un pañuelo, el reloj y otros objetos en los bolsillos, resopló por la nariz.

—¿Suicidio? —aventuró—. Siempre es una posibilidad en estos casos.

Gerrard torció el gesto y se puso en pie.

—Podría ser. Millicent me contó la historia para asegurarse de que no voy a obligar a Jacqueline a entrar en el Jardín de la Noche, pero de pronto decidió que había revelado más de lo que quería. Sí, debe de ser eso. —Se encaminó a la puerta. Eran casi las siete.

Barnaby lo alcanzó.

—¿Pero…?

Con la mano en el pomo de la puerta, Gerrard miró a su amigo a los ojos.

—Necesito saber la verdad, sea la que sea. Y, por razones obvias, no puedo preguntárselo a Jacqueline.

Barnaby sonrió y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Déjalo en mis manos. Veré lo que puedo averiguar esta noche. Seguro que alguno de los comensales está dispuesto a intercambiar algún que otro jugoso cotilleo.

—Asegúrate de que no parezca que estamos enfrascados en una investigación —dijo él, meneando la cabeza mientras salía de la habitación.

—Confía en mí —lo tranquilizó Barnaby, que cerró la puerta y lo siguió—. Seré la discreción personificada.

De camino a la escalinata, Gerrard debatió consigo mismo si debía añadir algo más o no. A la postre, murmuró:

—Hay otra cosa más.

—¡Caray! ¿El qué?

—Necesito saber por qué sigue soltera Jacqueline. Tiene veintitrés años, es atractiva y, además, es la heredera de los Tregonning. Aunque esté recluida aquí, debe de tener pretendientes o, al menos, debe de haberlos tenido. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Nadie ha hecho la menor alusión a que haya algún caballero revoloteando a su alrededor. ¿La muerte de su madre los espantó?

—Interesante cuestión… —Habían llegado a la escalinata. Barnaby lo miró de reojo, con expresión jovial y curiosa—. Dime una cosa: ¿por ahí soplan los vientos?

Gerrard resopló.

—No empieces… —Comenzó a bajar la escalinata—. Necesito saberlo para el retrato.

—Estas cosas son fáciles de averiguar.

—Recuerda: la discreción es esencial.

—Ya me conoces.

—Precisamente por eso te lo digo.

Y no era precisamente la discreción o indiscreción de Barnaby lo que le preocupaba, sino su entusiasmo. En cuanto se sumergía en la resolución de un misterio, su amigo tendía a olvidarse de ciertos detalles como la susceptibilidad femenina o la etiqueta. Desde el lugar que ocupaba en un grupo del cual Jacqueline formaba parte, Gerrard observó a Barnaby mientras este merodeaba por el salón de los Fritham.

A la caza de información. Con su radiante mirada, su alegre personalidad y sus exquisitos modales (que utilizaba cuando le convenía), se le daba de maravilla sonsacar información.

Él mismo estaba haciendo sus propias pesquisas. Lady Fritham había invitado a buena parte de la nobleza local. Puesto que formaba parte del grupo de Jacqueline, pudo observar sus distintas reacciones al saludar a los demás invitados a medida que se acercaban a ellos. Entre apretones de manos y explicaciones acerca de la parentela que unía a unos y otros, volvió a ser testigo del enigmático comportamiento de la muchacha. A ojos de los demás era una mujer segura de sí misma, serena y con aplomo, aunque se mostrara reservada y distante desde el punto de vista emocional (la distancia física se daba por sentado), como si hubiera tomado la decisión de mantenerse apartada de todos los presentes. Aunque los conocía bien, mantuvo las distancias.

En un principio, lo había achacado a una naturaleza desconfiada, y ciertamente había algo de eso en su comportamiento, pero después de conocer las circunstancias que rodeaban la muerte de su madre, se preguntaba silo qué percibía era más bien una especie de escudo protector. Una barrera que había alzado para evitar que los demás llegaran hasta ella y le hicieran daño.

¿Por qué iban a hacerle daño?

¿Se lo habrían hecho ya? ¿Cómo?

Comenzó a observar con más detenimiento y no sólo a Jacqueline, sino también a todos los demás. Observó y analizó… Sintió que el cambio de actitud agudizaba sus sentidos, que adoptaron una posición de alerta.

Además de lord y lady Fritham y sus hijos, estaba presente la familia Myles al completo, el matrimonio y los tres hijos, Roger, Clara y Rosa. La antipática señora Elcott y su esposo no se encontraban entre los asistentes, y tal vez no fuera de extrañar. Le presentaron a un tal señor Hancock, acompañado de su esposa y de sus dos hijas, Cecily y Mary. También había acudido sir Humphrey Curtis, junto con su hermana, la señorita Annabel Curtis, ya que era viudo.

Lord Trewarren, un hacendado de la zona, acompañado por su esposa y sus dos hijos, Giles y Cedric, formaba parte del grupo en el que Gerrard estaba incluido, junto con Mitchel Cunningham y Millicent.

—Señor Debbington, háblenos de su opinión sobre los jardines de Hellebore Hall —dijo lady Trewarren, mirándolo con la barbilla en alto y expresión miope—. Millicent dice que los ha visto usted hoy. ¿Va a pintarlos?

—Sí, algún día. En cuanto a mi opinión, es difícil calificar algo tan único en su especie. Desde luego, he visto pocos lugares tan apropiados para un paisajista.

Lady Trewarren miró a Millicent.

—Millicent, querida, debes convencer a Marcus para que abra los jardines al público de vez en cuando. ¿Qué sentido tiene tener algo tan magnífico si nadie lo ve?

Millicent murmuró su conformidad.

—Espero de todo corazón que el interés que estoy segura de que va a provocar el trabajo del señor Debbington cuando lo exponga ayude a convencer a mi hermano.

Gerrard correspondió a la sonrisa de Millicent, pero su atención estaba puesta en lady Trewarren y en la repentina desatención que captó en su rostro. La dama estaba mirando de reojo al lugar donde su primogénito, Giles, conversaba con Jacqueline.

Él mismo agudizó el oído para escuchar dicha conversación. El muchacho acababa de invitarla educadamente al paseo a caballo hasta Saint Just que su hermano y él, junto con otros jóvenes, habían planeado para el día siguiente. Giles parecía un tipo agradable. Sonrió complacido cuando Jacqueline aceptó la invitación, gesto que irritó visiblemente a su madre. Gerrard había sido testigo de semejante reacción en otras ocasiones, casi siempre cuando las solícitas madres querían proteger a sus amados retoños de cualquier relación con las hijas de los advenedizos burgueses. Sin embargo, Giles había dejado atrás la adolescencia y Jacqueline no era la hija de un burgués ni mucho menos. De todos modos, lady Trewarren, consciente de que había perdido el hilo de la conversación y al parecer deseosa de disimular su reacción, volvió a concentrarse en sus palabras, aunque su rostro siguió mostrando su afán por evitar toda relación entre Jacqueline y su hijo.

Millicent no se había dado cuenta de nada porque había estado conversando con lord Trewarren acerca del inusual buen tiempo del que disfrutaban desde hacía unos días.

Gerrard se unió a la conversación, pero siguió con el ojo puesto en lady Trewarren. Como era de esperar en cuanto se le presentó la ocasión, reclamó el brazo de su primogénito, no el de su esposo, y se alejó con él tras excusarse con los demás.

Jacqueline no pareció percatarse de que acababan de privarla de las atenciones de un apuesto admirador porque, a decir verdad, el lugar de Giles no tardó en ser ocupado por Roger Myles.

—Desde luego —dijo Gerrard, contestando a una pregunta sobre la capital—. El calor en Londres es insoportable a finales del verano.

Se movió un poco y observó la multitud en busca de la señora Myles para ver si su reacción era similar a la de lady Trewarren.

—Damas y caballeros —dijo el mayordomo de la familia desde el vano de la puerta. Cuando todos los presentes se giraron en su dirección, prosiguió—: La cena está servida.

El anuncio fue seguido del habitual revuelo mientras lady Fritham emparejaba a sus invitados. Gesticulando a diestro y siniestro, la dama dispuso que Barnaby acompañara a Clara Myles y después se acercó a él. Lo tomó del brazo y lo instó a atravesar el salón con ella.

—Millicent me ha dicho que necesita tiempo para charlar con Jacqueline —murmuró, inclinándose hacia él—, para el retrato, claro está. Pero no creo que esta noche deba pensar en el trabajo. Le he pedido a Eleanor que se asegure de que lo pasa usted bien.

Dicho lo cual, lo dejó con su hija.

Gerrard sonrió de forma jovial y tomó la mano de la muchacha mientras se preguntaba qué oportunidades le depararía la disposición de los comensales en la mesa.

Cuando entraron al enorme comedor, descubrió que la organización de la anfitriona era muy de su agrado. Sin pretenderlo y precisamente para mantenerlo alejado de ella, lady Fritham había colocado a Jacqueline en el lugar perfecto: frente a él. Eso significaba que no podría conversar con ella, pero de momento no era ese su objetivo. Su objetivo no era otro que el de observarla, al igual que a lady Trewarren y a la señora Myles, ambas madres de sendos caballeros que se contaban entre las amistades de Jacqueline. Por lo que observó mientras ocupaban sus asientos, el cuarteto, en el que se contaba Mary Hancock y el menor de los Trewarren, se conocía desde hacía mucho tiempo y su relación no era más que una simple amistad.

Una vez que Eleanor estuvo sentada, retiró su propia silla e hizo lo propio. Cecily Hancock ocupaba el lugar situado a su izquierda. A tenor del brillo que iluminaba los ojos de ambas muchachas, estaban ansiosas por entretenerlo.

De modo que decidió ser el primero en mostrarse encantador y les preguntó sobre los lugares de interés de la zona.

A lo largo de la cena, comprobó que lidiar con Eleanor y Cecily, quienes rivalizaban por captar su atención, mientras observaba a lady Trewarren y la señora Myles era coser y cantar. Cada una de ellas estaba sentada a un extremo de la mesa. Para mirar a lady Trewarren, debía conversar con Cecily, pero gracias a los obvios intentos de la muchacha por monopolizarlo, ni siquiera se vio obligado a disimular.

A medida que se sucedían los distintos platos, Gerrard observaba y analizaba. Aunque Cedric mantenía una animada conversación con Jacqueline, su madre parecía más tranquila que cuando su hermano se acercó a ella en el salón. Era posible que Su Ilustrísima supiera que entre Cedric y Jacqueline sólo existía una simple amistad. El caso de la señora Myles era muy distinto. Acababan de servir el postre cuando alcanzó a entrever algo muy parecido a la preocupación maternal que había vislumbrado en lady Trewarren.

La señora Myles se mostraba mucho más comedida en sus expresiones, pero Roger era su único hijo. En un momento dado, el muchacho soltó una carcajada al igual que lo hicieron Jacqueline y Cedric, y la dama se inclinó hacia delante para ver qué ocurría, no con actitud reprobatoria pero sí con cierta preocupación. Una vez que comprobó la situación, se enderezó de nuevo en la silla. Se limpió los labios con la servilleta de forma distraída, con el ceño levemente fruncido y la mirada perdida, pero lord Fritham reclamó su atención y se vio obligada a mirarlo.

Gerrard se giró hacia Cecily.

Justo a tiempo de ver cómo le lanzaba una mirada altiva y rebosante de rencor a Eleanor y después a Jacqueline, que alzó la vista en ese mismo instante y también la vio.

Acto seguido, la muchacha se giró hacia él haciendo un despliegue de lo que ella entendía, sin duda, por encanto sensual. Saltaba a la vista que se había perdido algo que debería haber cortado de raíz.

—No entiendo muy bien la importancia de que haga usted un retrato de Jacqueline —dijo Cecily con voz seductora mientras se inclinaba hacia él—. En fin, todo el mundo sabe que ese pelo castaño está pasado de moda. Sin embargo, ahora que está usted aquí, supongo que estará buscando otras damas más adecuadas a las que pintar para que su estancia en la zona sea fructífera. —Se llevó los dedos a sus lustrosos tirabuzones rubios al tiempo que le sonreía. Sólo le faltó pestañear de forma exagerada—. Estaría encantada de posar para usted.

Gerrard decidió no confesarle que todas las noches rezaba para no tener que pintar justo el tipo de jovencita que ella representaba. También le pareció poco conveniente decirle que si la pintaba, todo su rencor y mal carácter (cosas que poseía en abundancia según había deducido por sus comentarios) saldrían a la luz. A buen seguro que soltaría un chillido indignado, o se desmayaría, o lo acusaría de algo.

Sin embargo, a causa del imprudente volumen con el que había hecho el comentario (con la intención de que todos los que estaban sentados a su alrededor lo escucharan, estaba seguro de ello), los comensales aguardaban su respuesta. Notó la crispación de Eleanor. Mitchel Cunningham, sentado al otro lado de Cecily y profusamente ruborizado, era todo oídos. Jacqueline estaba mirando a Roger, a quien había dirigido algún comentario, cosa que atrajo la atención de Cedric y de Mary (una jovencita muy distinta a su hermana), pero todos ellos estaban pendientes de su réplica.

Gerrard tardó un instante en percatarse de todo ello. Después de sonreír de forma afable a Cecily, le dijo:

—Me temo que los pintores como yo no seguimos la moda, señorita Hancock. —Su tono fue frío e imprimió a su voz un deje de superioridad. Tras un breve momento de indecisión y sin dejar de mirarla, añadió—: No la seguimos por la sencilla razón de que la imponemos.

Dicho lo cual, se giró hacia Eleanor e inició una conversación sobre Saint Just, dejando sin remordimiento alguno que la rencorosa Cecily se las apañara como buenamente pudiera.

La muchacha guardó silencio durante unos minutos, tras los cuales Mitchel Cunningham le preguntó algo de forma educada. Cecily tardó un poco en responderle, pero a la postre lo hizo en voz baja.

Jacqueline lo miró desde el otro lado de la mesa. Sus miradas se entrelazaron brevemente. Notó su agradecimiento y también su perplejidad. Aunque no entendió ninguna de las dos reacciones.

Lady Fritham se puso en pie poco después, convocó a las damas y las precedió hacia el salón. Los caballeros se reagruparon en la cabecera de la mesa mientras los criados colocaban el brandi y el oporto frente al anfitrión. Gerrard se sorprendió al ver que Jordan Fritham rodeaba la mesa para sentarse a su lado. Ambos se sirvieron una copa de oporto cuando el decantador llegó a sus manos y se acomodaron en sus respectivas sillas.

—¿A qué vienen todos esos rumores sobre Bentinck? —le preguntó lord Fritham a Barnaby—. Según dicen, se ha metido en un buen berenjenal.

Barnaby, que sabía a qué se refería Su Ilustrísima, se lanzó a un relato pormenorizado sobre el más reciente, y posiblemente el último, intento de contraer matrimonio protagonizado por Samuel Bentinck, lord Mainwarring. Gerrard se relajó en la silla. Conocía la historia ya que la había oído al menos en dos ocasiones de labios de su amigo, pero era un narrador tan estupendo que no le pesó oírla una vez más.

Barnaby se enrolló de lo lindo mientras que Jordan Fritham comenzaba a impacientarse de forma visible.

A la postre, el joven se acercó a él y le dijo en voz baja:

—Según tengo entendido, ha sido todo un logro que el viejo Tregonning lo convenciera de que se trasladase a nuestro rústico entorno para pintar a Jacqueline.

Gerrard lo miró. El muchacho bajó la vista y la clavó en el vino, como si lo estuviera examinando con mucho detenimiento mientras lo hacía girar en la copa. Tendría unos veinticinco años, si no más, pero le costaba trabajo verlo como a un adulto apenas unos años más joven que él. Su perpetua arrogancia, su superioridad y su expresión malhumorada, por no tildarla de beligerante, lo proclamaban como una persona inmadura.

A Barnaby aún le quedaba un poco para rematar la historia. Intrigado por comprobar adónde conducía la conversación con Jordan, Gerrard replicó:

—No tengo por costumbre pintar retratos.

Su interlocutor asintió con la cabeza y alzó la vista… hacia la cabecera de la mesa, evitando de ese modo su mirada.

—¡Ah, sí! Su verdadero interés reside en los jardines, cierto. —Alzó la copa y bebió un sorbo de vino antes de murmurar todavía sin mirarlo—: Toda una afortunada casualidad que Tregonning pueda ofrecerle sus jardines como incentivo.

—¿Afortunada? —repitió, disimulando la perplejidad que el comentario le había provocado. ¿Adónde demonios quería llegar?

El joven le lanzó una mirada fugaz antes de volver a clavar la vista en el oporto.

—Bueno, todos sabemos, al menos aquellos que conocemos bien a la familia, el motivo por el que Tregonning quiere el retrato.

Demasiado avezado en esas cuestiones como para formular la pregunta que Jordan quería escuchar, al menos de momento, inquirió:

—¿Usted y su familia conocen bien a los Tregonning?

Jordan alzó la vista y frunció el ceño.

—Por supuesto.

—Según ha dicho su padre, provienen ustedes de Surrey.

—Sí, somos originarios de allí, como lo era Miribelle, la difunta esposa de Tregonning. Mi madre y ella eran vecinas e íntimas amigas durante la infancia. Después se casaron y Miribelle se mudó. Unos años más tarde, mi madre se cansó de que su relación se limitara a las cartas y, como Tregonning no parecía dispuesto a dejar Hellebore Hall, convenció a mi padre para que comprara Tresdale Manor y… —Torció el gesto y concluyó con voz desagradable—: Aquí estamos. —Apuró la copa de vino.

Gerrard se preguntó si sabría lo evidente que era su resentimiento por encontrarse enterrado en el campo, lejos de todas las diversiones. Posiblemente lo supiera y le importara un comino.

—Lleva casi un día en Hellebore Hall, tiempo de sobra para que se haya dado cuenta del mausoleo en el que se ha convertido. Miribelle era el alma de la casa. Mamá y ella siempre estaban organizando fiestas, bailes y todo tipo de entretenimientos. En su mayor parte se celebraban aquí, pero la alegría contagiaba Hellebore Hall. Hasta Tregonning sonreía de vez en cuando. —Dejó la copa y cogió el decantador. No estaba borracho, pero sí un tanto achispado.

Gerrard aguardó en silencio. Tal y como esperaba, su interlocutor prosiguió con la historia.

—Y después Miribelle murió. —Hizo una pausa para beber y continuó—: Murió de forma inesperada a causa de una caída. Desde entonces casi no hay fiestas en el vecindario. —Torció el gesto de nuevo y clavó una hosca mirada en el otro extremo de la estancia antes de devolver la vista a la copa y decir en voz más baja—: Oficialmente fue accidental, por supuesto.

Ahí estaba. Gerrard se quedó de piedra, tanto física como mentalmente, porque acababa de descubrir el nexo de unión entre el retrato, esa insistencia de lord Tregonning rayana en la extorsión para que fue se él quien lo pintara, el comentario de Jacqueline acerca de que un retrato pintado por él era justo lo que su padre necesitaba, y la importancia que le otorgaba al hecho de que la mostrara tal y como era de verdad…

Alzó la copa y bebió un buen sorbo del magnífico oporto de lord Fritham. Ni siquiera lo paladeó. Sin embargo, su expresión no delató ni un ápice del torbellino emocional que sufría y lo agradeció sobre manera; sobre todo porque estaba delante de un imbécil como Jordan Fritham.

—Claro. —Cualquiera que lo conociera se habría dado por advertido al escuchar su tono de voz. Hasta Jordan alzó la vista, alarmado, si bien no parecía entender el porqué. Gerrard tomó otro sorbo de oporto y enarcó una ceja—. ¿Debo entender que los allegados de la familia conocen… la razón por la que voy a pintar el retrato de Jacqueline?

Fue incapaz de evitar que su voz reflejara parte de la ira que sentía; pero, aunque su interlocutor la captó y frunció un poco el ceño, se limitó a encoger un hombro mientras respondía:

—Supongo que sólo lo sabemos aquellos que estamos muy unidos a la familia.

—¿La mayoría de los presentes?

—¡Caray, no! Los más jóvenes lo ignoran, las muchachas, Roger y Cedric, por ejemplo.

—Entiendo. —Y ciertamente lo entendía.

Lord Fritham eligió ese momento para retirar su silla de la mesa. Gerrard se dio cuenta de que Barnaby había concluido el relato. Las habituales exclamaciones y comentarios ya habían finalizado.

—Muy divertido, señor Adair. Creo que ya es hora de que nos reunamos con las damas. —Y se puso en pie con una sonrisa de oreja a oreja.

Se oyó el chirrido de las sillas contra el suelo mientras los invitados se ponían en pie y lord Fritham se giraba hacia el mayordomo para hablar con él. Gerrard echó a andar con los demás hacia la puerta, pero se las ingenió para quedar rezagado de modo que Barnaby se acercara a él.

Enfilaron el pasillo en la retaguardia del grupo. Lord Fritham aún estaba en el comedor, pero no tardaría en alcanzarlos. De modo que aminoraron el paso.

—¿Qué pasa? —le preguntó Barnaby.

Gerrard lo miró de reojo. Barnaby era una de las pocas personas capaces de percatarse de su estado de ánimo.

—Acabo de descubrir algo inquietante y demasiado complicado como para explicártelo aquí. ¿Tú has averiguado algo?

—Nada sobre la muerte de lady Tregonning, pero sí he escuchado un par de cosas sobre el pretendiente de Jacqueline.

—¿Tenía un pretendiente?

—Tú lo has dicho: «tenía». El hijo de un hacendado local. Un muchacho apreciado por todo el mundo. La unión habría sido ventajosa para ambas partes. Al parecer, estaban muy encariñados y todos esperaban el anuncio del compromiso… pero, un buen día, desapareció sin dejar rastro.

—¿Cómo que desapareció? —Gerrard no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Miró a su amigo.

Barnaby asintió con la cabeza.

—Se lo tragó la tierra. Después de hacerle una visita a Jacqueline se marchó a los establos y nadie ha vuelto a saber nada de él hasta la fecha.

Gerrard devolvió la vista al frente.

—¡Por el amor de Dios!

—Vaya.

Se estaban acercando a las puertas del salón. Ambos echaron un vistazo hacia atrás y vieron que lord Fritham, la viva imagen del anfitrión cordial, los seguía de cerca. Titubearon un instante antes de que Barnaby murmurara:

—¿Sabes qué probabilidad hay de que sucedan dos hechos inexplicados y aparentemente accidentales en un mismo sitio?

—Minúscula —respondió mientras entraba en el salón.

Barnaby entró tras él, pero en lugar de seguirlo se alejó, sin duda a la caza de información.

Gerrard decidió dejarlo campar a sus anchas. Su estatura le permitió recorrer la estancia con la mirada en busca de la única persona que estaba interesado en interrogar.

Sin embargo, Mitchel Cunningham no estaba allí.

La señora Hancock y la señorita Curtis, que estaban sentadas en un diván, se percataron de que estaba solo y le hicieron un gesto para que se acercara a ellas. De modo que no le quedó más remedio que complacerlas. Conversó con unos y con otros mientras las Myles y Mary Hancock deleitaban a la audiencia tocando el piano y aguardó la reaparición de Mitchel Cunningham.

El tiempo pasó y el apoderado de lord Tregonning no regresaba. A la postre, Gerrard se plantó en un lateral de la estancia e hizo un recuento de los invitados. Eleanor Fritham también estaba ausente.

Como si le hubiera leído el pensamiento, las cortinas que adornaban el otro extremo de la estancia se movieron y la susodicha apareció como si tal cosa para mezclarse con la multitud. Físicamente era un regalo para la vista: cabello largo, rubio y suelto, tez clara, cuello esbelto y complexión delgada. Su apariencia no podía tildarse de etérea, pero sí resultaba un tanto angelical. Otra joven que también seguía soltera y sin compromiso…

Extrañado, siguió observándola mientras se acercaba al grupo en el que estaba Jacqueline, a quien tomó del brazo con familiaridad. Un gesto que delataba una larga amistad. Dadas las sospechas que albergaba, Gerrard cuestionó esa aparente amistad. Jacqueline estaba de espaldas a él, por lo que se perdió su reacción.

Apartó la mirada del grupo para echar otro vistazo por la estancia. Estaba a punto de moverse cuando se percató de que Mitchel Cunningham aparecía precisamente por las mismas cortinas por las que había entrado Eleanor.

Echó a andar hacia él y lo interceptó antes de que se uniera a algún grupo.

—¿Puedo hablar con usted un momento, Cunningham? —Al ver que Mitchel parpadeaba con extrañeza, añadió—: Es sobre el retrato.

El hombre había tratado con él en suficientes ocasiones como para captar su tono de voz. Lo vio apretar los labios y asentir con la cabeza.

—Sí, claro. Por supuesto —dijo.

Gerrard se giró hacia las puertas francesas por las que se accedía a la terraza.

—Si no le importa, preferiría hacerlo en un lugar donde gocemos de cierta privacidad.

El señor Cunningham aceptó la sugerencia. Una vez que estuvieron en el exterior, Gerrard echó un vistazo por la terraza. El ventanal que se escondía tras las cortinas daba a la terraza. Exactamente al extremo oculto entre las sombras.

Por fin comprendía la hostilidad que mostraba Jordan Fritham cada vez que Mitchel se acercaba a su hermana. La idea de tener a un simple apoderado como cuñado no debía de ser muy agradable para un hombre con ínfulas de grandeza.

Cunningham lo había visto mirar hacia el ventanal en cuestión. No se molestó en disimular que sabía lo que estaba sucediendo cuando lo miró a los ojos. Las aspiraciones de ese hombre no eran asunto suyo.

—Acabo de descubrir que la insistencia de lord Tregonning para que fuese yo quien pintara el retrato de su hija tiene un motivo que trasciende la simple apreciación de mi talento como pintor —le dijo.

Cunningham se quedó lívido. Su creciente nerviosismo resultó obvio pese a la penumbra.

—Vaya…

—Sí, vaya… —Gerrard mantuvo su genio a raya—. Veo que usted también está al tanto. Tengo una pregunta. ¿Por qué no se me informó de ese detalle?

El apoderado tragó saliva, pero no se acobardó. Alzó la cabeza y sostuvo la mirada de Gerrard.

—Mi opinión era que debía saberlo, pero lord Tregonning me prohibió decirle nada.

—¿Por qué?

—Porque no estaba seguro de su reacción. No sabía si usted declinaría el encargo a tenor de las circunstancias y después, cuando aceptó, le preocupaba la posibilidad de… influir en su punto de vista.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la ira que lo embargaba no asomara a su rostro. La situación era indignante, pero… a esas alturas ya no podía echarse atrás.

—¿La señorita Tregonning está al tanto de las expectativas de su padre con respecto al retrato?

A Cunningham pareció afectarle muchísimo esa posibilidad.

—Supongo que no… —Parpadeó varias veces—. Pero no lo sé. Su Ilustrísima no discutió ese detalle conmigo.

—Entiendo. —Los «detalles» del asunto lo estaban sacando de sus casillas y ya no sabía ni qué pensar, porque su mente saltaba de una idea a otra sin ton ni son. La posibilidad de que lord Tregonning albergara semejantes sospechas sobre su hija hacía que lo viera todo rojo. La posibilidad de que Jacqueline estuviera al tanto del plan de su padre y hubiera accedido sin protestar le provocaba el deseo de cogerla y zarandearla. ¿Cómo podía aceptar, tal y como parecía que era el caso, que dichas sospechas fueran siquiera razonables?

¿Cómo podía aceptar tan tranquilamente que él, un desconocido, la juzgara?

¿Cómo se atrevía a ponerlo, a ponerlos a los dos, en semejante tesitura?

Estaba furioso, pero se las arregló para refrenarse. Asintió con la cabeza mientras se obligaba a concentrarse en el lívido rostro de Cunningham.

—Muy bien. Puesto que lord Tregonning desea mantenerme al margen de sus expectativas, no veo motivo alguno por el cual tengamos que informarle de esta conversación.

Cunningham tragó saliva y asintió con la cabeza.

—Como usted diga.

—Faltaría más. —Miró al tipo a los ojos—. Le sugiero que haga el esfuerzo de olvidar que esta conversación ha tenido lugar y yo… —dijo, pero se interrumpió al tiempo que desviaba la vista hacia el extremo de la terraza, con total deliberación—, haré lo mismo.

Tras otro breve asentimiento de cabeza, Cunningham dio media vuelta y regresó al salón. Gerrard aguardó un minuto antes de seguirlo.

En cuanto puso un pie en la estancia, clavó la mirada en Jacqueline Tregonning.

Estaba deseando regresar a Hellebore Hall.