GERRARD pasó una noche inquieta. Antes del amanecer ya estaba levantado y asomado al balcón, dispuesto a contemplar la salida del sol sobre los jardines.
Mientras reflexionaba sobre Jacqueline Tregonning.
La joven era muy distinta de lo que había esperado. La diferencia de edad entre ellos no era tan grande como había imaginado, aunque en términos de experiencia mundana, la sobrepasaba con creces. De todas formas, en algún momento de su vida debía de haber sufrido alguna experiencia, algún incidente, que justificara la dureza que había percibido en ella. No se trataba de una simple firmeza de carácter, aún latente y sin desarrollar, sino de una fuerza de voluntad que había sido puesta a prueba y que había salido victoriosa Jacqueline Tregonning poseía la fuerza de voluntad de una superviviente.
Lo cual suscitaba una pregunta: ¿a qué había sobrevivido?
Fuera lo que fuese, ¿explicaría también las sombras que velaban sus ojos? No cabía duda de que era una mujer extrañamente sosegada y segura de sí misma; sin embargo, no era una joven alegre, ni mucho menos despreocupada, tal y como debería ser por su edad. Tampoco era congoja lo que empañaba su mundo, ni simple tristeza, de eso estaba seguro. Nada de eso formaba parte de su carácter.
¿Estaba dolida? Tal vez, pero desde luego algo había provocado ese distanciamiento con las personas que la rodeaban. No tenía nada que ver con su carácter, sino con una elección deliberada. Por eso lo había notado.
¿Qué le había pasado? ¿Cuándo? ¿Por qué persistían los efectos?
Compton entró con el agua para que se aseara. Gerrard abandonó el balcón para afeitarse y vestirse. De camino a la planta baja, recordó el otro insistente interrogante que el interludio con Jacqueline había suscitado y al que aún seguía dándole vueltas en la cabeza.
¿Qué había querido decir cuando le aseguró que tanto ella como su padre necesitaban que el retrato la mostrara tal y como era? ¿A qué se refería con ese «tal y como era»?
Entró en el comedor matinal sin que su expresión delatara su inquietud. Como consecuencia de la disposición de su dormitorio, emplazado en el extremo más alejado del ala de invitados, fue el último en llegar. Saludó a lord Tregonning, sentado a la cabecera de la mesa, con un gesto y después hizo lo propio con Millicent y Jacqueline antes de acercarse al aparador.
El mayordomo alzó las tapaderas de las fuentes al punto. Después de hacer su selección, volvió a la mesa y ocupó el lugar contiguo a Barnaby. Justo frente a Jacqueline.
Su mirada la recorrió mientras se sentaba. Estaba… El adjetivo más adecuado era «arrebatadora», por mucho que, en circunstancias normales, rehuyera del uso de un lenguaje tan florido. Estaba preciosa con un vestido de muselina de color marfil estampado con hojitas de roble en tonos dorados y verdes. El escote redondo le sentaba de maravilla; el corpiño del vestido se ceñía al talle, por debajo de esos preciosos pechos, con una cinta verde manzana.
Se removió en la silla y extendió el brazo en busca de la cafetera.
Barnaby le sonrió, pero se abstuvo de hacer el menor comentario y, en cambio, devolvió la atención a su plato, repleto hasta el borde de jamón cocido, pescado ahumado y huevos duros.
A diferencia de la cena, el desayuno era mucho más informal. Mitchel, sentado junto a lord Tregonning, estaba hablando en voz baja sobre cultivos y campos de labor.
Millicent, que ocupaba un lugar en el lado opuesto de la mesa, lo estaba mirando.
—Espero que el dormitorio haya sido de su agrado.
—Muy cómodo, gracias —replicó él antes de tomar un sorbo de café—. Me preguntaba si la señorita Tregonning y usted tendrían tiempo esta mañana para enseñarnos los jardines, al menos para que podamos deambular tranquilamente sin perdernos.
—Sí, por supuesto. —Millicent echó un vistazo al cielo azul que se veía al otro lado de las ventanas—. El día se presta a ello.
Hubo un breve silencio.
A esas alturas, Gerrard sabía que debía mostrarse muy cauteloso.
—¿Señorita Tregonning? —Cuando la aludida alzó la vista, a todas luces distraída, volvió a preguntar de forma educada—: ¿Está libre esta mañana?
Ella lo miró a los ojos y sonrió. Otra sonrisa espontánea, en esa ocasión con una alegre nota de agradecimiento. Gerrard se descubrió sonriendo en respuesta.
—Sí, claro. Los jardines son muy extensos. —Jacqueline devolvió la vista al plato—. Es fácil perderse.
¿En los jardines o en los recovecos de su incitante personalidad? Sabía muy bien qué opción representaba el mayor peligro para él. Su sentido de la orientación era excelente.
Una hora más tarde, los cuatro se encontraron en la terraza, después de que Gerrard hubiera inspeccionado la habitación infantil, emplazada en el ático, y hubiera dado el visto bueno para usarla como estudio justo antes de explicar cómo debían disponerlo todo.
—Es más fácil si partimos de un lugar significativo. —Utilizando la sombrilla que aún llevaba cerrada, Jacqueline señaló la loma situada a la derecha de la mansión—. El jardín de Hércules está situado al norte y a través de él se accede a los establos, detalle que es imposible que se le olvide a un caballero. —Se giró hacia ellos—. ¿Vamos?
Barnaby le indicó con un florido gesto que abriera la marcha.
—Adelante, bella dama, nosotros seguiremos sus pasos.
Ella se echó a reír y comenzó a andar. Barnaby se colocó a su lado.
Gerrard hizo lo propio con Millicent. Le había pedido a Barnaby que acompañara a Jacqueline en esos primeros momentos del recorrido por los jardines, porque eso le daría la oportunidad de dejar las cosas claras con la tía de la dama. Aún no habían abandonado la terraza, pero Barnaby y Jacqueline estaban lo bastante lejos como para hablar sin que los oyeran.
—Gracias por haber accedido a enseñarnos los jardines —dijo Gerrard—. Supongo que para usted no será muy divertido; debe de conocerlos como la palma de su mano.
Millicent sonrió.
—En realidad, no; Me alegro mucho de tener esta oportunidad para refrescar la memoria.
—Creí que… —dijo él, parpadeando—. En fin, di por supuesto que este era su hogar.
—Lo fue en mi infancia, pero mi madre prefería residir en Bath y como yo era la más pequeña, solía acompañarla siempre. Después mi padre murió y ambas hicimos de Bath nuestro lugar de residencia permanente. He hecho algunas visitas esporádicas a lo largo de los años. Mi madre sufrió una enfermedad que la dejó postrada en la cama hace mucho tiempo y, si le soy sincera, en aquella época yo era de su misma opinión; la vida en Hellebore Hall es terriblemente aburrida. Pero con la trágica muerte de la madre de Jacqueline, Miribelle… Mis hermanas mayores tienen familia, así que me sentí en la obligación de venir.
Habían llegado al extremo de la terraza; le ofreció el brazo a la dama para bajar los escalones por los que se accedía al camino de gravilla que debían tomar para llegar a la loma.
Cuando enfilaron dicho camino, Gerrard le preguntó:
—¿Cuánto hace que murió la madre de Jacqueline? —Aunque lo que en realidad quería saber era cómo había muerto.
—Hace sólo catorce meses. Hace dos meses que abandonamos el luto.
La respuesta lo sorprendió y tuvo que hacer un esfuerzo para no delatarse. Lord Tregonning llevaba más de dos meses insistiendo en que pintara a su hija. ¿Por qué lo aterrorizaba la idea de perderla también y quería que el retrato estuviera listo antes de que esa posibilidad fuera real? Eso parecía… de lo más extraño.
Antes de que pudiera formular una pregunta útil, Millicent volvió a hablar.
—Señor Debbington, mi hermano me ha explicado que para pintar a Jacqueline necesitará usted pasar un tiempo considerable en su compañía, que necesitará saber cosas sobre ella para que su trabajo tenga credibilidad. Mi hermano está empeñado en que el retrato sea fiel. De modo que será inevitable que se vea usted a solas con mi sobrina. —La dama lo miró directamente a los ojos con expresión severa y amenazadora—. Parece usted un caballero admirable y su reputación es intachable. Sí —añadió mientras asentía con la cabeza—, lo he comprobado. —Devolvió la vista al frente—. Por tanto y teniendo en cuenta la naturaleza de la relación que tendrá con mi sobrina, creo que puedo confiar en su honor. Si me asegura que jamás se comportará de una forma indigna a fin de que su reputación no quede mancillada, creo que, dadas las circunstancias, me mostraré indulgente en lo que se refiere a la distancia adecuada entre un caballero y una jovencita como mi sobrina.
Gerrard parpadeó varias veces. Saltaba a la vista que la franqueza era una característica familiar. Y resultaba muy refrescante.
—Gracias, señora. Le doy mi palabra de honor de que la reputación de su sobrina no sufrirá daño alguno por mi culpa.
—Muy bien. —Millicent hizo un gesto en dirección a Barnaby, que estaba contándole alguna anécdota a Jacqueline. Tenían las cabezas muy juntas—. En ese caso, le sugiero que me envíe al señor Adair. Me encantaría escuchar las últimas noticias sobre ese granuja de Monteith. Conocí a su padre y le aseguro que no había mayor sinvergüenza en aquellos tiempos.
Fue incapaz de contener una sonrisa. Le hizo a la dama una reverencia y se alejó con rapidez para alcanzar a la pareja.
La petición de Millicent intrigó a Barnaby, que se demoró de buena gana para caminar junto a ella mientras él lo hacía con Jacqueline.
Frente a ellos apareció un bosquecillo de coníferas cuyas copas exhibían varias tonalidades de verde oscuro. Algunos ejemplares eran altísimos mientras que otros parecían simples arbustos. El camino serpenteaba entre los árboles, bajo la densa sombra. Las agujas que habían caído al suelo crujían bajo sus pies.
—Los establos están detrás de la loma —le dijo Jacqueline, haciendo un gesto con la mano—. El camino continúa hasta allí, pero nosotros lo abandonaremos pronto. Cada uno de los jardines fue diseñado en representación de los dioses mitológicos, ya fueran griegos o romanos, o de algunas de las criaturas míticas asociadas a ellos. —La quietud que reinaba en la fresca sombra hacía que su voz flotara hasta Barnaby y Millicent, que los seguían a cierta distancia—. Este es el jardín de Hércules —dijo, haciendo un gesto con el brazo que abarcaba sus alrededores—. Los enormes troncos representan su mítica fuerza. Aunque era un semidiós, merecía ser incluido. —Lo miró con una sonrisa fugaz—. Mis antepasados no fueron lo que se dice muy ortodoxos a la hora de elegir, y en aquella época la mitología clásica estaba en boga.
Gerrard asintió con la cabeza. Habían coronado la cima de la loma. A sus pies se alzaba el establo con sus diferentes edificios, separados de los jardines por una extensión de terreno sobre la que discurría el camino. A la izquierda de este había una zona cercada en la que pastaban los caballos. A la derecha y situada en el centro de una plantación circular de maíz cuyos tallos se alzaban a gran altura, se emplazaba una estatua, antigua y desgastada, pero aún reconocible.
—Pegaso —dijo Gerrard con una sonrisa.
—La trajeron desde Grecia. —Jacqueline observó el caballo alado un instante—. Es una de mis preferidas. Para llegar a los establos hay que pasar justo por debajo.
Dicho eso, enfiló otro camino que discurría por la falda de la loma y que más abajo giraba para volver a los jardines. Gerrard la siguió con las cejas enarcadas. Barnaby y Millicent se habían detenido para intercambiar comentarios sobre Pegaso. Cuando retomaron el paseo, la distancia que los separaba había aumentado.
—El siguiente jardín está dedicado a Deméter —dijo Jacqueline mientras salían de la espesura del bosque de coníferas y volvían a la luz del sol—. Entre otras cosas, era la diosa de la vegetación y se encargaba de que el suelo fuera fértil, así que…
Siguieron caminando y se internaron en una huerta muy grande y variada. Algunos de los árboles seguían en flor. El rico aroma de la fruta madura impregnaba el aire. El camino de gravilla proseguía hacia lo más profundo del valle entre el zumbido perezoso de las abejas. Las damas abrieron las sombrillas. El sol estaba lo bastante alto como para derramar su luz y su calor sobre el valle.
En ese punto del recorrido, la mansión quedaba a la izquierda y se alzaba sobre ellos a medida que descendían. Gerrard descubrió una pequeña pérgola de madera pintada de blanco, situada en una encrucijada. Además del que ellos habían tomado, otros tres caminos partían en distintas direcciones. La pérgola estaba cuajada de rosas amarillas, tanto en la parte superior como en los pilares.
Jacqueline señaló hacia una zona situada a su izquierda, que se extendía desde la pérgola hasta la terraza.
—El jardín de las hierbas aromáticas para la cocina, también conocido como jardín de Vesta, diosa del hogar.
No se parecía a ningún otro jardín de ese tipo que Gerrard hubiera visto en la vida. Como si le hubiera leído el pensamiento, ella dijo:
—Casi todas las plantas son aromáticas. También hay hortalizas sembradas entre ellas, pero quedan ocultas por la profusión de las anteriores.
—«Profusión» lo describe de forma muy acertada —comentó Barnaby—. La vegetación parece extraordinariamente frondosa —concluyó al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor.
Jacqueline, que acababa de llegar a la pérgola, asintió con la cabeza.
—Es por la protección que ofrece el valle y también por la riqueza de la tierra. —Guardó silencio mientras ellos observaban el lugar y después señaló los tres caminos que discurrían frente a ellos—. Este camino lleva al jardín de Poseidón —dijo, refiriéndose al que quedaba a la izquierda y volvía hacia la mansión.
—¿Por allí? —preguntó Barnaby, extrañado—. Creí que Poseidón estaría más cerca de la playa, habida cuenta de que es el dios del mar.
—Sí, pero Poseidón era el dios de todas las aguas, dulces y saladas, y se decía que allí donde clavaba el tridente, manaba una fuente. —Jacqueline señaló hacia el lugar donde las aguas de un arroyo que corría valle abajo brillaban a la luz del sol—. El arroyo se alimenta de una fuente que mana en una gruta situada bajo la terraza. Por tanto, Poseidón preside el lugar donde el agua brota libremente para regar el valle, y le deja la playa a Neptuno.
—¡Ajá! Muy equitativo —replicó Barnaby mientras desviaba la mirada hacia la distante cala, aunque estaba demasiado lejos y había demasiados árboles y arbustos, y demasiadas elevaciones y depresiones del terreno como para admirar los detalles concretos.
Gerrard decidió que ya había esperado bastante. El jardín de Poseidón parecía estar justo por debajo de la zona de vegetación más espesa y oscura que descubrió la noche anterior.
—¿Dónde está el famoso Jardín de la Noche?
En esos momentos estaba al lado de Jacqueline. La muchacha no se movió y, sin embargo, fue muy consciente de que acababa de tensarse. Su rostro no la delató, pero pareció convertirse en una máscara. No obstante, cuando habló lo hizo con voz serena y carente de toda emoción.
—El Jardín de la Noche está más allá del de Poseidón. Es decir, justo debajo de la terraza si se accede por la escalinata principal. La gruta donde brota la fuente forma parte de dicho jardín, también llamado «jardín de Venus», que además de ser la diosa del amor, fue la primera deidad protectora de los jardines. De ahí que ocupe un lugar preeminente. —Bajó la vista al suelo, abandonó la sombra que les ofrecía la pérgola y enfiló el camino central de los tres que tenían delante—. Estoy segura de que han oído hablar de las diferentes plantas que crecen en el Jardín de la Noche. Como es el más cercano a la mansión, lo dejaremos para el final.
Gerrard guardó silencio y la siguió hacia la luz del sol. Los demás lo imitaron.
Como había abierto de nuevo la sombrilla, Jacqueline señaló con la mano el camino que discurría por la derecha y serpenteaba por la empinada falda norte de la ladera.
—Ese camino lleva al jardín de Dioniso, donde crecen varias clases de viñas. Tras él se ven los cipreses del jardín de Hades. Se eligieron los cipreses porque son los árboles que se suelen plantar en los cementerios. El camino se une a este más adelante, en el último punto de interés. —Hizo un gesto para abarcar los alrededores—. Esta zona, que se encuentra justo debajo del jardín de Poseidón, es el jardín de Apolo. Es uno de los que tienen esculturas. Puesto que Apolo es el dios de la música, se eligió la escultura de una lira. En otro tiempo fue dorada.
La lira en cuestión, una compleja escultura realizada con hierro, estaba situada en un pedestal emplazado en el centro de un espacio circular cubierto de césped. El camino lo rodeaba.
Tras él discurría el arroyo, sobre el que había un puente de madera.
—La música también está representada por el sonido del agua sobre las piedras y los diques que se han creado a lo largo del curso del arroyo —prosiguió Jacqueline.
Se detuvieron para escuchar. El melodioso sonido del agua flotaba en el ambiente. El alegre y burbujeante chapoteo bien podía tildarse de musical. Era un sonido agradable y relajante. Gerrard observó la zona. Un lugar de prados verdes y floridos parterres.
Jacqueline siguió caminando hacia el puente.
—Apolo también era el dios de la luz y esta zona en concreto es la más soleada. El reloj de sol señala el lugar que se considera el centro de los jardines —explicó, señalando hacia el punto concreto.
La siguieron por el puente. El camino descendía por un bancal cubierto de hierba. Gerrard miró hacia atrás y se percató de que aunque el tejado de la mansión aún resultaba visible, otras zonas por las que habían pasado ya no lo eran. Sería muy fácil perderse.
—Los cuatro miradores están situados en las intersecciones de los caminos principales y de los distintos jardines —prosiguió Jacqueline mientras llegaban al siguiente mirador, que consistía en una plataforma cuadrada de piedra con un tejadillo de madera.
Desde ella partían cinco caminos, incluyendo el que ellos acababan de abandonar.
—Acabamos de salir del jardín de Apolo. —Jacqueline señaló el camino que partía de la zona más elevada de la plataforma—. Ese camino lleva de regreso a la mansión a través de los jardines de Poseidón y de Venus. El siguiente también lleva a la mansión, pero a través de los jardines de Diana, Atenea y Artemisa; tomaremos ese para volver. —Señaló un tercero—. Ese transcurre por una parte del jardín de Marte, pero después se ramifica en dos senderos; uno lleva a la mansión a través del jardín de Diana y otro se adentra en el valle a través de los jardines de Hermes y Vulcano. Lo que nos deja el camino que vamos a tomar, y que se dirige a la cala.
Echó a andar en dicha dirección y Gerrard la siguió, tomándola del codo para ayudarla a bajar los escalones. Ella lo miró con el rabillo del ojo, pero no tardó en devolver la vista al frente.
—Gracias.
Una vez que llegaron al camino, la soltó. Esperaron hasta que Barnaby y Millicent se reunieron con ellos y después Jacqueline se giró y siguió caminando.
—Este es el jardín de Marte. Al igual que todos los dioses, tiene múltiples facetas, en ocasiones contradictorias; Marte es el dios de la guerra, como todo el mundo sabe, pero también es el dios de la fertilidad y de la vegetación, en especial de todas las plantas que crecen en primavera.
Los parterres junto a los que caminaban estaban tupidos de plantas cuya floración había pasado y que en esos momentos estaban cuajadas de vainas de semillas de múltiples formas.
—Pues ese antepasado suyo, fuera quien fuese, se mostró de lo más ingenioso a la hora de elegir las deidades. —Con las manos en los bolsillos y mientras caminaba al lado de la muchacha, agregó a la larga lista mental de interrogantes las causas de la muerte de la madre de Jacqueline y el motivo de que no le gustase el Jardín de la Noche.
—Fue el padre de mi tatarabuelo quien inició el proyecto. Mi tatarabuelo completó el diseño, pero la vegetación no acabó de plantarse hasta la época de mi bisabuelo.
Siguieron caminando mientras ella nombraba los jardines que iban recorriendo y explicaba la conexión entre el nombre y la deidad a la que estaban dedicados. Descendieron por el jardín de Perséfone, diosa del nacimiento y de la muerte, adyacente al jardín de Hades, su esposo y señor del Inframundo. El camino los llevó hasta el último mirador situado en el punto más bajo de los jardines. Era una plataforma de madera desde la que se admiraba una maravillosa panorámica de la pequeña cala rocosa en la que rompían las olas antes de alejarse de nuevo acompañadas del susurro de la espuma.
La plataforma estaba emplazada justo en el centro de una encrucijada de cuatro caminos. El que conducía a la playa serpenteaba entre un sinfín de plantas de hojas extrañas y desconocidas para Gerrard.
—El jardín de Neptuno, dios del mar. Las plantas fueron elegidas por su semejanza con algunas algas o por la extraña apariencia de sus hojas, que les confiere un aspecto inusual, como si fueran de otro mundo.
Se detuvieron en la balaustrada, hipnotizados por el mar que ese día estaba en calma, aunque las olas jamás se detuvieran. Las gaviotas ascendían en círculos hasta la cima de los acantilados que se alzaban a la derecha y sus agudos chillidos contrastaban enormemente con el relajante sonido del agua. En la parte izquierda de la cala afloraba una enorme formación rocosa que se adentraba en el mar.
—Esa ola es de las grandes —señaló Barnaby.
Gerrard miró hacia el mar. Con el rabillo del ojo vio que Jacqueline lo miraba y sonreía con disimulo. ¿A cuento de qué?
De repente oyeron el rugido de la ola al romper contra las rocas, seguido de una especie de silbido y, antes de que pudieran reaccionar, un chorro de agua y de espuma se alzó desde el centro de la enorme formación rocosa.
Gerrard se quedó mudo de la impresión.
Barnaby lo agarró del brazo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Es un bufón!
Ambos se giraron hacia Jacqueline, que asintió con la cabeza y sonrió.
—Ciertamente es un bufón… llamado «Cíclope», por supuesto.
—¡Claro! —exclamó Barnaby con una expresión radiante.
—Lo que acaban de ver ha sido bastante moderado. Cuando la marea está alta y a una hora determinada, suele alzarse un enorme chorro de agua cada tres o cuatro olas. Durante las mareas de sizigia, alcanza una altura impresionante.
—¿El camino llega hasta allí? —quiso saber Gerrard.
—Sí, pero no sube hasta el Cíclope, la roca en sí. Es muy peligroso porque la superficie es muy resbaladiza y hay mucho calado. Además, las corrientes son fortísimas y si alguien fuera arrastrado hacia el bufón, acabaría aplastado contra las rocas del interior.
La miró de soslayo.
—¿Podemos acercarnos un poco más?
La sonrisa de Jacqueline se ensanchó.
—Justo lo que iba a proponer. Una vez que el camino deja atrás el Cíclope, gira en dirección a la mansión. —Se puso en marcha para bajar los escalones de la plataforma.
Gerrard la siguió.
—Jacqueline, querida, os esperaré aquí. Ambos se giraron para mirar a una sonriente Millicent.
—Aunque estoy segura de que tendré fuerzas para regresar a la mansión desde aquí, creo que hacer ese último tramo sería pedir demasiado.
—¡Vaya! Está bien. No tardaremos en volver.
Gerrard le echó un vistazo a Barnaby, aún al lado de Millicent.
—En realidad —dijo este—, tengo una idea mejor. Ha dicho usted que el camino gira tras la roca. ¿Vuelve a unirse a ese? —preguntó, señalando el camino que quedaba a su izquierda.
Jacqueline frunció el ceño.
—Sí. Convergen en el jardín de Vulcano, justo debajo de la loma meridional. Desde allí atraviesa los jardines de Hermes y Diana hacia el mirador más alto de todos, el único que nos queda por ver.
Barnaby se giró hacia Millicent.
—¿Por qué no vamos en esa dirección, admirándolo todo tranquilamente, mientras ellos dos van a ver al Cíclope? Los esperaremos en el mirador.
—¿No quiere usted ver al Cíclope de cerca? —preguntó la dama.
—Sí —contestó con una sonrisa decididamente pícara y bajó el tono de voz como si quisiera confesar una travesura—, pero estoy seguro de que me gustaría acercarme mucho más de lo que la señorita Tregonning cree prudente y detestaría entablar una discusión con una anfitriona tan encantadora. —Miró a Jacqueline con su sempiterna sonrisa—. Ya volveré en otra ocasión.
Jacqueline parecía no saber qué hacer.
—Vamos —les dijo Barnaby, haciéndoles un gesto con la mano—. La señorita Tregonning y yo seguiremos paseando mientras disfrutamos de las delicias silvestres. —Dicho lo cual, le ofreció el brazo a Millicent. La dama claudicó, lo aceptó y le permitió emprender la marcha por el otro camino.
Jacqueline siguió mirándolos con expresión ceñuda.
Gerrard esperó un instante antes de rozarle el brazo.
—¿Vamos?
La muchacha no pareció sobresaltarse; pero, cuando giró la cabeza y sus miradas se encontraron, vio que tenía los ojos abiertos de par en par.
—Sí, por supuesto —contestó un tanto falta de aliento.
Prosiguieron por el empinado camino codo con codo. Gerrard siguió dándole vueltas al último interrogante que le había surgido, referente a la madre de Jacqueline, pero decidió que le preguntaría a otra persona (posiblemente a Millicent) porque no quería meter la pata con la joven. En cuanto a la reacción que había demostrado esta cuando menciono el jardín de Venus, seguía sin encontrar una explicación, claro que como ella había dicho que lo verían de vuelta a la mansión, aprovecharía el momento para indagar en busca del motivo.
Doblaron el último recodo del camino. La brisa del mar los azotó, amenazando con llevarse la sombrilla de Jacqueline, que no tardó en cerrarla. Gerrard la esperó mientras ella lo hacía y después le ofreció el brazo.
—Será mejor que se apoye en mí.
Se percató de que tomaba una honda bocanada de aire antes de pasarle la mano por el codo y colocarla en su antebrazo. Consciente de la inseguridad que la embargaba, no intentó acercarla. Sin embargo, esa zona estaba menos resguardada y sus faldas ondeaban al azote del viento, arremolinándose en torno a sus piernas, por lo que creyó que estaría mucho más segura si se pegaba a él y lo usaba como parapeto.
Deseó que lo hiciera. La mayoría de las jovencitas no tardaría en aprovechar semejante oportunidad. En cambio, Jacqueline siguió caminando con dificultad a su lado mientras mantenía la decorosa distancia que los separaba. A pesar de la inesperada atracción sexual que le provocaba y que no mostraba signos de remitir su recelo lo irritó.
Habían llegado a la línea rocosa que marcaba el descenso hasta la orilla. En el extremo meridional de la cala se alzaba la impresionante figura del Cíclope, bañado por la espuma de las olas.
Entrecerró los ojos mientras observaba la roca.
—¿Lo que veo es una cornisa?
—Sí —respondió ella, alzando la voz para hacerse escuchar por encima del rugido de las olas—. Es muy peligroso, ya lo ve. Durante las mareas muertas se puede subir por la cornisa y llegar hasta el mismo bufón; pero, por regla general, el oleaje es demasiado intenso y la superficie, muy traicionera.
Gerrard se acercó al borde rocoso. Apoyó un pie en una de las rocas más grandes y observó el Cíclope con detenimiento, calibrando sus proporciones.
—Tendré que volver durante la puesta de sol. O al amanecer. O tal vez durante una tormenta. ¿Cree usted que veremos pronto alguna? —Quería ver cómo variaba la luz sobre la superficie rocosa.
Se alejó del borde y cuando se giró, descubrió que Jacqueline estaba inclinada hacia delante, casi encima de él, y bregaba por sujetarse el pelo con una mano.
La distancia entre ellos se había acortado de repente y sus rostros estaban a escasos centímetros. Vio cómo esos ojos verdosos se abrían por la sorpresa. Tenía los labios entreabiertos. Comprendió que se había acercado para decirle algo.
Sus miradas se encontraron. Mientras se ahogaba en esas profundidades verdosas se percató de que ella había olvidado lo que estaba a punto de decirle.
Sus ojos descendieron por voluntad propia hacia esos labios suaves, femeninos y carnosos, que estaban a escasa distancia de los suyos.
Como también lo estaba su cuerpo, sus deliciosos pechos y sus voluptuosas curvas. Lo único que tenía que hacer para acercarla era darle un tironcito o avanzar apenas un paso.
El impulso de hacerlo fue casi abrumador. Sólo lo refrenó la posibilidad de que ella se asustara. No obstante, el embrujo de esos labios y el deseo de saborearlos, de alzar las manos hacia su rostro y ladearle la cabeza para apoderarse de ellos y descubrir su sabor…
Bajó la vista hasta su cuello, hasta el lugar donde el pulso latía desaforado. Desde allí siguió descendiendo hasta sus pechos, turgentes, generosos e… inmóviles. Estaba conteniendo el aliento.
Se obligó a alzar la mirada hacia sus ojos y en ellos descubrió que estaba atónita, sorprendida e insegura. Tan perdida como un pez fuera del agua.
No podía aprovecharse de semejante inocencia. De esa ingenuidad tan patente. Aunque tuviera veintitrés años, no tenía la menor idea de lo que estaba pasando en esos momentos.
Saltaba a la vista que no tenía experiencia alguna con el deseo, mucho menos con la lujuria.
Tras obligarse a contener la suya, la agarró de un brazo y la apartó con delicadeza a fin de regresar al camino.
—¡Caray! —exclamó Jacqueline, parpadeando y mirando a su alrededor. Clavó la mirada en el Cíclope—. Iba a preguntarle… —Respiró hondo mientras recobraba la compostura. Intentó olvidar la vertiginosa sensación y desentenderse del hombre que tenía al lado, aunque no le resultó fácil—. Estaba apunto de preguntarle por el señor Adair. No creo que sea tan temerario como para intentar explorar el Cíclope, ¿verdad?
Al ver que su acompañante no contestaba de inmediato, lo miró de reojo, preparada para sufrir un intenso bochorno si él hacía la menor alusión al tenso episodio que acababan de protagonizar.
Sin embargo, el señor Debbington no la estaba mirando, sino que tenía los ojos clavados en el Cíclope. Volvió a cogerla del brazo y la instó a avanzar. Recelosa e intentando no prestar atención a las sensaciones que el roce de sus dedos le provocaba, reanudó el camino a su lado.
—Barnaby posee una curiosidad insaciable, pero es un hombre sensato. Al menos lo bastante como para no poner en peligro su vida. No estoy diciendo que sea un dechado de virtudes, porque tiene muchos defectos. Por ejemplo, es incorregible y, en ocasiones, bastante impulsivo, pero no es imbécil.
—No quería insinuar que lo fuera —se apresuró a aclarar—. Pero… en fin, usted ya me entiende —dijo, señalando hacia la roca—. Los caballeros jóvenes y sus locuras…
En ese instante la miró. Sus ojos se encontraron y Jacqueline se percató de que los ojos de Gerrard Debbington eran cálidos y de que sus labios esbozaban el asomo de una sonrisa. Sus palabras le habían hecho gracia de verdad. No estaba fingiendo para mostrarse encantador.
Seguro que no tenía la menor idea de lo letal que resultaba una sonrisa espontánea en sus labios.
—Los caballeros jóvenes… —repitió él y añadió en voz baja—: Ni Barnaby ni yo somos tan jóvenes.
Esos ojos oscuros la cautivaron un instante antes de clavarse en sus labios, tras lo cual regresaron al frente cuando giró la cabeza.
Tardó un rato en recobrar el aliento. «¡Idiota, idiota, idiota!», exclamó para sus adentros. Debía superar como fuera la ridícula susceptibilidad que él le provocaba. Tal vez hubiera llevado una tranquila vida rural, pero había asistido a muchas reuniones sociales y jamás de los jamases había respondido a un caballero (ni siquiera a su presencia física) como lo hacía con Gerrard Debbington.
Era absurdo. Carecía de todo sentido. Tenía que superarlo, estaba decidida a hacerlo. En caso de que le fuera imposible lograrlo, se desentendería de esa reacción. Disimularía para que él no se percatara de la absurda susceptibilidad que la aquejaba.
Después del episodio de la cala, lo más inteligente era desentenderse de las sensaciones que él le provocaba.
Rodearon el Cíclope sin abandonar el camino, que discurría a una distancia segura del bufón. Gerrard se detuvo en el punto más alto del camino para observar la roca. Desde ese punto se veía perfectamente la cavidad. Escucharon un sonido reverberante y sofocado y, acto seguido, surgió un pequeño chorro de agua por el agujero.
—Está subiendo la marea —dijo ella mientras seguía caminando. Él la siguió sin apartar esos largos dedos de su brazo. No intentó zafarse porque no quería revelar que era muy consciente de su contacto.
Tanto que no sólo percibía la fuerza de sus dedos, sino también la que irradiaba ese cuerpo atlético y musculoso que caminaba a su lado.
Una vez que dejaron atrás el Cíclope, las maravillas del jardín de Vulcano la ayudaron a distraerlo. Y a distraerse. Dicho jardín estaba cuajado de plantas de follaje broncíneo y flores de intensos tonos rojos y anaranjados. Tras él se encontraban los jardines de Hermes y Diana. El primero de ellos estaba salpicado de piedras similares a las que marcaban las distancias en los caminos, y el segundo cobijaba un pequeño soto que daba refugio a un rebaño de ciervos.
Cuando llegaron al último mirador, una delicada pérgola de hierro forjado donde los aguardaban Barnaby y Millicent, Jacqueline había conseguido relegar el dichoso episodio al fondo de su mente.
Señaló el serpenteante camino que partía de la pérgola y ascendía por la ladera meridional.
—Conduce al jardín de Atlas, un extraño ejemplo de jardín rocoso donde sólo hay piedras y cantos rodados.
—Supongo que simbolizan la roca que Atlas cargaba al hombro, ¿no? —preguntó Barnaby, que alzó la mirada mientras se protegía los ojos con una mano.
—Exacto. Del extremo superior de ese jardín parte una serie de escalones que conducen a la parte meridional de la terraza. —Hizo una señal para que la siguieran y se puso en marcha por el camino que llevaba hasta la mansión—. Este nos llevará por el jardín de Atenea. Desde allí podemos llegar directamente a la terraza a través de otra serie de escalones, o si tomamos el sendero que conduce al jardín de Artemisa, atravesaremos también el Jardín de la Noche antes de llegar a la escalinata principal de la terraza.
—Usted decide —dijo Gerrard, colocándose a su lado.
Tenía la vista clavada al frente. Jacqueline aprovechó el momento para observar disimuladamente su perfil. Le había hecho un sinfín de preguntas sobre los jardines a medida que los atravesaban. Era un paisajista y, por tanto, los jardines le resultarían increíblemente interesantes. No obstante, tenía la impresión de que le había hecho tantas preguntas porque eso era lo que se esperaba de él, porque de ese modo le permitía relajarse a su lado, como si así pudiera calmar sus nervios… Era imposible que supiera hasta qué punto la afectaba, ¿no?
Desvió la mirada y decidió olvidarse de la inquietante cuestión.
—El jardín de Atenea, la diosa de la sabiduría, sigue un diseño más convencional, aunque el árbol más sobresaliente es el olivo porque estaba consagrado a ella. —Su conocimiento de los jardines era muy extenso, ya que había interrogado a los jardineros desde su más tierna infancia. Algunos de ellos eran mayores que su padre y recordaban los cambios a los que habían sido sometidos a lo largo de los años.
Enfilaron el sendero al que había aludido poco antes y se internaron en el fantástico paisaje del jardín de Artemisa, que albergaba un variado grupo de topiarios. Entre ellos destacaban los leopardos y los leones, acompañantes habituales de la diosa.
El sol brillaba con fuerza. La temperatura había subido considerablemente desde que comenzaran el recorrido. Aminoró el paso, preocupada por su tía, que debía de acusar el cansancio. Aunque su relación no había sido muy estrecha antes de la muerte de su madre, le había tomado mucho cariño desde entonces.
Frente a ellos descubrieron la escalinata curvada de mármol blanco que ascendía hasta la terraza, rematada con la misma balaustrada que recorría el borde de esta. El camino que habían tomado llevaba hasta el pie de la escalinata y giraba para adentrarse en el Jardín de la Noche.
En un principio creyó que lo lograría, que podría internarse al menos un poco en la zona con más renombre de los jardines; sin embargo, a medida que se acercaban a la densa vegetación de hojas enormes e intenso color verde que la rodeaba, se descubrió cada vez más renuente a la idea, hasta el punto de creer que acabaría por asfixiarla.
Estaban a plena luz del día, se reprendió. No obstante, su mente insistía en recordarle lo oscuro y recóndito que era dicho jardín a cualquier hora. El manso estanque en el que desembocaba el agua de la fuente sin hacer el menor ruido; la agobiante humedad que provocaba la densa vegetación; la extraña tonalidad de la luz, difusa e interrumpida por el dosel de las hojas más altas que incluso a mediodía le confería la apariencia de una caverna… Pero lo peor de todo era el silencio claustrofóbico y la asfixiante mezcla de perfumes.
Respiró hondo para librarse del nudo que amenazaba con ahogarla a cada paso que daba y se detuvo al pie de la escalinata.
—Debo atender varios asuntos antes del almuerzo, que no tardará en servirse. Así que, tía… —dijo, mirando a la aludida—, ¿regresamos a la mansión?
Millicent, que se acercaba en esos momentos del brazo de Barnaby, asintió con la cabeza.
—Sí. —Saltaba a la vista que el largo paseo la había agotado. Cerró la sombrilla—. Tengo que hablar con la señora Carpenter antes del almuerzo.
Aliviada, Jacqueline se giró hacia los caballeros.
—Si desean proseguir con la visita, ese es el camino que atraviesa el Jardín de la Noche y desde allí prosigue hasta el jardín de Poseidón. —Consiguió esbozar una sonrisa—. No me cabe la menor duda de que mi padre les ha dado permiso para que exploren los jardines a su antojo. —Miró a Barnaby y estuvo tentada de repetirle la advertencia acerca de lo arriesgado que sería explorar el Cíclope, pero recordó el comentario de Gerrard y se lo pensó mejor.
Barnaby le sonrió, la tomó de la mano y ejecutó una reverenda.
—Gracias por el fascinante recorrido. —Se enderezó y echó un vistazo hacia el Jardín de la Noche—. Estoy seguro de que podremos apañárnoslas solos desde aquí.
Jacqueline sonrió y desvió la mirada hacia Gerrard, convencida de que iba a encontrarse la misma avidez en su rostro. En cambio, la estaba observando con detenimiento.
Se quedó sin aliento.
Gracias a Dios, Millicent habló en ese momento y desvió su atención. Cuando esa penetrante mirada volvió a clavarse en ella, ya se había recobrado y estaba preparada. Inclinó la cabeza y sonrió.
—Espero que ya se sienta lo bastante cómodo en los jardines como para proseguir solo, señor.
—Por supuesto. —Esos ojos ambarinos atraparon su mirada—. ¿Hay algún modo de convencerla de que deje esos «asuntos» para más tarde y nos acompañe?
Le costó un gran esfuerzo mantener la sonrisa.
—Me temo que no. Lo siento… —Guardó silencio antes de verse obligada a elaborar la mentira. Millicent pasó a su lado de camino a la escalinata. En ese instante recordó que no tenía por qué ofrecerle explicación alguna a ese hombre. Inspiró con decisión y lo miró a los ojos—. Lo veré durante el almuerzo, señor. Treadle tocará el gong en la terraza, para asegurarse de que lo oyen.
Esa perturbadora e intensa mirada se demoró sobre su rostro antes de que el señor Debbington ejecutara una reverencia.
—Hasta luego, señorita Tregonning.
Correspondió al saludo con un gesto de la cabeza y se marchó en pos de Millicent, que ya subía la escalinata. Sentía una especie de hormigueo que acabó por ponerle los nervios de punta. En cuanto llegó a la terraza, miró hacia abajo.
Gerrard no se había movido. Seguía exactamente donde lo había dejado, observándola… como si supiera lo mucho que le costaba respirar, lo crispados que tenía los nervios… lo rápido que le latía el corazón.
Sus miradas se entrelazaron. Por un instante todo se detuvo a su alrededor…
Jacqueline dio media vuelta y siguió a Millicent, que ya se encontraba a medio camino de la mansión.