EL último tramo del sendero que llevaba a la cala descendía por una pronunciada pendiente tras una curva. Debido a los diversos escalones diseminados a lo largo del camino, Jordan y Eleanor se vieron obligados a aminorar la alocada carrera pese a su creciente apremio.
Casi sin respiración y con los brazos doloridos, Jacqueline avanzaba a trompicones entre ellos mientras intentaba encontrar la forma de obstaculizar su avance. Distinguía las numerosas voces que se acercaban por detrás. No formaba parte del plan de Jordan que muriese, al menos no de inmediato; sin embargo, a medida que iba comprendiendo la enormidad de lo que había hecho para apoderarse de Hellebore Hall… No le cabía la menor duda de que si lo acorralaban, la sacrificaría aunque sólo fuera para vengarse.
Era imposible que estuviera en sus cabales.
Echó una mirada de reojo a su derecha. Eleanor estaba al límite de sus fuerzas. A diferencia de Jordan, parecía muy asustada, al borde de un ataque de nervios.
Devolvió la mirada al frente y se fijó en los parterres que bordeaban el camino. Al llegar a la siguiente curva, se encontraron con tres escalones. Eleanor bajó la vista sin soltarle el brazo y comenzó a tirar de ella para que descendiera. Jordan, en cambio, la soltó para mirar por encima del hombro.
Aprovechó el momento para dejarse caer a la par que movía el brazo que Eleanor le sujetaba y la empujó con el hombro. El súbito ataque la pilló desprevenida, bajando un escalón, de modo que perdió el equilibrio y cayó de espaldas a uno de los parterres con un grito.
Un parterre rebosante de enormes cactus.
Eleanor se quedó petrificada un instante, con la boca abierta de par en par y los ojos desorbitados, antes de soltar un alarido. A medida que se debatía, las púas de los cactus se le clavaba en la ropa y en cualquier lugar con el que entraban en contacto.
Jordan la contempló horrorizado… incapaz de ayudarla.
Pero entonces se concentró en ella.
Aunque se había tambaleado, había conseguido seguir de pie.
—Me tiró del brazo y… tropecé.
Vio cómo se le demudaba el rostro y supo que iba a abofetearla, pero no pudo apartarse a tiempo. La mano de Jordan la golpeó de lleno en la cara. Trastabilló hasta caer de rodillas entre jadeos.
A su espalda, Jordan intentó tranquilizar a su hermana, intentó evitar que se hiciera más daño con las púas de los cactus. La cogió de las manos y le dio un tirón para levantarla, pero Eleanor se puso a gritar de nuevo. Las púas se le habían clavado por todas partes y la retenían sin intención de soltarla.
—No pasa nada —dijo Jordan al tiempo que apartaba las manos—. No importa si te quedas aquí… No te van a hacer daño. Tengo que llegar hasta el Cíclope y hacer que nos den lo que queremos. En cuanto lo tengamos por escrito, la victoria será nuestra… Podremos tener y hacer lo que nos venga en gana.
Jacqueline se puso en pie con dificultad. Estaba demasiado cansada como para salir corriendo.
Jordan la fulminó con la mirada.
—Ya te vengarás de ella más tarde —se apresuró a decirle a su hermana—. Podrás azotarla… Hacerle lo que quieras. Puedes hacer que pague una y otra vez… Podrías atarla y obligarla a vernos juntos. Será tu esclava. Estaremos juntos para siempre y nadie podrá detenernos. Pero tengo que llevarla hasta el Cíclope para conseguirlo.
Eleanor puso los ojos como platos y tiró de la mano de su hermano.
—¡No! ¡No me dejes!
Una expresión exasperada y desdeñosa asomó nuevamente al rostro de Jordan.
—¡Volveré! —Miró al sendero y se zafó de sus manos—. Tengo que irme ahora mismo.
Eleanor aulló, pero él no le hizo caso. Se movió con presteza y se echó a Jacqueline al hombro, sujetándole las piernas con el brazo. Acto seguido, echó a correr tan rápido como pudo hacia la cala. Y el Cíclope.
Cada paso hacía que Jacqueline rebotara contra su hombro. Estaba a punto de perder el conocimiento, pero luchó con todas sus fuerzas contra el mareo. Consiguió levantar los brazos y apoyar las manos en su espalda.
El que fuera su amigo sudaba copiosamente. Mientras recorrían el último tramo del sendero, vislumbró algunas siluetas más arriba. Algunas se habían detenido junto a Eleanor, pero otras continuaban la persecución. Había dos caminos de acceso al Cíclope, pero el que bordeaba la loma sur era más largo.
Calculó la distancia y llegó a la conclusión de que Jordan, a pesar de tener que cargar con su peso, llegaría al Cíclope antes de que pudieran darles alcance.
Había hecho cuanto había podido. Cerró los ojos, inspiró hondo el aroma salado del mar… y pensó en Gerrard. Sabía que iría en su busca. Se concentró e hizo acopio de sus últimas fuerzas. Ocurriera lo que ocurriese a continuación, iba a necesitarlas.
Gerrard y Barnaby se detuvieron de golpe en el sendero que conducía a la cala. A su espalda, un grupo de jardineros intentaba liberar a una lloriqueante Eleanor Fritham de las púas de los cactus.
Frente a ellos, en la cima del Cíclope, Jordan Fritham sujetaba a Jacqueline en el borde del bufón.
El resto de los perseguidores se había detenido en el sendero, justo al pie de la formación rocosa. En el centro del grupo, rodeado de sus vecinos, estaba lord Tregonning, quien se apoyaba con fuerza en el bastón. Incluso a esa distancia se veía que tenía el rostro ceniciento.
Aunque nada comparado con la palidez de lord Fritham.
Gerrard y Barnaby estaban ocultos a los ojos de Jordan por el recodo del camino. A través de las ramas de los árboles y arbustos, lo observaron negociar con la vida de Jacqueline.
Mientras tanto, Mitchel Cunningham corría por los jardines en dirección a la casa en busca de lápiz y papel. Así se lo había ordenado lord Tregonning a petición de Jordan; una orden que se había apresurado a cumplir.
Jordan había amenazado con desfigurar a Jacqueline, con sacarle los ojos allí mismo si no accedían a sus exigencias. Si alguien intentaba algo, la lanzaría al Cíclope.
Había exigido que redactaran una declaración, que debería estar firmada por lord Tregonning y por los demás como testigos, en la que le cedía Hellebore Hall al completo como dote de Jacqueline, con quien se casaría. Además, el mismo documento lo eximiría de cualquier responsabilidad sobre los crímenes cometidos.
A Gerrard ya no le quedaban ánimos para maldecir, no así a Barnaby.
—Calla —le dijo a su amigo— y escucha.
Lord Fritham estaba rogándole a su hijo.
—No hay necesidad de que hagas esto.
—¿¡Que no hay necesidad!? —La brisa marina les llevó la voz desdeñosa de Jordan—. Esto es culpa tuya, viejo… Por tu culpa sólo tengo necesidades. Con vuestras fiestas, mamá y tú habéis dilapidado la mísera herencia que algún día habría podido tener. Siempre intentando aparentar ser tan ricos como vuestros vecinos… Tresdale Manor está hipotecado hasta el tejado… ¿Creías que no lo sabía? ¿Qué me va a quedar? Tenía que tomar medidas para asegurar mi futuro. Con el dinero de Jacqueline, Eleanor y yo viviremos en Londres… donde siempre debimos estar. Se acabó lo de estar enterrados en el campo. Viviremos como reyes en la capital y dejaremos que vosotros os pudráis aquí.
Esa última frase destilaba veneno.
Las gaviotas comenzaron a chillar; el suave vaivén de las olas contra la rocosa orilla de la cala proporcionaba una extraña cadencia a la insólita escena.
La marea estaba subiendo. Aunque el Cíclope aún no había empezado a lanzar agua, el bajo de las faldas de Jacqueline ya estaba mojado. El túnel del bufón emitía un sordo gorgoteo que se iba haciendo más audible a medida que las olas iban llenando la cavidad.
—Me pregunto cuánto tiempo tenemos antes de que el Cíclope comience a escupir agua —comentó Barnaby en un susurro.
—Una media hora.
Fue Matthew quien respondió. Gerrard se giró y vio que sir Vincent y él habían llegado a su altura. El primero resollaba, agotado.
Matthew tenía la vista clavada en la dramática escena que se desarrollaba ante ellos.
—Falta una hora para que lo haga a pleno rendimiento. Pero da igual, porque si la tira ahora, no habrá forma de salvarla. O se ahogará o las olas la azotarán hasta matarla.
Jordan retomó la palabra.
—En cuanto ese lerdo de Cunningham traiga papel y lápiz, sólo tendréis que escribir lo que os diga y firmar. —Esbozó una sonrisa—. Os conozco muy bien… Sois «hombres de palabra». Haréis exactamente lo que os diga o me veré obligado a soltarla… —Aflojó el brazo con el que sujetaba a Jacqueline, que de inmediato comenzó a deslizarse hacia la boca del Cíclope.
Se oyó un coro de jadeos antes de que los presentes dieran un paso hacia delante, pero se detuvieron en cuanto Jordan soltó una carcajada y sujetó de nuevo con fuerza a Jacqueline.
—Era una demostración, nada más. —Le apretó el cortaplumas contra la cara—. Y recordad: no os acerquéis. Estoy seguro de que Cunningham volverá enseguida.
Nadie se movió. Nadie dijo nada.
—¿Está loco? —preguntó Barnaby—. Nadie va a respetar una promesa hecha en semejantes circunstancias.
—No está loco —replicó sir Vincent con expresión seria—. Sólo tiene que imaginarse el escándalo que supondrá que no se respete una declaración firmada ante testigos… Un escándalo de proporciones épicas para todos los implicados.
—¡Por el amor de Dios! —Matthew le cogió el brazo y señaló el mar—. ¡Miren!
Estaba formándose una tormenta de verano. Una cortina de agua que caía torrencialmente y que avanzaba sin tregua por el cielo, tragándose el azul añil. El mar estaba comenzando a picarse y las olas rompían con fuerza, alimentadas por las fuertes ráfagas de viento que llevaban las nubes.
—Viene hacia aquí —continuó Matthew con creciente pánico—. Y encrespará las olas. —Desvió la vista hacia las dos figuras que estaban en el Cíclope, de espaldas al peligro que se les avecinaba—. Jordan no lo sabe, pero el Cíclope empezará a lanzar agua antes de lo que espera, y con muchísima más fuerza. ¿Qué pasará si pierde pie?
Sir Vincent soltó un juramento.
—Tenemos que decírselo.
—No. —Barnaby estaba mirando fijamente a Jordan—. Si le obligamos a alejarse del Cíclope… Lo está utilizando como arma. Sin dicha arma, con poco más que un cortaplumas y la amenaza de usarlo, se sentirá vulnerable. Sucumbirá al pánico.
—Sucumbirá al pánico de todos modos —apostilló Matthew—. Sé lo que pasa durante las tormentas. El Cíclope entra en erupción sin más, sin que el caño de agua aumente poco a poco…
Gerrard le puso una mano a Matthew en el brazo, pero no dijo nada mientras le daba vueltas al asunto en la cabeza.
—Mientras Jordan mantenga a Jacqueline sobre la boca, no podemos intervenir; así que vamos a hacer que eso cambie… Vamos a hacer algo que Jordan no se espere.
—¿El qué? —preguntó Barnaby.
Miró a su amigo a los ojos.
—Necesito que sir Vincent y tú vayáis a apoyar a lord Tregonning, pero no sólo con vuestra presencia. Jordan es vanidoso, cree que nos ha ganado la mano. Pregúntale por las otras muertes, haz que te hable de lo inteligente que ha sido… Sabes muy bien cómo hacer que ese tipo de hombres se vaya de la lengua. —Miró a sir Vincent—. Pero lo más importante que necesito es que, entre los dos, consigáis que los ojos de Jordan no se alejen de vosotros. No dejéis que mire a nadie más.
Barnaby frunció el ceño.
—¿Por qué? —preguntó con recelo.
Levantó una mano y llamó a uno de los hombres que sujetaba a Eleanor a cierta distancia de ellos.
Era el jardinero jefe. El hombre se acercó a toda prisa.
—¿Señor?
—Necesitamos que te asegures de que la señorita Fritham no ve absolutamente nada de lo que está sucediendo en el Cíclope.
El hombre levantó la vista hacia la roca, le hizo un gesto y regresó corriendo por el sendero junto a la prisionera.
Gerrard se giró hacia Matthew.
—¿Podemos llegar a la cala desde aquí sin que nos vea Jordan?
Con el ceño fruncido, Matthew señaló hacia la derecha.
—Por ahí hay una vereda que utilizan los jardineros y que rodea la zona. Acaba en la cala. Como el arroyo cubre gran parte, hay vegetación por todos lados. —Lo miró—. ¿Por qué?
Gerrard clavó la mirada en las dos personas que estaban en la cima e inspiró hondo con decisión.
—Porque voy a hacer lo único que no se espera Jordan. Porque voy a escalar el Cíclope desde esa vertiente.
—No, no puede —declaró Matthew—. Es imposible.
Sir Vincent meneó la cabeza.
—Me temo que tiene razón… Sería un suicidio. Se giró hacia su amigo y lo miró a los ojos.
—Anda, tú que siempre estás pinchándome con el sitio donde nací… Habla.
Barnaby enfrentó su mirada y, al comprender que estaba decidido, suspiró y se giró hacia los otros dos hombres.
—Se crio en el distrito de Peak. Es capaz. Si alguien puede subir la vertiente que da al mar, es él.
Como si de un gigante que se estaba despertando se tratase, el rugido del Cíclope comenzó a oírse por debajo de los pies de Jacqueline. El bufón silbaba a medida que la poderosa embestida de las olas iba aumentando el nivel del agua de la cavidad. Era aterrador.
El brazo de Jordan era lo único que la mantenía con vida. Si la soltaba en esa posición, sería incapaz de salvarse.
Estaba indefensa, a un minúsculo paso de una muerte segura.
El pánico amenazó con consumirla. Luchó contra él, pero, al igual que la humedad que iba subiendo por sus faldas, el frío y la desesperanza se iban abriendo camino en su fuero interno.
No tenía ni idea de lo que iba a suceder, de cómo iba a desarrollarse la escena, pero sabía que Jordan no estaba tan tranquilo como aparentaba a juzgar por la tensión que se estaba apoderando de sus músculos.
¿Qué ocurriría si la dejaba caer a causa de los nervios?
El murmullo de las voces de los hombres se sumaba al silbido del Cíclope. Intentó entender lo que estaban diciendo, pero le resultó imposible apartar la mirada del bufón, mucho menos desentenderse del agujero que se abría bajo sus pies. Parecía querer tragársela…
Gerrard. Si caía y moría, su mayor pesar sería saber que lo había perdido, que había perdido la oportunidad de tener un futuro juntos. Estaba decidida a luchar por la oportunidad de abrazarlo, de tener ese futuro. Ese propósito, la certeza de saber lo que quería, de saber lo que era realmente importante en la vida, le había permitido pensar y retrasar su avance por el camino, y también desembarazarse de Eleanor.
Gerrard le había proporcionado una visión de futuro a la que aferrarse.
Cerró los ojos y dejó que ese propósito volviera a llenar sus pensamientos, que volviera a tranquilizarla.
Una conmoción en el grupo de sus perseguidores le hizo levantar la cabeza y obligarla a concentrarse en lo que pasaba a su alrededor. Sir Vincent y Barnaby se habían abierto camino entre la multitud hasta llegar a su padre. Barnaby le tocó el brazo para tranquilizarlo y, aunque su padre no dio muestras de darse por enterado, supo que se había percatado de su llegada. Barnaby tenía un plan, pero… ¿dónde estaba Gerrard?
Jordan se estaba preguntando lo mismo, porque escudriñó la multitud antes de hacer la pregunta en voz alta.
Barnaby enfrentó su mirada.
—Está herido. Ha tenido que quedarse en la casa.
Se le cayó el alma a los pies. Barnaby eligió ese momento para mirarla a los ojos.
Y supo que había mentido. Gerrard estaba en algún lugar, haciendo algo de lo que no querían que Jordan se enterase.
Se le desbocó el corazón y recuperó el ánimo. Se dispuso a prestar mucha atención por si le daban alguna pista de cuál era el plan. Por si podía averiguar qué se esperaba de ella mientras se preparaba para hacer lo que fuera necesario.
Barnaby parecía haberse resignado a que Jordan se saliera con la suya a tenor de sus palabras y de su actitud.
—Lo has planeado todo al detalle —le dijo a Jordan—. Y has tenido años para hacerlo. Pero tengo que admitir que estoy confundido… ¿Por qué mataste a Thomas?
Jordan titubeó un instante, pero no pudo dejar escapar la oportunidad de vanagloriarse delante de sus narices.
—Pues porque estaba a punto de pedir la mano de Jacqueline y ella le habría dicho que sí. Iba a robarme lo que era mío.
—Desde luego —convino Barnaby—. Eso lo entiendo. Pero, una vez que estaba fuera de juego, ¿por qué no pediste la mano de Jacqueline y le echaste el lazo?
—Lo habría hecho. —La voz de Jordan se endureció—, pero primero tuvo que ponerse luto por ese idiota y después quedó muy claro que no iba a aceptar mi proposición.
—Pero no cejaste en tu empeño… —Barnaby parecía intrigado. Y ella sospechaba que así era, pero no por los motivos que creía Jordan.
—Por supuesto que no… Sólo busqué otra vía de conseguir mi objetivo. —Al ver que Barnaby esperaba una explicación, Jordan continuó—: Miribelle estaba animando a Jacqueline para que fuera a Londres, pero fue ella misma quien me proporcionó la solución perfecta. Metió la nariz donde nadie la llamaba. Cuando quiso prohibirle a Jacqueline que saliera a cabalgar con nosotros, nos dimos cuenta de quién nos había visto en el Jardín de la Noche. Así que tuvimos que encargarnos de Miribelle, y deprisa, antes de que reuniera el valor de decírselo a alguien. Y esa, por supuesto, era la clave.
—Matasteis a Miribelle —repitió sir Vincent con expresión condenatoria— y culpasteis a Jacqueline.
Jordan sonrió.
—Pues la verdad es que no fue así. Cierto que yo maté a Miribelle, pero fuisteis vosotros quienes culpasteis a Jacqueline. Teníais sospechas… y eso era lo único que Eleanor y yo necesitábamos. Nos limitamos a alimentar vuestras ridículas sospechas con rumores. Una palabrita por aquí, otra por allá… Fue un juego de niños. Fuisteis tan inocentones… Eso le puso la guinda al pastel.
—Un pastel que saboreasteis a placer —dijo Barnaby.
Jordan inclinó la cabeza.
—Esos rumores me dieron la oportunidad de asegurarme la mano de Jacqueline, aunque intentara resistirse… En semejantes circunstancias, era perfectamente normal que aceptara un matrimonio de conveniencia para que pudiera quedarse tranquila en su casa. Y habría funcionado a la perfección.
—Pero… ¿no rechazó lord Tregonning tu proposición? —preguntó Barnaby con expresión confundida.
—Así es. —Un deje exasperado y desdeñoso marcaba las palabras de Jordan—. Me sermoneó sobre el honor y me dijo que se negaba a aceptar semejante sacrificio… Pero habría acabado por dar su brazo a torcer. En cuanto hubiéramos extendido los rumores sobre la muerte de Millicent… Bueno, era cuestión de tiempo que la situación se volviera insoportable para Jacqueline. Casarla conmigo habría sido la única solución.
—¡Por el amor de Dios! —Sir Vincent estaba estupefacto, pero contuvo su rabia y dijo—: Sí que nos has engañado.
Jordan sonrió de nuevo.
—Gracias.
—Otra cosa —prosiguió Barnaby, como si sólo estuvieran matando el tiempo a la espera de que Mitchel regresara—. ¿Cómo conseguiste…?
Con los brazos en jarras, al pie de las rocas, Gerrard contempló la pared de granito del Cíclope. No le costaría demasiado trabajo llegar hasta el estrecho saliente que la rodeaba, pero a partir de ese punto, el ascenso sería casi vertical.
Estudió la roca mojada antes de acercarse a la base, donde se apoyó para quitarse las botas. Sus suelas de cuero no le servirían de nada.
A falta de las suelas apropiadas, los pies descalzos serían la mejor opción.
La marea estaba subiendo y las olas azotaban con furia la orilla rocosa, alimentando las aguas que subían de nivel poco a poco en el interior del túnel. Sin pronunciar una palabra, Matthew también se quitó las botas. A continuación, Gerrard procedió a quitarse los calcetines, que metió en los zapatos, y a vaciarse los bolsillos meticulosamente. Le habría gustado quitarse también la chaqueta, pero la tela lo protegería en cierta medida de la áspera piedra. Ya iba a cortarse bastante tal y como estaban las cosas.
Se giró hacia el Cíclope y se abrochó la chaqueta.
A su lado, Matthew levantó la vista hacia la roca, que se veía negra allí donde batían las olas, y se echó a temblar.
—Tal vez no lo consiga.
—Lo sé. —Ya lo había pensado—. Pero si Jacqueline muere, jamás me perdonaré no haberlo intentado siquiera.
Estudió la cara de la roca un poco más antes de mirar a Matthew.
—Que no lo vea nadie hasta que lleguemos arriba.
Matthew asintió con la cabeza.
—Buena suerte.
Una ola rompiente silenció sus palabras. Gerrard encaró de nuevo la pared, extendió los brazos hacia el saliente y se alzó.
El saliente apenas era tan ancho como su pie. Aferrándose a la piedra con una mano, se movió con rapidez por él, rodeando la roca, hasta llegar al punto que estaba al otro lado, donde Barnaby y los demás esperaban de pie. En ese momento comprendió que tendría que ascender en línea recta y pasar por encima de la entrada por donde se colaban las furiosas olas.
No se detuvo a pensar. Se limitó a escalar.
Había aprendido a escalar casi al mismo tiempo que aprendió a andar. A pesar del tiempo que había pasado en Londres, volvía a su casa todos los años, y también todos los años escalaba. No estaba demasiado anquilosado, demasiado desentrenado. Lo que era una suerte. Para alguien de su experiencia, la escalada no era tan difícil. El problema era la superficie resbaladiza por el agua, que hacía que la ascensión fuese muy traicionera; y también estaba el constante e impredecible batir de las olas.
Escaló sin detenerse, sin mirar hacia abajo. Los movimientos eran instintivos. Primero buscaba el asidero para la mano, luego cambiaba el peso del cuerpo y, a continuación, aseguraba el pie en otro punto de apoyo… Y vuelta a empezar. Una y otra vez. Pasó algún que otro apuro, sobre todo cuando dejó atrás la parte superior de la abertura de la roca, donde los puntos de apoyo escaseaban, pero las mañas, el ritmo y, en especial, la disciplina lo ayudaron a seguir adelante.
Sin prisa. Pero sin pausa. Un pie detrás de otro, lento pero seguro.
A su espalda, la tormenta se iba acercando y la luz comenzaba a desaparecer.
Se resbaló con un montón de algas que no había visto desde abajo contra la piedra mojada, de modo que quedó colgado sobre la abertura de la roca. Si caía, las olas lo arrastrarían hacia la cavidad y hacia una muerte segura. Estuvo suspendido un momento mientras el dolor le recorría todos los músculos, pero consiguió encontrar otro punto de apoyo para los pies y recuperar así el terreno perdido.
Sólo pensaba en Jacqueline. Sólo en ella. No en lo que estaba pasando en el Cíclope, sino en tenerla de nuevo entre sus brazos, en oler de nuevo su perfume por las noches.
La espuma de las olas lo salpicaba. Se dio cuenta de que el rugido procedente de la boca del Cíclope era cada vez más fuerte. Se desentendió de él y pensó en la risa de Jacqueline… Aún no la había escuchado lo suficiente, y la muerte no iba a impedir que lo hiciera.
«Lo que tenga que ser será».
Se aferró al consejo de Timms con ansia, hizo caso omiso del dolor que le laceraba las palmas y las muñecas. No pensó en los cortes de las manos y de los pies.
Bajo sus pies, las olas batían con fuerza y reclamaban su atención, le gritaban que se detuviera para mirar hacia abajo. Hizo oídos sordos a sus ruegos y siguió con su ascenso.
A medida que iba subiendo, los bordes de la roca eran más afilados, ya que el mar no los había erosionado, pero sí el viento. Las nubes ya habían cubierto por completo el sol. El viento arreciaba, picando las olas. Tenía los muslos empapados y casi no sentía los pies, pero estaba a un paso de llegar a la cima.
Casi había llegado a ese punto en el que la cara vertical se curvaba hacia dentro, dando paso a su llana cima. El primer tramo nada más llegar arriba sería crucial. No podría ponerse en pie hasta que se acercara más al bufón, pero sí estaría a plena vista de todos los testigos, y también lo vería Jordan si se daba la vuelta.
De pronto, se dio cuenta de que había llegado por fin a la cima. Se tumbó en el suelo de la roca mientras recuperaba el aliento. Mantuvo la cabeza agachada con la esperanza de que nadie lo viera. Inspiró hondo, intentó calmar su desbocado corazón y se concentró en la discusión que tenía lugar a escasos metros de él.
Había llegado a su fin.
—¡Se acabó! —Jordan parecía al borde de la histeria—. Limítese a redactar una declaración formal, pero sin tonterías, en la que me cede Hellebore Hall ahora mismo, con fecha de hoy, y también en la que me concede la mano de Jacqueline. Y también ponga que jura que no maté a Thomas Entwhistle, a Miribelle Tregonning ni a Millicent Tregonning. —Jordan hizo una pausa—. ¡Ahora!
Nadie se movió. Nadie habló.
Gerrard se arriesgó a levantar la cabeza.
En el preciso momento en el que Jordan perdía la paciencia. Empujó a Jacqueline, que soltó un chillido al resbalar sobre la húmeda roca en dirección al bufón. La vio agarrarse del brazo que la aferraba por la cintura. Acto seguido, Jordan la apartó un poco del agujero, pero la dejó de puntillas, de modo que dependía de ese brazo para no caer, para no morir, en definitiva.
—¿Y bien? —masculló Jordan—. ¿Va a empezar a escribir o no?
Gerrard se puso de rodillas, y todos los hombres que estaban delante de Jordan lo vieron. Sin embargo, él sólo se concentró en su objetivo y comenzó a avanzar a gatas hacia Jordan hasta que alcanzó una zona en la que podría ponerse en pie.
Se quedó muy quieto un instante, haciendo acopio de sus reservas de fuerza mientras consideraba su siguiente movimiento.
El ojo del Cíclope, ese fatídico agujero negro, tenía unos dos metros de diámetro. Jordan estaba al otro lado del mismo y mantenía a Jacqueline al borde del abismo, de puntillas. Ella también miraba al frente. Mientras contemplaba la escena, oyó un rugido bajo sus pies justo antes de que el Cíclope escupiera una bocanada de espuma y agua hacia la roca, salpicando los tobillos de Jacqueline.
El agua salada le escoció en los cortes de los pies. Jacqueline, cuyos escarpines estaban empapados, no tenía adherencia ninguna al terreno rocoso.
En cualquier momento, Jordan se daría cuenta de que muchos de los hombres miraban asombrados a su espalda.
Barnaby llamó la atención de su villano y abrió la boca para hablar, pero Sir Vincent se le adelantó. Le dio un golpecito a Mitchel en el hombro.
—Vamos a hacer una cosa. Me voy a inclinar y así podrá apoyarse en mi espalda para escribir todo lo que quiere.
—A ver si empezáis de una vez —dijo Jordan entre dientes.
—Primero la declaración. —Barnaby miró a lord Tregonning—. ¿Cuál es el nombre legal de la propiedad?
Jordan miró a lord Tregonning y después recorrió con la mirada al resto de testigos.
Empezó a girarse para mirar a su espalda.
En ese momento, Gerrard se abalanzó hacia delante y saltó el agujero que los separaba.
Jordan lo vio y se giró para encararlo, presa del pánico… Y soltó a Jacqueline.
Esta gritó al tiempo que comenzaba a caer hacia el agujero, pero Gerrard la empujó con su cuerpo.
La cogió de la cintura, la pegó a él y dejó que la inercia los apartase del agujero.
Jordan se precipitó hacia ellos con el cortaplumas en alto, pero no consiguió herir a ninguno.
Gerrard giró el cuerpo para que Jacqueline cayera sobre él, amortiguando su caída y evitando así que se deslizara por las rocas.
Como cayeron de cara al agujero, vieron lo que sucedió a continuación.
Jordan había supuesto que Gerrard se abalanzaría sobre él. De modo que, una vez que se dio cuenta de su error, se lanzó sobre ellos para apuñalarlos. Pero lo hizo a destiempo.
Como consecuencia, perdió el equilibrio y cayó por el agujero.
Los dos vieron su rostro mientras caía. Vieron la expresión absolutamente perpleja ante la posibilidad de que aquello le estuviera sucediendo a él.
Escucharon el gran alarido que salió de sus labios y después, el silencio.
El grito se desvaneció bajo las furiosas olas que llenaban la cavidad del Cíclope.
Durante un momento, sólo se oyó la sinfonía del mar y los distantes chillidos de las gaviotas. Pero casi al punto, estalló la conmoción. Los hombres corrieron hacia el Cíclope y se congregaron alrededor del bufón. Alguien pidió a gritos una soga, pero estaban a más de un kilómetro de la casa.
Mientras tanto, ellos dos, tumbados de espaldas en la roca y recuperando poco a poco el aliento, sintieron la erupción bajo la superficie. Giraron la cabeza para mirarse a los ojos antes de que Gerrard la envolviera con sus brazos y le besara la sien.
Jacqueline se pegó a él con todas sus fuerzas y rompió a llorar, presa del alivio y la alegría, pero también con mucha pena y dolor.
Gerrard la acunó el tiempo que hizo falta hasta que recobró la compostura y se puso en pie, llevándola consigo justo cuando el rugido se iba intensificando.
Hasta que el Cíclope entró en erupción.
El agua alcanzó el metro y medio de altura e hizo que los congregados alrededor del bufón se apartasen de un salto.
—¡Madre del amor hermoso!
—¡Válgame Dios!
Se alzó al unísono un coro de horrorizadas exclamaciones procedentes de aquellos que contemplaban el chorro de agua. Y lo que este contenía.
Entre esas voces se alzó un alarido ensordecedor. Eleanor se había liberado de sus captores y corría hacia la peña.
Se lanzó hacia el agujero, pero la atraparon a tiempo y la inmovilizaron.
Jacqueline vio por última vez a la que fuera su amiga arrodillada y gimiendo, mientras el agua salada del mar teñida por la sangre de su hermano (la del hombre que fue su amante) bañaba la roca a su alrededor.
La tormenta de verano descargó con furia pero siguió camino en seguida, dejando los jardines y a todos sus ocupantes empapados y renovados. La mayoría de los presentes regresaron a la mansión sin dar crédito a lo que había sucedido, pero aliviados.
Gerrard tenía tantos cortes en los pies que no pudo ponerse de nuevo las botas, mucho menos caminar de regreso a la mansión; de modo que se sentó en la cerca que delimitaba uno de los parterres que bordeaban el camino.
Jacqueline estaba arrodillada a sus pies, examinando atentamente las heridas.
—No puedo creer que hayas hecho algo así.
La escuchó repetir esa frase con voz horrorizada tres veces, cada vez con voz más débil, hasta que sir Vincent, que formaba parte del grupo que intentaba buscar una solución a su problema, se acordó del bote que había en la otra cala. Matthew se ofreció para hacerse cargo de los remos. La buena disposición de ambos hizo que Gerrard reconsiderara su opinión sobre ellos a partir de ese momento y los tratara como se merecían realmente. Richards se marchó para ensillar un caballo que utilizarían para trasladarlo desde la cala hasta la mansión.
Jacqueline, por supuesto, tomó las riendas de la situación. Se había quedado espantada al ver sus pies, pero cuando le vio las manos, cuando lo vio hacer una mueca de dolor al doblarle la muñeca (se había apoyado en ella al caer después de sortear el agujero), se quedó sin palabras… Ni siquiera fue capaz de reprenderlo.
Como era lo bastante sensato y tenía experiencia de sobra en lo que a las mujeres se refería, sabía lo que Jacqueline estaba sintiendo y también que no le estaba quitando importancia al hecho de que la hubiera rescatado, de modo que mantuvo la boca cerrada como un hombre y soportó con estoicismo todos sus tiernos cuidados.
Cuando llegó el bote y por fin rodearon la cala para que él regresara a caballo a la mansión, mientras Jacqueline, Matthew y Richards lo acompañaban a pie, habían dejado de dolerle los pies lo suficiente como para subir los escalones de la entrada y sentir el maravilloso frescor de las baldosas del vestíbulo.
Allí los estaban esperando las damas, que censuraron el comportamiento de Eleanor y Jordan y hablaron en voz baja y sentida sobre el terrible legado que les dejaban a sus padres antes de comunicarles las buenas noticias.
Millicent había recobrado la consciencia y no le habían quedado secuelas, se había recuperado completamente. El humo procedente del fuego la había revivido con la misma eficacia que un botecito de sales.
Jacqueline utilizó las heridas de Gerrard como excusa para librarse lo más rápido posible de las damas y lo obligó a subir a su dormitorio.
Aunque consiguió convencerla para que antes se pasaran por la habitación de Millicent, donde se encontraron con sir Godfrey… La pareja estaba tomada de la mano.
Al verlos, Millicent se apresuró a soltarse, pero sus mejillas arreboladas hablaron por sí solas. No les cupo la menor duda de que se había recuperado por completo.
—Preferí quedarme aquí —les explicó sir Godfrey—. Hay ciertas cosas que era mejor que yo no presenciara, no sé si me entienden.
Gerrard lo entendió perfectamente, aunque tal y como se habían desarrollado los acontecimientos, no fue necesario que le pusiera la mano encima a Jordan. Él solito había sembrado las semillas de su destrucción y había recogido su amarga cosecha.
Jacqueline insistió en curarle las heridas sin demora, poco dispuesta a contarle lo sucedido a su tía y sir Godfrey ya que sabía que la multitud que se congregaba en la planta baja lo haría con todo lujo de detalles.
Dado que el fuego había dejado su dormitorio hecho un desastre, fueron al de Jacqueline.
No bajaron esa noche. Sólo deseaban su mutua compañía. De hecho, era lo único que necesitaban.
Y lo necesitaban con locura.
Necesitaban asegurarse de que estaban bien, necesitaban celebrar la vida.
Necesitaban amarse. Necesitaban absorber la dicha de estar juntos, aprovechar al máximo lo que habían encontrado en brazos del otro, reafirmar los fuertes lazos que se habían creado entre ellos y que se habían vuelto vitales.
Jacqueline sabía lo que Gerrard había arriesgado en su nombre. No sólo había arriesgado su vida, sino su capacidad para vivir. Era pintor. La pintura era su alma, pero había escalado el Cíclope a sabiendas de que un corte demasiado profundo le habría arrebatado la posibilidad de volver a coger un lápiz o un pincel.
Las lágrimas corrieron por sus mejillas mientras le lavaba los horribles cortes, demasiado acongojada como para expresar sus sentimientos con palabras. Gerrard se inclinó hacia ella y la besó con ternura en los labios antes de asegurarle que sus dedos funcionaban a la perfección, que podía cerrar la mano sin problemas.
Levantó la cabeza y le devolvió el beso. Se limitó a aceptar lo que le decía porque no podía hacer otra cosa.
Gerrard se recostó y se dejó hacer. Dejó que ella lo mimara tanto como quisiera. Permitió que lo restituyera en cuerpo y alma, que lo bañara con su devoción, su adoración y su amor.
Más tarde, le devolvió su generosidad con creces, dejando que la pasión los arrastrara y los uniera para siempre.
En mitad de la noche hizo su pregunta y fue recompensado. Como su paladín y por haberla liberado, la recompensa que pedía era su vida… y ella se la concedió gustosa. Ansiosa.
«Lo que tenga que ser será».
Como de costumbre, Timms tenía razón.