Capítulo 21

SE reunieron en torno a la mesa del desayuno a la mañana siguiente. Previamente, Jacqueline había pasado un momento por el dormitorio de Millicent, pero su tía seguía igual. Inmóvil bajo las sábanas, con los ojos cerrados, la respiración tranquila y con un aspecto mucho más frágil de lo normal.

Cuando se sentó en la silla contigua a la de Gerrard, este le dio un disimulado apretón en la mano. Ella le correspondió con una sonrisa alicaída y después procedió a contarle a su padre todos los detalles del baile.

Mitchel ya había desayunado y en esos momentos estaba atendiendo los asuntos de la propiedad, tal y como era su costumbre. Sin embargo, habían acabado de desayunar y la mesa estaba recogida cuando el apoderado de su padre entró en el comedor matinal, interrumpiendo la conversación acerca del lugar más apropiado para colocar el retrato.

Todos alzaron la vista cuando llegó, alarmados por la rapidez de sus pasos.

Mitchel, cuyo rostro estaba lívido, se detuvo al llegar al extremo de la mesa. Su mirada recorrió los rostros de Barnaby, de Gerrard y el suyo antes de clavarse en el de su padre.

—Milord, tengo que confesarle algo.

Todos pensaron que iba a levantar la liebre. Sin embargo, ninguno lo había tornado por el asesino. De modo que aguardaron, perplejos.

—¡Caramba! —Lord Tregonning le hizo un gesto para que se sentara—. ¿Por qué no te sientas y te explicas, muchacho?

Mitchel se sentó en una de las sillas con la mandíbula apretada. Apoyó los codos en la mesa y lo miró con expresión decidida.

—Lo he traicionado y he incumplido mis obligaciones.

Lo que siguió no fue una confesión de asesinato. Aunque el relato era de lo más inquietante.

—Creí —comenzó Mitchel, pero hizo una pausa y torció el gesto—, o mejor dicho, me hicieron creer, que mis sentimientos por Eleanor Fritham eran correspondidos. Es más, Jordan me animó a pensar que podría aspirar a su mano. Ahora veo que los dos me estaban engañando, que se estaban aprovechando de mí. —Su mirada se tornó abatida, pero siguió mirando a su padre sin flaquear—. Querían sonsacarme información y yo caí en la trampa.

A juzgar por su tono de voz, hasta ahí llegaban sus crímenes.

—¿Qué información? —quiso saber Gerrard.

—Detalles sobre la propiedad y sobre los negocios de lord Tregonning. —Colocó las manos sobre la mesa, con los dedos extendidos—. En aquel momento no me pareció sospechoso. —Miró a Jacqueline—. Llegué justo después de la muerte de su madre. Creí todo lo que Jordan me contó sobre el suceso. Que usted sufría un trastorno mental y que debían mantenerla recluida aquí. Llegó a decirme que algún día se casaría con usted y que así obtendría el control de su fortuna y de Hellebore Hall…

—¿¡Cómo!? —La atónita exclamación de Jacqueline quedó ahogada por los bruscos improperios que soltaron su padre y Gerrard. Les hizo un gesto para que guardaran silencio y sin apartar la mirada del apoderado le preguntó—: ¿Jordan tenía intención de casarse conmigo? —Estaba anonadada.

Mitchel frunció el ceño.

—Eso fue lo que me aseguró. Si era cierto o no…

Alguien llamó a la puerta. Y no una vez, sino con insistencia.

—¿Qué puñetas…? —Lord Tregonning estaba que trinaba.

Las llamadas cesaron.

Treadle pasó como una exhalación frente a la puerta del comedor, de camino al vestíbulo principal. Al cabo de un momento, se produjo una algarabía en el vestíbulo. Había demasiadas voces como para saber a quiénes pertenecían. Gerrard y Barnaby se pusieron en pie, arrastrando las sillas en el proceso. Mitchel hizo lo propio. Todos clavaron las miradas en el pasillo.

De repente, Treadle apareció por la puerta con expresión atribulada. Gesticulaba sin parar.

—Milord, no se atienen…

No dijo más. La señora Elcott lo apartó de un empujón y entró en el comedor. La seguía un buen número de vecinos: lord y lady Fritham, Matthew Brisenden, lady Trewarren, la señora Myles, los señores Hancock y sir Vincent Perry entre ellos. De entre la multitud, sólo lady Tannahay y los Entwhistle, que parecían sinceramente horrorizados, habían sido invitados.

Lady Trewarren no se detuvo hasta colocarse junto a lord Tregonning.

—¡Marcus acabamos de enterarnos de la horrible noticia! ¡Es espantoso! No sabíamos qué pensar, pero tanto Jacqueline como tú podéis estar seguros de que contáis con todo nuestro apoyo en esta última tragedia.

Lord Tregonning ya había perdido la paciencia llegados a ese punto.

—¿¡Qué tragedia!?

Lady Trewarren se sobresaltó y parpadeó varias veces.

—¡Caray, pues la muerte de Millicent! ¿Qué iba a ser sino? No me dirás que no es una tragedia, ¿verdad?

Todos comenzaron a hablar a la vez, haciendo que fuese imposible entender nada.

—¡Millicent no está muerta! —bramó lord Tregonning, logrando que todos guardaran silencio al punto.

Gerrard aprovechó para hacerse con las riendas de la situación.

—¿Quién les ha dicho que Millicent ha muerto?

La señora Elcott lo miró como si estuviera loco.

—Pero ¿está muerta… o no?

Gerrard refrenó su genio.

—No. No está muerta, pero es importante que sepamos quién les dijo que lo estaba.

Lady Trewarren intercambió una mirada con la señora Elcott antes de mirarlo a él.

—¡Caray! ¿Quién nos lo iba a decir? La servidumbre, claro está. Los demás asintieron al unísono.

—Está en boca de todo Saint Just —añadió Matthew—. Mi padre se enteró por el ama de llaves. Llegará en breve.

Lord Tregonning miró a lady Tannahay.

—¿Tú sabías algo?

Estupefacta, la dama negó con la cabeza. Los Entwhistle la imitaron.

—Pero nosotros vivimos muy alejados del pueblo, Marcus —señaló lady Entwhistle—. Esto parece un rumor muy reciente.

Lord Tregonning miró a Treadle.

Lo mismo hizo Gerrard.

—¿Es posible que algún miembro de la servidumbre haya hablado con alguien?, ¿o que alguien haya venido y haya malinterpretado las cosas?

—No, señor. —Treadle cuadró los hombros—. La señora Carpenter y yo estamos en disposición de jurarlo si hace falta. Ningún miembro de la servidumbre ha salido de la mansión ni ha hablado con nadie. Y no hemos recibido ninguna visita. No hasta hace un momento. —Señaló a la multitud con un gesto de la cabeza.

Gerrard miró a Mitchel.

El apoderado, que parecía tan atónito como los demás, meneó la cabeza.

—No he hablado con nadie sobre Millicent.

Gerrard se giró hacia lord Tregonning.

—La única persona que podría pensar que Millicent está muerta…

Lord Tregonning hizo un gesto afirmativo.

—Desde luego. —Miró a los demás—. Necesitamos identificar al instigador de este rumor.

Matthew había estado pendiente de cada palabra de la conversación.

—Hablé con el jardinero cuando salí de casa. Según me dijo, lo escuchó anoche en la taberna de boca del jardinero jefe de Tresdale Manor.

—Mi doncella se ha enterado por su pretendiente. —Lady Trewarren miró de reojo a lady Fritham—. Es uno de tus mozos de cuadra, María.

Lady Fritham parecía confundida.

—A mí también me lo dijo mi doncella. Supuse que toda la servidumbre estaba al tanto.

—Betsy, mi doncella, me lo dijo esta mañana —afirmó la poderosa voz de la señora Elcott, que se convirtió en el centro de todas las miradas. Asintió con la cabeza en cuanto vio que todos estaban pendientes de ella—. Betsy vive con sus padres, de modo que no duerme en mi casa. Fue su hermana la que le contó la noticia. La muchacha trabaja como fregona en Tresdale Manor y le dijo a Betsy que Cromwell, el mayordomo, escuchó cómo el señor Jordan le contaba a la señorita Eleanor que la señorita Tregonning estaba muerta y que ya no se podía hacer nada.

Todas las miradas se clavaron en lady Fritham. Esta parpadeó, perpleja.

—¡Pero no me ha dicho nada! ¿Héctor? —le preguntó a su esposo, a quien estaba mirando en esos momentos. Su Ilustrísima meneó la cabeza, al parecer tan confundido como ella—. En fin, te aseguro que no sé lo que está pasando —le dijo a lord Tregonning.

—¡Me cago en…! —Barnaby, que hasta ese momento había guardado silencio mientras recababa toda la información posible, se inclinó hacia delante—. Milord —le dijo a lord Tregonning—, tenía intención de preguntárselo antes, pero se me ha pasado por completo. ¿Le ha pedido alguien la mano de Jacqueline?

Su Ilustrísima frunció el ceño y comenzó a negar con la cabeza, pero se detuvo de repente. Su expresión se tomó perpleja mientras desviaba la mirada hacia Jacqueline.

—Lo siento, querida… Supongo que debería habértelo dicho, pero… fue tan… En fin, fue una proposición ofensiva por muy conveniente que pareciera. Porque fue planteada como un sacrificio. Como no estaba especialmente interesado en casarse con ninguna otra joven, estaba dispuesto a ayudar a nuestra familia casándose contigo de modo que pudieras quedarte aquí, a salvo y apartada de la sociedad, encerrada en casa durante toda la vida.

—¿Cuándo fue? —quiso saber Barnaby.

—Hace unos cinco meses —respondió lord Tregonning, torciendo el gesto—. Aunque en aquel entonces yo no estaba convencido de… Fue una proposición de lo más repulsiva, la verdad. La rechacé, por su puesto. Y le dije que le agradecía su intención, pero que no sería honorable aceptar tamaño sacrificio por su parte.

—¿Quién fue? —preguntó de nuevo Barnaby.

Lord Tregonning lo miró, extrañado.

—Jordan, por supuesto, ¿quién si no?

—Desde luego que no podía ser otro —musitó Barnaby, que preguntó en voz alta—. ¿Nadie más le ha pedido la mano de Jacqueline?

Su Ilustrísima hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿Marcus? —Lady Trewarren no paraba de mirar de un lado a otro—. Siento interrumpir, pero huelo a humo.

Los demás se dieron la vuelta, olfateando el aire.

Treadle miró a Gerrard con los ojos desorbitados antes de salir a toda prisa del comedor.

—Tengo muy buen olfato para el humo —explicó lady Trewarren—, y creo que el olor es cada vez más pronunciado…

—¡Fuego! —chilló una criada desde la planta alta.

La multitud congregada en el comedor matinal salió al vestíbulo, donde el olor era más intenso, si bien no se veían llamas por ningún sitio. Todo el mundo alzó la vista hasta la galería superior. Un ejército de criados corría hacia el ala sur.

—¡Todas las damas al salón! —ordenó Barnaby, conduciéndolas en esa dirección. Algunas protestaron, porque querían ver qué se estaba quemando. Sir Vincent masculló un improperio y fue a ayudar.

Treadle apareció en la parte superior de la escalinata, que bajó como una exhalación.

—Es la habitación infantil, señor —le dijo a Gerrard—. Y su dormitorio, señor Debbington. Las cortinas están en llamas. Hemos hecho una cadena para subir cubos de agua por las escaleras del servicio, pero necesitamos todas las manos posibles.

—Voy a ayudar —dijo Matthew Brisenden al tiempo que corría escaleras arriba. Los demás lo imitaron tras intercambiar unas miradas.

Jacqueline se quedó donde estaba. Mientras Barnaby y sir Vincent salían del salón, agarró a su padre del brazo.

—Voy a hablar con la señora Carpenter y después me aseguraré de que las damas se quedan a salvo en el salón.

Gerrard se había demorado a mitad de la escalinata para escuchar cuáles eran sus planes. Después, la miró a los ojos, asintió con la cabeza y siguió subiendo los peldaños de tres en tres.

Su padre le dio unas palmaditas en la mano.

—Muy bien. Yo veré qué se puede hacer.

Lo siguió con la mirada mientras subía despacio la escalinata. Segura de que Treadle lo mantendría alejado del peligro, echó a andar hacia la cocina.

Tal y como esperaba, en la estancia reinaba el caos. Ayudó a la señora Carpenter a tranquilizar a las doncellas y las organizó de modo que ayudaran a los mozos de cuadra a llevar los cubos de agua desde la pila hasta el ala sur. Había una larga cadena de mozos de cuadra, lacayos y criados que subía hasta la primera planta y el ático.

La señora Carpenter estaba muy seria. En cuanto las doncellas se pusieron manos a la obra, le dijo en un aparte:

—Maizie fue quien descubrió el fuego en el dormitorio del señor Debbington. Según dijo, todo fue por unas flechas envueltas en trapos prendidos. De ahí que se quedaran enganchadas en las cortinas. Así comenzó todo. La muchacha no paraba de balbucear diciendo que no pensáramos que habían sido las brasas de la chimenea, porque ella no había tenido la culpa de nada. Le dije que se quedara tranquila, que nadie iba a pensar eso, pero supuse que usted y Su Ilustrísima debían estar al tanto.

Jacqueline asintió con la cabeza. Flechas. Alguien le había disparado una flecha a Gerrard y volvían a aparecer en escena. No había escuchado los detalles sobre el ataque a Gerrard, pero para que una flecha alcanzara las cortinas de su dormitorio debía ser disparada desde los jardines, y ella conocía los jardines como la palma de su mano. Sabía que no había ningún lugar despejado desde el que apuntar. El arquero debía colocarse eh un lugar bastante alejado y tener la suficiente pericia como para calcular la trayectoria a pesar del viento.

Puesto que la vida rural era muy tranquila, los que se habían criado en el campo habían disfrutado de todo el tiempo del mundo para aprender a manejar un arco. Sin embargo, sólo unos cuantos tenían la habilidad necesaria para hacer semejante disparo, sobre todo si habían apuntado al ático. Hizo una lista de posibles culpables mientras atravesaba la mansión.

Cuando llegó a la puerta que comunicaba con el vestíbulo, escuchó que alguien gritaba su nombre y se giró de inmediato.

Eleanor, con el pelo suelto y enmarañado, y el vestido arrugado, gesticulaba de forma frenética desde el pasillo que comunicaba con el ala norte de la mansión para que corriera junto a ella.

—¡Rápido! ¡Hay otro incendio por aquí! Me han dicho que viniera a por ti. Estamos haciendo todo lo que podemos, pero necesitamos ayuda. —En lugar de esperarla, salió corriendo por el pasillo.

Jacqueline notó que le daba un vuelco el corazón. Se alzó las faldas y corrió tras su amiga.

La habitación de Millicent estaba en el ala norte.

Dobló el recodo del pasillo a tiempo de ver cómo Eleanor entraba en un gabinete situado al fondo del ala, justo debajo del dormitorio de su tía. Apretó el paso. Tendría que llamar a alguno de los mozos de cuadra que estaban en la cocina. Pero antes le echaría un vistazo a la situación y luego…

Entró en tromba en el gabinete.

No había llamas. Ni humo. Ni ningún lacayo combatiendo el fuego.

Se detuvo y oyó que la puerta se cerraba tras ella.

Dio media vuelta.

Jordan estaba a escasa distancia, observándola con expresión desdeñosa y fría… Calculadora.

Lo miró fijamente. ¿Sería él…?

El corazón le latía desbocado. Tenía un nudo en la garganta. Mientras observaba los ojos de Jordan recordó que todos aquellos a los que amaba estaban en peligro. Ella jamás lo había estado y no lo estaría.

El asesino de su madre, que también había atacado a Millicent, sólo podía ser un hombre: el amante de Eleanor.

La aludida se alejó de la puerta en ese momento.

Jacqueline contuvo el aliento y retrocedió.

Eleanor se acercó a su hermano y se colocó tras él. Después, le pasó una mano por el brazo, se apoyó en él y esbozó una sonrisa dulce, aunque a todas luces falsa.

La sangre se le heló en las venas. Se le erizó el vello de la nuca.

Miró a Eleanor a los ojos. Esa no era la amiga que conocía desde hacía años. Miró a Jordan. Su actitud era la habitual: arrogante, altanero, desdeñoso. El terror amenazaba con consumirla. Se humedeció los labios y preguntó:

—¿Dónde está el fuego?

Jordan contestó sin dejar de mirarla a los ojos.

—¿Qué fuego?

Y sonrió.

Con los ojos desorbitados, Jacqueline vio de repente lo que todo el mundo había pasado por alto. Supo lo que su madre debió de descubrir; entendió por qué parecía tan demacrada, por qué había sido asesinada. Por qué habían arrojado también a Millicent por la balaustrada. Y por qué habían matado a Thomas a sangre fría.

Lo comprendió en un abrir y cerrar de ojos.

Respiró hondo y chilló con todas sus fuerzas.

—¡Abajo! —gritó Gerrard, que con la ayuda de dos criados, arrojó las sábanas manchadas de pintura por la ventana del ático. El bulto cayó a la terraza, lejos del alcance de los rescoldos.

De espaldas a la ventana, contuvo el aliento mientras hacía una pausa para contemplar las vigas chamuscadas y las paredes ennegrecidas. Habían sofocado las llamas justo a tiempo, antes de que prendieran en el armazón del tejado y se extendieran.

Oyó chillar a una mujer a lo lejos. El sonido se acalló de repente, pero creyó localizarlo en la planta baja. Sin embargo, por un breve instante había logrado imponerse al caos creado por los golpes y juramentos de los lacayos y los jardineros que apagaban las llamas con la ayuda de unos sacos.

Sintió un extraño hormigueo premonitorio. Dio media vuelta para mirar por la ventana. Había subido al ático a toda prisa, dejando que Barnaby se ocupara de su dormitorio. Conocía muy bien lo peligrosas que eran las telas y la madera manchadas de pintura. Por no mencionar otros muchos elementos inflamables que los pintores acumulaban en sus estudios.

De la ventana de su dormitorio salía una densa humareda, aunque al cabo de unos momentos pareció remitir. Ya no se oía el crepitar de las llamas.

Habían salvado la mansión.

El chillido habría sido de una doncella. Pero ¿por qué? ¿Y por qué desde el exterior?

El hormigueo se intensificó. Algo iba mal. Titubeó un instante mientras clavaba la vista en los jardines sin ver nada. Acto seguido soltó un improperio.

—¡Wilcox! —llamó al jardinero jefe.

El susodicho alzó la vista desde el lugar donde intentaba apagar las últimas brasas.

—¿Sí, señor?

—Reúne a tus hombres y baja a la terraza. Algo va mal ahí abajo. Dejó que los lacayos acabaran de apagar los últimos rescoldos y corrió escaleras abajo.

A sus espaldas oyó que Wilcox llamaba a sus subordinados.

—Vamos, todos vosotros, ¡abajo! ¡Os quiero ver en los jardines ya!

Gerrard llegó al pasillo y corrió hacia su dormitorio. Tenía un nudo en el pecho, a causa del humo, pero también por el miedo que lo embargaba. Entró en tromba en su dormitorio y comprobó que los daños no eran tan importantes como en la habitación infantil. Saltó sobre un montón de escombros y, mirando a Barnaby, señaló el telescopio, que seguía sano y salvo en su trípode tal cual lo había dejado. En cuanto llegó junto a él, lo cogió y lo sacó al balcón.

—¿Qué pasa? —le preguntó Barnaby cuando se acercó.

—Una mujer ha chillado… desde los jardines, creo. —Colocó el trípode, encajó el telescopio y lo enfocó en la dirección que creía correcta, todo ello presa de los nervios—. Que alguien vaya a comprobar si Jacqueline está en el salón.

Sintió el sobresalto de Barnaby, pero su amigo ni siquiera rechistó. Envió a un criado a que cumpliera el encargo con prontitud.

Gerrard barrió los jardines. A pesar de la altura, no todas las zonas eran visibles. Siguió escudriñando en círculos, esperando captar algún movimiento.

—¡Allí! —Alzó la vista, comprobó la dirección y volvió a inclinarse hacia el telescopio—. Hay alguien corriendo por el jardín de Poseidón, en dirección al de Apolo. Tres personas… —Ajustó el enfoque—. Jordan, Eleanor… y Jacqueline. —Soltó un juramento—. La llevan a rastras entre los dos.

Se enderezó mientras la tensión se apoderaba de él. Barnaby le puso la mano en el hombro.

—No. No los pierdas de vista. Síguelos.

Eso hizo.

—Han llegado al jardín de Apolo y están forcejando con ella para que continúe caminando. ¿¡Adónde la llevan!?

Matthew Brisenden apareció en ese momento. Se agarró a la barandilla y clavó la vista en los jardines.

Sir Vincent fue el siguiente en llegar.

—¿He escuchado bien? ¿Los hermanos Fritham se han llevado a Jacqueline a la fuerza?

Gerrard asintió.

—Están en los jardines. Sabrá Dios por qué.

—¡La están secuestrando! —Matthew, que seguía aferrado a la barandilla, giró la cabeza para mirarlo—. Tendrán que llegar al mirador de piedra antes de poder atajar por el jardín de Diana, hacia la loma por la que se accede a Tresdale Manor.

Gerrard masculló un improperio.

—Tiene razón. Así es como entran y salen sin utilizar la puerta principal.

—Pero esta vez no lo harán. —Barnaby se inclinó sobre la barandilla y llamó a Wilcox, que ya estaba en la terraza con un buen número de sus subalternos. Tras unas escuetas órdenes, el jardinero jefe y sus muchachos dieron media vuelta y atravesaron la terraza a la carrera. Enfilaron el camino del jardín de Atenea, ya que desde allí llegarían más rápido al jardín de Diana y podrían cortarles la retirada.

—Los verán —les advirtió Matthew— y se darán la vuelta. Si consiguen llegar a los establos…

—O a la otra cala —añadió sir Vincent—. Hay un bote de remos.

Matthew ya se había dado la vuelta.

—Acabo de ver a Richards. Iré en su busca para decirle que despliegue a sus hombres a lo largo de la loma norte, y así tampoco podrán escapar por ese lado.

—Voy contigo —dijo sir Vincent, que se marchó tras él.

Gerrard siguió el avance del trío por los jardines a través del telescopio. Aún seguían en el jardín de Apolo y, en esos momentos, estaban cruzando el puente que atravesaba el arroyo. Habían amordazado a Jacqueline. A juzgar por el modo en el que los hermanos la obligaban a caminar, también la habían maniatado.

Oyó que alguien se movía tras él. Lord Fritham, sir Harvey Entwhistle y el señor Hancock acababan de llegar. Los tres habían estado ayudando a sofocar las llamas. Una mirada al rostro de lord Fritham le bastó para comprobar que estaba al tanto de las últimas noticias. Como también lo estaban los otros dos caballeros.

—Vamos, compañero —dijo sir Harvey con expresión seria, dándole una palmada a lord Fritham en el hombro—, será mejor que bajemos y averigüemos qué se trae entre manos ese mocoso tuyo.

Lord Fritham asintió con la cabeza. Estaba claro que los acontecimientos habían hecho mella en él. Los tres recién llegados se marcharon sin más.

Barnaby volvió a su lado.

—¿Dónde están?

—En el jardín de Apolo, bastante lejos todavía del segundo mirador. —Guardó silencio un momento y después añadió—: Jacqueline sigue tropezándose. Está intentando demorarlos. —Una nueva pausa—. Jordan acaba de abofetearla —dijo en voz baja y tensa—. Aunque no le ha servido de mucho, porque ella se ha tirado al suelo y se niega a continuar.

Barnaby le dio un apretón en el hombro.

—Sigue con ellos un poco más. Necesitamos saber qué dirección toman una vez que lleguen al mirador.

Gerrard contuvo sus emociones como pudo. Unas emociones que superaban con creces la ira o el afán protector. Era una rabia cegadora y letal que nacía de lo más profundo de su alma. Jacqueline era suya y debía protegerla. Pero sabía que la táctica de Barnaby tenía sentido. De modo que apretó los dientes y siguió mirando por el telescopio. Su cabeza no paraba de gritarle a Jacqueline que tuviera mucho cuidado y de amenazar a Jordan Fritham con la muerte y cosas peores.

Todo ello sin dejar de rezar.

Los caballeros que acababan de abandonarlos llegaron a la terraza. Lord Tregonning estaba con ellos. Llamaron a Barnaby para que les diera alguna indicación y después se internaron en los jardines tan rápido como sus piernas se lo permitían.

Sin embargo, los jardines eran muy tupidos y extensos, y su diseño no se prestaba a las carreras. Más bien todo lo contrario. La acción se desarrolló muy despacio. Gerrard apenas apartó los ojos de Jacqueline, salvo para comprobar que los jardineros habían llegado a la parte más alta del jardín de Diana. Los Fritham no podrían escapar por ahí. Los mozos de cuadra, acompañados por Matthew y sir Vincent no habían llegado todavía a su destino en la loma septentrional, pero estarían en su sitio antes de que los dos hermanos pudieran girar en esa dirección.

Devolvió el telescopio al lugar donde seguía Jacqueline y vio cómo Jordan y Eleanor la obligaban a avanzar hacia el mirador situado en el límite del jardín de Apolo.

Jacqueline estuvo a punto de echarse a llorar de alivio cuando Jordan le quitó el pañuelo que hacía las veces de mordaza.

—¡Ya está! —Su mirada era distante y acerada—. Estamos bastante lejos de la mansión. Ahora puedes gritar todo lo que quieras. Nadie va a oírte. —Echó un vistazo hacia la mansión con una sonrisa burlona en los labios—. Están demasiado ocupados sofocando las llamas y lamentándose por la pérdida del puñetero retrato. —Sus dedos la agarraron con más fuerza del brazo—. ¡Vamos! —exclamó, al tiempo que tiraba de ella.

Jacqueline se afanó por retrasar la marcha entre trompicones todo lo que pudo, aunque con mucho tiento, ya que temía que Jordan la dejara inconsciente y se la cargara al hombro sin más. Como de ese modo avanzarían más rápido, no se atrevía a provocarlo hasta el extremo de que él también cayera en la cuenta.

Una lívida Eleanor la agarraba del otro brazo con los labios apretados. Ella también la obligaba a caminar. Ambos eran más altos y fuertes que ella. Juntos podrían incluso alzarla en el aire.

Sabía muy bien que el retrato estaba a salvo. No se encontraba ni en el dormitorio de Gerrard ni en el improvisado estudio del ático. Su padre se lo había apropiado de inmediato. Compton y Treadle lo habían trasladado con mucho cuidado a su despacho.

Claro que ese no parecía el momento propicio para mencionar el detalle.

Casi había logrado recobrar el aliento y librarse de los efectos provocados por la espantosa escena del gabinete, la peor pesadilla de su vida. Jamás podría olvidar la maldad que había percibido. La caricia del sol en la cara le aseguraba que estaba en el mundo real, pero… Inspiró hondo e intentó hablar con voz normal.

—¿Adónde me lleváis? ¿Qué esperáis ganar con esto?

—Te estamos secuestrando —respondió Jordan como si tal cosa—. No hemos tenido más remedio que hacerlo después de tu desvergonzado comportamiento con ese dichoso artista. —Su tono de voz sugería que la consideraba culpable de todo lo que estaba pasando—. Pensarán que vamos de camino a Gretna Green, pero en realidad estaremos en una bonita posada de la costa. —La miró de reojo—. Unas cuantas noches a solas conmigo y estoy convencido de que tu padre verá nuestro compromiso con muy buenos ojos.

Jacqueline conocía la respuesta, pero de todos modos le preguntó:

—¿Por qué quieres casarte conmigo? Ni siquiera te gusto.

—Por supuesto que no. Las inocentes nunca han sido santo de mi devoción. —Echó un vistazo a Eleanor y le sonrió. Una sonrisa íntima que Jacqueline deseó no haber visto. Después, devolvió la vista al frente y continuó—: Estoy seguro de que tu artista te habrá enseñado un par de cosas… Será interesante comprobar hasta qué punto ha avanzado en tu educación. Sin embargo, aparte de la necesidad de forzar un matrimonio entre nosotros, te puedo decir sin lugar a dudas que no, que no me inspiras el menor interés. Lo único que quiero es Hellebore Hall.

—¿Por qué?

Lo vio fruncir el ceño y apretar la mandíbula, pero no la miró.

—Porque debería ser mío. Yo lo necesito más que tú.

El mirador apareció en ese momento frente a ellos. La obligaron a subir los peldaños, Eleanor tirando de ella y Jordan empujándola por detrás. Una vez que estuvieron en la plataforma de piedra, echaron a andar hacia el camino que conducía al jardín de Diana, la ruta habitual entre Hellebore Hall y Tresdale Manor.

Jordan la empujó, de modo que acabó dándose de bruces con Eleanor, que ya estaba en el camino.

—Tenemos caballos ensillados y listos para partir. Estaremos lejos de aquí antes de que se den cuenta…

—Jordan —lo interrumpió Eleanor que se había detenido. Estaba señalando hacia la loma—. ¡Mira!

Jacqueline alzó la cabeza y vio a lo lejos a algunas personas que la distancia no le permitió reconocer. De todos modos y a tenor de su número, supo que eran jardineros o mozos de cuadra. Corrían mientras se desplegaban por la loma. Algunos habían llegado a la parte más alta del jardín de Diana. Era imposible que Jordan y Eleanor pudieran pasar por ahí, aunque fueran solos y a la carrera.

La inundó el alivio. Se le aflojaron las rodillas y retrocedió un poco para apoyarse en el mirador.

—Desatadme. —Extendió los brazos para que le quitaran el cordón atado en torno a las muñecas—. No tiene sentido seguir adelante. Tendréis que volver y explicar…

Jordan se giró para mirarla.

—¡No! —masculló—. No te dejaré marchar. No voy a permitir que Hellebore Hall se me escape de las manos. —Volvió a cogerla del brazo con tanta fuerza que le clavó los dedos—. Iremos por el otro lado. —Y tiró de ella para que subiera al mirador—. Adentro.

La obligó a subir los escalones y después a enfilar el camino que conducía al mirador de la pérgola desde el que se accedía a la loma septentrional y a los establos.

—Cogeremos los caballos de tus establos.

Habían avanzado un trecho cuando Jordan se detuvo en seco. Alzó la cabeza, escudriñó el horizonte y soltó un juramento.

—También están allí.

Con la mandíbula apretada, dio media vuelta, arrastrándola consigo para empujarla de vuelta al mirador. Una vez que estuvieron bajo el tejadillo de madera, se detuvo. Sin soltarla del brazo, echó un vistazo a ambos lados con los ojos desorbitados y expresión un tanto frenética.

Eleanor tenía el mismo aspecto. Respiraba de forma superficial y estaba más pálida que antes.

—Ahora ¿qué? —le preguntó a su hermano—. No tenemos salida. —Clavó la mirada en ella—. Jacqueline es nuestra única carta con la que negociar, pero no tengo ni un mísero cuchillo con el que amenazarla. ¿Tú tienes algo?

Jordan se palpó los bolsillos y sacó un cortaplumas. Lo abrió. La hoja apenas tenía cinco centímetros de largo.

—¡Eso no nos sirve para nada! —exclamó Eleanor con un deje histérico en la voz.

Jordan guardó silencio mientras contemplaba el cortaplumas. Después, tomó una honda bocanada de aire, alzó la cabeza y miró hacia el otro extremo de los jardines.

Jacqueline no tenía ni idea de qué estaba buscando, pero pareció calmarse de repente. El nerviosismo lo abandonó y esbozó una sonrisa malévola.

—Servirá para nuestros fines si lo combinamos con otra cosa. Algo mucho más melodramático y letal. Algo que nos vendrá de perlas.

Le clavó los dedos en el brazo y la zarandeó con fuerza.

—Vamos. Sé cómo lograr que tu padre y los demás se avengan a mis deseos.

Bajó los peldaños mientras tiraba de ella y después echó a andar a paso vivo por el camino que conducía al jardín de Marte y, en última instancia, a la cala.

Gerrard soltó un juramento. Se apartó del telescopio, dio media vuelta y atravesó el ennegrecido dormitorio de camino a la puerta.

—Han tomado el camino de la cala.

—¿Van hacia la cala? —preguntó Barnaby mientras lo seguía—. Pero por allí no podrán escapar.

—No —convino Gerrard—. Pero tienen algo mejor. Un arma con la que apuntarnos en la sien.

—¿Qué arma? —repitió Barnaby. Ambos corrían por el pasillo en dirección a la escalinata—. ¿Qué arma?

Gerrard salió a la terraza.

—El Cíclope.

Cuando Jordan la obligó a subir los escalones de acceso al último mirador Jacqueline ya había resuelto su enigmática respuesta. Sabía adónde iban.

Los había demorado sin que resultara excesivamente evidente. Le dolía el costado, respiraba con dificultad y le temblaban las piernas de un modo alarmante. Lo único que quería era desplomarse en el asiento y descansar. Pero Jordan, que solía recorrer los jardines a menudo, no parecía afectado por la carrera que acababan de realizar. Su hermana, por el contrario, tenía todo el aspecto de sentirse tan exhausta y derrotada como ella.

Aprovechó el momento en el que Jordan se detuvo para comprobar la distancia que los separaba de sus perseguidores y respiró hondo. Enderezó los hombros e intentó aliviar el dolor que sentía en los brazos.

Jordan volvió a agarrarla con fuerza.

—Vamos —ordenó con voz tensa—. Tenemos que llegar allí antes que ellos.

Le dio un empujón hacia los escalones y la siguió de cerca, alzándola sin muchos miramientos cuando estuvo a punto de torcerse el tobillo.

—No te atrevas a retrasarnos —masculló. Sus ojos tenían una expresión fría y… letal.

¿Cómo había podido tomarlo por un amigo? Porque lo había considerado un amigo pese a su arrogancia y a sus aires de superioridad. No significaba nada para él, salvo el medio para conseguir un fin. En cuanto a Eleanor… Miró a la mujer que le clavaba las uñas en el brazo mientras la obligaba a caminar. Nunca la había visto como era de verdad. Salvo por ese instante en el gabinete, cuando abandonó la farsa y le mostró su verdadera naturaleza. El estómago se le descompuso al recordar los lascivos detalles que le había contado a lo largo de los años acerca de sus actividades con su amante. Por fin sabía la verdad.

Sabía quién era el amante de Eleanor.