Capítulo 2

DADO que se le acercaba una dama por cada lado, Cunningham se quedó sin saber a quién presentar primero. La decisión la tomó la dama de mediana edad, que llegó junto a ellos con una sonrisa.

—Soy Millicent Tregonning, la hermana de lord Tregonning. —Y extendió la mano—. Permítanme que les dé la bienvenida a Hellebore Hall.

De pelo castaño, bien vestida, aunque de estilo y peinado severos, Millicent Tregonning se libraba de ser excesivamente adusta por la dulzura de sus ojos castaños.

—Muchas gracias —le dijo Gerrard al tiempo que le estrechaba la maño y se inclinaba para saludarla.

Le presentó a Barnaby. Cuando se echó a un lado para permitir que su amigo saludara a la mayor de las señoritas Tregonning, se acercó más a la otra, a la hija de lord Tregonning, a su modelo. La persona con la que tendría que emplear su talento durante los siguientes meses.

La muchacha se había detenido junto a su tía; de estatura media, iba ataviada con un vestido de muselina verde manzana que se ajustaba a unos generosos pechos y delineaba una esbelta cintura, unas voluptuosas caderas y unas larguísimas piernas que satisfacían plenamente su ojo artístico. La vio esperar con paciencia a que Barnaby terminara con su saludo. Libre por un instante, se permitió estudiarla.

La muchacha giró la cabeza, imperturbable, y enfrentó su mirada. Sus ojos, una mezcla de ámbar, verde y dorado, eran enormes y lo miraban por debajo de unas elegantes cejas castañas. Su cabello era de un brillante castaño con vetas doradas y lo llevaba recogido en un moño sobre la coronilla salvo por algunos mechones, que le caían sobre las orejas. El pálido rostro ovalado estaba dividido por una nariz recta. Su tez era perfecta, de un marfil teñido con un rosa muy saludable. Sus labios habían sido perfilados por una mano muy sutil y eran la viva imagen de la voluptuosidad femenina, aunque seguían siendo delicados y… la mar de expresivos. Ya sabía dónde buscar indicios de sus pensamientos, de lo que sentía de verdad.

En ese momento, sus ojos eran dos estanques cristalinos de serena confianza. Estaba estudiando la escena, almacenando datos, totalmente contenida. Totalmente tranquila y confiada. Pese a su presencia, y la de Barnaby también, no detectaba el menor asomo de esa agitación tan propia del género femenino.

No los estaba observando como a caballeros, ni siquiera como a hombres, sino como si fueran algo más.

La verdad le llegó cuando la mirada de la muchacha se desvió hacia su tía. Lo estaba estudiando como pintor.

—Y esta es mi sobrina, la hija de mi hermano, la señorita Jacqueline Tregonning.

Jacqueline se giró hacia Gerrard Debbington. Le tendió la mano con una sonrisa.

—Señor Debbington, espero que hayan tenido un buen viaje… desde tan lejos.

Él volvió a mirarla a los ojos antes de estrecharle la mano con esos largos dedos en los que había reparado con anterioridad. Su apretón fue comedido, aunque también firme. Le hizo una reverencia formal sin apartar la vista de su cara.

—Señorita Tregonning, me alegra que su padre fuera en mi busca. El viaje ha sido muy largo, desde luego, pero de no haberlo hecho, me habría arrepentido toda la vida.

Apenas si entendió lo que le decía. El tono de su voz, tan grave y masculino, le rozó la piel como una caricia. La fuerza de sus dedos, que hablaban de su masculinidad, se extendió por todo su cuerpo y le erizó la piel. Enfrentaba su mirada con una determinación que no terminaba de entender. Comenzaron a temblarle los dedos… Asombrada por la reacción, se obligó a recuperar la compostura.

Su rostro, ligeramente bronceado, de pómulos altos y facciones patricias y austeras, era una máscara impasible; su expresión era de educada indiferencia… Pero la intensidad de sus ojos, de un vibrante tono de ámbar, la enervaba.

Lo que la obligó a estudiarlo con más detenimiento, para descubrir qué se escondía detrás.

Hasta ese momento lo había tenido por el artista de la aristocracia y, aunque ciertamente lo era, su elegante fachada no era una pose, sino un reflejo de su verdadera personalidad. Aunque la utilizaba a modo de escudo. El cabello ondulado, algo más oscuro que el suyo, estaba cortado a la moda y enmarcaba una frente despejada y unos ojos insondables; las cejas oscuras trazaban un arco elegante y tenía las pestañas largas y espesas.

Era alto, casi le sacaba una cabeza, de anchos hombros y piernas largas; aunque era de complexión atlética más que musculosa, la elegancia de sus movimientos hablaba de una fuerza oculta tras sus modales impecables. Y que quedaba reflejada en su rostro, en las severas líneas de su frente, de su nariz y de su barbilla.

No era un dandi, ni un petimetre pomposo. Era un fiero guerrero que se ocultaba tras una elegante fachada. Era peligroso, más peligroso de lo que había creído que podía ser un hombre. El simple hecho de sostenerle la mano, de mirarla a los ojos y de dedicarle unas cuantas palabras la había dejado sin aliento, ¡y ni siquiera sabía qué le había dicho!

Ese hecho la inquietó, y mucho. Decidida, inspiró hondo y respondió al saludo con un gesto de cabeza.

—Desde luego. —Esperaba que la coletilla fuera réplica suficiente. Solía bastar con independencia del comentario del interlocutor.

Lo vio esbozar una sonrisa, muy breve e incitante, una sonrisa tan encantadora que volvió a perder el hilo de la conversación. Con un supremo esfuerzo, se giró hacia su amigo. Gerrard Debbington le soltó la mano, algo que la ayudó considerablemente a recuperar la compostura.

El dios de cabello rubio le sonrió.

—Barnaby Adair a su servicio, señorita Tregonning. Encantado de conocerla.

Se las apañó para sonreír y tenderle la mano… y esperó. Si bien el señor Adair parecía cortado por el mismo patrón que Gerrard Debbington, el apretón de sus dedos no le provocó ningún efecto secundario. Sus ojos, de un jovial azul, no eran más que unos ojos risueños; y su voz no tenía el poder de hacer que se olvidase de las palabras que estaba pronunciando.

Aliviada, le dio la bienvenida antes de apartarse para dejar que Mitchel y Millicent acompañaran a sus dos visitantes al diván para continuar con las presentaciones.

Mitchel, Millicent y Adair se alejaron sin más. Gerrard Debbington titubeó. Sintió su mirada sobre ella, de modo que levantó la cabeza para enfrentarla. Con un gesto la mar de sutil, una ceja apenas enarcada, le indicó que esperaba que los acompañase. Accedió, sin saber muy bien por qué, pero consciente de que una discusión no sería apropiada, y se marchó en pos de su tía.

Él echó a andar a su lado.

Mediante el sencillo truco de no moverse hasta que ella lo hiciera, Gerrard mantuvo a Jacqueline a su lado durante el lento proceso de las presentaciones. No tenía el menor interés en esas personas, aunque se le daba bastante bien mantener las formas. Una parte de su mente se relacionaba con ellos y respondía a sus comentarios como se esperaba al tiempo que emparejaba nombres con sus correspondientes caras y asimilaba los parentescos. Ninguno de sus interlocutores se percató de que estaba concentrado por completo en la mujer que tenía al lado.

No daba crédito a su suerte. Lejos de ser una tarea odiosa y detestable, pintar a la hija de lord Tregonning iba a ser… justo el tipo de desafío que más le gustaba.

Había captado su atención por completo, consciente de que encerraba muchos enigmas por resolver. En resumidas cuentas, lo fascinaba.

En el fondo de su mente sabía que los elementos que componían dicha fascinación se parecían mucho a los que despertaban las mujeres que lo atraían sexualmente, pero no desde el punto de vista artístico; pero como Jacqueline Tregonning era la primera dama a la que había decidido pintar a quien no le unía ningún lazo de parentesco, no tenía muy claro si era una reacción lógica o no. Veía a las mujeres tal y como eran, como seres completos con sexualidad propia. Esa era una de las razones por las que sus retratos tenían tanto éxito.

Jacqueline Tregonning era el paraíso de todo pintor: una modelo que tenía trasfondo, que tenía capas y capas de emociones y sentimientos, preocupaciones e inquietudes, escondidas tras un rostro que de por sí resultaba intrigante. Le había bastado una mirada a sus hermosos ojos para averiguar lo que estaba viendo: una modelo que englobaba todo lo necesario para crear una verdadera obra de arte. Era un enigma.

Era demasiado joven para ser así. Las muchachas de su edad no solían tener tantas capas, mucho menos ocultas. No habían vivido lo suficiente, no habían padecido las tragedias que solía conllevar la vida y que daban como resultado una experiencia vital. Sin embargo, Jacqueline Tregonning era el ejemplo perfecto de la sabiduría popular, porque efectivamente, en su caso, las apariencias engañaban. Era como un estanque de aguas tranquilas bajo cuya superficie existían poderosas corrientes emocionales.

Aún no sabía cuáles eran dichas emociones ni qué había provocado que se convirtiera en la mujer que era, aunque necesitaría averiguar la respuesta a esa pregunta y a cualquier otra que se le planteara para capturar todo lo que veía en sus ojos, todo lo que presentía tras esa controlada expresión.

Siguió atento a ella mientras hablaban con los presentes. Registró de forma instintiva no sólo la reacción externa que demostraba al hablar con cada uno de ellos, sino también lo que presentía que eran sus verdaderos sentimientos. Reserva, distanciamiento, indiferencia. Su actitud era tan persistente, tan reveladora, que esas palabras resonaron una y otra vez en su cabeza. No se trataba de timidez, porque no tenía un pelo de tímida. Era una mujer segura de sí misma, cómoda en su casa y rodeada de personas a las que conocía de toda la vida. Aun así, no confiaba en esas personas.

En ninguna de ellas, salvo en su tía Millicent.

Estaba asimilando ese descubrimiento cuando oyó unos pasos y el repiqueteo de un bastón en el suelo. Se giró, al igual que los demás, cuando un anciano apareció por la puerta. El hombre recorrió la estancia con la mirada hasta encontrarlo y lo estudió antes de echar a andar hacia él. Aunque se movía muy despacio, sus gestos no eran débiles ni titubeantes, sólo muy comedidos.

Marcus, lord Tregonning, era de la vieja escuela. Gerrard reconoció las señales: el corte anticuado de su chaleco, las calzas a media pierna, el andar deliberadamente lento, el bastón que no le hacía falta y la aparente indiferencia hacia las personas que quedaban en la periferia de su mirada.

Una mirada que estaba clavada en él. Se alegraba del férreo control que Vane y Gabriel Cynster le habían inculcado, de la habilidad de mantener el rostro impasible; en esa ocasión, tuvo que reprimir el impulso de sonreír. Ni Barnaby ni él iban a dejarse intimidar por las tácticas de sus mayores.

Con el rabillo del ojo, vio que Barnaby también reprimía una sonrisa… una que rebosaba admiración, aunque Su Ilustrísima no la entendiese como tal. Al fin y al cabo, eran sus invitados y estaban allí plantados como depredadores; un par de caballeros de índole muy distinta al resto de los presentes en el salón. Estaban en la flor de su vida y acababan de introducirse en un territorio perteneciente a otro.

Los ojos oscuros de lord Tregonning eran más penetrantes y mucho más críticos si cabía que los de su hija. Tenía el rostro pálido y demacrado, «sin duda por el dolor», pensó. Seguía conservando una buena mata de pelo oscuro. Sus ojos parecían cansados y tenía unas profundas ojeras, aunque avanzaba con la espalda erguida. La mano que se cerraba en torno al pomo del bastón estaba arrugada y llena de manchas, pero no había ni rastro de debilidad en sus dedos. A su mente acudió la palabra «agotado», pero como rezaba el refrán: «Genio y figura…».

Su Ilustrísima se detuvo a escasa distancia de él. Unos sagaces ojos verdosos se clavaron en los suyos antes de que el anciano asintiera con la cabeza.

—Gerrard Debbington, supongo.

Gerrard lo saludó con una reverencia. Cuando Su Ilustrísima le tendió la mano, se la estrechó y le devolvió con calma el intenso escrutinio.

—No sabe cuánto me alegra que haya aceptado mi oferta, señor.

Gerrard sabía muy bien que no debía mostrar su impaciencia por hablar de negocios.

—Los jardines, como bien sabe, son muy tentadores… Era imposible rechazar la posibilidad de pintarlos.

Lord Tregonning enarcó las cejas.

—¿Y el retrato?

Gerrard miró a Jacqueline Tregonning, que se había distanciado un poco para charlar con las otras damas.

—En cuanto a eso, creo que mis reservas, las mismas que seguramente el señor Cunningham le transmitió, se han evaporado. Estoy impaciente por comenzar a trabajar.

Le costó mucho mantener un tono calmado, sin apenas demostrar interés, cuando en realidad ardía en deseos de deshacerse de lord Tregonning y del resto de los presentes para poder sacar su cuaderno de dibujo, obligar a Jacqueline Tregonning a posar para él y ponerse manos a la obra.

Se obligó a apartar la mirada de ella y se giró hacia su anfitrión a tiempo para ver la fugaz expresión de alivio que pasó por su rostro.

—Por favor, permítame que le presente al honorable Barnaby Adair.

Lord Tregonning le estrechó la mano a Barnaby, momento que él aprovechó para confirmar sus sospechas. Sí, el anciano se había relajado un tanto. Sus hombros ya no estaban tan tensos y ese aire de firme determinación había mermado un poco.

Desentendiéndose de su amigo, lord Tregonning lo miró nuevamente, lo estudió una vez más, aunque en esa ocasión su mirada destilaba aprobación.

—Tal vez… —Lord Tregonning lanzó una mirada fugaz a las damas, a las jóvenes y a las no tan jóvenes, que intentaban no dar la sensación de estar pendientes de todas y cada una de sus palabras—. Tal vez podríamos retirarnos a mi despacho y discutir sus condiciones.

—Desde luego. —Miró a Jacqueline, que se alejaba hacia el otro extremo del salón—. Sería conveniente que estableciéramos mi método de trabajo y discutiéramos todo lo que precisaré para realizar un retrato de la calidad que, estoy seguro, ambos deseamos.

—Excelente. —Tregonning señaló la puerta—. Si es tan amable de seguirme…

—¿Marcus? ¡Marcus, espera!

Gerrard se giró a la par que su anfitrión y vio que la mujer que le habían presentado como lady Fritham, una vecina, les hacía señas.

Lord Tregonning enarcó las cejas, pero no se movió del sitio.

—¿Sí, María?

—Mañana por la noche celebro una cena y me gustaría invitarte, y por supuesto también al señor Debbington y al señor Adair. Será la oportunidad perfecta para que conozcan a todos nuestros vecinos. —Esos rizos rubios, que seguramente no eran naturales, se agitaron ansiosos al tiempo que abría los ojos azules de par en par y se llevaba las manos al pecho—. Por favor, díganme que asistirán.

Gerrard miró a lord Tregonning, a la espera de lo que su anfitrión decidiera.

Este sostuvo su mirada un instante para después clavarla en lady Fritham.

—Estoy convencido de que al señor Debbington y al señor Adair les encantará asistir, María. En cuanto a mí, me temo que debo declinar la invitación.

Le hizo una austera y elegante reverencia antes de dar media vuelta.

—Yo me quedo aquí —anunció Barnaby, que se despidió con un gesto de cabeza y salió en pos de Millicent Tregonning.

Lord Tregonning echó a andar hacia la puerta, de modo que se puso a su altura mientras se preguntaba si el hombre haría que su hija se reuniese con ellos… y si él sería capaz de sugerir que lo hiciera. Llegaron a la puerta y el anciano ni siquiera miró hacia atrás. Se resignó a lo inevitable y lo siguió.

Lord Tregonning le hizo preguntas sobre Londres como cualquier persona que llevase décadas sin pisar la ciudad. Las contestó mientras cruzaban el vestíbulo y enfilaban un largo pasillo.

En cierta forma, su anfitrión era casi tan intrigante como su hija. Estaba rodeado por una especie de abatimiento que incluso le teñía la voz y, aun así, estaba claro que la combatía con una implacable determinación. Le era imposible leer su rostro. El hombre mantenía sus emociones demasiado reprimidas, ocultas, bien sujetas por un férreo control, para que nadie pudiera discernir sus verdaderos pensamientos. Ni siquiera alguien como él, que sabía ver más allá de la fachada.

Su mente regresó a Jacqueline Tregonning. Tal vez el distanciamiento que había sentido en ella fuera un rasgo familiar; pero en el caso de la muchacha, su fachada aún no se había solidificado. De todas maneras, eso no explicaba cómo una joven de… ¿Cuántos años tenía? Daba igual, de todas formas eso no explicaba cómo una joven como ella podía esconder trágicos secretos.

Echó un vistazo a su alrededor mientras caminaban. Estaba acostumbrado a las residencias ducales, pero esa mansión era monstruosa y con un diseño mucho más enrevesado de lo habitual. Los muebles eran de buena calidad, aunque no excepcionales, y en su mayoría eran de maderas oscuras muy recargadas, con adornos que tendían a lo barroco. El efecto que creaban era un tanto gótico, fantasioso, sin llegar a lo excesivo.

Al final del pasillo, lord Tregonning lo precedió por un tramo de escaleras. Tras abrir una puerta en el descansillo, lo condujo a un despacho un tanto espartano, pero elegante.

Era una estancia cómoda, muy masculina. Se dejó caer en el enorme sillón que le indicó Su Ilustrísima y comenzó a sospechar que su anfitrión pasaba la mayor parte del tiempo recluido en ese lugar.

Tras acomodarse en otro sillón, lord Tregonning hizo un gesto con la mano.

—Mi casa y mis criados están a su entera disposición. ¿Qué necesita?

Gerrard se lo dijo.

—El estudio debe tener mucha luz… Las habitaciones infantiles suelen ser las más idóneas.

—Tenemos una espaciosa habitación infantil en desuso —dijo Tregonning al tiempo que asentía con la cabeza—. Daré las instrucciones pertinentes para que la despejen y la preparen. Tiene amplios ventanales.

—Excelente. Le echaré un vistazo para confirmar si me sirve. Sería conveniente que mi dormitorio y también el de mi ayuda de cámara, Compton, estén cerca.

Lord Tregonning asintió con la cabeza.

—Estoy seguro de que la inestimable señora Carpenter será capaz de disponerlo todo a su entera satisfacción.

Le explicó todo lo que necesitaba: una mesa grande, doble cerradura en la puerta y otros elementos de diferente naturaleza. Lord Tregonning aceptó sus peticiones sin inmutarse mientras le recitaba los nombres de los criados que podían proporcionarle tal o cual cosa.

—He traído conmigo todo lo demás. Compton llegará en breve con mi equipaje. Aunque tendré que regresar a Londres para reponer existencias, es imposible prever con exactitud cuándo será.

Su interlocutor asintió con la cabeza.

—¿Tiene idea de cuánto le llevará terminar el retrato?

—Ahora mismo me es imposible decirlo. Los retratos que he pintado hasta el momento me llevaron varios meses. Ocho como máximo. Sin embargo, en todos los casos, conocía muy bien a las modelos. En el caso de su hija, tendré que pasar algún tiempo observándola antes de intentar siquiera hacer unos bocetos preliminares. Lo que me recuerda que tenemos que discutir las sesiones y qué englobarán. Para un retrato como el que usted desea, al principio necesitaré robarle mucho tiempo a su hija y tenerla a mi disposición. Tengo que observarla en diferentes situaciones y en diferentes entornos de la casa, del que es su hogar. Es esencial que comprenda su carácter y su personalidad antes de intentar plasmarla en papel. —Después añadió por pura cortesía—: Supongo que su hija es consciente de esto y ha accedido a concederme el tiempo necesario para que pinte un buen retrato.

Lord Tregonning parpadeó. Esa fue la primera ocasión en la que vio al hombre titubear.

La mirada crítica de Jacqueline Tregonning acudió a su memoria. Tuvo un mal presentimiento. ¿Había accedido a que pintara su retrato?

Vio que lord Tregonning fruncía el ceño.

—Según me dijo, está dispuesta a posar para un retrato, claro que yo no estaba al corriente de lo que usted acaba de explicarme. Mi hija tal vez no comprenda la necesidad… —Se removió en el sillón y apretó los labios—. Hablaré con ella.

—No. Con el debido respeto, sería mejor que lo hiciera yo. Así podría contestar a cualquier duda que le surja, lo que evitará futuros malentendidos. —Sostuvo la mirada del anciano—. En cuanto empiece con el retrato propiamente dicho, no necesitaré que me dedique tanto tiempo.

La expresión de lord Tregonning se suavizó. Asintió con la cabeza y se acomodó en el sillón.

—Sí, será lo mejor. Dijo que le parecía bien, y estoy seguro de que no se negará a posar, pero sería conveniente que supiera qué se espera de ella.

Expulsó lentamente el aire que había contenido. Confiaba mucho más en su capacidad de persuasión que en la de lord Tregonning. El hombre parecía alejado de todo, y en ese todo podía estar incluida su hija; si bien no tenía ni idea de la relación existente entre padre e hija, prefería no correr el riesgo de provocar una reacción negativa en ella.

Estaba mucho más decidido que lord Tregonning a que el retrato de Jacqueline se llevara a cabo, y en las mejores circunstancias además. De modo que hablaría él mismo con la dama y le arrancaría una promesa a la que pudiera recurrir en caso de que después cambiase de opinión o le pusiera pegas.

Repasó mentalmente lo que habían hablado antes de continuar.

—Como no suelo aceptar encargos, creo que es conveniente dejar claro lo que entregaré. El encargo consiste en un retrato al óleo, enmarcado, de su hija. Salvo que se produzca una catástrofe que impida su realización, eso es lo que le entregaré en el plazo máximo de un año. Los bosquejos y demás pasos intermedios son míos. Además, nunca permito que nadie vea mi trabajo. Lo único que verá será el retrato final que le presente. Si no lo quiere, yo me lo quedaré sin cargo alguno.

Lord Tregonning aceptó todas las condiciones.

—Me parece aceptable. —Lo miró a los ojos—. También está decidido a pintar los jardines.

El comentario lo hizo parpadear.

—Desde luego. —Clavó la vista al otro lado de la ventana, donde se extendían los fabulosos jardines que durante años habían obsesionado a sus camaradas pintores y a él mismo—. Cualquier boceto o cuadro de los jardines que haga será mío en exclusiva. Si alguna vez lo vendo, tendrá usted derecho a la primera opción.

Tregonning resopló.

—Supongo —comenzó al tiempo que se erguía en el mullido sillón— que querrá explorar los jardines de inmediato.

Con la vista aún perdida en los jardines, él también se levantó antes de girarse para enfrentar la mirada sagaz de su anfitrión.

—La verdad es que no. No tengo intención de explorar los jardines, al menos para pintarlos, salvo como escenario para su hija hasta que haya comenzado el retrato.

Su respuesta sorprendió al anciano, aunque también lo complació.

Tras acompañarlo de vuelta al salón, Gerrard reparó en la ironía de la situación. Había ido a Hellebore Hall para pintar los jardines; sin embargo y a pesar de estar obsesionado con ellos, había caído presa del intenso deseo de pintar a Jacqueline Tregonning en cuanto le había puesto los ojos encima.

Su magnetismo eclipsaba incluso al Jardín de la Noche.

Regresaron al vestíbulo principal. Lord Tregonning lo acompañó hasta las puertas del salón, pero se detuvo antes de entrar.

—Le comunicaré a Treadle y a la señora Carpenter sus necesidades… Sin duda alguna, tendrán alguna pregunta que hacerle.

—Gracias.

Con un gesto de cabeza, el hombre se alejó. Gerrard lo observó alejarse por donde habían llegado. Procedente del salón, llegaba el rumor de las conversaciones femeninas. Era evidente que Su Ilustrísima quería refugiarse en su despacho y dejarlos a Barnaby y a él a los tiernos cuidados de lady Fritham, la señora Myles y la severa señora Elcott.

Aceptó lo inevitable y se metió de lleno en la refriega. Habían servido el té mientras estaba con su anfitrión. Millicent Tregonning le sonrió y le ofreció una taza que procedió a beber al tiempo que conversaba con ella y con la señora Myles, sentada a su lado, acerca de la primera impresión que le había causado la propiedad. Supo al instante que la señora Myles era una madre con hijas en edad casadera. El brillo de sus ojos y sus efusivos comentarios explicaban por qué Barnaby estaba en el otro extremo de la estancia.

En cuanto apuró el té, se disculpó con las damas y procedió a acercarse a su amigo.

Por supuesto, ni Barnaby ni él podían escapar sin más. Serían el centro de atención de la sociedad local hasta que dejaran de ser la novedad.

Evitó el diván donde lady Fritham mantenía una acalorada discusión con la rígida esposa del vicario, la señora Elcott (que lucía un vestido gris a juego con su cabello y que parecía estar a punto de escandalizarse por todo y por nada), y se encaminó al otro extremo del salón donde los más jóvenes estaban reunidos y donde, como era de esperar, Barnaby llevaba la voz cantante.

Las señoritas Myles lo vieron acercarse y se apresuraron a dejarle hueco entre ambas. Esbozó la sonrisa habitual en esos casos y, tras saludarlas con un afable gesto de cabeza, rodeó el grupo hasta situarse al lado de Jacqueline Tregonning.

Aunque estaba atenta a las palabras de Barnaby, ella se percató de su llegada. Lo miró de reojo antes de apartarse un poco para dejarle espacio a su lado. Al detectar cierta exasperación en esa breve mirada, no le quedó más remedio que preguntarse su causa… hasta que cayó en la cuenta de que no podía estudiarlo si estaba tan cerca de ella.

Relajó el rictus de los labios y esbozó una sonrisilla.

Al otro lado del círculo, vio que las hermanas Myles lo miraban con cierto brillo en los ojos… Sin darse por enterado, se concentró en lo que estaba diciendo su amigo. Lo último que quería era alentar esperanzas en sus núbiles senos.

Ese pensamiento lo llevó a mirar de reojo hacia su izquierda, justo donde los senos de Jacqueline se alzaban bajo el generoso escote de su vestido. Tenía una piel inmaculada, de un cremoso alabastro. Un escalofrío le recorrió los dedos… Estaba seguro de que era una piel tan suave como los pétalos de una rosa.

Aunque el estilo no tenía nada de extraordinario para una dama que había sido presentada en sociedad hacía tiempo, los encantos de Jacqueline rellenaban su corpiño de un modo que garantizaba la atención de los hombres. Gerrard miró a su alrededor. Además de Barnaby, quien ya se habría fijado indudablemente, los otros dos caballeros parecían ajenos a los atributos físicos de Jacqueline. ¿Estarían aburridos de lo que veían todos los días o se debía a otra cosa?

Sin perder el hilo de la historia de Barnaby, Mitchel Cunningham hacía caso omiso de las hermanas Myles para lanzarle miraditas muy discretas a Eleanor Fritham, la hija de lady Fritham. Eleanor era sin duda una beldad, un poco mayor que Jacqueline, y de estilo muy distinto. Era más alta, demasiado delgada, de piel de alabastro y larga melena rubia. Los ojos eran de un azul celeste y las pestañas y las cejas, castañas. Unas pestañas que estaba utilizando sin remordimientos con Barnaby, al que miraba sin dejar de parpadear.

Para lo que le iba a servir… Podría ser una beldad, pero estaba segurísimo de que no lograría cautivar a Barnaby, ni a él tampoco, dicho fuera de paso.

Al percatarse de otra de las miraditas de Cunningham, se dijo que debía comentarle el detalle a Barnaby, en aras de una coexistencia pacífica, cosa que Barnaby apreciaba tanto como él.

La brevedad de esas miradas se debía casi con toda seguridad a la presencia del otro caballero del grupo, el hermano mayor de Eleanor, Jordan Fritham. Era un hombre de unos veinticinco años, de cabello castaño y un aire de superioridad que no concordaba con su edad. Estaba de pie entre su hermana y las señoritas Myles. Al ver la postura de Jordan, tuvo que contener una sonrisa. El boceto que acudió a su mente rezaba: «El gallito del corral muy disgustado por la aparición de dos intrusos en su territorio».

Barnaby y él eran, por supuesto, los intrusos, pero hasta donde alcanzaba a ver, no era la atención que le prestaba él a Jacqueline, sino la que le estaba prestando Eleanor a Barnaby lo que le revolvía las plumas al gallito del corral. Por más que intentara esconder su reacción, la desabrida expresión de sus ojos y el rictus de sus delgados labios proclamaban su irritación.

—Así que cuando Monteith apareció a toda velocidad en su tílburi creyendo que había ganado —dijo Barnaby y se detuvo para darle más emoción—, ¡allí estaba George Bragg, con el látigo en la mano, para recibirlo!

Las hermanas Myles se quedaron con la boca abierta. Eleanor Fritham contuvo las carcajadas a duras penas. Con una sonrisa deslumbrante, Barnaby terminó su relato del último escándalo relacionado con las carreras de tílburis.

—Monteith estaba furioso, por supuesto, pero no le quedó más remedio que poner buena caray aflojar el bolsillo.

—Eso tuvo que dolerle —dijo Eleanor al tiempo que juntaba las manos.

—Y tanto que sí —le aseguró Barnaby—. Monteith se marchó derechito a su retiro escocés y no se le ha visto el pelo desde entonces.

Gerrard conocía la historia porque la había presenciado. Jordan Fritham hizo un comentario mordaz sobre los caballos londinenses, pero se le escapó la réplica de Barnaby. Jacqueline había girado la cabeza hacia él y lo estaba observando. Bajó la vista y se encontró con sus ojos, que lo estudiaban sin disimulo.

—¿Le gustan esos pasatiempos, señor Debbington?

Había vuelto a desentenderse de su condición de hombre. Le sonrió, con más encanto del necesario, y la vio parpadear.

—No —musitó—. Tengo mejores cosas que hacer, cosas más satisfactorias en las que emplear mi tiempo.

La muchacha le sostuvo la mirada un instante, pero el súbito frufrú de unas faldas le dio la excusa necesaria para apartar la vista.

Y tomar aire. Una buena bocanada.

Cosa que lo dejó totalmente pendiente del movimiento ascendente y descendente de sus pechos.

Lady Fritham fue la causante de la interrupción, ya que se acercó para llevarse a sus hijos. La señora Myles hizo lo propio con sus hijas, aunque a regañadientes. Tras eso, la reunión se dio por terminada.

Millicent, Mitchel y Jacqueline salieron a despedir a sus visitantes. Algunos pasos por detrás, Barnaby y él se detuvieron en el vestíbulo principal.

—Un grupo bastante inofensivo, ¿no crees? —le preguntó Barnaby.

—Me he concentrado en Jacqueline Tregonning.

—Lo he notado, sí. —Le brillaron los ojos—. El artista hechizado por su modelo… Una trama muy trillada.

—No estoy hechizado, idiota, sólo concentrado. Esconde mucho más de lo que se ve a simple vista.

—Eso no te lo voy a discutir. Pero en cuanto a lo otro… —Barnaby lo miró de reojo, pero decidió hacerle caso omiso—. En cuanto a lo otro, ya veremos.

La señora Carpenter apareció en el vestíbulo y se dirigió a ellos.

—Señor Debbington, señor Adair, ya tenemos preparadas sus habitaciones. Si son tan amables de acompañarme, me aseguraré de que estén a su entera satisfacción.

Gerrard sonrió.

—Estoy seguro de que es así. —Tras lanzarle una última mirada a Jacqueline, que estaba de pie en el porche y se despedía con la mano de las visitas, dio media vuelta y siguió a la señora Carpenter por la escalinata.

El ama de llaves y los criados a su cargo eran tan eficientes como había asegurado lord Tregonning. El dormitorio al que lo condujo estaba en el pasillo de la primera planta, junto a las escaleras que conducían al ático.

—Treadle ha organizado a los lacayos para que saquen los muebles más pesados de la habitación infantil. Yo me encargaré de que las criadas lo limpien todo a primera hora, señor. Tal vez pueda pasarse después del desayuno para ver cómo van los arreglos e indicarnos cualquier preferencia.

—Muchas gracias, señora Carpenter, y transmítale mi agradecimiento a Treadle. Me pasaré por allí después del desayuno.

La señora Carpenter hizo una reverencia a modo de despedida. Gerrard se giró para estudiar la estancia. Era amplia, con una zona de estar frente a la chimenea y una enorme cama con dosel emplazada sobre un estrado en el otro extremo. A un lado de la chimenea había una puerta que conducía al vestidor, lugar desde el que se había asomado Compton, que tras saludarlo con un gesto de la cabeza regresó al interior para terminar de deshacer el equipaje.

Habían dejado a Barnaby en un dormitorio muy similar, en la misma ala de la casa, pero más cerca de la escalinata. Se acercó a la puerta que daba al vestidor y se asomó.

—¿Está todo en orden?

—Desde luego, señor. —Compton llevaba con él ocho años. Era un hombre de mediana edad, curtido en las campañas de la Península—. Un lugar muy bien dirigido, y unas personas muy agradables. —Lo miró de reojo—. Al menos, en lo que se refiere a la servidumbre.

—Y también en lo que se refiere a los señores —apostilló él, respondiendo así a la pregunta implícita—. Todo parece muy agradable, pero sólo es la primera impresión. ¿Sabes dónde encaja Cunningham?

—Come con la familia. —Tras una breve pausa, Compton le preguntó—: ¿Quiere que pregunte por ahí?

—No sobre él, pero sí sobre la hija de nuestro anfitrión, la señorita Tregonning… Tengo que conocerla mejor, y deprisa.

—Lo haré, señor. Cambiando de tema, ¿quiere el traje castaño para esta noche o prefiere la chaqueta negra?

Lo meditó un instante.

—La negra.

Dejó a Compton con su tarea y regresó al dormitorio, donde abrió las cristaleras que daban al balcón.

Un balcón semicircular que abarcaba la mitad de la estancia. Gracias al extraño diseño de la mansión y al ángulo de la habitación contigua, no veía ninguna otra estancia, ni podían verlo a él desde ninguna otra habitación. Tanto el balcón como el dormitorio disfrutaban de mucha intimidad y ofrecían una vista espectacular y única de los jardines.

Salió al balcón, ensimismado.

Incluso a través de las sombras del atardecer, los jardines ofrecían una estampa mágica: figuras de fantasía se elevaban en el crepúsculo, un sinfín de paisajes de cuentos de hadas se extendían por el valle en una sucesión interminable, pues allá donde acababa uno comenzaba el siguiente sin dar tregua a los ojos.

En el horizonte, el mar brillaba con un intenso tono dorado a la luz del atardecer, pero su tonalidad cambiaba del dorado al plateado, y después al azul intenso antes de convertirse en la brillante espuma blanca de las olas que rompían contra las rocas en la estrecha playa. Dejó vagar su mirada hasta una zona más cercana, y se percató de que los jardines se iban haciendo cada vez más formales y estructurados a medida que se aproximaban a la mansión. En las zonas adyacentes a la casa, atisbó un jardín con piedras redondeadas sobre una loma; un jardín de estilo italiano más cerca; varias estatuas en otra sección; y un alto pinar en otra loma.

Le llegaba el rumor del agua que corría sobre un lecho rocoso. Localizó el origen del sonido y vio una terraza bajo su balcón. La terraza acercaba la mansión al valle, proporcionando una magnífica vista así como acceso a los jardines. Alcanzó a ver varios escalones en diferentes puntos. Justo en el centro divisó un enclave de vegetación mucho más frondosa que llegaba justo hasta la terraza y tal vez incluso continuara bajo ella.

Eso, supuso Gerrard con cierta satisfacción, debía de ser el famoso Jardín de la Noche.

Lo exploraría al día siguiente. Intentó concentrarse en esa tarea, pero su mente insistía en regresar una y otra vez a Jacqueline Tregonning.

¿Cómo podía ganarse su confianza, su amistad, para averiguar todo lo que quería saber?

Mientras meditaba el mejor modo de acercarse a una dama que no era tan convencional como había supuesto en un principio, regresó al dormitorio y cerró distraídamente las cristaleras, apartándose de ese modo de los jardines en sombra.

La cena fue una experiencia muy particular. La comida era excelente y, sorprendentemente, la conversación brilló por su ausencia. La hora que duró la cena pasó en absoluta tranquilidad, con largos silencios, pero sin la menor tensión en el ambiente. Hablaron lo justo y necesario, pero ninguno sintió la necesidad de rellenar los silencios.

Gerrard estaba fascinado. Tanto Barnaby como él habían estado atentos, prestos para interpretar el comportamiento de sus anfitriones. A ambos les parecía una familia muy interesante; a Barnaby porque, como estudioso de la mente criminal, encontraba los recovecos de la naturaleza humana irresistibles; él, en cambio, porque el modo en el que Jacqueline se relacionara con su familia sentaría las bases de su retrato mental, de la naturaleza que acabaría reflejando en el cuadro que iba a pintar de ella.

Con independencia del silencio, se respetaron las convenciones habituales. En cuanto terminaron de cenar, las damas se marcharon y dejaron a los caballeros para que se tomaran una copa de licor. Mitchel le preguntó a Barnaby por el incidente de la carrera de tílburis. Lord Tregonning aprovechó el momento para preguntarle a él si el dormitorio que le habían asignado era de su agrado. Una vez reconfortado por su asentimiento, Su Ilustrísima hizo un gesto complacido y se sumió de nuevo en un afable silencio.

Gerrard se arrellanó en su silla, también muy cómodo con el silencio, y procedió a meditar sobre la mejor manera de acercarse a Jacqueline. Tras unos veinte minutos la mar de tranquilos, se pusieron en pie y abandonaron el comedor. Lord Tregonning se despidió en el vestíbulo y se dirigió a su despacho, y ellos se encaminaron hacia el salón.

Cuando entraron en la estancia, se encontraron con los suaves acordes de una sonata. Gerrard desvió la vista hacia el piano que estaba en un rincón, al que se sentaba Millicent. Jacqueline ocupaba un extremo del diván emplazado en el centro de la estancia, iluminada por la lamparita situada sobre la mesa auxiliar. Su cabello brillaba a la luz mientras se afanaba en su costura con la cabeza gacha.

Se acercó a ella, ansioso por averiguar sus aficiones, sus pasatiempos… por conocerla.

La vio levantar la vista y esbozar una sonrisa amable antes de recoger la labor. Tenía una cesta a los pies.

—No… Me gustaría verla trabajar. —Le sonrió cuando Jacqueline lo miró sorprendida. Recurrió a su encanto—. Si no le molesta, por su puesto.

La muchacha lo miró un momento, pero después se encogió de hombros.

—Si le apetece… —Su voz dejaba claro que no entendía semejante requerimiento.

Se sentó a su lado y examinó con ojo crítico el trozo de tela que Jacqueline extendió sobre su regazo para que pudiera verlo. Lo recorrió con la mirada, pero lo que vio hizo que lo estudiara con más atención. Porque en esa ocasión fue él el sorprendido. Se inclinó hacia la labor para ver mejor.

Había esperado ver los bordados habituales con los que las damas malgastaban su tiempo, alguna escena cotidiana de estilo convencional. Eso no era lo que ella estaba creando.

Porque era una verdadera creación.

Su ojo artístico captó las líneas, la mezcla de formas y colores, el uso de las diferentes texturas para conferirle volumen al bordado.

—No lo está copiando de ningún patrón. No era una pregunta.

—Lo voy haciendo según me viene a la cabeza —le explicó ella—. De una imagen mental que me hago.

Apenas se dio cuenta de que asentía. No había esperado que tuviera una vena artística, pero eso… Señaló la sección central.

—Va a necesitar un elemento visual de peso aquí… Es el foco de atención.

La mirada que le echó destilaba irritación.

—Ya lo sé. —Dobló la tela, metiendo las hebras de seda con las que estaba trabajando entre los pliegues—. Ahí va un reloj de sol.

Se había dado cuenta entonces… Sí, podría servir. La miró mientras se agachaba para guardar la tela en la cesta.

—¿Dibuja o pinta?

La vio titubear antes de responder.

—Sé dibujar, pero sólo hago bosquejos. —Le sostuvo la mirada—. Pinto acuarelas.

Tal vez no fuera una confesión muy acertada ante el paisajista más célebre del país, ya que sus paisajes eran acuarelas.

—Me gustaría ver su obra.

Los ojos de Jacqueline, que habían adquirido un tono más verdoso, echaron chispas.

—No creo que sea necesario.

—Lo digo en serio. —Su voz, acerada y firme, con un atisbo de impaciencia, enfatizó su postura—. Tendré… Será necesario que la vea.

Jacqueline enfrentó su mirada sin comprender. Aparte de la confusión que la embargaba, no atinó a interpretar nada más.

—Por cierto, ¿encuentra acertadas las habitaciones? Si necesita algo más, no dude en pedirlo.

Un cambio de tema poco sutil, aunque también le había dado el pie que le hacía falta para introducir el asunto más importante.

—Son estupendas, gracias, aunque tenemos que discutir ciertas cuestiones.

Desvió la vista hacia el piano; Barnaby estaba pasando la partitura para Millicent mientras charlaba con Mitchel. Antes de la cena, le había pedido a su amigo que mantuviera a Millicent y a los demás ocupados para poder hablar tranquilamente con Jacqueline. Barnaby había esbozado una ancha sonrisa, pero había tenido el buen tino de morderse la lengua y se había limitado a decirle que estaría encantado de serle de utilidad. Clavó de nuevo la mirada en el rostro de Jacqueline.

—Siempre me ha parecido que la música distrae demasiado. ¿Le apetece que salgamos a la terraza para que pueda explicarle los pasos necesarios en la creación del retrato que quiere su padre?

La vio vacilar. Sus ojos estaban fijos en él, pero tenía la mirada perdida.

—Sí, me parece muy necesario —dijo al tiempo que asentía con la cabeza.

De modo que se puso en pie y le ofreció el brazo. Una vez más, la vio titubear, aunque en esa ocasión sabía el motivo. No se le escapó que ella tuvo que recobrar la compostura para aceptar su mano. En cuanto se percató del temblor de esos dedos, si bien Jacqueline lo controló al punto, sintió un arrebato de satisfacción masculina. La ayudó a levantarse y la soltó. Mientras la acompañaba hacia las puertas francesas que daban a la terraza, se recordó que no formaba parte de su plan hacerle perder la compostura ni muchísimo menos hacer que se sintiera incómoda en su presencia.

Pasearon el uno al lado del otro hasta salir al aire nocturno. A la terraza que había visto desde su balcón. Desde aquella posición, la terraza parecía relativamente estrecha; allí abajo, sin embargo, comprobaba que era bastante ancha, un lugar donde los invitados que estuvieran tanto en el salón como en el amplio salón de baile contiguo pudieran reunirse para admirar las vistas.

Esa noche, el paisaje estaba envuelto en sombras y la luna apenas lograba teñir la vista de plata, si bien su tenue luz transformaba los jardines en una tierra fantástica. Sin embargo, toda su atención estaba puesta en la creación que caminaba a su lado, no en las maravillas que se extendían a sus pies.

Jacqueline se encaminó hacia la derecha, alejándose de lo que su ponía que era el Jardín de la Noche. Se decía que el paisaje era inmejorable al anochecer, pero no sentía la compulsión de explorarlo. Ya lo vería a la luz del sol, tal vez al día siguiente.

Miró a Jacqueline. El vestido verde claro adquiría un tinte plateado a la mortecina luz; su piel parecía translúcida. Sólo el vívido color de su cabello escapaba al embrujo. Si bien mantenía una expresión serena y compuesta, sabía que estaba pensando a marchas forzadas.

Le pareció oportuno hablar antes de que pudiera distraerlo.

—Le he mencionado a su padre las exigencias que supone posar como modelo, sobre todo para un retrato… No estaba seguro de si usted estaba al tanto de los pormenores.

Mientras paseaba a su lado, Jacqueline se ordenó atender a sus palabras y olvidarse de la voz que las pronunciaba.

—¿Y qué pormenores serían esos… exactamente?

Levantó la cabeza y enfrentó su mirada, más oscura en la noche, maravillándose una vez más de lo inquietantemente consciente que era de su presencia cuando jamás había reparado en los hombres con anterioridad. Contuvo con sumo esfuerzo un escalofrío, ya que era imposible escudarse en el frío con la cálida y fragante brisa que soplaba a su alrededor.

—Al principio, le exigiré gran parte de su tiempo, casi la totalidad, aunque en escenarios sociales, en el transcurso de su vida cotidiana, digamos. Necesito hacerme una idea de quién es, de cómo se siente con respecto a una infinidad de temas. —Desvió la vista hacia los jardines—. Cómo reacciona ante distintas circunstancias, lo que le gusta, lo que no, y qué motiva dichas reacciones. Los temas que le apasionan y aquellos que prefiere soslayar. —Siguieron paseando varios metros antes de que volviera a mirarla—. En definitiva, necesito conocerla.

Observó su rostro. Aunque podía ver sus rasgos a la luz de la luna, le era imposible leer su expresión. Una expresión que él controlaba, aunque sus ojos eran más reveladores. Lo que sugerían era muy perturbador.

—Tenía entendido que los retratistas pintaban… —Se detuvo y gesticuló—. Bueno, que pintaban lo que alcanzaban a ver.

Lo vio esbozar una media sonrisa en respuesta al comentario.

—La mayoría lo hace. Yo no. Yo pinto más.

—¿Cómo es eso?

No le respondió de inmediato. Mientras seguían paseando, Jacqueline se dio cuenta de que nunca antes le habían hecho esa pregunta.

—Creo que se debe a que conocía muy bien a todas las personas a las que he retratado hasta el momento; eran personas a las que me unía algún lazo, de quienes conocía su familia y su pasado —respondió a la postre. La miró a los ojos—. Lo que pinto va más allá de un rostro bonito y su expresión. Lo mismo sucede con los paisajes, no sólo capto su forma, sino también su esencia. Con las personas es igual. Son los elementos intangibles los que tienen más fuerza.

Asintió con la cabeza y clavó la vista al frente.

—Conozco su reputación, pero jamás he visto uno de sus cuadros.

—Todos están en posesión de coleccionistas privados.

El comentario hizo que lo mirase.

—¿No expone su obra?

—Los retratos no. Los pinté como un regalo. —Se encogió de hombros—. Y para ver si era capaz de hacerlo.

—¿Quiere decir que mi retrato es el primer encargo que recibe?

Hizo la pregunta con tono neutral. Una pregunta muy directa y también un tanto atrevida. Y una que dio en el clavo. Gerrard se detuvo y esperó a que ella también lo hiciera.

—Señorita Tregonning, ¿por qué me da la impresión de que está evaluando mi habilidad como retratista?

La vio parpadear antes de que contestara sin tapujos:

—Quizá porque lo estoy haciendo. —Ladeó la cabeza para mirarlo—. Supongo que no esperaría que aceptara sin más que me retratase alguien cuyo talento desconozco, ¿verdad? —le preguntó con un gesto de la mano.

«Cualquier artista de tres al cuarto», quería decir. Entrecerró los ojos, pero ella no reaccionó, ni siquiera cambió de expresión.

—Su padre me ha hecho creer que accedería a posar para mí.

La vio fruncir el ceño, aunque siguió sin apartar la mirada de sus ojos.

—Accedí a posar para un retrato. No a posar para un pintor en particular. Mi padre lo eligió… Yo aún no he decidido si cumple mis requisitos.

Una vez más, agradeció a Vane y a Gabriel Cynster que le hubieran enseñado a mantener el rostro impasible pese a recibir una provocación extrema. Dejó que el silencio se alargara, apenas un instante en el que controló su reacción y encontró las palabras adecuadas para expresar lo que pensaba.

—Señorita Tregonning, ¿se hace una idea siquiera de la cantidad de peticiones, de súplicas, que recibo para pintar los retratos de las damas de la alta sociedad?

—La verdad es que no, pero tampoco importa. Estamos hablando de mí, de mi retrato, no de ningún otro. No me dejo llevar por las opiniones de los demás como si fuera un borrego. —Lo miró con algo más de interés—. ¿Por qué se negó a pintarlas? Porque supongo que lo hizo.

—Sí, lo hice. —Su tono era muy cortante, pero eso no parecía afectarla en lo más mínimo. Siguió mirándolo a los ojos, a la espera—. No me interesaba pintar a ninguna de ellas. Y antes de que sigamos hablando —dijo, anticipándose a la pregunta que seguiría—, creo que debería explicarle esos pormenores que le comenté a su padre. Pinto lo que veo, tanto en el rostro como en la persona. No cambio, exagero ni elimino lo que veo. Cualquiera de mis retratos será una representación fiel, no sólo de la apariencia del retratado, sino también de su personalidad.

La vio enarcar las cejas al escuchar el fervor de sus palabras.

—¿Y también de su alma? —fue todo lo que preguntó.

—Desde luego. Su alma aparecerá fielmente reflejada en la obra final.

Enfrentó su mirada un instante, un instante durante el cual lo estudió a fondo, antes de asentir una sola vez con la cabeza.

—Perfecto. Eso es precisamente lo que necesito… lo que mi padre necesita.

La vio darse la vuelta y reemprender el paseo. Meneó la cabeza y la siguió, sin dar crédito al modo en el que había vuelto las tornas. Al parecer, el hecho de que pintase su retrato no era un honor para ella; ¡daba la sensación que ella iba a rebajarse a posar para él!

La posibilidad de que no lo hiciera lo hizo ser precavido. Apretó el paso para ponerse a su altura. La miró a la cara, pero su rostro no le indicó nada, ya que tenía los ojos velados.

—Entonces… —Se sintió en la obligación de hacer una pregunta directa—. Entonces, ¿posará para mí?

La muchacha se detuvo para mirarlo de frente. Sostuvo su mirada sin inmutarse. Por primera vez, tuvo la sensación de que estaba viendo más allá de su fachada, de que ella le estaba permitiendo que viera a la verdadera mujer y la fuerza que esta poseía. Una fuerza que sin duda era el motivo de su serenidad, de su confianza, de que fuera mucho más fuerte que la mayoría de las jóvenes de su edad…

—¿Qué edad tiene?

La vio parpadear.

—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene?

Apretó los labios al escuchar el deje burlón de su voz.

—Necesito conocerla, llegar a comprender su naturaleza, y saber qué edad tiene me ayudaría a hacerme una idea de la vida que ha llevado. Así podré formular las preguntas necesarias para averiguar lo que necesito saber.

Una vez más, se percató de que titubeaba, de que se retraía y medía sus palabras.

—Tengo veintitrés años. —Levantó la barbilla—. ¿Y usted?

Reconoció el intento por desviar su atención, pero contestó como si nada.

—Veintinueve.

La vio enarcar nuevamente las cejas.

—Parece mayor.

Era muy difícil ceñirse a las convenciones cuando ella estaba decidida a saltárselas.

—Lo sé. —La sutil elegancia que había aprendido de Vane hacía que aparentara más edad de la real. Siguió mirándola a la cara—. Al igual que usted. —Cosa que era cierta.

Jacqueline esbozó una media sonrisa, una mueca burlona y un tanto desdeñosa. Era la primera sonrisa genuina que le había visto. Se propuso que no fuera la última.

Se quedaron allí de pie, estudiándose mutuamente, antes de que él volviera a hablar:

—No ha contestado mi pregunta.

La muchacha siguió mirándolo un poco más, y sus labios volvieron a esbozar una sonrisa. Acto seguido, dio media vuelta y se encaminó hacia el salón.

—Si es la mitad de bueno que cree ser —dijo, mirándolo a la cara por encima del hombro antes de clavar otra vez la vista al frente—, sí, posaré para usted. —Sus palabras flotaron hasta él en la brisa—. Parece que mi padre ha escogido bien.

Observó cómo se alejaba, muy consciente del desafío, que no por sutil había resultado menos atrevido, y de la respuesta que este le había provocado. Clavó con toda deliberación la mirada en la piel expuesta de su nuca para después bajarla, como si de una caricia se tratase, por su espalda; trazó con los ojos la línea que iba desde los hombros hasta las caderas, de allí hasta los tobillos… Y, después, se puso en marcha y fue tras ella.