JACQUELINE entró en el comedor matinal a la mañana siguiente y se encontró a Gerrard sentado a la mesa, dando buena cuenta de un plato de jamón cocido y salchichas. Alzó la mirada y la saludó con un murmullo.
Que ella correspondió. Se acercó al aparador, perpleja.
Las damas mayores no solían bajar a desayunar, de modo que ella era, por lo general, la única comensal a la mesa del desayuno. Gerrard no estaba en la cama cuando ella se despertó. Dado el cambiante panorama de su relación, le resultó un poco extraño sentarse delante de él en una mesa tan solitaria mientras le indicaba a Masters que le sirviera el té. Tal vez fuera una muestra de cómo iban a desarrollarse las cosas en un futuro.
Cumplido su cometido, Masters se marchó. Gerrard soltó la taza de té y la miró a los ojos.
—Esta mañana temprano recibí un mensaje de Patience. Regresan a Kent esta tarde. Dado que no voy a pasarme la mañana durmiendo, he pensado que podía ir a despedirme de ellos. Me preguntaba si podrías acompañarme, siempre y cuando no estés ocupada. Se lo prometiste a Therese, y te aseguro que no se le ha olvidado.
El pronóstico de pasar una mañana aburrida en casa se evaporó.
—Sí, gracias. Te acompañaré. —Además de despedirse de su familia, la visita le daría la oportunidad de reevaluar la opinión que Patience tenía de ellos como pareja. Su hermana lo conocía mejor que nadie.
Se marcharon después del desayuno, tan pronto como se cambió de ropa. El día era muy agradable y lucía un sol espléndido, de modo que decidieron ir a Curzon Street caminando.
Bradshaw les abrió la puerta. El interior parecía una casa de locos. El vestíbulo estaba atiborrado de cajas y un desfile de criados y doncellas corría de un lado para otro.
—¡Habéis venido! —Patience los saludó desde la galería superior y se apresuró a bajar la escalinata—. ¡Qué alegría! —Abrazó a su hermano con cariño y después hizo lo mismo con ella.
—Queríamos despedirnos de los monstruos —replicó Gerrard.
Patience se llevó una mano al corazón.
—Si podéis distraerlos al menos media hora, estaré en deuda con vosotros para siempre. Quieren ayudar, pero lo único que están haciendo es volver loca a la servidumbre.
Jacqueline echó a andar hacia las escalinatas con una sonrisa en los labios.
—¿Están en la habitación infantil?
—Sí, sube. Ya conoces el camino. —Patience se dio la vuelta en cuanto vio aparecer al ama de llaves.
Gerrard se reunió con ella en la escalinata y juntos subieron en busca de los niños.
Estuvieron con ellos casi una hora. Gerrard, dibujando y hablando de cosas masculinas con los niños en el suelo; ella, en el asiento de la ventana con Therese en el regazo, contándole historias de princesas y unicornios, y jugando con las cintas del pelo.
Le hizo un lazo por tercera vez mientras observaba a Gerrard con los dos niños. Estaba claro que los manejaba sin problemas. Al igual que pasaba con Therese, pero la pequeña parecía decidida a prestarle a ella toda su atención y exigía la misma devoción por su parte, totalmente convencida de que estaba en su derecho.
Como si para ella fuese la mitad femenina de Gerrard.
Tal vez estuviese exagerando a la hora de interpretar la reacción de una niña pequeña, pero no podía quitárselo de la cabeza. Therese parecía convencida, a juzgar por el brillo que iluminaba sus enormes ojos azules… y ni siquiera los había visto juntos en ningún acontecimiento social. ¿Tan obvio era que hasta los niños se percataban de ello?
A la postre, las niñeras aparecieron para llevarse a los pequeños. El almuerzo estaba listo. Llegó la hora de las despedidas, bulliciosas en el caso de los niños, más serenas por parte de Therese.
—Y vendrás a vernos cuando el tío Gerrard vaya al campo.
Jacqueline sonrió mientras se acuclillaba frente a la niña y le enderezaba los lazos.
—Iré si puedo, pero tal vez no sea así.
La niña frunció el ceño. Gerrard se acercó a ellas para despedirse. El semblante de Therese se iluminó al tiempo que extendía los brazos. Su tío la complació y la levantó del suelo.
Jacqueline se enderezó. Therese había abrazado con fuerza a Gerrard y le estaba murmurando algo al oído. Esos ojos oscuros se clavaron en ella antes de regresar de nuevo al rostro de su sobrina, que aflojó el abrazo y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.
Él sonrió.
—De acuerdo. Pero… —Le hizo cosquillas y la niña chilló—. Eres un diablillo, que lo sepas.
Therese soltó una risilla y comenzó a removerse entre sus brazos. Gerrard la dejó en el suelo y la siguió con la mirada mientras ella corría hacia la niñera que la aguardaba en la puerta. Una vez allí, se despidió lanzándoles un par de besos y salió corriendo al pasillo. Sus carcajadas flotaron en el aire hasta desaparecer.
Gerrard la tomó del brazo. Lo miró y comprobó que todavía sonreía.
—¿Qué te ha preguntado?
La miró a los ojos y se encogió de hombros.
—Que cuándo iré a verlos.
Estuvo tentada de pedirle más detalles, pero no se atrevió. No quería precipitar una decisión que todavía no había tomado.
Encontraron a Patience en la planta baja y se despidieron de ella. Los abrazó de forma distraída mientras decía:
—Os veremos en la reunión estival.
Y lo dijo en plural. Jacqueline guardó silencio. Sabía que los Cynster celebraban una reunión familiar todos los años en la propiedad ducal.
Encontraron a Vane en su despacho, inmerso en sus informes financieros. Se levantó con una sonrisa y les tendió la mano. Su afable mirada se posó en ella como si fuera un miembro de la familia en lugar de una amiga.
A decir verdad, mientras salía del despacho de Vane con Gerrard a la zaga, se dio cuenta de que nadie la trataba como a una «amiga» de Gerrard. Esa etiqueta jamás la había descrito, pero lo que era en realidad…
Lo que podía llegar a ser… Lo que a la postre decidiera ser… aún estaba en el aire.
Regresaron al vestíbulo principal. Gerrard se detuvo en mitad del caos. Echó un vistazo a su alrededor y la tomó de la mano.
—Ven. Quiero enseñarte una cosa.
La llevó hasta el salón, que todavía no había sido despojado de la vajilla y cuyos muebles aún no estaban cubiertos por sábanas. La condujo alrededor de la mesa y se detuvo frente al hogar, para contemplar el retrato que colgaba sobre la repisa de la chimenea.
Jacqueline se había fijado en él mucho antes. Era un retrato de Patience, sentada con sus tres hijos alrededor. No había duda del autor. Lo observó durante un rato, hipnotizada por el rostro de Patience mientras miraba a sus hijos. La emoción que brillaba en él era impresionante. Conmovía a aquel que mirara el cuadro, aliviaba el alma… porque reafirmaba la idea de que el mundo era un lugar ideal, que seguiría siéndolo siempre y cuando albergara una emoción tan poderosa como la que reflejaba.
—De todos los cuadros que he pintado con niños, este es el más preciado para mí —confesó Gerrard en voz queda, sin apartar la vista del cuadro—. Patience hizo las veces de mi madre durante años. Para mí, pintar este retrato fue el paso final para alcanzar la madurez. Como si al reconocer y plasmar con mis pinceles los sentimientos que alberga por sus hijos, unos sentimientos imposibles de encontrar fuera del vínculo de la maternidad, la hubiera dejado marchar. —Esbozó una sonrisa—. Y viceversa.
Jacqueline guardó silencio y siguió contemplando el conmovedor retrato.
Gerrard se movió.
—Debo admitir que aprendí mucho sobre la maternidad mientras lo pintaba.
Un momento después, la tomó del brazo y salieron del salón. Tras despedirse de Bradshaw, abandonaron la casa.
Regresaron a paso vivo. Cuando enfilaron Brook Street, Gerrard la miró de reojo.
—Voy al estudio. Tendrás que posar esta tarde y también por la noche. Así que será mejor que canceles cualquier compromiso. —Frunció el ceño y clavó la vista al frente sin aguardar a que ella accediera—. Necesitaré dos noches completas de tu compañía para completar el retrato tal y como quiero hacerlo.
No podía protestar. De modo que asintió con la cabeza y subió los escalones a su lado.
—Se lo diré a Millicent. —Y después tendría que enviar sus disculpas a las damas cuyas invitaciones ya habían aceptado.
Gerrard se detuvo frente a la puerta y la miró a los ojos. No había ni rastro de alegría en él. Al cabo de un momento, musitó:
—Ya falta poco.
Ella asintió con la cabeza. Masters abrió la puerta y se apartó para que pasaran. El retrato pronto estaría listo y, después, ambos tendrían que enfrentar lo que el destino hubiera dispuesto para ellos.
Gerrard era una fuente de ambigüedades, de comentarios que podían interpretarse de dos maneras… o de tres en algunos casos.
Esa misma tarde, Jacqueline estaba posando junto a la columna del estudio mientras él la pintaba, completamente enfrascado en lo que estaba haciendo.
Le había dejado echar un vistazo antes de colocarse en su posición habitual. Ya no quedaba mucho por hacer, pero esos últimos toques serían cruciales para el impacto de la obra y la calidad del conjunto.
Había aprendido a guardar silencio, a dejar que su mente divagara mientras posaba sin mover un solo músculo, con la mano alzada y la cabeza un poco ladeada. Su expresión era lo de menos. Su rostro sería lo último que Gerrard pintara, y trabajaría utilizando el sinfín de bocetos que había hecho. Así que no tenía por qué disimular acerca de sus pensamientos. En ese momento, Gerrard sólo estaba interesado en su mano.
El interés con el que se enfrentaba a su trabajo siempre le había llamado la atención. Era algo más que la simple concentración, llegaba a un nivel mucho más profundo. Las primeras palabras que se le ocurrieron fueron «devoción» y «dedicación», aunque también demostrara una determinación implacable e inamovible. Todos esos conceptos definirían su modo de trabajar.
Lo observaba con el rabillo del ojo. Dejó que su mirada recorriera ese cuerpo ataviado con la camisa, los pantalones y las botas, mientras movía los pinceles con consumada habilidad.
Cuando acordaron que fuera él quien pintase su retrato, no buscaba un paladín, pero lo había encontrado. Él había reclamado esa posición, cual caballero medieval que hubiera jurado defender su honor y su reputación frente al mundo. Ese era el compromiso que lo unía al retrato. Sin embargo, ya no dudaba de que para él ese trabajo significaba algo más, al igual que el retrato de Patience con sus hijos. Estaba pintándolo por ella, en su defensa, pero él también obtenía algo en el proceso.
La habilidad de librarla de aquellos que habían osado amenazarla.
Siguió observándolo. Puesto que ya se le había caído la venda de los ojos, captaba muchísimos más detalles. Era cierto que Gerrard demostraría esa caballerosa vena protectora con cualquier dama, pero el afán posesivo que mostraba en su caso era algo palpable y absoluto, algo que no conocía límites y que hacía imposible imaginar que una vez logrado el objetivo, una vez derrotados los dragones, se despidiera de ella con un simple apretón de manos.
Ella no había pensado en el matrimonio, ni con él ni con ningún otro, pero parecía que Gerrard estaba decidido a que se casara.
En su papel de victorioso paladín, podría requerir una recompensa. Apartó la mirada de él y se preguntó cuándo le pediría matrimonio. Porque ya no albergaba duda alguna de que lo haría.
Lo que no tenía tan claro era cuál sería su respuesta.
Todo se reducía a si lo amaba o no.
Se sentía como una heroína shakespeariana que, mirando a la luna, se preguntara: «¿Qué es el amor?».
Habían pasado dos noches desde la mañana en la que se despidieron de Patience y Gerrard le informó de que se pasaría horas pintando. Había posado durante mucho rato esos dos días, tanto por la tarde como por la noche. Gerrard se había acostado con ella, pero había vuelto a levantarse de madrugada para seguir con el trabajo.
Esa mañana, mientras la acompañaba de regreso a su dormitorio, le había dicho que ya no la necesitaría más. Estaba dándole los últimos toques a su rostro, a sus rasgos. No la necesitaba para eso… De hecho, le había dicho que sólo conseguiría distraerse si ella andaba cerca.
Había soportado el rechazo con elegancia, pero se había acostumbrado a que la despertara al amanecer. A estar con él durante las largas horas de la noche.
Incapaz de dormir, se había acercado a la ventana para contemplar la luna menguante y formular la manida pregunta. Aunque no le había servido de mucho, la verdad.
Las lámparas del ático seguían encendidas. Veía el reflejo de la luz en los cristales. Todavía estaba trabajando. Apretó los labios y se enderezó. Gerrard necesitaba descansar. Llevaba unos cuantos días pintando prácticamente de sol a sol.
La noche era bochornosa. Los truenos retumbaron en la distancia mientras ella se deslizaba entre las sombras del pasillo y abría la puerta de la escalera oculta. Los tablones ni siquiera crujieron mientras subía los peldaños. Cuando llegó al descansillo superior, abrió la puerta del estudio y echó un vistazo hacia el interior.
Gerrard no estaba frente al caballete. Volvió a mirar a un lado y a otro antes de entrar y cerrar la puerta. No estaba en la estancia principal… donde sí estaba el retrato.
Estaba completo. Lo había acabado. No hacía falta que él se lo dijera para saberlo.
Era impresionante. Poderoso. Conmovedor. Se plantó frente a él, hipnotizada. La mujer del retrato era ella, pero era una Jacqueline que mostraba todos sus sentimientos y que estaba en una situación tan peligrosa que la emoción le impedía hablar.
Sorprendente. Jamás habría creído que Gerrard fuese capaz de captarlo todo, y mucho menos que pudiera plasmarlo en un retrato. Sus miedos, la sensación de encarcelamiento que había albergado durante ese último año, la desesperación por escapar, por huir. Por dejarlo todo atrás, aunque al mismo tiempo supiera que no podía hacerlo.
No había pintado su inocencia sin más. Si bien la inocencia estaba claramente presente, iba acompañada de otras emociones que le otorgaban aún más credibilidad: la sensación de abandono, la confusión y la traición que le había llegado al alma.
Se echó a temblar. A pesar del calor, se abrazó la cintura y se arrebujó con la bata.
El entorno que enmarcaba a la Jacqueline del cuadro era aterrador, asombroso. Aun sabiéndose a salvo en el ático de la casa londinense de Gerrard, paladeó el peligro, la tensión sofocante. La amenaza que irradiaban las oscuras hojas del jardín mientras intentaban engullirla de nuevo. La luz de la luna era muy tenue, apenas un recuerdo de que en realidad había luz, pero sin intensidad suficiente como para alumbrar el camino.
La oscuridad lo dominaba todo, y no era un negro sin más, sino toda una gama de colores oscuros que variaban de forma maléfica, hambrientos y deseosos de atraparla.
La mujer del cuadro necesitaba con desesperación que alguien le tendiera una mano y la ayudara a librarse de esa red enfermiza y agobiante donde estaba atrapada.
La mujer del cuadro era ella.
Dejó escapar el aire de forma entrecortada. Inspiró de nuevo y apartó la vista del retrato, alejándose de su hechizo. La liberaría. Echó un vistazo a su alrededor, en busca de su creador.
En busca del paladín que la liberaría.
Lo encontró en el dormitorio, dormido.
Estaba desnudo, tendido bocabajo en la cama. Se detuvo un instante entre los tapices y dejó que sus ojos disfrutaran con sus musculosos hombros, con esa espalda amplia, con la curva de sus nalgas y con esas largas y poderosas piernas.
Entró y dejó que el tapiz volviera a su sitio, bloqueando de ese modo la luz de la lámpara. La luz de la luna bañaba el dormitorio e iluminó su camino hasta que se detuvo junto a la cama, donde se despojó de la bata. Alzó las manos y desató los tirantes del camisón, que acabó arrugado en torno a sus pies. Lo dejó atrás, clavó una rodilla en el colchón y gateó hasta colocarse junto a Gerrard.
Él ya conocía muy bien sus caricias. No se despertó cuando le pasó la mano muy despacio por el costado. Ni siquiera se detuvo a pensar por qué lo estaba haciendo. Se dejó llevar por los dictados de su corazón sin cuestionarlos.
Con mucha delicadeza, lo empujó para que se girara hasta que quedó boca arriba. Él se dejó hacer.
Gerrard se despertó en un mar de sensaciones. Los besos. Jacqueline. La abrasadora caricia de sus labios cuando se cerraron en torno a su miembro. La presencia de una mano en la cadera… y otra en los testículos. Su aroma, que inundaba el bochornoso ambiente. El movimiento de ese sedoso cabello que se deslizaba por sus muslos.
Antes de despertarse del todo sabía que estaba allí, desnuda entre sus muslos separados, dándole placer. Entregada a complacerlo.
Inspiró una entrecortada bocanada de aire, pero no fue suficiente. No bastó para detener la vertiginosa sensación. De forma inconsciente, extendió los brazos, buscó su cabeza y enterró los dedos en esa espesa melena, cuyos mechones aferró mientras alzaba las caderas, embistiendo al son de la melodía que ella tocaba.
De la música que los rodeaba.
El placer le corría por las venas. Pasaron eones mientras ella jugaba y él se lo permitía. Sin embargo, cuando ya no pudo aguantarlo más, la instó a alzarse, a colocarse a horcajadas sobre él y a acogerlo en su interior.
Jacqueline le hizo el amor con frenesí, sumida en la oscuridad de la noche. Lo llevó flotando sobre los vientos del éxtasis y lo arrojó a una tormenta de pasión que descargó a su paso una lluvia de deseo que los empapó hasta los huesos. Una tormenta que arreció hasta arrastrarlos.
Gerrard se incorporó, la obligó a invertir las posiciones y se hundió hasta el fondo en ella.
Sus cuerpos respondieron, empapados y enfebrecidos, a la cadencia implacable de la antigua danza.
Una rendición total.
Que llegó de la mano de la luna, les susurró al oído y los poseyó.
Hasta que ambos estuvieron ahítos, exhaustos y abrazados entre las sábanas arrugadas.
Gerrard se despertó a la mañana siguiente con el rostro bañado por un rayo de sol.
Y la mente embargada de placer. Los recuerdos lo asaltaron.
Yacía de espaldas en la cama, desnudo y bajo las ventanas.
Jamás se había sentido tan voluptuosamente vivo.
Esbozó una sonrisa y alzó la cabeza para echar un vistazo a su alrededor.
Jacqueline ya se había ido, pero su aroma impregnaba las sábanas. Aún tenía su sabor en los labios. Recordaba vagamente haberla escuchado susurrar que regresaba a su dormitorio sola, que siguiera durmiendo.
Habían pasado horas eludiendo el sueño, demasiado hambrientos el uno por el otro. El tiempo había pasado volando mientras el deseo los consumía y la pasión los ahogaba. Habían estallado en llamas en mitad de la noche. Habían flotado sobre las cimas del placer. Habían regresado hechos añicos.
Jacqueline le había robado el alma con su abandonada entrega, con el deleite que esta le había proporcionado.
Pasó las piernas por el borde de la cama y se sentó. Al frotarse la cara con las manos, se acordó. Se puso en pie y cruzó la estancia, al otro lado de los tapices… de camino al retrato que aguardaba en el caballete, completo hasta el último detalle.
Ya estaba hecho. Y, tal y como había adivinado desde un principio, era su obra maestra.
Había triunfado, pero no sólo en lo referente al logro artístico, al orgullo de una obra bien hecha. Había triunfado en un plano mucho más primordial.
Después de esa noche ya sabía lo que Jacqueline sentía por él. Su unión había estado marcada por un júbilo, por una sensación de perfección, que ella había captado y había reconocido. Que había aceptado con la misma sinceridad que él.
Las piezas comenzaban a encajar.
Ella lo amaba. Se casaría con él.
Lo único que le restaba por hacer era llevar el retrato a Cornualles, liquidar los espectros del pasado, dejar al descubierto al asesino, si podían, y liberarla.
El futuro, después de eso, no sería sólo suyo, sino de los dos.
Dio media vuelta, se acercó al cordón de la campanilla y llamó a Masters.
Jacqueline durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando se levantó, se puso un vestido limpio de muselina estampada, tomó el desayuno en el dormitorio y después bajó en busca de los demás.
Minnie, Timms y Millicent estaban en el salón, haciendo planes en voz baja para esa noche. Habían decidido, nada más saber que el retrato estaría listo ese mismo día y que Gerrard tenía pensado llevarlo a Cornualles lo antes posible, que celebrarían una cena de despedida para todos los miembros de la familia de Gerrard que los habían ayudado a lo largo de su estancia en la capital.
Y por supuesto, esa sería la ocasión perfecta para presentar el retrato, a modo de recompensa.
Gerrard había torcido un poco el gesto, pero había accedido, para sorpresa de Jacqueline.
—Siento curiosidad por ver su reacción —le confesó en privado.
Patience y Vane ya se habían marchado, pero los demás, todos aquellos que les habían prestado su apoyo y simpatía, seguían en la ciudad, si bien estaban haciendo planes para trasladarse a sus residencias campestres en breve.
Jacqueline comprobó que Gerrard aún no había bajado. Escuchó la lista de invitados, hizo unas cuantas sugerencias con respecto a la disposición de los comensales a la mesa y después se marchó tras ofrecer sus disculpas.
Mientras subía la escalinata se preguntó si Gerrard seguiría durmiendo. Sin embargo, escuchó voces al llegar a la escalera del estudio. Alzó la vista y vio que la puerta de acceso al mismo estaba entreabierta.
En ese instante reconoció la voz de Barnaby.
—A Stokes no le gustó ni un pelo el incidente de la flecha.
¿Qué flecha? Jacqueline se detuvo en el descansillo de la escalera, sin acercarse a la puerta.
—También comparte nuestra opinión —continuó Barnaby— de que el hecho de que el asesino intentara matarte es un claro indicio de que los crímenes están relacionados con Jacqueline. Ella es el único vínculo entre las víctimas.
Eso la dejó de piedra. Clavó la vista en la puerta sin ver nada. Barnaby siguió hablando:
—Pero no cree que sea algo tan sencillo como un pretendiente celoso, tal y como nosotros asumimos en un principio.
Jacqueline escuchó una especie de susurro. Gerrard estaba limpiando los pinceles.
—¿Cuál es su teoría?
La pregunta resultó brusca y un tanto amenazadora.
—Bueno, reconoce que existe una posibilidad de que haya un pretendiente celoso, pero tal y como me ha recalcado, de momento nadie ha pedido la mano de Jacqueline.
—Salvo sir Vincent.
—Cierto, pero el comportamiento de sir Vincent no parece motivado por una pasión profunda y desesperada. Después del rechazo de Jacqueline, no ha vuelto a dar la cara y ni siquiera ha seguido cortejándola.
—¿Y? —lo urgió Gerrard tras un breve silencio.
—Y Stokes sugiere que sigamos investigando. ¿Y si el móvil de los crímenes no es el afán del asesino por casarse con Jacqueline, sino el de evitar que se case con cualquiera? Ten en cuenta que es la heredera de Tregonning.
—Ya lo he comprobado —masculló Gerrard—. Si Jacqueline muere sin haber tenido descendencia (o es condenada por asesinato), a la muerte de su padre todo pasará a manos de un primo lejano que reside en Escocia. Dicho primo lleva años sin cruzar la frontera y, aparentemente, no tiene ni idea de la fortuna que podría caerle en las manos.
Las noticias dejaron a Jacqueline boquiabierta.
El silencio inundó la estancia. Poco después, Barnaby, que estaba tan perplejo como ella, preguntó:
—¡Me cago en diez! ¿Cómo te has enterado de todo eso? ¿No te has pasado los días pintando?
—Sí. Pero mi cuñado, y los demás, no.
—¡Caramba! —Al cabo de un momento, Barnaby añadió—: Ojalá supiera cómo descubren ese tipo de cosas.
Un deje siniestro tiñó la voz de Gerrard cuando dijo:
—Recuérdame que te presente al duque de Saint Ives.
—¡Por supuesto! En fin, lamentablemente esa información no nos aclara nada. Quienquiera que desee ver a Jacqueline soltera y sin compromiso sigue pululando por Hellebore Hall, esperando su regreso.
—¿No te resulta curioso que nadie nos haya seguido hasta Londres?
—Desde luego. Razón de más para exculpar a sir Vincent. Es un tipo conocido en la capital y lo habríamos descubierto enseguida.
—Justo lo contrario que Matthew Brisenden.
—Cierto, pero nunca me ha parecido sospechoso.
Gerrard suspiró.
—Odio darte la razón, pero Jacqueline dice que se muestra muy protector con ella y creo que está en lo cierto.
El comentario le hizo apretar los labios. Era todo un detalle escucharlo decir que le daba la razón, pero ¿por qué no le había dicho que alguien le había disparado una flecha? ¿Cuándo?
En cuanto al porqué…
—Independientemente de la identidad de nuestro villano, está claro cómo tenemos que proseguir. —La voz de Gerrard tenía un deje acerado y destilaba una firme determinación—. El retrato es la clave y el anzuelo. Lo llevaremos a Hellebore Hall, lo mostraremos al público y esperaremos a que nuestro asesino ataque.
Jacqueline escuchó pasos. Barnaby estaba paseando de un lado a otro. Hubo unos minutos de silencio y después dijo:
—Si te soy sincero, no acababa de creer que pudieras ser capaz de lograr algo así con un retrato. Que me aspen si no es una prueba como la copa de un pino. Todo aquel que lo vea comenzará a cuestionarse el asunto… y también empezará a pensar en quién puede ser el verdadero asesino. Y sí, tienes razón. Es un buen anzuelo. Lo morderá e intentará destruirlo… por todos los medios. —Su voz se tomó brusca mientras se daba la vuelta—. Pero también irá a por ti.
—Lo sé —replicó Gerrard y pareció encantado de que fuera así—. Y estaré esperándolo.
Jacqueline siguió donde estaba, dándole vueltas a esas palabras. Gerrard y Barnaby estuvieron hablando de la cena que se celebraría esa noche y después cambiaron de tema, puesto que debían hacer los preparativos para el regreso a Cornualles. No prestó mucha atención, dado que estaba demasiado absorta con las revelaciones que había descubierto.
Barnaby se despidió. Como no había entrado en el estudio por la casa, tampoco salió por ella. Aliviada, los escuchó atravesar la estancia en dirección a la puerta de salida.
Ella dio media vuelta y regresó a la casa sin hacer ruido.
Gerrard apenas le dio tiempo para ordenar sus pensamientos.
Quince minutos después la encontró en el saloncito familiar, donde se había refugiado para meditar sin que nadie la molestara.
Perdió el hilo de sus pensamientos en cuanto lo vio entrar por la puerta.
Esbozó una encantadora sonrisa y la miró con un brillo en los ojos que sólo aparecía cuando era ella el objeto de su escrutinio.
Esa ternura tan especial, ese vínculo tan íntimo, despertó en ella recuerdos de la noche anterior.
Mientras estaba con él en la cama creyó descubrir lo que era el amor. Una rendición, una entrega sin límites, una devoción rayana en la adoración.
Sin embargo, en esos momentos y observándolo desde el diván que ocupaba, cayó en la cuenta de que todavía le quedaba muchísimo por aprender.
Inspiró hondo, a pesar del nudo que tenía en la garganta.
—¿Ya está acabado?
—Sí —contestó él. Se detuvo frente a ella, se metió las manos en los bolsillos y sin apartar esos relucientes ojos oscuros de su rostro, dijo—: Yo quería…
—He estado pensando. —Lo interrumpió sin miramientos. Era esencial que se hiciera con las riendas de la conversación. Sabía que lo más importante era mantener la mirada clavada en su rostro, pero le costó lo suyo—. Millicent y yo podemos llevar el retrato a Cornualles. Ahora que está acabado, no tienes ningún compromiso. No hace falta que Barnaby y tú os toméis la molestia de hacer el largo trayecto de ida y vuelta.
Vio cómo cambiaba su expresión. En un abrir y cerrar de su semblante se tomó pétreo, y su mirada, tan afilada como el escalpelo de un cirujano.
El silencio cayó entre ellos. Sin embargo, al cabo de unos momentos Gerrard volvió a hablar con un tono engañosamente suave:
—He venido a pedir tu mano. A pedirte que seas mi esposa.
La confesión fue como un mazazo en el pecho para Jacqueline. Comenzó a cerrar los ojos para alejarse del dolor. Pero se obligó a dejarlos abiertos, se obligó a enfrentar su mirada, a sostenerla.
—Yo no… no he pensado en el matrimonio.
Otro breve silencio.
—Sé que en un principio, cuando comenzó nuestra aventura —dijo él—, no estabas pensando en el matrimonio. Pero desde entonces, desde que llegamos a Londres… creo que, si echas la vista atrás, te darás cuenta de que sí lo has hecho, aunque haya sido por instinto. Llevas considerando la idea desde hace un tiempo.
Tenía una negativa rotunda en la punta de la lengua. Pero se la mordió y siguió mirándolo de frente. Recordó el afán casamentero de Minnie y Timms. Si habían intentado influir en ella, ¿hasta qué punto no lo habrían hecho con él? Y en el proceso le habrían hablado de ella, de su estado. Esas dos damas veían más de la cuenta…
—No me casaré contigo. No quiero que regreses a Hellebore Hall. —Seguía sentada en el diván, con las manos en el regazo y la vista clavada en su rostro. Él aún estaba de pie, observándola, y la intensidad de su mirada la mantenía atrapada.
Al parecer, el amor exigía sacrificios en ocasiones. Incluso exigía que uno se rindiera. Si era eso lo que conllevaba, tendría que ser fuerte por Gerrard. Sólo por él.
—Entonces, ¿lo de anoche fue un sueño? —le preguntó él con los ojos entrecerrados—. ¿Y lo de esta mañana temprano? Creí que eras tú. El ángel que fue a buscarme anoche a la cama, bajo las estrellas. —Cambió de postura de repente y, aunque sus ojos no la abandonaron en ningún momento, la rodeó como si fuera un depredador al acecho—. Creí que eras tú quien me acogía en su boca… en su cuerpo…
—Sí —lo interrumpió, cerrando los ojos con fuerza y aprovechando el momento para respirar—. Sabes muy bien que fui yo. —Abrió los ojos y enfrentó su mirada, que en esos momentos ardía de furia—. Pero eso no cambia nada. No volverá a suceder.
Él esbozó su sempiterna sonrisa torcida.
—¡Caray, qué equivocada estás! Porque volverá a suceder una y otra vez. Porque me quieres. Y yo te quiero.
Jacqueline se puso en pie, abrió la boca… y fue incapaz de articular palabra. No podía decir nada que desafiara la certeza que iluminaba su mirada.
Su silencio fue la confirmación que Gerrard necesitaba. Saltaba a la vista que estaba intentando encontrar un argumento para contradecirlo, pero no lo lograba. De modo que eso zanjaba la cuestión acerca del punto en el que se encontraba su relación. Tuvo la impresión de haberse quitado un gran peso de encima. El alivio corrió por sus venas como un vendaval. Hasta ese momento todo había salido como esperaba. Lo que seguía siendo un misterio era el motivo para ese repentino cambio, tan enervante, para más inri.
Así no era como se había imaginado la romántica escena.
Se acercó a ella, lo bastante como para que sus sentidos cobraran vida.
Jacqueline lo miró a los ojos con expresión belicosa. Tenía la mandíbula apretada.
—No me casaré contigo. No puedes obligarme a aceptarte. Y no vas a volver a Hellebore Hall bajo ninguna circunstancia.
Gerrard sostuvo su mirada y enarcó lentamente una ceja.
—¿Y cómo planeas detenerme?
Ella frunció el ceño.
—No tengo la menor intención de permitir que me rechaces —siguió él—. Al final tendrás que aceptarme. —Su voz era firme y decidida. Porque no había otra opción—. En cuanto a mi intención de volver a Hellebore Hall, ya sea en el carruaje de tu padre o en mi tílburi, estaré allí para ayudarte a bajar cuando llegues a la puerta.
Esos ojos verdosos abandonaron su rostro para clavarse en su chaleco. Pasó un minuto en silencio antes de que volviera a mirarlo a los ojos.
—No accederé a casarme contigo. No voy a confesar que te quiero, de ningún modo. No puedo evitar que vuelvas a Hellebore Hall, pero puedo hablar con mi padre y hacerle entender que debe obligarte a que regreses a Londres.
La férrea determinación que asomó a sus ojos lo dejó helado.
—¿Por qué no me lo explicas?
Vio cómo su rostro se crispaba.
—Muy bien. A ver si lo entiendes. He perdido dos seres a los que amaba a manos de este asesino. En primer lugar Thomas, un amor de adolescente y una pérdida terrible; y, en segundo lugar, mi madre. Su muerte fue demoledora. —Se le quebró la voz, pestañeó con rapidez, pero se recobró y siguió. En sus ojos ardía una intensidad que tardó un momento en identificar en reconocer—. Y ahora tú. El asesino nos está esperando en Hellebore Hall. Los dos lo sabemos. Amar a otra persona para que vuelva a arrebatármela… —Tomó una entrecortada bocanada de aire y meneó la cabeza—. No. No pienso arriesgarme. Si me entiendes, no me pidas algo así.
Gerrard sostuvo su mirada un buen rato antes de decir con voz queda:
—Te entiendo. —La tomó de la mano y entrelazó los dedos con los suyos—. Pero no te estoy pidiendo que ames por tercera vez y sufras una tercera pérdida. Lo que te estoy pidiendo es que me quieras, que seas lo bastante valiente como para reconocer el amor que sientes por mí y luchar por él, a mi lado.
La vio abrir la boca y la silenció con un apretón en la mano.
—Antes de que digas nada, ten en cuenta una cosa: da igual lo que digas o lo que hagas. Sé que me quieres, me lo has demostrado. Y yo te quiero. Te seguiré hasta los confines de la Tierra si hace falta y te daré la matraca hasta que me aceptes como marido.
Esos ojos verdes lo estudiaron un instante antes de rendirse.
—Sé que ya ha intentado matarte. Sé lo de la flecha.
—¡Vaya! —Siguió mirándola mientras intentaba descubrir cómo era posible. Y recordó al criado que se había dejado la puerta del estudio abierta cuando se llevó el agua del afeitado. Iba a cerrarla en el mismo instante en el que Barnaby llamó a la puerta del callejón. Todo encajaba.
Jacqueline intentó zafarse de su mano, pero al ver que no se lo permitía lo fulminó con la mirada.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿Nunca? Pero ya que estamos poniendo las cosas en claro, deberías saber que si te quisiera, movería cielo y tierra para mantenerte alejado de ese loco.
La miró a los ojos en silencio y sonrió.
Jacqueline sintió que se le derretía el corazón. No había artificio en el gesto, no había premeditación. Sólo comprensión, beneplácito y amor. Un amor que brillaba en el tono ambarino de sus ojos de forma inconfundible. Un amor que él no intentaba ocultar.
Gerrard levantó la mano y le acarició la mejilla al tiempo que le alzaba el rostro para poder mirarla con detenimiento. Cuando habló, su voz encerraba cierto asombro, como si acabara de hacer un enorme descubrimiento.
—No estás intentando proteger tu corazón al negar que me amas. Me estás protegiendo a mí. Estás intentando protegerme.
Por supuesto.
—Tal vez. Pero…
Su sonrisa se ensanchó. Inclinó la cabeza y la besó.
Intentó mantener las distancias, desentenderse para no dejarse arrastrar… Y fracasó estrepitosamente. Se le escapó un trémulo suspiro y se relajó entre sus brazos al tiempo que separaba los labios a modo de bienvenida.
De nuevo sintió el poder que los rodeaba. Lo sintió crecer, lo sintió girar a su alrededor y protegerlos en su seno. Sintió cómo los doblegaba, cómo se apoderaba de ellos, cómo los fundía hasta convertirlos en un nuevo ser que nada tenía que ver con las dos personas independientes que fueran antes.
Cuando Gerrard alzó la cabeza, ella ya había admitido su derrota. Pero no era él el vencedor, sino ese poder. Porque Gerrard también parecía atrapado. Cuando habló, lo hizo con voz ronca y desgarrada.
—Gracias por tu consideración, cariño. —Le dio un beso en los nudillos y después la miró a los ojos—. Pero no vamos a hacer las cosas así.
Jacqueline sintió que se ahogaba en su mirada durante el silencio que siguió.
—No hace mucho tiempo —siguió él—, Timms me dijo una cosa mientras me echaba un sermón sobre el amor y mi actitud hacia él. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí su significado: en lo referente al amor, lo que tenga que ser será. No tenemos ni voz ni voto en esa materia.
Unas palabras la mar de certeras. Era inútil discutir. Sin embargo…
—No voy a acceder a casarme contigo.
Gerrard la miró un instante antes de asentir con la cabeza.
—Muy bien. Si insistes, no haremos ningún anuncio de momento.
Entrecerró los ojos sin apartar la vista de él. Su expresión siguió siendo implacable, pero ella también podía serlo. Si accedía aunque sólo fuera a un compromiso secreto, Gerrard lo usaría en su contra. Lo usaría para protegerla.
—No. No voy a acceder a nada. Todavía no. Una vez que hayamos desenmascarado al asesino, podrás pedírmelo de nuevo. —Recordó algo—. Un paladín no puede reclamarle la recompensa a la dama que protege hasta que ha matado al dragón.
Gerrard entrecerró los ojos. Su mirada encerraba algo más que su típica arrogancia y su acostumbrada obstinación. Apretó los labios, pero acabó por asentir.
—Muy bien. —Tomó una profunda bocanada de aire que hizo que sus senos se rozaran contra su pecho—. Llevaremos el retrato a Hellebore Hall y, los dos juntos, tomados de la mano, esperaremos a que aparezca el asesino.
Sin embargo, antes tenían una cena familiar a la que asistir, durante la cual tendrían que ocultar la compleja red de emociones que parecía crecer con el paso de las horas y unirlos más profundamente si cabía.
Gerrard lo propiciaba, por supuesto. Y ella era incapaz de impedírselo.
Se había dispuesto que el retrato se mostrara en el salón. Y allí estaba, delante de la chimenea. Antes de que llegaran los demás, Minnie, Timms y Millicent lo observaron en silencio.
Al cabo de un buen rato, Minnie se giró hacia Jacqueline y la cogió de la mano.
—Querida, te confieso que no sabía que las cosas estuvieran tan mal. —Devolvió la mirada al retrato—. Pero ahora lo entiendo. —Miró a Gerrard—. Es lo mejor que has hecho nunca, querido muchacho. Y en más de un sentido.
Timms expresó su acuerdo con aspereza.
—Es tan revelador… Hay tanto de vosotros dos en él… Espero que os proporcione la ayuda que necesitáis.
Alguien llamó a la puerta y los invitados comenzaron a llegar. Todos, sin excepción, se quedaron boquiabiertos al ver el retrato. Jacqueline tenía la impresión de que la cabeza le iba a estallar a causa de los comentarios, pero se sentía cómoda porque conocía a todas esas personas de antemano y se sentía parte de la familia.
A pesar de lo que el retrato revelaba y aunque sabía que todas sus emociones quedaban expuestas a los ojos de los presentes, no se sentía vulnerable. En parte era una cuestión de confianza. De confiar en aquellos que la rodeaban. Pero también era el reflejo de la fuerza que le reportaba la luz que iluminaba los ojos de Gerrard cada vez que se posaban en ella. Y el roce de sus dedos en el brazo cada vez que pasaba a su lado.
Nada empañó la cena. La conversación durante la comida giró en torno al retrato. En torno a las percepciones y las esperanzas de cada uno de los invitados. En torno a la situación que los aguardaba, a Gerrard, a Barnaby, a Millicent y a ella, al volver a Hellebore Hall y al modo en el que pensaban solventarla.
Todos los inundaron de buenos deseos, pero Jacqueline captó la seriedad que encerraban las miradas que los hombres se lanzaban. La disposición a prestar ayuda de cualquier tipo. Y le pareció una actitud de lo más medieval. Como si estuvieran aunando fuerzas cual guerreros ocultos bajo el aspecto de elegantes caballeros que en realidad no distaban mucho en sus reacciones de aquellos ancestros que blandían la espada.
Saltaba a la vista que Gerrard estaba cortado por el mismo patrón.
Nadie se demoró en torno a la mesa. Todos se levantaron al unísono y siguieron a las damas al salón, para observar una vez más el retrato. Un retrato que dominaba la concurrencia con su fuerza y su magnetismo.
—Me roba el aliento —declaró Amelia—. Pero no de forma placentera.
Jacqueline había coincidido con las gemelas, Amanda, condesa de Dexter, y Amelia, vizcondesa de Calverton, en un buen número de eventos. Eran algo mayores que ella, pero irradiaban tal vitalidad que se había visto atraída por las hermanas de inmediato. Sus maridos, dos hombres apuestos y altos que eran primos, estaban también presentes. Durante la cena se habían burlado de ellos al referirse a la supuesta contienda que mantenían para ver quién llenaba antes la habitación infantil. Las gemelas habían dado a luz a sus primogénitos con un mes de diferencia (ambos habían sido niños), y la situación volvió a repetirse en el segundo embarazo, cuando las dos alumbraron sendas niñas también con un mes de diferencia.
—Me pone los pelos de punta —confesó Amanda, que procedió a demostrar la veracidad de sus palabras—. Espero que todo aquello que representa ya esté vencido y haya quedado atrás —le dijo a Jacqueline, señalando hacia el amenazante Jardín de la Noche.
Jacqueline miró el cuadro.
—Todavía no. —Clavó la vista en las gemelas—. Pero esperamos que pronto lo esté.
Amanda resopló y se dirigió a Gerrard:
—Lo único que puedo decir es que si has sido capaz de captar todo eso y de reproducirlo en el cuadro, ya va siendo hora de que pidas su mano y la apartes del peligro.
Los labios de Gerrard esbozaron una sonrisa sincera y relajada.
—Puedes estar segura de que esa es mi intención. —Lanzó una mirada a Jacqueline—. Pienso apartarla todo lo posible.
«Y darle una nueva vida», eso decían sus ojos. Jacqueline se perdió en la promesa que encerraban esos relucientes ojos ambarinos.
Amelia carraspeó de forma extraña, como si se hubiera visto obligada a contener un comentario. Tanto Jacqueline como Gerrard se giraron y vieron a las gemelas intercambiar una mirada. Amanda meneó la cabeza con fingida severidad y reprendió a su hermana mientras la tomaba del brazo.
—No. No digas ni una palabra. Digamos lo que digamos, van a malinterpretarlo. Así que… dejemos que estos dos se ocupen de sus propios asuntos.
Con un par de sonrisas que sólo podían tildarse de tremendamente presuntuosas, las gemelas se alejaron en dirección al lugar donde estaban sus maridos.
—Dos grandes dames en potencia —musitó Gerrard.
Otra Cynster con la que Jacqueline había intimado era Flick, Felicity, la esposa de Demonio. Demonio, Harry, era el hermano pequeño de Vane. Un tunante de marca mayor. El parecido físico entre ambos hermanos no era muy evidente, pero Jacqueline descubrió un sinfín de similitudes entre ellos. Como el brillo acerado que asomó a los ojos de Demonio cuando se detuvo junto a Gerrard para hablar sobre el regreso a Hellebore Hall.
Flick le dio un apretón en la mano y la distrajo.
—Prométeme que irás a Newmarket antes de que acabe el año. —Alzó una mano con gesto imperioso, y eso que era una miniatura de mujer—. Me da igual que lo hagas con Gerrard o sin él, en todo caso, espero verte allí.
No le quedó más remedio que sonreír y aceptar. Dillon Caxton, el primo de Flick y el protegido de Demonio en algunos asuntos, según había entendido Jacqueline, se acercó a ellos. Era un hombre sorprendentemente guapo, pero al estilo de Byron. Aunque se comportaba con aire seguro y modales impecables, había algo contenido en él, como si se ocultara tras un muro.
De todas formas, Dillon era un buen amigo de Gerrard. Después de una agradable charla con Flick y con ella, le preguntó si podía presentarle a Barnaby.
—Demonio me ha hablado de su pasatiempo. Y hay un asunto en Newmarket que creo que podría interesarle.
Gerrard enarcó las cejas, pero accedió al punto.
De modo que la dejó con Flick, aunque regresó en cuestión de minutos… para regocijo de su amiga.
El resto de la velada pasó en un agradable revuelo. Los últimos invitados en marcharse fueron Horatia y su esposo, George.
—Cuídate, querida —le dijo Horatia, poniéndole las manos en las mejillas—. Nos veremos a finales de mes. —Y sin darle tiempo a replicar, se giró hacia Gerrard—. No te demores mucho en Cornualles, a pesar de lo que tengáis que hacer. Os estaremos esperando en Somersham para que nos contéis el final de la historia.
Gerrard juró con aire inocente que arreglaría las cosas en menos que cantaba un gallo.
Jacqueline lo miró con los ojos entrecerrados. Otro de sus comentarios ambiguos. O eso sospechaba.
Más tarde, cuando se reunió con ella en su cama, y mucho después, cuando saciaron su deseo y se acomodó contenta y relajada entre sus brazos, se dio cuenta de que había comenzado a ver su futuro, el suyo y el de Gerrard, desde la perspectiva de su familia. Y lo ansiaba con todas sus fuerzas.
Pero…
Gerrard se movió y la besó en la sien.
—¿Qué pasa?
Ella titubeó un instante. Sin embargo, dejó que las palabras fluyeran por sí solas. Entre ellos no había cabida para otra cosa que no fuera la más absoluta sinceridad.
—Hace tanto tiempo que no me planteo el futuro que me resulta muy difícil creer que puede hacerse realidad.
—¿Te refieres a nosotros?
Una palabra sencilla, «nosotros», pero que encerraba un gran significado.
—Sí.
Se preguntó si la reconfortaría con las frases típicas. En cambio, tras unos minutos de reflexión, Gerrard murmuró:
—Es tal y como dijo Timms. Lo que tenga que ser será. Lo único que podemos hacer es seguir adelante, juntos, y ver qué descubrimos por el camino. Qué nos depara el destino.
Si albergaba alguna duda acerca de su capacidad para leerle el pensamiento, quedó despejada cuando lo escuchó decir con voz brusca:
—Pero primero tenemos que atrapar, los dos juntos, a un asesino.
Al día siguiente se pusieron manos a la obra. Gerrard parecía mucho más decidido que cuando comenzó a pintar el retrato. Su impaciencia era contagiosa.
El día pasó volando, inmersos como estaban en los preparativos. Cuando llegó la noche, todo estaba listo para que partieran a primera hora de la mañana. Barnaby, por supuesto, los acompañaría. De no haber sido por la distancia, Minnie y Timms se habrían sumado al viaje.
—Tendrás que contárnoslo todo cuando regreses —le dijo Minnie a Jacqueline, tras lo cual le dio un beso en la mejilla, unas palmaditas en la mano y la soltó.
Al igual que su tía Millicent, esa noche se fue temprano a la cama.
Donde Gerrard fue a buscarla.
Ya no había escudos entre ellos, ni dudas, ni preguntas. Sólo la incierta amenaza del asesino.
Sin embargo, eso sólo afianzó su decisión. Los hizo renovar el ardor de su entrega, ser mucho más abiertos y desafiantes. Sus cuerpos se fundieron, sus corazones se inundaron de felicidad, sus sentidos se atiborraron del placer que el otro les reportaba. Se entregaron y recibieron a manos llenas hasta que el mundo estalló y el éxtasis los embargó.
Y sus almas ascendieron al paraíso. Las dos juntas, tomadas de la mano.