Capítulo 18

UNO de los principales atractivos de Londres era la posibilidad de contar con los servicios de las mejores modistas. Jacqueline, acompañada siempre de su tía, había aprovechado al máximo los atractivos de la capital en ese sentido. Cuando esa noche subió los escalones de entrada a la casa de lady Sommerville del brazo de Gerrard, se sintió radiante gracias al vestido de seda ámbar adornado con un delicado recamado en tono bronce.

Se había puesto el vestido nuevo para darse confianza. También esperaba que la tarea de atraer a otros hombres esa noche fuera más sencilla de ese modo.

Durante los eventos a los que asistían por las noches, Gerrard siempre se quedaba a su lado, supuestamente para asegurarse de que nada la molestaba… y también para poder llevársela en cuanto dieran las diez. Era su modelo. Por supuesto que quería que estuviera del ánimo adecuado para posar para él. No había intenciones ocultas tras sus atenciones, tras su compañía. Cierto que eran amantes, y que Gerrard era posesivo al respecto, pero cuando estaban en medio de un salón de baile, no encontraba sentido a su actitud.

A menos que estuviera pensando en casarse con ella, algo que era imposible. Y eso era lo que ella necesitaba comprobar.

Tras saludar a lord Sommerville y a su esposa, entraron en el salón de baile. No era una estancia demasiado grande y, además, le habían dicho que el número de invitados era bastante reducido, pero le agradó descubrir que había bastantes caballeros, ataviados con sus chaquetas oscuras, diseminados entre los brillantes satenes y las sedas de las damas.

Gerrard siguió a Millicent. A la postre, se detuvieron junto al diván que ocupaba lady Horatia Cynster. Tras intercambiar los saludos de rigor, Millicent se sentó junto a la mujer, mientras que Gerrard y ella se quedaron de pie.

Concentrada en su plan, levantó la cabeza para estudiar a los invitados con detenimiento.

Gerrard aprovechó ese momento para observar a Jacqueline, pero no le gustó demasiado lo que vio. ¿De dónde diantres había sacado ese vestido? La seda se amoldaba a su cuerpo, se pegaba a sus pechos y moldeaba la femenina línea de su cintura y la sugerente curva de sus caderas. En cuanto a esas largas piernas que lo tenían hechizado, la delicada tela cumplía la función de revelar su contorno y volver a ocultarlo según sus movimientos. Además, cada vez que se movía, la luz arrancaba una serie de destellos tan increíbles que era imposible no clavar los ojos en ella y, por extensión, a las deliciosas curvas que cubría.

Y él no era el único que lo había notado.

En su cabeza comenzaron a sonar campanas de alarma. Echó un vistazo a su alrededor y contuvo un juramento. Habían restringido el número de invitados, que eran muchísimo más selectos… y muy diferentes a los que se encontrarían en un baile en plena temporada social. Había muy pocas jóvenes, ya que la mayoría estaba en fiestas campestres con la esperanza de atrapar un marido. De la misma manera, la mayoría de los jóvenes estaban atrapados a las órdenes de sus queridas madres, ya fuera escoltando a sus hermanas o estudiando el terreno en las susodichas fiestas campestres.

La inmensa mayoría de los que aún estaban en Londres, entre los que se encontraban aquellos que pululaban por el salón de baile de lady Sommerville, no estaba interesada en contraer matrimonio. No obstante, dicha mayoría sí que estaba interesada en los integrantes del sexo opuesto.

Demasiados caballeros se habían fijado ya en Jacqueline.

Y utilizaba el término «caballero» en un sentido muy amplio, ya que la mayoría de los presentes eran buitres en busca de una presa. Los conocía a todos. En las contadas ocasiones en las que consentía en asistir a semejantes eventos, él mismo entraba en esa categoría.

Una emoción peligrosa y desconocida que lo instaba a gruñir a modo de advertencia amenazó con consumirlo cuando uno de esos caballeros recorrió a Jacqueline con la mirada. Desde luego que iba a ser la última vez que se pusiera ese vestido en público, al menos hasta que estuvieran casados, y después… ya se vería.

El caballero que la había estado estudiando se percató de su hosca mirada. Sus ojos se encontraron. Al cabo de un momento, el hombre esbozó una media sonrisa, inclinó la cabeza y pasó a la siguiente.

Mejor así.

Miró a Jacqueline de reojo antes de sacar el reloj sin que esta se diera cuenta. Apenas eran las nueve. Aún le quedaba una hora por delante antes de que pudiera llevársela sin levantar sospechas. La alternativa más evidente era muy tentadora, pero Horatia estaba presente. La suegra de Patience lo consideraba como si fuera una mezcla de sobrino y nieto, todo en uno. Se daría cuenta de cualquier cambio en sus hábitos y lo haría notar.

A su lado, Jacqueline se agitó antes de colocarle la mano en el brazo.

—Demos un paseo. Hay otros que lo están haciendo.

Cuando Jacqueline echó a andar no dudó en acompañarla, aunque no tenía muy claro que fuera sensato mezclarse con los demás caballeros. Pero la llevaba tomada del brazo, podría mantenerla alejada de…

Jacqueline se detuvo, se giró y esbozó una sonrisa para llamar la atención de una pareja cercana.

—Buenas noches.

Al ver de quién se trataba, Gerrard contuvo un gemido.

Con dos pasos entusiasmados, Perry Somerset, lord Castleton, se puso frente a Jacqueline. Junto a Perry apareció la señora Lucy Atwell, la actual amante de Perry, aunque esta no estaba tan ansiosa por unirse a ellos.

Alto, apuesto y elegante, Perry cogió la mano de Jacqueline al tiempo que le lanzaba a él una mirada de reojo.

—Sé bueno y preséntanos, amigo mío.

Contuvo el gesto contrariado y lo hizo. Perry realizó una reverencia formal.

Las mujeres intercambiaron sendos gestos de cabeza.

—Encantada de conocerla, señorita Tregonning —dijo Lucy al tiempo que observaba su vestido—. Debo felicitarla por su atuendo… ¿Cerise?

—No, Celeste.

—¡Caray! —Lucy le lanzó a Gerrard una mirada especulativa—. Tengo entendido que el señor Debbington ha estado trabajando muy duro por las noches… pintando un fabuloso retrato de su persona. ¿Le resulta difícil atender sus exigencias?

—Ni mucho menos. —La sonrisa de Jacqueline era toda seguridad—. La verdad es que es muy placentero.

—¿De veras? —Lucy enarcó las cejas, y la mirada que le lanzó a él hablaba por sí sola. La mujer sabía que antes de Jacqueline sólo había pintado a personas con quien mantenía una estrecha relación. Estaba buscando algún motivo, el más evidente, sin duda, para que quisiera pintar el retrato de Jacqueline cuando se había negado a hacer el suyo, y eso que era una mujer despampanante.

Antes de que pudiera encauzar la conversación por derroteros me nos ambiguos y peligrosos, Perry preguntó si ya habían visitado los jardines de Kew.

Como esa era una pregunta rarísima en boca de Perry, un libertino consumado que rara vez veía la luz del sol, tanto Lucy como él lo miraron boquiabiertos.

—No —contestó Jacqueline con una sonrisa—, pero tengo entendido que son impresionantes.

—Pues yo he oído lo mismo de los jardines de su hogar —replicó Perry—. ¿Le gustaría ver los jardines de Kew una tarde para compararlos con los suyos?

—No. —Gerrard colocó una mano sobre la que Jacqueline tenía en su brazo—. Me temo que no tenemos tiempo… El trabajo es bastante laborioso.

Jacqueline lo miró.

—Pero no poso por las tardes.

Sus ojos se encontraron.

—Lo harás a partir de mañana.

—Pero…

—Y lo último que nos hace falta son más pecas.

Jacqueline se quedó anonadada. No tenía una sola peca, en ningún lugar del cuerpo, y él bien que lo sabía.

Las primeras notas de los violines resonaron en la estancia.

—Tal vez en otro momento —dijo Perry sin inmutarse—. Mientras tanto, ¿me concedería el honor de…?

—Me temo que estoy antes, viejo amigo. —Gerrard cerró los dedos sobre su mano y, sin dejar de mirarla a los ojos, se la llevó a los labios—. Creo que es mi baile.

Sopesó la idea, muy tentadora, de rechazarlo. Y Gerrard captó el mensaje por la expresión de sus ojos. Sin embargo, lo que ella vio en los suyos, la emoción que provocó esa posibilidad, la convenció de que debía ser una buena perdedora.

Gerrard desvió la vista a la otra pareja.

—Si nos perdonáis…

—Por supuesto. —Lucy estaba taladrando a Perry con la mirada, pero este no se había enterado siquiera.

Gerrard la condujo a la pista de baile antes de rodearla con sus brazos y empezar a girar con los demás. No haría comentario alguno si era sensato. Después de todo, ¿qué podría decir?

—¿Por qué este súbito interés por conversar con desconocidos? —La pregunta le sonó ridícula incluso a él. Pero lo peor de todo era que parecía estar molesto a juzgar por el tono de voz.

No era de extrañar que Jacqueline lo mirara con expresión sorprendida.

—¿A qué te refieres? Son invitados, como nosotros. Supuse que deberíamos mezclarnos con ellos.

¿Por qué? Se mordió la lengua y clavó la vista por encima de su cabeza mientras giraba con ella en la pista. El suave roce de las faldas contra sus pantalones, así como el tacto de su cuerpo, plácido y sumiso bajo la mano que tenía en la base de su espalda, calmó su inesperada irritación. ¿Por qué estaba tan molesto? ¿Por unas meras palabritas?

¿O porque ella había buscado la atención de Perry?

No le gustaba la respuesta. La arrimó un poco más a él y se sumergió en la música, se dejó llevar por el predecible placer de bailar el vals con ella. Los sucesivos giros los transportaron a una burbuja donde el espacio y el tiempo habían dejado de existir, donde podían estar solos en mitad de una multitud.

Solo con ella… así era como le gustaba estar. Hasta ese momento, se había creído un animal social, al menos cuando no estaba pintando; pero con ella, cuando se trataba de ella, todos los días descubría un nuevo rasgo de su personalidad.

Jacqueline permaneció en silencio, contenta con girar en la seguridad de sus brazos mientras meditaba sobre lo que acababa de suceder. A la postre, levantó la vista y lo miró.

—¿Hay algún tipo de relación entre lord Castleton y la señora Atwell?

Gerrard apretó los labios.

—Sí.

—Entiendo. —Apartó la mirada. Al impedir que Castleton bailara con ella, Gerrard había evitado que acabara metiéndose en el territorio exclusivo de la dama. Muy adecuado. No había actuado llevado por su instinto posesivo, sino para protegerla. A veces era difícil diferenciar una cosa de la otra.

Repasó su plan. Aún parecía viable, pero era evidente que tenía que hacer algunos ajustes. La próxima vez, tendría que encontrar a alguien para que entretuviera a Gerrard, alguien con quien él quisiera charlar.

Tras el baile, reanudaron el paseo de mutuo acuerdo.

Encontrar a alguien que pudiera llamar la atención de Gerrard lo suficiente para que lo entretuviera no fue una tarea tan sencilla como había previsto, pero tras un exhaustivo examen, por fin dio con el grupo perfecto.

—Señora Wainwright, qué alegría verla. —Le sonrió a la elegante mujer e hizo una reverencia antes de intercambiar los saludos de rigor con sus dos hijas solteras, Chloe y Claire. Había coincidido con ellas en un buen número de tés organizados por diferentes damas y en una velada musical.

La familia conocía a Patience y a Gerrard bastante bien. Su casa solariega estaba junto a la propiedad que Gerrard tenía en Derbyshire. Gerrard les estrechó la mano e hizo una reverencia. Chloe y Claire se animaron al punto y respondieron a su saludo con calidez antes de preguntarle por sus caballos.

Encantada al haber encontrado a esas jovencitas, de edad adecuada y bastante inteligentes, para que le hicieran compañía a Gerrard, se giró con una sonrisa hacia el último integrante del grupo. Era un caballero apuesto y bien vestido cuyo rostro dejaba claro que no podía ser otro que el hermano mayor de las muchachas, Rupert. Recordó que había oído hablar de él.

—¡Hola! —Le tendió la mano con una sonrisa—. Usted debe de ser Rupert.

—Culpable. —Con una amplia sonrisa, Rupert hizo una reverencia muy elegante. Cuando se enderezó, comprobó que tenía un brillo muy particular en los ojos—. Cualquier historia que le hayan contado sobre mí es cierta sin lugar a dudas.

El comentario le arrancó a Jacqueline una carcajada.

—Tengo entendido que está en la ciudad para posar para Gerrard… Eso es todo un logro. ¿Ha tenido oportunidad de ver Londres?

—Un poco… No todo lo que me habría gustado, pero…

Gerrard charlaba con las Wainwright al tiempo que controlaba la conversación entre Jacqueline y Rupert. Conocía muy bien a Rupert y sabía cuáles eran sus defectos y sus virtudes, pero se estaba comportando… como solía hacer cuando estaba bajo la atenta mirada de su madre.

Tras confirmar que dicha madre tenía bien atado a su retoño, se relajó y se concentró en Chloe y Claire, a quienes conocía de toda la vida.

No vio el peligro hasta que fue demasiado tarde.

—Los músicos vuelven a la carga. —Rupert le hizo a Jacqueline una reverencia—. ¿Sería tan amable de concederme un baile, señorita Tregonning?

Gerrard se giró en redondo… Pero había bailado la pieza anterior con Jacqueline.

—Por supuesto, será todo un placer —respondió ella con una sonrisa deslumbrante al tiempo que aceptaba la mano de Rupert.

No, no iba a serlo. Contuvo una maldición. La señora Wainwright se tensó y se movió, nerviosa. Con algo muy parecido al pánico, vio cómo Jacqueline, ajena a lo que estaba sucediendo, sonreía y conversaba con Rupert mientras este la llevaba hacia la pista de baile…

Se giró hacia Chloe y le cogió la mano.

—¿Me concedería el honor de este baile, señorita Wainwright? —Ni siquiera esperó a que accediera antes de arrastrarla en pos de su hermano.

La música ya estaba sonando cuando llegaron a la pista de baile. Rodeó a Chloe con sus brazos sin dejar de mirar a Jacqueline. Comenzaron a girar y se las arregló para acercarse a la otra pareja tanto como pudo.

Chloe suspiró.

—No pasará nada hasta que termine el baile.

Cuando bajó la vista hacia la muchacha, vio que ponía los ojos en blanco y adoptaba una expresión resignada.

—Utiliza el baile para engatusarlas… Ya sabe cómo es. Cuando termine la música, ella sentirá una enorme curiosidad por lo que sea que mi hermano se haya inventado esta vez, pero seguirá creyéndolo totalmente de fiar.

—Tal y como la mayoría sabemos, no lo es.

—Desde luego. Pero no podrá hacer nada hasta que termine la música, así que sería todo un detalle por su parte que dejara de mirarlos ¡y prestara atención a nuestros movimientos! —Chloe lo empujó para esquivar por los pelos a otra pareja.

—Lo siento —dijo al tiempo que se ruborizaba. No se había ruborizado en años.

Intentó seguir la orden de Chloe (sabía que tenía razón), pero la lógica fue incapaz de prevalecer sobre los peligrosos impulsos que corrían por su ser. Una y otra vez, le lanzó miradas a Jacqueline, quien reía sin tapujos mientras se movía por la pista de baile en los expertos brazos de Rupert.

Apretó los dientes con tanta fuerza que casi se le encajó la mandíbula y esperó a que el vals terminara con una floritura.

Mientras daba vueltas por la estancia, Jacqueline se preguntaba si algún hombre conseguiría igualar a Gerrard; ya no hablaba de superar el listón que había colocado tan alto. Analizó a Rupert, pero, pese a su evidente pericia, descubrió que no estaba a la altura. No atinaba a saber en qué aspecto, sólo sabía que bailar con él no era lo mismo que bailar con Gerrard. Contuvo un suspiro y siguió la conversación con Rupert, que abarcó varios temas. El último: los jardines.

No tenía la menor idea de por qué todos creían que los jardines le interesaban en lo más mínimo. Por supuesto que los jardines de Hellebore Hall eran fantásticos, pero había crecido rodeada por ellos. Su extravagante belleza y su atractivo eran algo corriente para ella.

Como si se hubiera dado cuenta de que no le interesaba demasiado el tema, Rupert cambió de conversación y eligió las estatuas, en concreto las de los dioses griegos y romanos.

—Me estaba preguntando… —Sus ojos castaños se iluminaron—. Hay una estatua fascinante en la biblioteca. ¿La ha visto?

Negó con la cabeza.

—Es la segunda vez que estoy en esta casa.

—Ah, bueno… pues no puede perdérsela. Estoy seguro de que lady Sommerville, de haberse acordado, habría sugerido que la viera. Como se ha criado en una mansión rodeada por jardines dedicados a distintos dioses, la apreciará en su justa medida. Es la fiel representación de un dios absolutamente desnudo. Jamás he conseguido decidir quién era. Tal vez usted pueda adivinarlo…

La música llegó a su fin y dejaron de dar vueltas. Rupert la cogió de la mano.

—Vamos, deje que se la enseñe. Le aseguro que le robará el aliento.

Parecía tan ansioso que fue incapaz de discutir, mucho menos de negarse. Sobre todo porque la estaba ayudando a demostrar su teoría. Echó un vistazo por encima del hombro mientras la llevaba hacia un pasillo. No vio a Gerrard por ningún lado. La última vez que lo había visto estaba bailando con Chloe.

Esa imagen le había provocado un inesperado dolor. Era como si sólo le interesase porque era su modelo, tal y como ella sospechaba, no porque pretendiera convertirla en su esposa, de modo que podía desentenderse de ella siempre que se le presentase la oportunidad.

Si pasaba esa hora con Rupert y otros caballeros, bien lejos de Gerrard, mientras este disfrutaba de la compañía de otra dama, o de varias, ya tendría pruebas irrefutables (más allá de toda duda razonable) de que no la veía como su futura esposa.

Rupert se detuvo, abrió una puerta y la instó a pasar por ella. Al cruzar el vano, reprimió un suspiro cansado. Estaba segura de que si Gerrard la veía como a su futura esposa, no permitiría que estuviera a solas con Rupert.

No obstante, lo había hecho. De modo que… allí estaba, en una biblioteca en penumbras. Totalmente a solas con Rupert. Había supuesto que la estancia estaría abierta a los invitados y habría lámparas encendidas e incluso algún que otro caballero dormitando en los sillones. Sin embargo, estaba desierta; y las enormes estanterías lanzaban densas sombras sobre el escritorio y las sillas agrupadas en el centro de la habitación. Además, las cortinas estaban corridas.

Rupert cerró la puerta, lo que incrementó la oscuridad. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse.

Echó un vistazo a su alrededor, escudriñando la estancia.

—¿Dónde está la estatua?

Rupert se acercó a ella.

—Bueno, querida mía, si me das unos minutos, cobrará vida… para tu entera satisfacción.

Algo en su voz la puso sobre aviso. A todas luces había cometido un terrible error de cálculo. Se giró para encararlo.

—¿Qué?

Rupert se quitó la chaqueta y la lanzó sobre el escritorio. Acto seguido, sonrió mientras se llevaba las manos a la corbata.

—Vamos, confiesa. No creerías que de verdad había una estatua y mucho menos una de mármol, ¿verdad?

El supuesto ronroneo sensual le crispó los nervios.

—¡Por supuesto que lo creía! —Lo fulminó con la mirada—. Y tenga… —Le tiró la chaqueta a la cara—. Póngasela.

Rupert agitó las cejas.

—No. —Con la corbata medio desatada, se desabrochó el chaleco y tiró de los faldones de la camisa para sacárselos de los pantalones—. Te he prometido un dios desnudo y yo siempre cumplo mis promesas.

Lo taladró con la mirada antes de asentir.

—Me parece estupendo. Pero yo no he prometido que me quedaría para mirar.

Se abalanzó hacia un lado con la intención de escabullirse a toda prisa hacia la puerta.

Sin embargo, Rupert fue demasiado rápido para ella y le bloqueó el paso sin problemas. Acto seguido, lo vio esbozar una sonrisa cínica e increíblemente estúpida mientras se acercaba a ella.

Acorralándola contra el escritorio.

—La ha traído por aquí. —Gerrard salió al pasillo tirando de Chloe. Quería un testigo, sobre todo que fuera de la familia de Rupert, que comprendiera el motivo por el que pensaba darle una paliza de muerte a ese mequetrefe.

—¿Está seguro? —preguntó Chloe con voz más que resignada.

—Sí. —Se detuvo para mirar a ambos lados del pasillo—. ¿Dónde se han metido? No hay habitaciones abiertas en esta zona.

—Rupert no estaría buscando una habitación abierta a los invitados.

Con otra maldición, reanudó la marcha por el pasillo tirando de la mano de la muchacha.

—Su hermano es incorregible.

—Siempre salta un cojo…

—¿Yo? Yo no saco a las jóvenes de los salones de baile.

—Si usted lo dice… —replicó Chloe con sarcasmo.

Lo que le valió una mirada de advertencia que ella respondió con una expresión desdeñosa.

—¡Ayyyy! —Acto seguido, se escuchó un estruendo.

El alboroto procedía de una habitación situada algo más adelante. Soltó la mano de Chloe y echó a correr.

—¡No!

Cuando abrió de golpe la puerta, se dio cuenta de que era Rupert quien gritaba.

—¡Ya vale! ¡Basta! ¡Suelte ese engendro del diablo!

La escena que descubrió hizo que se detuviera en seco. Rupert, con la camisa abierta y la corbata torcida, estaba tirado en el suelo y reculaba desesperadamente en su intento por alejarse de Jacqueline, que blandía una larga regla de madera como una posesa.

Lo vio alzar los brazos para protegerse la cabeza, dejando así de moverse.

—¡Rufián! —le gritó Jacqueline al tiempo que le golpeaba el muslo con la regla—. ¡Insensato…! —Se quedó sin palabras. La vio tomar aire mientras seguía blandiendo la regla—. ¡Vístase ahora mismo! ¿Me ha oído? ¡Ahora mismo!

Ya sabía que tenía temperamento, pero nunca la había visto perder los estribos.

Jacqueline estaba echando chispas por los ojos. Como le pareció que Rupert tardaba demasiado en abotonarse la camisa, se acercó más a él y levantó el brazo.

—¡No, no! ¿Ve? Me estoy vistiendo… ¡Me estoy vistiendo!

—¡Bien! —Lo fulminó con la mirada—. ¡Y ni se le ocurra volver a intentar algo semejante con otra dama! Si lo hace y llega a mis oídos, le… le…

—Puedo prestarte mi látigo.

Jacqueline levantó la cabeza de golpe y vio que Gerrard entraba muy calmado (demasiado para su gusto) en la estancia. Cerró la boca, se enderezó y escondió la regla a su espalda, entre los pliegues de su vestido.

—Esto… —No le gustaba ni un pelo la mirada de Gerrard, que no se apartaba de Rupert—. Rupert ha tenido un accidente.

Vio que Gerrard curvaba los labios, pero no en una sonrisa.

—Sé perfectamente el tipo de accidente que ha tenido Rupert. Por cierto, ¿qué ha sido ese ruido?

—Ha tropezado con un taburete.

Después de que ella lo empujara y antes de que empezara a pegarle con la regla.

—Qué mala suerte…

El tono de Gerrard era cada vez más marcado… más peligroso.

—Sí, bueno… —Se apartó un mechón de cabello que se había soltado del recogido debido al manoseo de Rupert—. Como puedes ver… —comenzó e hizo un gesto hacia Rupert, que se estaba vistiendo, pero se dio cuenta de que esa era la mano que sostenía la regla, de modo que se apresuró a utilizar la otra—. Bueno, se está recuperando.

Por mucho que le gustase que Rupert se enfrentara a lo que Gerrard le tuviera preparado, en cierta forma ella tenía la culpa de que se hubieran quedado a solas. Cierto que no había imaginado que haría algo tan estúpido, pero… Rupert casi había acabado de abrocharse la camisa. Parecía incapaz de quitarles la vista de encima y los miraba con los ojos desorbitados. Daba la sensación de que estaba a punto de gemir de un momento a otro.

—Y está a punto de marcharse —señaló con la esperanza de que captara la indirecta y desapareciera de inmediato.

—Ya lo creo que se marcha.

Gerrard dio un paso, cogió a Rupert del brazo y lo levantó de un tirón.

—¡Un momento! Vamos, viejo amigo…

Reprimió el impulso de zarandearlo y lo acompañó a la puerta.

—Agradece que haya damas presentes.

Rupert miró a su hermana, que estaba en la puerta con aire de mártir, con los ojos como platos, y guardó silencio.

Chloe retrocedió, cosa que Gerrard aprovechó para empujar a Rupert, que seguía intentando meterse los faldones de la camisa en los pantalones. Le hizo a la muchacha un gesto con la cabeza.

—Si nos perdona…

No era una petición. Le cerró la puerta en las narices a una Chloe que, de repente, estaba muy interesada, y dio media vuelta.

Jacqueline observó cómo Gerrard se acercaba muy lentamente a ella. Mientras estaba ocupado, ella había soltado la regla en el escritorio y se había apresurado a componerse el vestido. Entrelazó los dedos y levantó la barbilla para mirarlo.

—¿En qué puñetas estabas pensando para venir aquí sola con Rupert? —Gerrard se detuvo justo delante de ella con una expresión pétrea y los ojos relampagueantes. Su voz era brusca e inflexible.

Levantó todavía más la barbilla y reprimió el impulso de fulminarlo con la mirada.

—Me dijo que había una estatua especial aquí dentro. No se me ocurrió que tuviera semejante… que tuviera unas intenciones tan lascivas en la cabeza.

—Pues sí que las tenía. —La mirada de Gerrard la atravesó. Su tono era crispado en extremo—. La verdad es que creo que sería acertado decir que la mayoría de los caballeros con los que vas a cruzarte esta temporada albergará esas mismas intenciones lujuriosas hacia tu persona. La mayoría, sin embargo, no actuará en consecuencia… a menos que los animes a ello. Como, por ejemplo, ¡acceder a quedarte a solas con ellos en un lugar como este!

Cuando Gerrard se detuvo, vio algo en sus ojos, una emoción fugaz. Sin embargo, en lugar de expresar lo que sentía, buscó su mano y se giró hacia la puerta.

—Te estaría enormemente agradecido si de ahora en adelante, mientras estemos en Londres, te abstuvieras de relacionarte con otros caballeros.

Estuvo a punto de tropezar mientras él la arrastraba.

—No. —Le dio un tirón del brazo para que se detuviera y perdió el equilibrio cuando él se giró para mirarla con un gruñido—. No me estoy negando —aclaró a toda prisa al ver su expresión—. Lo que quiero saber es por qué.

Gerrard se limitó a mirarla en silencio un instante.

—En caso de que se te haya olvidado, somos amantes —dijo a la postre.

Había adoptado de nuevo un tono letal; por un instante, se sintió como si la hubieran encerrado en una jaula con un enorme animal salvaje. Sintió los nervios a flor de piel. Cuando sus miradas se encontraron, dijo con mucho tiento:

—Sí, pero eso es… privado. El hecho de que seamos amantes no excluye que pueda hablar o bailar con otros caballeros. Nadie más sabe que somos amantes… Quedaría raro que estuviera pegada a ti toda la noche.

«Y tú pegado a mí. La gente está haciéndose una idea equivocada», pensó… Pero no quería ser tan directa. Gerrard podría sentirse obligado a casarse con ella si eso era lo que la sociedad esperaba; pero en cuanto terminase el retrato, ella regresaría a Cornualles y la sociedad no tendría ni voz ni voto.

Vio cómo una miríada de ideas cambiaba la expresión de sus ojos. Y cómo endurecía el rostro y apretaba los dientes.

—Sólo nos quedaremos un par de días más en la ciudad… Cualquier otra cosa fuera de lo normal no tiene la menor importancia.

Gerrard se giró y comenzó a arrastrarla de nuevo hacia la puerta.

Su plan magistral yacía hecho jirones a sus pies; además, si Gerrard se ceñía a la orden que había dado en su tozudez y se quedaba a su lado, jamás podría revertir la impresión que les estaban dando a las mujeres de su familia… y seguramente al resto del mundo.

Estaban ya muy cerca de la puerta. Clavó los talones en el suelo y tiró de su mano.

—No. No entiendes que…

Gerrard se detuvo. Lo vio inspirar hondo al tiempo que se giraba para mirarla. Le relampagueaban los ojos y su rostro era una máscara pétrea. El aire a su alrededor empezó a crepitar por la furia contenida y su afán posesivo.

—¿Recuerdas que accediste a ser mía hasta que yo te liberase? —le preguntó con voz baja y crispada. La pregunta llevaba implícita una amenaza.

Tuvo que asentir con la cabeza.

—Sí, pero…

—No he dicho que estés libre. —Su mirada la abrasó—. Hasta que lo haga, eres mía… mía y de nadie más.

Lo miró sin poder dar crédito a lo que estaba escuchando. Jamás habría creído que Gerrard saldría con esas.

Como pareció tomar su silencio como aceptación de esas palabras, siguió tirando de ella hacia la puerta, aunque con ademanes algo menos dominantes.

—En concreto, no alentarás a otros caballeros… No buscarás su compañía ni animarás a que ellos busquen la tuya. —La obligó a transponer la puerta antes de cerrarla nuevamente… Y para su más absoluto asombro, siguió con la diatriba mientras la llevaba de vuelta al salón de baile—. Y, lo más importante, no irás a ninguna parte con granujas como Rupert…

Salió de su ensimismamiento de golpe, porque no le estaba sirviendo de nada.

—¿Cómo narices iba a saber yo que era un granuja? —Sintió que le hervía la sangre—. A decir verdad, me parece que Rupert es un caballero bastante apuesto, pero también un peligro andante. Por el bien de las damas de todo el mundo, debería estar encerrado en Derbyshire…

—Si hubieras recordado tu promesa…

—¡No te prometí todas las horas del día!

—Pues déjame que te aclare algo: sí lo hiciste. —Otra vez ese tono indolente. Y esa mirada dura e inflexible—. Aunque no fuera tu intención hacerlo, eso es precisamente lo que reclamo… todas las horas de todos los días.

Observó su rostro con atención… y lo que vio la dejó boquiabierta. Gerrard enfrentó su mirada durante un momento cargado de tensión tras el cual clavó la vista al frente y la hizo pasar al salón de baile.

De modo que no le quedó más remedio que cerrar la boca, morderse la lengua y tragarse el grito frustrado que amenazaba con salir de su garganta… Había demasiados ojos curiosos clavados en ellos.

Tras colocarle la mano en el brazo, Gerrard la condujo a través de los invitados. Sólo entonces se percató del marcado contraste que había entre la elegante fachada que proyectaba mientras saludaba a las personas con las que se cruzaban y la tensión que sentía bajo los dedos, la furiosa posesividad que emanaba de la mano que cubría la suya.

Esbozó una sonrisa a pesar de que tenía los dientes apretados. ¡Qué hombre más imposible y arrogante! Sólo intentaba aclarar las cosas con su familia…

De pronto, lo entendió. Allí mismo, en mitad del salón de baile de lady Sommerville.

Se le cayó la venda de los ojos sin más. Se detuvo de golpe, algo mareada por la impresión.

Gerrard se adaptó a la situación sin inmutarse, cogiéndola por el codo para tirar de ella.

—Nos vamos.

—¿Ya? —El pánico se estaba apoderando de ella. Buscó a su tía con la mirada—. Pero si aún no han dado las diez.

—Falta poco. Millicent se enterará de que nos hemos ido y Horatia se encargará de llevarla a casa.

Era la rutina que habían establecido durante esa semana, pero… Necesitaba pensar. Necesitaba con desesperación desliar la maraña de pensamientos que se arremolinaban en su cabeza.

Una maraña de pensamientos desconcertantes y absolutamente aterradores.

Como no estaba de humor para una discusión, Gerrard se limitó a sacarla del salón para bajar las escaleras. Una vez en el vestíbulo, esperaron a que su carruaje llegara ante la puerta de entrada; la ayudó a subir e hizo lo propio. En cuanto la portezuela se cerró, el carruaje se puso en marcha por el camino. Por fin estaban solos, sentados el uno junto al otro en la oscuridad.

Apretó los dientes para controlar sus demonios y los apaciguó con el hecho de que tenía a Jacqueline con él, a su lado, sana y salva; y con el hecho de que seguiría allí a partir de ese preciso momento. Hasta que terminase el retrato, la liberara de las sospechas que la rodeaban en Cornualles… y se la llevara lejos para casarse con ella.

Ese era su plan, uno que estaba grabado a fuego. Inamovible, no susceptible a cambios.

Gracias a Dios que Timms, a su modo inigualable, lo había advertido. Si no lo hubiera acorralado en el pasillo esa noche para sermonearlo por dejar a Jacqueline en la inopia sobre sus verdaderas intenciones y no le hubiera mencionado la conversación que habían mantenido con Jacqueline, jamás habría adivinado lo que esta se traía entre manos, lo que la impulsaba a pasar tiempo con otros hombres… Y habría reaccionado con muchísimo menos control.

A tenor de la furia que seguía latiéndole en las venas, y eso que sabía cuáles eran los motivos que impulsaban a Jacqueline, sólo Dios sabía lo que Timms y su sermón habían evitado.

La culpa comenzó a corroerlo mientras el carruaje los mecía y el movimiento lo hacía ser muy consciente del cuerpo de Jacqueline, muy consciente de esa femenina calidez que era la respuesta a todos sus deseos por más oscuros que fueran. Sólo él tenía la culpa por hacer que se sintiera insegura acerca de sus intenciones.

Había evitado cualquier conversación, ya fuera sobre su deseo de casarse con ella o, más concretamente, sobre la necesidad que sentía de casarse con ella, sin duda llevado por el ansia de protegerse el corazón; al no reconocer la verdad, sólo ocultaba lo vulnerable que se sentía por quererla.

Fuera como fuese, seguía sin poder hablar, al menos hasta que hubiera acabado el retrato y ella, una vez libre de la sospecha de haber matado a su madre, no dependiera de él, no dependiera de su talento para apoyar su causa. Esperar era lo único honorable que podía hacer.

El simple hecho de imaginar que le declaraba su amor y dejaba el futuro de ambos a sus pies, lo dejaba muerto de aprensión. Para él, el futuro era inmutable, pero sólo en el caso de que ella accediera.

Seguía sin tener ni idea de lo que sentía, no estaba seguro de cuál podría ser su reacción. ¿Lo amaba? Aún no estaba seguro.

Inspiró hondo y la miró de reojo. Jacqueline tenía la vista clavada al frente y guardaba silencio, algo que no era habitual. Una farola de la calle le iluminó el rostro. Su expresión era… inescrutable.

Frunció el ceño.

—Creo que tardaré dos días más, tres a lo sumo, en terminar el retrato. Después de eso, creo que lo mejor sería que regresáramos a Cornualles de inmediato. Ya sentamos las bases antes de venir a la ciudad, así que no tiene sentido dejar que las semillas que plantamos en las mentes de los demás mueran.

Jacqueline lo miró en la penumbra del carruaje.

—¿Sólo tres días? —Como no había visto el retrato ese último día, no sabía que estaba a punto de terminarlo.

—Me gustaría que te quedaras en casa todo ese tiempo. Por si necesito comprobar alguna línea o modificar el difuminado —dijo él tras asentir con la cabeza y mirar al frente.

—¿Y concentrarte mejor si sabes que estoy en los límites de la mansión y no deambulando por ahí donde puedo caer presa de algún calavera? —replicó ella con expresión adusta.

Apretó los dientes y se hizo un largo silencio antes de que asintiera con la cabeza.

—Exactamente.

Jacqueline se percató de la mirada penetrante de Gerrard a pesar de la penumbra.

—Dentro de tres días el retrato estará listo… —Gerrard dejó la frase en el aire. Acto seguido, carraspeó y apartó la vista—. En cuanto a lo que hay entre nosotros, ya hablaremos después.

Entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada, pero él estaba mirando hacia la ventana. ¿Después? ¡Maldita fuera su estampa! Tenía la intención de casarse con ella.

La simple posibilidad la dejó descolocada, como si el mundo estuviera patas arriba. Cosa que en cierto modo era cierta.

Todos los demás se habían dado cuenta. Todos menos ella.

Y no sabía cómo le sentaba ese detalle.

El carruaje se detuvo en Brook Street. Gerrard bajó de un salto y le tendió la mano para ayudarla antes de acompañarla hasta el vestíbulo principal.

Masters cerró la puerta tras ellos. Sonrió al mayordomo.

—Mi tía Millicent regresará algo más tarde, aunque dudo que se retrase demasiado.

—Desde luego, señorita… Pocas veces lo hace. —Masters hizo una reverencia y se retiró.

Gerrard la cogió del brazo mientras ella se recogía las faldas con la otra mano. Subieron juntos la escalinata.

Una vez en la galería, se detuvo. Tomó una honda bocanada de aire y lo encaró.

—No me siento demasiado bien… Estoy un poco… mareada. —No era una mentira, ya que la cabeza le daba vueltas—. Sé que estás ansioso por terminar el retrato, pero me preguntaba si podrías apañártelas sin mí esta noche.

A pesar de que las lámparas tenían la llama baja, la preocupación que empañó los ojos de Gerrard y que transformó su expresión era patente. La cogió con más fuerza, como si creyera que se iba a desmayar.

—¡Me cago en diez! Ya sabía que te estaba exigiendo demasiado. Deberías haberme dicho algo.

Gerrard pronunció la última frase entre dientes, pero como se estaba censurando él mismo con el comentario, lo dejó pasar. Estaba molesto consigo mismo, no con ella.

—Vamos, es mejor que te acuestes. —La miró de reojo mientras la hacía avanzar por el pasillo—. ¿Te ha sentado mal algo que has comido?

Meneó la cabeza. Lo que la había trastornado era algo que había escuchado, algo de lo que se había dado cuenta.

—Sólo estoy… cansada. —Y necesitaba tiempo a solas para poder pensar.

Lo vio apretar los labios antes de abrir la puerta y hacerla pasar. Había esperado que llamase a una doncella y se fuera. Sin embargo, la condujo al taburete del tocador, la ayudó a sentarse y procedió a quitarle las horquillas que le recogían el cabello.

Lo miró a través del espejo.

—Esto… Mi doncella puede encargarse de eso. Deberías irte al estudio.

Lo vio negar con la cabeza.

—Quiero asegurarme de que te acuestas.

Intentó en un par de ocasiones más que se fuera, pero no sirvió de nada. Después, para su más absoluto asombro y tras meterla bajo las sábanas, lo vio titubear. Con el ceño fruncido, se quitó la chaqueta.

—Me echaré un rato contigo. El retrato estará listo antes si me tomo un descanso, y sin ti…

Jacqueline tuvo la repentina impresión de que Gerrard sabía que en realidad no le pasaba nada y quería desenmascararla, pero la descartó al punto. La expresión de su rostro era la viva imagen de la preocupación.

Sintió una punzada de culpabilidad, pero necesitaba con desesperación tiempo para pensar. Aunque no tenía la menor idea de cómo iba a hacerlo con él desnudo a su lado…

Gerrard se metió bajo las sábanas y la buscó con las manos. Casi esperó que le hiciera el amor, pero se limitó a acunarla con suma ternura entre sus brazos. Acto seguido, inclinó la cabeza para depositar un beso en sus labios, pero era un beso carente de pasión, rebosante de dulzura.

—Duérmete.

Tras impartir esa orden, se relajó contra su cuerpo, contra el colchón.

Se quedó dormido en un santiamén.

Ella, en cambio, no pudo hacer lo mismo.

Mientras escuchaba su respiración, intentó concentrarse en todo lo que tenía que analizar… en lo que había observado, lo que había averiguado y en su irrefutable conclusión.

Gerrard tenía toda la intención de casarse con ella. De eso no le cabía la menor duda. Si estudiaba su comportamiento desde esa perspectiva, no había contradicciones, no había motivos para poner en entredicho la conclusión a la que todos parecían haber llegado.

Lo que quedaba por verse era lo que ella sentía, no sólo por el deseo de Gerrard de casarse con ella, sino por el hecho de que no se lo hubiera dicho a pesar del sinfín de oportunidades que había tenido.

Sabía que debía estar furiosa, pero eso le parecía una reacción infantil y superficial. La decisión de casarse era demasiado seria, demasiado importante, como para que se viera influida por semejantes sentimientos.

Timms le había dicho que se pensara cuál sería su respuesta, un consejo de lo más sensato. Sin embargo, mientras meditaba sobre Gerrard y sobre el deseo que sentía por ella, la única incertidumbre que le quedaba se refería a ese factor tan desequilibrante que había estado presente desde el principio de su relación. ¿El interés que sentía por ella, por muy apasionado e intenso que fuera, sería la fascinación que siente un pintor por su musa y, por tanto, algo que se disiparía una vez que la hubiera pintado hasta saciar su obsesión, o había algo más profundo, más duradero, tras él?

No sabía cómo responder a esa pregunta por más que lo intentara, por más que la diseccionara y la sopesara. Salvo que él le indicara cuál de las dos opciones era, no lo descubriría por sí misma; al menos hasta que ya fuera demasiado tarde. Si él no se lo decía, si no estaba dispuesto a revelárselo, sería incapaz de responder a su proposición.

Estaban en tablas. Se concentró en el otro tema que aún tenía que resolver. Gerrard no le había dicho nada, no le había dado la menor pista de que la quería por esposa; sin embargo, no era difícil darse cuenta de que en el caso de que quisiera rechazar su propuesta, estaba en una posición muy delicada… y todo por su culpa.

Lo miró mientras dormía a su lado, abrazándola por la cintura. Estaba bocabajo, con el rostro enterrado en su hombro… Resistió el súbito impulso de acariciarle el alborotado cabello con los dedos.

La había manipulado. Cada vez estaba más segura de ello. Cada vez estaba más segura de que había decidido casarse con ella al principio de su relación, tal vez incluso antes de que se la llevara a la cama. Cierto que ella insistió en que lo hiciera, pero ya no tenía nada claro quién había incitado a quién.

Era más que evidente que sabía que ella no se había dado por enterada de sus intenciones, de que no había comprendido cuál era su objetivo final. Miró su perfil en la oscuridad, y no le hizo ni pizca de gracia darse cuenta de que le había mentido al callarse esa información. Cierto que tanto él como otras muchas personas considerarían que había actuado «por su propio bien». Pero eso no era excusa, al menos no ante sus ojos.

Como si de alguna manera hubiera sentido su malestar, incluso dormido, se removió. La apretó con más fuerza, como si quisiera asegurarse de que seguía allí… Después, con un suspiro complacido, la tensión abandonó sus músculos y se rindió nuevamente al sueño.

Incluso dormido era posesivo. Y protector.

Mientras lo contemplaba, sintió que su calidez la rodeaba. Una sensación muy agradable, mezcla de sosiego y alegría, le estalló en las venas y le recorrió todo el cuerpo hasta que desapareció.

¿Qué le respondería cuando hiciera su proposición? ¿Estaba preparada para escupir al cielo?

¿Estaba preparada para vivir sin él, sin esa sensación tan agradable durante las noches, esa sensación de paz… esa alegría?

No necesitaba pensar demasiado para saber la respuesta. En su mente resplandecía la verdad.

¿Sería amor? ¿Lo amaba?

No estaba del todo segura. Tendría que darle más vueltas al asunto; pero, de momento, ¿cómo iba a enfrentarse a la situación? ¿Cómo iba a enfrentarse a él? ¿Cómo iba a aguantar la incertidumbre?

Suspiró y procedió a sopesar sus opciones… pero se quedó dormida.