ESA misma noche Jacqueline se reunió con Gerrard en su estudio y lo observó mientras comenzaba su esbozo en el retrato. Los demás ya estaban en la cama.
Cuando regresaron de la cena, antes de retirarse a sus dormitorios, Gerrard le había explicado la rutina que pensaba seguir. Trabajaría por las noches, porque la escena del cuadro era a la luz de la luna, y dormiría por las mañanas. Revisaría sus progresos por las tardes y lo dejaría todo listo para volver al trabajo por la noche. Su objetivo era acabar el retrato cuanto antes.
Y todo el mundo sabía por qué. Durante el trayecto a la ciudad, habían acordado que, si bien no era necesario que la sociedad en pleno conociera los motivos que hacían necesario el retrato, sí que era preciso que la familia de Gerrard comprendiera tanto la urgencia como la importancia de su cometido como pintor. Tal y como le había asegurado, podían confiar en su discreción, y el hecho de que estuvieran al tanto les garantizaba que su presencia en el estudio durante las noches no fuera motivo de escándalo pese a la privacidad de los encuentros y lo avanzado de la hora.
Y después de haber conocido a su familia entendía por qué Gerrard estaba tan seguro de ellos. Saber que contaban con su apoyo, que estaban interesados y decididos a facilitarle las cosas a Gerrard y, por extensión, a ella y su objetivo común, le resultaba muy reconfortante.
La había hecho posar junto a una columna de escayola, con la mano derecha alzada y apoyada en el fuste. En el retrato, dicha columna sería en realidad el arco de la entrada inferior al Jardín de la Noche. Y su mano estaría apartando la enredadera.
Gerrard le había mostrado los progresos que había hecho hasta ese momento y esos primeros trazos ya dejaban entrever el resultado que buscaba. El retrato sería poderoso, sugerente. Convincente.
Tal y como necesitaba que fuese.
Siguió inmóvil y con la mirada clavada en el lugar donde él le había indicado, en un punto situado a la izquierda del caballete. Entretanto, su mente volaba, analizando todo lo que había visto y descubierto durante el día.
La visita al salón de Helen Purfett había resultado interesante. Volverían al día siguiente, y durante tres días más, para los ajustes, pero lo harían solos. Millicent, Timms y Patience habían perdido interés en el proceso, aunque estaban ansiosas por verla ataviada con el vestido.
Varió un instante la postura, pero se tranquilizó al recordar que Gerrard todavía no estaba trabajando en detalles concretos, sino en las líneas generales de su cuerpo y de sus brazos. Le había prometido que la sesión sería corta esa noche. Un simple entrenamiento que la prepararía para lo que estaba por llegar. De momento, podía relajar la expresión. Así que esbozó una sonrisa mientras recordaba los restantes acontecimientos del día.
Durante el trayecto, le había preocupado la posibilidad de que su familia, especialmente las damas, le resultaran intimidantes. Al fin y al cabo, eran miembros preeminentes de la aristocracia. Bien era cierto que no se dejaba intimidar con facilidad, pero la cálida bienvenida que le habían brindado y la rapidez con la que se había sentido como si estuviera en familia no sólo la habían sorprendido, también le habían dado fuerzas.
Además de sentirse reconfortada, tuvo la impresión de que la aceptaban y la acogían en el seno familiar.
Millicent también parecía feliz y agradecida. Había forjado una rápida amistad con Minnie y Timms. En realidad, eran muy parecidas, ya que les encantaba observar las vidas de aquellos que tenían a su alrededor.
Cuando subió a arreglarse para la cena, ya no se sentía nerviosa en absoluto. Al contrario, la cena se le antojaba un agradable acontecimiento familiar al que deseaba asistir.
Para su sorpresa, Gerrard llegó antes de que ella acabara de vestirse. La esperó en el salón y una vez que estuvo lista, la instó a subir al carruaje sin esperar a Millicent, aduciendo que los seguiría más tarde con Minnie y Timms. Cuando llegaron a casa de Patience, situada en Curzon Street, fueron derechos a la habitación infantil.
Su sonrisa se ensanchó. Hasta ese momento no había creído que a Gerrard le gustaran los niños. Sin embargo, el vociferante trío que se había precipitado hacia él había dejado muy claro el tema. Clarísimo. Gerrard les había dedicado media hora de juegos. Después del alboroto que se produjo cuando lo vieron, procedió a hacer las presentaciones. Los niños la habían recibido con sonrisas y con la misma afabilidad que le brindaran sus padres. Como si el hecho de llegar con Gerrard la convirtiera inmediatamente en un miembro de su círculo.
Después, Gerrard procedió a contarles un sinfín de historias sobre los jardines de Hellebore Hall que ella había escuchado sentada y en silencio. La pequeña Therese se había acomodado en su regazo, confirmándole de ese modo que era bien recibida. Colocó a la niña mejor sobre sus piernas con una sonrisa y, tras apoyar la mejilla en su cabeza, escuchó que Gerrard describía su hogar como ella jamás lo había visto.
Aunque lo reconoció de todos modos. Ese era su talento: ver y ser capaz de plasmar la magia de los paisajes, de las creaciones que la naturaleza forjaba con ayuda del hombre.
Cuando escucharon el gong que señalaba la cena, se sintió tan contrariada de dejar a los niños como estos de dejarlos marchar. Para su sorpresa, Therese la besó en la mejilla y le ordenó con solemnidad que acompañara a Gerrard en su próxima visita.
Conmovida, respondió a las palabras con una sonrisa. Se inclinó y depositó un beso en la frente de la niña antes de alborotarle un poco los rizos dorados. Una emoción extraña, cálida e irresistible, había nacido en su interior. Y, aunque rememorara el momento exacto, todavía no estaba muy segura de su significado.
De modo que bajaron a cenar. Debería haber sido un suplicio, una prueba que superar. En cambio, había sido una ocasión amena y relajada, con muchas risas, conversaciones sin fin y buena disposición por ambas partes.
No había esperado encontrarse con un grupo de hombres tan encantadores. Nadie tuvo que decirle que ostentaban un considerable poder; y no sólo en el ámbito social, sino también en otras esferas. Diablo Cynster, el duque de Saint Ives, era el cabeza de familia. Una responsabilidad que desempeñaba con un talento natural. Era un hombre imponente, pero la había saludado con una sonrisa, le había tomado el pelo y su duquesa, Honoria, había restado importancia a la presencia de su esposo con un gesto altivo mientras le ofrecía una calurosa bienvenida.
Sin embargo y pese a la afable apariencia externa de todos ellos, cuando Diablo, Vane y el marido de Horatia, George, se reunieron en torno a Gerrard después de la cena con las copas de oporto en la mano, se enzarzaron en una conversación que parecía seria. Y estaba segura de saber cuál era el tema en cuestión.
Le habían dado su apoyo incondicional, instintivo. De eso trataba la discusión.
Miró de reojo a Gerrard, aún con el carboncillo en la mano y absorto en su trabajo, y se preguntó si sería consciente de lo afortunado que era por tener una familia así. Una familia que no sólo lo respaldaba, sino que lo acompañaba.
Siempre dispuesta a echarle una mano.
En ese momento, él alzó la vista y la sorprendió mirándolo, aunque no tardó en devolver la mirada al retrato. Al cabo de unos instantes, se alejó un poco del caballete. Ladeó la cabeza mientras paseaba la mirada entre el retrato y ella. A la postre, suspiró, le hizo un gesto con la mano para que se acercara y soltó el carboncillo.
Jacqueline apartó la mano de la columna y se acercó mientras movía el brazo hacia delante y hacia atrás.
Gerrard la interceptó antes de que llegara al caballete. La atrapó por la cintura y la obligó a darse la vuelta.
—No hay mucho que ver todavía.
Lo miró a los ojos y sondeó sus profundidades.
—Puedo seguir posando, no estoy muy cansada.
Él negó con la cabeza y la miró a los labios.
—No quiero exigirte demasiado.
Inclinó la cabeza y sus labios se encontraron. Mientras la arrojaba a la hoguera de la pasión, Jacqueline se preguntó si había sido un posible cansancio por su parte lo que le había hecho poner fin al trabajo por esa noche o si habría sido la intensidad de su deseo. Un deseo que al parecer había aumentado tras cinco noches de abstinencia.
Fuera cual fuese la causa que lo impulsaba, el caso era que la deseaba. En ese momento y con tal desesperación que la excitó en cuestión de minutos. La pasión era mutua, maravillosamente mutua, y los liberó de todas las incertidumbres. Se entregó a sus besos y se rindió en cuerpo y alma. Era suya.
Y Gerrard lo supo al instante. Su rendición le supo a gloria. Porque era el elemento vital que lo reconfortaba, que apaciguaba la parte posesiva de su alma. Esa parte de su naturaleza que sólo ella era capaz de alcanzar. Porque sólo lo había experimentado con Jacqueline. Sólo ella podía explorarla a su lado. Sólo se sentía completo con ella.
La pasión los envolvió con afán exigente. Sin separarse de sus labios, Gerrard se inclinó y la alzó en brazos. Notó que se aferraba a sus hombros y lo apremiaba a ir más deprisa. De modo que cruzó la alargada estancia con ella, en dirección a los tapices que ocultaban el otro extremo de la habitación. Los apartó con un hombro… y le mostró la amplia cama situada bajo un par de ventanas abuhardilladas, emplazadas en el ala oeste de la casa. De haber pasado toda la noche pintando, con el consiguiente cansancio para volver a la casa por corto que fuera el trayecto, se habría desplomado en ella.
Compton se había encargado de poner sábanas limpias. Los cuadrantes eran blancos y el cobertor, de satén verde.
Se apartó de sus labios y aguardó a que abriera los ojos. Una vez que lo hizo, la miró en silencio unos instantes y después, con una maliciosa sonrisa, la arrojó a la cama.
Jacqueline contuvo un grito a duras penas, pero acabó riéndose a carcajadas cuando se hundió en el colchón entre el frufrú de sus faldas. Todavía no se había quitado el vestido que llevara puesto durante la cena, ya que Gerrard le había pedido que posara con él. Miró a un lado y a otro de la estancia, reparando en la escasez de mobiliario. Entretanto, él se despojó de la camisa y se inclinó para quitarse las botas sin apartar los ojos de ella en ningún momento.
Cuando volvió a mirarlo, estaba desabrochándose los pantalones. Observó los movimientos de esas manos sin perder detalle antes de desviar la mirada hacia sus ojos… al mismo tiempo que comenzaba a desabrocharse el corpiño.
Y lo hizo sin asomo de timidez; con la sugerente deliberación de una sirena.
Gerrard esbozó una sonrisa expectante. Se quitó los pantalones y se plantó a los pies de la cama para subirle las faldas hasta las caderas. Una vez que la tuvo semidesnuda, recorrió una torneada pierna con las yemas de los dedos hasta llegar al lugar donde descansaba la liga. La desató y comenzó a enrollar la media hasta llegar al tobillo. Se la quitó al mismo tiempo que le sacaba el escarpín. El proceso se repitió con la otra pierna. Satisfecho con su trabajo, admiró los resultados un instante antes de reunirse con ella en el colchón. Le subió las faldas hasta la cintura y se colocó a horcajadas sobre sus muslos. La instó a alzarse sobre los codos para poder quitarle el vestido de los hombros. Entre los dos lograron pasárselo por la cabeza y la prenda acabó descartada en el suelo.
Gerrard ni siquiera tuvo tiempo de desatarle la lazada de la camisola, porque ella se adelantó. En un abrir y cerrar de ojos estaba desnuda.
No prestó atención al lugar donde caía la descartada camisola, porque sólo tenía ojos para ella. Para ella, allí desnuda en su cama, bajo su cuerpo. Se inclinó hacia delante y la besó con toda la pasión que le inundaba el alma mientras la cogía de la cintura para alzarla.
En cuanto estuvo sentada frente a él, se apoyó sobre los talones y la instó a colocarse a horcajadas sobre sus muslos. Ni siquiera tuvo que instarla a moverse, porque fue ella la que se alzó sobre las rodillas, se inclinó hacia delante y lo tomó en su interior.
En ese maravilloso y ardiente paraíso. Sus miradas se entrelazaron y tuvo la impresión de estar sumergiéndose en las profundidades de su alma.
Con un súbito movimiento, se hundió en ella hasta el fondo. Su cuerpo lo acogió como si fuera un guante de terciopelo. Lo rodeó con su abrasadora humedad, dispuesto a complacerlo.
Jacqueline separó más las piernas, ansiosa por tenerlo bien adentro, y una vez que estuvo satisfecha con el resultado, se inclinó hacia delante. Le colocó las manos en el pecho y le lamió un pezón.
Gerrard contuvo el aliento y la obligó a alzar la cabeza. Sus labios se fundieron y la unión física que ambos ansiaban comenzó.
Sin reservas. Sin restricciones.
Y en esa ocasión fue más ardiente, más salvaje, más intensa, más básica y poderosa. Como si con el transcurso de los días se unieran más, aprendieran más el uno del otro, y descubrieran que todavía les quedaba mucho por entregar. Mucho por exigir. Mucho por ofrecer. Hasta superar las expectativas de ambos.
Todo ello les quedó muy claro en los últimos momentos, cuando se miraron a los ojos. Aquello era especial y único para ambos. Con ninguna otra persona podrían compartir una experiencia semejante. Nadie podría entregarse y dar tanto. A nadie lo impulsaría un deseo tan voraz.
Nadie alcanzaría esas cimas de pasión.
Llegaron a la cúspide en un frenesí desmedido; la gloria los cegó y cayeron juntos al abismo, girando en la vorágine de placer terrenal. Y sin separarse, el uno en los brazos del otro, se dejaron caer ahítos sobre el colchón.
La verdad jamás había estado tan clara.
Estaban hechos el uno para el otro.
Jacqueline siguió en la cama, exhausta, pero Gerrard regresó al trabajo. No sabía de dónde sacaba las fuerzas; pero, después de rememorar los últimos acontecimientos, no le extrañaba que la inspiración lo asaltara de repente.
Intentó pensar mientras clavaba la vista en el trocito de cielo que se atisbaba a través de las ventanas. Intentó convencerse de que debía pensar. Sobre su relación, sobre la evolución que esta había sufrido, sobre la pasión que la caracterizaba. Sin embargo, el sueño le ganó la partida y sucumbió a su llamada.
Gerrard la despertó antes de que amaneciera. Las estrellas todavía brillaban como un puñado de diamantes esparcidos en la bóveda celeste por la mano de algún dios. Y precisamente como un dios se le antojó él cuando apareció envuelto en las sombras, bloqueando la vista de la ventana al colocarse sobre ella. Un dios nocturno que la reclamó decidido. Que la hizo suya sin más, de forma arrolladora y divina. Impuso su voluntad en mitad de la noche y la instó a seguir su estela. Gimió, se rindió y le entregó todo lo que él quería. Todo lo que él deseaba. Todo lo que ella ansiaba darle.
El placer corrió por sus venas y la inundó al llegar al clímax.
Poco después, cuando el alba clareaba el cielo, la acompañó hasta su dormitorio. Después de besarla, dio media vuelta y regresó por las escaleras ocultas. Ella lo observó con una sonrisilla boba en los labios hasta que desapareció y, una vez a solas, atravesó la habitación bailando un vals y se dejó caer en la cama.
Tal y como había ordenado, ninguna doncella entró en su dormitorio hasta que ella llamó. Durmió hasta pasado el mediodía y después, totalmente descansada, se levantó y se arregló.
Mientras Gerrard revisaba sus progresos con el retrato y planeaba qué detalle concreto lo mantendría ocupado por la noche, ella asistiría a un almuerzo y después irían juntos al salón de Helen Purfett. Más tarde, y acompañada de Millicent, Minnie y Timms, tomaría el té en la residencia londinense de la marquesa de Huntly.
Y de ese modo fueron pasando los días. De no ser por las visitas al salón de Helen Purfett, no habría visto a Gerrard hasta la hora de la cena, tras la cual la acompañaba a cualquier compromiso social que hubieran aceptado. De forma invariable, en cuanto daban las diez y la oscuridad de la noche desterraba las luces del crepúsculo, ambos regresaban a su estudio de Brook Street.
Los posados eran cada vez más prolongados.
Y sus encuentros sexuales cada vez más intensos.
Cada vez más íntimos.
El vestido ya estaba listo. Jacqueline se encontraba junto a la columna, ataviada con la creación. Gracias a los bosquejos de Gerrard, se imaginaba cómo quedaría su imagen en el cuadro, junto a la entrada del Jardín de la Noche.
A punto de liberarse de su asfixiante abrazo.
Gerrard le permitía tomarse un descanso cada vez que lo necesitaba. Así que se sentaba en un taburete con la cabeza en el ángulo exacto que él quería y le hablaba del pasado. De su madre, de Thomas, de todo lo que había sentido cuando murieron y del dolor que le habían provocado las habladurías en su contra.
Ya no le importunaba hablar de ello. Pero cuando lo hacía, sentía que todas esas emociones pertenecientes al pasado la embargaban de nuevo. Y comprendió que por eso Gerrard quería que se lo contara, para poder plasmar con sus pinceles esas emociones, esos sentimientos que asomaban a su rostro.
De modo que, poco a poco, el retrato se convirtió en una empresa conjunta. Mucho más de lo que había esperado en un principio. Nunca había imaginado que pintor y modelo pudieran colaborar de ese modo, pero así era entre ellos.
El transcurso de los días también la ayudó a familiarizarse con el trabajo de Gerrard, de modo que aprendió a valorar su genialidad. Porque era un genio de los pinceles. La figura que iba cobrando forma en el lienzo parecía tan viva cada vez que la observaba que le resultaba sorprendente saber que era ella.
No había visto a Barnaby desde su llegada a Londres, pero a finales de semana se lo encontraron en una velada organizada por lady Chartwell.
—¡Aquí estáis! —exclamó cuando los localizó entre los invitados. Echó un vistazo a su alrededor mientras decía—: En fin, la capital no está tan mal en verano. A pesar del calor resulta mucho más cómoda que esas dichosas fiestas campestres.
—¿En qué fiesta campestre has estado? —quiso saber ella.
Barnaby torció el gesto.
—En la de mi hermana. —Miró a Gerrard a los ojos—. Sí, la insoportable Melissa estaba invitada.
Gerrard sonrió.
—¿Cómo has logrado escapar?
—Me escabullí de madrugada.
Jacqueline soltó una carcajada.
Barnaby se llevó una mano al corazón.
—Palabra de honor.
—Pero ¿por qué aceptaste la invitación? —volvió a preguntar le ella.
—Porque iba en pos de mi padre. Estaba atrapado allí, pero aprovechó mi huida para volver a la capital. Está escondido en Bedford Square y me ha jurado que no asomará la cabeza salvo para tratar asuntos oficiales. En realidad, me ha sido muy útil. Durante el viaje de regreso a Londres tuve tiempo de sobra para hablar con él largo y tendido.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Gerrard.
El padre de Barnaby, el conde de Sanford, era uno de los aristócratas que conformaban el comité supervisor de la recién creada policía londinense.
Barnaby echó un vistazo a su alrededor, comprobó que nadie es tuviera lo bastante cerca como para escucharlos y dijo:
—Mi padre nos da la razón. Por cierto, está muy impresionado con tu talento —comentó con una sonrisa fugaz, tras lo cual recobró la seriedad—. Pero, para ser más exactos, está de acuerdo en que me entreviste con Stokes.
—¿Quién es Stokes? —quiso saber ella.
—Un investigador, aunque supongo que ahora habrá que llamarlo «inspector», de Bow Street. Podría decirse que es un caballero, pero lo que nos importa es que se ha forjado una excelente reputación resolviendo crímenes complicados como los que nos traemos nosotros entre manos. —Barnaby la miró a los ojos—. Puedo garantizar su discreción, pero teniendo en cuenta que de momento no podemos hacer ninguna denuncia formal, lo único que espero conseguir de él es que nos indique la dirección en la que debemos buscar a nuestro asesino, teniendo en cuenta su amplia experiencia.
Barnaby guardó silencio, pero siguió mirándola. Gerrard, que comprendió lo que su amigo les estaba pidiendo, le preguntó:
—¿Te incomoda la idea de que Barnaby discuta con Stokes nuestras sospechas y comparta con él lo que ya sabemos?
—No. Si puede ayudarnos o hacer alguna sugerencia sobre la identidad del asesino, por supuesto que debes hablar con él —respondió.
—Eso sí, tienes que contarnos lo que te diga —añadió Gerrard.
Barnaby sonrió.
—Por supuesto. No tengo pensado volver a Hellebore Hall hasta que el retrato esté listo. Estaré sorteando las trampas. Mandadme una nota si me necesitáis.
Y se marchó con esa brusca despedida. Poco después, lo vieron despedirse de su desilusionada anfitriona.
Al cabo de unos minutos, los relojes de lady Chartwell dieron las diez. Gerrard la llevó junto a Su Ilustrísima y, haciendo gala de su acostumbrado encanto, se despidió sin ofrecerle a la dama una excusa concreta. Ella sonrió, le dio a Jacqueline unas palmaditas en la mano y los dejó marchar. La berlina de Gerrard los aguardaba en la puerta. En cuestión de minutos iban de camino al estudio.
Los días pasaron. Jacqueline siguió posando. Gerrard, pintando. Y el retrato, cobrando vida.
Cada vez reclamaba más su atención hasta el punto de obsesionarlo. Lo único capaz de distraerlo era la modelo. Jacqueline.
Porque ella sí que reclamaba su atención de una forma que eclipsaba todo lo demás, incluso su necesidad de pintar. No sabía cómo había sucedido, pero Jacqueline se había convertido en la piedra angular de su vida, en la esencia de su futuro. Y saberse víctima de esa vulnerabilidad lo reconcomía, aunque estuviera entregado en cuerpo y alma al retrato. Todavía no era suya de verdad. Todavía no había pedido su mano. Todavía no lo había aceptado como su futuro esposo.
La idea de sacar el tema le pasaba por la cabeza una y otra vez. Deseaba quitarse ese escollo de en medio de una vez por todas. Afianzar las cosas.
Y una y otra vez se recordaba que, en cierta forma, ella estaba en deuda con él a causa del retrato. Lo necesitaba. Necesitaba su talento como pintor para recuperar su vida y seguir adelante con ella. La posibilidad de que se sintiera obligada a aceptar como pago de la deuda le resultaba espantosa.
Si le pedía matrimonio en ese momento, antes de acabar el retrato, ¿cómo iba a estar seguro de las razones que la habían llevado a aceptarlo?
Un interrogante que lo enfrentaba a la raíz de su incertidumbre: seguía sin conocer lo que pensaba Jacqueline. Lo que sentía realmente por él. La percepción que tenía de él. Para un hombre que se preciaba de conocer a las mujeres, la situación era humillante.
—Querida, me alegra muchísimo que Gerrard te haya elegido.
Jacqueline parpadeó mientras miraba fijamente a la cariñosa anciana que acababa de conocer hacía escasos cinco minutos. Parecía lúcida, aunque un poco despistada.
La tía Clara, como la familia la llamaba, extendió un brazo para darle unas palmaditas en la mano.
—Siempre es un alivio ver que nuestros muchachos hacen una elección sensata. Son maravillosos todos ellos, pero sí que es verdad que a veces se empecinan demasiado en la idea de no casarse…
Era su tercera semana en Londres. Tanto ella como Millicent le habían tomado el gusto a la vida social de la capital. Esa misma tarde se había organizado un té en Saint Ives House, en Grosvenor Square.
Honoria le había presentado a la anciana tía Clara, una Cynster de nacimiento, y le había confesado entre susurros que, aunque tenía la mente muy lúcida, tendía a divagar en ocasiones. De modo que Jacqueline sonrió, se inclinó hacia delante y replicó en voz baja:
—Me temo que está usted equivocada. Gerrard y yo no estamos comprometidos.
La tía Clara asintió con la cabeza mientras bebía un sorbo de té.
—No, no… claro que no. Lo sé. —Dejó la taza en el platillo y siguió con voz tranquila—: La verdad es que en esta familia no acostumbramos a tener compromisos. De hecho, son bastante raros. Aunque los Cynster se empecinan en no casarse, en cuanto se deciden a hacerlo, suelen arreglarlo todo en un abrir y cerrar de ojos. Y no tardan en tener a sus esposas calentándoles la cama, claro está. —Sus labios esbozaron una sonrisa tolerante.
Jacqueline la observó en silencio, fascinada.
—Porque todos se enamoran hasta las cejas. En este caso, por supuesto, con todo ese feo asunto sobre tu cabeza, y el pobre Gerrard trabajando día y noche en el retrato para liberarte, yo diría que la idea de un compromiso ni se le ha ocurrido. A decir verdad —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante y bajaba la voz hasta convertirla en un trémulo susurro—, dudo mucho que le apetezca formalizar un compromiso.
Jacqueline comprendió que no se había explicado bien.
—Pero es que…
—Ayer mismo oí decir a Patience que no le sorprendería nada veros casados en cuanto llevéis el cuadro a Cornualles y arregléis las cosas allí.
¿Eso había dicho Patience? Jacqueline no daba crédito. La cabeza le bullía y era incapaz de pensar con claridad. Poco después, inspiró hondo, se concentró en el arrugado rostro de la tía Clara y le preguntó:
—¿Qué opinan los demás?
La anciana resopló… ¿O fue una especie de carcajada?
—Querida, si no fuéramos damas, estaríamos haciendo apuestas. Nada nos apasiona más que un nuevo matrimonio en la familia. ¡Caray! —Exclamó, haciendo un gesto con la mano—. Cada cual tiene su propia opinión respecto al cuándo y, por supuesto, todos esperamos que haya una ceremonia a la que asistir. Sin embargo, aunque no la haya y os caséis por licencia especial, puedes estar segura de que alguien se encargará de organizar la celebración. Después de todo, las licencias especiales son típicas en esta familia. —La miró a los ojos y le regaló una dulce sonrisa de lo más encantadora—. Me alegra muchísimo que vayas a formar parte de ella.
Jacqueline sonrió a duras penas y se mordió la lengua.
Debería haber prestado más atención desde el principio. En esos momentos estaba en su dormitorio, decidida a enderezar las cosas.
Los comentarios de la tía Clara le habían abierto los ojos. Una vez que rememoró todos los encuentros con la familia de Gerrard, sobre todo con las damas y a la luz de lo que la anciana le había dicho, cayó en la cuenta de que casi todas ellas compartían las suposiciones de esta. O más bien todas.
De haber estado más atenta y no tan emocionada por su cálido recibimiento… Claro que tampoco estaba acostumbrada a esas familias tan numerosas, mucho menos si pertenecían a la aristocracia. De modo que se encontraba en mitad de un malentendido de marca mayor, uno que tanto su honestidad como su honor le exigían que aclarara.
Pero ¿cómo?
Se devanó los sesos, pero sólo parecía haber un camino.
Dejó de pasearse de un lado a otro y le echó un vistazo al reloj. Todavía no era la hora de arreglarse para la cena. Millicent estaba descansando. Minnie y Timms se habían quedado en casa para dormir una siesta y no las habían acompañado. A esa hora podría encontrarlas en el saloncito familiar.
Y allí estaban. Timms estaba haciendo encaje como siempre mientras Minnie dormitaba al sol. Ambas la miraron al entrar y la saludaron con una sonrisa.
Se detuvo frente a ellas, apretó las manos con fuerza e inspiró hondo.
—Me preguntaba si podríamos hablar un momento.
Ambas intercambiaron una mirada fugaz tras la cual la sonrisa de Minnie se tornó radiante.
—Por supuesto, querida. Siéntate al lado de Timms. Estamos en ascuas.
—Desde luego que sí —convino Timms, aunque sus manos siguieron trabajando.
Jacqueline se sentó en el diván. Los ojos de Minnie se clavaron en ella con manifiesta expectación. Sin embargo, descubrió que le costaba comenzar.
—No estoy segura de por dónde debo empezar.
—Por el principio —replicó Timms—. Suele ser lo mejor.
—Sí, bueno… Han sido ustedes tan amables conmigo, y con mi tía, nos han acogido con tanto cariño que les estoy muy agradecida. Nos han facilitado muchísimo la estancia en Londres.
—Faltaría más, querida —replicó Timms con un brillo alegre en la mirada.
—Sí, en fin… Es que… —Inspiró hondo de nuevo y se lanzó de lleno al asunto—. Acabo de darme cuenta de que hay un malentendido acerca de… esto… de la relación que Gerrard y yo mantenemos. —Miró primero a Timms y después a Minnie. De momento, ninguna de los dos parecía seguir el hilo de la explicación—. Gerrard me está ayudando a liberarme de los problemas que tengo en casa o, si lo prefieren, me está ayudando a liberarme, punto. Pero sus razones para hacerlo, para pintar mi retrato, son… profesionales. Además, claro está, siendo un caballero de los pies a la cabeza, es normal que se sienta motivado a ayudar a una dama. Eso es todo lo que nos une, pero me temo que… que se han creado ciertas expectativas basadas en el hecho de que entre nosotros existe otro vínculo de índole más personal.
Ambas mujeres la miraban con el ceño ligeramente fruncido, como si estuvieran intrigadas por sus palabras.
—¿Te refieres a que no piensas casarte con él? —le preguntó Timms. Jacqueline la miró mientras llegaba a la conclusión de que semejante pregunta merecía una respuesta igual de contundente.
—Sí. Quiero decir que no se trata de que quiera casarme con él o no, sino que el tema del matrimonio jamás ha surgido entre nosotros —aclaró—. Nunca lo hemos hablado.
—¡Ah! —Timms le lanzó a Minnie una mirada de lo más elocuente.
Esta volvió a sonreír, de un modo mucho más alegre que antes.
—Yo no me preocuparía por eso, querida. Nuestros muchachos, todos ellos, tienden a ser bastante lentos a la hora de hablar de matrimonio. —Su mirada se tornó pensativa—. Ahora que lo pienso, no recuerdo que ninguno… —Dejó la frase en el aire y volvió a clavar la mirada en Jacqueline. Su semblante volvía a ser alegre—. Pero no debes preocuparte por eso, querida. Conocemos a Gerrard desde que era un bebé y no me cabe la menor duda de que tiene intención de casarse contigo.
Jacqueline se las arregló para disimular la exasperación que sentía. Y el repentino pánico que se había apoderado de ella. Mantuvo la mirada clavada en los alegres ojos de Minnie.
—Le aseguro que no hay nada de eso entre nosotros, señora. El interés de Gerrard hacia mi persona es puramente artístico, por el retrato.
—¡Bah! —exclamó Timms, llamando su atención—. Tonterías. —Sus penetrantes ojos la observaron con detenimiento antes de decir con voz gruñona—: Pero ya veo que estás convencida de lo que dices. Cosa que no me sorprende, conociendo lo cabezota que Gerrard puede llegar a ser, por no mencionar arrogante y presuntuoso; aunque me da la impresión de que se ha cuidado mucho de mostrarte esa faceta de su carácter. ¡Hum! —Guardó silencio un instante mientras desenredaba un hilo—. De todas formas, te aconsejo que empieces a pensar la respuesta para la pregunta que te hará llegado el momento. ¿Quieres una boda grandiosa o prefieres una discreta con una licencia especial? Por cierto… —prosiguió, mirándola directamente a los ojos—, deja que te diga que todos nos sentiremos muy decepcionados si eliges la segunda opción.
Jacqueline no podía sonreír sin más y emprender la retirada. No podía dejar las cosas así. Abrió la boca para replicar…
—En fin, querida —dijo Minnie, inclinándose hacia delante para darle unas palmaditas en la mano—. Comprendo que desde tu punto de vista esto te parezca un tanto precipitado. Puesto que acabas de salir de un entorno rural, es normal que te haya sorprendido. Además, es todo un detalle que hayas querido explicarte con nosotras, pero te aseguro que no nos hemos equivocado al interpretar las intenciones de Gerrard.
Jacqueline sostuvo la intensa mirada de Minnie.
—No tiene intención de casarse conmigo.
—¡Caray, claro que sí! —insistió Timms—. Lo conozco desde que era un niño llorón y no me cabe la menor duda de que te tiene echado el ojo. —Enfrentó la mirada de Jacqueline y sonrió—. Si quieres que te diga la verdad, después del espléndido trabajo que ha hecho a la hora de ocultarte sus intenciones, no me gustaría estar en su pellejo cuando se decida a pedir tu mano.
Minnie rio entre dientes.
—Desde luego.
Jacqueline miró a una y a otra. Ambas damas estaban pasándoselo en grande mientras se imaginaban las dificultades que sufriría Gerrard cuando le pidiera matrimonio. Sin embargo, él no iba a…
Era inútil. Suspiró mientras se reclinaba en el respaldo, pero no tardó en ponerse en pie y despedirse. Minnie y Timms aceptaron sus excusas con sendas sonrisas y volvieron a asegurarle que todo saldría bien. Que no se preocupara.
Regresó a su dormitorio. Pasó toda una hora en la bañera, pensando.
Era imposible no plantearse, aunque fuera un instante, si tendrían razón y era ella la equivocada. Minnie, Timms y Patience, así como el resto de las damas, conocían bien a Gerrard. Conocían a otros caballeros de su clase mucho mejor que ella. Todas tenían una amplia experiencia en interpretar el comportamiento masculino.
Claro que en ese caso concreto…
Echó la cabeza hacia atrás, se apoyó en el borde de la bañera, y cerró los ojos, rodeada por una nube de vapor. Rememoró todo lo que se habían dicho Gerrard y ella con respecto a su relación. No estaba segura de recordar las palabras exactas de Gerrard, pero sí tenía muy claro que había insistido en el detalle de no hacer promesas. Y ella lo había aceptado a pesar de todo. Desde aquel entonces, nada hacía entender que hubiera cambiado de opinión.
Sin embargo, Minnie, Timms y Patience estaban convencidas… Y ni siquiera estaban al tanto de lo que sucedía en el dormitorio anexo al estudio…
Desconocían todo lo que había surgido entre ellos.
Se entregó a la introspección rodeada por la agradable temperatura del agua y oculta entre el vapor, como si estuviera alejada del mundo. A tenor de todo lo que había pasado entre ellos durante las últimas semanas, se preguntó por sus propias aspiraciones. Meditó, reflexionó y sopesó en la medida de lo posible el vínculo que los unía, esa unión indescriptible que transformaba el acto físico en una experiencia emocional y casi espiritual. En un momento casi místico que había comenzado a anhelar a todas horas.
Su excusa para aceptar había sido el afán de aprender, de conocer, y él le había enseñado todo lo que quería y mucho más. Se lo había dado todo. Y se lo agradecía en el alma. El simple hecho de pensar en las emociones que surgían entre ellos y que los rodeaban cuando hacían el amor era maravilloso y la llenaba de júbilo.
Gerrard se lo había enseñado. Le había enseñado todo lo que podía ser una mujer.
Y ella estaba contenta, agradecida y deseosa de seguir compartiendo esos momentos con él. En ese sentido estaba dispuesta a aceptar cualquier prolongación del tiempo que pasaran juntos, estaba dispuesta a disfrutarlo al máximo. Pero ¿hasta el punto de aceptar un matrimonio?
No tenía respuesta para esa pregunta. No había considerado esa opción desde hacía años. Ya no estaba segura.
Sin embargo, con respecto a Gerrard y a sus sentimientos, estaba segura de que había aceptado el encargo de pintar el retrato por el reto profesional que suponía. Y después de conocer las circunstancias, había seguido adelante guiado por la caballerosa determinación de liberarla. No la había seducido. Ella se había encargado de que no fuera así. Como pintor, él había querido conocerla mejor, conocerla en profundidad. De resultas, su relación había evolucionado hasta convertirse en lo que compartían en esos momentos, pero no estaba dispuesta a culparlo de ello.
Había sucedido sin más. Simple y llanamente.
No podía hacerlo responsable. Ni siquiera encontraba una justificación al hecho de que se viera obligado a pedirle matrimonio y tampoco se le antojaba probable que entrara en sus planes. En todo caso, aunque sabía que un matrimonio entre ellos podría funcionar, no consideraba honorable sacar siquiera el tema y no esperaba, ni por asomo, que él aceptara.
El agua se había enfriado. Salió de la bañera a la alfombra extendida frente a la chimenea y alargó el brazo para coger la toalla que la doncella había dejado preparada. Una vez que se secó, siguió pensando.
Entre Gerrard y ella todo parecía claro y definido. No obstante…
No podía permitir que esas damas que se habían portado tan bien con ella, que la habían recibido con los brazos abiertos, creyeran que había una boda en el horizonte. Eso sería similar a un engaño y ella jamás había engañado a nadie. No como Eleanor…
Sí, había intentado sacarlas de su error. Y sí, habían rebatido sus argumentos de forma lógica, pero eso no la eximía de hacer todo lo que estuviera en su mano para convencerlas de que no era la prometida de Gerrard ni mucho menos, tal y como parecían creer.
¿Qué tenía que hacer para sacarlas de su error?
Pruebas. Necesitaba pruebas. Ya fueran de palabra o de obra. Pruebas que indicaran claramente que Gerrard ni siquiera se planteaba un matrimonio con ella. Algo contundente que no dejara lugar a dudas…
Esbozó una sonrisa radiante y se acercó al cordón de la campanilla para llamar a su doncella. Después de la cena tenían pensado acudir a una fiesta organizada por lady Sommerville. En semejante entorno, no le sería difícil reunir las pruebas necesarias.