Capítulo 16

SI Jacqueline estaba unida a él, automáticamente él estaba unido a ella. Gerrard se preguntó por qué no se había dado cuenta antes. Aunque lo más sorprendente de todo era el hecho de que, una vez que se había dado cuenta, no le importase en lo más mínimo.

Tras levantarse temprano y, a la postre, acompañar a una soñolienta Jacqueline de vuelta a su dormitorio, se encontró demasiado inquieto como para regresar a la cama. De modo que se vistió y bajó para desayunar pronto.

Para su sorpresa, Barnaby se reunió con él.

—¿Cómo va la cosa? —le preguntó Barnaby mientras se dirigía al aparador—. ¿Es tu devoción a la pintura lo que te ha hecho levantarte tan temprano o hay algo más que te quite el sueño?

Como se negaba a responder al brillo nada sutil que vio en los ojos de su amigo, meneó la cabeza.

—No puedo pintar por la mañana… La luz es demasiado engañosa. He pensado dar un paseo por el Jardín de la Noche y refrescarme la memoria.

Con el plato en la mano, Barnaby se acercó a la mesa.

—Así que te has decidido a usarlo como fondo.

—Sí, la entrada más alejada a la mansión. Es adecuada, y bastante sugerente.

Barnaby asintió con la cabeza al tiempo que daba buena cuenta de una salchicha.

Cuando ambos saciaron su hambre, se levantaron y salieron a la terraza. Corría una brisa fresca, pero el día prometía ser caluroso según avanzara. Los jardines se extendían delante de ellos, tranquilos e incitantes.

—Imagínate lo que estaríamos haciendo ahora mismo si no estuviéramos aquí.

Intercambiaron comentarios e impresiones mientras paseaban, la típica charla sobre conocidos y veladas que habrían llenado su estancia en la capital. Eran gente de ciudad de los pies a la cabeza, muy diferentes a la nobleza rural.

Al llegar al extremo norte de la terraza, dejaron atrás el sendero que llevaba al jardín de Hércules y eligieron el camino, mucho más apacible, que cruzaba los huertos y llevaba al jardín de Deméter; desde la pérgola de madera emplazada en la parte más alta del jardín de Apolo avanzaron bañados por el sol a través del jardín de Poseidón hasta llegar a la entrada más alejada del Jardín de la Noche.

Barnaby se detenía a cada paso. Se metió las manos en los bolsillos y siguió con la mirada el curso del riachuelo a su paso por el jardín de Poseidón hasta desembocar en el valle. Acto seguido, parpadeó y observó la cala.

Gerrard lo dejó estudiar la zona a gusto mientras él se encaminaba hacia el Jardín de la Noche. A unos diez pasos de la entrada, profusamente adornada con enredaderas, se detuvo para examinar las diferentes capas de hojas y ramas.

No tendría problemas en plasmar el efecto deseado sobre el lienzo. Satisfecho, prosiguió camino. Se detuvo justo delante del arco de entrada con los brazos en jarras. Allí, levantó la vista para estudiar con detenimiento las hojas.

Recorrió las enredaderas con la mirada para comprobar cómo las diferentes plantas se entrecruzaban. Al darse cuenta de que un nuevo tallo, muy pálido en comparación con los demás, se abría camino entre las hojas de las otras plantas justo a ras del suelo, bajó los brazos y se acuclilló para examinarlo.

Escuchó un zumbido, seguido de un golpe seco.

Se tensó, preparado para actuar, pero antes de que pudiera hacer nada, una flecha cayó de las enredaderas a sus pies.

—¡Métete en el jardín!

Se giró y vio que Barnaby le hacía señas como un loco para que entrara en el Jardín de la Noche. Acto seguido, Barnaby echó a correr por el sendero, en la dirección de la que había partido la flecha.

Se quedó paralizado un instante, pero a continuación cogió la flecha que tenía delante, se puso en pie con agilidad y entró en el húmedo recinto del Jardín de la Noche.

La exuberante vegetación protegía la zona. Nadie podría dispararle si estaba allí dentro, no sin que él viera a ese alguien. Y quienquiera que hubiera sido, no tenía intención de que lo descubrieran, lo que quería decir que los conocía.

Se detuvo junto al estanque que había junto a la gruta, en el corazón del jardín, medio oculto por la terraza. Se sentía muy raro. Indiferente. No le quedaba la menor duda de que si no se hubiera agachado para examinar el tallo, tendría la flecha clavada en la espalda.

¿Habría muerto? Posiblemente. Había muchas posibilidades de que hubiera perdido la capacidad de pintar. Algo que para él era una posibilidad muchísimo peor que la muerte.

Helado, se giró para sentarse en el banco de piedra que rodeaba el estanque. Apoyó los codos en los muslos y estudió la flecha mientras le daba vueltas en las manos. Estaba bien hecha, bien equilibrada, y tenía una punta letal, una que le habría desgarrado los músculos y le habría quebrado los huesos para alojarse muy adentro. El tipo de punta que se utilizaba en la caza de ciervos.

Apretó los dientes. Estaba convencido de que Barnaby no encontraría a nadie, de que no conseguiría atraparlo. La flecha podría haber partido desde una considerable distancia, desde cualquier punto de la ladera norte de los jardines. Aun así… Esperó a que su amigo regresara.

Recorrió el claro que se abría ante él y que componía el corazón del Jardín de la Noche. La gruta que tenía a la espalda era el elemento principal, concebido para atraer las miradas. El riachuelo desembocaba en el estanque para continuar con su curso bajo tierra, por debajo del serpenteante sendero y por la atarjea que corría en paralelo a este antes de volver a emerger en el punto donde el sendero se adentraba en el jardín de Poseidón.

De forma inconsciente, sus ojos de artista empezaron a estudiar las líneas, a medir las distancias; en su cabeza tomó forma un plano del jardín, el mismo que tuvo que hacer el diseñador para construirlo. A la postre, sin abandonar la posición y sin dejar de darle vueltas a la flecha en las manos, clavó la vista al otro lado del claro y frunció el ceño.

Para equilibrar el paisaje, allí debería haber algo… Una estatua en un nicho o algo por el estilo. Sin embargo, al otro lado del estanque no había más que una maraña de enredaderas… ¿O no?

Se levantó y se acercó para echar un vistazo. A un par de pasos de esa aparente maraña de plantas, se dio cuenta de que se trataba de dos sauces llorones sin podar y cuyas copas y troncos estaban entrelazados por las enredaderas. Fue muy fácil apartar las enredaderas y ver… lo que a todas luces había sido un mirador tranquilo en el que sentarse y contemplar la fuente que había en mitad del estanque.

Estudió el mirador desde todos los ángulos. Sabía que tenía razón. Ese había sido el diseño original. En esos momentos, sin embargo, las enredaderas se habían extendido sin control y habían convertido el mirador en una estancia privada, escondida a los ojos de todos… y muy utilizada.

La hierba que plantaron se había marchitado hacía mucho, pero había una gruesa alfombra de paja cubierta por una suave capa de césped seco, flores varias y capullos de lavanda, así como de otras hierbas.

Era un lugar de encuentro para enamorados.

Las flores y las hierbas no estaban del todo marchitas, y la gruesa alfombra de hierba tenía señales de haber sido pisada recientemente.

Escuchó los pasos que se aproximaban por el sendero. Barnaby.

Dejó caer la cortina de enredaderas. No le costaba adivinar quién utilizaba aquel nidito para encontrarse con su amante al anochecer.

Barnaby cruzó el arco de entrada al jardín con una mueca.

—No ha habido suerte.

—Habría sido muy raro —replicó él con expresión sardónica.

—Y tanto. —Barnaby se sentó en el banco del estanque. Cuando se acercó a él, su amigo extendió la mano para que le diera la flecha.

Cuando Barnaby la examinó, su semblante se crispó aún más.

—Esto empieza a seguir un patrón.

—Todos los objetivos del asesino han… —se detuvo.

—¿Querido a Jacqueline? —terminó su amigo, que asintió con la cabeza mientras examinaba la punta—. Cierto, pero no creo que se trate de eso… No del todo, al menos.

No hizo comentario alguno de la descripción que había dado Barnaby. Hacerlo revelaría demasiado, y tampoco serviría de nada: Barnaby lo conocía como la palma de su mano.

—Si no se trata de eso, entonces, ¿de qué?

—Entiendo que asesinara a Thomas porque se había acercado demasiado a Jacqueline, y también que lo intentara contigo, pero ¿por qué matar a su madre?

—Ya hemos respondido a esa pregunta. —Comenzó a pasearse de un lado para otro.

—Tal vez, pero tenemos que recordar lo que es de conocimiento general. —Barnaby levantó la vista—. Eso nos indica que el vínculo entre todos es que protegéis a Jacqueline.

—Lo que quiere decir que tú también corres peligro —le dijo él, mirándolo a los ojos.

—Es posible, pero yo no represento una amenaza inminente para el asesino. Tú sí. —Sus miradas se enfrentaron un buen rato—. También tienes en tus manos la llave que liberará a Jacqueline. Sin ti, no habría retrato ni posibilidad de erradicar la creencia que todos aceptan como verdad.

Eso le dio que pensar. Miró a su amigo y repasó lo que sabía. No tenía muy claro que el asesino no hubiera intentado matarlo por el mero hecho de haber entablado una relación con Jacqueline.

Barnaby lo observó y torció el gesto.

—Da igual, porque tenemos que volver a Londres.

—¿A Londres? ¿Por qué? —preguntó, parpadeando por la sorpresa. Su amigo se lo explicó. Al principio hizo mucho hincapié en el peligro que corría.

Gerrard le restó importancia.

—Estaremos bien ahora que sabemos que debemos estar en guardia.

—Sí y no… ¿Qué pasa si al asesino no le interesa matarte sino impedir que termines el retrato? —preguntó Barnaby mientras lo miraba de forma penetrante—. Hay muchas maneras de conseguirlo, lo que dificulta la tarea de evitar que suceda. ¿Estás seguro de que quieres arriesgarte?

La imaginación de Gerrard se desbocó. Se le ocurrieron al punto un sinfín de maneras en las que se podía impedir que terminase el retrato… como incendiar la mansión o hacerle daño a Jacqueline.

La expresión de Barnaby se endureció.

—Por más que argumentes, hay un punto irrevocable. Si no terminas su retrato, Jacqueline está atrapada. Sólo tú, a través del cuadro, puedes liberarla.

Clavó la mirada en los ojos azules de Barnaby. Poco después, tomó una honda bocanada de aire y asintió con la cabeza.

—Tienes razón. A Londres. Nosotros dos, Millicent y Jacqueline.

—¿Cuándo? —preguntó Barnaby, que se puso en pie—. ¿Puedes terminar el retrato allí?

Asintió con la cabeza.

—En cuanto termine el fondo será más sencillo, y también más rápido, que pose en mi estudio. Tal y como están las cosas… Si paso dos días enteros pintando, podemos irnos dentro de tres días.

—¿A partir de hoy?

Volvió a asentir con la cabeza, ansioso de repente por llevarse a Jacqueline a la seguridad de su propio territorio. Emprendieron el camino de regreso a la mansión.

—Como no hay necesidad de asustar a las damas —dijo Barnaby mirándolo a la cara—, creo que será mejor que arreglemos el asunto con lord Tregonning y se lo presentemos como una escapadita a la capital.

—Eso no va a ser difícil —declaró él—. He estado preparando el camino para llevarme a Jacqueline a la ciudad… Necesita un vestido nuevo para el retrato.

Barnaby sonrió, decidido.

—Excelente.

Subieron los escalones que daban a la terraza a toda prisa.

Jacqueline pasó los dos días siguientes sumida en lo que le pareció un torbellino constante. Desde la muerte de su madre, la mansión no había vivido en semejante remolino de actividad.

Se iban a Londres. Millicent, Gerrard, Barnaby y ella. Así se lo había comunicado su padre mientras almorzaban, dos días después del baile. Al parecer, Gerrard le había comentado la necesidad de comprar un vestido nuevo para el retrato, y su padre le había dado la razón, no sólo en cuanto a la necesidad de ir a la capital, sino también con respecto a la idea de que Gerrard terminase el cuadro en su propio estudio.

Hasta entonces, sólo había estado en Bath, nunca había ido a Londres. Pero, gracias a Gerrard, Millicent y ella podían soñar con al menos dos semanas, posiblemente más, en las que se codearían con la flor y nata de la alta sociedad londinense.

Mareadas ante el sinfín de posibilidades que se les presentaban, Millicent y ella tenían que hacer muchos preparativos, tanto para el viaje como para la estancia en la ciudad, y todo en el día y medio que Gerrard y su padre le habían dado de plazo. En su calidad de hombres, parecían desconocer la cantidad de tiempo necesaria para escoger y adecentar la ropa y organizar el posterior equipaje; por no hablar del tiempo necesario para escoger y empaquetar zapatos, sombreros, guantes, chales, bolsos, medias, joyas y la multitud de complementos indispensables para pasearse por la ciudad sin ponerse en ridículo.

Posibilidad a la que ambas se negaban en redondo. Era evidente que estaban destinadas a codearse, al menos, con los elegantes conocidos de Gerrard. No tenían la menor intención de parecer un par de provincianas, si estaba en su mano evitarlo, por supuesto.

Y además, estaba el asunto de delegar los quehaceres domésticos.

Casi se alegró de que Gerrard se encerrara en la antigua habitación infantil. Después de que le anunciaran el viaje, no volvió a aparecer para la cena, ni para el desayuno ni el almuerzo del día siguiente.

Por supuesto, había ido a su dormitorio por la noche. La primera noche, al descubrir que no se encontraba allí, había subido las escaleras en silencio, evitando la habitación de Compton, para abrir la puerta de la habitación infantil.

Era una noche cálida y muy agradable. Se lo encontró delante del lienzo, vestido únicamente con los pantalones y descalzo. Aunque giró la cabeza para mirarla. Tal y como ocurriera en otras ocasiones su atención se centró por completo en ella, de modo que tuvo que contener una sonrisa de lo más satisfecha.

Entró y cerró la puerta tras ella. Lo vio pasarse una mano por el pelo y después, mientras se acercaba a él despacio, dejó la paleta a un lado. Y se giró hacia ella.

Más tarde, se quedó dormida en el asiento de la ventana, con la piel ruborizada protegida de la brisa nocturna por su bata y por la camisa de Gerrard. Lo vio pintar; sin camisa, y observó el movimiento de sus músculos a la luz de las seis lámparas que brillaban por encima de su cabeza.

En esos momentos, su concentración era absoluta, sólo existía lo que estaba haciendo. Ofrecía una estampa de poder, de fuerza. Emanaba una intensidad extrema.

Era el mismo tipo de intensidad, tanto física como mental, que trasladaba a la cama, pero en esos momentos, como receptora de dicha intensidad, no era capaz de observarla ni apreciarla como se merecía. Lo que vio mientras pintaba le provocó un escalofrío. Un escalofrío maravilloso.

Cuando estaban juntos, todo eso era suyo.

Gerrard se acercó a ella cuando comenzaba a clarear y la despertó poco a poco mientras las sombras azuladas de la noche daban paso a un gris que más tarde se convirtió en los tonos rosáceos del amanecer. Sentada a horcajadas sobre él, aún en el banco de la ventana, vio las primeras luces de la mañana reflejadas en el mar mientras él la llevaba a la cima de la pasión.

Mucho más tarde, se escabulló y lo dejó dormido.

Ese día, nadie le vio el pelo a Gerrard.

Jacqueline interceptó a Compton en el pasillo y este le dijo que cuando se encontraba inmerso en su pintura, su señor dormía por la mañana, momento en el que la luz no era buena, y se despertaba antes del mediodía para coger una vez más el pincel. Tras ordenarle a Compton que se asegurara de que le llevasen comida y bebida, y de que daba buena cuenta de todo siempre que fuera posible, regresó a la multitud de tareas que la estaban aguardando.

Había esperado que Eleanor se presentara para dar su paseo habitual, y también había esperado poder hablarle de su viaje a Londres durante el mismo. Pero su amiga no hizo acto de presencia. Al recordar su último encuentro, se encogió de hombros. Eleanor y ella ya se habían distanciado antes, y siempre por algo que había hecho su amiga. Aunque, a la postre, esta siempre acababa por recuperar la razón, si bien nunca se disculpaba.

De modo que Eleanor tendría que enterarse de su viaje después de que se fueran.

A las ocho en punto de la mañana siguiente, Gerrard las acompañó a Millicent y a ella hacia el carruaje de su padre. Los cuatro caballos que tiraban de él se agitaron, inquietos. Los arneses crujieron cuando el cochero se subió al pescante. Su padre, que las estaba esperando junto al carruaje, le dio un beso en la mejilla.

—Escríbeme en cuanto os hayáis instalado.

Se lo prometió, le devolvió el beso y su padre la ayudó a subir. Millicent subió detrás de ella y Gerrard lo hizo en último lugar, sentándose frente a ella y de espaldas a los caballos.

Su padre intercambió una mirada con Gerrard y le hizo un gesto de cabeza antes de cerrar la portezuela. El cochero agitó las riendas y el carruaje se puso en marcha con un ruido sordo. Barnaby los seguiría de cerca en el tílburi de Gerrard. Algo más tarde, Compton partiría con el equipaje de su señor, en el cual se incluían sus herramientas de trabajo y el indispensable retrato.

Sintió que la invadía el nerviosismo. La expectación se reflejó en su rostro, lo supo por la mirada tierna que le lanzó Gerrard.

Claro que eso fue antes de que cerrara los ojos y se quedase dormido.

El viaje no fue tan emocionante como Jacqueline había esperado. Gerrard se pasó dormido casi todo el trayecto, sin duda para recuperar el sueño que había perdido a lo largo de los últimos días. Para ser sincera, tampoco había muchas otras cosas que hacer. Metidos en el carruaje con Millicent o en las distintas posadas en las que se detuvieron para almorzar y para pasar la noche, tenían muy pocas oportunidades para retomar sus encuentros.

De todas formas, se dirigía a Londres.

Y allí llegaron a la postre.

Gerrard le había explicado a su padre y a Millicent que era absolutamente aceptable que se alojaran en su casa de Brook Street, si bien le costó lo suyo convencerlos. Parecía ser que él no vivía allí, sino en unas dependencias que había alquilado cerca. Había comprado la casa por el ático, que había convertido en su estudio, y la mantenía, a pesar de que era demasiado grande para un soltero, para que sus familiares se alojaran en ella cuando iban a la ciudad.

Había dos ancianas en la casa en esos momentos, la tía Minnie, lady Bellamy, y su dama de compañía, a la que todos conocían como Timms.

Cuando el carruaje llegó a Brook Street, Jacqueline tenía la impresión de que la expresión de sorpresa se le había quedado fija en la cara y jamás podría recuperar la expresión normal. Había tantas cosas por ver una vez que entraron en la ciudad… ¡Esas tiendas! ¡Esa gente! Hyde Park y los carruajes de la alta sociedad, los caballeros engalanados con sus mejores atuendos para pasear a caballo por Rotten Row… Gerrard se había inclinado hacia la ventanilla y le había ido señalando los lugares, mientras que Millicent se había quedado recostada contra el respaldo con una sonrisa en los labios, asimilándolo todo a su ritmo.

El carruaje aminoró la marcha hasta detenerse por completo. Gerrard no esperó a que el lacayo abriera la portezuela, sino que lo hizo él mismo y salió a la calle para girarse, tenderle la mano y ayudarla a apearse.

Levantó la vista para contemplar la mansión que se erigía ante ella. Era grande, de dos plantas más el ático con sus enormes buhardillas; y luego estaba el sótano. La piedra de los muros estaba en excelentes condiciones, de la misma manera que el reluciente artesonado de madera pintada. Tras los pocos escalones que daban acceso al porche delantero, se veía una puerta verde oscuro con un brillante picaporte de bronce.

Esa mañana, Barnaby se les había adelantado, de modo que fue él quien abrió la puerta de entrada. Los saludó con la mano y se apresuró a bajar los escalones con una sonrisa.

—Os espera todo un comité de bienvenida.

Atinó a escuchar la advertencia pronunciada en voz baja, que a todas luces iba destinada sólo a Gerrard; este, por su parte, no pareció muy sorprendido. Barnaby ayudó a bajar a Millicent. Con una breve sonrisa para darle ánimos, Gerrard le cogió la mano, se la pasó por el brazo y la guio hacia la puerta… Que se abrió de par en par nada más poner los pies en el primer peldaño.

—Buenas tardes, señor. —Un mayordomo entrado en años y de porte regio los esperaba, preparado para saludarlos como era debido.

Gerrard sonrió.

—Buenas tardes, Masters. ¿Debo suponer que las damas están esperando nuestra llegada?

—Así es, señor. Al igual que la señora Patience y el señor Vane.

—Comprendo… —Ensanchó la sonrisa y se volvió hacia ella—. Te presento a la señorita Tregonning. Se va a quedar con su tía unos días… Y su tía es también la señorita Tregonning —explicó al tiempo que le hacía un gesto a Millicent para que se reuniera con ellos—. Este es Masters… Es el mayordomo de Minnie y hace que todo se convierta en realidad por arte de magia.

Tras enderezarse de la reverencia formal, Masters aceptó el halago sin inmutarse.

—Señoritas. Tanto la señora Welborne como yo estaremos encantados de servirlas en todo lo que sea necesario.

—¿Se va a servir té en el salón? —preguntó Gerrard.

—Así es, señor. —Masters le indicó a un criado que cerrase la puerta principal—. Tenemos órdenes de servirles un refrigerio en cuanto llegasen. —Se giró hacia Millicent y hacia ella—. La señora Welborne ha preparado sus habitaciones. Me encargaré de que les suban el equipaje de inmediato.

Le agradecieron el gesto en voz baja.

—Yo acompañaré a las damas —dijo Gerrard, que después miró a Barnaby—. ¿Te quedas?

Su amigo sonrió.

—Mmmm, creo que lo haré, como ejemplo práctico, por supuesto. Gerrard enarcó las cejas, pero no hizo comentario alguno. Las condujo hasta una puerta de doble hoja, la abrió y se apartó para que ellas entraran primero.

Las puertas daban a una estancia de elegantes proporciones, con las paredes empapeladas de un rosa palo que resplandecía al sol de la tarde, un sol que se filtraba por los ventanales abiertos a una soleada terraza. Más allá de esta, el césped y los setos se mezclaban con alegres parterres de flores.

Los muebles eran preciosos. Todos de madera, ni demasiado espartana ni demasiado recargada. La mayoría era de palisandro y brillaba con una pátina que declaraba su buen cuidado. Tardó un buen rato en observar a placer el largo diván emplazado en el otro extremo de la estancia, a un lado de la chimenea. El mobiliario se completaba con tres sillones y un diván más pequeño. Dos ancianas estaban sentadas en el diván y las estudiaban sin disimulo. Otra dama, muchísimo más joven y vestida a la moda, se sentaba en uno de los sillones. Un caballero, apuesto y sobriamente vestido, descruzó las largas piernas y se levantó del sillón que estaba a su lado.

A pesar de acercarse con Millicent para saludar a la familia de Gerrard con una sonrisa en los labios, era consciente de que había algo que no acababa de encajar, aunque no sabía qué era. Justo antes de alcanzar al grupo, lo averiguó. Había un reloj sobre la repisa de la chimenea y dos lámparas con sendas estatuas por pie que flanqueaban las puertas de la terraza; sin embargo, salvo esos adornos y la bolsa de costura que había a los pies de una de las ancianas, no había nada más, no había señales de que alguien viviera allí. No había ni periódicos ni folletines en la mesita auxiliar, ni toques femeninos. La habitación tenía una extraña sensación de esterilidad.

Gerrard no vivía allí y, por tanto, no había rastro suyo. Pese a su elegancia, a los elegantes muebles y al papel de las paredes, las cortinas y las tapicerías, la estancia era muy fría. No estaba desatendida ni mucho menos, pero sí le faltaba cierta… vida.

Cuando llegaron junto al diván, Gerrard les presentó a su tía, lady Bellamy.

—Buenas tardes, querida… Me alegro muchísimo de conocerte. —Lady Bellamy, con sus rizos canosos, su pronunciada papada y sus cansados ojos azules, extendió el brazo para cogerle la mano—. Espero que tanto tu tía como tú me perdonéis si no me levanto… Mis pobres huesos ya no son lo que eran.

Alentada por esas palabras, sonrió con más entusiasmo y le hizo una reverencia.

—Estoy encantada de conocerla, señora.

Lady Bellamy esbozó una sonrisa deslumbrante al tiempo que agitaba un dedo regordete con un anillo de considerable tamaño.

—Todo el mundo me llama Minnie, querida, y espero que tanto Millicent como tú hagáis lo mismo. No hay necesidad de guardar las formas.

Respondió con otra sonrisa a esa petición. Gerrard ya le había hablado de su tía. La mujer había alcanzado una edad en la que era imposible adivinar cuál era. Tenía más de sesenta, pero nadie sabía cuántos años más.

—Y esta es Timms —dijo Minnie, que le dio unas palmaditas en la mano antes de soltarla—. Y nadie la llama de otra manera tampoco.

—Desde luego. —Timms, que tenía el cabello recogido y que poseía un rostro bastante anodino, le cogió la mano con sorprendente fuerza. La miraba con calidez, una mirada afectuosa y desconcertante por su franqueza—. Me alegro mucho de que hayáis venido a Londres, porque si no, tendríamos que habernos inventado una excusa para ir nosotras a Cornualles. Claro que no tengo nada en contra de Cornualles en verano, pero semejante viaje a nuestra edad… Bueno, así es mejor.

—Sí que es un viaje largo —dijo Jacqueline, y ensanchó la sonrisa mientras se disipaban sus miedos—. Me alegro de haber tenido que venir a la capital.

Timms sonrió y le soltó la mano. Acto seguido, Gerrard la cogió del brazo y la llevó hasta la otra dama, que se había puesto en pie y estaba hablando con Millicent.

Su tía los vio acercarse, sonrió y se apartó un poco para que Gerrard pudiera hacer las presentaciones.

—La señorita Jacqueline Tregonning… Y esta es mi hermana, Patience Cynster, y su marido, Vane.

Cuando hizo ademán de saludarla con una reverencia, Patience le cogió las dos manos.

—No, nada de eso. Tal y como Minnie ha dicho, no hay necesidad de guardar las formas. —Los ojos castaños de Patience la miraron con más calidez de la que había esperado; pasado un instante, la mujer volvió a hablar, y la sinceridad de sus palabras era inconfundible—. Estoy encantadísima de conocerte, querida.

Tras asegurarle que el sentimiento era mutuo y totalmente anonadada por lo bien recibida que se sentía, se giró hacia el caballero, quien cogió su mano de las de su esposa y se la llevó a unos labios que esbozaban una media sonrisa.

—Vane Cynster, querida. —Tenía una voz muy grave—. Espero que el viaje no haya sido agotador.

El comentario exigía una respuesta. En menos de un minuto, se encontró sentada en el extremo del diván más pequeño, inmersa en una conversación muy distendida con la pareja. Gerrard se había quedado de pie junto al diván. Millicent, sentada a su lado, mantenía una animada charla con Minnie.

Jamás se había sentido tan bien recibida, jamás había experimentado una aceptación tan calurosa. Más tranquila, se relajó.

Gerrard la observó en silencio, complacido al ver que su escudo de protección no había hecho acto de presencia en ningún momento. Hasta donde ella sabía, sus familiares no estaban al corriente de las circunstancias que rodeaban la muerte de su madre; era evidente que no tenía el menor problema en charlar con ellos.

Era todo un alivio, ya que, por lógica, le sucedería lo mismo cuando conociera al resto de la familia, y también a otros muchos miembros de la alta sociedad que la buscarían en cuanto se enterasen de que se estaba hospedando en su casa bajo el ala de Minnie.

Y también quería decir que él podría relajarse y concentrarse en el retrato. Jacqueline arrasaría con todos sus conocidos londinenses. Estaba ansioso por contemplar la batalla desde una distancia segura, aunque no por ello menos vigilante.

Llegó la bandeja del té y Patience hizo los honores. Barnaby y él repartieron las tazas antes de que su amigo se reuniera con Millicent, Minnie y Timms para debatir qué lugares de Londres eran los más importantes y, por tanto, debían visitar.

Acercó una silla junto a Vane. Mientras Patience charlaba con Jacqueline sobre la vida en Cornualles y Derbyshire, lugar en el que habían crecido de niños, Vane lo puso al día de todo lo que había pasado en los círculos financieros esas semanas que había estado fuera de la ciudad.

Mientras se tomaba el té, se juró en silencio que, bajo ninguna circunstancia, iba a divulgar el nombre de la modista a la que pensaba llevar a Jacqueline a la mañana siguiente.

Hizo lo que pudo, pero fracasó en el intento. A las once de la mañana siguiente, Millicent, Patience, Minnie y Timms los acompañaron a Jacqueline y a él al salón de Helen Purfett.

El salón se encontraba en Paddington, una zona que no estaba de moda en la ciudad, en una casita al norte del parque, y hacia allí partieron en dos carruajes: Minnie, Timms y Patience ocuparon el carruaje de esta última e intercambiaron unas miradas cuando vieron la casita frente a la que se detenían. Gerrard había hecho el recorrido a la cabeza de la breve comitiva, conduciendo su tílburi con una maravillada Jacqueline sentada a su lado y mirándolo todo con los ojos desorbitados. Esa reacción calmó sus nervios, que estaban a punto de estallar.

Controló el mal genio mientras ayudaba a su hermana y a las otras tres mujeres a apearse. No le sorprendió en lo más mínimo que, tras mirar a su alrededor, Minnie le soltase:

—¿Estás seguro de que esta modista es adecuada, querido?

—Helen no es una modista usual, al menos, no hace vestidos de baile. Se especializa en confeccionar trajes para modelos de pintores.

Vio cómo las cuatro mujeres abrían la boca por la sorpresa.

Con un gesto de la mano, las hizo subir los escalones que llevaban a la puerta. Helen sólo los estaba esperando a ellos dos, de modo que esperaba que supiera lidiar con la inesperada multitud.

Había estado pintando toda la noche en su estudio del ático; hasta que comenzó a clarear el alba no cayó en la cuenta de que Jacqueline no había aparecido… y de que se había olvidado de explicarle cómo subir al ático. Las obras habían hecho que el ático estuviera separado de la estructura principal, y se accedía a él a través de unas escaleras situadas en el callejón que corría en paralelo a la casa. Por supuesto, en el interior de la casa había una puerta que daba a unas escaleras, pero estaba oculta a la vista.

Esperaba de todo corazón que no se hubiera puesto a deambular por la casa en busca de un modo de subir. Minnie tenía el sueño demasiado ligero para su gusto.

De modo que sólo le quedó pintar. Ni siquiera se había acordado de preguntar qué habitación le habían asignado. Se dedicó a aplicar capa tras capa de pintura para crear la textura de las enredaderas que cubrían la entrada al Jardín de la Noche.

Debido a la cita que tenían con Helen, no había podido dormir mucho esa mañana. Por tanto, no estaba de humor para aguantar dócilmente los derroches de buena voluntad de las féminas de su familia que se veía obligado a soportar de vez en cuando… y de los que solía huir como de la peste.

Adoraba a Patience, a Minnie y a Timms, pero no necesitaba su «ayuda» en semejantes asuntos.

Helen parpadeó al verlos entrar en su saloncito de la planta superior, pero se sobrepuso a la sorpresa en un santiamén. Después de hacer las presentaciones pertinentes, Helen les indicó a las cuatro observadoras que se sentaran en un diván delante de las ventanas, ordenó que llevaran té y pastas y, con una sonrisa, se despidió y se marchó con Jacqueline y con él a un taller mucho más pequeño y atestado.

—¿Mejor? —Lo miró con una ceja enarcada.

Gerrard suspiró y asintió con la cabeza.

—Sí, gracias. ¿Estas son las muestras de satén? —Levantó unos cuantos trozos de tela.

Jacqueline, Helen y él estaban delante de su mesa de trabajo. Helen y él discutieron los cortes e hicieron bocetos mientras que Jacqueline los escuchaba con atención, pero en cuanto decidieron cómo debía ser el estilo y llegó el turno de decidir la tela, añadió su punto de vista a la discusión.

Jacqueline tenía tan buen ojo para los colores como él y también sabía muy bien qué le sentaba mejor. Enseguida llegaron a la conclusión de que un shantung en color bronce era perfecto.

—¿Ves? Si añades el drapeado, la luz se refleja de otra manera, así conseguirás resaltar las curvas, sobre todo a la luz de las lámparas. —Helen le colocó a Jacqueline un trozo de la tela por encima del hombro para que le cayera por los pechos hasta la cintura; acto seguido, se colocó tras ella y tensó la seda—. Así. —Rodeó a Jacqueline con un brazo para colocar bien la tela—. ¿Qué te parece?

—Perfecta —dijo Gerrard, que la estudiaba con una media sonrisa. Acordaron las sesiones para tomar medidas en los siguientes cuatro días y después Gerrard acompañó a Jacqueline con las otras damas, que a esas alturas estaban aburridísimas. De muchísimo mejor humor que cuando llegaron, las obligó a salir en busca del carruaje.

Llevó de vuelta a Jacqueline a Brook Street, pero al llegar allí se encontró un carruaje negro sin blasón a las puertas de su casa, y un lacayo demasiado conocido junto al carruaje.

—¿La duquesa? —preguntó con resignación a Matthews, uno de los lacayos de Diablo Cynster.

Matthews sonrió con conmiseración.

—La duquesa viuda y lady Horatia, señor.

Madre del amor hermoso. Las quería a todas, pero…

Con independencia de todo lo demás, le preocupaba un poco que Jacqueline se sintiera abrumada por las mujeres de su familia, sobre todo si caían sobre ella en masa. Sin embargo, mientras la hacía entrar en la casa y la conducía hacia el salón, se recordó que eso era justo lo que debía hacer. Debía presentarla a su numerosa familia y a su círculo de amigos antes de pedirle que se casara con él. Si lo aceptaba, también los estaría aceptando a ellos.

Había sopesado la idea de pedirle que se casara con él antes de abandonar Cornualles, pero acababa de comenzar la campaña gracias a la cual le demostraría los beneficios que reportaba el matrimonio y sembraría esa idea en la mente de Jacqueline antes de que él sacara el tema a colación. Estaba convencido de que aún no pensaban en los mismos términos. La visita a la capital le proporcionaría la oportunidad y las circunstancias necesarias para llevar su campaña más allá del plano sensual. Quería que viera, y que apreciara, lo que significaría ser su esposa, pero hasta ese momento no había considerado cómo reaccionaría Jacqueline (tan acostumbrada a la soledad) ante un entramado de relaciones familiares en las que las mujeres nunca estaban del todo solas, sino que formaban parte de un gran grupo cuyos miembros se visitaban con frecuencia, intercambiaban experiencias sin tapujos y siempre querían estar al tanto de todo.

De absolutamente todo.

Una prueba de eso último la encontró en los ojos ya algo cansados, aunque hermosos, de la duquesa viuda de Saint Ives y de lady Horatia Cynster, mientras conducía a Jacqueline al diván donde las damas estaban sentadas.

—Es un placer conocerte, querida. —Los ojos de Helena relampaguearon cuando soltó la mano de Jacqueline y lo miró a los ojos—. Gerrard… qué magnífica casualidad que lord Tregonning te eligiera para que pintases un retrato tan importante, n’est-ce pas?

Respondió con un comentario insustancial. No era muy conveniente, ni en las mejores circunstancias, darle a la duquesa viuda más información de la necesaria. Era algo con lo que los Cynster habían aprendido a vivir. Por desgracia, muy pocas cosas escapaban a los astutos ojos de la dama… y eran muchas menos las que su ágil mente no interpretaba correctamente.

Lady Horatia Cynster, la madre de Vane y cuñada de la duquesa viuda, era en apariencia menos intimidatoria, pero igual de peligrosa.

—Recuerdo haber conocido a tu madre, querida, hace muchos años, en un baile. Era muy hermosa… Veo muchas cosas suyas en ti.

—¿De verdad? —Con los ojos brillantes, Jacqueline se sentó en el sillón que había delante del diván—. Aparte de lo que me ha contado lady Fritham, quien la conoció de niña además de ser vecina nuestra durante años, no sé mucho de mi madre antes de que se casara con mi padre.

—¡Caray!, ya me acuerdo. —La duquesa viuda asintió con la cabeza—. Esa boda fue muy sonada… El hecho de que semejante belleza escogiera abandonar los círculos sociales para retirarse por completo a Cornualles… Horatia, ¿te acuerdas de…?

Entre las dos mujeres contaron un buen número de anécdotas sobre la madre de Jacqueline, todas del corto periodo de tiempo que había pertenecido a su círculo. Inclinada hacia delante mientras lanzaba preguntas a diestro y siniestro, Jacqueline las absorbió todas con avidez.

Por su parte, él estaba algo aturdido. Le había sorprendido un tanto la facilidad con la que Jacqueline se había congraciado con esas dos damas.

Aunque, por supuesto, no le sorprendió en lo más mínimo que las dos la acogieran en su seno tan pronto.

Desde el mismísimo instante en el que Barnaby había sugerido que se fueran a Londres, supo que no tendría la menor oportunidad de esconder su verdadero interés por Jacqueline, de enmascararlo como un interés meramente profesional. No merecía la pena esforzarse con la familia. Se olerían el farol, se echarían a reír y le darían una palmadita en la mejilla… para después burlarse de él sin compasión.

Ya fue bastante malo cuando Horatia se volvió hacia él con una sonrisa y dijo:

—¡Querido qué emocionante! Es una historia muy romántica. Claro que no diremos ni una sola palabra, ni media, hasta que esté todo bien atado, pero te aseguro que nos has animado lo que prometía ser un verano muy aburrido.

Horatia lo miró con ojos chispeantes. Él inclinó la cabeza, sin saber a qué atenerse. Bien podría referirse al retrato y a su intento por rescatar a Jacqueline, o a su inminente boda, era imposible saberlo. Para su alivio, escuchó ruidos que anunciaban el regreso de Patience, Minnie y Timms, lo que lo libró de tener que responder. Las tres mujeres entraron en el salón, dispuestas a contarles a Helena y a Horatia los pormenores de su visita a esa modista tan fuera de lo común… e incluso más que dispuestas a interrogar a Jacqueline acerca de lo que había sucedido en el taller de la mujer.

Las voces femeninas comenzaron a resonar por toda la estancia. Cuando Minnie pidió que les llevaran té, él aprovechó la oportunidad para disculparse y huir.

Antes de que pudiera hacerlo, Patience lo detuvo con un gesto de la mano.

—Cena esta noche con nosotros —le informó—. Sólo la familia. —Al ver su expresión, su hermana esbozó una sonrisa comprensiva, pero no se dejó conmover—. Hay tan poca actividad por aquí que todo el mundo está encantado de tener una excusa para cenar fuera de casa.

Cuando hablaba de «familia», Patience se refería a cualquier miembro del extenso clan Cynster que estuviera en la ciudad. Durante la temporada, la mayoría residía en Londres, pero llegado el verano, iban y venían según los antojos de los negocios y de la familia.

Podía negarse, aduciendo que debía trabajar en el retrato, pero… Miró a Jacqueline antes de clavar de nuevo la vista en su hermana y asentir con la cabeza.

—¿A la hora de siempre?

Patience le sonrió como la hermana mayor sabelotodo que era.

—A las siete, pero podéis venir un poco antes y visitar la habitación infantil. Se han estado quejando de tu ausencia.

La idea lo dejó contrariado.

—Lo intentaré.

Tras despedirse de las presentes con un gesto de cabeza, huyó de verdad. Era evidente que Jacqueline no necesitaba protección de esas mujeres.

Él, sin embargo, tenía que proteger su cordura. Subió las escaleras y se refugió en su estudio.